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Solemnidad de la Ascensión del Señor (Ciclo A) - Comentarios de Sabios y Santos: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa

 

A su disposición

Directorio Homilético: Solemnidad de la Ascensión del Señor

 Exégesis: J. Kurzinger - La ascensión (Hech.1,9-11)

Santos Padres: San Agustín - La ascensión del Señor

Aplicación: P. José A. Marcone, I.V.E. - Jesús asume la plena potestad regia (Mt 28,16-20)

Aplicación: S.S. Francisco p.p. - La ascensión no es una separación

Aplicación: San Juan Pablo II - La gloria que el Padre recibe del Hijo

Aplicación: Benedicto XVI - La importancia del regreso al Padre

Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - La Ascensión del Señor Mt 28, 16-20

 

 

 

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La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

Comentarios  a Las Lecturas del Domingo

 

Directorio Homilético: Solemnidad de la Ascensión del Señor

CEC 659-672, 697, 792, 965, 2795: la Ascensión

Artículo 6 “JESUCRISTO SUBIO A LOS CIELOS, Y ESTA SENTADO A LA DERECHA DE DIOS, PADRE TODOPODEROSO”

659 "Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al Cielo y se sentó a la diestra de Dios" (Mc 16, 19). El Cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su cuerpo disfruta para siempre (cf.Lc 24, 31; Jn 20, 19. 26). Pero durante los cuarenta días en los que él come y bebe familiarmente con sus discípulos (cf. Hch 10, 41) y les instruye sobre el Reino (cf. Hch 1, 3), su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria (cf. Mc 16,12; Lc 24, 15; Jn 20, 14-15; 21, 4). La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube (cf. Hch 1, 9; cf. también Lc 9, 34-35; Ex 13, 22) y por el cielo (cf. Lc 24, 51) donde él se sienta para siempre a la derecha de Dios (cf. Mc 16, 19; Hch 2, 33; 7, 56; cf. también Sal 110, 1). Sólo de manera completamente excepcional y única, se muestra a Pablo "como un abortivo" (1 Co 15, 8) en una última aparición que constituye a éste en apóstol (cf. 1 Co 9, 1; Ga 1, 16).

660 El carácter velado de la gloria del Resucitado durante este tiempo se transparenta en sus palabras misteriosas a María Magdalena: "Todavía no he subido al Padre. Vete donde los hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios" (Jn 20, 17). Esto indica una diferencia de manifestación entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la derecha del Padre. El acontecimiento a la vez histórico y transcendente de la Ascensión marca la transición de una a otra.

661 Esta última etapa permanece estrechamente unida a la primera es decir, a la bajada desde el cielo realizada en la Encarnación. Solo el que "salió del Padre" puede "volver al Padre": Cristo (cf. Jn 16,28). "Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre" (Jn 3, 13; cf, Ef 4, 8-10). Dejada a sus fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la "Casa del Padre" (Jn 14, 2), a la vida y a la felicidad de Dios. Solo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, "ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino" (MR, Prefacio de la Ascensión).

662 "Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí"(Jn 12, 32). La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su comienzo. Jesucristo, el único Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, no "penetró en un Santuario hecho por mano de hombre, ... sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro" (Hb 9, 24). En el cielo, Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio. "De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor"(Hb 7, 25). Como "Sumo Sacerdote de los bienes futuros"(Hb 9, 11), es el centro y el oficiante principal de la liturgia que honra al Padre en los cielos (cf. Ap 4, 6-11).

663 Cristo, desde entonces, está sentado a la derecha del Padre: "Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada" (San Juan Damasceno, f.o. 4, 2; PG 94, 1104C).

664 Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: "A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás" (Dn 7, 14). A partir de este momento, los apóstoles se convirtieron en los testigos del "Reino que no tendrá fin" (Símbolo de Nicea-Constantinopla).


RESUMEN

665 La ascensión de Jesucristo marca la entrada definitiva de la humanidad de Jesús en el dominio celeste de Dios de donde ha de volver (cf. Hch 1, 11), aunque mientras tanto lo esconde a los ojos de los hombres (cf. Col 3, 3).

666 Jesucristo, cabeza de la Iglesia, nos precede en el Reino glorioso del Padre para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con él eternamente.

667 Jesucristo, habiendo entrado una vez por todas en el santuario del cielo, intercede sin cesar por nosotros como el mediador que nos asegura permanentemente la efusión del Espíritu Santo.

Artículo 7 “DESDE ALLI HA DE VENIR A JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS”

I VOLVERÁ EN GLORIA

Cristo reina ya mediante la Iglesia ...

668 "Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos" (Rm 14, 9). La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: Posee todo poder en los cielos y en la tierra. El está "por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación" porque el Padre "bajo sus pies sometió todas las cosas"(Ef 1, 20-22). Cristo es el Señor del cosmos (cf. Ef 4, 10; 1 Co 15, 24. 27-28) y de la historia. En él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación (Ef 1, 10), su cumplimiento transcendente.

669 Como Señor, Cristo es también la cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo (cf. Ef 1, 22). Elevado al cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en la tierra en su Iglesia. La Redención es la fuente de la autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia (cf. Ef 4, 11-13). "La Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio", "constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra" (LG 3;5).

670 Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. Estamos ya en la "última hora" (1 Jn 2, 18; cf. 1 P 4, 7). "El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable e incluso de alguna manera real está ya por anticipado en este mundo. La Iglesia, en efecto, ya en la tierra, se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta" (LG 48). El Reino de Cristo manifiesta ya su presencia por los signos milagrosos (cf. Mc 16, 17-18) que acompañan a su anuncio por la Iglesia (cf. Mc 16, 20).


... esperando que todo le sea sometido

671 El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado "con gran poder y gloria" (Lc 21, 27; cf. Mt 25, 31) con el advenimiento del Rey a la tierra. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal (cf. 2 Te 2, 7) a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido (cf. 1 Co 15, 28), y "mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios" (LG 48). Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía (cf. 1 Co 11, 26), que se apresure el retorno de Cristo (cf. 2 P 3, 11-12) cuando suplican: "Ven, Señor Jesús" (cf.1 Co 16, 22; Ap 22, 17-20).

672 Cristo afirmó antes de su Ascensión que aún no era la hora del establecimiento glorioso del Reino mesiánico esperado por Israel (cf. Hch 1, 6-7) que, según los profetas (cf. Is 11, 1-9), debía traer a todos los hombres el orden definitivo de la justicia, del amor y de la paz. El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio (cf Hch 1, 8), pero es también un tiempo marcado todavía por la "tristeza" (1 Co 7, 26) y la prueba del mal (cf. Ef 5, 16) que afecta también a la Iglesia(cf. 1 P 4, 17) e inaugura los combates de los últimos días (1 Jn 2, 18; 4, 3; 1 Tm 4, 1). Es un tiempo de espera y de vigilia (cf. Mt 25, 1-13; Mc 13, 33-37).

Los símbolos del Espíritu Santo

697 La nube y la luz. Estos dos símbolos son inseparables en las manifestaciones del Espíritu Santo. Desde las teofanías del Antiguo Testamento, la Nube, unas veces oscura, otras luminosa, revela al Dios vivo y salvador, tendiendo así un velo sobre la transcendencia de su Gloria: con Moisés en la montaña del Sinaí (cf. Ex 24, 15-18), en la Tienda de Reunión (cf. Ex 33, 9-10) y durante la marcha por el desierto (cf. Ex 40, 36-38; 1 Co 10, 1-2); con Salomón en la dedicación del Templo (cf. 1 R 8, 10-12). Pues bien, estas figuras son cumplidas por Cristo en el Espíritu Santo. El es quien desciende sobre la Virgen María y la cubre "con su sombra" para que ella conciba y dé a luz a Jesús (Lc 1, 35). En la montaña de la Transfiguración es El quien "vino en una nube y cubrió con su sombra" a Jesús, a Moisés y a Elías, a Pedro, Santiago y Juan, y "se oyó una voz desde la nube que decía: Este es mi Hijo, mi Elegido, escuchadle" (Lc 9, 34-35). Es, finalmente, la misma nube la que "ocultó a Jesús a los ojos" de los discípulos el día de la Ascensión (Hch 1, 9), y la que lo revelará como Hijo del hombre en su Gloria el Día de su Advenimiento (cf. Lc 21, 27).

