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Domingo 3 de Pascua B: Comentarios de Sabios y Santos II - con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical

 

 



A su disposición

Exégesis: P. Miguel Ángel Fuentes, I.V.E. - Aparición en el Cenáculo (24,33-43)

Comentario Teológico: Directorio Homilético - Leccionario Pascual

Comentario Teológico: P. Miguel Ángel Fuentes, I.V.E. - Lo hemos tocado

Santos Padres: San Ambrosio - Tocar a Cristo

Aplicación: P. Alfredo Saenz, S.J. - Nueva aparición de Cristo resucitado

Aplicación: San Juan Pablo II - "Señor, Jesús... Haz que arda nuestro corazón mientras nos hablas".

Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. Lc 24, 35-48 - "Y entonces abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras".

Aplicación: Beato Guerrico de Igny - “¿Por qué os alarmáis?”

Aplicación: P. Jorge Loring S.I. - La Resurrección de Cristo es nuestra propia resurrección.

Ejemplos

 

 

 

 

¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

 

comentarios a Las Lecturas del Domingo


Exégesis: P. Miguel Ángel Fuentes, I.V.E. - Aparición en el Cenáculo (24,33-43)

33b ...Y encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos, 34 que decían: “¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!” 35 Ellos, por su parte, contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido en la fracción del pan. 36 Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos y les dijo: “La paz con vosotros”. 37 Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu. 38 Pero él les dijo: “¿Por qué os turbáis, y por qué se suscitan dudas en vuestro corazón? 39 Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo”. 40 Y, diciendo esto, los mostró las manos y los pies. 41 Como ellos no acabasen de creerlo a causa de la alegría y estuviesen asombrados, les dijo: “¿Tenéis aquí algo de comer?” 42 Ellos le ofrecieron parte de un pez asado. 43 Lo tomó y comió delante de ellos.

(i) El apurado camino de regreso a Jerusalén no les ha tomado tantísimo tiempo (lo que apunta a favor de una ubicación de Emaús no tan distante de la capital), porque al llegar ?encontraron a los Once? reunidos y a otros que estaban con ellos, quizá algunas de las mujeres y otros discípulos.

(ii) Según san Lucas, que sintetiza notablemente los hechos para transmitirnos solo lo esencial, los discípulos que habían permanecido en Jerusalén ya se habían rendido ante la verdad de la resurrección, al menos la mayoría, habiéndose aparecido el Señor también a Pedro. Pero san Marcos nos dice que, en realidad, ?tampoco le creyeron a estos? (Mc 16,13), lo que significa que las cosas anduvieron un poco más despacio y se han omitido ciertos sucesos intermedios. Al parecer, pues, cuando estos llegan, los Once seguían en su tesitura de no dar crédito a todos estos relatos. Al referirse a los Once, san Lucas no alude a la cantidad de apóstoles, sino al colegio apostólico, por lo que puede ser que no estuviesen allí todos.

(iii) En algún momento posterior a la llegada de los de Emaús, tuvo lugar la aparición de Jesús a Pedro. Esta no debía haber tenido lugar antes de la llegada, por lo que hemos referido de san Marcos, según el cual no les creyeron inicialmente. Por tanto, la expresión de los demás discípulos: ?se ha aparecido a Simón?, es una afirmación dicha posteriormente, pero que san Lucas adelanta aquí con su método de superponer planos históricos para resumir todo el hecho. De esta aparición a Pedro solo tenemos alusiones aquí y en san Pablo (1Co 15,5). No debe llamarnos la atención que san Marcos, amanuense de Pedro, no hable de este hecho, si suponemos que Cefas, al predicar sobre la Resurrección de Cristo no hablaba de su privilegio personal, aunque este fuera, por otra parte, imborrable de su memoria. Ignoramos cuándo tuvo lugar este episodio, ni dónde, ni qué le dijo. Pero, con certeza, este encuentro transformó totalmente a Pedro. No solo afectó su fe, sino también su humildad, su dolor por haberlo negado y por haber perjurado en su negación. Jesús regaló a Simón una aparición personal, no ya para que viera al Hombre al que, por miedo a los gritos de una portera, había dicho ignorar, sino para traerle su perdón y su consuelo. Si debemos dar por indudable que Jesús dijo en esa oportunidad cosas importantes a Pedro, sin embargo, podemos suponer que Pedro no debe haber dicho nada limitándose a llorar, o a lo sumo a repetir lo que le dijo en el mar de Galilea: ?¡Señor, sálvame!? (Mt 14,30).

(iv) Es en este momento que san Lucas coloca la primera aparición del Señor al colegio apostólico: ?Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos?. Jesús se presenta ?en medio de ellos?; significa que lo hace estando las puertas cerradas, como afirma otro de los evangelistas. Se alude así a una cualidad del cuerpo resucitado del Señor que los teólogos llamarían más tarde sutileza (subtilitas), palabra que designa, dice santo Tomás, ?el poder de penetración?63. El cuerpo resucitado del Señor es verdadero cuerpo, y aunque se diga cuerpo espiritualizado no es espíritu, de lo contrario, dice el Aquinate, no habría resucitado como verdadero hombre sino en forma fantasmal. La sutileza le viene al cuerpo de Cristo de su perfección que consiste en el perfecto dominio del alma glorificada sobre él; el cuerpo está, pues, totalmente sujeto a su alma. También san Gregorio habla en este sentido: ?el cuerpo glorioso se dice sutil por efecto del poder espiritual?.

(v) Lo primero que le dice es: ?la paz con vosotros?, que no es, en labios del Señor, un mero saludo sino una verdadera transmisión de la paz del alma, efecto de la Resurrección. ?Él es nuestra paz?, dirá luego san Pablo (Ef 2,14). Jesús es el ?hacedor de paz?, el ?reconciliador? o ?pacificador? (Col 1,20; Ef 2,16). La paz que trae el Señor a sus apóstoles es, ante todo, la de sus conciencias, que aún viven en la angustia causada por su huida durante la Pasión. Pero también es la paz como capacidad de perdonar y, por tanto, de reconciliarse con los que nos hacen el mal y de buscar su conversión. Las palabras de san Pedro a los asesinos de Jesús, relatadas en los Hechos de los Apóstoles a propósito del juicio y castigo que aquellos les infligen a él y a Juan por predicar el Nombre de Jesús, manifiestan valentía y claridad, pero no resentimiento.

(vi) La reacción de los discípulos es la propia de quienes son poco inclinados a la credulidad, o quizá sería mejor decir, de almas que han sufrido ya una gran decepción y no quieren correr el riesgo de volver a ilusionarse para desilusionarse nuevamente. La desilusión, en efecto, es un gran dolor para quien la padece. De ahí que los discípulos se asusten y crean estar ante un fantasma. Jesús habla de turbación y de dudas en sus corazones. Por eso les ofrece pruebas tangibles y visibles: ?mirad mis manos y mis pies?, porque allí están las cicatrices de sus heridas. Por eso añade ?soy yo mismo?. Jesús hace fuerza en su identidad corporal. Está resucitado y esto otorga a su cuerpo una perfección del todo singular porque la fuerza de su alma lo compenetra totalmente, pero es su cuerpo, el mismo de antes, y el mismo que padeció. Por eso lleva las huellas de su dolor, convertidas ahora en trofeo de victoria. No solo se ofrece a sus miradas, sino que añade: ?palpadme... un espíritu no tiene carne y huesos?. Eso es lo que tocan y comprueban: la realidad de la carne y de los huesos del Señor. San Lucas no habla de la herida del costado, como sí hará, completando estos relatos, san Juan, al referirse a la aparición estando presente el incrédulo Tomás, ausente en la primera.

(vii) Aun así no terminaban de convencerse ?a causa de la alegría?, dice el evangelista. Parecía, en efecto, demasiado bueno como para ser una realidad y no un sueño. Pero era la realidad, y por eso el Señor les da una ulterior prueba pidiéndoles algo de comer y comiendo ante ellos un trozo de pescado asado. Jesús no come por necesidad, pues su cuerpo glorioso no necesita ya este modo de manutención. Pero lo hace para ayudar al convencimiento de aquellos rudos amigos que solo se rendirían ante pruebas de este tipo.

Jesús explica las Escrituras (24, 44-49)

44 Después les dijo: “Estas son aquellas palabras mías que os hablé cuando todavía estaba con vosotros: “Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí”45. Y, entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras, 46 y les dijo: “Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día 47 y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. 48 Vosotros sois testigos de estas cosas. 49 Mirad, y voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto”.

