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Recursos adicionales para la preparacón

 

 

A su disposición
Exégesis: Benedicto XVI - Jesús muere en la cruz

Comentario Teológico: Pío XII - Fundamentación teológica del culto al Sagrado Corazón

Santos Padres: San Agustín - Cristo, hecho pan en la Encarnación

Aplicación: R.P. José A. Marcone, I.V.E. -"Nos amó hasta el extremo" (Jn 13,1)

Aplicación: San Alberto Hurtado, S.J.: Toda su vida fue un acto de amor

Aplicación: Beato Juan Pablo Magno: Del Corazón de Jesús ha brotado la fuente de vida eterna

 

 

La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

 

comentarios a Las Lecturas de lA solemnidad



Exégesis: Benedicto XVI - Jesús muere en la cruz

Según la narración de los evangelistas, Jesús mu­rió orando en la hora nona, es decir, a las tres de tarde. En Lucas, su última plegaria está tomada del Salmo 31: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46; cf. Sal 31,6). Para Juan, la última palabra de Jesús fue: «Está cumplido» (19,30). En el texto griego, esta palabra (tetélestai) remite hacia atrás, al principio de la Pasión, a la hora del lavato­rio de los pies, cuyo relato introduce el evange­lista subrayando que Jesús amó a los suyos «hasta el extremo (télos)» (13,1). Este «fin», este extremo cumplimiento del amor, se alcanza ahora, en el momento de la muerte. Él ha ido realmente hasta el final, hasta el límite y más allá del límite. Él ha realizado la totalidad del amor, se ha dado a sí mismo.

En el capítulo 6, al hablar de la oración de Jesús en el Monte de los Olivos, hemos conocido también otro significado de la misma palabra (teleioún), basándonos en Hebreos 5,9: en la Torá significa «iniciación», consagración en orden a la dignidad sacerdotal, es decir, el traspaso total a la propiedad de Dios. Pienso que, haciendo referencia a la ora­ción sacerdotal de Jesús, también aquí podemos sobrentender este sentido. Jesús ha cumplido hasta el final el acto de consagración, la entrega sacerdo­tal de sí mismo y del mundo a Dios (cf. Jn 17,19). Así resplandece en esta palabra el gran misterio de la cruz. Se ha cumplido la nueva liturgia cós­mica. En lugar de todos los otros actos cultuales se presenta ahora la cruz de Jesús como la única verdadera glorificación de Dios, en la que Dios se glorifica a sí mismo mediante Aquel en el que nos entrega su amor, y así nos eleva hacia Él.

Los Evangelios sinópticos describen explícita­mente la muerte en la cruz como acontecimiento cósmico y litúrgico: el sol se oscurece, el velo del templo se rasga en dos, la tierra tiembla, muchos muertos resucitan.

Pero hay un proceso de fe más importante aún que los signos cósmicos: el centurión —comandante del pelotón de ejecución—, conmovido por todo lo que ve, reconoce a Jesús como Hijo de Dios: «Realmente éste era el Hijo de Dios» (Mc 15,39). Bajo la cruz da comienzo la Iglesia de los paganos. Desde la cruz, el Señor reúne a los hombres para la nueva comunidad de la Iglesia universal. Mediante el Hijo que sufre reconocen al Dios verdadero.

Mientras los romanos, como intimidación, dejaban intencionadamente que los crucificados colgaran del instrumento de tortura después de morir, según el derecho judío debían ser enterrados el mismo día (cf. Dt 21,22s). Por eso el pelotón de ejecución venía el cometido de acelerar la muerte rompién­doles las piernas. También se hace así en el caso de los crucificados en el Gólgota. A los dos «bandi­dos» se les quiebran las piernas. Luego, los solda­dos ven que Jesús está ya muerto, por lo que renuncian a hacer lo mismo con él. En lugar de eso, uno de ellos traspasa el costado —el corazón— de Jesús, «y al punto salió sangre y agua» (Jn 19,34). Es la hora en que se sacrificaban los corderos pas­cuales. Estaba prescrito que no se les debía partir ningún hueso (cf. Ex 12,46). Jesús aparece aquí como el verdadero Cordero pascual que es puro y perfecto.

Podemos por tanto vislumbrar también en estas palabras una tácita referencia al comienzo de la obra de Jesús, a aquella hora en que el Bautista había dicho: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Lo que en­tonces debió ser incomprensible —era solamente una alusión misteriosa a algo futuro— ahora se hace realidad. Jesús es el Cordero elegido por Dios mismo. En la cruz, Él carga con el pecado del mundo y nos libera de él. Pero resuena al mismo tiempo también el Salmo 34, donde se lee: «Aunque el justo sufra muchos males, de todos lo libra el Señor; él cuida de todos sus huesos, y ni uno solo se quebrará» (v. 20s). El Señor, el Justo, ha sufrido mucho, ha sufrido todo y, sin embargo, Dios lo ha guardado: no le han roto ni un solo hueso.

Del corazón traspasado de Jesús brotó sangre y agua. La Iglesia, teniendo en cuenta las palabras de Zacarías, ha mirado en el transcurso de los siglos a este corazón traspasado, reconociendo en él la fuente de bendición indicada anticipadamente en la sangre y el agua. Las palabras de Zacarías impul­san además a buscar una comprensión más honda de lo que allí ha ocurrido.

Un primer grado de este proceso de compren­sión lo encontramos en la Primera Carta de Juan, que retoma con vigor la reflexión sobre el agua y la sangre que salen del costado de Jesús: «Éste es el que vino con agua y con sangre, Jesucristo. No sólo con agua, sino con agua y con sangre. Y el Es­píritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad. Tres son los testigos en la tierra: el Es­píritu, el agua y la sangre, y los tres están de acuerdo» (5,6ss).

¿Qué quiere decir el autor con la afirmación in­sistente de que Jesús ha venido no sólo con el agua, sino también con la sangre? Se puede suponer que haga probablemente alusión a una corriente de pensamiento que daba valor únicamente al Bau­tismo, pero relegaba la cruz. Y eso significa quizás también que sólo se consideraba importante la pa­labra, la doctrina, el mensaje, pero no «la carne», el cuerpo vivo de Cristo, desangrado en la cruz; sig­nifica que se trató de crear un cristianismo del pen­samiento y de las ideas del que se quería apartar la realidad de la carne: el sacrificio y el sacramento.

Los Padres han visto en este doble flujo de sangre y agua una imagen de los dos sacramentos funda­mentales —la Eucaristía y el Bautismo—, que manan del costado traspasado del Señor, de su co­razón. Ellos son el nuevo caudal que crea la Iglesia y renueva a los hombres. Pero los Padres, ante el costado abierto del Señor exánime en la cruz, en el sueño de la muerte, se han referido también a la creación de Eva del costado de Adán dormido, viendo así en el caudal de los sacramentos también el origen de la Iglesia: han visto la creación de la nueva mujer del costado del nuevo Adán.

(BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret II, Editorial Planeta, Buenos Aires, 2011, pp. 260-264)



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Comentario Teológico: Pío XII - Fundamentación teológica del culto al Sagrado Corazón

Culto de latría
6. Para comprender mejor, en orden a esta devoción, la fuerza de algunos textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, precisa atender bien al motivo por el cual la Iglesia tributa al Corazón del Divino Redentor el culto de latría. Tal motivo, como bien sabéis, venerables hermanos, es doble: el primero, común también a los demás miembros adorables del Cuerpo de Jesucristo, se funda en el hecho de que su Corazón, por ser la parte más noble de su naturaleza humana, está unido hipostáticamente a la Persona del Verbo de Dios, y, por consiguiente, se le ha de tributar el mismo culto de adoración con que la Iglesia honra a la Persona del mismo Hijo de Dios encarnado. Es una verdad de la fe católica, solemnemente definida en el Concilio Ecuménico de Éfeso y en el II de Constantinopla1. El otro motivo se refiere ya de manera especial al Corazón del Divino Redentor, y, por lo mismo, le confiere un título esencialmente propio para recibir el culto de latría: su Corazón, más que ningún otro miembro de su Cuerpo, es un signo o símbolo natural de su inmensa caridad hacia el género humano. «Es innata al Sagrado Corazón», observaba nuestro predecesor León XIII, de f. m., «la cualidad de ser símbolo e imagen expresiva de la infinita caridad de Jesucristo, que nos incita a devolverle amor por amor»2.

Es indudable que los Libros Sagrados nunca hacen una mención clara de un culto de especial veneración y amor, tributado al Corazón físico del Verbo Encarnado como a símbolo de su encendidísima caridad. Este hecho, que se debe reconocer abiertamente, no nos ha de admirar ni puede en modo alguno hacernos dudar de que el amor de Dios a nosotros —razón principal de este culto— es proclamado e inculcado tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento con imágenes con que vivamente se conmueven los corazones. Y estas imágenes, por encontrarse ya en los Libros Santos cuando predecían la venida del Hijo de Dios hecho hombre, han de considerarse como un presagio de lo que había de ser el símbolo y signo más noble del amor divino, es a saber, el sacratísimo y adorable Corazón del Redentor divino.

Antiguo Testamento
7. Por lo que toca a nuestro propósito, al escribir esta Encíclica, no juzgamos necesario aducir muchos textos de los libros del Antiguo Testamento que contienen las primeras verdades reveladas por Dios; creemos baste recordar la Alianza establecida entre Dios y el pueblo elegido, consagrada con víctimas pacíficas —cuyas leyes fundamentales, esculpidas en dos tablas, promulgó Moisés3 e interpretaron los profetas—; alianza, ratificada por los vínculos del supremo dominio de Dios y de la obediencia debida por parte de los hombres, pero consolidada y vivificada por los más nobles motivos del amor. Porque aun para el mismo pueblo de Israel, la razón suprema de obedecer a Dios era no ya el temor de las divinas venganzas, que los truenos y relámpagos fulgurantes en la ardiente cumbre del Sinaí suscitaban en los ánimos, sino más bien el amor debido a Dios: «Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás, pues al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Y estas palabras que hoy te mando estarán en tu corazón»4.

No nos extrañemos, pues, si Moisés y los profetas, a quien con toda razón llama el Angélico Doctor los «mayores» del pueblo elegido5, comprendiendo bien que el fundamento de toda la ley se basaba en este mandamiento del amor, describieron las relaciones todas existentes entre Dios y su nación, recurriendo a semejanzas sacadas del amor recíproco entre padre e hijo, o entre los esposos, y no representándolas con severas imágenes inspiradas en el supremo dominio de Dios o en nuestra obligada servidumbre llena de temor.

Así, por ejemplo, Moisés mismo, en su celebérrimo cántico, al ver liberado su pueblo de la servidumbre de Egipto, queriendo expresar cómo esa liberación era debida a la intervención omnipotente de Dios, recurre a estas conmovedoras expresiones e imágenes: «Como el águila que adiestra a sus polluelos para que alcen el vuelo y encima de ellos revolotea, así (Dios) desplegó sus alas, alzó (a Israel) y le llevó en sus hombros»6. Pero ninguno, tal vez, entre los profetas, expresa y descubre tan clara y ardientemente como Oseas el amor constante de Dios hacia su pueblo. En efecto, en los escritos de este profeta que entre los profetas menores sobresale por la profundidad de conceptos y la concisión del lenguaje, se describe a Dios amando a su pueblo escogido con un amor justo y lleno de santa solicitud, cual es el amor de un padre lleno de misericordia y amor, o el de un esposo herido en su honor. Es un amor que, lejos de disminuir y cesar ante las monstruosas infidelidades y pérfidas traiciones, las castiga, sí, como lo merecen, en los culpables, no para repudiarlos y abandonarlos a sí mismos, sino sólo con el fin de limpiar y purificar a la esposa alejada e infiel y a los hijos ingratos para hacerles volver a unirse de nuevo consigo, una vez renovados y confirmados los vínculos de amor: «Cuando Israel era niño, yo le amé; y de Egipto llamé a mi hijo... Yo enseñé a andar a Efraín, los tomé en mis brazos, mas ellos no comprendieron que yo los cuidaba. Los conducía con cuerdas de humanidad, con lazos de amor... Sanaré su rebeldía, los amaré generosamente, pues mi ira se ha apartado de ellos. Seré como el rocío para Israel, florecerá él como el lirio y echará sus raíces como el Líbano»7.

Expresiones semejantes tiene el profeta Isaías, cuando presenta a Dios mismo y a su pueblo escogido como dialogando y discutiendo entre sí con opuestos sentimientos: «Mas Sión dijo: Me ha abandonado el Señor, el Señor se ha olvidado de mí. ¿Puede, acaso, una mujer olvidar a su pequeñuelo hasta no apiadarse del hijo de sus entrañas? Aunque esta se olvidare, yo no me olvidaré de ti»8. Ni son menos conmovedoras las palabras con que el autor del Cantar de los Cantares, sirviéndose del simbolismo del amor conyugal, describe con vivos colores los lazos de amor mutuo que unen entre sí a Dios y a la nación predilecta: «Como lirio entre las espinas, así mi amada entre las doncellas... Yo soy de mi amado, y mi amado es para mí; El se apacienta entre lirios... Ponme como sello sobre tu corazón, como sello sobre tu brazo, pues fuerte como la muerte es el amor, duros como el infierno los celos; sus ardores son ardores de fuego y llamas»9.

8. Este amor de Dios tan tierno, indulgente y sufrido, aunque se indigna por las repetidas infidelidades del pueblo de Israel, nunca llega a repudiarlo definitivamente; se nos muestra, sí, vehemente y sublime; pero no es así, en sustancia, sino el preludio a aquella muy encendida caridad que el Redentor prometido había de mostrar a todos con su amantísimo Corazón y que iba a ser el modelo de nuestro amor y la piedra angular de la Nueva Alianza.

