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MAGISTERIO DE LA IGLESIA III B: Desde BENEDICTO XIV hasta PIO VIII  (Denzinger)

 

 

 

Páginas relacionadas 




BENEDICTO XIV, 1740-1758

De los matrimonios clandestinos en Bélgica [y Holanda]

[De la Declaración Matrimonia, quae in locis, de 4 de noviembre de 1741]

Los matrimonios que suelen contraerse en los lugares de Bélgica sometidos al dominio de las Provincias Unidas, ora entre herejes por ambas partes, ora entre varón hereje por una parte y mujer católica por otra o viceversa, sin guardarse la forma prescrita por el Concilio Tridentino, por mucho tiempo se ha disputado si han de tenerse o no por válidos, con ánimos y sentencias de los hombres en sentidos diversos; lo cual por muchos años ha constituído muy abundante semillero de ansiedad y peligros, sobre todo porque los obispos, párrocos y misioneros de aquellas regiones no tenían nada cierto a que atenerse sobre este asunto y tampoco se atrevían a establecer y declarar nada sin consultar con la Santa Sede...

(1) ...El Santísimo Sr. N., después de tomarse algún espacio de tiempo para deliberar consigo mismo sobre el asunto, mandó recientemente que se redactara esta declaración e instrucción, que deben usar en adelante en estos negocios como regla y norma cierta todos los prelados y párrocos de Bélgica y los misioneros y vicarios apostólicos de las mismas regiones.

(2) A saber: En primer lugar, por lo que atañe a los matrimonios celebrados entre sí por herejes en los lugares sometidos al dominio de las Provincias Unidas, sin guardarse la forma prescrita por el Concilio Tridentino; aunque Su Santidad no ignora que otras veces en casos particulares y atendidas las circunstancias entonces expuestas la sagrada Congregación del Concilio respondió por su invalidez; sin embargo, teniendo igualmente averiguado que nada ha sido todavía definido de modo general y universal por la Sede Apostólica sobre tales matrimonios y que es por otra parte absolutamente necesario declarar qué debe estimarse genéricamente de estos matrimonios, a fin de atender a todos los fieles que viven en esas regiones y evitar muchos más gravísimos inconvenientes; pensado maduramente el negocio y cuidadosamente pesados los momentos todos o importancia de las razones por una y otra parte, declaró y estableció que los matrimonios hasta ahora contraídos entre herejes en dichas Provincias Unidas de Bélgica y los que en adelante se contraigan, aunque en la celebración no se guarde la forma prescrita por el Tridentino, han de ser tenidos por válidos, con tal de que no se opusiere ningún otro impedimento canónico; y por lo tanto, si sucediere que ambos cónyuges se recogen al seno de la Iglesia Católica, están ligados absolutamente por el mismo vínculo conyugal que antes, aun cuando no renueven su mutuo consentimiento delante del párroco católico- mas si sólo se convirtiere uno de los cónyuges, el varón o la mujer, ninguno de los dos puede pasar a otras nupcias, mientras el otro sobreviva.

(3) Mas por lo que atañe a los matrimonios que se contraen igualmente en las mismas Provincias Unidas de Bélgica, sin la forma establecida por el Tridentino, entre católicos y herejes, ora un varón católico tome en matrimonio a una mujer hereje, ora una mujer católica se case con un hombre hereje, doliéndose en primer lugar sobremanera Su Santidad que haya entre los católicos quienes torpemente cegados por insano amor, no aborrezcan de corazón y piensen que deben en absoluto abstenerse de estas detestables uniones que la santa madre Iglesia condenó y prohibió perpetuamente y alabando en alto grado el celo de aquellos prelados que con las más severas penas se esfuerzan por apartar a los católicos de que se unan con los herejes con este sacrílego vínculo; avisa y exhorta seria y gravemente a todos los obispos, vicarios apostólicos, párrocos, misioneros y los otros cualesquiera ministros fieles de Dios y de la Iglesia que viven en esas partes, que aparten en cuanto puedan a los católicos de ambos sexos de tales nupcias que han de contraer para ruina de sus propias almas, y pongan empeño en disuadir del mejor modo e impedir eficazmente esas mismas nupcias. Mas si acaso se ha contraído ya allí algún matrimonio de esta especie, sin guardarse la forma del Tridentino, o si en adelante (lo que Dios no permita) se contrajere alguno, declara Su Santidad que, de no ocurrir ningún otro impedimento canónico, tal matrimonio ha de ser tenido por válido, y que ninguno de los cónyuges, mientras el otro sobreviva, puede en manera alguna, bajo pretexto de no haberse guardado dicha forma, contraer nuevo matrimonio; pero a lo que principalmente debe persuadirse el cónyuge católico, sea varón o mujer, es a hacer penitencia y pedir a Dios perdón por la gravísima culpa cometida, y esforzarse después según sus fuerzas por atraer al seno de la Iglesia al otro cónyuge desviado de la verdadera fe, y ganar su alma, lo que sería a la verdad oportunísimo para obtener el perdón de la culpa cometida, sabiendo por lo demás, como dicho queda, que ha de estar perpetuamente ligado por el vinculo de ese matrimonio.

(4) Declara además Su Santidad que cuanto hasta aquí se ha sancionado y dicho acerca de los matrimonios contraidos en los lugares sometidos al dominio de las Provincias Unidas en Bélgica, ora entre herejes entre si, ora entre católicos y herejes, se entienda sancionado y dicho también de matrimonios semejantes contraidos fuera de los dominios de dichas Provincias Unidas por aquellos que están alistados en las legiones o tropas que suelen enviarse por las mismas Provincias Unidas para guardar y defender las plazas fronterizas vulgarmente llamadas di Barriera; de suerte que los matrimonios allí contraidos fuera de la forma del Tridentino, ora entre herejes por ambas partes, ora entre católicos y herejes, obtengan su validez, con tal que ambos cónyuges pertenezcan a las dichas tropas o legiones, y quiere Su Santidad que esta declaración comprenda también la ciudad de Maestricht, ocupada por la república de las Provincias Unidas, aunque no de derecho, sino solamente a título, como dicen, de garantía.

(5) Finalmente, acerca de los matrimonios que se contraen, ora en las regiones de los principes católicos por aquellos que tienen su domicilio en las Provincias Unidas, ora en las Provincias Unidas por los que tienen su domicilio en las regiones de los principes católicos, Su Santidad ha creído que nada nuevo debía decretarse o declararse, queriendo que sobre ellos se decida, cuando ocurra alguna disputa, de acuerdo con los principios canónicos del derecho común y las resoluciones aprobadas dadas en otras ocasiones para casos semejantes por la sagrada congregación del Concilio, y así declaró y estableció que debe en adelante ser por todos guardado.

Del ministro de la confirmación

[De la Constit. Etsi pastoralis para los italo-griegos, de 26 de mayo de 1742]

(§ 3) Los obispos latinos confirmen absolutamente, signándolos con crisma en la frente, a los niños u otros bautizados en sus diócesis por los presbíteros griegos, como quiera que ni por nuestros predecesores ni por Nos ha sido concedida ni se concede a los presbíteros griegos de Italia e islas adyacentes la facultad de conferir a los niños bautizados el sacramento de la confirmación...

Profesión de fe prescrita a los orientales (maronitas)

[De la Constit. Nuper ad nos, de 16 de marzo de 1743]

§ 5. ...Yo, N. N., con fe firme, etc. Creo en un solo etc. [como en el Símbolo Niceno-Constantinopolitano, v. 86 y 994].

Venero también y recibo los Concilios universales, como sigue, a saber: El Niceno primero [v. 54], y profeso que en él se definió contra Arrio, de condenada memoria, que el Señor Jesucristo es Hijo de Dios, nacido unigénito del Padre, esto es, nacido de la sustancia del Padre, no hecho, consustancial con el Padre, y que rectamente fueron condenadas en el mismo Concilio aquellas voces impías "que alguna vez no existiera" o "que fue hecho de lo que no es o de otra sustancia o esencia", o "que el Hijo de Dios es mudable y convertible".

El Constantinopolitano primero [v. 85 s], segundo en orden, y profeso que en él se definió contra Macedonio, de condenada memoria, que el Espíritu Santo no es siervo, sino Señor, no creatura, sino Dios, y que tiene una sola divinidad con el Padre y el Hijo.

El Efesino primero [v. 111a s], tercero en orden, y profeso que en él fue definido contra Nestorio, de condenada memoria, que la divinidad y la humanidad, por inefable e incomprensible unión en una sola persona de! Hijo de Dios, constituyeron para nosotros un solo Jesucristo, y por esa causa la beatísima Virgen es verdaderamente madre de Dios.

El Calcedonense [v. 148], cuarto en orden, y profeso que en él fue definido contra Eutiques y Dióscoro, ambos de condenada memoria, que un solo y mismo Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo, es perfecto en la divinidad y perfecto en la humanidad, Dios verdadero y hombre verdadero, de alma racional y de cuerpo, consustancial con el Padre según la divinidad, y el mismo consustancial con nosotros según la humanidad, semejante en todo a nosotros menos en el pecado; antes de los siglos, en verdad, nacido del Padre según la divinidad; pero el mismo en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, nacido de María Virgen madre de Dios según la humanidad; que debe reconocerse a uno y mismo Cristo Hijo Señor unigénito en las dos naturalezas, inconfusa, inmutable, indivisa e inseparablemente, sin que jamás se eliminara la diferencia de las naturalezas a causa de la unión sino que, salva la propiedad de una y otra naturaleza que concurren en una sola persona y sustancia, no fue partido o dividido en dos personas, sino que es un solo y mismo Hijo y unigénito Dios Verbo el Señor Jesucristo; igualmente que la divinidad del mismo Señor nuestro Jesucristo, según la cual es consustancial con el Padre y el Espíritu Santo, es impasible e inmortal, y que Él fue crucificado y murió sólo según la carne, como igualmente fue definido en dicho Concilio y en la carta de San León, Pontífice Romano [v. 143 s], por cuya boca los Padres del mismo Concilio aclamaron que había hablado el bienaventurado Apóstol Pedro; definición por la que se condena la impía herejía de aquellos que al trisagio enseñado por los ángeles y en el predicho Concilio Calcedonense cantado: "Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal, compadécete de nosotros", añadían: "que fuiste crucificado por nosotros" y, por tanto, afirmaban que la divina naturaleza de las tres Personas es pasible y mortal.

El Constantinopolitano segundo [v. 212 ss], quinto en orden, en el que fue renovada la definición del predicho Concilio Calcedonense.

El Constantinopolitano tercero [v. 289 ss], sexto en orden, y profeso que en él fue definido contra los monotelitas que en un solo y mismo Señor nuestro Jesucristo hay dos voluntades naturales y dos naturales operaciones, de manera indivisa, inconvertible, inseparable e inconfusa, y que su humana voluntad no es contraria, sino que está sujeta a su voluntad divina y omnipotente.

El Niceno segundo [v. 302 ss], séptimo en orden, y profeso que en él fue definido contra los iconoclastas que las imágenes de Cristo y de la Virgen madre de Dios, juntamente con las de los otros santos, deben tenerse y conservarse y que se les debe tributar el debido honor y veneración.

El Constantinopolitano cuarto [v. 336 ss], octavo en orden, y profeso que en él fue merecidamente condenado Focio y restituído San Ignacio Patriarca.

Venero también y recibo todos los otros Concilios universales legítimamente celebrados y confirmados por autoridad del Romano Pontífice, y particularmente el Concilio de Florencia, y profeso lo que en él fue definido [lo que sigue está, en parte, literalmente alegado, en parte extractado del decreto de unión de los griegos, y del decreto para los armenios del Concilio de Florencia; v. 691693 y 712 s].

Igualmente venero y recibo el Concilio de Trento [v. 782 ss] y profeso lo que en él fue definido y declarado, y particularmente que en la Misa se ofrece a Dios un sacrificio verdadero, propio y propiciatorio, por los vivos y difuntos, y que en el santísimo sacramento de la Eucaristía, conforme a la fe que siempre se dio en la Iglesia de Dios, se contiene verdadera, real y sustancialmente el cuerpo y la sangre juntamente con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo y, por ende, Cristo entero, y que se realiza la conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo y de toda la sustancia del vino en la sangre; conversión que la Iglesia Católica de manera muy apta llama transustanciación, y que bajo cada una de las especies y bajo cada parte de cualquiera de ellas, hecha la separación, se contiene Cristo entero.

Igualmente, que hay siete sacramentos de la Nueva Ley instituidos por Cristo Señor nuestro para la salvación del género humano, aunque no todos son necesarios a cada uno, a saber: bautismo, confirmación, Eucaristía, penitencia, extremaunción, orden y matrimonio; y que confieren la gracia, y de ellos el bautismo, la confirmación y el orden no pueden repetirse sin sacrilegio. Igualmente, que el bautismo es necesario para la salvación y, por ende, si hay inminente peligro de muerte, debe conferirse inmediatamente sin dilación alguna y que es válido por quienquiera y cuando quiera fuere conferido bajo la debida materia y forma e intención. Igualmente, que el vinculo del matrimonio es indisoluble y que, si bien por motivo de adulterio, de herejía y por otras causas puede darse entre los cónyuges separación de lecho y cohabitación; no les es, sin embargo, licito contraer otro matrimonio.

Igualmente, que las tradiciones apostólicas y eclesiásticas deben ser recibidas y veneradas. También que fue por Cristo dejada a la Iglesia la potestad de las indulgencias y que el uso de ellas es sobremanera saludable al pueblo cristiano.

Recibo y profeso igualmente lo que en el predicho Concilio de Trento fue definido sobre el pecado original, sobre la justificación, sobre el canon e interpretación de los libros sagrados, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento [cf. 787 ss, 793 ss; 783 ss].