(i) Una vez más Jesús se hace maestro de las Escrituras abriendo a sus discípulos su sentido. Y les recuerda que ya les había hablado de esto durante su vida apostólica. Pero esta vez ilustrando sus inteligencias para que puedan comprenderlas. San Lucas usa aquí una fórmula más completa al referirse a los textos aludidos por el Señor: ?lo que está escrito [de Jesús] en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos?; añade, pues, la alusión a los Salmos, que no había mencionado en el episodio de Emaús.

(ii) Agrega también otro detalle importante al referir que lo que ?estaba escrito? no solo se refería a la ?pasión y resurrección? del Cristo, sino también ?que se predicara en su nombre la conversión para el perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén?. Con esta intención de conversión comenzó la predica del Señor: ?convertíos?; ahora la delega a sus discípulos y le da un sentido universal: ?a todas las naciones?. Jerusalén es solo el punto de partida. Con estas palabras convierte a sus discípulos (al grupo más amplio, no restringido a los Once apóstoles) en misioneros universales.

(iii) ?Vosotros sois testigos de estas cosas?. Su predicación habrá de ser un testimonio de lo que han visto y oído. No van a enseñar teología, sino a contar aquello que han visto con sus propios ojos y que han tocado con sus manos, como dirá luego san Juan en su primera epístola. La ?tradición? es la transmisión de un testimonio de primera mano, de generación en generación. Nuestra fe se funda en este testimonio de los apóstoles y de los demás discípulos del Señor.

(iv) Pero para esto sus discípulos necesitarán una fuerza del todo especial, divina, que ya ha sido prometida por el Padre. La ha prometido por boca de Jesús durante la Última Cena, en el sermón que nos ha reportado san Juan. Es la Promesa por excelencia: el Espíritu Santo. Por eso les manda que permanezcan en la ciudad hasta que los revista el ?poder de lo alto, la dýnamis, que significa específicamente poder milagroso. La acción transformadora de esa dýnamis será el objeto del relato de san Lucas en los Hechos de los Apóstoles, que narrará la acción de hombres que, a la vez que mantienen una misma identidad sustancial con los discípulos del Señor que hemos conocido por los Evangelios, también son totalmente otros en muchos aspectos, transformados por el Espíritu Santo; en particular Pedro, que será uno de los dos grandes protagonistas, junto a Pablo, del libro de los Hechos.
(Fuentes, M., Comentario al Evangelio de San Lucas, Editorial Apostolado Bíblico, Libro Digital, San Rafael, 2015, p. 556 – 560)



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Comentario Teológico: Directorio Homilético - Leccionario Pascual

51. «Para la misa del día de Pascua, se propone la lectura del Evangelio de san Juan sobre el hallazgo del sepulcro vacío. También pueden leerse, si se prefiere, los textos de los Evangelios propuestos para la noche Sagrada, o, cuando hay misa vespertina, la narración de Lucas sobre la aparición a los discípulos que iban de camino hacia Emaús. La primera lectura se toma de los Hechos de los apóstoles, que se leen durante el tiempo pascual en vez de la lectura del Antiguo Testamento. La lectura del Apóstol se refiere al misterio de Pascua vivido en la Iglesia. Hasta el domingo tercero de Pascua, las lecturas del Evangelio relatan las apariciones de Cristo resucitado. Las lecturas del buen Pastor están asignadas al cuarto domingo de Pascua. En los domingos quinto, sexto y séptimo de Pascua se leen pasajes escogidos del discurso y de la oración del Señor después de la última cena» (OLM 99100). La rica serie de lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento escuchadas en el Triduo representa uno de los momentos más intensos de la proclamación del Señor resucitado en la vida de la Iglesia, y pretende ser instructiva y formativa para el pueblo de Dios a lo largo de todo el año litúrgico. En el curso de la Semana Santa y del Tiempo de Pascua, basándose en los mismos textos bíblicos, el homileta tendrá variadas ocasiones para poner el acento en la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo como contenido central de las Escrituras. Este es el tiempo litúrgico privilegiado en el que el homileta puede y debe hacer resonar la fe de la Iglesia sobre lo que representa el corazón de su proclamación: Jesucristo murió por nuestros pecados «según las Escrituras» (1Cor 15,3), y ha resucitado el tercer día «según las Escrituras» (1Cor 15,4).

52. En primer lugar existe la oportunidad, en especial durante los tres primeros domingos, de transmitir las diversas dimensiones de la lex credendi de la Iglesia en un tiempo privilegiado como este. Los párrafos del Catecismo de la Iglesia Católica que tratan de la Resurrección (CEC 638658) son, en sí mismos, la explicación de muchos de los diversos textos bíblicos claves proclamados en el tiempo Pascual. Estos párrafos pueden ser una guía segura para el homileta que tiene la tarea de explicar al pueblo cristiano, sobre la base de los textos de la Escritura, lo que el Catecismo, por su parte llama, en diversos capítulos, «el acontecimiento histórico y trascendente» de la Resurrección, el significado «de las apariciones del Resucitado», «el estado de la humanidad resucitada de Cristo» y «la Resurrección – obra de la Santísima Trinidad».

53. En segundo lugar, en los domingos del Tiempo de Pascua la primera lectura no está tomada del Antiguo Testamento sino de los Hechos de los Apóstoles. Muchos pasajes narran ejemplos de la primera predicación apostólica, en los que podemos reconocer que los propios Apóstoles emplearon las Escrituras para anunciar el significado de la muerte y la Resurrección de Jesús. Otros narran las consecuencias de esta última y sus efectos en la vida de la comunidad cristiana. A partir de estos pasajes, el homileta tiene en su mano algunos de sus más fuertes y fundamentales instrumentos. Observa cómo los Apóstoles se han servido de las Escrituras para anunciar la muerte y Resurrección de Jesús y se comporta del mismo modo, no solo a propósito del pasaje que está tratando sino adoptando un estilo similar para todo el año litúrgico. Reconoce, además, la potencia de la vida del Señor resucitado, que actúa en las primeras comunidades, y proclama con fe al pueblo que la misma potencia está todavía operante entre nosotros.

54. En tercer lugar, la intensidad de la Semana Santa con el Triduo Pascual, seguido de la gozosa celebración de los cincuenta días que culminan en Pentecostés, es para los homiletas un tiempo excelente para tejer vínculos entre las Escrituras y la Eucaristía. Justamente en el gesto de «partir el pan» – recuerda la entrega total de sí por parte de Jesús en la Última Cena y después en la Cruz – los discípulos se dan cuenta de cuánto ardía su corazón mientras el Señor les abría la mente para comprender las Escrituras. Todavía hoy es deseable un esquema análogo de comprensión. El homileta se prepara con diligencia para explicar las Escrituras pero el significado más profundo de cuanto dice emergerá del «partir el pan» en la misma Liturgia, siempre que haya sabido resaltar esta conexión (cf. VD 54). La importancia de tales vínculos ha sido mencionada claramente por el Papa Benedicto XVI en la Verbum Domini:

«Estos relatos muestran cómo la Escritura misma ayuda a percibir su unión indisoluble con la Eucaristía. “Conviene, por tanto, tener siempre en cuenta que la Palabra de Dios leída y anunciada por la Iglesia en la Liturgia conduce, por decirlo así, al sacrificio de la alianza y al banquete de la gracia, es decir, a la Eucaristía, como a su fin propio”. Palabra y Eucaristía se pertenecen tan íntimamente que no se puede comprender la una sin la otra: la Palabra de Dios se hace sacramentalmente carne en el acontecimiento eucarístico. La Eucaristía nos ayuda a entender la Sagrada Escritura, así como la Sagrada Escritura, a su vez, ilumina y explica el misterio eucarístico» (VD 55).

55. En cuarto lugar, desde el V domingo de Pascua la dinámica de las lecturas bíblicas se traslada de la celebración de la Resurrección del Señor a la preparación del momento culminante del Tiempo de Pascua, y a la Venida del Espíritu Santo en Pentecostés. El hecho de que los pasajes evangélicos de estos domingos estén todos extraídos de los discursos de Cristo al final de la Última Cena, manifiesta su profundo significado eucarístico. Las lecturas y las oraciones ofrecen al homileta la ocasión de exponer cual es la función del Espíritu Santo en el camino que vive la Iglesia. Los párrafos del Catecismo que conciernen «al Espíritu y la Palabra de Dios en el tiempo de las promesas» (CEC 702-716) se refieren a las lecturas de la Vigilia pascual, relacionadas con la obra del Espíritu Santo, mientras que los párrafos que consideran el tema «el Espíritu Santo y la Iglesia en la Liturgia» (CEC 1091-1109) pueden servir de ayuda al homileta para ilustrar cómo el Espíritu Santo hace presente en la Liturgia el Misterio Pascual de Cristo.