Porque, en verdad sólo Aquel que es el Unigénito del Padre y el Verbo hecho carne «lleno de gracia y de verdad»10, al descender hasta los hombres, oprimidos por innumerables pecados y miserias, podía hacer que de su naturaleza humana, unida hipostáticamente a su Divina Persona, brotara un manantial de agua viva que regaría copiosamente la tierra árida de la humanidad, transformándola en florido jardín lleno de frutos. Obra admirable que había de realizar el amor misericordiosísimo y eterno de Dios, y que ya parece preanunciar en cierto modo el profeta Jeremías con estas palabras: «Te he amado con un amor eterno, por eso te he atraído a mí lleno de misericordia... He aquí que vienen días, afirma el Señor, en que pactaré con la casa de Israel y con la casa de Judá una alianza nueva; ... Este será el pacto que yo concertaré con la casa de Israel después de aquellos días, declara el Señor: Pondré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón; yo les seré su Dios, y ellos serán mi pueblo...; porque les perdonaré su culpa y no me acordaré ya de su pecado»11.

Nuevo Testamento
9. Pero tan sólo por los Evangelios llegamos a conocer con perfecta claridad que la Nueva Alianza estipulada entre Dios y la humanidad —de la cual la alianza pactada por Moisés entre el pueblo y Dios, fue tan solo una prefiguración simbólica, y el vaticinio de Jeremías una mera predicción— es la misma que estableció y realizó el Verbo Encarnado, mereciéndonos la gracia divina. Esta Alianza es incomparablemente más noble y más sólida, porque a diferencia de la precedente, no fue sancionada con sangre de cabritos y novillos, sino con la sangre sacrosanta de Aquel a quienes aquellos animales pacíficos y privados de razón prefiguraban: «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo»12. Porque la Alianza cristiana, más aún que la antigua, se manifiesta claramente como un pacto fundado no en la servidumbre o en el temor, sino en la amistad que debe reinar en las relaciones entre padres e hijos. Se alimenta y se consolida por una más generosa efusión de la gracia divina y de la verdad, según la sentencia del evangelista san Juan: «De su plenitud todos nosotros recibimos, y gracia por gracia. Porque la ley fue dada por Moisés, mas la gracia y la verdad por Jesucristo han venido»13.

Introducidos por estas palabras del discípulo «al que amaba Jesús, y que, durante la Cena, reclinó su cabeza sobre el pecho de Jesús»14, en el mismo misterio de la infinita caridad del Verbo Encarnado, es cosa digna, justa, recta y saludable, que nos detengamos un poco, venerables hermanos, en la contemplación de tan dulce misterio, a fin de que, iluminados por la luz que sobre él proyectan las páginas del Evangelio, podamos también nosotros experimentar el feliz cumplimiento del deseo significado por el Apóstol a los fieles de Éfeso: «Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, de modo que, arraigados y cimentados en la caridad, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la alteza y la profundidad, hasta conocer el amor de Cristo, que sobrepuja a todo conocimiento, de suerte que estéis llenos de toda la plenitud de Dios»15.

10. En efecto, el misterio de la Redención divina es, ante todo y por su propia naturaleza, un misterio de amor; esto es, un misterio del amor justo de Cristo a su Padre celestial, a quien el sacrificio de la cruz, ofrecido con amor y obediencia, presenta una satisfacción sobreabundante e infinita por los pecados del género humano: «Cristo sufriendo, por caridad y obediencia, ofreció a Dios algo de mayor valor que lo que exigía la compensación por todas las ofensas hechas a Dios por el género humano»16. Además, el misterio de la Redención es un misterio de amor misericordioso de la augusta Trinidad y del Divino Redentor hacia la humanidad entera, puesto que, siendo ésta del todo incapaz de ofrecer a Dios una satisfacción condigna por sus propios delitos17, Cristo, mediante la inescrutable riqueza de méritos, que nos ganó con la efusión de su preciosísima Sangre, pudo restablecer y perfeccionar aquel pacto de amistad entre Dios y los hombres, violado por vez primera en el paraíso terrenal por culpa de Adán y luego innumerables veces por las infidelidades del pueblo escogido.

Por lo tanto, el Divino Redentor, en su cualidad de legítimo y perfecto Mediador nuestro, al haber conciliado bajo el estímulo de su caridad ardentísima hacia nosotros los deberes y obligaciones del género humano con los derechos de Dios, ha sido, sin duda, el autor de aquella maravillosa reconciliación entre la divina justicia y la divina misericordia, que constituye esencialmente el misterio trascendente de nuestra salvación. Muy a propósito dice el Doctor Angélico: «Conviene observar que la liberación del hombre, mediante la pasión de Cristo, fue conveniente tanto a su justicia como a su misericordia. Ante todo, a la justicia; porque con su pasión Cristo satisfizo por la culpa del género humano, y, por consiguiente, por la justicia de Cristo el hombre fue libertado. Y, en segundo lugar, a la misericordia; porque, no siéndole posible al hombre satisfacer por el pecado, que manchaba a toda la naturaleza humana, Dios le dio un Redentor en la persona de su Hijo». Ahora bien: esto fue de parte de Dios un acto de más generosa misericordia que si El hubiese perdonado los pecados sin exigir satisfacción alguna. Por ello está escrito: «Dios, que es rico en misericordia, movido por el excesivo amor con que nos amó, aun cuando estábamos muertos por los pecados, nos volvió a dar la vida en Cristo»18.

Amor divino y humano
11. Pero a fin de que podamos en cuanto es dado a los hombres mortales, «comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la alteza y la profundidad»19 del misterioso amor del Verbo Encarnado a su celestial Padre y hacia los hombres manchados con tantas culpas, conviene tener muy presente que su amor no fue únicamente espiritual, como conviene a Dios, puesto que «Dios es espíritu»20. Es indudable que de índole puramente espiritual fue el amor de Dios a nuestros primeros padres y al pueblo hebreo; por eso, las expresiones de amor humano conyugal o paterno, que se leen en los Salmos, en los escritos de los profetas y en el Cantar de los Cantares, son signos y símbolos del muy verdadero amor, pero exclusivamente espiritual, con que Dios amaba al género humano; al contrario, el amor que brota del Evangelio, de las cartas de los Apóstoles y de las páginas del Apocalipsis, al describir el amor del Corazón mismo de Jesús, comprende no sólo la caridad divina, sino también los sentimientos de un afecto humano. Para todos los católicos, esta verdad es indiscutible. En efecto, el Verbo de Dios no ha tomado un cuerpo ilusorio y ficticio, como ya en el primer siglo de la era cristiana osaron afirmar algunos herejes, que atrajeron la severa condenación del apóstol san Juan: «Puesto que en el mundo han salido muchos impostores: los que no confiesan a Jesucristo como Mesías venido en carne. Negar esto es ser un impostor y el anticristo21. En realidad, El ha unido a su Divina Persona una naturaleza humana individual, íntegra y perfecta, concebida en el seno purísimo de la Virgen María por virtud del Espíritu Santo22. Nada, pues, faltó a la naturaleza humana que se unió el Verbo de Dios. El la asumió plena e íntegra tanto en los elementos constitutivos espirituales como en los corporales, conviene a saber: dotada de inteligencia y de voluntad todas las demás facultades cognoscitivas, internas y externas; dotada asimismo de las potencias afectivas sensibles y de todas las pasiones naturales. Esto enseña la Iglesia católica, y está sancionado y solemnemente confirmado por los Romanos Pontífices y los concilios ecuménicos: «Entero en sus propiedades, entero en las nuestras»23; «perfecto en la divinidad y El mismo perfecto en la humanidad»24; «todo Dios [hecho] hombre, y todo el hombre [subsistente en] Dios»25.

