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Domingo de Pascua 3 A - Comentarios de Sabios y Santos II: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios durante la celebración de la Misa dominical

Recursos adicionales para la preparación

A su disposición

Directorio Homilético: Tercer domingo de Pascua

 Exégesis: P. Miguel Ángel Fuentes, I.V.E. - Aparición en el Cenáculo (24,33-43)

Comentario Teológico: San Juan Pablo II - Mane nobiscum, Domine

Santos Padres: San Agustín - Los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35).

Aplicación: P. José A. Marcone, I.V.E.- Los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35)

Aplicación: S.S. Francisco p.p. - El camino de Emaús se convierte en símbolo de nuestro camino de fe

Aplicación: San Juan Pablo II - y lo reconocieron

Aplicación: Benedicto XVI - Nosotros esperábamos

Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Los discípulos de Emáus, Lc 24, 13-35

 

¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

comentarios Las Lecturas del Domingo II



Directorio Homilético: Tercer domingo de Pascua

CEC 1346-1347: la Eucaristía y la experiencia de los discípulos en Emaús
CEC 642-644, 857, 995-996: los Apóstoles y los discípulos testigos de la Resurrección
CEC 102, 601, 426-429, 2763: Cristo, la clave para interpretar las Escrituras
CEC 457, 604-605, 608, 615-616, 1476, 1992: Jesús, el cordero ofrecido por nuestros pecados

1346 La liturgia de la Eucaristía se desarrolla conforme a una estructura fundamental que se ha conservado a través de los siglos hasta nosotros. Comprende dos grandes momentos que forman una unidad básica:

– La reunión, la liturgia de la Palabra, con las lecturas, la homilía y la oración universal;

– la liturgia eucarística, con la presentación del pan y del vino, la acción de gracias consecratoria y la comunión.

Liturgia de la Palabra y Liturgia eucarística constituyen juntas "un solo acto de culto" (SC 56); en efecto, la mesa preparada para nosotros en la Eucaristía es a la vez la de la Palabra de Dios y la del Cuerpo del Señor (cf. DV 21).

1347 He aquí el mismo dinamismo del banquete pascual de Jesús resucitado con sus discípulos: en el camino les explicaba las Escrituras, luego, sentándose a la mesa con ellos, "tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio" (cf Lc 24,13-35).

642 Todo lo que sucedió en estas jornadas pascuales compromete a cada uno de los Apóstoles - y a Pedro en particular - en la construcción de la era nueva que comenzó en la mañana de Pascua. Como testigos del Resucitado, los apóstoles son las piedras de fundación de su Iglesia. La fe de la primera comunidad de creyentes se funda en el testimonio de hombres concretos, conocidos de los cristianos y, para la mayoría, viviendo entre ellos todavía. Estos "testigos de la Resurrección de Cristo" (cf. Hch 1, 22) son ante todo Pedro y los Doce, pero no solamente ellos: Pablo habla claramente de más de quinientas personas a las que se apareció Jesús en una sola vez, además de Santiago y de todos los apóstoles (cf. 1 Co 15, 4-8).

643 Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico. Sabemos por los hechos que la fe de los discípulos fue sometida a la prueba radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro, anunciada por él de antemano(cf. Lc 22, 31-32). La sacudida provocada por la pasión fue tan grande que los discípulos (por lo menos, algunos de ellos) no creyeron tan pronto en la noticia de la resurrección.

Los evangelios, lejos de mostrarnos una comunidad arrobada por una exaltación mística, los evangelios nos presentan a los discípulos abatidos ("la cara sombría": Lc 24, 17) y asustados (cf. Jn 20, 19). Por eso no creyeron a las santas mujeres que regresaban del sepulcro y "sus palabras les parecían como desatinos" (Lc 24, 11; cf. Mc 16, 11. 13). Cuando Jesús se manifiesta a los once en la tarde de Pascua "les echó en cara su incredulidad y su dureza de cabeza por no haber creído a quienes le habían visto resucitado" (Mc 16, 14).

644 Tan imposible les parece la cosa que, incluso puestos ante la realidad de Jesús resucitado, los discípulos dudan todavía (cf. Lc 24, 38): creen ver un espíritu (cf. Lc 24, 39). "No acaban de creerlo a causa de la alegría y estaban asombrados" (Lc 24, 41). Tomás conocerá la misma prueba de la duda (cf. Jn 20, 24-27) y, en su última aparición en Galilea referida por Mateo, "algunos sin embargo dudaron" (Mt 28, 17). Por esto la hipótesis según la cual la resurrección habría sido un "producto" de la fe (o de la credulidad) de los apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la Resurrección nació - bajo la acción de la gracia divina- de la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado.


IV LA IGLESIA ES APOSTÓLICA

857 La Iglesia es apostólica porque está fundada sobre los apóstoles, y esto en un triple sentido:

- Fue y permanece edificada sobre "el fundamento de los apóstoles" (Ef 2, 20; Hch 21, 14), testigos escogidos y enviados en misión por el mismo Cristo (cf Mt 28, 16-20; Hch 1, 8; 1 Co 9, 1; 15, 7-8; Ga 1, l; etc.).

- Guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza (cf Hch 2, 42), el buen depósito, las sanas palabras oídas a los apóstoles (cf 2 Tm 1, 13-14).

- Sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral: el colegio de los obispos, "a los que asisten los presbíteros juntamente con el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia" (AG 5):

Porque no abandonas nunca a tu rebaño, sino que, por medio de los santos pastores, lo proteges y conservas, y quieres que tenga siempre por guía la palabra de aquellos mismos pastores a quienes tu Hijo dio la misión de anunciar el Evangelio (MR, Prefacio de los apóstoles).


995 Ser testigo de Cristo es ser "testigo de su Resurrección" (Hch 1, 22; cf. 4, 33), "haber comido y bebido con El después de su Resurrección de entre los muertos" (Hch 10, 41). La esperanza cristiana en la resurrección está totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros resucitaremos como El, con El, por El.

996 Desde el principio, la fe cristiana en la resurrección ha encontrado incomprensiones y oposiciones (cf. Hch 17, 32; 1 Co 15, 12-13). "En ningún punto la fe cristiana encuentra más contradicción que en la resurrección de la carne" (San Agustín, psal. 88, 2, 5). Se acepta muy comúnmente que, después de la muerte, la vida de la persona humana continúa de una forma espiritual. Pero ¿cómo creer que este cuerpo tan manifiestamente mortal pueda resucitar a la vida eterna?


102 A través de todas las palabras de la Sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, su Verbo único, en quien él se dice en plenitud (cf. Hb 1,1-3):

Recordad que es una misma Palabra de Dios la que se extiende en todas las escrituras, que es un mismo Verbo que resuena en la boca de todos los escritores sagrados, el que, siendo al comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no está sometido al tiempo (S. Agustín, Psal. 103,4,1).


"Muerto por nuestros pecados según las Escrituras"

601 Este designio divino de salvación a través de la muerte del "Siervo, el Justo" (Is 53, 11;cf. Hch 3, 14) había sido anunciado antes en la Escritura como un misterio de redención universal, es decir, de rescate que libera a los hombres de la esclavitud del pecado (cf. Is 53, 11-12; Jn 8, 34-36). S. Pablo profesa en una confesión de fe que dice haber "recibido" (1 Co 15, 3) que "Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras" (ibidem: cf. también Hch 3, 18; 7, 52; 13, 29; 26, 22-23). La muerte redentora de Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente (cf. Is 53, 7-8 y Hch 8, 32-35). Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente (cf. Mt 20, 28). Después de su Resurrección dio esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 25-27), luego a los propios apóstoles (cf. Lc 24, 44-45).


En el centro de la catequesis: Cristo

426 "En el centro de la catequesis encontramos esencialmente una Persona, la de Jesús de Nazaret, Unigénito del Padre, que ha sufrido y ha muerto por nosotros y que ahora, resucitado, vive para siempre con nosotros... Catequizar es ... descubrir en la Persona de Cristo el designio eterno de Dios... Se trata de procurar comprender el significado de los gestos y de las palabras de Cristo, los signos realizados por El mismo" (CT 5). El fin de la catequesis: "conducir a la comunión con Jesucristo: sólo El puede conducirnos al amor del Padre en el Espíritu y hacernos partícipes de la vida de la Santísima Trinidad". (ibid.).

427 "En la catequesis lo que se enseña es a Cristo, el Verbo encarnado e Hijo de Dios y todo lo demás en referencia a El; el único que enseña es Cristo, y cualquier otro lo hace en la medida en que es portavoz suyo, permitiendo que Cristo enseñe por su boca... Todo catequista debería poder aplicarse a sí mismo la misteriosa palabra de Jesús: 'Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado' (Jn 7, 16)" (ibid., 6)

428 El que está llamado a "enseñar a Cristo" debe por tanto, ante todo, buscar esta "ganancia sublime que es el conocimiento de Cristo"; es necesario "aceptar perder todas las cosas ... para ganar a Cristo, y ser hallado en él" y "conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos" (Flp 3, 8-11).

429 De este conocimiento amoroso de Cristo es de donde brota el deseo de anunciarlo, de "evangelizar", y de llevar a otros al "sí" de la fe en Jesucristo. Y al mismo tiempo se hace sentir la necesidad de conocer siempre mejor esta fe. Con este fin, siguiendo el orden del Símbolo de la fe, presentaremos en primer lugar los principales títulos de Jesús: Cristo, Hijo de Dios, Señor (Artículo 2). El Símbolo confiesa a continuación los principales misterios de la vida de Cristo: los de su encarnación (Artículo 3), los de su Pascua (Artículos 4 y 5), y, por último, los de su glorificación (Artículos 6 y 7).