56. Con una homilética que encarne estos principios y las prospectivas que resaltan a lo largo del Tiempo Pascual, el pueblo cristiano llegará pronto a celebrar la Solemnidad de Pentecostés en la que Dios Padre, «en su Verbo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros, nos colma de sus bendiciones y por él derrama en nuestros corazones el don que contiene todos los dones: el Espíritu Santo» (CEC 1082). La Lectura de ese día, tomada de los Hechos de los Apóstoles, cuenta el evento de Pentecostés, mientras el Evangelio ofrece la narración de lo que sucede la tarde del Domingo de Pascua. El Señor resucitado exhaló sobre sus discípulos y dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22). Pascua es Pentecostés. Pascua ya es el don del Espíritu Santo. Pentecostés, no obstante, es la convincente manifestación de la Pascua a todas las gentes, ya que reúne muchas lenguas en el único lenguaje nuevo que comprende las «grandezas de Dios» (Hch 2,11) manifestadas y reveladas en la Muerte y Resurrección de Jesús. En la Celebración Eucarística, además, la Iglesia reza: «Te pedimos, Señor, que, según la promesa de tu Hijo, el Espíritu Santo nos haga comprender la realidad misteriosa de este sacrificio y nos lleve al conocimiento pleno de toda la verdad revelada» (oración sobre las ofrendas). Para los fieles, la participación en la Sagrada Comunión en este día, se convierte en el acontecimiento de su Pentecostés. Mientras se dirigen en procesión a recibir el Cuerpo y la Sangre del Señor, la antífona de Comunión pone en sus labios el canto de los versículos de la Escritura tomados de la narración de Pentecostés, que dice: «Se llenaron todos de Espíritu Santo, y hablaban de las maravillas de Dios. Aleluya». Estos versículos encuentran su cumplimiento en los fieles que reciben la Eucaristía. La Eucaristía es Pentecostés.
(Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Directorio Homilético, 2014, nº 51 - 56)



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Comentario Teológico: P. Miguel Ángel Fuentes, I.V.E. - Lo hemos tocado

Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, –pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó– lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo (1 Jn 1,1-4).

Lo que palparon nuestras manos del Verbo de Vida. ¡Cuántas veces resuenan expresiones semejantes!

Hemos visto al Señor (Jn 20,24).

Tomás, alarga acá tu dedo y mira mis manos, y tiende tu mano y métela en mi costado... (Jn 20,27).

Se ha aparecido a Simón (Lc 24,34).

Suéltame, que aún no he subido al Padre (Jn 20,17).

Jesús se deja ver, tocar, abrazar, besar. Para que los suyos luego puedan predicar: lo vimos, lo palpamos, lo abrazamos... y de eso os predicamos y os hablamos... Predicamos nuestra experiencia; experiencia espiritual y experiencia sensible. Tocaron nuestras manos, vieron nuestros ojos, oyeron nuestros oídos... Pero al mismo tiempo lo penetró nuestra fe, se inflamó nuestro corazón de carne –el de la Ley Nueva–, la caridad; se elevó con Él nuestra esperanza.

“No hablamos de cuanto escuchamos decir a otros”, podrían decir sus discípulos. Es más, irracionalmente incrédulos fueron a los dichos ajenos: Nos dejaron estupefactos ciertas mujeres de las nuestras –dicen los de Emaús– quienes yendo de madrugada al sepulcro, no encontraron su cuerpo, y vinieron diciendo que habían tenido una visión de ángeles que les dijeron que vivía (Lc 24,22-23). Pero no lo creyeron, añade San Marcos (Mc 16,11). Tampoco los otros les creyeron inicialmente a los de Emaús (cf. Mc 16,13), tal vez hasta que alguno llegó –mientras estos se desgañitaban asegurando la veracidad de su testimonio– con la noticia de que se había aparecido a Pedro... Pedro ya era palabra mayor. Y todo porque a Él no lo vieron (Lc 24,24).

Querían ver. Ellos lo habían visto derrotado y muerto; algunos –como Juan, José de Arimatea, Nicodemo y tal vez algún otro– lo tocaron para envolverlo en la sábana limpia que cubrió su desnudez de muerte. Estaba ya frío y rígido cuando lo pusieron en el sepulcro nuevo; eso fue muy duro. Para aceptar que ha vuelto a la vida querrán, pues, verlo vivo, escuchar una vez más las palpitaciones de su corazón, oír aquellas palabras que tenían verdad y vida, ver el fulgor que despedían sus ojos cuando hablaba de las cosas de su Padre, recostarse sobre su pecho compasivo como en la última cena...

Jesús es condescendiente porque Él es la Condescendencia Divina; es Dios-con-nosotros. Por eso les reprocha su incredulidad y dureza de corazón por no haber creído a quienes le habían visto resucitado de entre los muertos (Mc 16,14)... pero les dejará que lo toquen como ellos querían: Ved mis manos y mis pies; soy yo. Palpadme y ved, que un fantasma no tiene carne ni huesos como veis, en cambio, que tengo Yo (Lc 24,39).


Santo Tomás de Aquino, siempre tan exhaustivo en sus análisis, se pregunta, al hablar de las apariciones del Señor, si los argumentos que Cristo adujo fueron suficientes para manifestar la verdad de su resurrección[1]; responde, evidentemente, que sí pues “Cristo, que es Sabiduría de Dios (1 Cor 1,24), suave y convenientemente dispone todas las cosas (cf. Sap 8,1)”. Por tal razón, el Aquinate pasa revista a los argumentos con los que Jesús convenció a los suyos de la verdad de su carne gloriosa.

Algunas pruebas, dice, fueron propiamente hablando “testimonios” sobre su Resurrección: así, por ejemplo, el testimonio de los ángeles que comunicaron el portento a las mujeres (cf. Lc 24,4-7; Mc 16,5-7; etc.) y el testimonio de las Escrituras que habían anticipado proféticamente el hecho (cf. Lc 24,25-27.44-45).

Pero además de estos testimonios la sabiduría divina del Verbo previó otros signos tangibles para que a sus discípulos no les quedase duda sobre ningún aspecto de su Realidad nueva; por eso:

–Probó que su cuerpo era verdadero y sólido, no fantasmagórico o imaginario, dejándose palpar (cf. Lc 24,39).

–Probó que era un cuerpo “humano”, mostrándose en su figura propia.

–Probó que era el “mismo” cuerpo que antes había tenido, descubriéndoles las cicatrices de sus heridas, las que había recibido en su Pasión (cf. Lc 24,39).

–Probó que era un cuerpo “viviente”: con vida “vegetativa”, comiendo y bebiendo delante de ellos (cf. Lc 24,41-43); con vida “sensitiva” hablando y respondiendo las preguntas de sus discípulos, mostrando así que oía, veía y hablaba.

–Probó que tenía vida intelectiva disertando ante ellos sobre las profecías de los Salmos y de los Profetas.

–Probó su divinidad obrando milagros durante el tiempo que estuvo con ellos antes de su Ascensión, como, por ejemplo, la pesca milagrosa (cf. Jn 21,5-14).

–Probó, finalmente, la “novedad” de su cuerpo ya resucitado entrando en el cenáculo estando cerradas las puertas, dejándose reconocer de los suyos sólo cuando Él quería (cf. Lc 24,15-16; Jn 21,4), desvaneciéndose súbitamente ante los ojos de los suyos (cf. Lc 24,31), etc.

De todas estas cosas los suyos fueron testigos convencidos, y llevaron su testimonio hasta los confines del mundo.