12. Luego si no hay duda alguna de que Jesús poseía un verdadero Cuerpo humano, dotado de todos los sentimientos que le son propios, entre los que predomina el amor, también es igualmente verdad que El estuvo provisto de un corazón físico, en todo semejante al nuestro, puesto que, sin esta parte tan noble del cuerpo, no puede haber vida humana, y menos en sus afectos. Por consiguiente, no hay duda de que el Corazón de Cristo, unido hipostáticamente a la Persona divina del Verbo, palpitó de amor y de todo otro afecto sensible; mas estos sentimientos estaban tan conformes y tan en armonía con su voluntad de hombre esencialmente plena de caridad divina, y con el mismo amor divino que el Hijo tiene en común con el Padre y el Espíritu Santo, que entre estos tres amores jamás hubo falta de acuerdo y armonía26.

Sin embargo, el hecho de que el Verbo de Dios tomara una verdadera y perfecta naturaleza humana y se plasmara y aun, en cierto modo, se modelara un corazón de carne que, no menos que el nuestro, fuese capaz de sufrir y de ser herido, esto, decimos Nos, si no se piensa y se considera no sólo bajo la luz que emana de la unión hipostática y sustancial, sino también bajo la que procede de la Redención del hombre, que es, por decirlo así, el complemento de aquélla, podría parecer a algunos «escándalo y necedad», como de hecho pareció a los judíos y gentiles «Cristo crucificado»27. Ahora bien: los Símbolos de la fe, en perfecta concordia con la Sagrada Escritura, nos aseguran que el Hijo Unigénito de Dios tomó una naturaleza humana capaz de padecer y morir, principalmente por razón del Sacrificio de la cruz, donde El deseaba ofrecer un sacrificio cruento a fin de llevar a cabo la obra de la salvación de los hombres. Esta es, además, la doctrina expuesta por el Apóstol de las Gentes: «Pues tanto el que santifica como los que son santificados todos traen de uno su origen. Por cuya causa no se desdeña de llamarlos hermanos, diciendo: "Anunciaré tu nombre a mis hermanos...". Y también: "Heme aquí a mí y a los hijos que Dios me ha dado". Y por cuanto los hijos tienen comunes la carne y sangre, El también participó de las mismas cosas... Por lo cual debió, en todo, asemejarse a sus hermanos, a fin de ser un pontífice misericordioso y fiel en las cosas que miren a Dios, para expiar los pecados del pueblo. Pues por cuanto El mismo fue probado con lo que padeció, por ello puede socorrer a los que son probados»28.
(PIO XII, Carta Encíclica "Haurietis aquas" Sobre el culto al Sagrado Corazón de Jesús, nn. 6-12)

1 Conc. Ephes. can. 8; cf. Mansi, Sacrorum Conciliorum ampliss. Collectio, 4, 1083 C.; Conc. Const. II, can. 9; cf. ibíd. 9, 382 E.
2 Cf. enc. Annum sacrum: AL 19 (1900) 76.
3 Cf. Ex. 34, 27-28.
4 Dt 6, 4-6.
5 2. 2.ae 2, 7: ed. Leon. 8 (1895) 34.
6 Dt 32, 11.
7 Os 11, 1, 3-4; 14, 5-6.
8 Is 49, 14-15.
9 Cant 2, 2; 6, 2; 8, 6.
10 Jn 1, 14.
11 Jer 31, 3; 31, 33-34.
12 Cf. Jn 1, 29; Heb 9, 18-28; 10, 1-17.
13 Jn 1, 16-17.
14 Ibíd., 21.
15 Ef 3, 17-19.
16 Sum. theol. 3, 48, 2: ed. Leon. 11 (1903) 464.
17 Cf. enc. Miserentissimus Redemptor: AAS 20 (1928) 170.
18 Ef 2, 4; Sum. theol. 3, 46, 1 ad 3: ed. Leon. 11 (1903) 436.
19 Ef 3, 18.
20 Jn 4, 24.
21 2 Jn 7.
22 Cf. Lc 1, 35.
23 S. León Magno, Ep. dogm. «Lectis dilectionis tuae» ad Flavianum Const. Patr. 13 jun. a. 449: cf. PL 54, 763.
24 Conc. Chalced. a. 451: cf. Mansi, op. cit. 7, 115 B.
25 S. Gelasio Papa, tr. 3: «Necessarium», de duabus naturis in Christo: cf. A. Thiel Epist. Rom. Pont. a S. Hilaro usque ad Pelagium II, p. 532.
26 Cf. S. Th. Sum. theol. 3, 15, 4; 18, 6: ed. León. 11 (1903) 189 et 237.
27 Cf. 1 Cor 1, 23.
28 Heb 2, 11-14. 17-18.



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Santos Padres: San Agustín - Cristo, hecho pan en la Encarnación

Volvamos al hacedor de estas cosas. Él es El pan que bajó del cielo; un pan, sin embargo, que repara sin mengua; se le puede sumir, no se le puede consumir. Este pan estaba figurado en el maná; de donde se dijo: Les dio pan del cielo; comió el hombre el pan de los ángeles. ¿Quién sino Cristo es el pan del cielo? Mas para que comiera el hombre el pan de los ángeles, el Señor de los ángeles se hizo hombre. Si no se hu­biera hecho esto, no tendríamos su carne; y si no tuviéramos su carne, no comeríamos el pan del altar. Y, pues se nos ha dado una prenda tan valiosa, corramos a tomar posesión de nuestra herencia. Suspiremos, hermanos míos, por vivir con Cristo, pues tenemos en prenda su muerte. ¿Cómo no ha de darnos sus bienes quien ha sufrido nuestros males? En este país, en este siglo perverso, ¿qué abunda sino el nacer, trabajar, padecer y morir? Examinad las cosas humanas, y desmentidme, si miento. Ved si los hombres están aquí para otro fin que nacer, padecer y morir. Tales son los productos de nuestro país; eso lo que abunda. A proveerse de tales mercancías bajó del cielo el divino Mercader; y porque todo mercader da y recibe: da lo que tiene y recibe lo que no tiene, da el dinero de la compra y recibe lo comprado; también Cristo dio y recibió. Pero ¿qué recibió? Lo que abunda entre nosotros: nacer, padecer y morir. Y ¿qué dio? Renacer y resucitar y para siempre reinar. ¡Oh Mercader bueno, cómpranos! Mas ¿qué digo cómpranos, si más bien debemos darle gracias por habernos comprado? Y ¡a qué precio! Al precio de esa tu san­gre que bebemos... Sí; nos das el precio... El evangelio que lee­mos es el acta de adquisición. Siervos tuyos somos, criaturas somos tuyas, porque nos hiciste y nos redimiste. Un esclavo puede comprarle cualquiera; lo que no puede es crearle; el Señor, en cambio, creó y redimió a sus siervos. Por la creación les dio la existencia; por la redención les dio la independencia. Habíamos venido a manos del príncipe de este siglo, el seductor y esclaviza­dor de Adán, principio y origen de nuestra esclavitud; pero vino el Redentor, y fue vencido el seductor. Y ¿qué le hizo el Re­dentor al esclavizador? Para rescatarnos hizo de la cruz un lazo, donde puso de cebo su sangre; sangre que pudo el enemigo ver­ter, y no mereció beber. Y porque derramó la sangre de quien nada le debía, fue obligado a devolver los que debía; por haber derramado la sangre del Inocente, se le obligó a desprenderse de los culpables. El Salvador, en efecto, derramó su sangre para bo­rrar nuestros pecados, y así quedó borrada por la sangre del Redentor la carta de obligación que al diablo nos sujetaba. Porque no estábamos sujetos a él sino por los vínculos de nuestros peca­dos. Ellos eran las cadenas de nuestra cautividad. Y vino él y en­cadenó al fuerte con su pasión, y entró en su casa, es decir, en los corazones donde moraba, y le arrebató sus vasos. Los había él llenado de su amargura, y aun se la dio a beber a nuestro Reden­tor con la hiel; pero, al arrebatarle los vasos que había—el dia­blo—llenado y hacérselos propios, nuestro Señor vertió la amar­gura y los llenó de dulzura.