2763 Toda la Escritura (la Ley, los Profetas, y los Salmos) se cumplen en Cristo (cf Lc 24, 44). El evangelio es esta "Buena Nueva". Su primer anuncio está resumido por San Mateo en el Sermón de la Montaña (cf. Mt 5-7). Pues bien, la oración del Padre Nuestro está en el centro de este anuncio. En este contexto se aclara cada una de las peticiones de la oración que nos dio el Señor:

La oración dominical es la más perfecta de las oraciones... En ella, no sólo pedimos todo lo que podemos desear con rectitud, sino además según el orden en que conviene desearlo. De modo que esta oración no sólo nos enseña a pedir, sino que también forma toda nuestra afectividad. (Santo Tomás de A., s. th. 2-2. 83, 9).


457 El Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios: "Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4, 10)."El Padre envió a su Hijo para ser salvador del mundo" (1 Jn 4, 14). "El se manifestó para quitar los pecados" (1 Jn 3, 5):

Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdida la posesión del bien, era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacia falta que nos llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador. ¿No tenían importancia estos razonamientos? ¿No merecían conmover a Dios hasta el punto de hacerle bajar hasta nuestra naturaleza humana para visitarla ya que la humanidad se encontraba en un estado tan miserable y tan desgraciado? (San Gregorio de Nisa, or. catech. 15).


Dios tiene la iniciativa del amor redentor universal

604 Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a todo mérito por nuestra parte: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4, 10; cf. 4, 19). "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros" (Rm 5, 8).

605 Jesús ha recordado al final de la parábola de la oveja perdida que este amor es sin excepción: "De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno de estos pequeños" (Mt 18, 14). Afirma "dar su vida en rescate por muchos" (Mt 20, 28); este último término no es restrictivo: opone el conjunto de la humanidad a la única persona del Redentor que se entrega para salvarla (cf. Rm 5, 18-19). La Iglesia, siguiendo a los Apóstoles (cf. 2 Co 5, 15; 1 Jn 2, 2), enseña que Cristo ha muerto por todos los hombres sin excepción: "no hay, ni hubo ni habrá hombre alguno por quien no haya padecido Cristo" (Cc Quiercy en el año 853: DS 624).


"El cordero que quita el pecado del mundo"

608 Juan Bautista, después de haber aceptado bautizarle en compañía de los pecadores (cf. Lc 3, 21; Mt 3, 14-15), vio y señaló a Jesús como el "Cordero de Dios que quita los pecados del mundo" (Jn 1, 29; cf. Jn 1, 36). Manifestó así que Jesús es a la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero (Is 53, 7; cf. Jr 11, 19) y carga con el pecado de las multitudes (cf. Is 53, 12) y el cordero pascual símbolo de la Redención de Israel cuando celebró la primera Pascua (Ex 12, 3-14;cf. Jn 19, 36; 1 Co 5, 7). Toda la vida de Cristo expresa su misión: "Servir y dar su vida en rescate por muchos" (Mc 10, 45).


Jesús reemplaza nuestra desobediencia por su obediencia

615 "Como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos" (Rm 5, 19). Por su obediencia hasta la muerte, Jesús llevó a cabo la sustitución del Siervo doliente que "se dio a sí mismo en expiación", "cuando llevó el pecado de muchos", a quienes "justificará y cuyas culpas soportará" (Is 53, 10-12). Jesús repara por nuestras faltas y satisface al Padre por nuestros pecados (cf. Cc de Trento: DS 1529).


En la cruz, Jesús consuma su sacrificio

616 El "amor hasta el extremo"(Jn 13, 1) es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida (cf. Ga 2, 20; Ef 5, 2. 25). "El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron" (2 Co 5, 14). Ningún hombre aunque fuese el más santo estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos.


1476 Estos bienes espirituales de la comunión de los santos, los llamamos también el tesoro de la Iglesia, "que no es suma de bienes, como lo son las riquezas materiales acumuladas en el transcurso de los siglos, sino que es el valor infinito e inagotable que tienen ante Dios las expiaciones y los méritos de Cristo nuestro Señor, ofrecidos para que la humanidad quedara libre del pecado y llegase a la comunión con el Padre. Sólo en Cristo, Redentor nuestro, se encuentran en abundancia las satisfacciones y los méritos de su redención (cf Hb 7,23-25; 9, 11-28)" (Pablo VI, Const. Ap. "Indulgentiarum doctrina", ibid).


1992 La justificación nos fue merecida por la pasión de Cristo, que se ofreció en la cruz como hostia viva, santa y agradable a Dios y cuya sangre vino a ser instrumento de propiciación por los pecados de todos los hombres. La justificación es concedida por el bautismo, sacramento de la fe. Nos conforma a la justicia de Dios que nos hace interiormente justos por el poder de su misericordia. Tiene por fin la gloria de Dios y de Cristo, y el don de la vida eterna (cf Cc. de Trento: DS 1529):

Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los profetas, justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen -pues no hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios- y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien Dios exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia, pasando por alto los pecados cometidos anteriormente, en el tiempo de la paciencia de Dios; en orden a mostrar su justicia en el tiempo presente, para ser él justo y justificador del que cree en Jesús (Rm 3,21-26).


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Exégesis: P. Miguel Ángel Fuentes, I.V.E. - Aparición en el Cenáculo (24,33-43)

33b ...Y encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos, 34 que decían: “¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!” 35 Ellos, por su parte, contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido en la fracción del pan. 36 Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos y les dijo: “La paz con vosotros”. 37 Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu. 38 Pero él les dijo: “¿Por qué os turbáis, y por qué se suscitan dudas en vuestro corazón? 39 Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo”. 40 Y, diciendo esto, los mostró las manos y los pies. 41 Como ellos no acabasen de creerlo a causa de la alegría y estuviesen asombrados, les dijo: “¿Tenéis aquí algo de comer?” 42 Ellos le ofrecieron parte de un pez asado. 43 Lo tomó y comió delante de ellos.

(i) El apurado camino de regreso a Jerusalén no les ha tomado tantísimo tiempo (lo que apunta a favor de una ubicación de Emaús no tan distante de la capital), porque al llegar ?encontraron a los Once? reunidos y a otros que estaban con ellos, quizá algunas de las mujeres y otros discípulos.

(ii) Según san Lucas, que sintetiza notablemente los hechos para transmitirnos solo lo esencial, los discípulos que habían permanecido en Jerusalén ya se habían rendido ante la verdad de la resurrección, al menos la mayoría, habiéndose aparecido el Señor también a Pedro. Pero san Marcos nos dice que, en realidad, ?tampoco le creyeron a estos? (Mc 16,13), lo que significa que las cosas anduvieron un poco más despacio y se han omitido ciertos sucesos intermedios. Al parecer, pues, cuando estos llegan, los Once seguían en su tesitura de no dar crédito a todos estos relatos. Al referirse a los Once, san Lucas no alude a la cantidad de apóstoles, sino al colegio apostólico, por lo que puede ser que no estuviesen allí todos.

(iii) En algún momento posterior a la llegada de los de Emaús, tuvo lugar la aparición de Jesús a Pedro. Esta no debía haber tenido lugar antes de la llegada, por lo que hemos referido de san Marcos, según el cual no les creyeron inicialmente. Por tanto, la expresión de los demás discípulos: ?se ha aparecido a Simón?, es una afirmación dicha posteriormente, pero que san Lucas adelanta aquí con su método de superponer planos históricos para resumir todo el hecho. De esta aparición a Pedro solo tenemos alusiones aquí y en san Pablo (1Co 15,5). No debe llamarnos la atención que san Marcos, amanuense de Pedro, no hable de este hecho, si suponemos que Cefas, al predicar sobre la Resurrección de Cristo no hablaba de su privilegio personal, aunque este fuera, por otra parte, imborrable de su memoria. Ignoramos cuándo tuvo lugar este episodio, ni dónde, ni qué le dijo. Pero, con certeza, este encuentro transformó totalmente a Pedro. No solo afectó su fe, sino también su humildad, su dolor por haberlo negado y por haber perjurado en su negación. Jesús regaló a Simón una aparición personal, no ya para que viera al Hombre al que, por miedo a los gritos de una portera, había dicho ignorar, sino para traerle su perdón y su consuelo. Si debemos dar por indudable que Jesús dijo en esa oportunidad cosas importantes a Pedro, sin embargo, podemos suponer que Pedro no debe haber dicho nada limitándose a llorar, o a lo sumo a repetir lo que le dijo en el mar de Galilea: ?¡Señor, sálvame!? (Mt 14,30).

(iv) Es en este momento que san Lucas coloca la primera aparición del Señor al colegio apostólico: Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos. Jesús se presenta en medio de ellos; significa que lo hace estando las puertas cerradas, como afirma otro de los evangelistas. Se alude así a una cualidad del cuerpo resucitado del Señor que los teólogos llamarían más tarde sutileza (subtilitas), palabra que designa, dice santo Tomás, ?el poder de penetración?63. El cuerpo resucitado del Señor es verdadero cuerpo, y aunque se diga cuerpo espiritualizado no es espíritu, de lo contrario, dice el Aquinate, no habría resucitado como verdadero hombre sino en forma fantasmal. La sutileza le viene al cuerpo de Cristo de su perfección que consiste en el perfecto dominio del alma glorificada sobre él; el cuerpo está, pues, totalmente sujeto a su alma. También san Gregorio habla en este sentido: ?el cuerpo glorioso se dice sutil por efecto del poder espiritual?.

