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Los Misioneros del
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Domingo 6 de Pascua B: Comentarios de Sabios y Santos I- Preparemos con ellos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada en la Misa Dominical

 

Recursos adicionales para la preparación

 

A su disposición
Exégesis: R.P. José María Solé Roma, C.M.F. sobre las tres lecturas

Comentario Teológico: San Alberto Hurtado - Amar

Comentario Teológico: R. P. Royo Marin - LA CARIDAD. SÍNTESIS TEOLÓGICA

Comentario Teológico: Santo Tomás de Aquino - EXPOSICIÓN DE LOS DOS PRECEPTOS DE LA CARIDAD

Santos Padres: San Juan Crisóstomo - "Amaos los unos a los otros"

Santos Padres: San Gregorio Magno - HOMILIA VII

Aplicación: Benedicto XVI - Junto a la tumba de San Agustín : "En esto consiste el amor"

Aplicación: R. P. Tihamer Toth  -  Amáos los unos a los otros

Aplicación: R. P. Carlos Miguel Buela - CAPÍTULO SEGUNDO "AMARÁS A TU PRÓJIMO COMO A TI MISMO"

Aplicación: Mons. Fulton Sheen - CARIDAD

Aplicación: San Alberto Hurtado - Fundamento del amor al prójimo

Aplicación: Raniero Cantalamessa - El «deber» de amar

Ejemplos

 Cómo acoger la Palabra de Dios
La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

Las Lecturas del Domingo

Exégesis: R.P. José María Solé Roma, C.M.F. sobre las tres lecturas

Sobre la Primera Lectura (Hechos 10, 25-26. 34-35. 44-48)
A la discriminación entre judíos y gentiles sucede en la Nueva Alianza la integración de todos los hombres en Cristo:

- La Iglesia da un paso decisivo. Hasta ahora la componen 'judíos'. Judíos de Palestina y judíos 'Helenistas'. Llega el momento de abrir la puerta a los gentiles. Se la abre Pedro. En una visión (10, 9-20) se le enseña que se desprenda de prácticas legales caducadas, y sobre todo, que mire a todos los hombres como llamados por igual a formar el nuevo Pueblo de Dios. La Cruz de Cristo ha redimido y purificado a todos por igual. A nadie, pues, debe juzgar impuro o profano por prejuicios atávicos de raza. Con esto, la interpretación que Pedro da al Evangelio supera en mucho la visión de los Profetas del A. T. Estos, cierto, preanunciaron la universa­lidad de la Salvación Mesiánica (Is 49, 6; Ez 6, 9; Sof 3, 9; Zac 8, 20), pero siempre con unos derechos de privilegio o preeminencia para los judíos.

- En su discurso, Pedro fundamenta esta 'igualdad' de judíos y gentiles en el nuevo Israel de Dios:

a) Dios no hace acepción de personas. Ante Él sólo se valoriza el amor, no la raza (vv. 34. 35);

b) Cristo es Señor y Redentor de todos por igual. Purificados por la fe en Él, carece ya de sentido la impureza ritual de la in circuncisión, a las que tanto valor dan a los hombres. Este diluvio del Espíritu Santo, este Pentecostés sobre la primera Comunidad cristiana compuesta de gentiles, funde en una sola Iglesia a todos los bautizados en la fe de Cristo (v. 48);

- En el corazón del hombre y en las agrupaciones humanas las fuerzas de disgregación (orgullo, egoísmos, racismos) serán siempre un peligro grave para la unidad cristiana. Esta, que se funda en la unidad de fe del Bautismo, se renueva, crece y se vigoriza en la celebración Eucarística: 'Por cuanto uno es el Pan, un cuerpo somos toda la muchedumbre que de éste único Pan participamos' (1Cor 10,17).


Sobre la Segunda Lectura (1Juan 4, 7-10)

Es un bello poemita que canta las excelencias de la Caridad. La Caridad, virtud teologal que es amor a Dios y al prójimo:

a) La iniciativa del amor la tiene siempre Dios. Todo el amor deriva de Dios. El ama. El nos ama. El es siempre el primero en el amor. Debemos a la inspiración y al genio teológico de San Juan estas tres definiciones de Dios: 'Dios es Espíritu' (Jn. 4, 8), 'Dios es Luz' (1Jn. 1, 5), 'Dios es caridad' (1Jn. 4,8). Esta, sin duda, la más metafísica, cordial y existencial a la vez.

b) Conocemos el amor sumo que nos ha tenido el Padre, en que nos ha enviado a su Unigénito para así llegar a nosotros la misma vida divina que el Padre da al Hijo (v. 9).

c) Pero el hombre sumido en pecado ni merece ni puede merecer el amor de Dios. ¿Cómo quitar de por medio el pecado? El amor sumo del Padre y del Hijo tiene otro latido infinito: El Unigénito se ofrece sacrificio expiatorio de todos los pecados de los hombres (v. 10).

- También la Caridad, amor a los hermanos, es virtud teologal:

a) Este amor procede del Padre: 'Amémonos los unos a los otros; porque el amor de Dios procede'.

b)La Caridad fraterna nos hace y nos manifiesta hijos de Dios: 'Todo el que tiene caridad es hijo de Dios' (v. 7).

c) La Caridad fraterna es equivalente al amor de Dios: 'El que ama al (hermano) conoce (ama) a Dios' (v. 7). Es decir, al amar al hermano amamos a Dios en el hermano.

- Nacidos hijos de Dios debemos fructificar caridad: Amamos al Padre en Cristo; amor que nos da el conocimiento interno, la comunión personal, la experiencia gozosa, la posesión amorosa de Dios. Amamos en Cristo a los hermanos; con amor since­ro, cálido, heroico, inmolado.


Sobre el Evangelio (Juan 15, 9-17)

Jesús, en su Discurso de la Ultima Cena, a la vez que se despide, nos promete su Presencia:

- Cesa su presencia visible, pero nos consuela con la reiterada promesa de su Permanencia y de su Presencia. Seguirá con nosotros: El Cristo Resu­citado permanece y está presente en su Iglesia Pre­sente y 'nos restauras para la vida eterna, y multi­plicas en nosotros el fruto del misterio Pascual, y vigorizas nuestra alma con el alimento del Pan sal­vador' (Postc.).

- Esta Presencia y Permanencia la realiza y la asegura el Amor. El Resucitado está presente en los que le aman (v. 9). Amor, cuya demostración autén­tica es la guarda de la voluntad de Cristo, especial­mente el mandamiento de la caridad fraterna (10).

- De esta Presencia de Cristo en su Iglesia y en sus fieles deriva el gozo y la paz: 'Esto os digo para que mi gozo esté en vosotros; y vuestro gozo sea colmado' (v. 11). En medio de las persecuciones vivimos en paz, confortados con la Presencia de Cristo: La Eucaristía.

San Juan (17, 11-19) nos guarda la oración sacerdotal de Cristo. La inicia al ir al Sacrificio; y la perpetúa en el cielo, donde ejerce su Sacerdocio eterno en favor nuestro: Pontífice y Abogado ante el Padre:

- Jesús pide para Sí (1-5); para los Apóstoles (6-19); para la Iglesia (20-26). Para Sí pide que, con­cluida su misión de dar con el sacrificio propio (4) vida divina (2) a cuantos creerán en El (3), se extienda a su naturaleza humana la Gloria que como Hijo tiene ab eterno en el regazo del Padre (5).

- Para sus Apóstoles, elegidos del Padre (6. 9), y dados por el Padre al Hijo para continuar su mi­sión y su obra (6); aquellos fieles Apóstoles que han creído en el Padre y en su enviado (8), pide Jesús al Padre: Los guarde en su Nombre (11); los man­tenga unidos en caridad perfecta (11); los preserve de los ataques que el Maligno y el Mundo desencadenarán contra ellos al desahogar en ellos el odio que tienen a Cristo (13-16); los anegue en el gozo del Hijo Glorificado (13); los consagre a la predica­ción de la verdad (17). 'Consagrar' en el sentido bíblico es ordenar a una misión u obra divina. Cristo es por antonomasia el 'Consagrado' del Padre (Jn 10, 36). Esa consagración es una realidad, una virtud divina. Los Apóstoles van a participar de la consagración de Cristo. El es el Consagrado del Padre, 'el Cordero de Dios', enviado como Pontífice y Víctima Con su entrega voluntaria al sacrificio se 'consagra' también El mismo Hostia de reden­ción. Cristo con su oración sacerdotal deja a sus Apóstoles ordenados, 'consagrados': Sacerdotes y Víctimas como Jesús, Adoradores del Padre, Predicadores del Evangelio (La Verdad), Dispensadores o Ministros de la Gracia de la Redención.

- Para todos los que creerán en El pide el Sumo Pontífice en esta su Hora (17. 1): Sean 'uno', enla­zados todos en Cristo (21-23); entren en la Vida y Comunión íntima de la Trinidad (22). Cristo nos comunica la Vida del Padre, nos hace partícipes de su divina Filiación. Tenemos, pues, por Cristo acceso a la Vida e intimidad del Padre. Y, por fin, pide también por sus fieles, para que sean coherederos de la Gloria del Hijo (23-24) .
(SOLÉ ROMA, J. M., Ministros de la Palabra, Ciclo B, Herder, Barcelona, 1979)



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Comentario Teológico: San Alberto Hurtado - Amar

Grandeza del hombre: poderse dejar formar por el amor. El verdadero secreto de la grandeza: siempre avanzar y jamás retroceder en el amor. ¡Estar animado por un inmenso amor! ¡Guardar siempre intacto su amor! He aquí consignas fundamentales para un cristiano.

¿A quiénes amar?

A todos mis hermanos de humanidad. Sufrir con sus fracasos, con sus miserias, con la opresión de que son víctima. Alegrarme de sus alegrías.

Comenzar por traer de nuevo a mi espíritu todos aquellos a quienes he encontrado en mi camino: Aquellos de quienes he recibido la vida, quienes me han dado la luz y el pan. Aquellos con los cuales he compartido techo y pan. Los que he conocido en mi barrio, en mi colegio, en la Universidad, en el cuartel, en mis años de estudio, en mi apostolado... Aquellos a quienes he combatido, a quienes he causado dolor, amargura, daño... A todos aquellos a quienes he socorrido, ayudado, sacado de un apuro... Los que me han contrastado, me han despreciado, me han hecho daño. Aquellos que he visto en los conventillos, en los ranchos, debajo de los puentes. Todos esos cuya desgracia he podido adivinar, vislumbrar su inquietud. Todos esos niños pálidos, de caritas hundidas... Esos tísicos de San José, los leprosos de Fontilles... Todos los jóvenes que he encontrado en un círculo de estudios... Aquellos que me han enseñado con los libros que han escrito, con la palabra que me han dirigido. Todos los de mi ciudad, los de mi país, los que he encontrado en Europa, en América... Todos los del mundo: son mis hermanos.

Encerrarlos en mi corazón, todos a la vez. Cada uno en su sitio, porque, naturalmente, hay sitios diferentes en el corazón del hombre. Ser plenamente consciente de mi inmenso tesoro, y con un ofrecimiento vigoroso y generoso, ofrecerlos a Dios.

Hacer en Cristo la unidad de mis amores: riqueza inmensa de las almas plenamente en la luz, y las de otras, como la mía, en luz y en tinieblas. Todo esto en mí como una ofrenda, como un don que revienta el pecho; movimiento de Cristo en mi interior que despierta y aviva mi caridad; movimiento de la humanidad, por mí, hacia Cristo. ¡Eso es ser sacerdote!.

Mi alma jamás se había sentido más rica, jamás había sido arrastrada por un viento tan fuerte, y que partía de lo más profundo de ella misma; jamás había reunido en sí misma tantos valores para elevarse con ellos hacia el Padre.

¿A quiénes más amar?

Pero, entre todos los hombres, hay algunos a quienes me ligan vínculos más particulares; son mis más próximos, prójimos, aquellos a quienes por voluntad divina he de consagrar más especialmente mi vida.

Mi primera misión, conocerlos exactamente, saber quiénes son. Me debo a todos, sí; pero hay quienes lo esperan todo, o mucho, de mí: el hijo para su madre, el discípulo para su maestro, el amigo para el amigo, el obrero para su patrón, el compañero para el compañero. ¿Cuál es el campo de trabajo que Dios me ha confiado? Delimitarlo en forma bien precisa; no para excluir a los demás, pero sí para saber la misión concreta que Dios me ha confiado, para ayudarlos a pensar su vida humana. En pleno sentido ellos serán mis hermanos y mis hijos.

¿Qué significa amar?

Amar no es vana palabra. Amar es salvar y expansionar al hombre. Todo el hombre y toda la humanidad.

Entregarme a esta empresa, empresa de misericordia, urgido por la justicia y animado por el amor. No tanto atacar los efectos, cuanto sus causas. ¿Qué sacamos con gemir y lamentarnos? Luchar contra el mal cuerpo a cuerpo.

Meditar y volver a meditar el evangelio del camino de Jericó (cf. Lc 10,30-32). El agonizante del camino, es el desgraciado que encuentro cada día, pero es también el proletariado oprimido, el rico materializado, el hombre sin grandeza, el poderoso sin horizonte, toda la humanidad de nuestro tiempo, en todos sus sectores.

La miseria, toda la miseria humana, toda la miseria de las habitaciones, de los vestidos, de los cuerpos, de la sangre, de las voluntades, de los espíritus; la miseria de los que están fuera de ambiente, de los proletarios, de los banqueros, de los ricos, de los nobles, de los príncipes, de las familias, de los sindicatos, del mundo...