Igualmente recibo y profeso todo lo demás que recibe y profesa la Santa Iglesia Romana, y juntamente todo lo contrario, tanto cismas como herejías, por la misma Iglesia condenados, rechazados y anatematizados, yo igualmente los condeno, rechazo y anatematizo. Además prometo y juro verdadera obediencia al Romano Pontífice, sucesor del bienaventurado Pedro principe de los Apóstoles, y vicario de Jesucristo. Esta fe de la Iglesia Católica, fuera de la cual nadie puede salvarse etc., [como en la profesión tridentina de fe; v. 1000].

De la obligación de no preguntar el nombre del cómplice

[Del Breve Suprema omnium Ecclesiarum sollicitudo, de 7 de julio de 1745]

(1) Ha llegado en efecto no ha mucho a nuestros oídos que algunos confesores de esas partes se han dejado engañar por una falsa imaginación de celo, pero, extraviándose lejos del celo según ciencia [cf. Rom. 10, 2], han empezado a meter e introducir cierta perversa v perniciosa práctica en la audición de las confesiones de los fieles de Cristo y en la administración del salubérrimo sacramento de la penitencia, a saber, que si acaso dan con penitentes que tienen cómplice de su pecado, preguntan corrientemente a los mismos penitentes el nombre de dicho cómplice o compañero, y no sólo se esfuerzan por la persuasión para inducirlos a que se les revele, sino que —y ello es más detestable—, en realidad, los obligan, los fuerzan, anunciándoles que, de no revelárselo, les niegan la absolución sacramental; es más, no sólo el nombre del cómplice, el lugar de su domicilio exigen que se les revele. Esta intolerable imprudencia, no dudan ellos en defenderla, ora con el especioso pretexto de procurar la corrección del cómplice y de obtener otros bienes, ora mendigando ciertas opiniones de doctores; cuando a la verdad, siguiendo esas opiniones falsas y erróneas o aplicando mal las verdaderas y sanas, se atraen la ruina para sus almas y las de sus penitentes, y se hacen además reos delante de Dios, juez eterno, de muchos graves daños que debieran prever habían fácilmente de seguirse de su modo de obrar...

(3) Nos, empero, a fin de que no parezca que en tan grave peligro de las almas faltamos en parte alguna a nuestro apostólico ministerio ni dejemos que nuestra mente sobre este asunto quede para vosotros oscura o ambigua; queremos haceros saber que la práctica anteriormente recordada debe ser totalmente reprobada y que la misma es por Nos reprobada y condenada a tenor de las presentes letras nuestras en forma de breve, como escandalosa y perniciosa y tan injuriosa a la fama del prójimo, como también al mismo sacramento, como tendente a la violación del sacrosanto sigilo sacramental y por alejar a los fieles de la práctica en tan gran manera provechosa y necesaria del mismo sacramento de la penitencia.

De la usura

[De la Encíclica Vix pervenit a los obispos de Italia, de 1° de noviembre de 1745]

(§ 3) 1. Aquel género de pecado que se llama usura, y tiene su propio asiento y lugar en el contrato del préstamo, consiste en que por razón del préstamo mismo, el cual por su propia naturaleza sólo pide sea devuelta la misma cantidad que se recibió, se quiere sea devuelto más de lo que se recibió, y pretende, por tanto, que, por razón del préstamo mismo, se debe algún lucro más allá del capital. Por eso, todo lucro semejante que supere el capital, es ilícito y usurario.

2. Ni, a la verdad, será posible buscar excusa alguna para exculpar esta mancha, ora por el hecho de que ese lucro no sea excesivo y demasiado, sino moderado; no grande, sino pequeño; ora porque aquel de quien se pide ese lucro por sola causa del préstamo, no es pobre, sino rico, y no ha de dejar ociosa la cantidad que le fue dada en préstamo, sino que la gastará con mucha utilidad en aumentar su fortuna, en comprar nuevas fincas o en realizar lucrativos negocios. Ciertamente, la ley del préstamo necesariamente está en la igualdad de lo dado y lo devuelto y contra ella queda convicto de obrar todo el que, una vez alcanzada esa igualdad, no se avergüenza de exigir de quienquiera todavía algo más, en virtud del préstamo mismo, al que ya se satisfizo por medio de igual cantidad; y, por ende, si lo recibiere, está obligado a restituir por obligación de aquella justicia que llaman conmutativa y cuyo oficio es no sólo santamente guardar la igualdad propia de cada uno en los contratos humanos; sino exactamente repararla, si no fue guardada.

3. Mas no por esto se niega en modo alguno que pueden alguna vez concurrir acaso juntamente con el contrato de préstamo otros, como dicen, títulos, que no son en absoluto innatos e intrínsecos a la misma naturaleza del préstamo en general, de los cuales resulte causa justa y totalmente legitima para exigir algo más allá del capital debido por el préstamo. Ni tampoco se niega que puede muchas veces cada uno colocar y gastar su dinero justamente por medio de otros contratos de naturaleza totalmente distinta de la del préstamo, ora para procurarse réditos anuales, ora también para ejercer el comercio y negocio licito y percibir de él ganancias honestas.

4. Mas a la manera que en tan varios géneros de contratos, si no se guarda la igualdad de cada uno, todo lo que se recibe más de lo justo, es cosa averiguada que toca en verdad, si no a la usura —como quiera que no se dé préstamo alguno, ni manifiesto ni paliado—, sí, en cambio, otra verdadera injusticia que lleva igualmente la carga de restituir; así, si todo se hace debidamente y se pesa en la balanza de la justicia, no debe dudarse que hay en esos contratos múltiple modo licito y manera conveniente de conservar y frecuentar para pública utilidad los humanos comercios y el mismo negocio fructuoso. Lejos, en efecto, del ánimo de los cristianos pensar que por las usuras o por otras semejantes injusticias pueden florecer los comercios lucrativos, cuando por lo contrario sabemos por el propio oráculo divino que la justicia levanta la nación, mas el pecado hace miserables a los pueblos [Proverbios 14, 34].

5. Pero hay que advertir diligentemente que falsa y sólo temerariamente se persuadirá uno que siempre se hallan y en todas partes están a mano ora otros títulos legítimos juntamente con el préstamo, ora, aun excluido el préstamo, otros contratos justos, y que, apoyándose en esos títulos o contratos, siempre que se confía a otro cualquiera dinero, trigo u otra cosa por el estilo, será licito recibir un interés moderado, por encima del capital salvo e integro. Si alguno así sintiere, no sólo se opondrá sin duda alguna a los divinos documentos y al juicio de la Iglesia Católica sobre la usura, sino también al sentido común humano y a la razón natural. Porque, por lo menos, a nadie puede ocultársele que en muchos casos está el hombre obligado a socorrer a otro por sencillo y desnudo préstamo, sobre todo cuando el mismo Cristo Señor nos enseña: Del que quiere tomar de ti prestado, no te desvíes [Mt. 5, 42]; y que, igualmente, en muchos casos, no puede haber lugar a ningún otro justo contrato fuera del solo préstamo. El que quiera, pues, atender a su conciencia es necesario que averigüe antes diligentemente si verdaderamente concurre con el préstamo otro justo título, si verdaderamente se da otro contrato justo fuera del préstamo, por cuya causa quede libre e inmune de toda mancha el lucro que pretende.

Del bautismo de los niños judíos

[De la Carta Postremo mense al Vicegerente en la Urbe de 28 de febrero de 1747]

3....Porque en primer lugar se tratará la cuestión de si es licito que los niños hebreos sean bautizados a pesar de la voluntad contraria y oposición de sus padres. En segundo, si decimos que esto es ilícito, se examinará si puede darse alguna vez algún caso en que no sólo pueda hacerse, sino que sea también lícito y llanamente conveniente. En tercer lugar si el bautismo administrado a los niños hebreos cuando no es licito, haya de tenerse por válido o inválido. Cuarto, qué haya de hacerse cuando son traídos niños hebreos para ser bautizados o esté averiguado que han sido ya iniciados por el sagrado bautismo, finalmente, cómo pueda probarse que los mismos han sido ya purificados por las aguas saludables.

4. Si se trata del primer capítulo de la primera parte, a saber, si los niños hebreos pueden ser bautizados con disentimiento de los padres, abiertamente afirmamos que la cuestión fue ya definida por Santo Tomás en tres lugares, a saber, en Quodl. 2, a 7; en la 2, 2, q. 10, a. 12, donde trayendo nuevamente a examen la cuestión propuesta en los Quodlibetos: "Si los niños de los judíos o de otros infieles han de ser bautizados contra la voluntad de sus padres", responde así: "Respondo debe decirse que la costumbre de la Iglesia tiene autoridad máxima y que debe siempre ser imitada en todo etc. Ahora bien, el uso de la Iglesia no fue nunca que los hijos de los judíos se bautizaran contra la voluntad de sus padres..."; y así dice en 3, q. 68 a. 10: "Respondo debe decirse que los hijos de los infieles..., si todavía no tienen el uso del libre albedrío, según derecho natural, están bajo el cuidado de sus padres, mientras ellos no pueden proveerse a sí mismos...; y, por lo tanto, sería contra justicia natural, si tales niños fueran bautizados contra la voluntad de sus padres, como también si uno, teniendo el uso de razón, se le bautizara contra su voluntad. Seria también peligroso...

5. Escoto en 4 Sent. dist. 4, q. 9, n. 2 y en las cuestiones referidas al n. 2 pensó que puede laudablemente mandar el príncipe que, aun contra la voluntad de sus padres, sean bautizados los niños pequeños de los hebreos y de los infieles, con tal de que se tomen particularmente precauciones de prudencia para que dichos niños no sean muertos por sus padres... Sin embargo, en los tribunales prevaleció la sentencia de Santo Tomás... y es la más divulgada entre los teólogos y canonistas...

7. Sentado, pues, el principio de que no es licito bautizar a los niños de los hebreos, contra la voluntad de sus padres, bajemos ahora a la segunda parte, según el orden al principio propuesto: si podrá darse alguna vez alguna ocasión en que ello sea licito y conveniente.

8. ...Cuando suceda que un cristiano se encuentre un niño hebreo próximo a la muerte, opino que hará una cosa laudable y grata a Dios quien por el agua purificadora le dé al niño la vida inmortal.

9. Si igualmente sucediere que algún niño hebreo hubiere sido arrojado y abandonado por sus padres, es común sentencia de todos, confirmada también por muchos juicios, que se le debe bautizar, aun cuando lo reclamen y pidan nuevamente sus padres...

14. Después de expuestos los casos más obvios en los que esta regla nuestra prohibe bautizar a los niños de los hebreos, contra la voluntad de sus padres, añadimos además algunas declaraciones que pertenecen a esta misma regla, de las que la primera es: Si faltan los padres, mas los niños han sido encomendados a la tutela de algún hebreo, no pueden ser en modo alguno bautizados sin el consentimiento del tutor, como quiera que toda la potestad de los padres ha pasado a los tutores... 15. La segunda es que, si el padre diera su nombre a la milicia cristiana y mandara que el hijo suyo sea bautizado, debe ser bautizado aun con disentimiento de la madre hebrea, como quiera que el hijo debe considerarse no bajo la potestad de la madre, sino del padre... 16. La tercera es: Aunque la madre no tenga a los hijos de su derecho; sin embargo, si se acerca a la fe de Cristo y presenta al niño para ser bautizado, aun cuando reclame el padre hebreo, debe no obstante ser lavado con el agua del bautismo... 17. La cuarta es que, si se tiene por cierto que para el bautismo de los infantes es necesaria la voluntad de los padres, como bajo la apelación de padres tiene también lugar el abuelo paterno, de ahí se sigue necesariamente que si el abuelo paterno ha abrazado la fe católica y lleva a su nieto a la fuente del sagrado baño, aunque, muerto el padre, se oponga la madre hebrea; debe, sin embargo, el infante ser bautizado sin duda alguna...

18. No es caso ficticio que alguna vez el padre hebreo anuncia que quiere abrazar la religión católica y se ofrece a sí y a sus hijos párvulos para ser bautizados; pero luego se arrepiente de su propósito y rehusa que sea bautizado su hijo. Tal sucedió en Mantua... El caso fue llevado a examen en la Congregación del Santo Oficio y el Pontífice, el día 24 de septiembre del año 1699, estableció que se hiciera lo que sigue: "El Santísimo, oídos los votos de los Eminentísimos, decretó que sean bautizados los dos hijos infantes, a saber, uno de tres años y otro de cinco. Los otros, a saber, un hijo de ocho años y una hija de doce, colóquense en la casa de los Catecúmenos, si la hubiere en Mantua, y si no, con una persona piadosa y honesta para el efecto de explorar su voluntad y de instruirlos"...

19. Hay también algunos infieles que suelen ofrecer a los cristianos sus niños pequeños para ser lavados por las aguas saludables, pero no con el fin de militar al servicio de Cristo, ni para que sea borrada de sus almas la culpa original; sino que lo hacen llevados de cierta indigna superstición, es decir, porque piensan que por el beneficio del bautismo han de librarse de los espíritus malignos, del hedor o de alguna enfermedad...

21. ...Algunos infieles, al meterse en sus cabezas que por la gracia del bautismo han de verse sus hijos libres de las enfermedades y de las vejaciones de los demonios, han llegado a punto tal de demencia que han amenazado hasta con la muerte a los sacerdotes católicos... Mas a esta sentencia se opone la Congregación del Santo Oficio habida ante el Pontífice el 5 de septiembre de 1625: "La sagrada Congregación de la universal Inquisición habida delante del Santísimo, referida la carta del obispo de Antivari en que suplicaba por la resolución de la siguiente duda: Si cuando los sacerdotes son forzados por los turcos a que bauticen a sus hijos, no para hacerlos cristianos, sino por la salud corporal, para librarse del hedor, de la epilepsia, del peligro de maleficios y de los lobos; si, en tal caso, pueden por lo menos fingidamente bautizarlos, empleando la materia del bautismo sin la debida forma. Respondió negativamente, porque el bautismo es la puerta de los sacramentos y la profesión de la fe y no puede en modo alguno fingirse..."