965 Después de la Ascensión de su Hijo, María "estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con sus oraciones" (LG 69). Reunida con los apóstoles y algunas mujeres, "María pedía con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto con su sombra" (LG 59).

2795 El símbolo del cielo nos remite al misterio de la Alianza que vivimos cuando oramos al Padre. El está en el cielo, es su morada, la Casa del Padre es por tanto nuestra "patria". De la patria de la Alianza el pecado nos ha desterrado (cf Gn 3) y hacia el Padre, hacia el cielo, la conversión del corazón nos hace volver (cf Jr 3, 19-4, 1a; Lc 15, 18. 21). En Cristo se han reconciliado el cielo y la tierra (cf Is 45, 8; Sal 85, 12), porque el Hijo "ha bajado del cielo", solo, y nos hace subir allí con él, por medio de su Cruz, su Resurrección y su Ascensión (cf Jn 12, 32; 14, 2-3; 16, 28; 20, 17; Ef 4, 9-10; Hb 1, 3; 2, 13).


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Exégesis: J. Kurzinger - La ascensión (Hech.1,9-11)

9 Dicho esto y viéndole ellos, se elevó, y una nube le ocultó a sus ojos. 10 Mientras estaban mirando al cielo, fija la vista en El, que se iba, dos varones con hábitos blancos se les pusieron delante, 11 y les dijeron: Varones galileos, ¿qué estáis mirando al cielo? Ese Jesús que ha sido llevado de entre vosotros al cielo vendrá así, como le habéis visto ir al cielo.

Narra aquí San Lucas, con preciosos detalles, el hecho trascendental de la ascensión de Jesús al cielo. Ya lo había narrado también en su evangelio, aunque más concisamente (cf. Luc_24:50-52). Lo mismo hizo San Marcos (Mar_16:19). San Mateo y San Juan lo dan por supuesto, aunque explícitamente nada dicen (cf. Mat_28:16-20; Jua_21:25).

Parece que la acción fue más bien lenta, pues los apóstoles están mirando al cielo mientras “se iba.” Evidentemente, se trata de una descripción según las apariencias físicas, sin intención alguna de orden científico-astronómico. Es el cielo atmosférico, que puede contemplar cualquier espectador, y está fuera de propósito querer ver ahí alusión a alguno de los cielos de la cosmografía hebrea o de la cosmografía helenística (cf. 2Co_12:2). Los dos personajes “con hábitos blancos” son dos ángeles en forma humana, igual que los que aparecieron a las mujeres junto al sepulcro vacío de Jesús (Luc_24:4; Jua_20:12).

En cuanto a la nube, ya en el Antiguo Testamento una nube reverencial acompañaba casi siempre las teofanías (cf. Exo_13:21-22; Exo_16:10; Exo_19:9; Lev_16:2; Sal_97:2; Isa_19:1; Eze_1:4). También en el Nuevo Testamento aparece la nube cuando la transfiguración de Jesús (Luc_9:34-35). El profeta Daniel habla de que el “Hijo del Hombre” vendrá sobre las nubes a establecer el reino mesiánico (Dan_7:13-14), pasaje al que hace alusión Jesucristo aplicándolo a sí mismo (cf. Mat_24:30; Mat_26:64). Es obvio, pues, que, al entrar Jesucristo ahora en su gloria, una vez cumplida su misión terrestre, aparezca también la nube, símbolo de la presencia y majestad divinas.

Los dos personajes de “hábito blanco,” de modo semejante a lo ocurrido en la escena de la resurrección (cf. Luc_24:4), anuncian a los apóstoles que Jesús reaparecerá de nuevo de la misma manera que lo ven ahora desaparecer, sólo que a la inversa, pues ahora desaparece subiendo y entonces reaparecerá descendiendo. Alusión, sin duda, al retorno glorioso de Jesús en la parusía, que desde ese momento constituye la suprema expectativa de la primera generación cristiana, y cuya esperanza los alentaba y sostenía en sus trabajos (cf. 3:20-21; 1Te_4:16-18; 2Pe_3:8-14).

Es claro que, teológicamente hablando, Jesús ha entrado en la Vida desde el momento mismo de la Resurrección, sin que haya de hacerse esa espera de cuarenta días hasta la Ascensión. Lo que se trata de indicar es que Jesús, aunque viviera ya en el mundo futuro escatológico, todavía se manifestaba en este mundo nuestro, a fin de instruir y animar a sus fieles 25.

(Kurzinger, J., Los Hechos de los Apóstoles, en El Nuevo Testamento y su Mensaje, Editorial Herder, Madrid, 1969)


Inicio

Comentario Teológico: Ludwig Ott - La Ascensión de Cristo a los cielos

1. Dogma

Cristo subió en cuerpo y alma a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre (de fe).

Todos los símbolos de fe confiesan, de acuerdo con el símbolo apostólico : «Ascendit ad coelos, sedet ad dexteram Dei Patris omnipotentis» (“Ascendió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre omnipotente”). El capítulo Firmiter precisa todavía más: «Ascendit pariter in utroque» (sc. «in anima et in carne») (“Ascendió tanto con una como con otra, es decir, tanto con su alma como con su carne”); Dz 429.

Cristo subió a los cielos por su propia virtud: en cuanto era Dios, con su virtud divina; y en cuanto hombre, con la virtud de su alma glorificada, que es capaz de transportar al cuerpo glorificado como quiere. Pero, considerando la naturaleza humana de Cristo, podemos decir también con la Sagrada Escritura que Jesús fue llevado o elevado (por Dios) al cielo (Mc 16, 19; Lc 24, 51; Act 1, 9 y 11) ; cf. S.th. III 57, 3; Cat. Rom 17, 2.

Es contrario a este dogma el racionalismo, el cual pretende que la creencia en la ascensión se originó por analogías con el Antiguo Testamento (Gen 5, 24: desaparición de Enoc llevado por Dios ; 4 Reg 2, 11 subida de Elías al cielo) o por influencia de las mitologías paganas; pero desatiende en absoluto las diferencias esenciales que existen entre el dogma cristiano y todos los ejemplos aducidos. Aun concediendo que exista semejanza, ello no significa en modo alguno que exista dependencia. El testimonio claro de esta verdad en la época apostólica no deja espacio de tiempo suficiente para la formación de leyendas.

2. Prueba

Cristo había predicho su ascensión a los cielos (cf. Jn 6, 63 [G 62] ; 14, 2 ; 16, 28 ; 20, 17), y la realizó ante numerosos testigos a los cuarenta días de su resurrección ; Mc 16, 19: «El Señor Jesús, después de haber hablado con ellos, fue elevado a los cielos y está sentado a la diestra de Dios» ; cf. Lc 24, 51 ; Act 1, 9 ss ; Eph 4, 8 ss ; Hebr 4, 14; 9, 24; 1 Petr 3, 22.

Los santos padres dan testimonio unánime de la ascensión de Cristo a los cielos. Todas las reglas antiguas de fe hacen mención de ella juntamente con la muerte y resurrección; cf. SAN IRENEO, Adv. haer. 110, 1; III 4, 2; TERTULIANO, De praescr. 13; De virg. vel. 1; Adv. Prax. 2; ORIGENES, De princ. I praef. 4.