Tomar en primer lugar la miseria del pueblo. Es la menos merecida, la más tenaz, la que más oprime, la más fatal. Y el pueblo no tiene a nadie para que lo preserve, para que lo saque de su estado. Algunos se compadecen de él, otros lamentan sus males, pero, ¿quién se consagra en cuerpo y alma a atacar las causas profundas de sus males? De aquí la ineficacia de la filantropía, de la mera asistencia, que es un parche a la herida, pero no el remedio profundo. La miseria del pueblo es de cuerpo y alma a la vez. Proveer a las necesidades inmediatas, es necesario, pero cambia poco su situación mientras no se abre las inteligencias, mientras no rectifica y afirma las voluntades, mientras no se anima a los mejores con un gran ideal, mientras que no se llega a suprimir o al menos a atenuar las opresiones y las injusticias, mientras no se asocia a los humildes a la conquista progresiva de su felicidad.

Tomar en su corazón y sobre sus espaldas la miseria del pueblo, pero no como un extraño, sino como uno de ellos, unido a ellos, todos juntos en el mismo combate de liberación.

Desde que no se lance seriamente, eficazmente, a preocuparse de la miseria, ella lloverá alrededor de uno; o bien, es como una marea que sube y lo sumerge. Quien quiera muchos amigos no tiene más que ponerse al servicio de los abandonados, de los oprimidos, y que no espere mucho reconocimiento. Lo contrario de la miseria no es la abundancia, sino el valor. La primera preocupación no es tanto producir riqueza cuanto valorar el hombre, la humanidad, el universo.

¿A quiénes consagrarme especialmente?

Amarlos a todos, al pueblo especialmente; pero mis fuerzas son tan limitadas, mi campo de influencias es estrecho. Si mi amor ha de ser eficaz, delimitar el campo –no de mi afecto– pero sí de mis influencias. Delimitarlo bien: tal sector, tal barrio, tal profesión, tal curso, tal obra, tales compañeros. Ellos serán mi parroquia, mi campo de acción, los hombres que Dios me ha confiado, para que los ayude a ver sus problemas, para que los ayude a desarrollarse como hombres.

Lo primero, amarlos

Amar el bien que se encuentra en ellos. Su simplicidad, su rudeza, su audacia, su fuerza, su franqueza, sus cualidades de luchador, sus cualidades humanas, su alegría, la misión que realizan ante sus familias...

Amarlos hasta no poder soportar sus desgracias... Prevenir las causas de sus desastres, alejar de sus hogares el alcoholismo, las enfermedades venéreas, la tuberculosis. Mi misión no puede ser solamente consolarlos con hermosas palabras y dejarlos en su miseria, mientras yo como tranquilamente y mientras nada me falta. Su dolor debe hacerme mal: la falta de higiene de sus casas, su alimentación deficiente, la falta de educación de sus hijos, la tragedia de sus hijas: que todo lo que los disminuye, me desgarre a mí también.

Amarlos para hacerlos vivir, para que la vida humana se expansione en ellos, para que se abra su inteligencia y no queden retrasados; que sepan usar correctamente de su razón, discernir el bien del mal, rechazar la mentira, reconocer la grandeza de la obra de Dios, comprender la naturaleza, gozar de la belleza; para que sean hombres y no brutos.

Que los errores anclados en su corazón me pinchen continuamente. Que las mentiras o las ilusiones con que los embriagan, me atormenten; que los periódicos materialistas con que los ilustran, me irriten; que sus prejuicios me estimulen a mostrarles la verdad.

Y esto no es más que la traducción de la palabra “amor”. Los he puesto en mi corazón para que vivan como hombres en la luz, y la luz no es sino Cristo, verdadera luz que alumbra a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1,9).

Toda luz de la razón natural es luz de Cristo; todo conocimiento, toda ciencia humana. Cristo es la ciencia suprema. Desde que los abrimos a la verdad, comienza a realizarse en ellos la imagen de Dios. Cuando desarrollan su inteligencia, cuando comprenden el universo, se acercan a Dios, se asemejan más a Él.

Pero Cristo les trae otra luz, una luz que orienta sus vidas hacia lo esencial, que les ofrece una respuesta a sus preguntas más angustiosas. ¿Por qué viven? ¿A qué destino han sido llamados? Sabemos que hay un gran llamamiento de Dios sobre cada uno de ellos, para hacerlos felices en la visión de Él mismo, cara a cara (1Cor 13,12). Sabemos que han sido llamados a ensanchar su mirada hasta saciarse del mismo Dios.

Y este llamamiento es para cada uno de ellos: para los más miserables, para los más ignorantes, para los más descuidados, para los más depravados entre ellos. La luz de Cristo brilla entre las tinieblas para ellos todos (cf. Jn 1,5). Necesitan de esta luz. Sin esta luz serán profundamente desgraciados.

Amarlos para que adquieran conciencia de su destino, para que se estimen en su valor de hombres llamados por Dios al más alto conocimiento, para que estimen a Dios en su valor divino, para que estimen cada cosa según su valor frente al plan de Dios.

Amarlos apasionadamente en Cristo, para que el parecido divino progrese en ellos, para que se rectifiquen en su interior, para que tengan horror de destruirse o de disminuirse, para que tengan respeto de su propia grandeza y de la grandeza de toda creatura humana, para que respeten el derecho y la verdad, para que todo su ser espiritual se expansione en Dios, para que encuentren a Cristo como la coronación de su actividad y de su amor, para que el sufrimiento de Cristo les sea útil, para que su sufrimiento complete el sufrimiento de Cristo (cf. Col 1,24).

Amarlos apasionadamente. Si los amamos, sabremos lo que tendremos que hacer por ellos. ¿Responderán ellos? Sí, en parte. Dios quiere sobre todo mi esfuerzo, y nada se pierde de lo que se hace en el amor.
(SAN ALBERTO HURTADO, La búsqueda de Dios, Ediciones Universidad Católica de Chile, 2005, pp. 59-63)



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Comentario Teológico: R. P. Royo Marin - LA CARIDAD. SÍNTESIS TEOLÓGICA
Después de la maravillosa descripción de San Pablo, ya nada queda por decir en torno a las características generales de nuestra caridad para con el prójimo. Pero vamos a intentar una síntesis teológica para recoger los caracteres verdaderamente básicos y fundamentales. Nos parece que son los siguientes: sobrenatural, (...) y ordenada.

Vamos a examinar por separado cada una de esas características fundamentales.

A) Sobrenatural
La primera y más importante característica que ha de tener nuestro amor al prójimo para que sea verdadero amor de caridad es que sea sobrenatural. Sin esto, el amor de caridad es absolutamente imposible, por faltarle la raíz misma que le da la existencia como tal. Sin el elemento sobrenatural, sólo cabe un amor puramente natural, de filantropía, altruismo, etc.; pero de ninguna manera el amor de caridad. Es el pensamiento que flota y prevalece a todo lo largo de la divina revelación, principalmente en San Pablo y en San Juan.

La caridad para con el prójimo ha de ser sobrenatural en su origen, en su objeto, en sus motivos, en su ejercicio y en su fin.

a) EN su ORIGEN. Escuchemos al P. Janvier explicando esta característica fundamental:
"El amor al prójimo proveniente de la caridad es sobrenatural, como el amor que profesamos a Dios. Es sobrenatural en su origen, porque nace en nosotros por la acción del Espíritu Santo, que nos ha sido dado para amar a Dios como El quiere ser amado y para amar a nuestros hermanos como El quiere que les amemos. Después de haberla encendido en nuestros corazones, es el mismo Espíritu Santo quien sopla sobre la llama de nuestro sentimiento, sobre esa llama sobrehumana de la que hablaba Nuestro Señor cuando decía: He venido a traer fuego a la tierra, y ¿qué he de querer sino que arda? (Lc 52,49).

La caridad, en efecto, no contiene dos amores, el amor de Dios y el del prójimo, sino uno solo que se difunde sobre múltiples objetos, como el mismo corazón sobre todos los seres queridos. "Nos amamos los unos a los otros y amamos a Dios en virtud de una sola y misma caridad", dice San Agustín. Puesto que la potencia que nos permite amar a Dios de una manera digna de El se confunde con la que nos permite amar al prójimo por El es sobrenatural, la segunda es sobrenatural por el mismo título que la primera".

b) EN SU OBJETO. Escuchemos de nuevo al P. Janvier:
La caridad fraterna es sobrenatural también en su objeto, porque lo que amamos en nuestros semejantes es, ante todo, su alma penetrada por la gracia: gracia del bautismo, gracia de la confirmación, gracia de la eucaristía, gracia del matrimonio, del sacerdocio, de la penitencia, de la extremaunción, que le empapa de vida divina y le hace templo del Espíritu Santo. El padre de Orígenes besaba con fervor el pecho de su hijito recién bautizado, como hubiera besado el suelo del Santo de los santos habitado por Jehovah. Es cierto que nos interesamos también por el cuerpo de nuestros hermanos, por la vida de su inteligencia y de su voluntad; pero es porque, sin contar que ha recibido las unciones más santas y que ha sido, a su manera, divinamente transfigurado, sin contar que ha sido llamado a una suerte de espiritualidad, el cuerpo es la envoltura del alma, la vida intelectual y moral es el tallo sobre el que florece y se expansiona la vida divina".

c) EN sus MOTIVOS. Los hemos expuesto en el capítulo anterior. Solamente amamos al prójimo con amor de caridad cuando el motivo o los motivos de nuestro amor son sobrenaturales, o sea, si le amamos por la bondad divina que se refleja en él, porque es miembro de Cristo, porque es hijo de Dios y heredero del cielo como nosotros. Si no se tienen en cuenta estos motivos sobrenaturales, nuestro amor al prójimo es puramente natural y nada tiene que ver con la caridad cristiana, que es estricta y rigurosamente sobrenatural.

Insistiendo en estos principios, escribe con gran acierto un autor contemporáneo:

"Todo amor, toda simpatía, todo afecto, incluso todo beneficio para con los demás, no es necesariamente caridad; esto depende del motivo que lo inspira. Amar, ayudar a alguien porque nos testimonia interés, afecto o porque nos agrada, porque nos es o nos puede ser útil, porque nos agrada agradarle, porque es para nosotros un honor o una ventaja cualquiera en el orden natural... o a causa de su belleza física, de su carácter, de su modo de ser, que nos atrae: motivo natural, o sea, amor natural, que puede predisponer a la caridad y facilitarla, pero que no es caridad: ¡Los paganos también lo hacen! (cf. Mt. 5,46-47).

La caridad se eleva más alto. No considera a los hombres en su pobre naturaleza humana (tan imperfecta y tan deficiente en algunos, que no se encuentran a menudo motivos sino de antipatía y repulsión, no de simpatía y de atracción), sino como un reflejo de Dios y de su luz; y bajo este reflejo de sus perfecciones se transfiguran y se hacen todos, a pesar de todo, dignos de amor.

San Francisco de Sales recuerda que, según los Padres, la obediencia debe ser ciega: "No mirar jamás al rostro de los superiores, sino solamente su autoridad, que es divina". Ciega, la caridad debe serlo todavía más.

No debe mirar el rostro del prójimo, es decir, todo lo que en él puede humanamente hacérnoslo antipático o simpático, agradarnos o desagradarnos. Sino únicamente lo que tiene de divino. Ciega, pero al mismo tiempo clarividente; ciega para lo humano, clarividente para lo sobrenatural. "No debo ser servicial-escribe Santa Teresa de Lisieux-para parecerlo, o con la esperanza de que otra vez la Hermana a la que sirvo me devuelva, a su vez, el servicio, pues Nuestro Señor ha dicho: Si hacéis servicio a aquellos de quienes esperáis recibir recompensa, ¿qué mérito tenéis? También los malos sirven a los malos a trueque de recibir de ellos otro tanto. Mas vosotros amad a vuestros enemigos, haced el bien sin esperanza de recibir nada por ello, y será grande vuestra recompensa" (Lc. 6,34-35).

Ciertas personas, particularmente dotadas en este punto, son buenas por naturaleza, dulces y pacientes por temperamento, delicadas y amables por educación, serviciales por inclinación. A otras les agrada hacer un servicio, a otras dar limosna, a otras cuidar a los enfermos. Dichosas disposiciones, que les facilitan el ejercicio de la caridad, pero que no son caridad propiamente dicha. Por mucho que se califique a estas personas de caritativas, si no actúan en todo esto sino por propensión natural o por motivos puramente humanos, no practican la caridad; el motivo que les inspira no es sobrenatural, y su amor tampoco. Lo que constituye la caridad no es el acto en sí: es el motivo. Dos personas pueden tener el mismo gesto de bondad, sin ejercer las dos la caridad; esto es privilegio de la que ve el objeto que se propone.

"Hay ciertos amores-dice San Francisco de Sales, que insiste particularmente sobre esto-que parecen enormemente grandes y perfectos a los ojos de las criaturas, pero que delante de Dios resultarán pequeños y de ningún valor. La razón es que estas amistades no están fundadas en la verdadera caridad, que es Dios; sino solamente en ciertas alianzas e inclinaciones naturales, bajo ciertas condiciones humanamente naturales, humanamente laudables y agradables. Por el contrario, hay otras que parecen extremadamente pequeñas y vacías a los ojos del mundo y que delante de Dios son plenas y excelentes, porque se hacen solamente por Dios y en Dios, sin mezcla de nuestro propio interés. Los actos de caridad que se hacen a los que amamos de este modo son mil veces más perfectos, ya que todo es puramente de Dios; pero los servicios y las ayudas que hacemos a los que amamos por pura inclinación son mucho menores en mérito, a causa de la gran complacencia y satisfacción que tenemos al hacerlos, y de que, ordinariamente, los hacemos más por este motivo que por amor de Dios...

Los signos de amistad que hacemos contra nuestras propias inclinaciones hacia las personas a las que tenemos aversión son mejores y más agradables a Dios que los que hacemos atraídos por el afecto sensitivo. Así que los que no tienen nada de amable son muy dichosos, pues están seguros de que el amor que se les tiene es excelente, puesto que es todo de Dios".

Y nuestro santo añade esta observación: "A menudo creemos amar a una persona por Dios, y la amamos por nosotros mismos; nos servimos del pretexto de sus virtudes y decimos que es por esto por lo que la amamos; y no es por eso, es por el consuelo que sentimos".