Amabilidad de Cristo
Amémosle, porque es dulce. Gus­tad y ved cuán dulce es el Señor. Se le ha de temer; pero se le ha de amar todavía más. Es hombre y Dios: un solo Cristo, Dios y hombre a la vez; y como es hombre, es un alma y un cuerpo, pero no dos personas. En Cristo hay, ciertamente, dos sustancias: Dios y hombre; mas personas sólo una; y así, no obstante la encarnación, es Dios una Trinidad, no una cuater­nidad. ¿Es posible, de consiguiente, no se apiade Dios de nos­otros, cuando se hizo por nosotros hombre? Tanto hizo—por nosotros—, que aun asombra más que sus promesas, y sus obras deben movernos a creer en lo que prometió. A duras penas creyéramos lo que hizo de no haberlo visto. ¿Dónde lo vemos? En los pueblos que tienen su ley, en las muchedumbres que le siguen. Se ha realizado así la promesa que hizo a Abrahán cuando se le dijo: En tu descendencia serán benditas todas las gentes. De poner los ojos en si mismo, ¿cuándo lo hubiera creído? Era un hombre, y solo, y viejo, y estéril su mujer y de tan avanzada edad que, aun sin el defecto de la esterilidad, la concepción fuera imposible. No existía base alguna en absoluto donde apoyar la esperanza: mirando, empero, a quien le hacía la promesa, lo creía, aun sin llevar camino. He ahí, pues, cum­plido ante nosotros lo que fue objeto de su fe; creemos, en consecuencia, lo que no vemos por lo que viendo estamos. Engendró a Isaac: no lo hemos visto; Isaac engendró a Jacob, lo que tampoco vimos; éste engendró a doce hijos, que no hemos visto tampoco, y sus doce hijos engendraron al pueblo de Israel, que ahora estamos viendo... Pues que ya empecé a decir lo que estamos viendo, prosigo... Del pueblo de Israel, nació la Virgen María, que dio a luz a Cristo, y a los ojos está cómo en Cristo son benditas las naciones todas. ¿Hay algo más verdadero? ¿Hay algo más cierto? ¿Hay algo más palmario? Vosotros, que conmigo salisteis de la gentilidad, desead conmigo la vida futura. Si ya en este siglo cumplió Dios lo que había prometido hacer en la descendencia de Abrahán, ¿cómo no ha de cumplir sus promesas eternas a los que hizo de la descendencia de Abrahán? El Apóstol lo dice: Si vosotros sois cristianos, luego sois descen­dientes de Abrahán. Son palabras del Apóstol.

Las realizaciones de Cristo, más admirables que sus promesas
Gran cosa hemos empezado a ser; nadie lo tenga en poco. Éramos nada, ya somos algo. Nosotros hemos dicho al Señor: Acuérdate de que somos polvo; más del polvo hizo al hombre; a este polvo le dio la vida, y en la persona de Cris­to nuestro Señor elevó este polvo a los reinos celestiales. De aquí, en efecto, tomó él su carne; de aquí tomó su tierra, para ele­varla al cielo, quien hizo la tierra y el cielo. Supongamos, pues, que se nos habla hoy por vez primera de dos cosas no realizadas aún, y se nos pregunta qué cosa es más de asombrar: que Dios se haya hecho hombre o que el hombre se haga Dios. ¿Cuál es mayor maravilla? ¿Cuál más difícil? ¿Qué nos ha prometido Cristo? Lo que aún no hemos visto: ser hombres suyos, reinar con él y no morir por siempre jamás. Cosa recia se nos hace creer que un hombre, salido de la nada, arribe a la vida inmor­tal. Y, sin embargo, esto es lo que nosotros creemos cuando se ha sacudido del corazón el polvo del mundo, que ciega los ojos de la fe. Esto se nos manda creer: que después de la muerte iremos con estos cuerpos, víctimas de la muerte, a la vida donde no se muere. Admirable cosa por cierto; todavía, no obstante, lo supera el morir Dios una vez. Entre recibir la vida los hombres de la mano de Dios y recibir Dios la muerte de mano de los hombres, ¿no parece más increíble lo último? Luego, si esto es un hecho, creamos lo que ha de serlo. ¿No habrá Dios de darnos lo más creíble, si se realizó lo más increíble? Dios puede hacer ángeles a los hombres, pues hace a los hombres de una semilla terrena y horrible. ¿Qué seremos? Ángeles. ¿Qué fui­mos? Vergüenza da recordarlo; pero fuerza es pensarlo, aun­que me ruborizo de mentarlo. ¿Qué fuimos? ¿De dónde hizo Dios a los hombres? ¿Qué fuimos antes de ser totalmente? Nada. Y cuando estábamos en el seno materno, ¿qué cosa éra­mos? Imaginárselo basta. Echad del entendimiento la materia de donde salisteis, y traedle a lo que sois ahora. Vivís, pero tam­bién viven las hierbas y los árboles; sentís, mas también sienten los animales. Sois hombres, y en esto hacéis a los animales ven­taja; y sois de orden superior a los animales, porque tenéis no­ción de los grandes bienes que Dios nos hizo. Vivís, sentís, entendéis, sois hombres. ¿Qué otro beneficio se puede comparar a éste? El de ser cristianos. Si este don no hubiéramos recibido, ¿de qué provecho nos fuera el ser hombres? Somos cristianos, pues; pertenecemos a Cristo. Allá el mundo se encrespe contra nosotros; no podrá doblegarnos, porque pertenecemos a Cristo.
Y si nos acaricia, no podrá seducirnos: ¡pertenecemos a Cristo!

Seguridad de los cristianos bajo la tutela de Cristo.