La expresión bíblica «estar sentado a la diestra de Dios», que sale por vez primera en Ps 109, 1, y es usada con frecuencia en las cartas de los Apóstoles (Rom 8, 34; Eph 1, 20; Col 3, 1; Hebr 1, 3; 8, 1; 10, 12; 112, 2; 1 Petr 3, 22), significa que Cristo, encumbrado en su humanidad por encima de todos los ángeles y santos, tiene un puesto especial de honor en el cielo y participa de la honra y majestad de Dios, y de su poder como soberano y juez del universo; cf. SAN JUAN DAMASCENO, De fide orth. Iv 2.

3. Importancia

En el aspecto cristológico, la ascensión de Cristo a los cielos significa la elevación definitiva de la naturaleza humana de Cristo al estado de gloria divina.

En el aspecto soteriológico, es la coronación final de toda la obra redentora. Según doctrina general de la Iglesia, con Cristo entraron en la gloria formando su cortejo todas las almas de los justos que vivieron en la época precristiana; cf. Eph 4, 8 (según Ps 67, 19); «Subiendo a lo alto llevó cautivos» («ascendens in altum captivam duxit captivitatem»). En el cielo prepara un lugar para los suyos (Jn 14, 2 s), hace de intercesor por ellos (Hebr 7, 25: «Vive siempre para interceder por ellos [Vulgata: nosotros]» ; Hebr 9, 24; Rom 8, 34; 1 Jn 2, 1) y les envía los dones de su gracia, sobre todo el Espíritu Santo (Jn 14, 16; 16, 7). Al fin de los tiempos, vendrá de nuevo rodeado de poder y majestad para juzgar al mundo (Mt 24, 30). I.a ascensión de Cristo a los cielos es figura y prenda de nuestra futura recepción en la gloria ; Eph 2, 6: «Nos resucitó y nos sentó en los cielos por Cristo Jesús» (es decir, por nuestra unión mística con Cristo, cabeza nuestra).
(Ott, L., Manual de Teología Dogmática, Herder, Barcelona, 19652)


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Santos Padres: San Agustín - La ascensión del Señor

1. Hoy ha brillado el día santo y solemne de la ascensión de nuestro Señor Jesucristo: exultemos y gocémonos en él. Al descender Cristo, los infiernos se abrieron; al ascender, se iluminaron los cielos. Cristo está en el madero: insúltenle los furiosos; Cristo está en el sepulcro: mientan los guardias; Cristo está en el infierno: sean visitados los que descansan; Cristo está en el cielo: crean todos los pueblos. El, pues, debe ser el tema de nuestro sermón, puesto que es quien nos otorga la salvación. No os hablamos de ninguno otro sino de aquel que ahora nos hablaba en el evangelio a todos nosotros y que a punto de ascender al Padre decía a sus discípulos: Esto es lo que os he dicho cuando estaba con vosotros. Pero el Paráclito, el Espíritu de verdad que el Padre enviará en mi nombre, os enseñará todas las cosas y os traerá a la memoria cuanto os he dicho. No se turbe ni tema vuestro corazón. Oísteis que os dije: «Voy a mi Padre, porque el Padre es mayor que yo.»

2. Sabéis, hermanos, que nuestro Señor Jesucristo se hizo por nosotros lo que nosotros somos, y que, sin embargo, permaneció en la misma forma en la que es igual al Padre. Creemos, en efecto, que el Hijo de Dios se hizo partícipe de nuestra debilidad, pero sin perder su majestad. Esta es, por tanto, nuestra fe: es Dios sobre nosotros y él mismo es hombre entre nosotros. Muchas cosas hizo aquí, en la forma de humildad tomada por nosotros, para esconder la sustancia divina que en él se ocultaba y para manifestar solamente la humana que en él saltaba a la vista; quienes no fueron capaces de distinguir y comprender esto, dieron origen a las herejías. Dentro de ellos están, entre otros, los arrianos, quienes pretenden que Dios Padre es mayor que Dios hijo. Respóndales con brevedad y claridad la verdad católica.

3. Les preguntamos sobre qué dicen que el Padre es mayor que el Hijo. Si dijeran que por la magnitud, o sea, por cierto volumen corporal, al igual que decimos, por ejemplo: «Este monte es mayor que aquél» o «Esta ciudad mayor que aquélla», les responderemos, con el evangelio en la mano, que Dios es espíritu y que las cosas corporales no admiten comparación con las espirituales. En efecto, sólo se podrá hablar de mayor y menor cuando en ambos casos se trabaja con formas corporales. Pero Dios ni es extenso por su volumen, ni se distingue por las formas corporales, ni se encierra en un lugar, ni sufre estrecheces, ni tiene límite alguno. Dios es grande no por su volumen, sino por su poder. Cesen, pues, y descansen las indignas fantasías del pensamiento que oprimen con sus imaginaciones las mentes de los fieles; desaparezca por completo también el habitual modo carnal de pensar: cuando reflexionemos acerca de Dios, no ha de presentarse a nuestros ojos figura alguna carnal.

4. Pero vuelven a la carga diciendo que en el tiempo, es decir, en edad, el Padre es mayor; afirman, en efecto, que en ningún modo es posible que el que engendra y el engendrado sean coetáneos. Es necesario, dicen, que exista con anterioridad el que engendra, del cual pueda en su momento venir a la existencia el que nace. ¿De dónde proceden estos pensamientos sino de la carne? Esto lo han aprendido de lo que es habitual en la generación humana; no se dan cuenta de que, entre los hombres, donde hay un hijo más débil por la edad, allí hay también un padre más gastado por la vejez, y que, efectivamente, al crecimiento y fortalecimiento del hijo, menor en edad, corresponde el envejecimiento y decaimiento del padre. Por tanto, en la medida en que pretenden que el Padre es más antiguo, en esa misma medida han de confesar que el Hijo es más fuerte. Si el pensar esto acerca de Dios es absurdo, cesen de una vez de confiar los secretos divinos a los sentidos humanos.

5. Pero es poco el convencerlos de esta manera si no podemos mostrarles un ejemplo de la creación visible donde el que nace sea coetáneo con quien lo engendra. Para expulsar las tinieblas de este error presentemos la comparación de una candela que expande la trémula llama alimentada por la mecha que arde. Ciertamente es el fuego el que arde; la sustancia es fuego, más lo que se ve es un resplandor, mas no se origina el fuego del resplandor, sino el resplandor del fuego. Pero, con todo, nunca existió el fuego sin su resplandor, aunque el resplandor se origine del fuego: desde el primer momento en que aquel pequeñito fuego comenzó a existir, se levantó ya con su resplandor, ciertamente coetáneo. Así, pues, el resplandor es contemporáneo con el fuego del que nace, y, si el fuego fuese eterno, el resplandor sería también, con toda certeza, eterno.

6. Mas lejos de nosotros el dar siquiera la impresión de haber hecho una injuria a nuestro Señor mediante esta vilísima comparación. Debemos mostrar esto con el evangelio, donde el mismo Hijo se muestra ya en la forma en la que dijo ser inferior al Padre: haciéndose obediente hasta la muerte, en la que manifestó ya ser igual a quien lo engendró: Yo y el Padre somos una sola cosa. Ellos nos objetan: «Ved que el mismo Hijo dijo: El Padre es mayor que yo», sin entender que él dijo esto cuando existía en la carne, en la que no sólo era menor que el Padre, sino que también, según indica el salmo divino, fue hecho algo menor que los ángeles. Si esto es lo único que quieren escuchar con agrado, ¿por qué no consideran lo que también él dijo en otra ocasión: Yo y el Padre somos una sola cosa?

Además, reflexionen por qué dijo: El Padre es mayor que yo. Cuando se hallaba para subir al Padre, se entristecieron los discípulos, porque los abandonaba en su forma corporal; entonces les dijo: Porque os dije que voy al Padre, la tristeza inundó vuestro corazón. Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Lo que equivale a decir: «Sustraigo a vuestros ojos esta forma de siervo, en la que el Padre es mayor que yo, para que, apartada ella de los ojos de la carne, podáis ver al Señor espiritualmente.»