Las palabras con que Juan quiere mostrar el valor de su proclamación sobre el agua y la sangre que vio manar del costado herido en la Cruz, palpitan también debajo de todos los testimonios de Cristo Resucitado: El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero. Él sabe que dice la verdad para que vosotros creáis (Jn 19,35).
(Fuentes, M., I.N.R.I., Ediciones del Verbo Encarnado, Dushambé – San Rafael, 1999, p. 131 – 133)



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Santos Padres: San Ambrosio - Tocar a Cristo

168. Pero dirá alguno: ¿Cómo es que Tomás tocó a Cristo cuando todavía no creía? A la verdad, parece que su duda no se refería a la resurrección del Señor, sino que afectaba sólo al modo de realizarse esa resurrección, y, quizás, me quiso enseñar al tocarlo exactamente lo mismo que me mostró Pablo, es decir, que es preciso que este cuerpo corruptible se revista de incorrupción y que este ser mortal se vista de inmortalidad (1 Co 15, 53), con objeto de que crea el incrédulo y que el que duda no pueda ya dudar más, ya que nos es más fácil creer lo que vemos. A Tomás no le faltó motivo de admiración al ver que un cuerpo había entrado a través de las paredes impenetrables a la materia, estando todo cerrado y sin sufrir daño en su estructura, y por eso le resultó maravilloso que una naturaleza corpórea hubiera atravesado un cuerpo impenetrable, haciéndose, por medio de una llegada invisible, presente, fácil de tocar, aunque difícil de reconocer.

169. Al punto los discípulos, aturdidos, creían que era un espíritu, y por eso el Señor, para mostrarnos el carácter de su resurrección, dijo: Tocad y ved que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo. Y no fue que El penetró las paredes de por sí impenetrables con una naturaleza incorpórea, sino con el estado de su cuerpo resucitado. Pues lo que se puede tocar y palpar es corpóreo; y también nosotros resucitaremos con el cuerpo, pues se siembra un cuerpo animal y surge un cuerpo espiritual (1 Co 15, 44); el uno es ágil, el otro pesado, puesto que está todavía bajo la acción de la condición de su enfermedad terrena.

170. Porque ¿cómo, en verdad, no iba a ser un cuerpo, si tenía todas las señales de sus heridas, la marca de las cicatrices, las cuales se las mostró el Señor para que las palpara? Con ese detalle, no sólo los robustece en la fe, sino que también les excita a la devoción, puesto que las heridas que recibió por nosotros prefirió, sin suprimirlas, llevárselas al cielo, para presentárselas a Dios Padre como rescate de nuestra libertad. Por lo cual, el Padre le asignó como trono su derecha, abrazando los trofeos de nuestra salvación, la diadema de sus cicatrices pasó a ser el testimonio que adujo allí en favor nuestro.

171. Y, puesto que nuestra exposición ya ha llegado al momento oportuno, consideremos qué motivo, según el sentir de Juan, tuvieron las apóstoles para llegar a creer, puesto que se alegraron y, según Lucas, fueron increpados de incredulidad; tal vez es que, según el primero, acababan de recibir el Espíritu Santo y, según el otro, estaban cumpliendo el mandato de permanecer en la ciudad hasta que fueran revestidos con la virtud de lo alto. Y es que, me parece, que uno, como apóstol, ha tocado la realidad más grande y más alta, mientras que el otro ha narrado lo que linda más con lo humano; uno ha seguido el curso ordinario de la historia, el otro lo ha resumido, ya que no se puede, en modo alguno, dudar de aquel que da testimonio de todo aquello a lo que él mismo asistió y cuyo testimonio es verdadero (Jn 21, 24); y precisamente porque mereció ser evangelista, se debe igualmente descartar toda sospecha de negligencia o engaño. Y por eso ambas versiones las tenemos que tener por verdaderas, pues no son algo distinto ni por la variedad de las frases ni por la diversidad de las personas. Porque, aunque Lucas dice que al principio no creyeron, sin embargo, después demuestra que tuvieron fe. Por tanto, si atendemos solamente a lo primero, encontramos contradicción pero, si consideramos también lo que sigue, no hay duda que están del todo acordes.

172. Juan se expresó así: Los discípulos se alegraron al ver al Señor. Díceles otra vez: la paz sea con vosotros. Como me envió mi Padre, así os envío Yo a vosotros. Al decir esto, sopló y les dijo: recibid el Espíritu Santo, a quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados, y a quienes se los retuviereis, les serán retenidos (Jn 20, 20.23). Y Lucas dice: ...y cómo le conocieron en la fracción del pan. Mientras esto hablaban, se presentó en medio de ellos y les dijo: la paz sea con vosotros; yo soy, no temáis. Aterrados y llenos de miedo, creían ver a un espíritu. Y parece ser que había allí mucha gente ; pero, como se trata aquí de la tarde de la resurrección —ya que esos dos que, al declinar el día, habían entrado adonde pudieran quedarse con el Señor, cuando vieron que Él se les ocultó de repente, nos parecen como haciendo al punto el camino de regreso y dirigiéndose hacia donde estaban los apóstoles, que fue donde se apareció para que lo palpasen— y, según Juan, era la tarde del día siguiente al sábado cuando se decidió a aparecerse a los apóstoles y mostrarles las llagas para que las tocaran, hemos pensado que debíamos investigar más diligentemente para evitar incertidumbre.

173. Pues parece, en realidad, que, por una parte, se mostró a los once, como se había presentado ya antes a Ammaus y a Cleofás, es decir, esa misma tarde; y, por otra, parece que aquellos once, al igual que estos dos, podrían haberse reunido para confirmar a los otros. Después se aterraron como podrás encontrar en Lucas, y por eso les iluminó la inteligencia para que pudieran entender lo que estaba escrito. No hay duda que uno lo ha narrado más por extenso y el otro de un modo más breve. ¿Cómo es que dicen que solamente lo vio Pedro si el caso es que se apareció a todos? Porque del mismo modo que entre las mujeres sólo se apareció a María y a la otra María de Magdala, así también, entre los hombres, al primero que se apareció por la mañana fue a Pedro. Por eso dijo Pablo: A la verdad, os he trasmitido en primer lugar que Cristo murió según las Escrituras, que fue sepultado, que resucitó al tercer día y que se apareció a Cejas (1 Co 15, 3-5). Esa es la razón por la cual Marcos nos muestra a un joven que manda a las mujeres decir a los discípulos (Mc 16, 7) que el Señor había resucitado.

174. Así, pues, sólo Pedro vio al Señor; su entrega estaba siempre pronta y preparada para creer, y por ello deseaba recoger las señales más numerosas para afianzar su fe. Una vez con Juan, otra solo, siempre corre con entusiasmo, siempre está presente, bien solo o bien anteponiéndose a los otros; y no contento con haber visto, quiere volver a mirar lo que ha visto, e, inflamado por el deseo de buscar al Señor, no se cansa de mirar. Lo ve cuando está solo, lo ve con los once, lo ve cuando está en medio de los setenta y lo ve cuando Tomás hizo su acto de fe; lo ve cuando está pescando, pero, no contento con haberlo visto, llevado de un deseo impaciente y sin pararse a considerar su riesgo ni ocuparse del peligro, aunque no olvidando la reve-rencia que le debía, ya que nada más ver al Señor en la orilla se cubrió con el manto, juzgó que llegaría tarde si esperaba a ir en la embarcación con los demás. Y así, cuando el Señor anduvo sobre las aguas, él, olvidándose de su naturaleza, corrió a su encuentro sobre las olas del mar; igualmente, cuando los judíos fueron a apresar al Señor, sólo él desenvainó su espada contra la turba, así como también fue sólo él quien se apresuró a dar su homenaje religioso cuando el Señor, estando sobre la ribera, reveló ese difícil compendio de su doctrina.

175. No hay ninguna duda de que Pedro creyó, y creyó porque amó, y amó porque tuvo fe. ¿Por qué se entristeció cuando le preguntó por tercera vez: Me amas? Se le interroga sobre algo de lo que él mismo duda, aunque no es el Señor el que duda, y, si le pregunta no es para saber, sino para instruir a aquel que, al subir El al cielo, dejaba como representante de su amor. Ese es el motivo por el que lees: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Sí, Señor, Tú sabes que te amo. Y le dice Jesús: Apacienta mis corderos. Pero Pedro, que ya se conoce a sí mismo, da pruebas de una disposición que no es improvisada, sino que la aceptó como verdadera el mismo Dios ya hace tiempo. Porque ¿quién puede fácilmente afirmar de sí eso mismo? Y precisamente porque sólo él entre todos era el que lo proclamó, fue preferido a todos, y es que, en realidad, la caridad es lo mayor que hay (cf. 1 Co 13, 13).