Pero-se dirá-la amistad lícita, el amor de los padres a sus hijos o de los hijos a sus padres y hermanos, el amor conyugal, el amor a la patria, siendo, como son, amores naturales, ¿pueden, a pesar de todo, ser caridad? No siempre. Para esto hace falta que su motivo sea sobrenatural. Esto es muy fácil: es suficiente amar a sus hijos, a sus padres, a sus parientes o a su cónyuge, porque Dios lo manda: Honrar padre y madre, para cumplir su voluntad, porque este amor es una imitación, una participación del amor del Padre celestial para con sus hijos, o del de Cristo para con su Padre, o del de Cristo para con su Iglesia... Del mismo modo que es a Dios a quien se quiere obedecer al obedecer a los padres que participan de su autoridad, es a El a quien se quiere amar al amarlos, porque participan de su paternidad. Estos sentimientos legítimos resultan superelevados por la fe al añadir a sus motivos naturales otros motivos sobrenaturales que no pueden, al transfigurarlos, sino fortificarlos y perfeccionarlos.

Un cristiano debe transformar así, santificar, elevar, divinizar, todos sus amores naturales, impregnándolos de amor sobrenatural, ponerles alas y hacerles remontar el vuelo, como la gracia impregna su alma de sobrenaturalidad, la eleva, la transforma y diviniza su ser y su modo de actuar.

Si son lícitos, los motivos humanos de amar a los demás no se deben rechazar. No los excluye la caridad ni los condena; los completa al añadir los suyos propios, mucho más elevados, más urgentes, más poderosos.

Los primeros no se deben rehusar; pueden ayudar a los motivos de la fe, mover al corazón, comenzar el movimiento (ayudan a la caridad y la caridad les ayuda). Pero un cristiano debe dar impulso a su corazón, imponerse por medio de la voluntad los motivos superiores; y del amor natural, elevarse al amor sobrenatural.

Que los esposos se amen por los encantos y las cualidades humanas que se han encontrado, que sigan su instinto, la ciega atracción que les lleva el uno al otro (que el lenguaje corriente llama amor), es legítimo. Pero, como cristianos, deben esforzarse por subir más alto y añadir motivos sobrenaturales: amarse porque Dios lo quiere, para ayudarse a servirle y amarle mejor, para darle nuevos hijos, para colaborar a su obra creadora, para cumplir los designios de su bondad... Que su amor se transforme en caridad.

Del mismo modo, que los padres se sientan atraídos por sus hijos, y los hijos por sus padres, porque la naturaleza lo hace, porque son una prolongación de su ser, es justo; pero que traten de transformar su amor natural en caridad, que traten de amarlos y de sacrificarse por ellos por motivos de fe. Son bien raros, parece ser, los que aman de esta manera.

Ya se ve cómo la caridad no es un amor cualquiera a nuestros semejantes, del mismo modo que no es un amor cualquiera a Dios. Apegarse a ellos por razón de sus cualidades naturales, reales o supuestas, o por la simpatía que nos testimonian o nos inspiran, o por las relaciones, o por la comunidad de intereses, de gustos, de sentimientos, de trabajo... que nos unen a ellos, puede ser bueno; pero no es caridad, cuyo motivo debe sacarse de la revelación, debe ser objeto de fe. Sobrenatural (hemos dicho) debe, más o menos directamente, referirse a su adopción divina, a su participación gratuita en la naturaleza y en la vida de Dios, a su elevación por la gracia. Quererlos y tratarlos como hermanos, porque son hijos de Dios; querer y tratar a Dios como a Padre: tal es la esencia de la caridad. ¿No se hace uno ilusiones, muchas veces, sobre este punto, creyendo practicar esta virtud, cuando en realidad no se sigue sino el impulso de un amor natural?

Pero ¿cómo darse cuenta uno mismo? ¿Cómo asegurarse de lo sobrenatural de sus motivos de amor? Por medio del examen de conciencia, buscando las verdaderas razones de nuestro corazón, escudriñándolo hasta en sus más recónditos repliegues. Trabajo que no siempre es fácil. Es cosa tan compleja el corazón del hombre, tantos sentimientos se enredan y se suceden en él, que no siempre se ve bien. Pero no olvidemos que es una cuestión de voluntad y no de sentimiento. El motivo es que se quiera. Poco importa lo que se sienta: es suficiente querer sinceramente amar a los pecadores a causa de su Padre, amarlos como a hermanos.

Otro medio para asegurarnos que así es, es verificar si amamos a nuestros "enemigos", a los que nos son naturalmente antipáticos; si queremos y hacemos el bien a los que no nos quieren o que nos hacen mal. Si es así, es que nuestros amores se inspiran en un motivo sobrenatural; si no es así, hay muchas probabilidades de que nuestro corazón vaya por caminos puramente humanos. Si no amamos a nuestros enemigos, es bien de temer que amemos mal a nuestros amigos.

d) EN SU EJERCICIO. El amor al prójimo ha de ser sobrenatural no sólo por su origen, objeto y motivos, sino también en su ejercicio. Ello quiere decir que hemos de estar pendientes de la gracia de Dios, que necesitamos indispensablemente para poder ejercitar la caridad para con el prójimo en las mil incidencias y detalles de la vida diaria.

Oigamos de nuevo al autor que acabamos de citar, exponiendo admirablemente este nuevo aspecto de la sobrenaturalidad del amor al prójimo:

"También es sobrenatural en su ejercicio. Practicarla perfectamente es moralmente imposible sin la ayuda de la gracia, y de una gracia abundante. Es una virtud difícil, al menos por tres razones: En su objeto, que es, después de Dios y de Cristo, todas las criaturas de este mundo y del otro, excepto los condenados; presentes o ausentes, conocidas o desconocidas, compatriotas o extranjeras; individuos, grupos, comunidades, sociedades o familias de seres humanos...

En su sujeto: debe gobernar no solamente el exterior, palabras y acciones, sino también el interior, aun el más secreto: juicios, deseos, sentimientos, intenciones... Se puede faltar con lo que se piensa, lo que se desea, lo que se dice, lo que se hace y, además, también con lo que se deja de decir o hacer. Obliga a querer y a procurar, en la medida de lo posible, todo el bien a todos: bien del alma, del espíritu, del corazón, del cuerpo, de la reputación, de la propiedad..., como se quiere y se busca todo el bien para si mismo.

Ciertas dificultades en la práctica de esta virtud vienen del orden que hay que seguir. Por ejemplo: el deber de ejercerla, primero, consigo mismo; o sea, no aceptar jamás el cometer un pecado, por muy pequeño que sea, con el pretexto de amor a los demás, para no desagradarles, no contrariarles...; el deber de procurar el bien espiritual del prójimo antes que su bien temporal; para los padres, asegurar el bien del alma de sus hijos antes que el de sus cuerpos o de sus haberes...

Pero lo que, sobre todo, hace difícil la caridad, es la frecuencia de ocasiones para practicarla, mucho mayor que para las otras virtudes. El pasarse días enteros sin encontrar tentaciones contra la justicia, contra la esperanza o la fe y aun contra la castidad, es posible y hasta corriente; pero sin que se presente- ¡y muchas veces!-ocasión de observar la paciencia, la indulgencia en los juicios, la amabilidad, el prestar servicio, el retener la lengua para no hablar mal de los demás, el imponerse algún pequeño sacrificio por ellos..., es cosa extremadamente rara. Se puede decir que el deber de la caridad "urge" continuamente, que nunca se acaba con él. Puede uno liberarse de los otros deberes, del de la obediencia, de la justicia...; del de la caridad, jamás. Se puede dejar de tener una deuda, pagándola; de tener una orden que cumplir, cumpliéndola; pero no se puede cesar de amar al prójimo; es una disposición del alma que hay que mantener continuamente, y que casi en cada instante debe probarse con los actos. Es lo que quiere decir San Pablo en este pasaje de su epístola a los Romanos: No tengáis otra deuda con nadie que la del amor que os debéis unos a otros (Rm 13,8).

No faltar jamás a esta virtud, ni en las apreciaciones que se hacen de los demás- ¡y cuántas se hacen en un día!-ni en las conversaciones en las que se interviene-y son frecuentes y a menudo largas y ¡casi todas relativas a nuestros semejantes!-; resistir al prurito, tan común, de hacerse valer, de hacerse el gracioso a sus expensas, de criticar, de ridiculizar, de contradecir, de condenar; contener ese egoísmo, tan profundamente enraizado en nuestra naturaleza, que nos arrastra a no pensar sino en nosotros, en nuestras satisfacciones e intereses personales; amar a nuestros semejantes por motivos desinteresados y sobrenaturales, en Dios y por Dios; amarlos aun cuando nos sean naturalmente antipáticos, aunque les consideremos incluso como enemigos nuestros; quererlos y hacerles bien, aunque creamos que nos han hecho mal o que no nos quieren; bendecir a los que nos maldicen, rogar por los que nos persiguen, según la consigna del Señor (Mt 5,44); perdonar a los que nos han ofendido (Mt 6,14); no vengarse jamás a pesar del deseo violento que uno sienta; caminar dos mil pasos con el que quiere obligarnos a caminar mil (Mt 5,45); hacer todas las concesiones posibles para mantener la paz con los demás; cumplir, en fin, todas las exigencias de la caridad, lleva consigo una dosis de energía, de vigilancia, de generosidad, de renuncia, de dominio de sí mismo, moralmente imposible sin una poderosa y continua ayuda de Dios. ¡Esto es heroísmo!

La frase de Santiago relativa a la simple retención de la lengua es bien significativa: Si alguno no peca de palabra, es varón perfecto (Iac 3,2), es un santo...

Por ser una cosa sobrehumana, que lleva consigo la intervención de una fuerza superior, divina, verdadero milagro de orden moral, es por lo que la caridad suscita la admiración de los hombres, aunque no sean creyentes, y tiene sobre ellos tanta influencia. La Iglesia la considera como el principal signo de la santidad.

e) EN SU FIN. El amor de caridad para con el prójimo ha de ser, por último, sobrenatural en su fin. Ya sabemos que el fin de la caridad y el de toda nuestra vida sobrenatural es la eterna bienaventuranza, a la que nos encaminamos todos y, por lo mismo, la caridad ha de fomentar todos los medios necesarios o convenientes para llegar a ella:

"La caridad fraterna-escribe a este propósito el P. Janvier -es sobrenatural en el fin que persigue. El fin que persigue es la santificación de los hombres. Cuando nos desterramos para llevar a lo lejos la luz, la civilización, el progreso del Evangelio; cuando nos condenamos a la dura profesión de la palabra y del apostolado; cuando nos consagramos a la instrucción de los niños, a las necesidades de los ancianos y de los enfermos; cuando visitamos a los pobres o a los presos; cuando pasamos los días y las noches sin tener para nada en cuenta el disgusto o el cansancio; cuando aceptamos todos los trabajos y labores, nuestra voluntad suprema es ganar las almas para Dios santificándolas.

Digámoslo bien alto: jamás permaneceremos mudos e inactivos ante estos intereses que colocamos por encima de todos los demás. Obtener que nuestros oyentes, nuestros amigos, nuestros pobres, los niños de nuestras escuelas y de nuestros asilos de huérfanos, los enfermos y ancianos de nuestros hospitales crean en Dios, esperen en El, le amen profundamente, se sometan a sus leyes y que por este camino lleguen a la bienaventuranza eterna y merezcan contribuir a la gloria del Padre celestial, he ahí el ideal que sostiene nuestro coraje y nutre nuestra consagración y entrega. El amor cristiano, lo mismo que la verdad cristiana, no conoce la neutralidad. ¡Abstenernos, callarnos cuando vemos a nuestros hermanos expuestos a la suprema desgracia, no decir una palabra ni hacer un gesto, no intentar nada a la hora de la infancia, en la que el hombre escoge su vida, o a la hora de la muerte, en la que decide de su destino eterno!... Pedid entonces a la madre cuyo hijo está en grave peligro dejar que los acontecimientos sigan su curso, permanecer neutral. ¡Con qué desdén acogería vuestro consejo, con qué prontitud quebrantaría vuestras órdenes para remover el cielo y la tierra y arrancar del peligro al fruto de sus entrañas! Pedid al escepticismo que sea neutral, pedidle que no tenga corazón; pero no se lo pidáis a la fe, no se lo pidáis al amor. Nosotros amamos a nuestros hermanos y, amándoles, queremos el bien para ellos, sobre todo ese gran bien que es la santidad en la tierra y la bienaventuranza en el cielo. Se dirá que forzamos las conciencias. Es una calumnia: las forzamos menos que aquellos que nos acusan. Escuchad: un rumor sube y amenaza a los que ejercen presión sobre las almas para arrancarlas a la verdad, al bien, a la justicia, al deber. No ocurre otro tanto con nosotros. ¿Qué de bueno conseguiríamos? Sabemos perfectamente que las conversiones forzadas son inútiles. Nosotros no forzamos las conciencias, pero intentamos convencerlas esclareciéndolas, ganarlas haciendo aparecer en nosotros la bondad misma de Dios, conducirlas confiadas a los pies del Padre para servirle en este mundo y alabarle para siempre en el otro".

G) Ordenada

La caridad, finalmente, ha de ejercerse de una manera ordenada, o sea, siguiendo el orden que impone la naturaleza misma de esa virtud; Dios, nosotros y el prójimo por Dios, sin alterar con relación a la caridad fraterna-en cuanto sea posible-el orden jerárquico entre nuestros distintos prójimos y sin subvertir los valores objetivos de las cosas, anteponiendo, v.gr., los valores materiales a los espirituales, que valen infinitamente más.

"Nuestra caridad-dice todavía Cuttaz -debe ser universal, pero no uniforme; implica jerarquía y diversidad de grados. Tenemos que amar a todos nuestros semejantes sin excepción, pero no sin distinción; sobrenaturalmente, pero no igualmente. Hay algunos a quienes debemos colocar en nuestra dilección antes que a otros, como hay bienes que debemos desearles y procurarles antes que otros. Hay que seguir un orden, ya sea para las personas, ya sea para las cosas, en nuestra caridad.