(v) Lo primero que le dice es: ?la paz con vosotros?, que no es, en labios del Señor, un mero saludo sino una verdadera transmisión de la paz del alma, efecto de la Resurrección. ?Él es nuestra paz?, dirá luego san Pablo (Ef 2,14). Jesús es el ?hacedor de paz?, el ?reconciliador? o ?pacificador? (Col 1,20; Ef 2,16). La paz que trae el Señor a sus apóstoles es, ante todo, la de sus conciencias, que aún viven en la angustia causada por su huida durante la Pasión. Pero también es la paz como capacidad de perdonar y, por tanto, de reconciliarse con los que nos hacen el mal y de buscar su conversión. Las palabras de san Pedro a los asesinos de Jesús, relatadas en los Hechos de los Apóstoles a propósito del juicio y castigo que aquellos les infligen a él y a Juan por predicar el Nombre de Jesús, manifiestan valentía y claridad, pero no resentimiento.

(vi) La reacción de los discípulos es la propia de quienes son poco inclinados a la credulidad, o quizá sería mejor decir, de almas que han sufrido ya una gran decepción y no quieren correr el riesgo de volver a ilusionarse para desilusionarse nuevamente.

La desilusión, en efecto, es un gran dolor para quien la padece. De ahí que los discípulos se asusten y crean estar ante un fantasma. Jesús habla de turbación y de dudas en sus corazones. Por eso les ofrece pruebas tangibles y visibles: ?mirad mis manos y mis pies?, porque allí están las cicatrices de sus heridas. Por eso añade ?soy yo mismo?. Jesús hace fuerza en su identidad corporal. Está resucitado y esto otorga a su cuerpo una perfección del todo singular porque la fuerza de su alma lo compenetra totalmente, pero es su cuerpo, el mismo de antes, y el mismo que padeció. Por eso lleva las huellas de su dolor, convertidas ahora en trofeo de victoria. No solo se ofrece a sus miradas, sino que añade: ?palpadme... un espíritu no tiene carne y huesos?. Eso es lo que tocan y comprueban: la realidad de la carne y de los huesos del Señor. San Lucas no habla de la herida del costado, como sí hará, completando estos relatos, san Juan, al referirse a la aparición estando presente el incrédulo Tomás, ausente en la primera.

(vii) Aun así no terminaban de convencerse ?a causa de la alegría?, dice el evangelista. Parecía, en efecto, demasiado bueno como para ser una realidad y no un sueño. Pero era la realidad, y por eso el Señor les da una ulterior prueba pidiéndoles algo de comer y comiendo ante ellos un trozo de pescado asado. Jesús no come por necesidad, pues su cuerpo glorioso no necesita ya este modo de manutención. Pero lo hace para ayudar al convencimiento de aquellos rudos amigos que solo se rendirían ante pruebas de este tipo.

Jesús explica las Escrituras (24, 44-49)

44 Después les dijo: “Estas son aquellas palabras mías que os hablé cuando todavía estaba con vosotros: “Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí”45. Y, entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras, 46 y les dijo: “Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día 47 y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. 48 Vosotros sois testigos de estas cosas. 49 Mirad, y voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto”.

(i) Una vez más Jesús se hace maestro de las Escrituras abriendo a sus discípulos su sentido. Y les recuerda que ya les había hablado de esto durante su vida apostólica. Pero esta vez ilustrando sus inteligencias para que puedan comprenderlas. San Lucas usa aquí una fórmula más completa al referirse a los textos aludidos por el Señor: ?lo que está escrito [de Jesús] en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos?; añade, pues, la alusión a los Salmos, que no había mencionado en el episodio de Emaús.

(ii) Agrega también otro detalle importante al referir que lo que ?estaba escrito? no solo se refería a la ?pasión y resurrección? del Cristo, sino también ?que se predicara en su nombre la conversión para el perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén?. Con esta intención de conversión comenzó la predica del Señor: ?convertíos?; ahora la delega a sus discípulos y le da un sentido universal: ?a todas las naciones?. Jerusalén es solo el punto de partida. Con estas palabras convierte a sus discípulos (al grupo más amplio, no restringido a los Once apóstoles) en misioneros universales.

(iii) ?Vosotros sois testigos de estas cosas?. Su predicación habrá de ser un testimonio de lo que han visto y oído. No van a enseñar teología, sino a contar aquello que han visto con sus propios ojos y que han tocado con sus manos, como dirá luego san Juan en su primera epístola. La ?tradición? es la transmisión de un testimonio de primera mano, de generación en generación. Nuestra fe se funda en este testimonio de los apóstoles y de los demás discípulos del Señor.

(iv) Pero para esto sus discípulos necesitarán una fuerza del todo especial, divina, que ya ha sido prometida por el Padre. La ha prometido por boca de Jesús durante la Última Cena, en el sermón que nos ha reportado san Juan. Es la Promesa por excelencia: el Espíritu Santo. Por eso les manda que permanezcan en la ciudad hasta que los revista el ?poder de lo alto, la dýnamis, que significa específicamente poder milagroso. La acción transformadora de esa dýnamis será el objeto del relato de san Lucas en los Hechos de los Apóstoles, que narrará la acción de hombres que, a la vez que mantienen una misma identidad sustancial con los discípulos del Señor que hemos conocido por los Evangelios, también son totalmente otros en muchos aspectos, transformados por el Espíritu Santo; en particular Pedro, que será uno de los dos grandes protagonistas, junto a Pablo, del libro de los Hechos.
(Fuentes, M., Comentario al Evangelio de San Lucas, Editorial Apostolado Bíblico, Libro Digital, San Rafael, 2015, p. 556 – 560)


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Comentario Teológico: San Juan Pablo II - Mane nobiscum, Domine

1. «Quédate con nosotros, Señor, porque atardece y el día va de caída» (cf.Lc 24,29). Ésta fue la invitación apremiante que, la tarde misma del día de la resurrección, los dos discípulos que se dirigían hacia Emaús hicieron al Caminante que a lo largo del trayecto se había unido a ellos. Abrumados por tristes pensamientos, no se imaginaban que aquel desconocido fuera precisamente su Maestro, ya resucitado. No obstante, habían experimentado cómo «ardía» su corazón (cf. ibíd. 32) mientras él les hablaba «explicando» las Escrituras. La luz de la Palabra ablandaba la dureza de su corazón y «se les abrieron los ojos» (cf. ibíd. 31). Entre la penumbra del crepúsculo y el ánimo sombrío que les embargaba, aquel Caminante era un rayo de luz que despertaba la esperanza y abría su espíritu al deseo de la plena luz. «Quédate con nosotros», suplicaron, y Él aceptó. Poco después el rostro de Jesús desaparecería, pero el Maestro se había quedado veladamente en el «pan partido», ante el cual se habían abierto sus ojos.

2. El icono de los discípulos de Emaús viene bien para orientar un Año en que la Iglesia estará dedicada especialmente a vivir el misterio de la Santísima Eucaristía. En el camino de nuestras dudas e inquietudes, y a veces de nuestras amargas desilusiones, el divino Caminante sigue haciéndose nuestro compañero para introducirnos, con la interpretación de las Escrituras, en la comprensión de los misterios de Dios. Cuando el encuentro llega a su plenitud, a la luz de la Palabra se añade la que brota del «Pan de vida», con el cual Cristo cumple a la perfección su promesa de «estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo» (cf. Mt 28,20).

3. La «fracción del pan» —como al principio se llamaba a la Eucaristía— ha estado siempre en el centro de la vida de la Iglesia. Por ella, Cristo hace presente a lo largo de los siglos el misterio de su muerte y resurrección. En ella se le recibe a Él en persona, como «pan vivo que ha bajado del cielo» (Jn 6,51), y con Él se nos da la prenda de la vida eterna, merced a la cual se pregusta el banquete eterno en la Jerusalén celeste. (…).

(…)

«Les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura» (Lc 24,27)

11. El relato de la aparición de Jesús resucitado a los dos discípulos de Emaús nos ayuda a enfocar un primer aspecto del misterio eucarístico que nunca debe faltar en la devoción del Pueblo de Dios: ¡La Eucaristía misterio de luz! ¿En qué sentido puede decirse esto y qué implica para la espiritualidad y la vida cristiana?

Jesús se presentó a sí mismo como la «luz del mundo» (Jn 8,12), y esta característica resulta evidente en aquellos momentos de su vida, como la Transfiguración y la Resurrección, en los que resplandece claramente su gloria divina. En la Eucaristía, sin embargo, la gloria de Cristo está velada. El Sacramento eucarístico es un «mysterium fidei» por excelencia. Pero, precisamente a través del misterio de su ocultamiento total, Cristo se convierte en misterio de luz, gracias al cual se introduce al creyente en las profundidades de la vida divina. En una feliz intuición, el célebre icono de la Trinidad de Rublëv pone la Eucaristía de manera significativa en el centro de la vida trinitaria.

12. La Eucaristía es luz, ante todo, porque en cada Misa la liturgia de la Palabra de Dios precede a la liturgia eucarística, en la unidad de las dos «mesas», la de la Palabra y la del Pan. Esta continuidad aparece en el discurso eucarístico del Evangelio de Juan, donde el anuncio de Jesús pasa de la presentación fundamental de su misterio a la declaración de la dimensión propiamente eucarística: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida» (Jn 6,55). Sabemos que esto fue lo que puso en crisis a gran parte de los oyentes, llevando a Pedro a hacerse portavoz de la fe de los otros Apóstoles y de la Iglesia de todos los tiempos: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68). En la narración de los discípulos de Emaús Cristo mismo interviene para enseñar, «comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas», cómo «toda la Escritura» lleva al misterio de su persona (cf. Lc 24,27). Sus palabras hacen «arder» los corazones de los discípulos, los sacan de la oscuridad de la tristeza y desesperación y suscitan en ellos el deseo de permanecer con Él: «Quédate con nosotros, Señor» (cf. Lc24,29).