Gran protector hemos hallado, hermanos. Vosotros sabéis cuán anchos se ponen los hombres con sus protectores. Se amenaza al privado de un poderoso, y responde: "Viva fulano de tal, mi señor, y nada podrás hacerme." ¡Cuánto más alto y con más razón podemos nosotros decir: "Viva nuestra Cabeza, y nada podrás hacerme!" Porque nuestro protector es nuestra Cabeza. Por otra parte, quien se apoya sobre un protector cualquiera, cliente suyo es; nosotros no somos sino miembros de nuestro protector. Apoyados en él, nadie podrá separarnos, sean cuales­quiera los males que nos sobrevengan en este mundo, porque todo lo que pasa es nada, y por el camino de los males llegare­mos a los bienes que no pasan. Y, en llegando que lleguemos, ¿quién será poderoso para echarnos de allí? Se cerrarán las puer­tas de Jerusalén, se pasarán los cerrojos y a los moradores de la celestial ciudad se les dirá: Alaba, Jerusalén, al Señor; alaba, Sión, a tu Dios, porque redobló los cerrojos de tus puertas, ben­dijo a tus hijos dentro de ti y dio la paz a tu territorio. Cerradas las puertas y echados los cerrojos, ni sale amigo ni entra ene­migo... Y entonces gozaremos de la verdadera y firme seguridad, si aquí no desertamos de la verdad.
(SAN AGUSTÍN, Sermones (VII), Sermón 130, BAC Madrid 1964, pp. 286-291)



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Aplicación: R.P. José A. Marcone, I.V.E. -“Nos amó hasta el extremo” (Jn 13,1)

Introducción

Hace casi 350 años, en el año 1673, vivía en Francia una religiosa contemplativa, una monjita de claustro, perteneciente a la Congregación de las Hermanas de la Visitación. Llevaba una vida de mucha oración e intimidad con Dios. Su nombre era Margarita María de Alacoque. Un día, estando ella rezando, se le apareció Jesús. En medio del pecho de Jesús aparecía el Corazón. Estaba rodeado de llamas de amor, coronado de espinas, con una herida abierta de la cual brotaba sangre y, del interior de su corazón, salía una cruz. Santa Margarita escuchó a Nuestro Señor decir: “Este es el Corazón que tanto ha amado y ama a los hombres y, a cambio de ese amor, de la mayor parte de los hombres no recibe nada más que ingratitud, irreverencia y desprecio, sobre todo en el Sacramento del amor, el Sacramento de la Eucaristía”.

Es, precisamente, la conocida imagen que se venera en tantas iglesias y lugares del mundo.



1. El verdadero significado de esta devoción

Viendo al corazón de carne de Jesús tal como aparece en esta imagen nos preguntamos cuál es el significado, el simbolismo que encierra ese corazón de carne de Jesús, ese corazón de carne que latió y late en su pecho y da impulsos a su cuerpo físico. Ese corazón físico es el símbolo del inmenso amor de Jesucristo por todos los hombres.

Ese corazón es corazón de Cristo, que es Dios y hombre. Ese corazón físico, como toda la naturaleza humana de Jesucristo, está unido a la Persona del Verbo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Por lo tanto es símbolo del amor divino y del amor humano con que nos amó Jesucristo. El amor divino que, en cuanto Dios, tiene a los hombres pecadores, y el amor humano que Él guardaba en su alma humana y que lo llevaba a enternecerse intensamente por las desgracias de los hombres, especialmente la desgracia del pecado mortal. Aún más, ese amor divino se manifestó, inclusive, sensiblemente, como cuando Jesús lloró ante la muerte de su amigo Lázaro.

Por eso el Corazón de Cristo que vemos en esta imagen y tal como lo vio Santa Margarita María de Alacoque resume todo el amor de Dios hacia nosotros. Entonces, al venerar el Corazón de Jesús, adoramos el amor de Dios hacia nosotros.

Es el amor lo que explica absolutamente todas las obras de Dios. Pero no solamente Dios ama intensamente sino que, además, Dios mismo es amor, como dice el apóstol San Juan (1Jn.4,8.16). Por otro lado, todo lo que el hombre debe darle a Dios y lo único que Dios le pide al hombre, es amor. Por todo esto es que esta devoción al Sagrado Corazón de Jesús es como un resumen de toda la religión católica, dado que nos expresa lo que Dios es y hace, y nos expresa lo que nosotros debemos hacer hacia Él.



2. Fundamento bíblico de esta devoción

¿La Sagrada Escritura, la Biblia nos dice algo acerca del corazón de Jesús? Sí, ciertamente, nos habla explícitamente del corazón físico de Jesús. En Jn.19,31-37, tal como lo muestra el evangelio de hoy, leemos: “Los judíos pidieron a Pilato que hiciera quebrar las piernas de los crucificados y man­dara retirar sus cuerpos, para que no quedaran en la cruz durante el sábado, porque ese sábado era muy solemne. Los soldados fueron y quebraron las piernas a los dos que ha­bían sido crucificados con Jesús. Cuando llegaron a Él, al ver que ya estaba muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y en seguida brotó sangre y agua. El que vio esto lo atestigua: su testimonio es verdadero y él sabe que dice la verdad, para que también ustedes crean”.

Esta lanzada del soldado romano que abrió el costado de Jesús fue hecha en el lado derecho, como lo atestigua la Sábana Santa. Los soldados de aquel tiempo para poder llegar con la punta de la lanza al corazón del enemigo herían el costado derecho y no el izquierdo, donde se encuentra el corazón, por la sencilla razón que la coraza de los combatientes cubría sobre todo el lado izquierdo y dejaba el derecho más descubierto, para alivianar el peso de la coraza. De manera que queda claro que este texto de San Juan se refiere al Corazón de Jesús. Por lo tanto esta devoción no está solamente asentada en una revelación privada sino en la misma Biblia, revelación pública divina.

Es muy importante este texto de San Juan para cimentar nuestra devoción al Sagrado Corazón de Jesús en la misma Biblia. San Juan dice que ésta lanzada que le atravesó el corazón fue permitida por Dios para que se cumpliera una promesa del AT, del profeta Zacarías, que dice: “Mirarán al que traspasaron” (Zac 12,10). Mirar a Cristo en cruz es mirarlo muerto y con el corazón perforado por amor. San Juan le da, entonces, en la crucifixión y muerte de Jesús el lugar más importante al corazón de Jesús.

Y dice San Juan que de ese costado abierto sale sangre y agua. Y si sale del costado es porque esa sangre y agua brotan del corazón de Cristo. En la película de Mel Gibson sobre la pasión de Cristo está representado de una manera muy notoria este momento, con una lluvia intensa de agua y sangre que sale del costado de Cristo. ¿Qué significan esa sangre y esa agua? La sangre significa el sacrificio total de Cristo, que entrega su vida por el perdón de los pecados. Y el agua, que es símbolo del Espíritu, significa la fecundidad espiritual que esa muerte va a traer al mundo.

Y por eso podemos decir que esa sangre que brotó del mismo corazón de Cristo a través del costado es símbolo de la Eucaristía, el Santo Sacrificio de la Misa. Y el agua es símbolo del Bautismo, que nos lava y nos hace nuevas creaturas.