7. Por tanto, en atención a la forma de siervo que había recibido, es verdad lo que dijo: El Padre es mayor que yo, porque ciertamente Dios es mayor que el hombre; y en atención a su verdadera forma de Dios, en la que permanecía con el Padre, dijo con verdad: Yo y el Padre somos una sola cosa. Ascendió, pues, al Padre en cuanto era hombre, pero permaneció en el Padre en cuanto era Dios, porque vino a nosotros en la carne sin apartarse de Dios. Repito: ascendió al Padre la Palabra que se hizo carne para habitar entre nosotros, pero volvió a prometernos su presencia con estas palabras: He aquí que yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo. El apóstol Juan dice de él según la forma divina: Él es el Dios verdadero y la vida eterna. Según su forma de siervo, dice de él el apóstol Pablo: Quien, existiendo en la forma de Dios, no juzgó una rapiña el ser igual a Dios; antes bien se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo. Según su forma de Dios, dice de sí mismo: Yo y el Padre somos una sola cosa; según la forma de siervo, dice: Mi alma está triste hasta la muerte. ¿De dónde procede aquel atrevimiento? ¿De dónde este temor? Las primeras palabras tienen su origen en la propiedad de la sustancia; las segundas, en la participación en la debilidad asumida.

8. Amadísimos, distingamos estas dos cosas comprendiendo justamente lo que leemos en las Escrituras; pero mientras hacemos la distinción, para evitar caer en el error, pidamos la comprensión al mismo Señor.
(SAN AGUSTÍN, Sermones (4º) (t. XXIV), Sermón 265A, 1-8, BAC Madrid 1983, 692-97)


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Aplicación: P. José A. Marcone, I.V.E. - Jesús asume la plena potestad regia (Mt 28,16-20)

Introducción

El nombre que Dios Padre quiso que el Verbo Encarnado llevase en esta tierra fue el de ‘Jesús’ (Mt 1,21; 1,25; Lc 1,31; 2,21). El nombre con que sus discípulos lo llamaron fue el de ‘Jesús-Mesías’, es decir, ‘Jesucristo’ (Mt 1,1; Mc 1,1; etc.). Pero el nombre que el mismo Jesús se impuso a sí mismo fue el de ‘Hijo del hombre’. Jesucristo quiso resumir toda su identidad y toda su misión con este nombre tomado del profeta Daniel.

En efecto, la expresión ‘Hijo del hombre’ con la que Jesús especialmente se designa a sí mismo la tomó de Dan 7,13-14. Dice el profeta Daniel en esos versículos: “Yo seguía contemplando en las visiones de la noche: Y he aquí que en las nubes del cielo venía como un Hijo de hombre. Se dirigió hacia el Anciano y fue llevado a su presencia. A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le adoraron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás”. Sin ningún lugar a dudas, esta profecía se refiere al Mesías.

Este ‘Hijo del hombre’ de Daniel está revestido de prerrogativas divinas, lo cual se advierte en dos indicaciones: primero, en la nube en la cual viene el dicho Hijo del hombre, dado que la nube es símbolo de la divinidad*1. Segundo, en la frase del v. 14 que dice que todos los pueblos ‘le adoraron’*2.

Toda la vida pública de Jesús fue desarrollar la misión del Hijo del hombre en cuanto verdadero hombre, es decir, en toda su debilidad: sufrió hambre, sed, se cansó, y al final de esa vida pública sufrió la pasión y la muerte.

Pero hoy llega a su culminación la profecía de Daniel y la expresión ‘Hijo del hombre’ aplicada a Jesús alcanza toda su dimensión, incluida la divinidad de Cristo. Se cumplen hoy aquellos versículos de Daniel recién citados: “A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le adoraron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás” (Dan 7,14). Es precisamente esto lo que estamos celebrando hoy, el día de la Ascensión del Jesús a los cielos, cuarenta días después de su resurrección: Jesús, hombre verdadero y Dios verdadero, asume hoy su poder divino, es decir, su poder en cuanto rey absoluto y eterno y su poder en cuanto juez absoluto y eterno. Por eso dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre” (CEC, 664).

Sin embargo, hay que tener en cuenta algo: “Cuando se habla de la Ascensión, normalmente nuestro pensamiento va al relato de Lucas (Hech 1,3.9) en el que se narra que Jesús sube al cielo cuarenta días después de la Pascua. Sin embargo, eso no es otra cosa sino una despedida visible del mundo, y el fin oficial de las apariciones post-pascuales, antes del envío (también visible) del Espíritu Santo en Pentecostés. La ascensión teológica, la glorificación de la humanidad de Jesús en la presencia del Padre, es algo invisible, es el cumplimiento de la resurrección, inseparable de la resurrección misma. Juan dice claramente que la elevación de Jesús, que comportó la salvación humana, implica la serie ininterrumpida de crucifixión, resurrección y ascensión (cf. Jn 12,32): estos tres datos constituyen su subida al Padre, que invierte el proceso de la encarnación, con el cual Él había descendido del Padre sobre la tierra (cf. Jn 3,13-15). (…) En la noche pascual y en las primeras apariciones a los apóstoles, las acciones de Jesús implican ya una glorificación completa, incluida la Ascensión. Esto es verdadero también para los dichos pronunciados por Jesús en los sinópticos después de la resurrección”*3.

1. “Subió al cielo y se sentó a la derecha del Padre” (Mc 16,19)

Son tres los lugares del NT donde se narra la Ascensión de Jesús a los cielos: Mc 16,19; Lc 24,50-52 y Hech 1,9-11.

La conjunción de las narraciones del evangelio de San Lucas y los Hechos nos dan el lugar exacto desde donde Jesús ascendió a los cielos: en el pueblo de Betania (Lc 24,50) que queda en el Monte de los Olivos (Hech 1,12). En ese lugar actualmente hay una capilla que es propiedad de los musulmanes, pero que los peregrinos cristianos pueden visitar. Dentro de la capilla hay una roca desde la cual, según la tradición, Jesús ascendió a los cielos. Hay en la roca la huella de un pie derecho que, también según la tradición, es la huella que dejó Jesús al subir a los cielos*4.

La narración del evangelio San Lucas realiza perfectamente lo anunciado en la profecía de Daniel sobre el Hijo del hombre, porque dice que al momento que Jesús subía al cielo sus discípulos ‘lo adoraron’ (Lc 24,52)*5.

También la narración de los Hechos de los Apóstoles, cuyo autor es también San Lucas, hace referencia al cumplimiento de la profecía del Hijo del hombre de Daniel, dado que hace mención a la nube que ocultó el cuerpo de Jesús a los ojos de los discípulos (Hech 1,9).

Pero es San Marcos quien dará el sentido teológico profundo de la Ascensión: “Subió al cielo y se sentó a la derecha del Padre” (Mc 16,19). Esta expresión pasará textualmente al Credo de la Iglesia Católica. En efecto, el sexto artículo del Credo dice: “Jesucristo subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre Todopoderoso”.

Si bien, como dijimos, la glorificación plena y definitiva de Jesús e, incluso, el envío del Espíritu Santo (cf. Jn 20,22), se da ya con su resurrección, sin embargo, la Ascensión de Jesús a los cielos es un hecho real de movimiento local por el cual Jesús va a ocupar en el cielo un lugar físico. Santo Tomás de Aquino explica por qué Jesús debía ascender a los cielos. La argumentación teológica es la siguiente: “Debe haber proporción entre el lugar y el que lo ocupa. Pero Cristo, por su resurrección, dio comienzo a una vida inmortal e incorruptible. Y el lugar en que nosotros habitamos es un lugar de generación y de corrupción, mientras que la morada del cielo es un lugar de incorrupción. Y, por tal motivo, no fue conveniente que Cristo, después de la resurrección, permaneciese en la tierra, sino que fue conveniente que subiera a los cielos”*6. Esto es exactamente lo que significa la expresión de San Marcos “subió a los cielos” (Mc 16,19).