13. Los Padres del Concilio Vaticano II, en la Constitución Sacrosanctum Concilium, establecieron que la «mesa de la Palabra» abriera más ampliamente los tesoros de la Escritura a los fieles. Por eso permitieron que la Celebración litúrgica, especialmente las lecturas bíblicas, se hiciera en una lengua conocida por todos. Es Cristo mismo quien habla cuando en la Iglesia se lee la Escritura. Al mismo tiempo, recomendaron encarecidamente la homilía como parte de la Liturgia misma, destinada a ilustrar la Palabra de Dios y actualizarla para la vida cristiana. Cuarenta años después del Concilio, el Año de la Eucaristía puede ser una buena ocasión para que las comunidades cristianas hagan una revisión sobre este punto. En efecto, no basta que los fragmentos bíblicos se proclamen en una lengua conocida si la proclamación no se hace con el cuidado, preparación previa, escucha devota y silencio meditativo, tan necesarios para que la Palabra de Dios toque la vida y la ilumine.

«Lo reconocieron al partir el pan» (Lc 24,35)

14. Es significativo que los dos discípulos de Emaús, oportunamente preparados por las palabras del Señor, lo reconocieran mientras estaban a la mesa en el gesto sencillo de la «fracción del pan». Una vez que las mentes están iluminadas y los corazones enfervorizados, los signos «hablan». La Eucaristía se desarrolla por entero en el contexto dinámico de signos que llevan consigo un mensaje denso y luminoso. A través de los signos, el misterio se abre de alguna manera a los ojos del creyente.

Como he subrayado en la Encíclica Ecclesia de Eucharistia, es importante que no se olvide ningún aspecto de este Sacramento. En efecto, el hombre está siempre tentado a reducir a su propia medida la Eucaristía, mientras que en realidad es él quien debe abrirse a las dimensiones del Misterio. «La Eucaristía es un don demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones».

15. No hay duda de que el aspecto más evidente de la Eucaristía es el de banquete. La Eucaristía nació la noche del Jueves Santo en el contexto de la cena pascual. Por tanto, conlleva en su estructura el sentido del convite: «Tomad, comed... Tomó luego una copa y... se la dio diciendo: Bebed de ella todos...» (Mt 26,26.27). Este aspecto expresa muy bien la relación de comunión que Dios quiere establecer con nosotros y que nosotros mismos debemos desarrollar recíprocamente.

Sin embargo, no se puede olvidar que el banquete eucarístico tiene también un sentido profunda y primordialmente sacrificial. En él Cristo nos presenta el sacrificio ofrecido una vez por todas en el Gólgota. Aun estando presente en su condición de resucitado, Él muestra las señales de su pasión, de la cual cada Santa Misa es su «memorial», como nos recuerda la Liturgia con la aclamación después de la consagración: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección...». Al mismo tiempo, mientras actualiza el pasado, la Eucaristía nos proyecta hacia el futuro de la última venida de Cristo, al final de la historia. Este aspecto «escatológico» da al Sacramento eucarístico un dinamismo que abre al camino cristiano el paso a la esperanza.

«Yo estoy con vosotros todos los días» (Mt 28,20)

16. Todos estos aspectos de la Eucaristía confluyen en lo que más pone a prueba nuestra fe: el misterio de la presencia «real». Junto con toda la tradición de la Iglesia, nosotros creemos que bajo las especies eucarísticas está realmente presente Jesús. Una presencia —como explicó muy claramente el Papa Pablo VI— que se llama «real» no por exclusión, como si las otras formas de presencia no fueran reales, sino por antonomasia, porque por medio de ella Cristo se hace sustancialmente presente en la realidad de su cuerpo y de su sangre. Por esto la fe nos pide que, ante la Eucaristía, seamos conscientes de que estamos ante Cristo mismo. Precisamente su presencia da a los diversos aspectos —banquete, memorial de la Pascua, anticipación escatológica— un alcance que va mucho más allá del puro simbolismo. La Eucaristía es misterio de presencia, a través del que se realiza de modo supremo la promesa de Jesús de estar con nosotros hasta el final del mundo.

Celebrar, adorar, contemplar

17. ¡Gran misterio la Eucaristía! Misterio que ante todo debe ser celebrado bien. Es necesario que la Santa Misa sea el centro de la vida cristiana y que en cada comunidad se haga lo posible por celebrarla decorosamente, según las normas establecidas, con la participación del pueblo, la colaboración de los diversos ministros en el ejercicio de las funciones previstas para ellos, y cuidando también el aspecto sacro que debe caracterizar la música litúrgica. Un objetivo concreto de este Año de la Eucaristía podría ser estudiar a fondo en cada comunidad parroquial la Ordenación General del Misal Romano. El modo más adecuado para profundizar en el misterio de la salvación realizada a través de los «signos» es seguir con fidelidad el proceso del año litúrgico. Los Pastores deben dedicarse a la catequesis «mistagógica», tan valorada por los Padres de la Iglesia, la cual ayuda a descubrir el sentido de los gestos y palabras de la Liturgia, orientando a los fieles a pasar de los signos al misterio y a centrar en él toda su vida.

18. Hace falta, en concreto, fomentar, tanto en la celebración de la Misa como en el culto eucarístico fuera de ella, la conciencia viva de la presencia real de Cristo, tratando de testimoniarla con el tono de la voz, con los gestos, los movimientos y todo el modo de comportarse. A este respecto, las normas recuerdan —y yo mismo lo he recordado recientemente— el relieve que se debe dar a los momentos de silencio, tanto en la celebración como en la adoración eucarística. En una palabra, es necesario que la manera de tratar la Eucaristía por parte de los ministros y de los fieles exprese el máximo respeto. La presencia de Jesús en el tabernáculo ha de ser como un polo de atracción para un número cada vez mayor de almas enamoradas de Él, capaces de estar largo tiempo como escuchando su voz y sintiendo los latidos de su corazón. «¡Gustad y ved qué bueno es el Señor¡» (Sal 33 ,9).

La adoración eucarística fuera de la Misa debe ser durante este año un objetivo especial para las comunidades religiosas y parroquiales. Postrémonos largo rato ante Jesús presente en la Eucaristía, reparando con nuestra fe y nuestro amor los descuidos, los olvidos e incluso los ultrajes que nuestro Salvador padece en tantas partes del mundo. Profundicemos nuestra contemplación personal y comunitaria en la adoración, con la ayuda de reflexiones y plegarias centradas siempre en la Palabra de Dios y en la experiencia de tantos místicos antiguos y recientes. El Rosario mismo, considerado en su sentido profundo, bíblico y cristocéntrico, que he recomendado en la Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, puede ser una ayuda adecuada para la contemplación eucarística, hecha según la escuela de María y en su compañía.

Que este año se viva con particular fervor la solemnidad del Corpus Christi con la tradicional procesión. Que la fe en Dios que, encarnándose, se hizo nuestro compañero de viaje, se proclame por doquier y particularmente por nuestras calles y en nuestras casas, como expresión de nuestro amor agradecido y fuente de inagotable bendición.
(San Juan Pablo II, Carta Apostólica Mane Nobiscum Domine, nº 1-3. 11-18)


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Santos Padres: San Agustín - Los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35).

1. Ayer, en la noche, se leyó la resurrección del Salvador según el evangelio de Mateo. Hoy, como habéis oído de boca del lector, se nos ha leído de nuevo, pero según el relato del evangelista Lucas. Frecuentemente hay que advertiros, cosa que no debéis olvidar, que no tiene por qué preocuparos el que un evangelista diga algo que otro pasa por alto, puesto que quien pasa por alto ésa, dice otra que había omitido el primero. Pero hay cosas que sólo las narra un evangelista, callándolas los otros tres; otras las consignan dos, guardando silencio los otros dos; algunas las encontramos en tres de ellos, faltando sólo en uno. Puesto que en los cuatro evangelistas habla un único espíritu, la autoridad del santo evangelio es tan grande que es verdadero hasta lo dicho por uno solo. Lo que acabáis de oír, que el Señor, después de resucitado, encontró de viaje a dos de sus discípulos, charlando sobre lo que había acontecido, y les preguntó: ¿Cuál es el tema de conversación que os ocupa?, etc., sólo lo narra el evangelista Lucas. Marcos lo menciona brevemente al decir que se apareció a dos que iban de viaje, pero pasó por alto tanto lo que ellos dijeron al Señor como lo que el Señor les respondió.

2. ¿Qué nos ofrece esta lectura a nosotros? Algo verdaderamente grande, si la comprendemos. Se les apareció Jesús. Le veían con los ojos, pero no lo reconocían. El maestro caminaba con ellos durante el camino y él mismo era el camino. Aquellos discípulos aún no iban por el camino, pues los halló fuera de él. Estando con ellos antes de la pasión, les había predicho todo: que había de sufrir la pasión, que había de morir y que al tercer día resucitaría. Todo lo había predicho, pero su muerte se lo borró de la memoria.

Cuando lo vieron colgando del madero quedaron tan trastornados que se olvidaron de lo que les había enseñado; no les pasó por la mente la resurrección ni se acordaron de sus promesas. Nosotros, dicen, esperábamos que fuera a redimir a Israel. Lo esperabais, ¡oh discípulos!, ¿es que ya no lo esperáis? Ved que Cristo vive: ¿ha muerto la esperanza en vosotros? Cristo vive ciertamente. Cristo, vivo, encuentra muertos los corazones de los discípulos, a cuyos ojos se apareció y no se apareció. Lo veían y permanecía oculto para ellos. En efecto, si no lo veían, ¿cómo lo oían cuando preguntaba y cómo le respondían? Iba con ellos como compañero de camino y él mismo era el guía. Sin duda, lo veían, pero no lo reconocían. Sus ojos, como escuchamos, estaban enturbiados, lo que les impedía reconocerlo. No estaban turbados para verlo, sino para reconocerlo.