Establezcamos el principio: siendo el fundamento o motivo de nuestra caridad para con los demás su unión con Dios y con nosotros, nuestra caridad debe alcanzar y corresponder al límite de estas dos uniones. Debemos amar más a los que están más unidos a Dios y a nosotros. La intensidad de una u otra unión debe fijar la de nuestra dilección...

No se debe jamás sacrificar el propio bien espiritual al de los demás, cualesquiera que sean, aun los propios padres. Es decir: no se puede cometer un pecado, aunque sea venial, para apartar a otros del pecado y evitar su condenación; mucho menos todavía para evitarles menores males: pérdidas temporales, preocupaciones, sufrimientos corporales, disgustos pasajeros. Todavía menos se debe aceptar el ofender a Dios, aun en materia leve, por darles satisfacción, para procurarles algún beneficio, alguna satisfacción; para ceder a su deseo... Con el pretexto de no contrariar, incomodar, fastidiar a alguien, no se puede faltar a la misa del domingo, comer carne en los días de vigilia, tomar parte en una acción indigna, participar en un acto ilícito, contrario a la justicia, a la castidad, a la verdad, a la religión; ni aceptar leer un escrito-periódico, revista o libro-inmoral o ir a ver una película o un espectáculo malsano, vestirse de un modo inconveniente, faltar a la templanza o a alguna otra virtud. Eso no serla caridad, sino todo lo contrario; pues la caridad pide que se sepa decir no cuando el decir sí sería fomentar el mal o favorecer el vicio".
(Royo Marin, Teología de la caridad, B.A.C., Madrid, 1963, pg. 402-415)

 

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Comentario Teológico: Santo Tomás de Aquino - EXPOSICIÓN DE LOS DOS PRECEPTOS DE LA CARIDAD

PRÓLOGO

TRES COSAS le son necesarias al hombre para su salvación: el conocimiento de lo que debe creer, el conocimiento de lo que debe desear y el conocimiento de lo que debe hacer. El PRIMERO se enseña en el símbolo, donde aprendemos la doctrina de los artículos de la fe; el SEGUNDO, en la oración dominical o Padrenuestro; y el TERCERO, en la ley.

Trataremos ahora del conocimiento de lo que debemos hacer. Para ello hemos de referirnos a la existencia de cuatro leyes.

a) La PRIMERA es la ley natural. Esta ley no es otra cosa que la luz del entendimiento infundida por Dios en nosotros, por la cual sabemos qué debemos hacer y qué debemos evitar. Dios, al crear al hombre, le dio esta luz y esta ley. No son pocos, sin embargo, los que creen excusarse de su cumplimiento, alegando ignorancia. Contra ellos dice el Profeta: Hay muchos que dicen. ¿Quién nos mostrará lo que es bueno? (Ps. 4, 6), como si ignorasen lo que deben hacer, y él mismo responde: Está grabada sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor (ib. 7), es decir, la luz del entendimiento, que nos hace ver lo que debemos obrar. En efecto, nadie ignora que no debe hacer a los demás lo que no quiere que le hagan a él, y otras reglas de moral semejantes.

b) Pero si bien es cierto que Dios, al crear al hombre, le dio esta ley, que llamamos ley natural, el diablo, por su parte, sembró encima otra ley, la ley de la concupiscencia. Mientras el alma del primer hombre estuvo sujeta a Dios, observando sus preceptos, también la carne estuvo completamente sometida al alma o razón. Pero una vez que el diablo tentador apartó al hombre de la observancia de los preceptos divinos, también la carne se rebeló contra la razón. Y por eso sucede que aunque el hombre quiera hacer el bien conforme a su razón, la concupiscencia lo inclina a lo contrario. A ello se refiere el Apóstol cuando dice : Advierto otra ley en mis miembros, que es contraria a la ley de mi mente (Rom. 7, 23). De ahí que frecuentemente la ley de la concupiscencia corrompe la ley natural y el orden de la razón. Por lo cual enseguida añade el Apóstol: y me esclaviza a la ley del pecado, que está en mis miembros (ib.).

c) Como la ley natural había sido destruida por la ley de la concupiscencia, convenía que el hombre fuese nuevamente dirigido a la práctica de la virtud y apartado del vicio. Para ello fue necesaria la ley de la Escritura.

Ahora bien, DOS son los motivos que alejan al hombre del mal y lo estimulan a obrar el bien.

El PRIMERO es el temor. Porque la primera razón por la que uno comienza a evitar el pecado es, ante todo, la consideración de la pena del infierno y del juicio final. Y así, dice el Eclesiástico: El temor de Dios es el principio de la sabiduría (1, 16); y más adelante: El temor del Señor rechaza el pecado (ib. 27). Es cierto que quien se abstiene de pecar solamente por temor, no es todavía justo; sin embargo, por allí empieza su justificación.

Esta manera de apartar al hombre del mal e inducirlo al bien fue la propia de la ley de Moisés, cuyos transgresores eran castigados con la muerte: Si alguno quebranta la ley de Moisés, y ello se prueba con dos o tres testigos, es condenado a muerte sin misericordia alguna (Hebr. 10, 28).

d) Pero este medio es insuficiente, como insuficiente fue la ley promulgada por Moisés, que apartaba del mal precisamente por medio del temor, el cual, si bien contenía la mano, no se imponía al corazón. Se requería, pues, un segundo medio de apartar del mal e inducir al bien: este medio es el del amor; y según este medio fue dada la ley de Cristo, es decir, la ley evangélica, que es la ley del amor.

Entre la ley del temor y la ley del amor hay una TRIPLE diferencia.

La PRIMERA es que la ley del temor hace esclavos a quienes la siguen; en cambio, la ley del amor los hace libres. En efecto, quien obra sólo por temor, obra como esclavo; al contrario, el que obra por amor, obra como hombre libre o como hijo. Por eso dice el Apóstol: Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad (2 Cor. 3, 17), porque aquellos en quienes reside este Espíritu obran por amor, como los hijos.

La SEGUNDA diferencia es que los observantes de la ley antigua eran premiados con bienes temporales: Si lo queréis, dice el Señor, y si me escucháis, comeréis los frutos de la tierra ( Is. 1, 19); en cambio, los observantes de la ley nueva acceden a bienes celestiales: Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos (Mt. 19, 17); Convertíos, porque el reino de los cielos está cerca (Mt. 3, 2).

La TERCERA diferencia está en que la ley de Moisés era dura de soportar. En efecto, S. Pedro dice a los judíos: ¿Por qué queréis imponer sobre nuestra cerviz un yugo que ni nuestros padres ni nosotros pudimos soportar? (Act. 15, 10); en cambio la ley de Cristo es leve, como lo dijo el mismo Señor: Mi yugo es suave y mi carga es ligera (Mt. 11,30), y S. Pablo escribe a los Romanos : No recibisteis un espíritu de esclavitud para recaer en el temor, sino que recibisteis el espíritu de hijos adoptivos (Rom. 8, 15).

En resumen, nos encontramos con CUATRO leyes: la PRIMERA es la ley natural, que Dios infundió en el hombre en el momento de su creación; la SEGUNDA, la ley de la concupiscencia; la TERCERA es la ley de la Escritura; la CUARTA, la ley de la caridad y de la gracia, que es la ley de Cristo.

Ahora bien, es evidente que no todos pueden aplicarse al duro trabajo que se requiere para conocer estas cuatro leyes. Fue por eso que Cristo nos dio una ley abreviada, que pudiera ser conocida de todos, y de cuya ignorancia no pudiera excusar por ignorancia. Es la ley del amor divino, a la que se aplica la expresión del Apóstol: Palabra breve pronunciará el Señor sobre la tierra (Rom. 9, 8).

Dicha ley debe ser la regla de todos los actos humanos. En efecto, así como decimos de una obra de arte que es buena y hermosa cuando se conforma con la regla del arte, así también un acto humano es recto y virtuoso cuando se conforma con la regla del amor divino, y no es bueno y perfecto cuando se aparta de ella. Para que los actos humanos sean buenos es menester que concuerden con la regla del amor divino.

Esta ley, la del amor divino, produce en el hombre CUATRO efectos sumamente deseables.

1) PRIMERO, causa en él la vida espiritual. Es cosa sabida por la naturaleza misma del amor, el amado está en el amante; y por eso el que ama a Dios en sí mismo, según las palabras de S. Juan: Quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios permanece en él (1 Jo, 4, 16).

Además, es propio de la naturaleza del amor transformar al amante en el amado. Si amamos cosas viles y caducas, nos hacemos viles e inestables, según dice la Escritura: Se hicieron abominables como lo que amaron (Os. 9, 10). En cambio, si amamos a Dios nos hacemos divinos, porque el que se une al Señor, se hace un solo espíritu con él, como enseña S. Pablo (1 Cor. 6,17).

Oigamos a S. Agustín: "Así como el alma es la vida del cuerpo, así Dios es la vida del alma". Y esto es cosa clara. En efecto, decimos que el cuerpo vive por el alma cuando tiene las operaciones propias de la vida, cuando actúa y se mueve; si el alma se separa, el cuerpo deja de obrar y de moverse. De manera semejante, el alma obra virtuosa y perfectamente cuando obra por la caridad, gracias a la cual Dios habita en ella; sin caridad el alma es incapaz de obrar: Quien no ama, permanece en la muerte (1 Jo. 3, 14).

Debemos tener presente que si alguien poseyera todos los carismas del Espíritu Santo sin la caridad, no tendría vida. Porque ni el don de lenguas, ni el don de la fe, ni cualquier otro don, son capaces de dar vida si falta la caridad. Por más que a un cadáver se lo cubra de oro y de piedras preciosas, cadáver permanece. Tal es, pues, el primer efecto de la caridad: dar vida.

2) El SEGUNDO efecto que obra la caridad es la observancia de los mandamientos divinos. "El amor de Dios" -enseña S. Gregorio- "nunca permanece ocioso; donde está, obra grandes cosas; si no las obra, es que no está". De aquí que sea un signo evidente de caridad la prontitud en cumplir los preceptos divinos. Vemos cómo el amante realiza cosas grandes y dificultosas por la persona amada. Jesús mismo ha dicho: El que me ama guardará mi palabra (Jo. 14, 23).

Recordemos a este propósito que quien observa el mandato y la ley del amor divino, cumple toda la ley. Pues hay DOS clases de mandamientos divinos. ALGUNOS son afirmativos, y la caridad los cumple, porque la plenitud de la ley que se encuentra en los mandamientos es el amor, por el cual se los observa. OTROS mandamientos son prohibitivos, y también éstos los cumple la caridad porque, como dice el Apóstol, la caridad no hace el mal (cf. 1 Cor. 13, 4).

3) El TERCER efecto de la caridad es el socorro contra las adversidades. En efecto, para quien tiene caridad nada adverso le es dañoso, sino que más bien se le convierte en un bien saludable, según aquello del Apóstol: Para los que aman a Dios todo contribuye a su bien (Rom. 8, 28). Hasta los reveses y dificultades parecen llevaderos para el que ama, como nosotros mismos lo experimentamos.

4) El CUARTO efecto que produce la caridad es conducir a la felicidad. Sólo a quienes tienen caridad les está prometida la bienaventuranza eterna; porque sin caridad todo lo demás es insuficiente. Así escribe el Apóstol: Ya me está preparada la corona de justicia, que me otorgará en aquel día el Señor, juez justo, y no sólo a mí, sino a todos los que aman su venida (2 Tim. 4, 8).

Es de notar que la bienaventuranza se otorga en proporción al grado de caridad y no en proporción a cualquier otra virtud. En efecto, hubo muchos que fueron más austeros que los Apóstoles, y, sin embargo, éstos los exceden en bienaventuranza por la excelencia de su caridad, pues poseyeron las primicias del Espíritu, como dice S. Pablo (Rom. 8,23). El grado de bienaventuranza depende, entonces, del grado de la caridad. Con lo dicho hasta acá quedan expuestos los cuatro efectos que produce en nosotros la caridad.

Nos resta, sin embargo, por considerar OTROS efectos que no debemos omitir.

5) UNO DE ELLOS es la remisión de los pecados. Acontece ya en la experiencia cotidiana: si alguien ofende a otro, pero después lo ama entrañablemente, el agraviado, en virtud del amor que recibe, perdona al ofensor. Así también Dios perdona los pecados a quienes lo aman. La caridad cubre una multitud de pecados, escribe S. Pedro (1 Pe. 4, 8). Bien dice "cubre" porque Dios ya no los ve para castigarlos. Por lo demás, si bien aquí se dice que cubre "multitud" de pecados, Salomón precisa que la caridad cubre todos los pecados (Prov. 10, 12). Lo que se ve claramente en el caso de Magdalena, de la que dijo el Señor: Se le perdonaron muchos pecados (Lc. 7, 47), y enseguida añade la causa: porque amó mucho.

Es posible que alguien piense: si basta la caridad para alcanzar el perdón de los pecados, no es necesaria la penitencia. Pero tenemos que advertir que nadie ama verdaderamente si no se arrepiente de veras, porque es evidente que cuanto más amamos a alguien tanto más nos duele haberlo ofendido. Es, pues, éste uno de los efectos de la caridad.

6) ASIMISMO, la caridad ilumina el corazón. Porque, como bien se dice en el libro de Job, todos estamos envueltos en tinieblas (37, 19), ya que frecuentemente nos sucede que ignoramos lo que debemos hacer o desear. Ahora bien, la caridad nos enseña todo lo que es necesario para la salvación; y por eso escribe S. Juan: Su unción os enseña acerca de todas las cosas (1 Jo 2, 27), pues donde hay caridad, allí está el Espíritu Santo, que conoce todo y nos conduce por el camino recto, como se lee en el Salmo 142, 10. Se dice en el Eclesiástico: Los que teméis a Dios, amadlo, y vuestros corazones quedarán iluminados (2, 10), es decir, conocerán lo necesario para la salvación.