¿Y qué significa la expresión de San Marcos “se sentó a la derecha del Padre” (Mc 16,19)? La expresión ‘se sentó a la derecha del Padre’ es una expresión metafórica, porque en Dios no hay derecha ni izquierda. La ‘derecha del Padre’ significa: primero, la gloria de la divinidad del Padre; segundo, la bienaventuranza del Padre; tercero, la potestad judicial o regia del Padre*7. El que se diga que Jesús ‘se sentó’ significa: primero, que Jesús “permanece eternamente incorruptible”, porque el sentarse implica quietud; segundo, significa participación por naturaleza de las tres prerrogativas del Padre: participación en la gloria de la divinidad del Padre, participación en la bienaventuranza del Padre y participación en la potestad judicial o regia del Padre. Esta triple participación se expresa con la expresión ‘se sentó’ porque es el rey el que se sienta en el tribunal*8. Todo esto, en realidad, Cristo siempre lo poseyó en cuanto Dios. “Por lo cual, estar sentado a la derecha del Padre no es otra cosa que compartir junto con el Padre la gloria de la divinidad, la bienaventuranza, y la potestad judicial; y esto perpetuamente y como rey. Todo esto le conviene al Hijo en cuanto Dios”*9.

Ahora bien, todo esto que le corresponde a Cristo en cuanto Dios, le corresponde a Cristo también en cuanto hombre. ¿Por qué? Porque la humanidad de Cristo está unida hipostáticamente, es decir, personalmente a la persona divina del Hijo. Por lo tanto, Cristo en cuanto hombre también asumió y participa de la misma gloria divina del Padre, de la bienaventuranza del Padre y de la potestad regia y judicial del Padre*10. Respecto a esto el Catecismo de la Iglesia Católica es taxativo: “La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo” (CEC, 668)*11.

En cuanto al plan de salvación, la Ascensión es la coronación final de toda la obra redentora. De esta manera se consuma y llega a su perfección toda la misión de Cristo sobre la tierra y el mundo del hombre entra en su última etapa. “Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. Estamos ya en la ‘última hora’ (1Jn 2,18; cf. 1P 4,7). ‘El final de la historia ha llegado ya a nosotros’ (CEC, 670)”.

2. Su ausencia nos es más útil que su presencia corporal

“La Ascensión de Cristo al cielo, que nos sustrajo su presencia corporal, fue más útil para nosotros que si estuviese ahora con su presencia corporal”*12. Jesús, al subir al Padre, sustrae totalmente su presencia corporal a nuestros ojos. Queda totalmente fuera del alcance de nuestras manos. Sin embargo, es una gran verdad la expresada por Jesús: “Les conviene que yo me vaya” (Jn 16,7). ¿Cómo puede ser conveniente que Jesús se aleje de nosotros si todo nuestro anhelo es estar con Él y unirnos indisolublemente con Él? “Porque si no me voy no os enviaré mi Espíritu, pero si me voy os lo enviaré, y Él os conducirá a la verdad completa” (Jn 16,7.13) Y se podría agregar: ‘Nos conducirá a la verdad completa y a la unión completa’.

Toda la conveniencia de que Jesús se vaya, toda la riqueza de la subida de Jesús al Padre está en que nos enviará el Espíritu Santo. Y si no se va no puede enviárnoslo. La presencia del Espíritu Santo en nuestras almas requiere la ausencia corporal de Jesús ante nuestros ojos.

¿Por qué es necesaria la ausencia de Cristo como condición para que venga el Espíritu Santo? Porque la principal labor del Espíritu Santo es la de hacer presente en el alma al Cristo místico, cosa que no es posible si Cristo permanece corporalmente ante nuestros ojos. Dado que el Espíritu Santo tiene como función crear al Cristo místico en nuestras almas, es necesario que el Cristo ‘corporal’ desaparezca de ante nuestros ojos, suba al Padre. Si Cristo permanece corporalmente ante nuestros ojos no tiene sentido que venga el Espíritu Santo, porque no podrá cumplir con su labor esencial: crear al Cristo místico en nosotros y unirnos a Él.

3. Tiempo de lucha y de testimonio

La narración de la Ascensión de Cristo según los Hechos de los Apóstoles pone en relación dos dogmas de la Iglesia Católica: por un lado, la Ascensión a los cielos, pero, por otro la seguridad de la Segunda Venida de Jesucristo. En efecto, dos ángeles dicen a los discípulos: “Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Este que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo” (Hech 1,11). La segunda venida de N. S. Jesucristo es un dogma de fe: “Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos”.

Pero mientras eso no suceda, este tiempo del cristiano es tiempo de lucha y de testimonio. “Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal” (CEC, 671), porque hasta que no venga Jesucristo por segunda vez, el misterio de iniquidad estará operante en actividad constante e intensa (cf. 2Tes 2,7). “La Iglesia misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios (LG 48)” (CEC, 671).

“Cristo afirmó antes de su Ascensión que aún no era la hora del establecimiento glorioso del Reino mesiánico esperado por Israel (cf. Hech 1,6-7) que, según los profetas (cf. Is 11,1-9), debía traer a todos los hombres el orden definitivo de la justicia, del amor y de la paz. El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio (cf. Hech 1,8), pero es también un tiempo marcado todavía por la "tristeza" (1Cor 7,26) y la prueba del mal (cf. Ef 5,16) que afecta también a la Iglesia (cf. 1Pe 4,17) e inaugura los combates de los últimos días (1Jn 2,18; 4,3; 1Tm 4,1). Es un tiempo de espera y de vigilia (cf. Mt 25,1-13; Mc 13,33-37)” (CEC, 672)

Por esta razón es que la oración más sentida y anhelosa del cristiano es “¡Ven, Señor Jesús!” (Apoc 22,17-20).

Conclusión

La narración del evangelio de San Lucas señala un gesto muy significativo de Jesús al subir al cielo: “Alzando sus manos, los bendijo” (Lc 24,50). Este gesto de alzar las manos hacia el pueblo para bendecirlo es un gesto eminentemente sacerdotal. Solo el sacerdote podía hacerlo porque sólo el sacerdote podía bendecir. En Lev 9,22-24 se narra la bendición que Aarón, cabeza de todos los sacerdotes, imparte al pueblo extendiendo las manos hacia el pueblo*13. Pero además, esta bendición está en estrecha relación con el sacrificio del pueblo de Israel, ya que la bendición al pueblo era para que pudiera participar con pureza cultual del sacrificio. Hay, por lo tanto, en el gesto de Jesús una referencia a su sacerdocio eterno y a su sacrificio en la cruz. Sus discípulos, al igual que el pueblo de Israel ante Aarón, se purifican y se llenan de dones espirituales para poder participar dignamente en el Santo Sacrificio de la Misa, que es el mismo sacrificio de la cruz. El último gesto de Jesús antes de partir a los cielos recuerda su sacrificio y, por lo tanto, el Santo Sacrificio de la Misa.

Parece que el último mensaje de Jesús antes de ausentarse de la tierra haya sido éste: “Participen de mi sacrificio con corazón purificado; inmólense junto conmigo en cada Santa Misa; yo les dejo mi bendición para que puedan hacerlo”.

No olvidemos que el Santo Sacrificio de la Misa es la actualización no solamente de la muerte de Cristo en cruz sino también de su glorificación, que incluye su resurrección y su Ascensión. Cuando celebramos la Misa celebramos también la Ascensión de Cristo.

Durante la Santa Misa el sacerdote eleva en alto la Hostia y el Cáliz consagrados. Esto originalmente se comenzó a hacer para que el pueblo fiel pudiera verlos en el momento de la consagración. Pero tiene también un sentido teológico: significa su alzamiento sobre la cruz y su Ascensión a los cielos. “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32); y el Catecismo de la Iglesia Católica comenta: “La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su comienzo” (CEC, 662). En el momento de la elevación de la Hostia y del Cáliz en la consagración del sacrificio eucarístico tenemos también una presencia de la Ascensión. Y de una manera muy significativa, inmediatamente después de elevar la Hostia y el Cáliz en la consagración, el pueblo aclama: “¡Ven Señor Jesús!”. La actualización de la Ascensión en la Eucaristía nos hace pedir que su retorno sea presto.