3. Atención, hermanos; ¿dónde quiso que lo reconocieran? En la fracción del pan. No nos queda duda: partimos el pan y reconocemos al Señor. Pensando en nosotros, que no le íbamos a ver en la carne, pero que íbamos a comer su carne, no quiso que lo reconocieran más que allí. La fracción del pan es causa de consuelo para todo fiel, quienquiera que sea; para todo el que lleva el nombre de cristiano, pero no en vano; para todo el que entra a la iglesia, pero con un porqué; para todo el que escucha la palabra de Dios con temor y esperanza.

La ausencia del Señor no es ausencia. Ten fe, y estará contigo aquel a quien no ves. Cuando el Señor hablaba con aquéllos, no tenían ni siquiera fe, puesto que no creían que hubiese resucitado, ni tenían esperanza de que pudiera hacerlo. Habían perdido la fe y la esperanza. Muertos ellos, caminaban con el vivo; los muertos caminaban con la vida misma. La vida caminaba con ellos, pero en sus corazones aún no residía la vida. También tú, pues, si quieres poseer la vida, haz lo que hicieron ellos para reconocer al Señor. Lo recibieron como huésped. El Señor tenía el aspecto de uno que iba lejos, pero lo retuvieron. Cuando llegaron al lugar al que se dirigían, le dijeron: Quédate aquí con nosotros, pues el día ya declina. Dale hospitalidad, si quieres reconocerlo como salvador. La hospitalidad les devolvió aquello de lo que les había privado la incredulidad. Así, pues, el Señor se hizo presente a sí mismo en la fracción del pan. Aprended dónde debéis buscar al Señor, dónde podéis hallarlo y reconocerlo: cuando lo coméis. Los fieles saben algo, gracias a lo cual comprenden esta lectura mejor que los que no lo saben.

4. El señor fue reconocido por aquellos discípulos, y desde ese momento ya no se dejó ver en ningún lado. Se alejó de ellos corporalmente, a la vez que lo tenían consigo mediante la fe. He aquí el motivo por el que nuestro Señor se ausentó de toda Iglesia y subió al cielo: para edificar la fe. Si no conoces más que lo que ves, ¿dónde está la fe? Si, en cambio, crees hasta lo que no ves, cuando lo veas te llenarás de gozo. Se edifica la fe, porque después se recompensará con la visión. Llegará lo que no vemos; llegará, hermanos, llegará.

Atento a cómo vaya a encontrarte. Llegará también el momento por el que preguntan los hombres: « ¿Dónde, cuándo, cómo será?» « ¿Cuándo sucederá eso?» « ¿Cuándo ha de venir?» Ten la seguridad: llegará. Llegará, aunque tú no lo quieras. ¡Ay de los que no lo creyeron! ¡Qué gozo para quienes lo creyeron! ¡Se llenarán de alegría los fieles, y de confusión los infieles! Los fieles dirán: «Te damos gracias, Señor; lo que escuchamos era verdad, verdad lo que creímos, verdad lo que esperamos y verdad lo que ahora vemos.» Los infieles, en cambio, dirán: « ¿Dónde queda el no haber creído? ¿Dónde queda el haber considerado como falsedades lo que leíamos?» Y sucederá que a la confusión se añadirá el tormento, y a la alegría se la recompensará con el premio. En efecto, aquéllos irán al fuego eterno; los justos, en cambio, a la vida eterna.
(SAN AGUSTÍN, Sermones (4º) (t. XXIV), Sermón 235, 1-4, BAC Madrid 1983, 419-22)


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Aplicación: P. José A. Marcone, I.V.E.- Los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35)

Introducción

“Bendito sea el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia nos hizo nacer de nuevo para una esperanza viva a causa de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos” (1Pe 1,3). Esta afirmación de San Pedro expresa bien el contenido y la consecuencia principal del evangelio de hoy, el evangelio de San Lucas que narra el encuentro de Jesús con los discípulos de Emaús. Expresa bien el contenido del evangelio de hoy porque dicho contenido no es otro que el anuncio de la resurrección de Jesucristo. Y expresa bien la consecuencia principal de este evangelio porque los discípulos de Emaús estaban con el semblante triste (skythropoí, Lc 24,17) y pálido, sin esperanza, como muertos de tristeza, y el encuentro con Cristo “los hizo renacer de nuevo para una esperanza viva a causa de la resurrección de Jesucristo”.

Toda la fuerza del evangelio de hoy se encuentra en esta expresión: ‘según las Escrituras’. Jesucristo, ante los discípulos de Emaús, pone mucha insistencia en que su muerte y resurrección estaba revelada y anunciada en el Pentateuco y en los Profetas, en suma, “en todas las Escrituras” (en pásais taîs graphaîs, Lc 24,27). La expresión ‘según las Escrituras’ revela que tanto el sufrimiento y muerte del Mesías como su resurrección sucedieron de acuerdo a un plan previo de Dios y según la voluntad de Dios. Jesucristo logra encender la esperanza en esos rostros apagados porque puede demostrarles que el Mesías ‘según las Escrituras’ debía padecer y debía al tercer día resucitar.

El recurso a la revelación sobrenatural de Dios, es decir, a las Escrituras es el argumento por excelencia para explicar todo el misterio pascual: pasión, muerte y resurrección. A él recurrirán los Apóstoles para dar por absolutamente ciertos todos los acontecimientos pascuales. Dice San Pablo: “Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras (katà tàs graphás); que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras (katà tàs graphás)” (1Cor 15,3-4).

Y aún hoy, para el cristiano, el simple bautizado, el recurso a las Escrituras sigue siendo el argumento de mayor fuerza y lo proclama como una confesión de fe. En efecto, en el Credo Niceno-constantinopolitano, el llamado Credo ‘largo’, decimos: “Padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras”.

La esperanza, entonces, renació en el corazón y el rostro de los discípulos de Emaús porque las Escrituras son eficaces y porque Jesucristo supo cómo explicarlas (dierméneusen, Lc 24,27). Esta esperanza cobró una mayor firmeza y convicción cuando Jesucristo celebró la Eucaristía en la casa de estos discípulos. Entonces, “se les abrieron los ojos y lo reconocieron” (Lc 24,27).

Por lo tanto, los tres puntos principales del evangelio de hoy son los siguientes. Primero, el Mesías, es decir, el Cristo debía padecer ‘según las Escrituras’. Segundo, el Cristo debía resucitar ‘según las Escrituras’. Tercero, al terminar su explicación exegética, ya en casa de los discípulos, Jesús celebró la Eucaristía y esa Eucaristía celebrada les abrió los ojos a los discípulos y lo reconocieron, y creyeron firmemente en la resurrección de Jesucristo.

1. El Cristo debía padecer según las Escrituras

Una de las distorsiones más flagrante y dolosa de la teología farisaica fue haber desconocido que el Mesías era el Siervo Sufriente de Isaías, sobre todo de Isaías capítulo 53. Los fariseos, que corrompieron la revelación divina pública y oficial, amputaron una parte de las Escrituras para poder modelar una figura del Mesías según su propia ideología. Su ambición política y su amor al dinero (cf. Lc 16,14) los había llevado a forjar la imagen de un Mesías plenamente humano, con un horizonte solamente temporal, humanamente exitoso y espectacular. La imagen del Siervo Sufriente de Isaías debía ser suprimida; los fariseos decretaron que no era mesiánica. Sin embargo, dicha profecía pintaba con los rasgos exactos al Mesías doliente y redentor de los pecados. El libro de Isaías es llamado ‘el quinto evangelio’. “Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable (…). Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados” (Is 53,3-4). Nada de esto congeniaba con el concepto de Mesías de los fariseos y por eso lo borraron de un plumazo.

Y ese concepto de Mesías farisaico había cundido por todo el pueblo de Israel. Incluso en caracteres fuertemente religiosos como el de San Pedro: “¡Dios te libre, Señor! De ninguna manera sufrirás mucho de parte de los sacerdotes y los escribas, y de ninguna manera morirás asesinado” (cf. Mt 16,22). Por eso era tan necesario explicar que, ‘según las Escrituras’, el Mesías debía padecer. Para los fariseos y para el pueblo que, necesariamente, seguía su línea teológica, el Mesías, ‘según las Escrituras’, NO debía padecer.

Pero Moisés, Isaías y “todas las Escrituras” dicen otra cosa: “Era maltratado, y no se resistía ni abría su boca; como cordero llevado al matadero. Con violencia e injusticia fue apresado. Fue arrancado de la tierra de los vivos, herido de muerte por los pecados de mi pueblo. Se le preparó una tumba entre los criminales, en su muerte se le juntó con malhechores. El Señor quiso destrozarlo con padecimientos” (Is 53,7-10).

Esto lo repite explícitamente el Catecismo de la Iglesia Católica: “Este designio divino de salvación a través de la muerte del ‘Siervo, el Justo’ (Is 53,11;cf. Hch 3,14) había sido anunciado antes en la Escritura como un misterio de redención universal, es decir, de rescate que libera a los hombres de la esclavitud del pecado (cf. Is 53,11-12). (…) La muerte redentora de Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente (cf. Is 53, 7-8 y Hch 8,32-35). Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente (cf. Mt 20,28). Después de su Resurrección dio esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,25-27), luego a los propios apóstoles (cf. Lc 24,44-45)” (CEC, nº 601).

2. El Cristo debía resucitar ‘según las Escrituras’

Del hecho de negar que el Mesías había venido para salvar al mundo de sus pecados a través del sufrimiento se sigue una consecuencia obvia: no resucitaría. Sin embargo, el mensaje de las Escrituras es completo: el Siervo Doliente sufre por los pecados del mundo, pero resucitará. Incrustado en medio de la narración de los sufrimientos del Mesías, está también el anuncio de su resurrección: “Al darse a sí mismo en expiación, verá descendencia y prolongará sus días, y por él se cumplirá la voluntad del Señor” (Is 53,10).

