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La pena capital: Conferencia Episcopal Peruana

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“He venido para que tengan vida
y la tengan en abundancia”
(Juan 10,10)

 

Pena capital


Ante el debate suscitado por la propuesta de Reforma Constitucional para que se aplique la pena de muerte a las personas que violen y asesinen a menores, los Obispos del Perú, en cumplimiento de su responsabilidad pastoral de iluminar a los fieles en los temas de moral y costumbres y procurando contribuir para una correcta apreciación de este tema, queremos expresar lo siguiente:

1. La Iglesia, escuchando al Señor que nos dice “he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”, quiere ser también hoy promotora del valor de la vida humana que “ha de ser respetada porque es sagrada. Desde el comienzo supone la acción creadora de Dios y permanece para siempre en una relación especial con el Creador, su único fin” (C.CIC 466). Este valor fundamental y primero es consagrado en nuestra Constitución cuando dice que “la vida humana es el bien supremo de la Sociedad y del Estado y el Estado tiene la obligación de protegerla” (Art.1°).
2. La Iglesia proclama la primacía y la inviolabilidad de la vida humana, lo que significa que nadie puede disponer directamente de la vida propia o ajena, sin tener en cuenta el grave riesgo que corre en erigirse en el dueño de la vida, siendo Dios el Único Señor de la vida humana.
3. El valor de la vida humana, incluso la del pecador, es muy importante para Dios; por eso en el Antiguo Testamento decía a través del profeta “Yo no me complazco en la muerte del malvado, sino en que se convierta y viva” (Ez.33, 11), y cuando las autoridades de su tiempo preguntan a Jesús sobre la aplicabilidad de la ley de la lapidación para la mujer encontrada en flagrante adulterio (Lev. 20), su respuesta es tajante, “Aquél de ustedes que no tiene pecado, que le tire la primera piedra”(Jn.8,8). Prefiere buscar el cambio de vida de la adúltera que avalar su pena de muerte a pesar que la ley lo establecía.
4. El Estado tiene la responsabilidad de proteger la vida, de modo especial la de los indefensos; pero este deber, expresión de la legítima defensa, no supone el uso de la violencia mas allá de la realmente necesaria (de C.CIC 467); además todo Estado debe garantizar un sistema jurídico suficientemente capaz y diligente para aplicar las penas establecidas que permitan eficazmente “reparar el desorden introducido por la culpa, defender el orden público y la seguridad de las personas y contribuir a la corrección del culpable” (C.CIC 468).

5. Consideramos que, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal en el mundo, la eliminación del reo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo, es una realidad prácticamente inexistente; por lo que proclamamos con Juan Pablo II, de feliz memoria, que “hoy, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquél que lo ha cometido, los casos de absoluta necesidad de pena de muerte «suceden muy rara vez, si es que ya en realidad se dan algunos» (Evangelium Vitae 56).

6. El Compendio del Catecismo expresa que “Cuando los medios incruentos son suficientes, la autoridad debe limitarse a estos medios, porque corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común, son más conformes a la dignidad de la persona y no privan definitivamente al culpable de la posibilidad de rehabilitarse” (C.CIC 469).

7. La tendencia en el mundo va hacia la total abolición de la pena de muerte, lo que es más conforme con la dignidad del hombre y por lo tanto con el designio de Dios sobre el hombre y la sociedad. La experiencia de otros lugares demuestra que la extensión a la muerte de la ley penal como solución vindicativa ante la comisión de un delito tan grave como la violación y muerte de un niño no resuelve el problema, y nos empujaría peligrosamente a un retorno del “ojo por ojo y diente por diente”, con la gravedad que no va a erradicar el mal, nunca logrará una verdadera reparación del daño, tampoco la expiación del crimen cometido y proclamaría que nuestra sociedad, a pesar de los medios avanzados que dispone, no sería capaz de lograr la corrección del culpable.

8. Este problema nos debe llevar a reflexionar sobre cómo hemos permitido que aumente en el Perú la degradación del respeto a la persona y a los auténticos valores en nuestra sociedad que, lejos de promover la vida y su dignidad, promueven una cultura del relativismo, del hedonismo, la erotización y la promiscuidad, que no respeta ni defiende la inocencia de los más pequeños y de los más débiles y que origina una sociedad con individuos “sumamente peligrosos”.

9. Consideramos que es necesario buscar una solución integral a esta problemática basados en una política de prevención que pasa por una renovación de nuestro esfuerzo por la búsqueda de la formación de la persona humana y de la familia basada en principios y valores sólidos, en una verdadera educación sexual, no una mera información.

10. Invocamos a las autoridades competentes lo mismo que a los actores sociales y políticos a no convertir tan delicado y complejo tema de la pena de muerte en un asunto de carácter político, ya que su dimensión y su consideración deben ser fundamentalmente jurídicas, éticas y morales.

11. Por último, invocamos a todas las personas de buena voluntad, especialmente a los padres de familia, para que sigan en el esfuerzo de educar a partir del buen ejemplo; asimismo invitamos a todos los especialistas en educación de la persona a afrontar este problema y encontrar luces que verdaderamente estén de acuerdo con la dignidad de la Persona Humana.


7 de septiembre de 2006

+ Héctor Miguel Cabrejos Vidarte, OFM
Arzobispo Metropolitano de Trujillo
Presidente

+ Juan José Larrañeta Olleta, OP
Obispo Vicario Apostólico de Puerto Maldonado
Secretario General
Conferencia Episcopal Peruana (2006-09-12)


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