176. Se nos hace casi necesario atender con más diligencia al porqué, cuando le preguntó el Señor: ¿Me quieres?, él respondió: Tú, Señor, sabes que te amo. Me parece que, en este texto, el amor lleva consigo la caridad de espíritu; en otras palabras, el amor está entendido aquí como una especie de calor que procede del ardor del cuerpo y del alma, y pienso que Pedro ardía en deseos, no sólo espirituales, sino también cor-porales, de servir a Dios. Y por eso el Señor, la tercera vez, ya no le preguntó: ¿Me quieres?, sino: ¿Me amas? Ni le manda tampoco apacentar los corderos, como lo hizo la primera vez, a los cuales había que alimentar con leche, ni tampoco a las ovejas jóvenes, como la segunda vez, sino a las ovejas, para indicar que el más perfecto debe gobernar a los más perfectos.

177. He aquí el motivo por el que le otorga una corona a un hombre perfecto en todo, a quien la carne no podrá privar de la gloria de la pasión. Por eso le dijo: Cuando eras más joven te ceñías tú e ibas donde querías; pero, cuando te hagas viejo, extenderás tus manos, y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras. Buena vejez la suya, ya que la prolongación de su vida no le hace incapaz de servirle, antes, por el contrario, con la madurez de su virtud, se ha ido preparando para el martirio; que ella reprima los malos deseos del cuerpo y no condescienda con los placeres, que huya de la vida muelle y no apetezca las cosas agradables, pues la carne tiene tendencias contrarias a las del espíritu (Ga 5, 17) y, con objeto de ir a donde quiere, siempre encuentra sendas por donde llegar a esos diversos placeres; pero la buena ancianidad del alma es la que elige no lo que es agradable para el cuerpo, sino lo que juzga útil para el alma, y la que no se deja apresar por el apetito caprichoso del cuerpo, sino que es retenida contra su voluntad por un freno que la resulta repulsivo.

178. Por lo cual Pedro, aunque en su disposición interior estaba preparado para aceptar el martirio, sin embargo, cuando se presentó el peligro, cedió la firmeza de su ánimo; y es que la vivencia del don celestial nos cautiva por su suavidad. Porque ¿quién no escogería el martirio si pudiera morir con placer? Del mismo modo, Pedro, aunque parece que no quiere, se dispone a vencer. Y por qué admirarse de que Pedro lo rehúse, cuando el mismo Señor dijo: Padre, si es posible, aparta de mi este cáliz; sin embargo, no se haga mi voluntad, sino la tuya (Mt 26, 39). Al fin Pedro, una vez que experimentó los efectos de su presunción, ya no se atreve a prometer la perseverancia de su voluntad, sino que busca la compañía de otro que le sirva de apoyo.

179. Así, pues, impulsados por tan gran ejemplo de virtud, creemos que Pedro ya no pudo dudar. Es evidente que Juan también creyó tan pronto como vio al Salvador, ya que él tuvo fe desde el mismo instante en que contempló que su cuerpo no estaba en el sepulcro. ¿Por qué, pues, dice Lucas que se turbaron? En primer lugar porque, al dar la opinión general, no se atiende nunca al parecer de unos pocos, y después porque, aunque Pedro creyera en la resurrección, con todo, pudo turbarse al ver que el Señor había entrado de improviso con su cuerpo en un lugar cerrado por puertas y muros sólidos. Lo cual nos hace ver, sin duda, que Lucas ha seguido al detalle el orden histórico, es decir, el otro ha considerado el final y éste todos los pormenores. Pues no se puede dudar que, al decir: Entonces les abrió la inteligencia para que comprendiesen todo lo que estaba escrito, también El confiesa que los discípulos creyeron.

180. Por lo que respecta al Espíritu Santo, o bien se lo inspiró a los once como a hombres más perfectos, haciendo la promesa de que se lo comunicaría después a los demás, o bien se lo infundió allí mismo donde se lo prometió. No parece que haya contradicción alguna, puesto que hay diversidad de dones; pues a uno le da la palabra de la sabiduría, a otro la palabra de la ciencia, según el mismo Espíritu; a otro fe en el mismo Espíritu, a otro la gracia de curar, a otro la variedad de lenguas (1 Co 12, 4.8-10). Por tanto, aquí les ha comunicado una actividad y, además, les promete otra; allí se les concedió la gracia de perdonar a los pecadores, realidad que parece exigir un poder mayor, por eso Cristo les sopló, detalle puesto para que tú veas que debes creer en el Espíritu de Cristo y, de hecho, aceptes también que el Espíritu procede de Dios, ya que sólo Dios es quien perdona los pecados. Lucas es el que ha narrado la efusión del don de lenguas. En su libro puedes leer: Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados. Mientras que en los Hechos de los apóstoles te encontrarás con la siguiente expresión... y quedaron todos llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar varias lenguas según que el Espíritu les daba (2, 4).

181. Con la diversidad de apariciones se nos quiere indicar que los ángeles que le sirven son múltiples, según el mismo Señor había expresado cuando dijo: Y veréis a los ángeles subiendo y bajando junto al Hijo del hombre (Jn 1, 51). ¡Ojalá que con las últimas palabras del Evangelio pueda concluir también nuestro discurso!

182. Y ¿por qué, según Mateo (25, 32) y Marcos (14, 28), les dice a los discípulos: Yo os precederé en Galilea, allí me veréis, y, sin embargo, según Lucas y Juan se presenta dentro del cenáculo para que le vean? No cabe la menor duda de que se presentó con frecuencia para que le vieran, como nos lo confirma el mismo apóstol al afirmar que fue visto por más de quinientos hermanos (1 Co 15, 5.7) y por Pedro y Santiago, que es lo mismo que nos enseñó Lucas en los Hechos de los Apóstoles cuando nos dice que se manifestó a los discípulos aún en vida después de su pasión en muchas ocasiones, y les hablaba del reino de Dios (Hch 1, 3). Por lo mismo, ya que se apareció muchas veces y a diversas personas, y, puesto que la Escritura no asigna a su aparición ningún momento preciso y definido cuando precisamente expresa el día y la hora de su aparición en Jerusalén, se nos muestra claramente que ellos tenían miedo cuando los visitó en el cenáculo, puesto que, si hubieran sido más valientes, se habrían reunido en el monte.

183. En fin, Juan nos presenta a los discípulos reunidos en el cenáculo, con las puertas cerradas por temor a los judíos y, al parecer, no eran, según el sentir de Lucas, sólo los once, sino más. Sin embargo, Mateo no calla el dato de que sólo los once se habían reunido en Galilea. Y así puedes leer: Los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado, y, al verlo, lo adoraron; aunque algunos vacilaron (Mt 28, 16). Y entonces les hizo entrega de la potestad de enseñar y bautizar. También Marcos describe que, al fin, se apareció a los once discípulos congregados, y fue cuando les dio el encargo de predicar por toda la tierra.

184. Por eso me parece más conveniente que el Señor mandara a los discípulos que se reunieran en Galilea, pero, como por causa del miedo permanecían encerrados dentro del cenáculo, la primera vez se presentó ante ellos, y después, una vez fortificado su espíritu, se dispersaron los once a través de toda Galilea. Y así no veo ninguna contradicción —pues me doy cuenta que es ésta precisamente la interpretación preferible para los escritores más ponderados— en la afirmación de que unos pocos estaban en el cenáculo, y otros, más numerosos, en el monte.
(SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.10, 168-184, BAC Madrid 1966, pág. 627-37)



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Aplicación: P. Alfredo Saenz, S.J. - Nueva aparición de Cristo resucitado

1. REALMENTE RESUCITÓ

El evangelio de este domingo nos refiere otra de las apariciones de Jesús resucitado. Pareciera como si Jesús hubiese querido dejar sólidamente asentada la realidad de su resurrección. Su testimonio tiene total vigencia aun para la actualidad. Como es sabido, hay teólogos —o pseudoteólogos— que se refieren en términos ambiguos a la resurrección de Cristo, como si Jesús hubiese resucitado tan sólo en el corazón de los apóstoles, en la fe de los apóstoles, y no en la realidad de su cuerpo, el mismo que tenía en la cruz, aunque ahora glorificado. En la aparición de hoy el Señor se esmera por demostrar el verismo de su resurrección a los discípulos atónitos: "Un espíritu —les dice—no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo". Y para convencerlos les pidió de comer.