Estos son los dos sacramentos fundamentales, sobre los que se edifica la Iglesia. Y por eso, en esos dos sacramentos está representada la Iglesia misma. Así como Eva fue sacada del costado de Adán, ahora, la Iglesia, Esposa de Cristo es sacada del Nuevo Adán, Jesucristo. Con Cristo y a partir de su corazón comienza una nueva humanidad. El primer Adán y la primera Eva pecaron y trajeron al mundo la maldición. El nuevo Adán y la nueva Eva son inmaculados y traen al mundo la salvación.1

Recordemos que Jesús se le apareció a Santa Faustina Kowalska emitiendo de su Corazón dos rayos de luz: uno rojo y otro blanco, significando precisamente esos dos dones de su costado abierto: la Eucaristía y el Bautismo.



3. Exigencias de esta devoción

Ese corazón atravesado por la lanza del costado que arroja sangre y agua; ese corazón que se aparece a Santa Margarita María rodeado de espinas y fuego, herido y sangrante, con una cruz que brota de él, ¿qué nos dice? ¿Cuál es el mensaje que nos envía en un lenguaje tan tremendo y expresivo?

Nos está diciendo que es un corazón que ha amado mucho, “hasta el extremo” (Jn 13,1), hasta la muerte, pero es un corazón que ha sido herido por la mano del hombre, es decir, ha sido rechazado por el hombre. Es un amor no correspondido. Es un corazón destrozado por aquellos mismos que han sido más amados por ese corazón.

¿Qué es, entonces, lo que nos está exigiendo ese corazón tan desgarrado y despedazado? Nos está exigiendo que lo amemos y que reparemos las heridas recibidas a causa de nuestros pecados y de los pecados de los demás hombres. Santa Margarita María quería ‘recuperar’ todo el tiempo que no lo había amado.

Dos, pues son los actos esenciales de esta devoción: amor y reparación. Amor, por lo mucho que Él nos ama. Reparación y desagravio, por las muchas injurias que recibe sobre todo en la Sagrada Eucaristía.

Por lo tanto no podemos contentarnos con cumplir bien con nuestros deberes y nuestras obligaciones religiosas. Debemos buscar de hacer algo más de lo que simplemente nos corresponde. Debemos hacer obras para reparar nuestras ofensas pasadas al Sagrado Corazón y para reparar las ofensas que hacen los demás hombres al Sagrado Corazón.

¿Qué debo hacer concretamente para amar y reparar al Sagrado Corazón? Damos por supuesto aquello que es elemental y es el fundamento de la vida moral del cristiano, es decir, cumplir los diez mandamientos, dentro los cuales se encuentra el ir a Misa todos los domingos.

Las obras que concretamente debo hacer para amar y reparar al Sagrado Corazón son:

1. Recibir, al menos una vez en la vida, la Sagrada Comunión durante nueve primeros viernes de mes de forma consecutiva y sin ninguna interrupción, teniendo la intención de honrar al Sagrado Corazón de Jesús y de alcanzar la perseverancia final, y ofreciendo cada Sagrada Comunión como un acto de expiación por las ofensas cometidas contra el Santísimo Sacramento.

A esta obra está ligada la promesa más importante del Sagrado Corazón, según las palabras que Jesús dijo a Santa Margarita María: “Yo prometo en la excesiva misericordia de mi Corazón, que mi amor omnipotente concederá a todos aquellos que comulguen los primeros viernes de nueve meses consecutivos la gracia de la penitencia final; no morirán en desgracia ni sin recibir los Sacramentos, siéndoles mi Corazón un asilo seguro en su última hora”.

2. Entronizar imágenes en casa: “Bendeciré las casas en que la imagen de mi Sagrado Corazón sea expuesta y honrada”

3. Difundir devoción: “Las personas que propaguen esta devoción tendrán sus nombres escritos en mi Corazón y jamás serán borrados de él”.

Otras promesas para los devotos del Sagrado Corazón son:

1. Les daré todas las gracias necesarias a su estado de vida y bendiciones sobre todas sus empresas.

2. Paz en sus familias.

3. Los consolaré en todas sus aflicciones especialmente a la hora de la muerte.



Conclusión

El evangelio de hoy hace notar que aquella lanzada que hirió el corazón de Jesús fue permitida por Dios para que se cumpliera una profecía del profeta: “Mirarán al que traspasaron” (Jn 19,37). Eso es lo que Dios quiere que hagamos con Cristo en cruz: que miremos el corazón traspasado de Jesús. ¿Yo soy uno de ellos? Si no lo soy, debo serlo.

El que cuenta este hecho es aquel discípulo que reclinó su cabeza sobre el pecho de Jesús, aquel que escuchó los tiernos latidos de aquel corazón amante, es decir, San Juan. Aquel que sabe reclinar su cabeza sobre el pecho de Jesús con la confianza de un amigo y de un hijo, podrá experimentar en propia persona aquella frase de Jesús: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados que yo los aliviaré. Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y encontraréis descanso para vuestras almas”. Y aquel que supo tomar consuelo del Corazón de Jesús, sabrá también dolerse de la herida de ese Corazón, y buscará reparar su dolor.

La Virgen María fue una de las que, al pie de la cruz, ‘miraron al Traspasado’, es decir, creyó en Cristo (en San Juan, ‘mirar’ es creer). Ella al igual que su Hijo tiene el corazón atravesado, como se lo dijo el anciano Simeón: “A ti una espada te traspasará el alma”. Por lo tanto nadie mejor que ella puede enseñarnos a amar el Corazón traspasado de Jesús.

1 Dice la Biblia de Jerusalén en nota a Jn.19,34: “Sangre y agua: el sentido de este hecho lo precisarán dos textos de la Escritura, vv. 36s. La sangre (Lv.1,5 +; Ex.24,8 +) atestigua la realidad del sacrifico del cordero ofrecido por la salvación del mundo (Jn.6,51), y el agua, símbolo del Espíritu, atestigua su fecundidad espiritual. Muchos Padres han visto, y no sin fundamento, en el agua el símbolo del bautismo, en la sangre el de la Eucaristía y en estos dos sacramentos, el signo de la Iglesia, nueva Eva que nace del nuevo Adán (Cf. Ef.5,23-32)”.



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Aplicación: San Alberto Hurtado, S.J. - Toda su vida fue un acto de amor


A veces la fiesta del Sagrado Corazón está desfigurada por estatuas poco felices, lenguaje demasiado dulzarrón, revelaciones particulares que ocupan demasiado sitio...

Pero lo que ella es en sí, es un llamado al amor que languidece entre los cristianos. Para ello Jesús nos pone de manifiesto su infinito amor hacia nosotros. El amor que nos tiene desde toda eternidad, antes que el mundo fuera. Como Dios que es nos amó y nos ama y no ha podido apartar ni un instante nuestro ser de su ser. Este amor es la causa de nuestro ser. Por Él con Él y en Él valemos.