7) TAMBIÉN la caridad produce en el hombre la perfecta alegría. En efecto, nadie tiene verdadero gozo si no vive en caridad. Porque quien desea alguna cosa, no goza, ni se alegra ni descansa hasta que la consigue. En el ámbito de los bienes temporales ocurre que deseamos aquello que no poseemos, pero una vez que lo hemos obtenido lo despreciamos y nos causa tedio. No sucede así con los bienes espirituales; por el contrario, quien ama a Dios lo posee, y entonces el alma que lo ama y lo desea descansa en El, según aquello de S. Juan: El que permanece en la caridad, en Dios permanece y Dios en él (1 Jo. 4, 16).

8) ADEMÁS, la caridad otorga la paz perfecta. Sucede también con los bienes temporales que frecuentemente son deseados, pero una vez que se los posee, el alma que los deseaba no encuentra en ellos el descanso, sino que ni bien consigue una cosa, ya está anhelando otra. Por eso dice el Profeta: El corazón del impío es como un mar agitado que no puede estar en calma (Is. 57, 20); y agrega: No hay paz para los impíos, dice el Señor (ib. 21). No ocurre así en el amor de Dios, porque el que ama a Dios tiene paz, según se lee en el Salterio: Gozan de mucha paz los que aman tu ley; no hay tropiezo para ellos (Ps. 118, 165).

Esto es así porque sólo Dios puede saciar nuestros deseos. Dios es más grande que nuestro corazón, escribe San Juan (1 Jo. 3, 20). Por eso dice S. Agustín en sus Confesiones: "Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto mientras no descanse en ti" (L. 1, 1). Ya lo afirmaba el salmista: El Señor colma de bienes tus anhelos (Ps. 102, 5).

9) ASIMISMO, la caridad confiere al hombre una gran dignidad. En efecto, todas las criaturas están al servicio de la Divina Majestad -pues todas fueron creadas por Dios- como están al servicio de un artesano las cosas por él producidas; pero la caridad convierte al siervo en libre y amigo. Por eso dijo el Señor a los Apóstoles : Ya no os llamo siervos... sino amigos (Jo. 15, 15).

Pero ¿acaso no es Pablo siervo de Cristo como los son los demás Apóstoles, que en sus cartas se llaman a sí mismos siervos?

Debemos tener en cuenta que hay DOS clases de servidumbre. La PRIMERA es por temor, y ésta es penosa y sin mérito alguno. En efecto, si alguien se abstiene de pecar sólo por temor del castigo, no por eso adquiere mérito sino que todavía es siervo. La SEGUNDA clase es la servidumbre por amor. En efecto, cuando alguien obra no por temor a la justicia de Dios, sino por amor a Él, ya no actúa como siervo, sino como hombre libre, puesto que obra voluntariamente. Por eso dice el Señor: Ya no os llamaré siervos. Pero ¿por qué? Responde el Apóstol: No habéis recibido un espíritu de servidumbre para recaer en el temor, sino que recibisteis el espíritu de hijos adoptivos (Rom. 8, 15). Lo mismo enseña S. Juan cuando dice: No hay temor en la caridad (1 Jo. 4, 18), porque el temor atiende al castigo. Más aún, la caridad no solamente nos hace libres, sino también hijos, de modo que somos llamados hijos de Dios, y lo somos en verdad, como se lee en 1 Jo. 3, 1.

Un extraño se convierte en hijo adoptivo de alguien cuando adquiere el derecho a su herencia. Eso, y no otra cosa, es lo que obra la caridad, merced a la cual se adquiere derecho a la herencia de Dios, que es la vida eterna. Porque, como dice el Apóstol: El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos de Dios; y si somos hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos con Cristo (Rom. 8, 16-17). El libro de la Sabiduría dice asimismo, a propósito de los justos: He aquí que han sido contados entre los hijos de Dios (Sab. 5, 5).

Por todo lo dicho resultan evidentes las ven tajas de la caridad. Y puesto que es de tanto provecho, habrá que esforzarse con mucha determinación para adquirirla y conservarla.

Advirtamos, sin embargo, que nadie puede adquirirla por sí mismo, antes bien es un don que sólo Dios otorga. Por eso dice S. Juan : No es que nosotros hayamos amado a Dios, sino que El nos amó primero (1 Jo. 4, 10); es decir, Dios no nos ama porque nosotros lo hayamos amado, sino que nuestro mismo amor a El es causado en nosotros por el amor que El nos tiene.

Conviene, asimismo, tener presente que aunque todos los dones proceden del Padre de las luces, el don de la caridad supera absolutamente a todos los demás. En efecto, los otros dones se pueden poseer sin la caridad y sin el Espíritu Santo, mientras que con la caridad necesariamente se posee al Espíritu Santo. Por eso escribe el Apóstol : La caridad de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado (Rom. 5, 5). En cambio se puede tener don de lenguas, don de ciencia, don de profecía, sin gracia y sin Espíritu Santo.

Sin embargo, aunque la caridad sea un don divino, para poseerla se requieren ciertas disposiciones de parte nuestra.

DOS cosas especialmente necesitamos para adquirir la caridad, y otras DOS para acrecentarla una vez poseída.

A) Lo PRIMERO que hace falta para adquirir la caridad es oír con atención la palabra de Dios. Para entender esto puede ayudamos nuestra experiencia cotidiana: cuando oímos hablar bien de alguno, se enciende nuestro amor por él. Así también, cuando oímos la palabra de Dios nos encendemos en su amor. Leemos, en efecto, en un salmo: Tu palabra es fuego impetuoso y tu siervo la amó (Ps. 118, 140); y en otro, refiriéndose a José, hijo de Jacob, se dice:

La palabra del Señor lo inflamó (P. 104, 19). Esta es la razón por la cual los dos discípulos de Emaús, abrasados de amor divino, decían: ¿Acaso no ardían nuestros corazones mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras? (Lc. 24, 32). En el libro de los Hechos se lee que cuando Pedro estaba predicando, el Espíritu Santo descendió sobre los que escuchaban la palabra divina (Act. 10, 44). Y esto sucede frecuentemente en los sermones: a veces quienes los escuchan tienen el corazón endurecido y, sin embargo, en virtud de la palabra del predicador, se encienden en amor de Dios.

La SEGUNDA disposición para adquirir la caridad es la constante meditación del bien. Me ardía el corazón dentro del pecho, se dice en la Escritura (Ps. 38, 4). Si quieres, pues, alcanzar el amor a Dios, cultiva los pensamientos buenos. En efecto, sería del todo insensible quien considerando los beneficios que Dios le ha concedido, los peligros de que lo ha librado y la bienaventuranza que le promete, no se inflamase en el amor de Dios. "Duro de corazón es el hombre que no sólo no quiere amar, sino que ni siquiera se preocupa por corresponder al amor recibido", escribe S. Agustín. Y, en general, así como los pensamientos malos destruyen la caridad, así los pensamientos buenos la adquieren, la nutren y la conservan. Es el mismo Dios quien lo manda: Quitad de mi vista la maldad de vuestros pensamientos (Is. 1, 16) porque los pensamientos perversos alejan de Dios (Sab. 1, 3).

B) DOS son igualmente las disposiciones que acrecientan la caridad ya adquirida.

La PRIMERA es el desprendimiento del corazón de las cosas terrenas. En efecto, nuestro corazón no puede entregarse íntegramente a cosas diversas. Y por eso nadie puede amar a Dios y al mundo. Consiguientemente, cuanto más se aleja el alma del amor de lo terreno, tanto más se consolida en el amor divino. Dice S. Agustín: "El veneno de la caridad es la esperanza de obtener y conservar bienes temporales; su alimento es la mengua de ese afán; su perfección, la ausencia de dicho afán; porque la raíz de todos los males es la codicia" ( De div. quaest. 83). Por tanto, quien quiera alimentar la caridad, aplíquese a disminuir la codicia de los bienes terrenos.

La codicia es el afán de conseguir y poseer bienes temporales. Para hacerla decrecer lo primero es el temor de Dios, porque Dios es el único que no puede ser temido sin ser también amado. Con este fin surgieron las órdenes religiosas; en ellas y gracias a ellas el alma del religioso se desprende de las cosas mundanas y corruptibles, y se eleva a las cosas divinas. A esto apunta la Escritura cuando dice: Brilló el sol, antes oscurecido por las nubes (2 Mac. 1, 22). El sol, es decir, el entendimiento humano, se encuentra cubierto de nubes cuando se vuelca a las cosas terrenas; en cambio se vuelve refulgente cuando se aleja y aparta del amor a lo terreno. Entonces resplandece, y el amor divino crece en él.

La SEGUNDA disposición para aumentar la caridad es la firme paciencia en las adversidades. Sabemos por experiencia que cuando soportamos pruebas difíciles por alguien a quien queremos, nuestro amor no desaparece, antes bien se acrecienta. Aguas torrenciales (esto es, abundantes tribulaciones) no pudieron extinguir la caridad, leemos en la Escritura (Cant. 8, 7). Por eso los santos, que soportan adversidades por Dios, se afianzan más en su amor; así como el artesano tiene predilección por aquella obra que más trabajo le costó. Y también los fieles, cuanto más padecen por Dios, tanto más se elevan en su amor. Se dice en el Génesis:

Crecieron las aguas (es decir, las tribulaciones) y elevaron el arca a las alturas (7, 17); el arca significa la Iglesia o el alma del justo.
(Santo Tomás de Aquino, Los Mandamientos Comentados, Ed. Gladius, Bs. As., 2000, Pág. 21 - 49)

 

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Santos Padres: San Juan Crisóstomo - “Amaos los unos a los otros”

Todos los bienes entonces tienen su recompensa cuando han obtenido su finalidad; pero si se interceptan y estorban, sobreviene el naufragio. Así como la nave cargada de infinitas riquezas, si no llega al puerto, sino que en mitad de los mares naufraga, ningún provecho produce de su larga travesía, sino que tanto es mayor la desgracia cuanto mayores fueron los trabajos sufridos, así les sucede a las almas que descaecen antes de obtener el fin cuando se han lanzado en mitad de los certámenes. Por lo cual Pablo afirma que alcanzan gloria, honra y paz los que con paciencia ejercitan las buenas obras. Esto mismo deja ahora entender Cristo a los discípulos. Cristo los había acogido y de ello se alegraban; pero luego la Pasión y las conversaciones sobre cosas tristes tenían que interrumpir aquel gozo, y una vez que con muchas razones los había consolado, les dice: Esto os digo a fin de que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea colmado. Es decir: no os apartéis de mí ni desistáis de la empresa. Os habéis alegrado en mí abundantemente, pero luego ha venido la tristeza. Yo ahora la echo fuera para que al fin venga el gozo. Les manifiesta así que los acontecimientos presentes no eran dignos de llanto, sino más bien de alegría.

Como si les dijera: Yo os he visto turbados, pero no por eso os desprecié ni os dije: ¿Por qué no permanecéis con ánimo noble y esforzado? Al contrario, os he hablado cosas que podían consolaros. Y deseo conservaros perpetuamente en este cariño. Oísteis acerca del reino y os alegrasteis. Pues bien, ahora os he dicho estas cosas para que vuestro gozo sea colmado. Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros tal como Yo os he amado. Advierte cómo el amor de Dios está enlazado con el nuestro y como vinculado con una cadena. Por lo cual Jesús unas veces lo llama un solo precepto y otras dos. Es que quien ha abrazado el uno no puede no poseer el otro.

Unas veces dice: En esto se resumen la Ley y los profetas1. Otras dice: Todo cuanto quisiereis que con vosotros hagan los hombres, hacedlo también vosotros con ellos2. Porque esta es la Ley y los profetas. Y también: La plenitud de la Ley es la caridad3. Es lo mismo que dice aquí Jesús. Si ese permanecer en Él depende de la caridad, y la caridad depende de la guarda de los mandamientos, y el mandamiento es que nos amemos los unos a los otros, entonces permanecer en Dios se consigue mediante el amor mutuo. Y no indica únicamente el amor, sino también el modo de amar, cuando dice: Como Yo os he amado. Les declara de nuevo que el apartarse de ellos no nace de repugnancia, sino de cariño. Como si les dijera: precisamente porque ese es el motivo, debía yo ser más admirado, pues entrego mi vida por vosotros. Sin embargo, en realidad, nada de eso les dice, sino que ya antes al describir al excelentísimo Pastor, y ahora aquí cuando los amonesta y les manifiesta la grandeza de su caridad, sencillamente se da a conocer tal como es.

¿Por qué continuamente ensalza la caridad? Por ser ella el sello de sus discípulos y la que alimenta la virtud. Pablo, que la había experimentado como verdadero discípulo de Cristo, habla del mismo modo de ella: Vosotros sois mis amigos. Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe los secretos de su señor. A vosotros os he llamado amigos, porque os he dado a conocer todo lo que mi Padre me confió. Pero entonces ¿por qué dice: Tengo todavía muchas cosas que deciros, pero no podéis ahora comprenderlas?4 Cuando dice: todo lo que he oído sólo quiere decir que no ha tomado nada ajeno, sino únicamente lo que oyó del Padre. Y como sobre todo se tiene por muy íntima amistad la comunicación de los secretos arcanos, también, les dice, se os ha concedido esta gracia. Al decir todo, entiende todo lo que convenía que ellos oyeran.

Pone luego otra señal no vulgar de amistad. ¿Cuál es? Les dice: No me elegisteis vosotros a Mí, sino que Yo os elegí a vosotros. Yo ardientemente he buscado vuestra amistad. Y no se contentó con eso, sino que añadió: Y os puse, es decir, os planté (usando la metáfora de la vid), para que recorráis la tierra y deis fruto, un fruto que permanezca. Y si el fruto ha de permanecer, mucho más vosotros. Como si les dijera: No me he contentado con amaros en modo tan alto, sino que os he concedido grandes beneficios para que se propaguen por todo el mundo vuestros sarmientos.