29....Nuestro discurso, pues, se refiere a aquellos que son ofrecidos para el bautismo, no por sus padres ni por otros que tengan derechos sobre ellos, sino por alguien que no tenga autoridad alguna. Trátase además de aquellos cuyos casos no están comprendidos bajo la disposición que permite conferir el bautismo, aun cuando falte el consentimiento de los mayores: en este caso ciertamente no deben ser bautizados, sino devueltos a aquellos en cuya potestad y fe están legítimamente constituidos. Mas si ya estuvieran iniciados en el sacramento, o hay que retenerlos o recuperarlos de sus padres hebreos y entregarlos a fieles de Cristo para ser por éstos piadosa y santamente formados; porque éste es efecto del bautismo, aunque ilícito, verdadero no obstante y válido...

Errores sobre el duelo

[Condenados en la Constit. Vetestabilem, de 10 de noviembre de 1752]

1. El militar que, de no retar a duelo o aceptarlo, sería tenido por cobarde, tímido, abyecto e inepto para los oficios militares y que por ello se vería privado del oficio con que se sustenta a si mismo y a los suyos o tendría que renunciar para siempre a la esperanza de ascenso que por otra parte se le debe y tiene merecido, carecería de culpa y de castigo, ora ofrezca, ora acepte el duelo.

2. Pueden también ser excusados los que, para defender su honor o evitar el vilipendio humano, aceptan el duelo o provocan a él, cuando saben con certeza que no ha de seguirse la lucha, por haber de ser impedida por otros.

3. No incurre en las penas eclesiásticas impuestas por la Iglesia contra los duelistas, el capitán u oficial del ejército que acepta el duelo por miedo grave de perder la fama y el oficio.

4. Es licito en el estado natural del hombre aceptar y ofrecer el duelo para guardar con honor su fortuna, cuando no puede rechazarse por otro medio su pérdida.

5. La licitud afirmada para el estado natural puede también aplicarse al estado de una ciudad mal ordenada, a saber, en que por negligencia o malicia del magistrado se deniega abiertamente la justicia.

Condenadas y prohibidas como falsas, escandalosas y perniciosas.

CLEMENTE XIII, 1758-1769 CLEMENTE XIV, 1769-177

PIO Vl, 1775-1799

De los matrimonios mixtos en Bélgica

[Del rescripto de Pío Vl al Card. de Frauckenberg, arzobispo de Malinas, y a los obispos de Bélgica, de 13 de julio de 1782]

...Por ello no debemos apartarnos de la sentencia uniforme de nuestros predecesores y de la disciplina eclesiástica, que no aprueban los matrimonios entre ambas partes heréticas o entre una parte católica y herética otra, y eso mucho menos en el caso en que sea menester de dispensa en algún grado...

Pasando ahora a otro punto sobre la asistencia mandada a los párrocos en los matrimonios mixtos, decimos que, si previamente hecha la admonición anteriormente dicha a fin de apartar a la parte católica del matrimonio ilícito, ésta persiste no obstante en la voluntad de contraer el matrimonio y se prevé que éste ha de seguirse infaliblemente, entonces el párroco católico podrá ofrecer su presencia material; con la salvedad, sin embargo, de que está obligado a guardar las siguientes cautelas: En primer lugar, que no asista a tal matrimonio en lugar sagrado, ni revestido de ornamento alguno que indique rito sagrado, y no recitará sobre los contrayentes oración eclesiástica ninguna ni en modo alguno los bendecirá. Segundo, que exija y reciba del contrayente hereje una declaración por escrito, presentes dos testigos que deberán también firmarla, en la que con juramento se obligue a permitir a su comparte el libre uso de la religión católica y a educar en ella a todos los hijos que nacieren sin distinción alguna de sexos. Tercero, que el mismo contrayente católico haga una declaración firmada por si y por dos testigos en que prometa bajo juramento que no sólo no apostatará él jamás de su religión católica, sino que en ella educará a toda la prole que naciere y procurará eficazmente la conversión del otro contrayente acatólico.

En cuarto lugar, por lo que atañe a las proclamaciones mandadas por decreto imperial, que los obispos censuran por actos civiles más bien que sagrados, respondemos: como quiera que están preordenadas a la futura celebración del matrimonio y contienen por consiguiente una positiva cooperación al mismo, lo que ciertamente excede los limites de la simple tolerancia, nosotros no podemos dar nuestra anuencia para que éstas sean hechas.

Réstanos ahora hablar aún de un punto que, si bien no se nos ha preguntado expresamente sobre él; no creemos, sin embargo, haya de pasarse en silencio, pues puede con demasiada frecuencia presentarse en la práctica, a saber: Si el contrayente católico, queriendo posteriormente participar de los sacramentos, ¿debe ser admitido a ellos? A lo cual decimos que si demuestra que está arrepentido de su pecaminosa unión, podrá concedérsele, con tal que declare sinceramente antes de la confesión que procurará la conversión del cónyuge herético, renueve la promesa de educar a la prole en la religión ortodoxa y que reparará el escándalo dado a los otros fieles. Si tales condiciones concurren, no nos oponemos Nos a que la parte católica participe de los sacramentos.

De la potestad del Romano Pontífice (contra el febronianismo)

[Del Breve Super soliditate, de 28 de noviembre de 1786]

Y a la verdad, habiendo Dios puesto, como advierte Agustín, en la cátedra de la unidad la doctrina de la verdad, ese escritor funesto, por lo contrario, no deja piedra por mover para atacar y combatir por todos los modos esta Sede de Pedro; la Sede en que los Padres con unánime sentir veneraron constituida la cátedra en la cual sola había de ser por todos guardada la unidad; de la cual dimanan a todas las otras los derechos de la veneranda comunión; en la cual es preciso que se congregue toda la Iglesia, todos los fieles, de dondequiera que sean [cf. Conc. Vaticano, 1824]. Él no tuvo rubor de llamar fanática a la muchedumbre, a la que veía romper en estas voces a la vista del Pontífice: que éste era el hombre que había recibido de Dios las llaves del reino de los cielos con potestad de atar y desatar; aquel a quien ningún obispo se le podía igualar; de quien los obispos mismos reciben su autoridad, al modo que él mismo recibió de Dios su suprema potestad; que él a la verdad es el vicario de Cristo, la cabeza visible de la Iglesia, el juez supremo de los fieles. Así, pues —¡horrible blasfemia!— fue fanática la voz misma de Cristo, al prometer a Pedro las llaves del reino de los cielos con poder de atar y desatar [Mt. 16, 19]; llaves que, para ser comunicadas a los demás, Optato de Milevi, después de Tertuliano, no dudó en proclamar que sólo Pedro las ha recibido. ¿Acaso han de ser llamados fanáticos tantos solemnes y tantas veces repetidos decretos de los Pontífices y Concilios, por los que son condenados los que nieguen que en el bienaventurado Pedro, príncipe de los Apóstoles, el Romano Pontífice, sucesor suyo, fue por Dios constituido cabeza visible de la Iglesia y vicario de Jesucristo; que le fue entregada plena potestad para regir a la Iglesia y que se le debe verdadera obediencia por todos los que llevan el nombre cristiano, y que tal es la fuerza del primado que por derecho divino obtiene, que antecede a todos los obispos, no sólo por el grado de su honor, sino también por la amplitud de su suprema potestad? Por lo cual es más de deplorar la precipitada y ciega temeridad de un hombre que se ha empeñado en renovar con su infausto libelo errores condenados por tantos decretos, que ha dicho y a cada paso insinuado con muchos rodeos: que cualquier obispo está por Dios llamado no menos que el Papa para el gobierno de la Iglesia y no está dotado de menos potestad que él; que Cristo dio por si mismo el mismo poder a todos los Apóstoles; que cuanto algunos crean que sólo puede obtenerse y concederse por el Pontífice, ora penda de la consagración, ora de la jurisdicción eclesiástica, lo mismo puede igualmente obtenerse de cualquier obispo; que quiso Cristo que su Iglesia fuera administrada a modo de república; que a este régimen le es necesario un presidente por el bien de la unidad, pero que no se atreva a meterse en los asuntos de los otros que juntamente con él mandan; que tenga, sin embargo, el privilegio de exhortar a los negligentes al cumplimiento de sus deberes; que la fuerza del primado se contiene en esta sola prerrogativa de suplir la negligencia de los otros, de mirar por la conservación de la unidad con las exhortaciones y el ejemplo; que los pontífices nada pueden en una diócesis ajena fuera de caso extraordinario; que el Pontífice es cabeza que recibe de la Iglesia su fuerza y su firmeza; que los Pontífices tuvieron para si por licito violar los derechos de los obispos, y reservarse absoluciones, dispensaciones, decisiones, apelaciones, colaciones de beneficios, todos los demás cargos, en una palabra, que el autor registra uno por uno y denuncia como indebidas reservas, jurídicamente lesivas para los obispos.

De la exclusiva potestad de la Iglesia sobre los matrimonios de los bautizados

[De la Epístola Deessemus nobis al obispo de Mottola, de 16 de septiembre de 1788]

No nos es desconocido haber algunos que, atribuyendo demasiado a la potestad de los principes seculares e interpretando capciosamente las palabras de este canon [v. 982], han tratado de defender que, puesto que los Padres tridentinos no se valieron de la fórmula de expresión: "a los jueces eclesiásticos solos" o "todas las causas matrimoniales", dejaron a los jueces laicos la potestad de conocer por lo menos las causas matrimoniales que son de mero hecho. Pero sabemos que esta cancioncilla y este linaje de sutileza está destituido de todo fundamento. Porque las palabras del canon son tan generales que comprenden y abrazan todas las causas; y el espíritu o razón de la ley se extiende tan ampliamente, que no deja lugar alguno a excepción o limitación. Pues si estas causas no por otra razón pertenecen al solo juicio de la Iglesia, sino porque el contrato matrimonial es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la Ley evangélica; como esta razón de sacramento es común a todas las causas matrimoniales, así todas estas causas deben competir únicamente a los jueces eclesiásticos.

Errores del Sínodo de Pistoya

[Condenados en la Constit. Auctorem Fidei, de 28 de agosto de 1794]

[A. Errores sobre la Iglesia]

Del oscurecimiento de las verdades en la Iglesia

[Del Decr. de grat. § 1]

1. La proposición que afirma: que en estos últimos siglos se ha esparcido un general oscurecimiento sobre las verdades de más grave importancia, que miran a la religión y que son base de la fe y de la doctrina moral de Jesucristo, es herética.

De la potestad atribuída a la comunidad de la Iglesia, para que por ésta se comunique a los pastores

[Epist. convoc.]

2. La proposición que establece: que ha sido dada por Dios a la Iglesia la potestad, para ser comunicada a los pastores que son sus ministros, para la salvación de las almas; entendida en el sentido que de la comunidad de los fieles se deriva a los pastores la potestad del ministerio y régimen eclesiástico, es herética.

De la denominación de cabeza ministeral atribuída al Romano Pontífice

[Decr. de fide § 8]

3. Además, la que establece que el romano Pontífice es cabeza ministerial; explicada en el sentido que el Romano Pontífice no recibe de Cristo en la persona del bienaventurado Pedro, sino de la Iglesia, la potestad de ministerio, por la que tiene poder en toda la Iglesia como sucesor de Pedro, vicario de Cristo y cabeza de toda la Iglesia, es herética.

De la potestad de la Iglesia en cuanto a establecer y sancionar la disciplina exterior

[Decr. de fide §§ 13-14]

4. La proposición que afirma: que seria abuso de la autoridad de la Iglesia transferirla más allá de los límites de la doctrina y costumbres y extenderla a las cosas exteriores, y exigir por la fuerza lo que depende de la persuasión y del corazón; y además que: mucho menos pertenece a ella exigir por la fuerza exterior la sujeción a sus decretos, en cuanto por aquellas palabras indeterminadas: extenderla a las cosas exteriores, quiere notar como abuso de la autoridad de la Iglesia el uso de aquella potestad recibida de Dios de que usaron los mismos Apóstoles en establecer y sancionar la disciplina exterior, es herética.

5. Por la parte que insinúa que la Iglesia no tiene autoridad para exigir la sujeción a sus decretos de otro modo que por los medios que dependen de la persuasión, en cuanto entiende que la Iglesia no tiene potestad que le haya sido por Dios conferida, no sólo para dirigir por medio de consejos y persuasiones, sino también para mandar por medio de leyes, y coercer y obligar a los desobedientes y contumaces por juicio externo y saludables castigos [de Benedicto XIV en el breve Ad assiduas del año 1755 al Primado, arzobispos y obispos del reino de Polonia], es inductiva a un sistema otras veces condenado por herético.

Derechos indebidamente atribuídos a los obispos

[Decr. de ord. § 25]

6. La doctrina del Sínodo, por la que profesa: estar persuadido que el obispo recibió de Cristo todos los derechos necesarios para el buen régimen de su diócesis, como si para el buen régimen de cada diócesis no fueran necesarias las ordenaciones superiores que miran a la fe y a las costumbres, o a la disciplina general, cuyo derecho reside en los Sumos Pontífices y en los Concilios universales para toda la Iglesia, es cismática, y por lo menos errónea.

7. Igualmente al exhortar al obispo a proseguir diligentemente una constitución más perfecta de la disciplina eclesiástica; y eso contra todas las costumbres contrarias, exenciones, reservas, que se oponen al buen orden de la diócesis, a la mayor gloria de Dios y a la mayor edificación de los fieles; al suponer que es lícito al obispo, por su propio juicio y arbitrio, establecer y decretar contra las costumbres, exenciones, reservas, ora las que tienen lugar en toda la Iglesia, ora también las de cada provincia, sin permiso e intervención de la superior potestad jerárquica, por la cual fueron introducidas y aprobadas y tienen fuerza de ley, es inductiva al cisma y a la subversión del régimen jerárquico y errónea.