Los Apóstoles se sirvieron de las Escrituras para anunciar la resurrección de Jesús, para explicar su significado y narrar sus consecuencias y efectos en la vida de la comunidad cristiana. Entre ellos, Pedro el primero. En efecto, el día de Pentecostés, Pedro usará el Sal 16 para demostrar que el Cristo, ‘según las Escrituras’, debía resucitar. Pedro, en la primera lectura de hoy, cita Sal 16,10: “Tú no me entregarás a la muerte ni dejarás que tu fiel amigo vea la corrupción” (Hech 2,27). David, quien compuso dicho salmo, no podía hablar de sí mismo, dado que la tumba de David estaba allí entre ellos. David se refería a Jesús, el Cristo e Hijo de Dios.

San Pablo, en Antioquía de Pisidia, anunciará la resurrección de Jesucristo usando el Salmo 2: “Nosotros os anunciamos la buena nueva de que la promesa hecha a nuestros padres la ha cumplido Dios en nosotros, sus hijos, al resucitar a Jesús, como estaba escrito en el Salmo segundo: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy” (Hech 13,32-33, cf. Sal 2,7).

Y el profeta Oseas lo dice aun con más detalles: “Venid, volvamos a Yahveh, pues él ha desgarrado y él nos curará, él ha herido y él nos vendará. Dentro de dos días nos dará la vida, al tercer día nos hará resurgir y en su presencia viviremos” (Os 6,1-2).

Los judíos deberían haber creído que el Mesías iba a sufrir para expiar los pecados del pueblo, pero también deberían haber creído que iba a resucitar. Estaba escrito.

El cercenar la revelación acerca de los sufrimientos del Mesías los lleva, necesaria y obviamente, a negar la resurrección. Y el negar la resurrección los priva del acceso a la fe en la divinidad de Jesucristo. En efecto, dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “La verdad de la divinidad de Jesús es confirmada por su Resurrección. Él había dicho: ‘Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy’ (Jn 8,28). La Resurrección del Crucificado demostró que verdaderamente, él era ‘Yo Soy’, el Hijo de Dios y Dios mismo” (CEC, nº 653). La resurrección de Jesucristo demuestra que Él es Dios.

3. Todo culmina en la “fracción del pan”

En los discípulos de Emáus hay un cambio notable que es consignado por el mismo texto del evangelio. De tener unos rostros tristes (Lc 24,17) pasan a tener unos corazones llenos del fuego de la consolación (Lc 24,32). Y todo esto a causa de la explicación exegética de Jesús. Pero, sin embargo, la transformación definitiva no se produce sino cuando Jesús ‘parte el pan’. En ese momento, completando la dulzura y el ardor de la consolación de los corazones, sus inteligencias alcanzan la comprensión perfecta del misterio: sus ojos se abren y lo reconocen como el Cristo resucitado (Lc 24,31).

No cabe dudas que esta acción sobre el pan que Jesús hace en casa de los discípulos de Emaús es la celebración de la Eucaristía. El primer argumento para afirmar esto es que los gestos hechos por Jesús en Lc 24,30 con los discípulos de Emaús son exactamente los mismos que hizo cuando consagró por primera vez el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre en la Última Cena, según los tres evangelistas que lo narran (Mt 26,26; Mc 14,22; Lc 22,19). Además de ser exactamente los mismos gestos, están narrados en el mismo orden y usando los mismos términos griegos. Esos gestos son: 1. Tomar el pan; 2. Bendecir*1; 3. Partir el pan; 4. Dar el pan*2.

El segundo argumento es que la expresión ‘partir el pan’ es explícitamente usada por San Pablo para expresar la consagración del Cuerpo y Sangre de Cristo dentro de la celebración eucarística, sin que pueda caber la menor duda: “El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos (klômen), ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?” (1Cor 10,16). Éste argumento se ve fortalecido porque en, al menos, tres lugares más del NT se usa la expresión verbal ‘partir el pan’ (klân tón árton) refiriéndose, sin ninguna duda, a la celebración de la Eucaristía. Esos lugares son: Hech 2,46; Hech 20,7 y Hech 20,11 *3.

El tercer argumento es que el verbo kláo da origen a un sustantivo (klásis) que expresa la acción de partir o fraccionar y que puede traducirse por ‘partición’ o, mejor, ‘fracción’. Pues bien, la frase ‘fracción del pan’ (klásis toû ártou) expresará, sin lugar a dudas, la Eucaristía. Hasta tal punto esto es verdad que ‘la fracción del pan’ se convertirá en una de las cuatro columnas esenciales de la Iglesia, tal como lo narra San Lucas en los Hechos de los Apóstoles: el magisterio de la Iglesia, la vida fraterna en común, la Eucaristía y la oración litúrgica: “Perseveraban asiduamente en la doctrina de los apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan (klásis toû ártou) y en las oraciones” (Hech 2,42)*4. La Eucaristía entra dentro de la definición de Iglesia.

Con exactamente estas mismas palabras se expresarán los discípulos de Emaús cuando relaten a los demás discípulos su encuentro con Jesús: “Ellos, por su parte, contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido en la fracción del pan (klásis toû ártou)” (Lc 24,35).

San Juan Pablo II confirma que la acción que Jesús hizo sobre el pan en casa de los discípulos de Emaús es la celebración de la Eucaristía. Dice el Papa Magno: “En el camino de nuestras dudas e inquietudes, y a veces de nuestras amargas desilusiones, el divino Caminante sigue haciéndose nuestro compañero para introducirnos, con la interpretación de las Escrituras, en la comprensión de los misterios de Dios. Cuando el encuentro llega a su plenitud, a la luz de la Palabra se añade la que brota del «Pan de vida», con el cual Cristo cumple a la perfección su promesa de «estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo» (cf. Mt 28,20).

“La «fracción del pan» —como al principio se llamaba a la Eucaristía— ha estado siempre en el centro de la vida de la Iglesia. Por ella, Cristo hace presente a lo largo de los siglos el misterio de su muerte y resurrección. En ella se le recibe a Él en persona, como «pan vivo que ha bajado del cielo» (Jn 6,51), y con Él se nos da la prenda de la vida eterna, merced a la cual se pregusta el banquete eterno en la Jerusalén celeste”*5.

La expresión verbal ‘partir el pan’ y el sustantivo ‘fracción del pan’ son un nombre apropiadísimo de la Eucaristía porque expresan de manera inmejorable lo esencial de la Eucaristía, es decir, el hecho de que se trata del mismo Sacrificio de Cristo. El pan partido es el cuerpo de Cristo roto por sus padecimientos y por su muerte. El pan fraccionado es el pan que se rompe para ser comido por los demás, como Cristo que muere para dar vida a otros. Se trata de la misma lógica del trigo que debe morir para germinar y dar fruto.

En las reacciones de los discípulos de Emaús vemos cómo hay un movimiento circulatorio o una retroalimentación entre Escrituras y Eucaristía. La explicación de las Escrituras nos conduce a la participación del Sacrificio de Cristo. Pero al mismo tiempo, la Eucaristía nos abre los ojos para que nuestras inteligencias vean y crean que, ‘según las Escrituras’, el Cristo debía padecer y resucitar. La Eucaristía abre los ojos para reconocer a Jesús resucitado (Lc 24,31) y abre las inteligencias para comprender las Escrituras (Lc 24,45).

De esta manera queda en evidencia que la comprensión de las Escrituras es un don que no depende solamente de la lectura y del esfuerzo personal por penetrar en ellas. La comprensión plena de las Escrituras solamente la alcanza aquel que entra en comunión personal con el Sacrificio de Cristo y se une íntimamente a Cristo comulgando su Cuerpo sacramental*6.

Conclusión

Dentro de algunos momentos nosotros vamos a ‘partir el pan’, vamos a actualizar el mismo sacrificio que Cristo hizo sobre la cruz, pero ahora sobre el altar, es decir, de manera sacramental. En esta Santa Misa que estamos celebrando se repite el mismo dinamismo que vemos en el encuentro de los discípulos de Emaús con Jesús. Hemos leído la Escritura, nuestros corazones ardieron al escuchar que el Cristo resucitó ‘según las Escrituras’. Y en seguida Jesús nos partirá el pan para que se abran nuestros ojos y nuestras inteligencias y lleguemos a una comprensión plena, profunda y personal de Cristo resucitado.

Sin la participación en la Santa Misa dominical, que incluye el ofrecimiento de nuestra persona a Dios y la comunión del Cuerpo de Cristo, nunca llegaremos a ese objetivo tan anhelado de conocer y comprender las Escrituras. Por el contrario, aquel que persevera en ‘la fracción del pan’, como lo hacían los primeros cristianos (cf. Hech 2,42), poco a poco va penetrando en la revelación de Dios y en el conocimiento de Cristo, y va teniendo una mayor inteligencia de los misterios cristianos.

Pidámosle esa gracia a María Santísima.


*1- En Lc 24,30 y en la narración de la institución de la Eucaristía de Mt y Mc se usa el verbo eulogéo. En la narración de la institución de la Eucaristía en Lc se usa el verbo eujaristéo.

*2- Exactamente los mismos gestos, en el mismo orden y con los mismos verbos en Mt 14,19, donde se narra la multiplicación de los panes. Esto indica que el milagro de la multiplicación de los panes está ordenado a figurar la Eucaristía. Esto se ve con evidencia en Jn 6, donde al milagro de la multiplicación de los panes sigue el Discurso del Pan de Vida.

*3- Cf. Cipriani, S., Eucaristía, en Nuevo Diccionario de Teología Bíblica, Ediciones Paulinas, Madrid, 1990, p. 579.

*4- Respecto a esto dice Benedicto XVI: “En los Hechos de los Apóstoles, San Lucas nos da una especie de definición de la Iglesia, entre cuyos elementos constitutivos enumera la adhesión a la ‘enseñanza de los Apóstoles’, a la ‘comunión’ (koinonia), a la ‘fracción del pan’ y a la ‘oración’ (cf. Hch 2,42).” (Benedicto XVI, Deus Caritas est, nº 20).