¿Adviertes de cuántas maneras les manifiesta su amor? Les da a conocer sus arcanos secretos, es el primero en buscar la amistad de ellos, les hace grandes beneficios; y todo lo que padeció, por ellos lo padeció. Por este modo les declara que permanecerá perpetuamente con ellos y que también ellos perpetuamente fructificarán. Porque para fructificar necesitan de su auxilio. De suerte que cuanto pidiereis al Padre en mi nombre os lo otorgue. A aquel a quien se le pide le toca hacer lo que se le pide. Entonces, si es al Padre a quien se le pide ¿por qué es el Hijo quien lo hace? Para que conozcas que el Hijo no es menor que el Padre.

Esto os ordeno: Amaos los unos a los otros: Como si les dijera: Esto no os lo digo por reprenderos; o sea, lo de que Yo daré mi vida, pues fui el primero en buscar vuestra amistad; sino para atraeros a la amistad. Luego, como resultaba duro y no tolerable el sufrir de muchos persecuciones y reprimendas, aparte de que esto podía echar por tierra aun a un hombre magnánimo, Jesús, tras de haber expuesto primero bastantes razones, finalmente acomete también ésta. Y eso después de haberles suavizado el ánimo y haberles abundantemente demostrado que todo era para su bien, lo mismo que las demás cosas que ya les había manifestado.

Pues así como les dijo no ser motivo de pena, sino incluso de gozo, que El fuera a su Padre, ya que no lo hacía por abandonarlos, sino porque mucho los amaba, así ahora les declara que no hay por qué dolerse sino alegrarse. Advierte en qué forma lo demuestra. Pues no les dijo: Ya sé yo que eso de sufrir es cosa molesta, pero soportadlo por amor a Mí, pues por Mí lo sufrís. En aquellos momentos, esto no los habría consolado suficientemente. Por lo cual Jesús deja ese motivo y les propone otro. ¿Cuál es? Que semejante cosa sería señal y prueba de la anterior virtud; de modo que, al contrario, sería cosa de dolerse, no el que ahora fuerais motivo de odio, sino el que fuerais amados.

Esto es lo que deja entender cuando dice: Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo que es suyo. Es decir: si fuerais amados del mundo daríais testimonio de perversidad. Pero como con aquellas palabras aún nada aprovecharan, prosigue: No es el siervo mayor que su Señor. Si a MÍ me han perseguido, también os perseguirán a vosotros. Con lo que sobre todo da a entender que ellos serán sus imitadores. Mientras Cristo vivió en carne mortal, peleaban contra El; pero una vez que fue llevado al Cielo, hicieron la guerra contra sus discípulos.

Y como ellos se perturbaran pensando tener que luchar con un pueblo tan numeroso, siendo ellos tan pocos, les levanta el ánimo diciéndoles que esa es sobre todo la causa de alegrarse: el que todos los otros los aborrezcan. Como si les dijera: Así seréis compañeros míos en los sufrimientos. De modo que conviene que no os conturbéis, ya que no sois mejores que Yo; pues como dije: No es el siervo de mejor condición que su Señor.

1 Mt 22, 40 2 Mt 7, 12 3 Rm 13, 10 4 Jn 16, 12

 

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Santos Padres: San Gregorio Magno - HOMILÍA VII

Dirigida al pueblo en la basílica de San Pancracio el día de su natalicio

1. Estando llenas de preceptos todas las alocuciones del Señor, ¿cómo es que, refiriéndose al del amor, cual si se tratara de un mandato único, dice el Señor: El precepto mío es que os améis los unos a los otros, sino porque todo mandato se refiere a sólo el amor y todos los preceptos se reducen a uno solo? Porque a la manera que las ramas de un árbol, por muchas que sean, proceden todas de una sola raíz, así todas las virtudes, aunque sean muchas, nacen de una sola, de la caridad, y no tiene verdor alguno el ramo de la buena obra si no está radicado en la caridad, puesto que cuanto se manda se funda en sólo la caridad.
Los preceptos del Señor, por consiguiente, son a la vez muchos y son uno solo: muchos, por la diversidad de las obras, y uno, por la raíz del amor.
Ahora bien, de qué modo ha de practicarse este amor, El mismo lo da entender, mandando en muchas sentencias de su Escritura amar a los amigos en El y a los enemigos por El. Tiene, pues, verdadera caridad quien ama al amigo en Dios y al enemigo por Dios.
Hay, empero, algunos que aman a los prójimos, mas por afecto de parentesco y de la carne; a los cuales, no obstante, no se oponen las Sagradas Letras; pero una cosa es lo que se hace espontáneamente por razón de la naturaleza y otra cosa es lo que se debe por obediencia a los preceptos del Señor referentes a la caridad. Estos no hay duda que también aman al prójimo; mas, con todo, no logran los grandes premios del amor, porque no explican su amor espiritualmente, sino carnalmente.
Por consiguiente, cuando el Señor dice: El precepto mío es que os améis los unos a los otros, en seguida añadió: como yo os he amado. Como si claramente dijera: Amad para lo que yo os he amado.

2. En lo cual debemos observar atentamente, hermanos carísimos, que el antiguo enemigo, cuando impele nuestras almas al amor de las cosas temporales, excita contra nosotros a un prójimo más débil para que procure quitarnos esas mismas cosas que nosotros amamos. Y no le importa al enemigo, al hacer esto, el quitar lo terreno, sino el debilitar en nosotros la caridad; pues en seguida montamos en cólera y, por no querer ceder en lo exterior, interiormente nos causamos daño grave; pues por defender bienes pequeños de fuera perdemos bienes mayores del interior, porque, amando lo temporal, perdemos el verdadero amor. Todo el que nos quita lo nuestro es, en efecto, enemigo; pero, cuando comenzamos a odiar al enemigo, de dentro es lo que perdemos. Así que, cuando el enemigo nos haga sufrir algo exteriormente, estemos alerta en el interior contra el ladrón oculto, el cual nunca queda mejor vencido que cuando se ama al que nos daña exteriormente.
Una sola y decisiva es, en efecto, la prueba de la caridad: si se ama al mismo que nos es contrario. Por eso la misma Verdad soporta el patíbulo de la cruz y dispensa el amor a sus mismos perseguidores, cuando dice (Lc. 23): Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen. ¿Qué extraño es que los discípulos amen, mientras viven, a los enemigos, si el Maestro ama a los enemigos aun cuando le están dando muerte?
El súmmum de este amor lo expresa cuando añade: Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos. El Señor había venido a morir también por sus enemigos, y, sin embargo, decía que El había de dar su vida por sus amigos, sin duda para enseñarnos que como, amándolos, podemos ganar a los enemigos, también son amigos los mismos perseguidores.

3. Pero he aquí que nadie nos persigue de muerte; ¿cómo, pues, podemos probar si amamos a los enemigos? Algo hay, sí, que debe hacerse en la paz de la Iglesia, por donde aparezca claro si, al tiempo de la persecución podremos morir amando. En efecto, el mismo San Juan dice (1ª 3,17): Quien tiene bienes de este mundo y, viendo a su hermano en necesidad, cierra las entrañas para no compadecerse de él, ¿cómo es posible que resida en él la caridad de Dios? Por eso también San Juan Bautista dice (Lc. 3,11): El que tiene dos vestidos dé al que no tiene ninguno. Luego quien en tiempo de paz no da por amor de Dios su vestido, ¿cómo dará su vida en tiempo de persecución? Por tanto, para que en tiempo de perturbación se mantenga invicta la virtud de la caridad, nútrase de misericordia en el tiempo tranquilo, de manera que aprenda a dar a Dios primeramente sus cosas y después a sí mismo.

4. Prosigue: Vosotros sois mis amigos. ¡Oh, cuánta es la misericordia de nuestro Creador! ¡No somos siervos dignos, y nos llama amigos! ¡Cuánta es la dignidad de los hombres! ¡Ser amigos de Dios!
Mas, ya que habéis oído la gloria de la dignidad, oíd también a costa de qué se gana: Si hiciereis lo que yo os mando. Sois amigos míos si hacéis lo que yo os mando; como si claramente dijera: Gozaos de la dignidad, pero pensad a costa de qué trabajos se llega a tal dignidad.
Efectivamente, cuando los hijos de Zebedeo, por mediación de su madre, pretendían los dos primeros puestos, el uno a la diestra de Dios y el otro a la siniestra, oyeron (Mt. 20,22) ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber? Solicitaban ya un puesto eminente, y la Verdad los llama al camino por donde llegarían a tales preeminencias. Como si dijera: Ya veo que apetecéis un puesto elevado, pero recorred antes la vía del dolor, pues por el cáliz se llega a la grandeza; si vuestra alma apetece lo que agrada, bebed antes lo que mortifica. Así, así es como, por el trago amargo de la confesión, se llega al goce de la salud.
Ya no os llamaré siervos, pues el siervo no es sabedor de lo que hace su amo. Mas a vosotros os he llamado amigos, porque os he hecho saber cuantas cosas oí de mi Padre. ¿Cuáles son todas estas cosas que ha oído de su Padre, y que ha querido hacer saber a sus discípulos para hacerlos amigos suyos, sino los gozos de la caridad interior, sino los regocijos de la patria celestial, lo cual fija en nuestras almas, mediante las aspiraciones a su amor?; pues cuando amamos las cosas celestiales que hemos oído, ya conocemos lo que amamos, porque el mismo amor es noticia. Había, pues, hecho conocer todas estas cosas a aquellos que, habiendo trocado sus deseos terrenos, ardían en las llamas del amor divino.
Bien había contemplado a estos amigos de Dios el profeta cuando decía (Ps. 38,17): Yo veo, Señor, que tú has honrado sobremanera a tus amigos; y amigo (amicus) suena así como custodio del alma.
Por tanto, cuando el Salmista vio que los elegidos de Dios, apartados del amor del mundo, cumplían la voluntad divina, obedeciendo sus mandatos celestiales, admiró a los amigos de Dios, diciendo: Yo veo, Señor, que tú has honrado sobremanera a tus amigos. Y como si en seguida pretendiéramos que nos diera a conocer la causa de tan grande honor, a continuación añadió: Su imperio ha llegado a ser sumamente poderoso.
Vedlos: los elegidos de Dios doman la carne, fortalecen el espíritu, vencen a los demonios, brillan en virtudes, menosprecian lo presente y predican con obras y con palabras la patria eterna; además la aman más que a la vida, y a ella llegan por medio de los tormentos; pueden ser llevados a la muerte, pero no pueden ser doblegados; su imperio, pues, ha llegado a ser sumamente poderoso. En el mismo martirio en que su cuerpo sucumbió a la muerte, ved cuánta fue la grandeza de su espíritu; y ¿de dónde esto sino porque su imperio ha llegado a ser sumamente poderoso?
Y para que no pienses tal vez que son pocos los que son tan grandes, añadió (v. 18): Póngome a contarlos y veo que son más que las arenas del mar. Contemplad, hermanos, todo el mundo: lleno está de mártires; ya apenas si los que vivimos somos tantos cuantos son los testigos de la verdad. Luego sólo Dios puede contarlos; para nosotros son más que las arenas, porque nosotros no podemos saber cuántos son.

5. Ahora, quién sea el que ha llegado a esta dignidad de ser llamado amigo de Dios, véalo cada uno en sí mismo; mas no atribuya a sus méritos ninguno de los dones que halle tener, no sea que venga a caer en la enemistad.
Por eso añade también: No me elegisteis vosotros, sino que yo soy el que os he elegido a vosotros y os he destinado para que vayáis y hagáis fruto. Os he puesto a la corriente de la gracia, os planté para que vayáis voluntariamente y con las obras hagáis fruto. Y he dicho que vayáis voluntariamente, porque querer hacer algo ya es ir con la voluntad. Y cuál fruto sea el que deben hacer se añade: Y vuestro fruto sea duradero.
Todo lo que trabajamos por este siglo apenas si dura hasta la muerte, pues la muerte, en interponiéndose, corta el fruto de nuestro trabajo; pero lo que se hace por la vida eterna, aun después de la muerte perdura, y entonces empieza a aparecer cuando comienza a desaparecer el fruto de las obras de la carne. Principia, pues, aquella retribución donde ésta termina. Por tanto, quien ya tiene conocimiento de lo eterno tenga en su alma por viles las ganancias temporales. Así que hagamos frutos tales que perduren, hagamos frutos tales que, cuando la muerte acabe con todo, ellos principien con la muerte. Y que en la muerte principien los frutos de Dios lo atestigua el profeta, que dice (Ps. 126,2): Mientras concede Dios el sueño a sus amados, he aquí que les viene del Señor la herencia. Todo el que duerme en la muerte pierde la herencia; pero, cuando Dios diere a sus amados el sueño, he aquí que les viene del Señor la herencia, porque después que han llegado a la muerte es cuando lo elegidos de Dios encuentran la herencia.

6. Prosigue: A fin de que cualquiera cosa que pidiereis al Padre en mi nombre os la conceda. Ved que aquí dice: Cualquiera cosa que pidiereis a mi Padre en mi nombre os la conceda; y en otra parte dice el mismo evangelista (lo. 16,23) Cuanto pidiereis al Padre en mi nombre os lo concederá. Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre. Si todo lo que pedimos en nombre del Hijo nos lo concede el Padre, ¿cómo es entonces que Pablo rogó por tres veces al Señor y no mereció ser oído, sino que se le dijo (2 Cor. 12,9) Te basta mi gracia, porque la virtud se perfecciona en la debilidad? ¿Acaso tan egregio predicador no pidió en nombre del Hijo? ¿Por qué, pues, no consiguió lo que pedía? ¿Cómo es entonces verdad que el Padre nos da todo lo que pidiéremos en nombre del Hijo, si el Apóstol pidió en nombre del Hijo que se le quitara el espíritu de Satanás y, con todo, no consiguió lo que pedía?
Pero, como el nombre del Hijo es Jesús, y Jesús significa Salvador o saludable, según esto, pide en nombre del Salvador quien pide lo pertinente a la verdadera salud; mas, si se pide lo que no conviene, no se pide al Padre en nombre de Jesús. Por eso, también a lo apóstoles flacos aún, dice el Señor: Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre. Como si claramente les dijera: No habéis pedido en nombre del Salvador los que no sabéis buscar la salud eterna. Por eso no es escuchado Pablo, porque, si se viera libre de la tentación, no le aprovecharía para la salud.