Pero hay aquí una particularidad: si bien esperamos que Jesucristo vuelva a restaurar todas las cosas en medio de nuestras luchas, sin embargo la respuesta de Jesucristo es inmediata ya que bajo las especies eucarísticas se hace presente entre nosotros de una manera verdadera, real y sustancial.


*1- La nube pasó a ser símbolo de la divinidad fundamentalmente por dos motivos. En primer lugar, por la columna de nube que acompañaba al pueblo de Israel en el camino del éxodo y en la cual estaba Yahveh: “Yahveh iba de día en la columna de nube” (Éx 13,21). En segundo lugar, porque cuando se inauguró el Templo de Salomón la presencia de Dios llenó el Templo en forma de nube: “Al salir los sacerdotes del Santo, la nube llenó la Casa de Yahveh. Y los sacerdotes no pudieron continuar en el servicio a causa de la nube, porque la gloria de Yahveh llenaba la Casa de Yahveh. Entonces Salomón dijo: Yahveh quiere habitar en densa nube” (1Re 8,10-12). Cf. CEC, 697.
*2- La mayoría de las biblias traducen ‘le sirvieron’. Pero el verbo que se usa en el original arameo es el verbo phélaj que para Strong y Tuggy significa en primer lugar ‘adorar’ (cf. Multiléxico, nº 6399). Para Vogt tiene tres significados diferentes: 1. Cultivar la tierra; 2. Servir; 3. Rendir culto como a Dios (Vogt, E., Lexicon lingue aramaicae Veteris Testamenti, Pontificium Institutum Biblicum, Roma, 1971, p. 138; traducción nuestra). La LXX traduce con el verbo latréuo, que significa ‘adorar’. He elencado hasta ocho diccionarios diferentes que afirman que el significado primario de latréuo es ‘adorar’. Ellos son: Tuggy, Vine, Friberg, Louw-Nida, Liddell-Scott, Thayer, Moulton-Milligan y Danker. En el NT tenemos un testimonio notable en el ciego de nacimiento que cuando Jesús le pide que crea en el Hijo del hombre, el ciego, postrándose, lo adoró (Jn 9,38). San Jerónimo traduce ese versículo de la siguiente manera: “Et procidens adoravit eum” (Jn 9,38).
*3- Brown, R., Il Vangelo e le lettere di Giovanni. Breve commentario, Editrice Queriniana, Brescia, 1994, p. 138 -139. Dice el Catecismo de la Iglesia Católica respecto al texto de Jn 12,32: “’Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí’ (Jn 12,32). La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su comienzo” (CEC, 662). Que con la resurrección de Cristo se consuma plenamente en su realidad ontológica la glorificación de Cristo (no en su manifestación a los hombres) está afirmado en varios textos de San Pablo. Citamos sólo uno: “Cristo Jesús fue constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos, Jesucristo Señor nuestro” (Rm 1,4), es decir, Kýrios. Y el Catecismo de la Iglesia Católica habla de “una diferencia de manifestación entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la derecha del Padre” (CEC, 660). Y Santo Tomás dice que ya a Cristo resucitado le convenía un lugar celestial pero que difirió su ascensión a los cielos con un movimiento local por nuestra utilidad. Esta utilidad es, fundamentalmente, la de mostrar signos evidentes de su resurrección (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q. 57, a. 1, ad 4).
*4- La expresión ‘según la tradición’ no se equipara a la expresión ‘según la leyenda’. La tradición respecto a los lugares bíblicos es algo serio y que tiene sustentos científicos. El principal sustento científico que tiene la tradición entendida en este sentido es el testimonio oral de testigos creíbles a través de los siglos.
*5- En el original griego se usa el verbo proskynéo que significa, en primer lugar, ‘adorar’. San Jerónimo traduce: “Et ipsi adorantes”. Varias biblias en castellano traducen: ‘lo adoraron’ entre ellas, por ejemplo, la Biblia de Martín Nieto y la Biblia de EUNSA.
*6- Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q. 57, a. 1 c.
*7- Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q. 58, a. 2 c.
*8- Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q. 58, a. 1 c
*9- Santo Tomás de Aquino, III, q. 58, a. 2 c.
*10- Dice Santo Tomás: “Cristo, en cuanto hombre, es Hijo de Dios y, por consiguiente, está sentado a la derecha del Padre; de tal modo, sin embargo, que el ‘en cuanto’ no designe la condición de la naturaleza sino la unidad del supuesto (…). Así pues, si el ‘en cuanto’ designa la índole de la naturaleza, Cristo, en cuanto Dios, está sentado a la derecha del Padre, esto es, en igualdad con el Padre. (…) Pero, si el ‘en cuanto’ alude a la unidad del supuesto, también así Cristo, en cuanto hombre, está sentado a la derecha del Padre en igualdad de honor, es a saber: en cuanto que con el mismo honor veneramos al propio Hijo de Dios con la naturaleza que tomó” (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q. 58, a. 3 c).
*11- Dice también el Catecismo: “Cristo, desde entonces, está sentado a la derecha del Padre: ‘Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada’ (San Juan Damasceno, f.o. 4, 2; PG 94, 1104C)” (CEC, 663).
*12- “Ipsa ascensio Christi in caelum, qua corporalem suam praesentiam nobis subtraxit, magis fuit utilis nobis quam praesentia corporalis fuisset” (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q. 57, a. 1, ad 3).
*13- En Sir 50,20-21 se comenta esta bendición de Aarón.

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Aplicación: S.S. Francisco p.p. - La ascensión no es una separación

Hoy, en Italia y en otros países, se celebra la Ascensión de Jesús al cielo, que tuvo lugar cuarenta días después de la Pascua. Los Hechos de los apóstoles relatan este episodio, la separación final del Señor Jesús de sus discípulos y de este mundo (cf. Hch 1, 2.9). El Evangelio de Mateo, en cambio, presenta el mandato de Jesús a los discípulos: la invitación a ir, a salir para anunciar a todos los pueblos su mensaje de salvación (cf. Mt 28, 16-20). «Ir», o mejor, «salir» se convierte en la palabra clave de la fiesta de hoy: Jesús sale hacia el Padre y ordena a los discípulos que salgan hacia el mundo.

Jesús sale, asciende al cielo, es decir, vuelve al Padre, que lo había mandado al mundo. Hizo su trabajo, por lo tanto, vuelve al Padre. Pero no se trata de una separación, porque Él permanece para siempre con nosotros, de una forma nueva. Con su ascensión, el Señor resucitado atrae la mirada de los Apóstoles —y también nuestra mirada— a las alturas del cielo para mostrarnos que la meta de nuestro camino es el Padre. Él mismo había dicho que se marcharía para prepararnos un lugar en el cielo. Sin embargo, Jesús permanece presente y activo en las vicisitudes de la historia humana con el poder y los dones de su Espíritu; está junto a cada uno de nosotros: aunque no lo veamos con los ojos, Él está. Nos acompaña, nos guía, nos toma de la mano y nos levanta cuando caemos. Jesús resucitado está cerca de los cristianos perseguidos y discriminados; está cerca de cada hombre y cada mujer que sufre. Está cerca de todos nosotros, también hoy está aquí con nosotros en la plaza; el Señor está con nosotros. ¿Vosotros creéis esto? Entonces lo decimos juntos: ¡El Señor está con nosotros!