8. Igualmente, lo que dice estar persuadido: que los derechos del obispo, recibidos de Jesucristo para gobernar la Iglesia no pueden ser alterados ni impedidos, y donde hubiere acontecido que el ejercicio de estos derechos ha sido interrumpido por cualquier causa, puede siempre y debe el obispo volver a sus derechos originales, siempre que lo exija el mayor bien de su Iglesia, al insinuar que el ejercicio de los derechos episcopales no puede ser impedido o coercido por ninguna potestad superior, siempre que el obispo, por propio juicio, piense que ello conviene menos al mayor bien de su diócesis, es inductiva al cisma y subversión del régimen jerárquico y errónea.

Derecho indebidamente atribuído a los sacerdotes del orden inferior en los decretos sobre fe y disciplina

[Epist. convoc.]

9. La doctrina que establece: que la reforma de los abusos acerca de la disciplina eclesiástica, en los sínodos diocesanos, depende y debe establecerse igualmente por el obispo y los párrocos, y que sin libertad de decisión sería indebida la sujeción a las sugestiones y mandatos de los obispos, es falsa, temeraria, lesiva de la autoridad episcopal, subversiva del régimen jerárquico, favorecedora de la herejía Aeriana renovada por Calvino [cf. Benedicto XIV, De syn. dioec. 13, 1].

[De la Epist. convoc. De la Epist. ad vic. for. De la or. ad syn. § 8. De la sesión 3]

10. Igualmente, la doctrina por la que los párrocos u otros sacerdotes congregados en el Sínodo, se proclaman juntamente con el obispo jueces de la fe, y a la vez se insinúa que el juicio en las causas de la fe les compete por derecho propio y recibido también precisamente por la ordenación, es falsa, temeraria, subversiva del orden jerárquico, cercena la firmeza de las definiciones y juicios dogmáticos de la Iglesia y es por lo menos errónea.

[Orat. Synod. § 8]

11. La sentencia que anuncia que por vieja institución de los mayores, que se remonta hasta los tiempos apostólicos, guardada a lo largo de los siglos mejores de la Iglesia, fue recibido no aceptar los decretos, definiciones o sentencias, aun de las sedes mayores, si no hubieran sido reconocidas y aprobadas por el sínodo diocesano, es falsa, temeraria, deroga por su generalidad la obediencia debida a las constituciones apostólicas y también a las sentencias que dimanan de la legítima potestad superior jerárquica, y es favorecedora del cisma y la herejía.

Calumnias contra algunas decisiones en materia de fe emanadas de algunos siglos acá

[De fide § 12]

12. Las aserciones del Sínodo complexivamente tomadas acerca de decisiones en materia de fe, emanadas de unos siglos acá, que presenta como decretos que han procedido de una iglesia particular o de unos cuantos pastores, no apoyados en autoridad suficiente alguna, destinados a corromper la pureza de la fe y excitar a las muchedumbres, inculcados por la fuerza y por los que se han infligido heridas que están aún demasiado recientes; son falsas, capciosas, temerarias, escandalosas, injuriosas al Romano Pontífice y a la Iglesia, derogadoras de la obediencia debida a las constituciones apostólicas, y son cismáticas, perniciosas y por lo menos erróneas.

Sobre la paz llamada de Clemente IX

[Or. synod. § 2 en nota]

13. La proposición, recogida entre las actas del Sínodo que da a entender que Clemente IX devolvió la paz a la Iglesia por la aprobación de la distinción de hecho y de derecho en la firma del formulario propuesto por Alejandro VII [v. 1099], es falsa, temeraria, e injuriosa a Clemente IX.

14. Y en cuanto se favorece esa distinción, exaltando con alabanzas a sus partidarios y vituperando a sus adversarios; es temeraria, perniciosa, injuriosa a los sumos Pontífices, favorecedora del cisma y de la herejía.

De la composición del cuerpo de la Iglesia

[Appen. n. 28]

15. La doctrina que propone que la Iglesia debe ser considerada como un solo cuerpo místico, compuesto de Cristo cabeza y de los fieles, que son sus miembros por unión inefable, por la que maravillosamente nos convertimos con El mismo en un solo sacerdote, una sola víctima, un solo adorador perfecto del Padre en espíritu y en verdad, entendida en el sentido de que al cuerpo de la Iglesia sólo pertenecen los fieles que son adoradores del Padre en espíritu y en verdad, es herética.

[B. Errores sobre la justificación, la gracia y las virtudes]

Del estado de inocencia

[De grat. §§ 4 y 7; de sacr. in gen. § 1; de poenit. § 4]

16. La doctrina del Sínodo sobre el estado de feliz inocencia, cual la representa en Adán antes del pecado y que comprendía no sólo la integridad, sino también la justicia interior junto con el impulso hacia Dios por el amor de caridad, y la primitiva santidad en algún modo restituida después de la caída; en cuanto complexivamente tomada da a entender que aquel estado fue secuela de la creación, debido por exigencia natural y por la condición de la humana naturaleza, no gratuito beneficio de Dios, es falsa, otra vez condenada en Bayo [v. 1001 ss] y en Quesnel [v. 1384 ss], errónea y favorecedora de la herejía pelagiana.

De la inmortalidad considerada como condición natural del hombre

[De bapt. § 2]

17. La proposición enunciada en estas palabras: Enseñados por el Apóstol, miramos la muerte no ya como condición natural del hombre, sino realmente como justa pena del pecado original, en cuanto bajo el nombre del Apóstol, astutamente alegado, insinúa que la muerte que en el presente estado es infligida como justo castigo del pecado por justa sustracción de la inmortalidad, no hubiera sido la condición natural del hombre, como si la inmortalidad no fuese beneficio gratuito, sino condición natural, es capciosa, temeraria, injuriosa al Apóstol y otras veces condenada [v. 1078].

De la condición del hombre en estado de naturaleza

[De grat § 10]

18. La doctrina del Sínodo que enuncia que: después de la caída de Adán, Dios anunció la promesa del futuro libertador y quiso consolar al género humano por la esperanza de la salvación que había de traer Jesucristo; que Dios, sin embargo, quiso que el género humano pasara por varios estados antes de llegar a la plenitud de los tiempos; y primeramente, para que abandonado el hombre a sus propias luces en el estado de naturaleza aprendiera a desconfiar de su ciega razón y por sus aberraciones se moviera a desear el auxilio de la luz superior; tal como está expuesta, es doctrina capciosa, y, entendida del deseo de ayuda de una luz superior en orden a la salvación prometida por medio de Cristo, para concebir el cual se supone que pudo moverse el hombre a sí mismo, abandonado a sus propias luces, es sospechosa y favorecedora de la herejía semipelagiana.

De la condición del hombre bajo la Ley

[Ibid.]

19. Igualmente, la que añade que el hombre bajo la Ley, por ser impotente para observarla, se volvió prevaricador, no ciertamente por culpa de la Ley, que era santísima, sino por culpa del hombre que bajo la Ley sin la gracia, se hizo más y más prevaricador, y añade todavía que la Ley, si no sanó el corazón del hombre, hizo que conociera sus males y, convencido de su flaqueza, deseara la gracia del mediador; por la parte que da a entender de manera general que el hombre se hizo prevaricador por la inobservancia de la Ley, que era impotente para observar, como si pudiera mandar algo imposible el que es justo, o como si el que es piadoso hubiera de condenar al hombre por algo que no pudo evitar (SAN CESAREO, Serm. 73 en apéndice de SAN AGUSTIN, Serm. 273, ed. Maurin; SAN AGUSTIN, De nat. et grat. c. 43; De grat. et lib. arb. c. 16; Enarr. in psal. 56 n. 1), es falsa, escandalosa, impía y condenada en Bayo [v. 1054].

20. Por la parte que se da a entender que el hombre bajo la Ley sin la gracia pudo concebir deseo de la gracia del mediador, ordenado a la salud prometida por medio de Cristo, como si no fuera la gracia misma la que hace que sea invocado por nosotros (Concilio de Orange II C. 3 [v. 176]), la proposición, tal como está, es capciosa, sospechosa y favorecedora de la herejía semipelagiana .

De la gracia iluminante y excitante

[De grat. § 11]

21. La proposición que afirma: que la luz de la gracia, cuando está sola, sólo hace que conozcamos la infelicidad de nuestro estado y la gravedad de nuestro mal; que la gracia en tal caso produce el mismo efecto que producía la Ley: y, por tanto, es necesario que Dios cree en nuestro corazón el amor santo e inspire el santo deleite contrario al amor dominante en nosotros; que este amor santo, este santo deleite es propiamente la gracia de Jesucristo, la inspiración de la caridad por la que hacemos con santo amor lo que conocemos; que ésta es aquella raíz de que brotan las buenas obras; que ésta es la gracia del Nuevo Testamento, que nos libra de la servidumbre del pecado y nos constituye hijos de Dios; en cuanto entiende que sólo es propiamente gracia de Jesucristo la que crea al amor santo en el corazón y la que hace que hagamos, o también aquella por la que el hombre, liberado de la servidumbre del pecado, es constituído hijo de Dios; y que no sea también propiamente gracia de Cristo aquella gracia por la que es tocado el corazón del hombre por la iluminación del Espíritu Santo (Trid. ses. 6, c. 5 [v. 797]), y que no se da verdadera gracia interior de Cristo a la que se resista, es falsa, capciosa, inductiva al error y condenada como herética en la segunda proposición de Jansenio, que por esta ha sido renovada [v. 1093].

De la fe como gracia primera

[De fide § 1]

22. La proposición que insinúa que la fe, por la que empieza la serie de las gracias y por la que, como por voz primera, somos llamados a la salvación y a la Iglesia, es la misma excelente virtud de la fe, por la que los hombres se llaman fieles y lo son; como si no fuera antes aquella gracia que, como previene la voluntad, así previene también la fe (SAN AGUSTIN, De dono persev. c. 16, n. 41), es sospechosa de herejía, sabe a ella, fue condenada en Quesnel [v. 1377] y es errónea.

Del doble amor

[De grat. § 8]

23. La doctrina del Sínodo sobre el doble amor, de la concupiscencia dominante y del amor dominante, que proclama que el hombre sin la gracia está bajo el poder del pecado y él mismo en ese estado inficiona y corrompe todas sus acciones por el influjo general de la concupiscencia dominante; en cuanto insinúa que en el hombre, mientras está bajo la servidumbre o en el estado de pecado, destituído de aquella gracia por la que se libera de la servidumbre del pecado y se constituye hijo de Dios, de tal modo domina la concupiscencia que por influjo general de ésta todas sus acciones quedan en sí mismas inficionadas o corrompidas, o que todas las obras que se hacen antes de la justificación, de cualquier modo que se hagan, son pecados —como si en todos sus actos sirviera el pecador a la concupiscencia que le domina—, es falsa, perniciosa e inductiva a un error condenado como herético por el Tridentino y nuevamente condenado en Bayo, art. 40 [véase 817 y 1040].

§ 12

24. Mas por la parte en que entre la concupiscencia dominante y la caridad dominante no se pone ningún afecto medio —afectos insertos por la naturaleza misma y de suyo laudables— que, juntamente con el amor de la bienaventuranza y la natural propensión al bien, nos quedaron como los últimos rasgos y reliquias de la imagen de Dios (SAN AGUSTIN, De Sprit. et litt. c. 28) —como si entre el amor divino que nos conduce al reino y el amor humano ilícito, que es condenado, no se diera el amor humano lícito, que no se reprende (SAN AGUSTIN, Serm. 349 de car., ed. Maurin.)—, es falsa y otras veces condenada [v. 1038 y 1297].

Del temor servil

[De poenit. § 3]

25. La doctrina que afirma de modo general que el temor de las penas sólo no puede llamarse malo, si por lo menos llega a detener la mano; como si el mismo temor del infierno, que la fe enseña ha de infligirse al pecado, no fuera en sí mismo bueno y provechoso, como don sobrenatural y movimiento inspirado por Dios, que prepara al amor de la justicia, es falsa, temeraria, perniciosa, injuriosa a los dones divinos, otras veces condenada [v. 746], contraria a la doctrina del Concilio Tridentino [v. 798 y 898], así como también a la común sentencia de los Padres, de que es necesario, según el orden acostumbrado de la preparación a la justicia, que entre primero el temor, por medio del cual venga la caridad: el temor, medicina; la caridad, salud (SAN AGUSTIN, In [I] epist. Ioh. c. 4, Tract. 9; In loh. Evang., Tract. 41, 10; Enarr. in Psalm. 127, 7; Serm. 157, de verbis Apost. 13; Serm. 161, de verbis Apost. 8; Serm. 349, de caritate, 7).

De la pena de los que fallecen con sólo el pecado original

[Del bautismo § 3]

26. La doctrina que reprueba como fábula pelagiana el lugar de los infiernos (al que corrientemente designan los fieles con el nombre de limbo de los párvulos), en que las almas de los que mueren con sola la culpa original son castigadas con pena de daño sin la pena de fuego —como si los que suprimen en él la pena del fuego, por este mero hecho introdujeran aquel lugar y estado carente de culpa y pena, como intermedio entre el reino de Dios y la condenación eterna, como lo imaginaban los pelagianos—, es falsa, temeraria e injuriosa contra las escuelas católicas.

[C. Errores] sobre los sacramentos y primeramente sobre la forma sacramental con adjunta condición

[De bapt. § 12]

27. La deliberación del Sínodo que, bajo pretexto de adherirse a los antiguos cánones, declara su propósito, en caso de bautismo dudoso, de omitir la mención de la forma condicional, es temeraria, contraria a la práctica, a la ley y a la autoridad de la Iglesia.

De la participación en la víctima en el sacrificio de la Misa

[De Euch. § 6]

28. La proposición del sínodo por la que, después de establecer que la participación en la víctima es parte esencial al sacrificio, añade que no condena, sin embargo, como ilícitas aquellas misas en que los asistentes no comulgan sacramentalmente, por razón de que éstos participan, aunque menos perfectamente, de la misma víctima, recibiéndola en espíritu, en cuanto insinúa que falta algo a la esencia del sacrificio que se realiza sin asistente alguno, o con asistentes que ni sacramental ni espiritualmente participen de la victima, y como si hubieran de ser condenadas como ilícitas aquellas misas en que comulgando solo el sacerdote, no asista nadie que comulgue sacramental o espiritualmente, es falsa, errónea, sospechosa de herejía v sabe a ella.