7. He aquí estamos viendo hermanos carísimos cuantos sois los que os habéis congregado para la solemnidad del Mártir los que os arrodilláis, golpeáis vuestros pechos, oráis, confesáis y regáis con lágrimas vuestras mejillas; pero examinad, os ruego vuestras peticiones: ved si pedís en nombre de Jesús, esto es, si pedís los gozos de la salud eterna. ¡Ay!, que en la casa de Jesús no buscáis a Jesús si en el templo de la eternidad importunáis pidiendo cosas temporales. Vedlo: el uno en su oración pide que se le dé esposa; el otro, una finca; aquél pide vestido, éste alimento... Y cierto es que deben pedirse estas cosas cuando son necesarias, mas debemos recordar continuamente la enseñanza que hemos aprendido del mandato de nuestro mismo Redentor (Mt. 6,33): Buscad primero el reino de Dios y su justicia y todas las demás cosas se os darán por añadidura.
Tampoco es cosa mala pedir estas cosas por Jesús, con tal que no se pidan en exceso. Pero, lo que es más grave aún, hay quien pide la muerte del enemigo, y a quien no puede perseguir con la espada, le persigue con la oración; y el que es maldecido vive todavía, y, sin embargo, el maldiciente ya se ha hecho reo de la muerte de aquél. ¡Dios manda amar al enemigo, y se pide a Dios que mate al enemigo! Luego quien así ora, en sus mismas oraciones pugna contra el Creador.

8. De ahí que, bajo la figura de la Judea, se dice (Ps. 108,7): Su oración sea delito. La oración es delito cuando quien ora pide lo que prohíbe Aquel a quien pide. Por eso, la Verdad dice (Mc. 11,25): Al poneros a orar, si tenéis algo en contra de alguno, perdonadle el agravio. Virtud de perdonar que manifestaremos más claramente aduciendo un ejemplo del Antiguo Testamento.
En efecto, habiendo incurrido la Judea en culpas que reclaman la justicia de su Creador, el Señor prohíbe a su profeta que ruegue por ella, diciendo (Ier. 16): No tienes tú que interceder, por este pueblo, ni te empeñes en cantar mis alabanzas y rogarme. Ier. 15,1: Aun cuando Moisés y Samuel se me pusieran delante, no se doblaría mi alma a favor de este pueblo.
¿Cómo es que, dejando a un lado sin mencionar a tantos Padres, sólo trae a cuento a Moisés y a Samuel, cuyo admirable poder de intercesión se pone de manifiesto al decir que ni éstos pueden interceder, que es como si claramente dijera el Señor: Ni siquiera escucho a los que, por el mérito grande de su oración, de ningún modo desprecio? ¿Cómo es, repito, que Moisés y Samuel son preferidos a los otros sus iguales, sino porque solamente de estos dos en toda la serie del Antiguo Testamento, se lee que oraron también por sus enemigos? El uno es apedreado por el pueblo, y, sin embargo, ruega al Señor por los que le apedrean; el otro es despojado de su mando, y, no obstante, al pedirle que rogara, se declara, diciendo (I Reg. 12,23): Lejos de mi cometer tal pecado contra el Señor, que yo cese de rogar por vosotros.
Aun cuando Moisés y Samuel se me pusieran delante, no se doblegaría mi alma a favor de este pueblo. Como si claramente dijera: Ni siquiera escucho ahora en favor de los amigos los que sé que, por su gran virtud, ruegan tambi��n por sus enemigos. El poder, pues, de la oración está en la grandeza de la caridad, y todos consiguen lo que rectamente piden cuando, al orar, no se halla su alma ofuscada con el odio del enemigo.
Además vencemos al espíritu recalcitrante si oramos también por los enemigos. Los labios, sí, ruegan por nuestros enemigos, pero ojalá que el corazón tenga amor; pues con frecuencia oramos, sí, por nuestros enemigos, pero esto, más bien que por caridad, lo hacemos, porque está mandado, ya que pedimos que vivan nuestros enemigos, y, no obstante, tememos ser oídos. Mas, como el juez interior atiende a la intención más que a las palabras, resulta que nada pide en favor del enemigo quien ruega por él sin caridad.

9. Pero he aquí que el enemigo nos ha ofendido gravemente, nos ha causado daños, ha perjudicado a los que le ayudábamos, ha perseguido a los que le amábamos. Sería cosa de no perdonar eso si no fuera porque nosotros necesitamos que se perdonen nuestros delitos; pero es el caso que nuestro Abogado ha compuesto la oración a favor nuestro, y el mismo que es abogado es también juez de nuestra causa; y a la petición que compuso agregó una condición, que dice (Mt. 6): Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Por lo tantos como viene por juez el mismo abogado, el mismo que hizo la oración la oye; luego, o sin hacerlo, decimos: Perdónanos nuestras deudas, así corno nosotros perdonamos a nuestros deudores, y al decir esto nosotros mismos nos condenamos más, o tal vez suprimimos en la oración de esta condición, y entonces nuestro abogado no reconoce la oración que Él compuso y al punto dice para sí: Yo bien sé lo que mandé; ésa no es la misma oración que yo hice.
¿Qué debemos hacer en consecuencia, hermanos, para amar a nuestros hermanos con afecto de caridad, si no es no mantener maldad alguna en el corazón, para que así Dios omnipotente tenga en cuenta nuestra caridad para con el prójimo y dispense su piedad a nuestras iniquidades?
Acordaos de lo que se nos manda: Perdonad y se os perdonará. Ved, pues, qué se nos debe y qué debemos: así que perdonemos lo que se nos debe. Pero a esto se resiste el ánimo: quiere cumplir lo que oye, y, sin embargo, se rebela.
Estamos ante la tumba de un mártir, de quien sabemos por qué muerte llegó al reino de los cielos. Nosotros, ya que no demos la vida del cuerpo por Cristo, domemos tan siquiera el corazón. Dios se aplaca con este sacrificio, y en el juicio de su piedad aprueba la victoria de nuestra paz. Él contempla la lucha de nuestro corazón, y a los que después remunera por vencedores, ahora, mientras luchan, los ayuda Jesucristo, nuestro Señor, que vive y reina, en unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén.
(San Gregorio Magno, Obras, tomo X, Cuarenta Homilías sobre los Evangelios , BAC, Madrid, 1958, Pág. 668-674)


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Aplicación: Benedicto XVI - Junto a la tumba de San Agustín : "En esto consiste el amor"

En su momento conclusivo, mi visita a Pavía toma la forma de una peregrinación. Es la forma en que yo la había concebido al inicio, pues deseaba venir a venerar los restos mortales de san Agustín, para rendir el homenaje de toda la Iglesia católica a uno de sus "padres" más destacados, así como para manifestar mi devoción y mi gratitud personal hacia quien ha desempeñado un papel tan importante en mi vida de teólogo y pastor, pero antes aún de hombre y sacerdote.
Con afecto renuevo mi saludo al obispo Giovanni Giudici y lo extiendo en particular al prior general de los agustinos, padre Robert Francis Prevost, al padre provincial y a toda la comunidad agustina. Con alegría os saludo a todos vosotros, queridos sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos consagrados y seminaristas.
La Providencia ha querido que mi viaje asumiera el carácter de una auténtica visita pastoral; por eso, en esta etapa de oración quisiera recoger aquí, junto al sepulcro del Doctor gratiae, un mensaje significativo para el camino de la Iglesia. Este mensaje nos viene del encuentro entre la palabra de Dios y la experiencia personal del gran obispo de Hipona.

Hemos escuchado la breve lectura bíblica de las segundas Vísperas del tercer domingo de Pascua (Hb 10, 12-14): la carta a los Hebreos nos ha presentado a Cristo, sumo y eterno sacerdote, exaltado a la gloria del Padre después de haberse ofrecido a sí mismo como único y perfecto sacrificio de la nueva alianza, con el que se llevó a cabo la obra de la Redención. San Agustín fijó su mirada en este misterio y en él encontró la Verdad que tanto buscaba: Jesucristo, el Verbo encarnado, el Cordero inmolado y resucitado, es la revelación del rostro de Dios Amor a todo ser humano en camino por las sendas del tiempo hacia la eternidad.
En un pasaje que se puede considerar paralelo al que se acaba de proclamar de la carta a los Hebreos, el apóstol san Juan escribe: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4, 10). Aquí radica el corazón del Evangelio, el núcleo central del cristianismo. La luz de este amor abrió los ojos de san Agustín, le hizo encontrar la "belleza antigua y siempre nueva" (Las Confesiones, X, 27), en la cual únicamente encuentra paz el corazón del hombre.

Queridos hermanos y hermanas, aquí, ante la tumba de san Agustín, quisiera volver a entregar idealmente a la Iglesia y al mundo mi primera encíclica, que contiene precisamente este mensaje central del Evangelio: Deus caritas est, "Dios es amor" (1 Jn 4, 8.16). Esta encíclica, y sobre todo su primera parte, debe mucho al pensamiento de san Agustín, que fue un enamorado del amor de Dios, y lo cantó, meditó, predicó en todos sus escritos, y sobre todo lo testimonió en su ministerio pastoral.

Siguiendo las enseñanzas del concilio Vaticano II y de mis venerados predecesores Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II, estoy convencido de que la humanidad contemporánea necesita este mensaje esencial, encarnado en Cristo Jesús: Dios es amor. Todo debe partir de esto y todo debe llevar a esto: toda actividad pastoral, todo tratado teológico. Como dice san Pablo:"Si no tengo caridad, nada me aprovecha" (cf.1 Co 13, 3). Todos los carismas carecen de sentido y de valor sin el amor; en cambio, gracias al amor todos ellos contribuyen a edificar el Cuerpo místico de Cristo.

El mensaje que repite también hoy san Agustín a toda la Iglesia, y en particular a esta comunidad diocesana que con tanta veneración conserva sus reliquias, es el siguiente: el Amor es el alma de la vida de la Iglesia y de su actividad pastoral. Lo hemos escuchado esta mañana en el diálogo entre Jesús y Simón Pedro: "¿Me amas?... Apacienta mis ovejas" (cf. Jn 21, 15-17). Sólo quien vive en la experiencia personal del amor del Señor es capaz de cumplir la tarea de guiar y acompañar a los demás en el camino del seguimiento de Cristo. Al igual que san Agustín, os repito esta verdad a vosotros como Obispo de Roma, mientras con alegría siempre nueva la acojo juntamente con vosotros como cristiano.

Servir a Cristo es ante todo una cuestión de amor. Queridos hermanos y hermanas, vuestra pertenencia a la Iglesia y vuestro apostolado deben brillar siempre por la ausencia de cualquier interés individual y por la adhesión sin reservas al amor de Cristo. Los jóvenes, en especial, necesitan recibir el anuncio de la libertad y la alegría, cuyo secreto radica en Cristo. Él es la respuesta más verdadera a las expectativas de sus corazones inquietos por los numerosos interrogantes que llevan en su interior. Sólo en él, Palabra pronunciada por el Padre para nosotros, se encuentra la unión entre la verdad y el amor, en la que se encuentra el sentido pleno de la vida. San Agustín vivió personalmente y analizó a fondo los interrogantes que el hombre alberga en su corazón y sondeó la capacidad que tiene de abrirse al infinito de Dios.

Siguiendo las huellas de san Agustín, también vosotros debéis ser una Iglesia que anuncie con valentía la "buena nueva" de Cristo, su propuesta de vida, su mensaje de reconciliación y perdón. He visto que vuestro primer objetivo pastoral consiste en llevar a las personas a la madurez cristiana. Aprecio esta prioridad que otorgáis a la formación personal, porque la Iglesia no es una simple organización de manifestaciones colectivas, ni lo opuesto, la suma de individuos que viven una religiosidad privada. La Iglesia es una comunidad de personas que creen en el Dios de Jesucristo y se comprometen a vivir en el mundo el mandamiento de la caridad que él nos dejó. Por tanto, es una comunidad en la que se nos educa en el amor, y esta educación se lleva a cabo no a pesar de los acontecimientos de la vida, sino a través de ellos. Así fue para san Pedro, para san Agustín y para todos los santos. Y así es también para nosotros.

La maduración personal, animada por la caridad eclesial, permite también crecer en el discernimiento comunitario, es decir, en la capacidad de leer e interpretar el tiempo presente a la luz del Evangelio, para responder a la llamada del Señor. Os exhorto a progresar en el testimonio personal y comunitario del amor con obras. El servicio de la caridad, que con razón concebís siempre unido al anuncio de la Palabra y a la celebración de los sacramentos, os llama y a la vez os estimula a estar atentos a las necesidades materiales y espirituales de los hermanos.

Os aliento a tratar de alcanzar el "alto grado" de la vida cristiana, que encuentra en la caridad el vínculo de la perfección y que debe traducirse también en un estilo de vida moral inspirado en el Evangelio, inevitablemente contra corriente con respecto a los criterios del mundo, pero que es preciso testimoniar siempre de modo humilde, respetuoso y cordial.

Queridos hermanos y hermanas, para mí ha sido un don, realmente un don, compartir con vosotros esta visita a la tumba de san Agustín; vuestra presencia ha dado a mi peregrinación un sentido eclesial más concreto. Recomencemos desde aquí llevando en nuestro corazón la alegría de ser discípulos del Amor.

Que nos acompañe siempre la Virgen María, a cuya maternal protección os encomiendo a cada uno de vosotros y a vuestros seres queridos, a la vez que con gran afecto os imparto la bendición apostólica.
(Benedicto XVI, Homilía durante la Celebración de Vísperas en la Visita Pastoral a Vigévano y Pavía, 22 de abril de 2007)

 

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Aplicación: Tihamer Toth - Amáos los unos a los otros

Es la noche del jueves. El Señor celebra la última cena con sus discípulos. Su corazón está enternecido. Se despide.