Jesús, cuando vuelve al cielo, lleva al Padre un regalo. ¿Cuál es el regalo? Sus llagas. Su cuerpo es bellísimo, sin las señales de los golpes, sin las heridas de la flagelación, pero conserva las llagas. Cuando vuelve al Padre le muestra las llagas y le dice: «Mira Padre, este es el precio del perdón que tú das». Cuando el Padre contempla las llagas de Jesús nos perdona siempre, no porque seamos buenos, sino porque Jesús ha pagado por nosotros. Contemplando las llagas de Jesús, el Padre se hace más misericordioso. Este es el gran trabajo de Jesús hoy en el cielo: mostrar al Padre el precio del perdón, sus llagas. Esto es algo hermoso que nos impulsa a no tener miedo de pedir perdón; el Padre siempre perdona, porque mira las llagas de Jesús, mira nuestro pecado y lo perdona.

Pero Jesús está presente también mediante la Iglesia, a quien Él envió a prolongar su misión. La última palabra de Jesús a los discípulos es la orden de partir: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos» (Mt 28, 19). Es un mandato preciso, no es facultativo. La comunidad cristiana es una comunidad «en salida». Es más: la Iglesia nació «en salida». Y vosotros me diréis: ¿y las comunidades de clausura? Sí, también ellas, porque están siempre «en salida» con la oración, con el corazón abierto al mundo, a los horizontes de Dios. ¿Y los ancianos, los enfermos? También ellos, con la oración y la unión a las llagas de Jesús.

A sus discípulos misioneros Jesús dice: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (v. 20). Solos, sin Jesús, no podemos hacer nada. En la obra apostólica no bastan nuestras fuerzas, nuestros recursos, nuestras estructuras, incluso siendo necesarias. Sin la presencia del Señor y la fuerza de su Espíritu nuestro trabajo, incluso bien organizado, resulta ineficaz. Y así vamos a decir a la gente quién es Jesús.

Y junto con Jesús nos acompaña María nuestra Madre. Ella ya está en la casa del Padre, es Reina del cielo y así la invocamos en este tiempo; pero como Jesús está con nosotros, camina con nosotros, es la Madre de nuestra esperanza.
(Regina Coeli, 1 de junio de 2014)

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Aplicación: San Juan Pablo II - La gloria que el Padre recibe del Hijo

1. "Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo" (Jn 17, 1).
Así oró Jesús en el Cenáculo, el día precedente a su pasión y muerte en la cruz, mientras se acercaba no a la gloria, sino a la ignominia. Pero Él sabía que la infamia de la Cruz era el camino a la verdadera gloria.

Las palabras de la "oración sacerdotal", que habló en el Cenáculo, manifiestan esta toma de conciencia. Contienen una maravillosa teología de la gloria de Dios: de aquella gloria que el Padre recibe del Hijo encarnado; de esa gloria que llena el universo, y que la Iglesia expresa todos los días con la bien conocida doxología: "Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el principio, ahora y siempre por los siglos de los siglos."

La liturgia de la Palabra de hoy presenta un rico comentario a esta tradicional invocación cristiana.

2. "Gloria... como era en el principio ...". En este principio absoluto se refiere a Jesús en la "oración sacerdotal" cuando dice: "Padre, glorifícame en tu presencia con la gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese" (Juan 17,5). El Padre glorifica al Hijo, y el Hijo glorifica al Padre "en el Espíritu de la gloria" (Jn 7,39; 2 Corintios 3,8). La gloria pertenece, por lo tanto, al misterio íntimo de la vida trinitaria. Es un reflejo de la perfección infinita de Dios, de su infinita santidad, como la liturgia pone de manifiesto a través de las palabras del Gloria y del Sanctus.

La gloria de Dios manifiesta la verdad del Ser divino, que es por naturaleza la plenitud eterna de la Verdad. El hombre está llamado a participar en la vida divina, la cual abarca la eternidad: "Esta es la vida eterna - dice Jesús - que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo" (Jn 17,3).

"Sea, pues, alabado Jesucristo", que nos da la oportunidad de compartir la misma gloria de Dios: "Gloria Dei vivens homo", "el hombre que ­vive es gloria de Dios" - dice San Ireneo - quien añade de inmediato: "vita autem hominis visio Dei ", "la vida del hombre consiste en la visión de Dios" (Adv Haer, IV, 20,7: SCh 1002, 648-649).

3. Queridos hermanos y hermanas! El hombre está llamado a la santidad, a ser artífice de una humanidad renovada por la gloria divina. Y el creyente, por el bautismo, se hace testigo de que la esperanza sobrenatural que sostiene la peregrinación del hombre sobre la tierra, a menudo marcada por pruebas y sufrimientos. En el Concilio Vaticano II la Iglesia ha reiterado que "todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad" (Lumen Gentium, 40). Con su vida santa, los cristianos están invitados a ser luz para los demás en los caminos del mundo.

Nuestra época pareciera más un tiempo de sorprendentes descubrimientos científicos y tecnológicos, que una época de santos. Pero si el hombre no se realiza espiritualmente a sí mismo a través de la conformación interior con Cristo, todas sus conquistas resultan en última instancia insignificantes e incluso podrían llegar a ser peligrosas. El hecho de que hoy en día buscamos la realización personal plena, hay una mayor necesidad de santos. Nuestro tiempo reclama personas maduras que, después de haber entendido el valor de la santidad, buscan realizarla en la vida diaria.

Después de todo, la sociedad actual manifiesta una profunda necesidad de santos, es decir, de personas que, por su contacto más cercano con Dios, de alguna manera puedan percibir la presencia y mediar en las respuestas. Hay, por desgracia, jóvenes y adultos que, mal interpretando esta necesidad, se entregan al encanto oculto, o buscan en las estrellas del firmamento los signos de su propio destino. La superstición y la magia atraen a un buen número de personas en busca de respuestas inmediatas y sencillas a los complejos problemas de la existencia.

Es un riesgo del que debemos tener cuidado. Los santos, para estas almas búsqueda, son un punto de referencia fiable y accesible. Pueden señalar con el poder convincente, el camino a seguir para avanzar en la dirección correcta.

Hablo no sólo de los santos canonizados. Como fue el caso en el pasado, la santidad debe encarnarse de modo vivo y alegre incluso hoy. La santidad es la verdadera fuerza que puede transformar el mundo.

6. En la oración del Cenáculo, Jesús dice al Padre: "Yo te he glorificado en la tierra, cumpliendo la obra que me has dado hacer... He manifestado tu nombre a los que me diste del mundo ... y han guardado tu palabra ... las palabras que me diste las he dado a ellos; ellos las han recibido y saben verdaderamente que salí de ti y han creído que tú me has enviado "(Jn 17,4.6.8).

Jesús dijo estas palabras el día antes de su pasión. Para nosotros, que las recordamos después de haber celebrado su ascensión al cielo, adquieren aún mayor actualidad, expresando su carácter permanente de oración de intercesión por la Iglesia, fundada sobre los Apóstoles: "Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que me has dado, porque son tuyos ... yo no estoy más en el mundo, pero éstos están en el mundo, y yo voy a Ti" (Jn 17,9-11).

Cristo ora por la Iglesia de todas las edades y de todas partes del mundo. La primera lectura, tomada del libro de los Hechos, nos lleva de nuevo al Cenáculo donde, después de la Ascensión de Jesús al cielo, los apóstoles permanecen con María en la espera orante de la venida del Espíritu Santo. También nosotros estamos llamados a perseverar con María en la oración.

Al mismo tiempo, repetimos con el salmista: "El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? ... Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida" (Sal 26,1,4).