De la eficacia del rito de la consagración

[De Euch. § 2]

29. La doctrina del Sínodo, por la parte en que proponiéndose enseñar la doctrina de la fe sobre el rito de la consagración, apartadas las cuestiones escolásticas acerca del modo como Cristo está en la Eucaristía, de las que exhorta se abstengan los párrocos al ejercer su cargo de enseñar, y propongan estos dos puntos solos: 1) que Cristo después de la consagración está verdadera, real y sustancialmente bajo las especies; 2) que cesa entonces toda la sustancia del pan y del vino, quedando sólo las especies, omite enteramente hacer mención alguna de la transustanciación, es decir, de la conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo y de toda la sustancia del vino en la sangre, que el Concilio Tridentino definió como artículo de fe [v. 877 y 884] y está contenida en la solemne profesión de fe [v. 997]; en cuanto por semejante imprudente y sospechosa omisión se sustrae el conocimiento tanto de un artículo que pertenece a la fe, como de una voz consagrada por la Iglesia para defender su profesión contra las herejías, y tiende así a introducir el olvido de ella, como si se tratara de una cuestión meramente escolástica, es perniciosa, derogativa de la exposición de la verdad católica acerca del dogma de la transustanciación y favorecedora de los herejes.

De la aplicación del fruto del sacrificio

[De Euch. § 8]

30. La doctrina del Sínodo por la que, mientras profesa creer que la oblación del sacrificio se extiende a todos, de tal manera, sin embargo, que pueda en la liturgia hacerse especial conmemoración de algunos, tanto vivos como difuntos, rogando a Dios particularmente por ellos, luego seguidamente añade: no es, sin embargo, que creamos que está en el arbitrio del sacerdote aplicar a quien quiera los frutos del sacrificio; más bien condenamos este error como en gran manera ofensivo a los derechos de Dios, que es quien solo distribuye los frutos del sacrificio a quien quiere y según la medida que a El le place —por donde consiguientemente acusa de falsa la opinión introducida en el pueblo de que aquellos que suministran limosna al sacerdote bajo condición de que celebre una misa, perciben fruto particular de ella—, entendida de modo que, aparte la peculiar conmemoración y oración, la misma oblación especial o aplicación del sacrificio que se hace por parte del sacerdote, no aprovecha ceteris paribus más a aquellos por quienes se aplica que a otros cualesquiera, como si ningún fruto especial proviniera de la aplicación especial, que la Iglesia recomienda y manda que se haga por determinadas personas u órdenes de personas, especialmente de parte de los pastores por sus ovejas, cosa que claramente fue expresada por el sagrado Concilio Tridentino como proveniente de precepto divino (ses. XXIII, C. 1; BENED. XIV, Constit. Cum semper oblatas § 2); es falsa, temeraria, perniciosa, injuriosa a la Iglesia e inductiva al error ya condenado en Wicleff [v. 599]

Del orden conveniente que ha de guardarse en el culto

[De Euch. § 5]

31. La proposición del Sínodo que enuncia ser conveniente para el orden de los divinos oficios y por la antigua costumbre, que en cada templo no haya sino un solo altar y que le place en gran manera restituir aquella costumbre: es temeraria e injuriosa a una costumbre antiquísima, piadosa y de muchos siglos acá vigente y aprobada en la Iglesia, particularmente en la latina.

[Ibid.]

32. Igualmente, la prescripción que veda se pongan sobre los altares relicarios o flores es temeraria e injuriosa a la piadosa y aprobada costumbre de la Iglesia.

[Ibid. § 6]

33. La proposición del Sínodo por la que manifiesta desear que se quiten las causas por las que en parte se ha introducido el olvido de los principios que tocan al orden de la liturgia, volviéndola a mayor sencillez de los ritos, exponiéndola en lengua vulgar y pronunciándola en voz alta —como si el orden vigente de la liturgia, recibido y aprobado por la Iglesia, procediera en parte del olvido de los principios por que debe aquélla regirse—, es temeraria, ofensiva de los piadosos oídos, injuriosa contra la Iglesia y favorecedora de las injurias de los herejes contra ella.

Del orden de la penitencia

[De poenit. § 7]

34. La declaración del Sínodo por la que, después de advertir previamente que el orden de la penitencia canónica de tal modo fue establecido por la Iglesia a ejemplo de los Apóstoles, que fuera común a todos, y no sólo para el castigo de la culpa, sino principalmente para la preparación a la gracia, añade que él, en ese orden admirable y augusto reconoce toda la dignidad de un sacramento tan necesario, libre de las sutilezas que en el decurso del tiempo se le han añadido —como si por el orden en que, sin seguir el curso de la penitencia canónica, se acostumbró administrar este sacramento en la Iglesia, se hubiera disminuído su dignidad— es temeraria, escandalosa, inductiva al desprecio de la dignidad del sacramento tal como por toda la Iglesia acostumbra administrarse e injuriosa a la Iglesia misma.

[De poenit. § 10 n. 4]

35. La proposición concebida en estas palabras: si la caridad es siempre débil al principio, es menester, de vía ordinaria, para obtener el aumento de esta caridad, que el sacerdote haga preceder aquellos actos de humillación y penitencia que fueron en todo tiempo recomendados por la Iglesia; reducir estos actos a unas pocas oraciones o a algún ayuno después de dada ya la absolución, parece más bien un deseo material de conservar a este sacramento el nombre desnudo de penitencia que no medio iluminado y apto para aumentar aquel fervor de la caridad, que debe preceder a la absolución; muy lejos estamos de reprobar la práctica de imponer penitencias que han de cumplirse aun después de la absolución: Si todas nuestras buenas obras llevan siempre juntos nuestros defectos, cuanto más hemos de temer no hayamos cometido muchas imperfecciones en el cumplimiento de la obra, dificilísima y de grande importancia, de nuestra reconciliación, en cuanto insinúa que las penitencias que se imponen para ser cumplidas después de la absolución deben más bien ser miradas como un suplemento por las faltas cometidas en la obra de nuestra reconciliación, que no como penitencias verdaderamente sacramentales y satisfactorias por los pecados confesados —como si para guardar la verdadera razón de sacramento, y no su nombre desnudo, de vía ordinaria fuera menester que precedan obligatoriamente a la absolución los actos de humillación y penitencia que se imponen por modo de satisfacción sacramental—, es falsa, temeraria, injuriosa a la práctica común de la Iglesia e inductiva al error que fue marcado con nota herética en Pedro de Osma [v. 728; cf. 1306 s].

De la disposición previa necesaria para admitir a los penitentes a la reconciliación

[De grat. § 15]

36. La doctrina del Sínodo por la que, después de advertir previamente que cuando se dan signos inequívocos del amor de Dios dominante en el corazón del hombre, puede con razón juzgársele digno de ser admitido a la participación de la sangre de Cristo que se da en los sacramentos, añade que las supuestas conversiones que se cumplen por la atrición, no suelen ser ni eficaces ni durables; y consiguientemente debe el pastor de las almas insistir en los signos inequívocos de la caridad dominante antes de admitir a sus penitentes a los sacramentos, signos que, como seguidamente enseña (§ 17) podrá deducirlos el pastor de la cesación estable del pecado y del fervor en las buenas obras; y presenta este fervor de la caridad (De poenit. § 10) como disposición que debe preceder a la absolución; entendida esta doctrina en el sentido que para admitir al hombre a los sacramentos, y especialmente a los penitentes al beneficio de la absolución, se requiere de modo general y absoluto, no sólo la contrición imperfecta, que corrientemente se designa con el nombre de atrición, aun la que va junta con el amor por el que el hombre empieza a amar a Dios como fuente de toda justicia [v. 798], ni sólo la contrición informada por la caridad, sino también el fervor de la caridad dominante, y éste probado en largo experimento por el fervor de las buenas obras, es falsa, temeraria, perturbadora de la tranquilidad de las almas y contraria a la práctica segura y aprobada en la Iglesia, y rebaja e injuria la eficacia del sacramento.

De la autoridad de absolver

[De poenit. § 10, n. 6]

37. La doctrina del Sínodo que enuncia acerca de la potestad de absolver recibida por la ordenación, que después de la institución de las diócesis y de las parroquias es conveniente que cada uno ejerza este juicio sobre las personas que le están sometidas, ora por razón del territorio, ora por cierto derecho personal, pues de otro modo se introduciría confusión y perturbación —en cuanto enuncia que solamente después de la institución de las diócesis y parroquias es conveniente para precaver la confusión que la potestad de absolver se ejerza sobre los súbditos—, entendida como si para el uso válido de esta potestad no fuera necesaria aquella jurisdicción, ordinaria o delegada, sin la cual declara el Tridentino no ser de valor alguno la absolución proferida por el sacerdote, es falsa, temeraria, perniciosa, contraria e injuriosa al Tridentino [v. 903] y errónea.

[Ibid. § 11]

38. Igualmente la doctrina por la que, después de profesar el Sínodo que no puede menos de admirar aquella venerable disciplina de la antigüedad que, como dice, no admitía tan fácilmente y quizá nunca a la penitencia a los que después del primer pecado y de la primera reconciliación, recaían en la culpa, añade que por el temor de la perpetua exclusión de la comunión y la paz, aun en el articulo de la muerte, se pondría un gran freno a aquellos que consideran poco el mal del pecado y lo temen menos, es contraria al canon 13 del Concilio Niceno I [V. 57], a la decretal de Inocencio I a Exuperio de Tolosa [v. 95] y a la decretal de Celestino I a los obispos de las provincias Viennense y Narbonense [v. 111], y huele a la maldad de que en aquella decretal se horroriza el Santo Pontífice.

De la confesión de los pecados veniales

[De poenit. § 12]

39. La declaración del Sínodo acerca de la confesión de los pecados veniales, que dice desear no se frecuente en tanto grado, para que tales confesiones no se vuelvan demasiado despreciables, es temeraria, perniciosa y contraria a la práctica de los santos y piadosos aprobada por el Concilio Tridentino [v. 899].

De las indulgencias

[De ponit. § 16]

40. La proposición que afirma que la indulgencia, según su noción precisa, no es otra cosa que la remisión de parte de aquella penitencia que estaba estatuida por los cánones para el que pecaba —como si la indulgencia, aparte la mera remisión de la pena canónica, no valiera también para la remisión de la pena temporal debida por los pecados actuales ante la divina justicia— es falsa, temeraria, injuriosa a los méritos de Cristo, y tiempo atrás condenada en el artículo 19 de Lutero [v. 759].

[Ibid. ]

41. Igualmente en lo que añade que los escolásticos hinchados con sus sutilezas, introdujeron un mal entendido tesoro de los merecimientos de Cristo y de los Santos, y a la clara noción de la absolución de la pena canónica sustituyeron la confusa y falsa de la aplicación de los merecimientos —como si los tesoros de la Iglesia, de donde el Papa da las indulgencias, no fueran los merecimientos de Cristo y de los Santos— es falsa, temeraria, injuriosa a los méritos de Cristo y de los Santos, muy de atrás condenada en el art. 17 de Lutero [v. 757; cf. 550 ss].

[Ibid.]

42. Igualmente en lo que añade a que aún es más luctuoso que esta quimérica aplicación haya querido transferirse a los difuntos, es falsa, temeraria, ofensiva de los oídos piadosos, injuriosa contra los Romanos Pontífices y la práctica y sentir de la Iglesia universal, e inductiva al error marcado con nota herética en Pedro de Osma [cf. 729], condenado de nuevo en el art. 22 de Lutero [v. 762].

[Ibid.]

43. En que finalmente ataca con máximo impudor las tablas de indulgencias, altares privilegiados, etc., es temeraria, ofensiva de los oídos piadosos, escandalosa, injuriosa contra los Sumos Pontífices y contra la práctica frecuentada en toda la Iglesia.

De la reserva de casos

[De poenit. § 19]

44. La proposición del Sínodo que afirma que la reserva de casos actualmente no es otra cosa que una imprudente atadura para los sacerdotes inferiores y un sonido vacío de sentido para los penitentes, acostumbrados a no preocuparse mucho de esta reserva, es falsa, temeraria, malsonante, perniciosa, contraria al Concilio Tridentino [v. 903] y lesiva de la jerarquía eclesiástica superior.

[Ibid.]

45. Igualmente acerca de la esperanza que muestra de que, reformado el Ritual y orden de la penitencia, ya no tendrán lugar alguno estas reservas; en cuanto que, atendida la generalidad de las palabras, da a entender que, por la reformación del Ritual y del orden de la penitencia hecha por el obispo o el sínodo, pueden ser abolidos los casos que el Concilio Tridentino (ses. 14, c. 7 [v. 903]) declara que pudieron reservarse a su juicio especial los Sumos Pontífices según la suprema potestad a ellos concedida en la Iglesia universal, es proposición falsa, temeraria, que rebaja e injuria al Concilio Tridentino y a la autoridad de los Sumos Pontífices.

De las censuras

[De poenit. §§ 20 y 22]

46. La proposición que afirma que el efecto de la excomunión es sólo exterior, porque por su naturaleza sólo excluye de la comunicación exterior con la Iglesia —como si la excomunión no fuera pena espiritual, que ata en el cielo y obliga a las almas (de SAN AGUSTIN, Epist. 250 Auxilio episcopo; Tract. 50 in Ioh. n. 12 —, es falsa, perniciosa, condenada en el art. 23 de Lutero [v. 763] y por lo menos errónea.

[§§ 21 y 23]

47. Igualmente la proposición que afirma ser necesario según las leyes naturales y divinas que tanto a la excomunión como a la suspensión deba preceder el examen personal, y que por tanto las sentencias dichas ipso facto no tienen otra fuerza que la de una seria conminación sin efecto actual alguno, es falsa, temeraria, injuriosa a la potestad de la Iglesia y errónea.