*5- San Juan Pablo II, Carta Apostólica Mane Nobiscum Domine, año 2004, nº 2-3. Dice también el Papa santo: “Es significativo que los dos discípulos de Emaús, oportunamente preparados por las palabras del Señor, lo reconocieran mientras estaban a la mesa en el gesto sencillo de la «fracción del pan». Una vez que las mentes están iluminadas y los corazones enfervorizados, los signos «hablan». La Eucaristía se desarrolla por entero en el contexto dinámico de signos que llevan consigo un mensaje denso y luminoso. A través de los signos, el misterio se abre de alguna manera a los ojos del creyente” (San Juan Pablo II, ídem, nº 14).

Y el Catecismo de la Iglesia Católica dice: “Liturgia de la Palabra y Liturgia eucarística constituyen juntas un solo acto de culto’ (SC 56); en efecto, la mesa preparada para nosotros en la Eucaristía es a la vez la de la Palabra de Dios y la del Cuerpo del Señor (cf. DV 21). He aquí el mismo dinamismo del banquete pascual de Jesús resucitado con sus discípulos: en el camino les explicaba las Escrituras, luego, sentándose a la mesa con ellos, ‘tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio’ (cf Lc 24,13-35)” (CEC, nº 1346-1347).

Y un buen exégeta piensa lo mismo: “Retengamos como lección de este pasaje evangélico de Lc 24,13-35: En el Sacramento de la «Fracción del Pan» se iluminan nuestros ojos y se vigoriza nuestro corazón. Es el Sacramento «viático» de los peregrinos”. (Solé – Roma, J. M., Ministros de la Palabra, Ciclo A, Herder, Barcelona, 1979, p. 116).

Si nos pareciera extraño que Jesucristo celebrara la Eucaristía en el contexto de una cena normal, recordemos que ése fue el modo en que se celebró la Eucaristía en la primera Iglesia. Esta verdad está atestiguada en 1Cor 11,20-30, donde S. Pablo corrige los abusos que provenían del hecho de dar más importancia a los manjares que a la recepción digna del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Sólo con el correr de los siglos la Iglesia ordenó los ritos de la Santa Misa tal como los tenemos ahora (cf. Jungmann, J., El Sacrificio de la Misa. Tratado histórico – litúrgico, BAC, Madrid, 19634, parágrafo 10, p. 31).

*6- Respecto a esto dice Benedicto XVI: “El relato de Lucas sobre los discípulos de Emaús nos permite una reflexión ulterior sobre la unión entre la escucha de la Palabra y el partir el pan (cf. Lc 24,13-35). Jesús salió a su encuentro el día siguiente al sábado, escuchó las manifestaciones de su esperanza decepcionada y, haciéndose su compañero de camino, «les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura» (24,27). Junto con este caminante que se muestra tan inesperadamente familiar a sus vidas, los dos discípulos comienzan a mirar de un modo nuevo las Escrituras. Lo que había ocurrido en aquellos días ya no aparece como un fracaso, sino como cumplimiento y nuevo comienzo. Sin embargo, tampoco estas palabras les parecen aún suficientes a los dos discípulos. El Evangelio de Lucas nos dice que sólo cuando Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, «se les abrieron los ojos y lo reconocieron» (24,31), mientras que antes «sus ojos no eran capaces de reconocerlo» (24,16).

La presencia de Jesús, primero con las palabras y después con el gesto de partir el pan, hizo posible que los discípulos lo reconocieran, y que pudieran revivir de un modo nuevo lo que antes habían experimentado con él: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» (24,32).

“Estos relatos muestran cómo la Escritura misma ayuda a percibir su unión indisoluble con la Eucaristía. «Conviene, por tanto, tener siempre en cuenta que la Palabra de Dios leída y anunciada por la Iglesia en la liturgia conduce, por decirlo así, al sacrificio de la alianza y al banquete de la gracia, es decir, a la Eucaristía, como a su fin propio». Palabra y Eucaristía se pertenecen tan íntimamente que no se puede comprender la una sin la otra: la Palabra de Dios se hace sacramentalmente carne en el acontecimiento eucarístico. La Eucaristía nos ayuda a entender la Sagrada Escritura, así como la Sagrada Escritura, a su vez, ilumina y explica el misterio eucarístico. En efecto, sin el reconocimiento de la presencia real del Señor en la Eucaristía, la comprensión de la Escritura queda incompleta” (Benedicto XVI, Exhortación Apostólica Post-Sinodal Verbum Domini, año 2010, nº 54-55).

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Aplicación: S.S. Francisco p.p. - El camino de Emaús se convierte en símbolo de nuestro camino de fe

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo, que es el tercer domingo de Pascua, es el de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35). Estos eran dos discípulos de Jesús, los cuales, tras su muerte y pasado el sábado, dejan Jerusalén y regresan, tristes y abatidos, hacia su aldea, llamada precisamente Emaús. A lo largo del camino Jesús resucitado se les acercó, pero ellos no lo reconocieron. Viéndoles así tristes, les ayudó primero a comprender que la pasión y la muerte del Mesías estaban previstas en el designio de Dios y anunciadas en las Sagradas Escrituras; y así vuelve a encender un fuego de esperanza en sus corazones.

Entonces, los dos discípulos percibieron una extraordinaria atracción hacia ese hombre misterioso, y lo invitaron a permanecer con ellos esa tarde. Jesús aceptó y entró con ellos en la casa. Y cuando, estando en la mesa, bendijo el pan y lo partió, ellos lo reconocieron, pero Él desapareció de su vista, dejándolos llenos de estupor. Tras ser iluminados por la Palabra, habían reconocido a Jesús resucitado al partir el pan, nuevo signo de su presencia. E inmediatamente sintieron la necesidad de regresar a Jerusalén, para referir a los demás discípulos esta experiencia, que habían encontrado a Jesús vivo y lo habían reconocido en ese gesto de la fracción del pan.

El camino de Emaús se convierte así en símbolo de nuestro camino de fe: las Escrituras y la Eucaristía son los elementos indispensables para el encuentro con el Señor. También nosotros llegamos a menudo a la misa dominical con nuestras preocupaciones, nuestras dificultades y desilusiones... La vida a veces nos hiere y nos marchamos tristes, hacia nuestro «Emaús», dando la espalda al proyecto de Dios. Nos alejamos de Dios. Pero nos acoge la Liturgia de la Palabra: Jesús nos explica las Escrituras y vuelve a encender en nuestros corazones el calor de la fe y de la esperanza, y en la Comunión nos da fuerza.

Palabra de Dios, Eucaristía. Leer cada día un pasaje del Evangelio. Recordadlo bien: leer cada día un pasaje del Evangelio, y los domingos ir a recibir la comunión, recibir a Jesús. Así sucedió con los discípulos de Emaús: acogieron la Palabra; compartieron la fracción del pan, y, de tristes y derrotados como se sentían, pasaron a estar alegres. Siempre, queridos hermanos y hermanas, la Palabra de Dios y la Eucaristía nos llenan de alegría. Recordadlo bien. Cuando estés triste, toma la Palabra de Dios. Cuando estés decaído, toma la Palabra de Dios y ve a la misa del domingo a recibir la comunión, a participar del misterio de Jesús. Palabra de Dios, Eucaristía: nos llenan de alegría.

Por intercesión de María santísima, recemos a fin de que cada cristiano, reviviendo la experiencia de los discípulos de Emaús, especialmente en la misa dominical, redescubra la gracia del encuentro transformador con el Señor, con el Señor resucitado, que está siempre con nosotros. Siempre hay una Palabra de Dios que nos da la orientación después de nuestras dispersiones; y a través de nuestros cansancios y decepciones hay siempre un Pan partido que nos hace ir adelante en el camino.
(Regina Caeli, 4 de mayo de 2014)

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Aplicación: San Juan Pablo II - y lo reconocieron

“Tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se le abrieron los ojos y lo reconocieron” (Lc 24,30-31).

Acabamos de escuchar estas palabras del evangelio de san Lucas, que narran el encuentro de Jesús con dos de sus discípulos en camino hacia la aldea de Emaús, el mismo día de su resurrección. Ese encuentro inesperado alegra el corazón de los dos viandantes desconsolados, y les devuelve la esperanza. El evangelio dice que, después de reconocerlo, “al momento se volvieron a Jerusalén” (Lc 24,33). Sentían necesidad de comunicar a los Apóstoles “lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan” (Lc 24,35).

Del encuentro personal con Jesús brota, en el corazón de los creyentes, el deseo de dar testimonio de Él. (…). Escucharon las palabras de Jesús y cultivaron su compañía, sintiendo arder su corazón en el pecho. ¡Qué fascinación tan indescriptible ejerce la presencia misteriosa del Señor en los que le acogen! Es la experiencia de los santos. Es la misma experiencia espiritual que podemos hacer nosotros, peregrinos por los caminos del mundo hacia la patria celestial. El Resucitado también sale a nuestro encuentro con su palabra, revelándonos su amor infinito en el sacramento del Pan eucarístico, partido por la salvación de toda la humanidad. Que los ojos de nuestro espíritu se abran a su verdad y a su amor…

”Dios resucitó a este Jesús, y todos nosotros somos testigos” (Hch 2,32).

“Todos nosotros somos testigos”: el que habla es Pedro, en nombre de los Apóstoles. En su voz reconocemos la de los innumerables discípulos, que a lo largo de los siglos han hecho de su vida un testimonio del Señor muerto y resucitado… Estamos invitados a dar el máximo relieve a la virtud de la caridad… Al ideal evangélico de la caridad hacia el prójimo, especialmente hacia los humildes, los enfermos y los abandonados… El amor a Jesús exige el servicio generoso a los hermanos. En efecto, en su rostro, especialmente en el de los más necesitados, resplandece el rostro de Cristo.