¿Por qué tanta insistencia? Porque Cristo quiso de antemano afirmar bien nuestra fe, ya que su resurrección es el fundamento de nuestra fe. Nosotros no nos hemos adherido a una idea, a una doctrina, sino ante todo a una persona. Es cierto que esa persona trae consigo una idea, una doctrina, pero nuestra fe recae en primer lugar sobre la persona de Cristo. No sobre una persona desaparecida en las brumas de la historia, como serían Alejandro Magno o Sócrates, cuyo recuerdo uno puede venerar y cuyas enseñanzas seguir, sino sobre una persona que vive y que ya no conocerá el sabor de la muerte. Si no fuese así, nuestra religión, nuestra fe, no tendrían sentido alguno. Lo dice San Pablo: si Cristo no resucitó, vana sería nuestra fe. Porque habríamos creído en alguien que ya no existe, porque nos habríamos entregado a alguien que no nos puede acoger, porque oraríamos a alguien incapaz de escucharnos.

Ponderemos, hermanos, esta verdad de nuestra fe. No deja de resultar admirable que la carne del Señor, esa carne que pertenece también al dominio de la creación terrena, participe de la gloria de Dios, y esto por una eternidad. Ese trozo de creación, que es su carne, no se encuentra perdido: Dios la respeta, la tiene junto a sí, y no la quema el contacto de su fuego divino. Es suya; ella es El, carne de Dios. Tal es el fundamento de nuestra propia resurrección, de aquello que afirmamos siempre de nuevo en el Credo: creo en la resurrección de la carne.


2. CRISTO RESUCITADO, PLENITUD DE LA HISTORIA

Digámoslo sin trepidar: Cristo vive. Su Misterio Pascual es el momento culminante de la historia, el momento preanunciado a lo largo de todas las Escrituras. Lo afirma el mismo Jesús en el evangelio de hoy: "Cuando todavía estaba con vosotros yo os decía: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos". Entonces, agrega el evangelista, "les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras".

¿Qué significa esto? Significa que todo el Antiguo Testamento había sido una gran profecía de la encarnación, muerte y resurrección de Jesús. Una profecía en acción, ante todo, porque en los grandes acontecimientos del Antiguo Testamento, Dios bosquejaba los hechos fundamentales del Nuevo: cuando creaba a Adán, por ejemplo, Dios ya pensaba en la nueva cabeza de la humanidad que sería Jesús; cuando derramaba el maná del cielo para alimentar a su pueblo en el desierto, Dios pensaba ya en el cuerpo glorificado de Cristo y en su sangre victoriosa que en la Eucaristía se derramaría por nuestras venas en orden a fortalecernos para nuestra peregrinación por este mundo. Fue sobre todo San Juan quien elaboró su evangelio a partir de esas figuras bíblicas del Antiguo Testamento: allí Cristo es presentado como el nuevo cordero pascual, la nueva columna de fuego, la nueva serpiente de bronce elevada en alto, el nuevo maná, la nueva roca que derrama agua.

Preanuncios en acciones, ante todo. Pero también preanuncios en palabras, gracias sobre todo a los profetas, que describieron por adelantado los principales hechos y misterios de la vida de Cristo: así Isaías profetizó que un justo sería castigado y que luego volvería a la vida; Jeremías anunció que un nuevo templo sucedería al antiguo. Y también los Salmos preanunciaron a Cristo, por ejemplo el salmo 21, que describe hasta el detalle la pasión de Aquel que, de sufrimiento en sufrimiento, fue descendiendo hasta los abismos, para luego ascender victorioso y comunicar su nueva vida a los demás.

Esto es lo que Jesús reveló a sus apóstoles: "Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos". De este modo les abrió el entendimiento para que comprendiesen el sentido último de las Escrituras.


3. RESURRECCION Y MISION

"Así estaba escrito —prosiguió Jesús—: el Mesías debía sufrir, y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su nombre debía predicarse en todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados". La Resurrección está, pues, en el punto de partida de la misión apostólica. Recordemos aquello que dijo el Señor a Tomás y que leímos el domingo pasado: Bienaventurados los que crean sin haber visto. Al día siguiente de la Resurrección, los Apóstoles son enviados a predicar a la gran multitud que llena los marcos de la historia, a esa multitud que "no ha visto" pero que debe "creer". Porque la Resurrección de Cristo es el comienzo de una gran cosecha apostólica.

Inicialmente la fiesta de Pascua era entre los judíos una fiesta agraria, la fiesta del ofrecimiento de las nuevas espigas, primicias de la cosecha; en ese día comían pan ázimo, no mezclado con nada de la cosecha precedente. A este sentido primitivo se agregó luego el recuerdo del paso por el Mar Rojo. Cuando Cristo celebró su última Pascua, su Paso al Padre, llevó a su plenitud los dos aspectos significados en la fiesta judía de la Pascua. Su muerte y su resurrección, ante todo, constituyeron un nuevo paso por el Mar que dejó rojas de sangre sus vestiduras, y de cuyas aguas sepulcrales emergió con nueva vida. Cristo es también el nuevo grano de trigo que cayó en el surco de la muerte para luego fructificar, la nueva espiga, el comienzo de la nueva cosecha. Acá cobra todo su vigor la expresión del Apóstol: "Purificaos de la vieja levadura, para que seáis una masa nueva, puesto que sois ázimos. Porque Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado. Celebremos, pues, la fiesta, no con la vieja levadura, ni con levadura de malicia y perversidad, sino con los ázimos de pureza y de verdad". En Cristo no hay nada de levadura decrépita, es ázimo puro.

La carne de Cristo, que refloreció en la resurrección, produce ahora frutos de vida eterna. El leño glorioso de la Cruz es el tronco del árbol de la Iglesia. Porque el Misterio Pascual de Cristo dio nacimiento a la Iglesia. Cristo es la Cabeza del Cuerpo. Lo es por ser el primogénito, el que encabeza la caravana de los resucitados, el primero en la victoria, el que con su resurrección abre para la humanidad la brecha de la vida. Dice San Pablo que la Iglesia es el cuerpo de Cristo. No la compara simplemente con un cuerpo, no dice tan sólo que es un cuerpo, sino que es el cuerpo de Cristo. Es tal porque está unida, en todos sus fieles, al cuerpo resucitado del Salvador. "¿No sabéis que vuestros cuerpos son los miembros de Cristo?". Los cuerpos de los fieles —y no sólo los fieles— son miembros de Cristo. Hasta en su cuerpo el cristiano es miembro de Cristo.

Tal es el gran resultado de la resurrección del Señor: el nacimiento de la Iglesia, la obra misionera, la propagación del mensaje apostólico. Es lo que leíamos en el evangelio de hoy: en el nombre de Cristo resucitado "debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados". La resurrección de Cristo es, así, la cuna de la predicación, del apostolado, de la Iglesia. Se podría decir que el cuerpo muerto de Cristo no sólo resucitó en su realidad física, sino que también resucitó en cuerpo místico, en Iglesia.

Pronto nos vamos a acercar a recibir el Cuerpo del Señor. En la Eucaristía recibimos el cuerpo glorioso de Cristo, el cuerpo que nunca más conocerá el ataúd, el cuerpo glorificado y radiante, dominado por la divinidad, transparente a Dios, hermoso como ninguno, victorioso. Ese es el Cristo de la Eucaristía, el que muestra y anuncia el sacerdote antes de darlo a comulgar: "el Cuerpo de Cristo". Siempre el Señor está dando su cuerpo a la Iglesia de todos los siglos —y hoy a nosotros— para que aquélla se adhiera cada vez más a Él, para que sus miembros se hagan cada vez más miembros de Cristo. Pidámosle la gracia de adherirnos también nosotros cada vez más al Señor resucitado.
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo B, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1993, p. 134-138)


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Aplicación: San Juan Pablo II - “Señor, Jesús... Haz que arda nuestro corazón mientras nos hablas”.

La Iglesia presenta hoy esta oración al Señor Jesús, al cantar su “Alleluya”. En ella se encierra el eco de las palabras que pronunciaron los discípulos de Emaús, cuando, después de “partir el pan” pudieron reconocer a Cristo resucitado: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24,32).

En la primera lectura Simón Pedro habla de la pasión y resurrección de Jesús. Habla a oyentes que habían tomado parte en los acontecimientos, y algunos de ellos podían ser llamados “coautores” de la pasión y de la muerte del “Santo y Justo”. Dice, pues, dirigiéndose en segunda persona a sus oyentes: “El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, a quien vosotros entregasteis y de quien renegasteis ante Pilato, cuando éste estaba resuelto a ponerle en libertad. Vosotros renegasteis del Santo y del Justo, y pedisteis que se os hiciera gracia de un asesino, y matasteis al Jefe que lleva a la Vida. Pero Dios le resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos de ello” (Hch 3,13-15). Está bien que nos detengamos un momento en esta contraposición: Nosotros... Vosotros.