[§ 22]

48. Igualmente la que proclama ser inútil y vana la fórmula introducida de unos siglos a esta parte de absolver generalmente de las excomuniones en que un fiel pudiera haber caído, es falsa, temeraria e injuriosa a la práctica de la Iglesia.

[§ 24]

49. Igualmente la que condena como nulas e inválidas las suspensiones "ex informata conscientia" (por información de conciencia), es falsa, perniciosa e injuriosa contra el Tridentino.

[Ibid.]

50. Igualmente en lo que insinúa que no es licito al obispo solo usar de la potestad, que, sin embargo, le concede el Tridentino (ses. 14, c. 1 de reform.), de infligir legítimamente la suspensión ex informata conscientia, es lesiva a la jurisdicción de los prelados de la Iglesia.

Del orden

[De ord. § 4]

51. La doctrina del Sínodo que afirma que en la promoción a las órdenes Se acostumbró guardar el siguiente modo, según costumbre e institución de la antigua disciplina, a saber, que si alguno de los clérigos se distinguía por su santidad de vida, y se le estimaba digno de subir a las órdenes sagradas, aquél solía ser promovido al diaconado o al sacerdocio, aun cuando no hubiera recibido las órdenes inferiores y no se decía entonces que tal ordenación era por salto, como se dijo posteriormente;—

52. Igualmente la que insinúa que no había otro título de las ordenaciones que el destino a algún ministerio especial, como fue prescrito en el Concilio de Calcedonia; añadiendo (§ 6) que mientras la Iglesia se conformó a estos principios en la selección de los sagrados ministros, floreció el orden eclesiástico; pero que pasaron ya aquellos días bienaventurados y que se han introducido después nuevos principios, por los que se corrompió la disciplina en la selección de los ministros del santuario;—

[§ 7]

53. Igualmente el referir entre esos mismos principios de corrupción haberse apartado de la antigua institución por la que, como dice (§ 5) la Iglesia, siguiendo las huellas de los Apóstoles, había estatuído no admitir a nadie al sacerdocio que no hubiera conservado la inocencia bautismal — en cuanto insinúa que la disciplina se ha corrompido por los decretos e instituciones:

1) Ora por aquellos por los que han sido vedadas las ordenaciones por salto;

2) Ora por aquellos por los que, conforme a la necesidad y comodidad de la Iglesia, han sido aprobadas las ordenaciones sin título de oficio especial, como especialmente lo fue por el Tridentino la ordenación a titulo de patrimonio, salva la obediencia, por la que los así ordenados deben servir a las necesidades de la Iglesia, en el desempeño de aquellos oficios a que según el tiempo y el lugar fueren promovidos por el obispo, a la manera que acostumbró hacerse en la primitiva Iglesia desde los tiempos de los Apóstoles;

3) Ora por aquellos en que, por derecho canónico, se ha hecho la distinción de ]os crímenes que hacen irregulares a los delincuentes; como si por esta distinción se hubiera apartado la Iglesia del espíritu del Apóstol, no excluyendo de modo general e indistintamente del ministerio eclesiástico a todos, cualesquiera que fueren, que no hubiesen conservado la inocencia bautismal: —es, en cada una de sus partes, doctrina falsa, temeraria, perturbadora del orden introducido por la necesidad y utilidad de las iglesias e injuriosa para la disciplina aprobada por los cánones y especialmente por los decretos del Tridentino.

[§ 13]

54. Igualmente la que tacha de torpe abuso pretender jamás limosna por la celebración de las misas o administración de los sacramentos, así como también recibir derecho alguno llamado de estola y, en general, cualquier estipendio y honorario que se ofrezca con ocasión de los sufragios o de cualquier función parroquial —como si los ministros de la Iglesia hubieran de ser tachados de cometer un torpe abuso, al usar, conforme a la costumbre e institución recibida y aprobada por la Iglesia, del derecho promulgado por el Apóstol de recibir lo temporal de aquellos a quienes se administra lo espiritual [Gal. 6, 6]—, es falsa, temeraria, lesiva del derecho eclesiástico y pastoral e injuriosa contra la Iglesia y sus ministros.

[§ 14]

55. Igualmente, aquella en que manifiesta desear vehementemente que se hallara algún modo de apartar al clero menudo (nombre con que se designa el clero de las órdenes inferiores) de las catedrales y colegiatas, proveyendo de algún otro modo, por ejemplo, por medio de laicos probos y de edad algo avanzada, asignado el conveniente estipendio, al ministerio de servir las misas y a los demás oficios, como de acólito, etc., como antiguamente, dice, solía hacerse, cuando los oficios de esta especie no se habían reducido a mera apariencia para recibir las órdenes mayores; en cuanto reprende la institución por la que se precave que las funciones de las órdenes menores sólo se presten o ejerciten por aquellos que están adscriptivamente constituídos en ellas (Conc. prov. IV de Milán) y esto según la mente del Tridentino (ses. 23, c. 17), a fin de que las funciones de las santas órdenes desde el diaconado al ostiariado, laudablemente recibidas por la Iglesia desde los tiempos apostólicos y en algunos lugares por algún tiempo interrumpidas, se renueven conforme a los sagrados cánones y no sean acusadas de ociosas por los herejes, es sugestión temeraria, ofensiva de los oídos piadosos, perturbadora del ministerio eclesiástico, disminuidora de la decencia que, en lo posible, ha de guardarse en la celebración de los misterios, injuriosa contra los cargos y funciones de las órdenes menores y además contra la disciplina aprobada por los cánones y especialmente por el Concilio Tridentino y favorecedora de las injurias y calumnias de los herejes contra ella.

[§ 18]

56. La doctrina que establece que parece conveniente no se conceda ni admita jamás dispensa alguna en los impedimentos canónicos que provienen de delitos expresados en el derecho, es lesiva de la equidad y moderación canónica aprobada por el Concilio Tridentino y derogativa de la autoridad y derechos de la Iglesia.

[Ibid. 22]

57. La prescripción del Sínodo que de modo general y sin discriminación rechaza como abuso cualquier dispensa para que a uno y mismo sujeto se le confiera más de un beneficio residencial —igualmente en lo que añade ser para él cierto que, conforme al espíritu de la Iglesia, nadie puede gozar más de un beneficio, aunque sea simple— es, por su generalidad, derogativa de la moderación del Tridentino (ses. 7, c. 5, y ses. 24, c. 17).

De los esponsales y matrimonio

[Libell. memor. circa spons. etc. § 8]

58. La proposición que establece que los esponsales propiamente dichos contienen un acto meramente civil, que dispone a la celebración del matrimonio y que deben sujetarse enteramente a la prescripción de las leyes civiles —como si el acto que dispone a un sacramento, no estuviera sujeto por esa razón al derecho de la Iglesia—, es falsa, lesiva del derecho de la Iglesia en cuanto a los efectos que provienen aun de los esponsales en virtud de las sanciones canónicas y derogativa de la disciplina establecida por la Iglesia.

[De matrim. §§ 7, 11 y 12]

59. La doctrina del Sínodo que afirma que originariamente sólo a la suprema potestad civil atañía poner al contrato del matrimonio impedimentos del género que lo hacen nulo y se llaman dirimentes, derecho originario que se dice además estar connexo esencialmente con el derecho de dispensarlos, añadiendo que, supuesto el asentimiento o connivencia de los principes pudo la Iglesia constituir justamente impedimentos que dirimen el contrato mismo del matrimonio —como si la Iglesia no hubiera siempre podido y no pudiera constituir por derecho propio en los matrimonios de los cristianos impedimentos que no sólo impiden el matrimonio, sino que lo hacen nulo en cuanto al vínculo, por los que están ligados los cristianos aun en tierra de infieles, y dispensar de ellos— es eversiva de los cánones 3, 4, 9 y 12 de la sesión 24 del Concilio Tridentino y herética [v. 973 ss].

[Lib. memor. circa sponsat. § lo]

60. Igualmente el ruego del Sínodo a la potestad civil sobre que quite del numero de los impedimentos el parentesco espiritual y el que se llama de pública honestidad, cuyo origen se halla en la colección de Justiniano, además, que restrinja el impedimento de afinidad y parentesco, proveniente de cualquier unión lícita o ilícita, hasta el cuarto grado según la computación civil por línea lateral y oblicua, de tal modo, sin embargo, que no se deje esperanza alguna de obtener dispensa —en cuanto atribuye a la potestad civil el derecho de abolir o restringir los impedimentos establecidos o aprobados por autoridad de la Iglesia e igualmente por la parte que supone que la Iglesia puede ser despojada por la autoridad civil del derecho de dispensar sobre los impedimentos por ella establecidos o aprobados—, es subversiva de la libertad y potestad de la Iglesia, contraria al Tridentino y proveniente del principio herético arriba condenado [v. 973 ss].

[D. Errores] sobre los deberes, ejercicios e instituciones pertenecientes al culto religioso

Y primeramente, de la adoración a la humanidad de Cristo

[De fide § 3]

61. La proposición que afirma que adorar directamente la humanidad de Cristo y más aún alguna de sus partes, será siempre un honor divino dado a una criatura —en cuanto por esta palabra directamente intenta reprobar el culto de adoración que los fieles dirigen a la humanidad de Cristo, como si tal adoración por la que se adora la humanidad y la carne misma vivificante de Cristo, no ciertamente por razón de sí misma y como mera carne, sino como unida a la divinidad, fuera honor divino tributado a la criatura, y no más bien una sola y la misma adoración, con que es adorado el Verbo encarnado con su propia carne (del Conc. Constantinopol. II, quinto ecum. [v. 221 ¡ cf. 120]—, es falsa y capciosa, y rebaja e injuria el piadoso y debido culto que se tributa y debe tributarse por los fieles a la humanidad de Cristo.

[De orat. § 17]

62. La doctrina que rechaza la devoción al sacratísimo Corazón de Jesús entre las devociones que nota de nuevas, erróneas, o por lo menos peligrosas —entendida de esta devoción tal como ha sido aprobada por la Sede Apostólica—, es falsa, temeraria, perniciosa, ofensiva a los oídos piadosos e injuriosa contra la Sede Apostólica.

[De orat, § 10. Appen. n. 32]

63. Igualmente en el hecho de argüir a los adoradores del corazón de Jesús de no advertir que no puede adorarse con culto de latría la santísima carne de Cristo, ni parte de ella, ni tampoco toda la humanidad, separándola o amputándola de la divinidad —como si los fieles adoraran al corazón de Jesús separándolo o amputándolo de la divinidad, siendo así que lo adoran en cuanto es corazón de Jesús, es decir, el corazón de la persona del Verbo, al que está inseparablemente unido, al modo como el cuerpo exangüe de Cristo fue adorable en el sepulcro, durante el triduo de su muerte, sin separación o corte de la divinidad—, es capciosa e injuriosa contra los fieles adoradores del corazón de Cristo.

Del orden prescrito en el desempeño de los ejercicios piadosos

[De orat. § 14. Append. n. 341

64. La doctrina que nota universalmente de supersticiosa cualquier eficacia que se ponga en determinado numero de preces y piadosos actos —como si hubiese de ser tenida por supersticiosa la eficacia que no se toma del número en si mismo considerado, sino de la prescripción de la Iglesia, que prescribe cierto número de preces o de actos externos para conseguir las indulgencias, para cumplir las penitencias y en general para desempeñar debida y ordenadamente el culto sagrado y religioso— es falsa, temeraria, escandalosa, perniciosa, injuriosa a la piedad de los fieles, derogadora de la autoridad de la Iglesia y errónea.

[De poenit. § 10]

65. La proposición que enuncia que el estrépito irregular de las nuevas instituciones que se han llamado ejercicios o misiones.... tal vez nunca o al menos muy rara vez llegan a obrar la conversión absoluta, y aquellos actos exteriores de conmoción que aparecieron no fueron otra cosa que relámpagos pasajeros de la sacudida natural, es temeraria, malsonante, perniciosa e injuriosa a la costumbre piadosa y saludablemente frecuentada por la Iglesia y fundada en la palabra de Dios.

Del modo de juntar la voz del pueblo con la voz de la Iglesia, en las preces públicas.

[De orat. § 24]

66. La proposición que afirma que sería contra la práctica apostólica y los consejos de Dios, si no se le procuraran al pueblo modos más fáciles de unir su voz con la voz de toda la Iglesia —entendida de la introducción de la lengua vulgar en las preces litúrgicas—, es falsa, temeraria, perturbadora del orden prescrito para la celebración de los misterios y fácilmente causante de mayores males.

De la lectura de la Sagrada Escritura

[De la nota al final del Decr. de gratia]

67. La doctrina de que sólo la verdadera imposibilidad excusa de la lectura de las Sagradas Escrituras y de que por sí mismo se delata el oscurecimiento que del descuido de este precepto ha caído sobre las verdades primarias de la religión, es falsa, temeraria, perturbadora de la tranquilidad de las almas y ya condenada en Quesnel [v. 1429 ss].

De la pública lectura de libros prohibidos en la Iglesia

[De orat. § 29]

68. La alabanza con que en gran manera recomienda el Sínodo los comentarios de Quesnel al Nuevo Testamento y otras obras de otros autores que favorecen los errores quesnelianos, aunque sean obras prohibidas, y se las propone a los párrocos para que cada uno las lea en su parroquia después de las demás funciones, como si estuvieran llenas de los sólidos principios de la religión, es falsa, escandalosa, temeraria, sediciosa, injuriosa a la Iglesia y favorecedora del cisma y la herejía.

De las sagradas imágenes

[De orat. 17]

69. La proposición que, de modo general e indistintamente, señala entre las imágenes que han de ser quitadas de la Iglesia, como que dan ocasión de error a los rudos, las imágenes de la Trinidad incomprensible, es, por su generalidad, temeraria y contraria a la piadosa costumbre frecuentada en la Iglesia, como si no hubiera imágenes de la santísima Trinidad comúnmente aprobadas y que pueden con seguridad ser permitidas (del Breve Sollicitudini nostrae de BENEDICTO XIV, del año 1745).