Toda su vida fue un acto de amor: nace pobre para consolar a los pobres; huye al Egipto para que los 50 millones de expatriados que ahora han tenido que abandonar su Patria por prejuicios raciales y políticos pudieran hallar consuelo sabiendo que Dios también fue desterrado; trabaja como obrero, para que los proletarios del mundo entero supieran que Dios tomó también la forma de proletario y conoció sus dolores, sus fatigas, sus humillaciones; conoció las persecuciones de los poderosos, de los fanáticos, de los vividores para aliento de los que después de Él han querido dar testimonio de la verdad; quiso aparecer vencido, humillado, fracasado, para que ni aún en estos supremos momentos de dolor nos falte la mirada amorosa del Dios que también conoció esas tristezas; ni aun la muerte quiso eludirla para darnos ánimo en esa hora suprema y para testimoniarnos que partía para prepararnos un lugar en la Casa del Padre y para poder enviarnos el Espíritu Consolador.

Su vida toda estuvo como impregnada de amor: amor a los niños inocentes a quienes defiende, acaricia, bendice; amor a los pobres, sus privilegiados, a quienes consagra su primera bienaventuranza y a quienes evangeliza antes que a nadie; amor a los pecadores: y allí están, Magdalena, la adúltera, el ladrón, Pedro…

El amor de Cristo está lleno de ternura, de solicitud no sólo por nuestra alma sino también por nuestro cuerpo, por las dolencias físicas que sana aun sin que se le rueguen; por la tristeza de sus amigos, por el hambre de los pobres que se apresura a satisfacer, y con qué delicadeza defiende a sus hambrientos discípulos cuando se alimentan de las espigas, con qué ternura les prepara el desayuno después de la noche de pesca.

Y este amor de Cristo, este amor del Hijo de Dios, este amor de Jesús es el que honramos en la devoción al Sagrado Corazón. Y esta devoción si siempre ha sido amable es hoy la devoción salvadora. ¿Qué es lo que más necesita el mundo en el momento actual? Lo que necesita el mundo hoy es una generación que ame, que ame de verdad, que realice la idea del amor: querer el bien, el bien de otro antes que el propio, el bien de otro a costa del propio bien de la vida; el bien de todos, el bien del pobre y del modesto empleado, el bien de la pobre viuda que no está sindicalizada, de los niños del arroyo; el bien de la prostituta...

Amor es lo que el pobre mundo moderno necesita. Sus dolores son tan inmensos como nunca lo había sido. Y aquí está nuestro deber: darle ese amor. A nosotros nos toca reivindicar lo que es nuestro, lo que constituye la grandeza aun de los errores: lo que es más nuestro, la caridad, el amor de Cristo.

Pero que nuestro amor no sean discursos, libros, preciosas páginas. Ni siquiera que nos contentemos con esgrimir las encíclicas y pastorales: la verdad que hay en ellas es demasiado hermosa y nadie nos la achacará; lo que nos achacan es no haberles dado cumplimiento.

Lo que el mundo requiere son obras, obras como las de Francisco de Asís; de Pedro Claver, de Damián de Veuster… Y cuáles serían, en concreto, esas obras de caridad, de amor.

Despertar en nosotros un hambre y sed de justicia. Hambre y sed de la verdad total. Hambre y sed de Cristo: conocerlo, conocer su doctrina, estudiarla en sus consecuencias sociales. Desarrollar la inquietud social, afectarnos por el sufrimiento sobre todo del pobre. Aumentar el sentido social. No descansar cuando vemos el mal; ser inconformistas... que no nos contentemos con ofrecer el cielo a los demás, mientras nosotros poseemos cómodamente la tierra que es la más brutal y amarga de las ironías.

Dar algo que es muy necesario, amor, caridad, comprensión. Estamos tan divididos y necesitamos tanto de amarnos, de comprendernos. Terminar con esas sospechas, desconfianzas, recelos mutuos. Abrazarnos en Cristo. Y si los problemas son contingentes ¿por qué no podríamos opinar? El respeto a la persona humana es algo básico en el cristianismo. Con tal que obedezcamos la jerarquía y mantengamos la unidad en lo esencial.

Unidos en Cristo, unidos con Cristo. Más unidos entre nosotros. La medida de nuestra unión será la de nuestra unión en Cristo y con Cristo. Unirnos en lo único que podemos estar unidos, en Cristo. Mañana todos en el Corazón de Cristo. En la Misa poner en el Corazón de Cristo a todos los hombres.
(SAN ALBERTO HURTADO S.J, Extracto de Charla a Universitarios en Fiesta del Sagrado Corazón)



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Aplicación: Beato Juan Pablo Magno - Del Corazón de Jesús ha brotado la fuente de vida eterna

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Pasado mañana celebraremos la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. Es una fiesta litúrgica que irradia una peculiar tonalidad espiritual sobre todo el mes de junio. Es importante que en los fieles siga viva la sensibilidad ante el mensaje que de ella brota: en el Corazón de Cristo el amor de Dios salió al encuentro de la humanidad entera.

Se trata de un mensaje que, en nuestros días, cobra una actualidad extraordinaria. En efecto, el hombre contemporáneo se encuentra a menudo trastornado, dividido, casi privado de un principio interior que genere unidad y armonía en su ser y en su obrar. Modelos de comportamiento bastante difundidos, por desgracia, exasperan su dimensión racional-tecnológica o, al contrario, su dimensión instintiva, mientras que el centro de la persona no es ni la pura razón, ni el puro instinto. El centro de la persona es lo que la Biblia llama «el corazón».

Al final del siglo XX, parece ya superada la incredulidad de corte iluminista, que dominó durante mucho tiempo. Las personas, experimentan una gran nostalgia de Dios, pero dan la impresión de haber perdido el camino del santuario interior en donde es preciso acoger su presencia: ese santuario es precisamente el corazón, donde la libertad y la inteligencia se encuentran con el amor del Padre que está en los cielos.

El Corazón de Cristo es la sede universal de la comunión con Dios Padre, es la sede del Espíritu Santo. Para conocer a Dios, es preciso conocer a Jesús y vivir en sintonía con su Corazón, amando, como él, a Dios y al prójimo.

2. La devoción al Sagrado Corazón, tal como se desarrolló en la Europa de hace dos siglos, bajo el impulso de las experiencias místicas de santa Margarita María Alacoque, fue la respuesta al rigorismo jansenista, que había acabado por desconocer la infinita misericordia de Dios. Hoy, a la humanidad reducida a una sola dimensión o, incluso, tentada de ceder a formas de nihilismo, si no teórico por lo menos práctico, la devoción al Corazón de Jesús le ofrece una propuesta de auténtica y armoniosa plenitud en la perspectiva de la esperanza que no defrauda.

Hace más o menos un siglo, un conocido pensador denunció la muerte de Dios. Pues bien, precisamente del Corazón del Hijo de Dios, muerto en la cruz, ha brotado la fuente perenne de la vida que da esperanza a todo hombre. Del Corazón de Cristo crucificado nace la nueva humanidad, redimida del pecado. El hombre del año 2000 tiene necesidad del Corazón de Cristo para conocer a Dios y para conocerse a sí mismo; tiene necesidad de él para construir la civilización del amor.

Os invito, por tanto, amadísimos hermanos y hermanas, a mirar con confianza al Sagrado Corazón de Jesús y a repetir a menudo, sobre todo durante este mes de junio: ¡Sacratísimo Corazón de Jesús, en ti confío!
(JUAN PABLO II, Audiencia General, 8 de junio de 1994)




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