Vosotros, los asesinos de Cristo que lo rechazasteis y repudiasteis. Nosotros, los testigos de la resurrección, que hemos sido llamados a anunciarlo también a vosotros. Nosotros hemos sido elegidos para ser Apóstoles, precisamente a fin de llevaros a la fe, para que, creyendo, podáis, por un inefable don de conversión, haceros por vuestra parte testigos de la resurrección de Aquel a quien rechazasteis.

En esta contraposición viene a estar la historia de cada alma que pasa del pecado a la conversión, de cada hombre a quien Cristo llama a la fe y lo hace suyo. De este modo, el hombre que no había reconocido a Jesús y que lo había condenado, es invitado a convertirse, mediante un misterioso don de gracia, en el buen terreno que hace nacer y fructificar la semilla con abundancia (cfr. Lc 8,15).

Sí, Pedro es testigo, junto con los Apóstoles. Es el primero entre los testigos, ha visto al Señor resucitado, lo ha encontrado, ha hablado con Él.

Pedro estaba presente en el Cenáculo cuando tuvo lugar allí el acontecimiento pascual que se describe en el Evangelio de Lucas.

Pedro oyó, juntamente con los otros Apóstoles, el saludo del Señor “Paz a vosotros”. Quedó turbado por la inesperada aparición de Cristo, al que creía definitivamente muerto, y experimentó la interna alegría de reconocerlo vivo y de comer todavía con Él: “Palpadme y ved... Le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos”. Pedro quedó iluminado por las palabras de Jesús, que le abrieron la mente para entender las Escrituras, y sintió como dirigidas a él las palabras del Maestro que trazaban ya el programa de su misión de Apóstol: “Se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén”.

Así, pues, Pedro es testigo. Como testigo del Resucitado habla en los Hechos de los Apóstoles al pueblo reunido en Jerusalén.

El discurso continúa así: “Hermanos, sé que lo hicisteis por ignorancia y vuestras autoridades lo mismo” (Hch 3,17).

A pesar de esto, precisamente mediante esta ignorancia y culpa, se cumplió el eterno designio salvífico, el designio de Dios: “Pero Dios cumplió de esta manera lo que había dicho por los Profetas: que su Mesías tenía que padecer” (Hch 3,18).

Las últimas palabras de Pedro son una apremiante llamada a la penitencia y a la conversión: “Por tanto arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados” (Hch 3,19).

Arrepentirse y cambiar de vida son los momentos esenciales de la conversión. Arrepentirse, es decir, recoger el juicio sobre el mal que brota del misterio de Cristo muerto y resucitado, a fin de obtener un sincero y profundo dolor de nuestras culpas y pecados; de los personales, pero también de los que caracterizan a nuestra época y a nuestra sociedad. Nuestro dolor deberá ser sincero y verdadero, capaz de cambiar radicalmente los sentimientos del alma, iluminado por la esperanza de podernos transformar y de conseguir el perdón.

Si hubiéramos rechazado a Jesucristo, tendríamos que cambiar de opinión sobre Él y reconocerlo como Hijo de Dios y Señor. Esta fe renovada nos permitirá rectificar nuestro camino, nos dejará ir por el camino de Dios, hacer nuestro designio y su proyecto para nuestra vida.

El pasaje de la primera Carta de Juan, que hemos leído, nos propone otro pensamiento consolador: “Cristo, abogado ante el Padre, víctima de propiciación”.

Si miramos seriamente a la seriedad e irreversibilidad de nuestra conversión, nos sentimos con frecuencia pobres y frágiles, porque nuestra santificación todavía no está consumada en nosotros, mientras vivimos en el tiempo. Su cumplimiento está más allá, y nosotros continuamos constatando nuestra pequeñez. Pero sabemos que Cristo “se entregó por nosotros para rescatarnos de toda impiedad y prepararse un pueblo purificado” (Tit 2,14). Él ha realizado una liberación definitiva que transciende el tiempo, porque se funda en la potencia de su sacrificio y de su sangre. En esta sangre nuestra reconciliación y nuestro rescate se han convertido en un hecho definitivo, en ella nuestra paz con Dios se ha hecho eterna. En la potencia infinita de este martirio del Justo se funda nuestra esperanza: Cristo inmolado intercede por nosotros para un juicio de salvación. El crucificado implica para nosotros un juicio de Dios que nos salva, porque los pecados de los hombres han muerto con su muerte.

Hoy al cantar “Aleluya”, suplicamos: “Señor Jesús: explícanos las Escrituras. / Enciende nuestro corazón mientras nos hablas”.

Sí. Tú, Cristo, nos hablas por medio de los testigos de tu pasión y resurrección. Tú nos hablas por medio de Pedro y de los Apóstoles. Tú hablas también por medio de aquellos Protomártires que -en su mayoría- creyeron, aunque no habían visto. Y después de haber creído, dieron la vida por Cristo. Nosotros somos herederos de este testimonio. ¡Tenemos que ser dignos de esta heredad!

Buscamos su fuente en la Sagrada Escritura: “Explícanos las Escrituras”. Tú nos hablas en ellas.

Y aunque no te veamos personalmente, como tantas generaciones de cristianos en esta Ciudad Eterna, sin embargo, en la Escritura encontramos siempre la misma fuente de la fe. Tú nos hablas en ellas.

¡Señor, enciende nuestro corazón! ¡Enciende el corazón! ¡Permítenos amar la verdad, la verdad de tu pasión y resurrección! Permítenos vivir de la fuerza de tu misterio pascual.
(Homilía en la parroquia de los Santos Protomártires, 21 de abril de 1985)



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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. Lc 24, 35-48 - “Y entonces abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras”.

Cristo es el centro y el corazón de las Escrituras. Corazón abierto desde la Pascua[2].

Por el corazón de Cristo se comprende la Sagrada Escritura, la cual hace conocer el corazón de Cristo. Este corazón estaba cerrado antes de la Pasión porque la Escritura era oscura. Pero la Escritura fue abierta después de la Pasión, porque los que en adelante tienen inteligencia de ella consideran y disciernen de qué manera deben ser interpretadas las profecías[3].

La fe cristiana no es una religión del Libro. El cristianismo es la religión de la Palabra de Dios. No es un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo.

Para que las Escrituras no queden en letra muerta, es preciso que Cristo, Palabra eterna del Dios vivo, por el Espíritu Santo, nos abra el espíritu a la inteligencia de las mismas[4].

Es Jesús el Maestro que nos enseña a través de los Evangelios. Meditamos sus misterios, pero es el mismo Jesús, como Maestro interior, que nos abre la inteligencia para que comprendamos.

El misterio pascual es el Evangelio. Jesús se aparece resucitado a los Apóstoles y les enseña el cumplimiento de las Escrituras en su Pascua para que sean testigos[5].

La voz de doce hombres, testigos de la Pascua, proclama al mundo este misterio para que los hombres se conviertan, para que dejen sus pecados y aceptándolo alcancen la salvación por su Autor

Testigos ellos y nosotros. Ellos testigos oculares, nosotros testigos por la fe. Una tradición por puente. Ambos llamados a extender este Evangelio a todas las naciones para que Jesús retorne al mundo.

Los apóstoles conocían las profecías y la ley de Moisés, habían escuchado de Jesús el cumplimiento de ellas en El, habían escuchado el testimonio de la resurrección, lo habían visto resucitado y todavía no comprendían el plan de Dios sobre Jesús.

Jesús los ilumina interiormente, por el Espíritu Santo, para que entiendan. Porque muchas veces leemos la Sagrada Escritura pero se nos queda en los oídos y no penetra el corazón. La Escritura sólo penetra en el corazón por la gracia de Jesús, “¿no estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” dicen los discípulos de Emaús[6].

La Sagrada Escritura hay que leerla con el mismo Espíritu con que se escribió, es decir, con el Espíritu Santo[7]. No es de interpretación privada[8] sino que se debe leer siguiendo la interpretación del Magisterio de la Iglesia[9].

La Sagrada Escritura no es un libro de letra muerta, sino de letra viva y es Cristo, el Verbo Encarnado, el que nos ilumina para que la entendamos. No es un libro mágico que me responde lo que quiero saber abriéndolo al azar. Las páginas de la Biblia también las puede voltear mi propio espíritu o el mal espíritu para encontrar en ellas mi propia conveniencia. Hay que discernir con la palabra de Dios lo que quiere Dios de mí. Leer, meditar, consultar, discernir, aconsejarse y obrar.