70. Igualmente la doctrina y prescripción que reprueba de modo general todo culto especial que los fieles suelen especial mente tributar a alguna imagen y acudir a ella más bien que a otra, es temeraria, perniciosa e injuriosa no sólo a la costumbre frecuentada en la Iglesia, sino también a aquel orden de la providencia por el que Dios quiso que fuese así, y no que en todas las capillas de los Santos se cumplieran estas cosas, pues divide sus propios dones a cada uno como quiere (de SAN AGUST., Epist. 78 al Clero, ancianos y a todo el pueblo de la Iglesia de Hipona).

71. Igualmente la que veda que las imágenes, particularmente las de la bienaventurada Virgen, se distingan por otros títulos que las denominaciones análogas con los misterios de que se hace mención expresa en la Sagrada Escritura; como si no pudiera adscribirse a las imágenes otras piadosas denominaciones, que la Iglesia aprueba y recomienda en las mismas preces públicas: es temeraria, ofensiva a los oídos piadosos e injuriosa a la veneración debida especialmente a la bienaventurada Virgen.

72. Igualmente, la que quiere extirpar como un abuso la costumbre de guardar veladas algunas imágenes, es temeraria y contraria al uso frecuentado en la Iglesia e introducido para fomentar la piedad de los fieles.

De las fiestas

[Libell. memor. pro fest. retorm, § 3[

73. La proposición que enuncia que la institución de nuevas: fiestas ha tenido su origen del descuido en observar las antiguas y de las falsas nociones sobre la naturaleza y fin de las mismas solemnidades, es falsa, temeraria, escandalosa, injuriosa a la Iglesia y favorecedora de las injurias de los herejes contra los días festivos celebrados en la Iglesia.

[Ibid. § 8]

74. La deliberación del Sínodo sobre transferir al domingo las fiestas instituidas durante el año —y eso por el derecho que dice estar persuadido competirle al obispo sobre la disciplina eclesiástica en orden a las cosas meramente espirituales— y, por ende, sobre la derogación del precepto de oir Misa en los días en que (por antigua ley de la Iglesia) vige aún ese precepto; además, en lo que añade sobre transferir al Adviento, por autoridad episcopal, los ayunos que durante el año han de guardarse por precepto de la Iglesia, en cuanto sienta que es licito al obispo, por propio derecho, transferir los días prescritos por la Iglesia para celebrar las fiestas y ayunos o derogar el precepto promulgado (v. 1.: introducido) de oir Misa — es proposición falsa, lesiva del derecho de los Concilios universales y de los Sumos Pontífices, escandalosa y favorecedora del cisma.

De los juramentos

[Libell. memor. pro iuram. refarm. § 4]

75. La doctrina que afirma que en los tiempos bienaventurados de la Iglesia naciente los juramentos fueron estimados tan ajenos a las enseñanzas del divino Maestro y a la áurea sencillez evangélica, que el mismo jurar sin extrema e ineludible necesidad hubiera sido reputado acto irreligioso e indigno del hombre cristiano; y además, que la serie continua de los Padres demuestra que los juramentos por común sentimiento fueron tenidos por vedados y de ahí pasa a reprobar los juramentos, que la curia eclesiástica, siguiendo, según dice, la norma de la jurisprudencia feudal, adoptó en las investiduras y en las mismas sagradas ordenaciones de los obispos, y establece, por tanto, que debe pedirse a la potestad civil una ley para abolir los juramentos que incluso en las curias eclesiásticas se exigen para recibir los cargos y oficios y, en general, para todo acto curial, es falsa, injuriosa a la Iglesia, lesiva del derecho eclesiástico y subversiva de la disciplina introducida y aprobada por los cánones.

De las colaciones eclesiásticas

[De collat. eccles. § 1]

76. La invectiva con que el Sínodo ataca a la Escolástica, como la que abrió el camino para inventar sistemas nuevos y discordantes entre si acerca de las verdades de mayor precio y que finalmente condujo al probabilismo y al laxismo en cuanto echa sobre la Escolástica los vicios de los particulares que pudieron abusar o abusaron de ella—, es falsa, temeraria, injuriosa contra santísimos varones y doctores que cultivaron la Escolástica con grande bien de la religión católica y favorecedora de los denuestos malévolos de los herejes contra ella.

[Ibid.]

77. Igualmente en lo que añade que el cambio de la forma del régimen de la Iglesia, por el que ha sucedido que los ministros de ella vinieron a olvidarse de sus derechos que son juntamente sus obligaciones, condujo finalmente a hacer olvidar las primitivas nociones del ministerio eclesiástico y de la solicitud pastoral —como si por el conveniente cambio de régimen de la disciplina constituída y aprobada en la Iglesia, pudiera jamás olvidarse y perderse la primitiva noción del ministerio eclesiástico o de la solicitud pastoral— es proposición falsa, temeraria y errónea.

[§ 4]

78. La prescripción del Sínodo sobre el orden de las materias que deben tratarse en las conferencias, en la que, después de advertir previamente cómo en cualquier artículo debe distinguirse lo que toca a la fe y a la esencia de la religión de lo que es propio de la disciplina, añade que en esta misma disciplina hay que distinguir lo que es necesario o útil para mantener a los fieles en el espíritu, de lo que es inútil o más oneroso de lo que sufre la libertad de los hijos de la Nueva Alianza, y más todavía, de lo que es peligroso o nocivo, como que induce a la superstición o al materialismo, en cuanto por la generalidad de las palabras comprende y somete al examen prescrito hasta la disciplina constituida y aprobada por la Iglesia —como si la Iglesia que se rige por el Espíritu de Dios, pudiera constituir disciplina no sólo inútil y más onerosa de lo que sufre la libertad cristiana, sino peligrosa, nociva e inducente a la superstición y al materialismo—, es falsa, temeraria, escandalosa, perniciosa, ofensiva a los oídos piadosos, injuriosa a la Iglesia y al Espíritu de Dios por el que ella se rige, y por lo menos errónea.

Denuestos contra algunas sentencias todavía discutidas en las escuelas católicas

[Orat. ad synod. § l]

79. La aserción que ataca con denuestos e injurias las sentencias que se discuten en las escuelas católicas y sobre las cuales la Sede Apostólica nada ha juzgado todavía que deba definirse o pronunciarse, es falsa, temeraria, injuriosa contra las escuelas católicas y derogadora de la obediencia debida a las constituciones apostólicas.

[E. Errores sobre la reforma de los regulares]

De las tres reglas puestas como fundamento por el Sínodo para la reforma de los regulares

[LibelI. memor. pro reform. regular. § 9]

80. La regla I que establece universalmente y sin discriminación: que el estado regular o monástico es por su naturaleza incompatible con la cura de almas y con los cargos de la vida pastoral, y que, por ende, no puede venir a formar parte de la jerarquía eclesiástica, sin que pugne de frente con los principios de la misma vida monástica, es falsa, perniciosa, injuriosa contra santísimos padres y prelados de la Iglesia que unieron las instituciones de la vida regular con los cargos del orden clerical, contraria a la piadosa, antigua y aprobada costumbre de la Iglesia y a las sanciones de los sumos Pontífices, como si los monjes a quienes recomienda la gravedad de sus costumbres y la santa institución de vida y fe, no se agregaran a los oficios de los clérigos, no sólo legítimamente y sin ofensa de la religión, sino también con gran utilidad de la Iglesia (de la Epist. decret. de San Siricio a Himerio Tarracon. e. 13 [v. 90] l.

81. Igualmente, en lo que añade que los santos Tomás y Buenaventura de tal modo procedieron en la defensa de los institutos de los mendicantes, contra hombres eminentes, que en sus alegatos hubiera sido de desear menos calor y más exactitud, es escandalosa, injuriosa contra santísimos doctores y favorecedora de las impías injurias de autores condenados.

82. La regla II de que la multiplicación de las órdenes y su diversidad trae naturalmente perturbación y confusión; igualmente en lo que anteriormente advierte § 4, que los fundadores de regulares que aparecieron después de los institutos monásticos, sobreañadiendo órdenes a ordenes, reformas a reformas, no hicieron otra cosa que dilatar más y más la primera causa del mal, entendida de las órdenes e institutos aprobados por la Santa Sede —como si la distinta variedad de piadosos ministerios a que las distintas órdenes están dedicadas, debiera producir por su naturaleza perturbación y confusión—, es falsa, calumniosa e injuriosa, ora contra los santos fundadores y sus fieles discípulos, ora contra los mismos Sumos Pontífices.

83. La regla III por la que después de sentar previamente que un pequeño cuerpo que vive dentro de la sociedad civil sin que sea verdaderamente parte de ella y que fija su pequeña monarquía dentro del Estado es siempre peligroso, y seguidamente con este pretexto acusa a los monasterios particulares unidos de un modo especial por el vinculo del común instituto bajo una sola cabeza, como otras tantas monarquías especiales, peligrosas y nocivas a la república civil, es falsa, temeraria, injuriosa contra los institutos regulares aprobados por la Santa Sede para el provecho de la religión y favorecedora de los ataques y calumnias de los herejes contra esos mismos institutos.

Del sistema o conjunto de ordenaciones deducido de las reglas alegadas y comprendido en los ocho artículos siguientes para la reforma de los regulares

[§ 10]

84. Art. I. Debe mantenerse en la Iglesia una sola orden y elegirse con preferencia a las demás la regla de San Benito, ora por su excelencia, ora por los preclaros merecimientos de aquella orden; de tal modo, sin embargo, que en aquellos puntos que tal vez ocurran menos acomodados a la condición de los tiempos, sea el modo de vida instituído en Port-Royal el que dé luz para averiguar sobre qué convenga añadir o quitar.

Art. II. Quienes se incorporaren a esta orden, no han de formar parte de la jerarquía eclesiástica, ni ser promovidos a las sagradas órdenes, fuera de uno o dos a lo sumo, que han de ser iniciados como curatos o capellanes del monasterio, permaneciendo los demás en la simple clase de los legos.

Art. III. Sólo debe admitirse un monasterio en cada ciudad, y ése colocarlo fuera de las murallas de la misma, en lugares suficientemente ocultos y apartados.

Art. IV. Entre las ocupaciones de la vida monástica debe inviolablemente guardarse su parte al trabajo manual, dejado, sin embargo, el tiempo conveniente para gastarlo en la salmodia, o, si alguno tiene ese gusto, en el estudio de las letras; la salmodia debiera ser moderada, porque su extensión exagerada engendra precipitación, molestia y distracción; cuanto más se han aumentado las salmodias, oraciones y rezos, otro tanto, en todo tiempo, con exacta proporción, se ha disminuído el fervor y la santidad de los regulares.

Art. V. No debiera admitirse distinción alguna entre monjes dedicados al coro o a los oficios; semejante desigualdad suscitó en todo tiempo gravísimos pleitos y discordias, y expulsó de las comunidades de regulares el espíritu de caridad.

Art. VI. El voto de perpetua estabilidad nunca debe tolerarse; no lo conocían aquellos antiguos monjes que fueron, sin embargo, el consuelo de la Iglesia y el ornamento del cristianismo; los votos de castidad, pobreza y obediencia no se admitirán a modo de regla estable. Si alguno quisiere hacer esos votos, todos o algunos, pedirá consejo y permiso al obispo, el cual, sin embargo, nunca permitirá que sean perpetuos, ni excederán el término de un año; sólo se dará facultad de renovarlos bajo las mismas condiciones.

Art. VII. Será competencia del obispo todo género de inspección sobre la vida de aquéllos, sus estudios, progreso en la piedad; a él tocará admitir y expulsar a los monjes, oído siempre, no obstante, el consejo de sus compañeros.

Art. VIII. Los regulares de las órdenes que aún quedan, aunque sean sacerdotes, podrían ser admitidos en este monasterio, a condición de que desearan dedicarse en silencio y soledad a su propia santificación —en cuyo caso habría lugar a dispensación en la regla establecida en el n. II—, a condición, sin embargo, de que no sigan una regla de vida distinta a la de los demás, hasta el punto que no se celebren más que una o a lo sumo dos misas al día, y debe bastarles a los demás sacerdotes celebrar juntamente con la comunidad.

Igualmente para la reforma de las monjas

[§ 11]

Los votos perpetuos no deben admitirse hasta los 40 ó 45 años; las monjas deben ser dedicadas a sólidos ejercicios, especialmente al trabajo, y ser apartadas de la espiritualidad carnal por la que están retenidas la mayoría de ellas; debe considerarse si, por lo que a ellas toca, sería bastante dejar un monasterio en la ciudad.

Es sistema subversivo de la disciplina vigente y ya de antiguo aprobada y recibida, pernicioso, opuesto e injurioso a las constituciones apostólicas y a las sanciones de muchos Concilios, hasta universales, y especialmente del Tridentino, y favorecedor de los denuestos y calumnias de los herejes contra los votos monásticos e institutos regulares, entregados a una más estable profesión de los consejos evangélicos.

[F. Errores] sobre la convocación de un Concilio nacional

[Libell. memor. pro convoc. conc. nation. § 1]

85. La proposición que enuncia que basta cualquier conocimiento de la historia eclesiástica para que cada uno deba confesar que la convocación del Concilio nacional es una de las vías canónicas para terminar en las Iglesias de las respectivas naciones las controversias que tocan a la religión, entendida en el sentido de que las controversias que tocan a la fe y costumbres surgidas en una Iglesia cualquiera pueden terminarse con juicio irrefragable por medio de un Concilio nacional —como si la inerrancia en materia de fe y costumbres compitiera al Concilio nacional—, es cismática y herética.

Mandamos, pues, a todos los fieles de Cristo de ambos sexos no se atrevan a sentir, enseñar, predicar de dichas proposiciones y doctrinas contra lo que en esta Constitución nuestra está declarado; de suerte que quienquiera las enseñare, defendiere o publicare, todas o alguna de ellas, conjunta o separadamente, o tratare de ellas, aun disputando, pública o privadamente, si no fuere acaso impugnándolas, quede sometido, por el mero hecho, sin otra declaración, a las censuras eclesiásticas y a las demás penas por derecho establecidas contra quienes perpetran actos semejantes.