En la primera carta de san Pedro, que acabamos de escuchar, leemos que fuimos rescatados “no con bienes efímeros, con oro o plata, sino a precio de la sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha” (1 Pe 1,19). La certeza del valor infinito de la sangre de Cristo, derramada por nosotros, induce a responder al amor de Dios con un amor igualmente generoso e incondicional, manifestado mediante el servicio humilde y fiel a los “queridos pobres”.

“Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída” (Lc 24,29). Los dos viandantes, cansados, pidieron a Jesús que se quedara con ellos en su casa para compartir su mesa.

Quédate con nosotros, Señor resucitado. Ésta es también nuestra aspiración diaria. Si tú te quedas con nosotros, nuestro corazón está en paz.

Acompáñanos, como hiciste con los discípulos de Emaús, en nuestro camino personal y eclesial.

Ábrenos los ojos, para que sepamos reconocer los signos de tu presencia inefable.

Haz que seamos dóciles a las inspiraciones de tu Espíritu. Aliméntanos todos los días con tu Cuerpo y tu Sangre, pues así sabremos reconocerte y te serviremos en nuestros hermanos.

María, Reina de los santos, ayúdanos a poner en Dios nuestra fe y nuestra esperanza (cf. 1 Pe 1,21).
(Homilía en la Misa de canonización, 18 de abril de 1999)

 
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Aplicación: Benedicto XVI - Nosotros esperábamos

Queridos hermanos y hermanas:
El evangelio de este domingo —el tercero de Pascua— es el célebre relato llamado de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35). En él se nos habla de dos seguidores de Cristo que, el día siguiente al sábado, es decir, el tercero desde su muerte, tristes y abatidos dejaron Jerusalén para dirigirse a una aldea poco distante, llamada precisamente Emaús. A lo largo del camino, se les unió Jesús resucitado, pero ellos no lo reconocieron. Sintiéndolos desconsolados, les explicó, basándose en las Escrituras, que el Mesías debía padecer y morir para entrar en su gloria. Después, entró con ellos en casa, se sentó a la mesa, bendijo el pan y lo partió. En ese momento lo reconocieron, pero él desapareció de su vista, dejándolos asombrados ante aquel pan partido, nuevo signo de su presencia. Los dos volvieron inmediatamente a Jerusalén y contaron a los demás discípulos lo que había sucedido.

La localidad de Emaús no ha sido identificada con certeza. Hay diversas hipótesis, y esto es sugestivo, porque nos permite pensar que Emaús representa en realidad todos los lugares: el camino que lleva a Emaús es el camino de todo cristiano, más aún, de todo hombre. En nuestros caminos Jesús resucitado se hace compañero de viaje para reavivar en nuestro corazón el calor de la fe y de la esperanza y partir el pan de la vida eterna.

En la conversación de los discípulos con el peregrino desconocido impresiona la expresión que el evangelista san Lucas pone en los labios de uno de ellos: «Nosotros esperábamos...» (Lc 24, 21). Este verbo en pasado lo dice todo: Hemos creído, hemos seguido, hemos esperado..., pero ahora todo ha terminado. También Jesús de Nazaret, que se había manifestado como un profeta poderoso en obras y palabras, ha fracasado, y nosotros estamos decepcionados.

Este drama de los discípulos de Emaús es como un espejo de la situación de muchos cristianos de nuestro tiempo. Al parecer, la esperanza de la fe ha fracasado. La fe misma entra en crisis a causa de experiencias negativas que nos llevan a sentirnos abandonados por el Señor. Pero este camino hacia Emaús, por el que avanzamos, puede llegar a ser el camino de una purificación y maduración de nuestra fe en Dios.

También hoy podemos entrar en diálogo con Jesús escuchando su palabra. También hoy, él parte el pan para nosotros y se entrega a sí mismo como nuestro pan. Así, el encuentro con Cristo resucitado, que es posible también hoy, nos da una fe más profunda y auténtica, templada, por decirlo así, por el fuego del acontecimiento pascual; una fe sólida, porque no se alimenta de ideas humanas, sino de la palabra de Dios y de su presencia real en la Eucaristía.

Este estupendo texto evangélico contiene ya la estructura de la santa misa: en la primera parte, la escucha de la Palabra a través de las sagradas Escrituras; en la segunda, la liturgia eucarística y la comunión con Cristo presente en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. La Iglesia, alimentándose en esta doble mesa, se edifica incesantemente y se renueva día tras día en la fe, en la esperanza y en la caridad. Por intercesión de María santísima, oremos para que todo cristiano y toda comunidad, reviviendo la experiencia de los discípulos de Emaús, redescubra la gracia del encuentro transformador con el Señor resucitado.
(Regina Caeli, 6 de abril de 2008)

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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Los discípulos de Emáus, Lc 24, 13-35

“Y les dijo: ¡oh hombres sin inteligencia y tardos de corazón para creer!”*1.
“Se les abrieron los ojos y le reconocieron”*2.

En estos dos versículos aparecen tres elementos esenciales de la fe. La fe es el fin que busca Lucas al escribir este Evangelio. Quiere suscitar en sus lectores la fe en la resurrección de Cristo.

“Creer es un acto de entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia”, dice Santo Tomás de Aquino*3.

Los de Emaús no creían porque no conocían las Escrituras “hombres sin inteligencia” y tenían debilitada la voluntad por la tristeza. Es la gracia de Dios, finalmente, la que les abrirá los ojos para reconocer a Cristo resucitado, para creer en Él.

“Tardos de corazón”. A pesar de haber recibido testimonios de otras personas*4 no creen.

“Sin inteligencia” porque además de desconocer las Escrituras*5 no habían meditado en ellas, es decir les faltó inteligencia de la fe.

La fe es una gracia. Es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él. “Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad”*6.

La fe y la inteligencia

El motivo de creer no radica en el hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles a la luz de nuestra razón natural. Creemos a causa de la autoridad de Dios mismo que revela y que no puede engañarse ni engañarnos. “Sin embargo, para que el homenaje de nuestra fe fuese conforme a la razón, Dios ha querido que los auxilios interiores del Espíritu Santo vayan acompañados de las pruebas exteriores de su revelación”*7. Son los motivos de credibilidad… En éste caso los discípulos tuvieron un sentimiento de ardor en el corazón y también gestos majestuosos de parte de su acompañante, la fracción del pan y luego el milagro de la desaparición que fue un hecho sobrenatural para ellos aunque no milagroso en cuanto al cuerpo de Cristo que poseía la dote de agilidad espiritual. Estos tres elementos se suman y producen una conmoción intelecto afectiva en los discípulos que movidos por la gracia de Dios reconocen a Jesús*8. Los motivos muestran que el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu*9.

La fe trata de comprender*10

Es inherente a la fe que el creyente desee conocer mejor a aquel en quien ha puesto su fe y comprender mejor lo que le ha sido revelado; un conocimiento más penetrante suscitará a su vez una mayor fe, cada vez más encendida de amor: “¿no estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”*11. La gracia de la fe abre “los ojos del corazón”*12 para una inteligencia viva de los contenidos de la Revelación, es decir, el conjunto del designio de Dios y de los misterios de la fe, de su conexión entre sí y con Cristo, centro del misterio revelado. Ahora bien para que la inteligencia de la Revelación sea más profunda el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones*13: “Se les abrieron los ojos y le reconocieron”*14.

La actividad intelectual natural precede, acompaña y sigue al acto de fe […] lo que es objeto de fe no puede al mismo tiempo y con el mismo título ser objeto de la ciencia; lo que es objeto de la ciencia no puede al mismo tiempo y con el mismo título ser objeto de la fe: “le reconocieron, pero él desapareció de su lado”*15, volvieron a Jerusalén y contaron lo que les había pasado confirmando a los demás en la fe en la resurrección.

Creo para comprender

La fe agudiza la mirada interior abriendo la mente para que descubra, en el sucederse de los acontecimientos, la presencia operante de la Providencia […] Jesús se hizo un compañero de camino. Es Jesucristo el que ha redimido la razón de su debilidad a la cual fue sometida por nuestros primeros padres. “Yo soy la luz del mundo”*16

Entiendo para creer

El hombre busca la verdad con la ayuda de su razón pero también puede encontrarla mediante el abandono confiado en otras personas y especialmente el abandono confiado en Jesús “habéis sido enseñados conforme a la verdad de Jesús”*17. Él es la Palabra Eterna, en quien todo ha sido creado y a la vez es la Palabra encarnada que en toda su persona revela al Padre. Lo que la razón humana busca puede encontrarlo por medio de Cristo porque Él revela la verdad plena*18 de todo ser.


*1- v. 25
*2- v. 31
*3- II-II, 2, 9
*4- v., 24. Probablemente Pedro, Juan, las mujeres. Cf. Jn 20, 3-10
*5- Quizá las conocieran pero sin penetrar en ellas.
*6- Concilio Vaticano II, Constituciones. Decretos. Declaraciones. Legislación posconciliar. Constitución Apostólica Dei Verbum, 5 (D.V. 5)…, 162-3
*7- Concilio Vaticano I, De la fe, c. 3. Dz 1789
*8- v. 31
*9- Cf. C. V. I, De la fe, c. 3. Dz 1791
*10- San Anselmo. C. Ig. Cat. nº 158
*11- v. 32
*12- Cf. Ef 1, 18
*13- Cf. D.V. 5
*14- v. 31
*15- Ibíd.
*16- Jn 8, 12
*17- Ef 4, 21; Cf. Col 1, 15-20
*18- Cf. Jn 1, 14

(cortesía ieveargentina.org)

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