Hay que tener cuidado de leer la Escritura e interpretarla privadamente, siguiendo en esto la doctrina protestante de la libre interpretación, o creer como los protestantes que la Biblia es la única fuente de la revelación.

Hay dos fuentes de la revelación. La tradición o transmisión oral y la Biblia o revelación escrita y ambas están entregadas al magisterio de la Iglesia para que él las interprete y las conserve intactas.

El Espíritu Santo es el inspirador de la Sagrada Escritura pero también el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia. El alma da vida a todo el cuerpo pero principalmente reside en la cabeza. Para saber discernir lo que el Espíritu Santo ha inspirado en el texto sagrado hay que dejarse guiar por la cabeza de la Iglesia, el Papa y los Obispos en comunión con el Papa, es decir, el Magisterio.

Jesús abre las inteligencias para comprender las Escrituras y la Iglesia continua iluminando con su Magisterio las inteligencias de los cristianos para comprender las enseñanzas de Jesús: “el que a vosotros escucha a mí me escucha”[10].

Hay que leer las Sagradas Escrituras. Desconocer las Escrituras es desconocer a Jesús[11]. Todas las Escrituras hablan de Cristo, el Antiguo Testamento mira a Jesús y lo mismo el Nuevo Testamento y lo central de la vida de Jesús es su misterio pascual. Su humillación, pero principalmente, su exaltación: resurrección, ascensión y glorificación a la diestra del Padre:
La Buena Nueva del Reino (Mc 1, 1 s) predicado por los discípulos, es decir, la palabra que evangelizan o el Evangelio se condensa para el cristianismo primitivo en la persona de Jesús resucitado por Dios y hecho Hijo de Dios con poder, Cristo y Señor[12].

El misterio pascual es llamado a la conversión. Jesús nos ha redimido de los pecados. Debemos dejar nuestros pecados para que sean lavados por su sangre y resucitar con El a una vida nueva. “Como el Padre me envió así os envío yo a vosotros”[13]. Jesús fue enviado a hacer la Buena Noticia, los apóstoles y nosotros a testimoniarla: “id por todo el mundo y proclamad la Buena Noticia a toda la creación”[14].

Notas
[1] Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III,55,6.
[2] Cf. Lc 24, 25-27.44-46
[3] Santo Tomás de Aquino. Cit. Catecismo de la Iglesia Católica nº 112. En adelante C. Ig. Cat.
[4] C. Ig. Cat. nº 108
[5] Cf. v. 48
[6] Lc 24, 32
[7] Constitución Dogmática DEI VERBUM sobre la Divina Revelación (18/11/ 1965) nº 12. En adelante D.V.
[8] 1 P 1, 20
[9] D.V., 10
[10] Lc 10, 16
[11] San Jerónimo, Comentario a Isaías, Prólogo. Cit. C. Ig. Cat. nº 114
[12] Nota de Jsalén. a Hch 5, 42
[13] Jn 20, 21
[14] Mc 16, 15

 

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Aplicación: Beato Guerrico de Igny - “¿Por qué os alarmáis?”

Cuando Jesús vino a sus apóstoles, siendo así que “las puertas estaban cerradas, y que se puso en medio de ellos, llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma” (Jn 20,19; Lc 24,37). Pero cuando él exhaló su aliento sobre ellos diciéndoles: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20,22), y cuando después les envió del cielo este mismo Espíritu como un nuevo don, este don ha sido una indudable prueba de su resurrección y de su nueva vida. En efecto, es el Espíritu quien da testimonio primeramente en el corazón de los santos y seguidamente a través de sus palabras, que Cristo es la verdad, la resurrección verdadera y la vida. Por eso los apóstoles que en principio habían dudado incluso teniendo delante de ellos su cuerpo vivo, “daban testimonio de la resurrección de Señor con mucho valor” (Hch 4,33) después que habían gustado este Espíritu que da vida. Es mucho más ventajoso para nosotros acoger a Jesús en nuestro corazón, que verle con nuestros ojos o escucharle como habla. La acción del Espíritu Santo sobre nuestros sentidos interiores es mucho más poderosa que la impresión que pueden hacer en nuestros sentidos exteriores los objetos materiales...

Y ahora, hermanos, ¿cuál es el testimonio que el gozo de vuestro corazón proporciona a vuestro amor a Cristo?... Hoy en la Iglesia son muchos los mensajeros que proclaman la resurrección y vuestro corazón exulta y exclama: “¡Jesús, mi Dios, es vivo; son ellos quienes me lo han anunciado! Ante esta buena noticia, mi espíritu desalentado, tibio y adormecido, ha recobrado vida. La voz que proclama esta buena noticia hace despertar de la muerte incluso a los más culpables...” Hermano, la señal por la cual tu reconocerás que tu espíritu ha recobrado vida en Cristo, es este: si te dice: “¡Si Jesús está vivo, me basta!” ¡Oh palabra de fe y muy digna de los amigos de Jesús!... “Si Jesús está vivo, me basta!”
(Beato Guerrico de Igny (c. 1080-1157), abad cisterciense, 1er. Sermón para la Resurrección del Señor, 4; PL 185A, 143-144; SC 202 )

 


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Aplicación: P. Jorge Loring S.I. - La Resurrección de Cristo es nuestra propia resurrección.

1.- En este Evangelio se nos narra la aparición en el cenáculo sin Tomás.
2.- Esta aparición es una confirmación de la resurrección de Cristo.
3.- Cristo come con ellos. Los fantasmas no comen.
4.- La resurrección de Cristo es un dogma fundamental de nuestra fe.
5.- Es una confirmación de la divinidad de Cristo, pues Él profetizó que resucitaría al tercer día para demostrar que era Dios.
6.-A veces se dice que resucitó a los tres días, pero es más claro decir «al tercer día», pues no fueron tres días completos: tarde del viernes, el sábado y la mañana del domingo.
7.- Pero en el modo de contar de los judíos se podía decir «tres días», pues contaban como día completo la parte de un día.
8.- La resurrección de Cristo es también prenda de nuestra propia resurrección al final de los tiempos.
9.- Esta resurrección final será eterna en el cielo o en el infierno, según nuestra situación espiritual en la hora de la muerte.
10.- Pidamos a Dios diariamente tener la dicha de una buena muerte.



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Ejemplos

La Calandria

Cuenta una leyenda Polaca:  Adán y Eva han sido expulsados del Paraíso y condenados al trabajo y al dolor. Con la cabeza baja y con una tristeza infinita en el alma abren las entrañas de la tierra que en adelante han de regar con su sudor. Se han apagado los cantos en sus labios, y en sus ojos no hay más que lágrimas para llorar su desventura irremediable.

Un día Dios se compadeció de ellos. Agarró con sus manos divinas un terrón de aquella tierra ingrata, la arrojó al cielo, y se transformó en calandria. Cuando la calandria dejó escapar en la altura sus primeros gorjeos, el hombre levantó otra vez los ojos al cielo con esperanza.

Desde entonces la calandria alegra el rudo trabajo de los campos, y pone sobre la estepa un rayo de vida inmortal. La calandria supo ser agradecida con Dios que le había dado la vida. Cuando Cristo recorrió Palestina sembrando el bien y la verdad, todos los días se posaba en la ventana donde la Virgen lloraba su ausencia y le traía noticias de su Hijo. Y cuando murió en la cruz, la pequeña calandria revoloteaba por la frente divina queriendo arrancarle las espinas de su corona de rey, y luego al caer en el regazo de la Virgen Dolorosa, dejó oír su canto enternecido y la consoló en su dolor.

¿No le parece, mis hermanos, esta calandria tierna y cantarina una verdadera imagen de la esperanza? En medio de los trabajo de la vida, cuando la tierra dura nos niega sus favores, ella canta la canción de la alturas iluminadas por el sol de Dios. Cuando la tribulación nos rodea de angustias, ella nos arranca una por una las espinas del corazón. Y cuando el dolor nos derriba vencidos, ella nos canta el canto de la resurrección. ¡Bendita esperanza cristiana! Ojalá oigamos su canto de calandria todas las mañanas que nos dé aliento para padecer y sufrir, y llenar nuestras almas de ansias de verdad y de luz.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 40)

(Cortesía: iveargentina.org y otros)

 

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