Por lo demás, por esta expresa reprobación de las predichas proposiciones y doctrinas, en modo alguno intentamos aprobar lo demás que en el mismo libro se contiene, como quiera, mayormente, que en él han sido halladas muchas proposiciones y doctrinas ora afines a las que arriba quedan condenadas, ora que no sólo demuestran temerario desprecio de la doctrina y disciplina común y recibida, sino particularmente ánimo hostil hacia los Romanos Pontífices y la Sede Apostólica. Dos cosas especialmente creemos que deben ser notadas, que si no con mala intención, sí al menos con harta imprudencia se les escaparon al Sínodo acerca del augustísimo misterio de la Santísima Trinidad (§ 2 del Decr. de fide) y que fácilmente pudieran inducir a error, sobre todo a los rudos e incautos.

Primero, que después de haber debidamente advertido que Dios permanece uno y simplicísimo en su ser, al añadir seguidamente que el mismo Dios se distingue en tres personas, malamente se aparta de la forma común y aprobada en las instituciones de la doctrina cristiana, por la que Dios se llama ciertamente uno "en tres personas distintas", no "distinto en tres personas"; con ese cambio de la fórmula, por la fuerza de las palabras, se desliza el peligro de error de que la esencia divina sea tenida por distinta en las tres personas, siendo así que la fe católica de tal modo la confiesa una en las personas distintas, que a la vez la proclama en sí totalmente indistinta.

Segundo, lo que enseña de las mismas tres divinas personas, que ellas según sus propiedades personales e incomunicables, hablando más exactamente se expresan o llaman Padre, "Verbo"" y Espíritu Santo; como si el nombre de "Hijo" fuera menos propio y exacto, cuando está consagrado por tantos lugares de la Escritura, por la voz misma del Padre bajada de los cielos y de la nube, ora por la fórmula del bautismo prescrita por Cristo, ora por aquella preclara confesión en que Pedro fue por Cristo mismo proclamado "bienaventurado", y no se hubiera más bien de mantener lo que, por Agustín enseñado, enseñó a su vez el maestro angélico "El nombre de Verbo importa la misma propiedad que el de Hijo", como quiera que dice Agustín: "En tanto se llama Verbo en cuanto es Hijo".

Ni debe tampoco pasarse en silencio aquella insigne temeridad, llena de fraudulencia, del Sínodo, que tuvo la audacia no sólo de exaltar con amplísimas alabanzas la declaración de la junta galicana del año 1682 [v. 1322 ss] de tiempo atrás reprobada por la Sede Apostólica, sino de incluirla insidiosamente en el decreto titulado "de la fe", a fin de procurarle mayor autoridad, de adoptar abiertamente los artículos en aquélla contenidos y de sellar, por la pública y solemne profesión de estos artículos, lo que de modo disperso se enseña a lo largo de ese mismo decreto. Con lo cual no sólo se nos ofrece a nosotros una razón mucho más grave de rechazar el Sínodo que la que nuestros predecesores tuvieron para rechazar aquellos comicios o juntas, sino que se infiere no leve injuria a la misma Iglesia galicana, a la que el Sínodo juzgó digna de que su autoridad fuera invocada para patrocinar los errores de que aquel decreto está contaminado.

Por eso, si las actas de la junta galicana, apenas aparecieron las reprobaron, rescindieron y declararon nulas e inválidas nuestro predecesor, el venerable Inocencio XI por sus Letras en forma de breve del día 11 de abril del año 1682, y luego más expresamente Alejandro VIII por la constitución Inter multiplices del día 4 de agosto de 1680 [v. 1322 ss] en razón de su cargo apostólico; mucho más fuertemente exige de nosotros la solicitud pastoral reprobar y condenar la reciente adopción de ellas, afectada de tantos vicios, hecha en el Sínodo, como temeraria, escandalosa, y, sobre todo después de los decretos publicados por nuestros predecesores, injuriosa en sumo grado para esta Sede Apostólica, como por la presente Constitución nuestra la reprobamos y condenamos y queremos sea tenida por reprobada y condenada.

PIO VII, 1800-1823

Sobre la indisolubilidad del matrimonio

[Del Breve a Carlos de Dalberg, arzobispo de Maguncia, de 8 de noviembre de 1803]

El Sumo Pontífice, a las dudas propuestas, responde entre otras cosas: Que la sentencia de los tribunales laicos y de las juntas católicas, por las que principalmente se declara la nulidad de los matrimonios y se atenta a la disolución de su vínculo, ningún valor y ninguna fuerza absolutamente pueden conseguir ante la Iglesia...

Que aquellos párrocos que con su presencia aprueben y con su bendición confirmen estas nupcias, cometerán un gravísimo pecado y traicionarán su sagrado ministerio; porque no deben ésas ser llamadas nupcias, sino uniones adulterinas...

De las versiones de la Sagrada Escritura

[De la Carta Magno et acerbo, al arzobispo de Mohilev, de 3 de septiembre de 1816]

De grande y amargo dolor nos consumimos, apenas supimos el pernicioso designio, no hace mucho tomado, de divulgar corrientemente en cualquier lengua vernácula los libros sacratísimos de la Biblia, con interpretaciones nuevas y publicadas al margen de las salubérrimas reglas de la Iglesia, y ésas astutamente torcidas a sentidos depravados. Y, en efecto, por alguna de tales versiones que nos han sido traídas, advertimos que se prepara tal ruina contra la santidad de la más pura doctrina que fácilmente beberán los fieles un mortal veneno, de aquellas fuentes de que debieran sacar aguas de saludable sabiduría [Eccli. 15, 8]...

Porque debieras haber tenido ante los ojos lo que constantemente avisaron también nuestros predecesores, a saber: que si los sagrados Libros se permiten corrientemente y en lengua vulgar y sin discernimiento, de ello ha de resultar más daño que utilidad. Ahora bien, la Iglesia Romana que admite sola la edición Vulgata, por prescripción bien notoria del Concilio Tridentino [v. 785 s], rechaza las versiones de las otras lenguas y sólo permite aquellas que se publican con anotaciones oportunamente tomadas de los escritos de los Padres y doctores católicos, a fin de que tan gran tesoro no esté abierto a las corruptelas de las novedades y para que la Iglesia, difundida por todo el orbe, sea de un solo labio y de las mismas palabras [Gen. 11, 1].

A la verdad, como en el lenguaje vernáculo advertimos frecuentísimas vicisitudes, variedades y cambios, no hay duda que con la inmoderada licencia de las versiones bíblicas se destruiría aquella inmutabilidad que dice con los testimonios divinos, y la misma fe vacilaría, sobre todo cuando alguna vez se conoce la verdad de un dogma por razón de una sola silaba. Por eso los herejes tuvieron por costumbre llevar sus malvadas y oscurísimas maquinaciones a ese campo, para meter violentamente por insidias cada uno sus errores, envueltos en el aparato más santo de la divina palabra, editando biblias vernáculas, de cuya maravillosa variedad y discrepancia, sin embargo, ellos mismos se acusan y se arañan. "Porque no han nacido las herejías, decía San Agustín, sino porque las Escrituras buenas son entendidas mal, y lo que en ellas mal se entiende, se afirma también temeraria y audazmente".

Ahora bien, si nos dolemos que hombres muy conspicuos por su piedad y sabiduría han fallado no raras veces en la interpretación de las Escrituras, ¿qué no es de temer si éstas son entregadas para ser libremente leidas, trasladadas a cualquier lengua vulgar, en manos del vulgo ignorante, que las más de las veces no juzga por discernimiento alguno, sino llevado de cierta temeridad?...

Por lo cual, con cabal sabiduría mandó nuestro predecesor Inocencio III en aquella célebre epístola a los fieles de la Iglesia de Metz lo que sigue: "Mas los arcanos misterios de la fe no deben ser corrientemente expuestos a todos, como quiera que no por todos pueden ser corrientemente entendidos, sino sólo por aquellos que pueden concebirlos con fiel entendimiento. Por lo cual, a los más sencillos, dice el Apóstol, como a pequeñuelos en Cristo, os di leche por bebida, no comida [1 Cor. 3, 2]. De los mayores, en efecto, es la comida sólida, como a otros decía él mismo: La sabiduría... la hablamos entre perfectos [1 Cor. 2, 6]; mas entre vosotros, yo no juzgué que sabía nada, sino a Jesucristo, y éste crucificado [1 Cor. 2, 2]. Porque es tan grande la profundidad de la Escritura divina, que no sólo los simples e iletrados, mas ni siquiera los prudentes y doctos bastan plenamente para indagar su inteligencia. Por lo cual dice la Escritura que muchos desfallecieron escudriñando con escrutinio [Ps. 63, 7].

"De ahí que rectamente fue establecido antiguamente en la ley divina que la bestia que tocara al monte, fuera apedreada [Hebr. 12, 20; Ex. 19, 12 s], es decir, que ningún simple e indocto presuma tocar a la sublimidad de la Sagrada Escritura ni predicarla a otros. Porque está escrito: No busques cosas más altas que tú [Eccli. 3, 22]. Por lo que dice el Apóstol: No saber más de lo que es menester saber, sino saber con sobriedad [Rom. 12, 3]". Y conocidísimas son las Constituciones no sólo del hace un instante citado Inocencio III, sino también de Pío IV, de Clemente VIII y de Benedicto XIV, en que se precavía que, de estar a todos patente y al descubierto la Escritura, no se envileciera tal vez y estuviera expuesta al desprecio o, por ser mal entendida por los mediocres, indujera a error. En fin, cuál sea la mente de la Iglesia sobre la lectura e interpretación de la Escritura, conózcalo clarísimamente tu fraternidad por la preclara Constitución Unigenitus de otro predecesor nuestro, Clemente XI, en que expresamente se reprueban aquellas doctrinas por las que se afirmaba que en todo tiempo, en todo lugar y para todo género de personas, es útil y necesario conocer los misterios de la Sagrada Escritura, cuya lectura se afirmaba ser para todos y que es dañoso apartar de ella al pueblo cristiano, y más aún, cerrar para los fieles la boca de Cristo, arrebatar de sus manos el Nuevo Testamento [Prop. 79-85 de Quesnell; v. 1429-1435].

LEON XII, 1823-1829

Sobre las versiones de la Sagrada Escritura

[De la Encíclica Ubi primum, de 5 de mayo de 1824]

...La iniquidad de nuestros enemigos llega a tanto que, aparte el aluvión de libros perniciosos, por sí mismo hostil a la religión, se esfuerzan también en convertir en detrimento de la religión las Sagradas Letras, que nos fueron divinamente dadas para edificación de la religión misma. No se os oculta, Venerables Hermanos, que cierta Sociedad vulgarmente llamada bíblica recorre audazmente todo el orbe y, despreciadas las tradiciones de los santos Padres, contra el conocidísimo decreto del Concilio Tridentino [v. 786], juntando para ello sus fuerzas y medios todos, intenta que los Sagrados Libros se viertan o más bien se perviertan en las lenguas vulgares de todas las naciones...

Para alejar esta calamidad, nuestros predecesores publicaron varias Constituciones... [por ejemplo: Pío VII; V. 1602 ss] ...Nosotros también, conforme a nuestro cargo apostólico, os exhortamos, Venerables Hermanos, a que os esforcéis a todo trance por apartar a vuestra grey de estos mortíferos pastos. Argüid, rogad, instad oportuna e importunamente, con toda paciencia y doctrina [2 Tim. 4, 2] a fin de que vuestros fieles, adheridos al pie de la letra a las reglas de nuestra Congregación del Indice, se persuadan que si los Sagrados Libros se permiten corrientemente y sin discernimiento en lengua vulgar, de ello ha de resultar por la temeridad de los hombres más daño que provecho". Esta verdad la demuestra la experiencia y, aparte otros Padres, la declaró San Agustín por estas palabras: "Porque..." [v. 1604].

PIO VIII, 1829-1830

Sobre la usura

[Resp. de Pío VIII al obispo de Rennes (Francia) dada en audiencia el 18 de agosto de 1830]

El obispo de Rennes en Francia expone..., que no todos los confesores de su diócesis son de la misma opinión acerca del lucro percibido por el dinero dado en préstamo a los negociadores, para que con él se enriquezcan.

Se disputa vivamente sobre el sentido de la carta Vix pervenit [v. 1475 ss]. De ambas partes se alegan motivos para defender la opinión que cada uno ha abrazado en pro o en contra de tal lucro. De ahí querellas, disensiones, denegación de los sacramentos a los negociadores que siguen este modo de enriquecerse e innumerables daños de las almas.

Para remediar los daños de las almas, algunos confesores opinan que pueden seguir un camino medio entre una y otra sentencia. Si alguien les consulta sobre dicho lucro, se esfuerzan en apartarlo de él. Si el penitente persevera en su designio de dar dinero prestado a los negociantes y objeta que la sentencia que favorece a tal préstamo tiene muchos defensores y que además no ha sido condenada por la Santa Sede, más de una vez consultada sobre este asunto, entonces estos confesores exigen que el penitente prometa obedecer con filial obediencia el juicio del Sumo Pontífice, si se interpone, cualquiera que él sea; y obtenida esta promesa, no niegan la absolución, aun cuando crean más probable la opinión contraria a tal lucro. Si el penitente no se confiesa del lucro del dinero prestado y parece de buena fe, estos confesores, aun cuando por otra parte conozcan que el penitente ha percibido o sigue todavía percibiendo semejante lucro, le absuelven sin preguntarle nada sobre ello, por miedo de que, avisado el penitente, rehuse restituir o abstenerse de dicho lucro.

Pregunta, pues, dicho obispo de Rennes:

I. Si puede aprobar la manera de obrar de estos últimos confesores.

II. Si puede exhortar a los otros confesores más rígidos que acuden a consultarle, que sigan el modo de obrar de aquéllos, hasta que la Santa Sede pronuncie juicio expreso sobre el asunto

Respondió Pío VIII:

A I. Que no se les debe inquietar.

A II. Provisto en I.

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