Todos los días de la vida y para la eternidad. ¡Amén!
(Visita pastoral a Ischia, domingo 5 de mayo de 2002)

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Aplicación: Benedicto XVI, la importancia del regreso al Padre


Hoy se celebra en varios países, entre los cuales Italia, la solemnidad de la Ascensión de Cristo al cielo, misterio de la fe que el libro de los Hechos de los Apóstoles sitúa cuarenta días después de la resurrección (cf. Hch 1, 3-11); por eso, en el Vaticano y en algunas naciones del mundo ya se celebró el jueves pasado. Después de la Ascensión, los primeros discípulos permanecieron reunidos en el Cenáculo, en torno a la Madre de Jesús, en ferviente espera del don del Espíritu Santo, prometido por Jesús (cf. Hch 1, 14). En este primer domingo de mayo, mes mariano, también nosotros revivimos esta experiencia, experimentando más intensamente la presencia espiritual de María. La plaza de San Pedro se presenta hoy como un "cenáculo" al aire libre, lleno de fieles, en gran parte miembros de la Acción católica italiana, a los cuales me dirigiré después de la oración mariana del Regina caeli.

En sus discursos de despedida a los discípulos, Jesús insistió mucho en la importancia de su "regreso al Padre", coronamiento de toda su misión. En efecto, vino al mundo para llevar al hombre a Dios, no en un plano ideal —como un filósofo o un maestro de sabiduría—, sino realmente, como pastor que quiere llevar a las ovejas al redil. Este "éxodo" hacia la patria celestial, que Jesús vivió personalmente, lo afrontó totalmente por nosotros. Por nosotros descendió del cielo y por nosotros ascendió a él, después de haberse hecho semejante en todo a los hombres, humillado hasta la muerte de cruz, y después de haber tocado el abismo de la máxima lejanía de Dios.

Precisamente por eso, el Padre se complació en él y lo "exaltó" (Flp 2, 9), restituyéndole la plenitud de su gloria, pero ahora con nuestra humanidad. Dios en el hombre, el hombre en Dios: ya no se trata de una verdad teórica, sino real. Por eso la esperanza cristiana, fundamentada en Cristo, no es un espejismo, sino que, como dice la carta a los Hebreos, "en ella tenemos como una ancla de nuestra alma" (Hb 6, 19), una ancla que penetra en el cielo, donde Cristo nos ha precedido.

¿Y qué es lo que más necesita el hombre de todos los tiempos, sino esto: una sólida ancla para su vida? He aquí nuevamente el sentido estupendo de la presencia de María en medio de nosotros. Dirigiendo la mirada a ella, como los primeros discípulos, se nos remite inmediatamente a la realidad de Jesús: la Madre remite al Hijo, que ya no está físicamente entre nosotros, sino que nos espera en la casa del Padre. Jesús nos invita a no quedarnos mirando hacia lo alto, sino a estar juntos, unidos en la oración, para invocar el don del Espíritu Santo. En efecto, sólo a quien "nace de lo alto", es decir, del Espíritu Santo, se le abre la entrada en el reino de los cielos (cf. Jn 3, 3-5), y la primera "nacida de lo alto" es precisamente la Virgen María. Por tanto, nos dirigimos a ella en la plenitud de la alegría pascual.
(Domingo de la Ascensión del Señor, 4 de mayo de 2008)

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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - La Ascensión del Señor Mt 28, 16-20

Jesús después de resucitar estuvo cuarenta días en la tierra apareciéndose a sus discípulos para confirmar su fe. Hoy asciende al cielo para sentarse a la derecha del Padre como Señor del universo, porque “Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre”*1 y volverá por segunda vez al fin de los tiempos para juzgar a vivos y muertos.

Los discípulos se quedaron estupefactos contemplando la ascensión. Como seguían mirando al cielo, dos ángeles los hicieron volver en sí: “Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Este que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo”*2. Como si les dijese: No se queden ahí, tienen que volver a la misión encomendada aunque sin olvidar el cielo.

Es muy importante mirar al cielo porque es el fin de nuestra existencia, “si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios”*3.

Llama la atención que mucha gente, la mayoría diría, incluso gente muy cercana a la Iglesia, no sepan responder cuando se les pregunta ¿cuál es el fin de nuestra existencia? Estamos hechos para el cielo y debemos empeñarnos con todo nuestro ser en esta tierra para alcanzar ese fin y debemos rezar unos por otros para que comprendamos el valor que tiene el cielo para cada uno de nosotros: “para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os conceda espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle perfectamente; iluminando los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a que habéis sido llamados por él; cuál la riqueza de la gloria otorgada por él en herencia a los santos, y cuál la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, conforme a la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándole de entre los muertos y sentándole a su diestra en los cielos”*4. Dios quiere que todos los hombres se salven*5 pero la salvación depende del buen uso de nuestra libertad. Decía San Agustín: “quien te hizo sin ti, no te justifica sin ti”*6.

La esperanza del cristiano es el cielo, la herencia del cristiano es el cielo. El poder de Dios manifestado en Cristo, que lo resucitó de entre los muertos, lo puso a su derecha y lo constituyó Señor, es nuestra garantía porque no hay nada imposible para Dios*7.

Y ¿qué es el cielo?
Se ha hecho del cielo una imagen irreal. Las pinturas pintan al cielo con angelitos con dos alas que tienen en una mano una palma y en la otra una cítara.

El cielo es Dios. Al cielo como a Dios no lo podemos ver en esta tierra por causa del cuerpo, por eso dice la Escritura que nadie puede ver a Dios sin morir. Separada el alma del cuerpo, sí lo veremos, con la ayuda de Dios mismo, por medio de la luz de la gloria. En la resurrección de los cuerpos también, pero con el cuerpo glorificado, es decir de otra condición, con un cuerpo sometido perfectamente al imperio del alma*8.

Para ver a Dios es necesario usar de la potencia más elevada del hombre que es la inteligencia y del acto más sublime del hombre que es la contemplación. El cielo consiste en ver a Dios cara a cara por una visión intelectual acompañada de un acto de gozo infinito porque la contemplación es un mirar amante.

El deseo de ver a Dios es innato en el hombre. Dios quiere la salvación de los hombres y nuestra alma es capaz de Dios. Luego no es un deseo cualquiera sino un deseo esencial y que tiene vocación de plenitud.

El cielo es la plenificación total del ser humano, de todas sus facultades y aspiraciones reales. Es la realización del ideal que ha estado detrás de todos los ideales de la vida. Ese ideal que se formulará al morir será colmado, cumplido, desbordado…
Jesús dijo que el cielo era como una perla de gran valor*9.

El cielo es la incorporación a una empresa de conquistas sobrehumanas que se extienden por los siglos y por universos en los que cada uno de nosotros tiene una tarea que no puede hacer otro y para la cual fuimos hechos cada uno distinto de los otros.

El cielo no es pasividad, sino actividad. No es placer, es más que placer y gozo, pero es inefable. No es un estado sin penas, porque así no es la vida y el cielo es vida eterna sino con penas que no se querrían perder por nada, penas de amor… como las de Jesús y los santos.

El cielo es el término de un movimiento esencial: el movimiento de nuestra naturaleza, que desea desde que existe ver a Dios. Allí nos transfiguraremos.

Y conocer el cielo lleva consigo una rendición total: “va vende todo lo que tiene”*10 y compra la perla. ¡Todo! Porque para que vuele el pajarito tiene que estar libre hasta de la atadura del hilo más delgado*11.

El que comprende esto comprende lo que dice Jesús: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”*12, “quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará”*13, renuncias y renuncias… rendición total a cosas que valen menos que el cielo.

¿Qué hacéis ahí mirando al cielo? Cristo volverá, pero mientras estamos en la tierra trabajemos para ir donde Él está.


*1- Flp 2, 9-11
*2- Hch 1, 11
*3- Col 3, 1
*4- Ef 1, 17-20
*5- 1 Tm 2, 4
*6- Sermón 169, 13, O.C. (23), BAC Madrid 1983, 660-61
*7- Lc 1, 37
*8- 1 Co 15, 42-44
*9- Mt 13, 45
*10- v. 46
*11- Sigo casi textualmente a Castellani, Las Parábolas de Cristo…, 157-8
*12- Mt 16, 24
*13- Lc 9, 24

(cortesía: iveargentina.org)

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