"Hijitos míos, por un poco tiempo estoy con vosotros... Un nuevo mandamiento os doy, y es: que os améis unos a otros; y que del modo que yo os he amado a vosotros, así también os améis recíprocamente. Así conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros" (Jn. 13, 32, 34-35). Esta es la herencia del Señor: el gran mandamiento del amor.

Ama en primer lugar a los de casa, sé con ellos amable, atento, servicial. Esto es más difícil que ser amable con los otros, con la gente de afuera.

Nos encontramos muchas veces con jóvenes que, en otra casa, en una reunión de amigos, no saben qué hacer de puro corteses y comedidos; pero en casa están de mal humor y son tercos para con sus padres, insoportables con los hermanos.

Si a tu madre se le cae un ovillo, levántalo en seguida. Tu hermanita necesita que la acompañen a algún lado, ofrécete. Comes con tu hermano, déjale lo mejor. Se ha perdido algo en casa, sé tú el primero en buscarlo. Cumplirás de verdad el gran mandamiento del amor, si cumples con cara sonriente las pequeñas obligaciones de la vida diaria.

Sé amable, sé atento también con tus compañeros. No solamente con aquellos que llamas "amigos", sino con todos sin excepción. Todos los compañeros, claro está, no pueden ser tus "íntimos" amigos; pero puedes tratarlos a todos bien, aun a aquellos que "son tan antipáticos", que son más pobres, menos amistosos.

Más: con éstos debes extremar tus atenciones. Porque si logras vencer tu antipatía inmotivada -ésta brota regularmente de mera exterioridad no sólo cumples el mandamiento del amor, sino que además, trabajas de un modo eficacísimo en la formación de tu formación de tu propio carácter, en el robustecimiento de tu voluntad.
(Tihamér Tóth, El Joven y Cristo , Ed. Gladius, Buenos Aires, 1989, Pág. 125-126)

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Aplicación: R. P. Carlos Miguel Buela - CAPÍTULO SEGUNDO "AMARÁS A TU PRÓJIMO COMO A TI MISMO"

1. SOBRE EL AMOR AL PRÓJIMO EN GENERAL
En la segunda tabla entregada por Dios a Moisés se hallaban los restantes siete mandamientos que se refieren al prójimo. "Un precepto nuevo os doy: que os améis los unos a los otros como Yo os he amado" (Jn 13, 34). Este mandato ocupa un lugar muy fundamental en el Sermón de la Montaña. Es el mandamiento más importante después del amor a Dios, siendo inseparable del mismo. Es imposible amar a Dios si no se ama también al prójimo y viceversa: "Quien ama a Dios ame también a su hermano" (1 Jn 4, 21), "si alguno dijere: "amo a Dios" pero aborrece a su hermano, miente. Pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios a quien no ve" (1 Jn 4, 20), "y esta es la caridad: que caminemos según sus mandamientos" (2 Jn 6).

1. MEDIDA DEL AMOR AL PRÓJIMO
¿Cuál es la medida del amor al prójimo? El Señor mismo nos lo enseña: "como a ti mismo" (Mt 22, 39), todavía, dice más: "amaos... como yo os he amado" (Jn 13, 34). Debemos amar al prójimo por amor de Dios y así será santo ese amor; con un amor que no condescienda con él en nada malo, sino sólo en el bien, y así será justo el amor al prójimo; con un amor que no ame al prójimo por propia utilidad o placer, sino por buscar eficazmente su bien, y así será verdadero dicho amor. El amor de caridad es universal y por eso abarca a la Santísima Virgen, a los ángeles buenos, a los santos, a las almas del Purgatorio, a todos los hombres sin excluir a ninguno, incluso a los pecadores y a los mismos enemigos. Sólo excluye a los demonios y a los condenados del Infierno.

2. MOTIVOS
¿Por qué debemos amar al prójimo? Por varias razones:
-Porque Cristo así lo mandó: "amaos unos a los otros como yo os he amado" (Jn 13, 34).
- Porque el prójimo refleja la bondad de Dios: "al prójimo se lo ama con amor de caridad porque en él está Dios o para que lo esté".
- Porque Cristo está presente en el prójimo: "Yo estoy en ellos" (Jn 17, 23). Es, pues, Jesús, "oculto en el fondo del alma", quien nos debe atraer hacia el prójimo.
- Porque somos hijos de un mismo Padre y, por lo tanto, hermanos entre nosotros, de donde nos atrevemos a decir "Padre nuestro..." (Mt 6, 9).
- Porque tenemos un mismo destino eterno: el Cielo. ¿Qué características debe tener el amor al prójimo? Nos lo dice San Pablo: "La caridad es paciente, es benigna, no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha; no es descortés, no es interesada, no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad, todo lo excusa, todo lo cree todo lo espera, todo lo tolera" (1 Co 13, 4-7).

3. OBRAS DEL AMOR AL PRÓJIMO
¿Cuáles son las principales obras de caridad que podemos hacer en beneficio del prójimo? Las obras de misericordia, que son muchísimas. Se señalan catorce principales, siete de orden corporal y siete de orden espiritual.

1. Las obras de misericordia espirituales
1. Enseñar al que no sabe. Así se contribuye para que los hombres salgan de las tinieblas a la luz, del error a la verdad, de la esclavitud a la libertad. Esto no sólo vale para el orden natural sino, y sobre todo, para el sobrenatural con miras a la eterna salvación, ya que:
La ciencia más acabada
es que el hombre en gracia acabe.
Que al final de la jornada,
aquel que se salva, sabe;
y el que no, no sabe nada.
Ser catequista; publicar y difundir libros religiosos; colaborar con las Obras Misionales Pontificias, con las Oficinas de las Misiones; ser miembro vivo de la Acción Católica o de otras instituciones parroquiales, es practicar esta obra de misericordia.
2. Dar buen consejo al que lo necesita. ¡Cuánto ayuda un buen consejo, dado oportunamente, para encaminar bien la vida! Todos necesitamos del consejo de alguna persona experimentada ya que "quien se toma a sí mismo por maestro se hace discípulo de un tonto", lo cual vale especialmente para la vida espiritual. Se ve así la conveniencia de tener un buen Director Espiritual.
3. Corregir al que se equivoca. "Si pecare tu hermano contra ti, ve y repréndele a solas. Si te escucha, habrás ganado un hermano. Si no te escucha, toma contigo a uno o dos, para que el asunto se decida por la declaración de dos o tres testigos. Si los desoyera, comunícalo a la Iglesia; y si a la Iglesia desoyere, sea para ti como gentil o publicano" (Mt 18, 15-17). "Si uno de vosotros se desvía de la verdad y otro le hace volver, sabed que el que hace volver a un pecador de su mal camino, se salvará de la muerte y obtendrá el perdón de todos sus pecados" (St 5, 19-20). "Si descuidares corregir, te vuelves peor que el que pecó".
4. Perdonar las injurias. "Pedro se le acercó entonces y le dijo: ¿Cuántas veces he de perdonar a mi hermano si peca contra mí? ¿Hasta siete veces? Dícele Jesús: No digo yo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete", es decir, siempre (Mt 18, 21-22). Debemos perdonar por cuatro motivos:
a) Porque Dios así lo manda;
b) para imitar a Jesús que dijo: "Padre perdónales que no saben lo que hacen" (Lc 23, 34);
c) por el ejemplo de los santos;
d) por nuestro propio interés personal: "si no perdonáis a los hombres las faltas suyas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados" (Mt 6, 15). El perdón debe ser:
- pronto: "no se ponga el sol sobre vuestra ira" (Ef 4, 26);
- espontáneo: "si vas a presentar una ofrenda ante el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti... ve primero a reconciliarte con tu hermano" (Mt 5, 23-24);
- sin límite: "si siete veces al día se vuelve a ti diciéndote: Me arrepiento, lo perdonarás" (Lc 17, 4);
- sincero: "perdonando cada uno a su hermano de todo corazón" (Mt 18, 35);
- por amor a Dios.
5. Consolar al triste. Significa que debemos compartir con él el dolor que lo aqueja: "ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y así cumpliréis la ley de Cristo" (Ga 6, 2).
6. Sufrir con paciencia las flaquezas de nuestro prójimo: "Soportaos mutuamente por amor" (Ef 4, 2). "Procura sufrir con paciencia los defectos y flaquezas de tu prójimo, porque tú también das mucho que sufrir a los demás. Si no puedes hacerte a ti mismo cual quisieras ¿cómo quieres tener a los demás a la medida de tu deseo?".
7. Rogar a Dios por los vivos y los muertos. "Orad unos por otros..., mucho puede la oración fervorosa del justo" (St 5, 16).

4. DISTINTIVOS DEL AMOR CRISTIANO
¿Cuáles son los signos más esplendorosos de la caridad cristiana? El amor a los pobres, a los pecadores y a los enemigos, ya que todos estos no pueden ser amados tan fácilmente por motivos exteriores o interesados sino sólo por amor a Dios.

2. Las obras de misericordia corporales
1. Dar de comer al hambriento: "Venid, benditos de mi Padre... porque tuve hambre y me disteis de comer" (Mt 25, 35). "¿Cómo hemos de merecer el cielo si no damos de comer al hambriento?", decía San Martín de Porres, quien al acabar de realizar esta obra de misericordia "quedaba tan gozoso que
decía que no había tal gusto como dar a los pobres y que de él y de su gozo se privaban los miserables".
2. Dar de beber al sediento: "El que os diere un vaso de agua porque sois de Cristo..., no quedará sin recompensa" (Mc 9, 41).
3. Vestir al desnudo: "Venid benditos de mi Padre... porque estaba desnudo y me vestisteis" (Mt 25, 36).
4. Visitar a los enfermos: "Venid, benditos de mi Padre... porque estuve enfermo y me visitasteis" (Mt 25,36).
5. Dar albergue al peregrino: "Venid benditos de mi Padre... porque era peregrino y me albergasteis" (Mt 25, 35). "Sed hospitalarios... Sin murmuración" (1 Pe 4, 9); "no os olvidéis de la hospitalidad, pues por ella algunos, sin saberlo hospedaron a ángeles" (Hb 13, 2), "recíbaseles como al mismo Cristo".
6. Visitar a los presos: "Acordaos de los presos como si vosotros estuvierais presos con ellos" (Heb 13, 3). Todo cuanto se haga por ayudar a nuestros hermanos de la Iglesia del Silencio, a los que reciben sueldo de hambre, a quienes están bajo la garra de los usureros, etc., es practicar esta obra de misericordia.
7. Enterrar a los muertos: El cadáver de los cristianos es algo sagrado pues ese cuerpo fue "templo del Espíritu Santo" (1 Co 6, 19) y ha de resucitar glorioso.

3. Amor a los pobres
"Bienaventurado el que piensa en el necesitado y el pobre; en el día malo, Dios lo librará" (Sl 41, 2). Cristo mismo quiso identificarse con ellos: "Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40). Tenemos obligación de ayudar a los pobres socorriéndolos generosamente por amor a Dios. Es el grave deber de la limosna: "El que tuviere bienes en este mundo y viendo a su hermano pasar necesidad, le cierra las entrañas, ¿cómo mora en él la caridad de Dios?" (1 Jn 3, 17). El absoluto incumplimiento de este mandato del Señor lleva a la condenación eterna: "Apartáos de mí, malditos, al fuego eterno... Porque tuve hambre y no me disteis de comer..." (Mt 25, 41-46). La Escritura nos exhorta a ello por activa y por pasiva: "No apartes tu rostro del pobre y Dios no lo apartará de ti" (Tb 4, 7), "el agua apaga la ardiente llama y la limosna perdona los pecados" (Si 3, 33); "si quieres ser perfecto, ve vende cuanto tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, luego, ven y sígueme" (Mt 19, 21); "vended vuestros bienes y dadlos en limosna" (Lc 12, 33); "cuando hagas una comida, llama a los pobres, a los tullidos, a los cojos y a los ciegos, y tendrás la dicha de que no pueden pagarte, porque recibirás la recompensa en la resurrección de los justos" (Lc 14, 12-14); "es pan del hambriento el que amontonas, vestido del desnudo el que guardas en el arca, calzado del descalzo el que se te apolilla y dinero del pobre el que tienes escondido". Todos los Santos han amado mucho a los pobres y nos exhortan a que los busquemos para socorrerlos: "No olvidéis nunca que quien sirve y asiste a los enfermos y pobres, cuida y asiste a Cristo Nuestro Redentor" (San Camilo de Lelis), "¡A los pobres, hijas, a los pobres; buscad siempre a los pobres!" (María Benita Arias, religiosa argentina).


3. Amor a los pobres
"Bienaventurado el que piensa en el necesitado y el pobre; en el día malo, Dios lo librará" (Sl 41, 2). Cristo mismo quiso identificarse con ellos: "Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40). Tenemos obligación de ayudar a los pobres socorriéndolos generosamente por amor a Dios. Es el grave deber de la limosna: "El que tuviere bienes en este mundo y viendo a su hermano pasar necesidad, le cierra las entrañas, ¿cómo mora en él la caridad de Dios?" (1 Jn 3, 17). El absoluto incumplimiento de este mandato del Señor lleva a la condenación eterna: "Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno... Porque tuve hambre y no me disteis de comer..." (Mt 25, 41-46). La Escritura nos exhorta a ello por activa y por pasiva: "No apartes tu rostro del pobre y Dios no lo apartará de ti" (Tb 4, 7), "el agua apaga la ardiente llama y la limosna perdona los pecados" (Si 3, 33); "si quieres ser perfecto, ve vende cuanto tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, luego, ven y sígueme" (Mt 19, 21); "vended vuestros bienes y dadlos en limosna" (Lc 12, 33); "cuando hagas una comida, llama a los pobres, a los tullidos, a los cojos y a los ciegos, y tendrás la dicha de que no pueden pagarte, porque recibirás la recompensa en la resurrección de los justos" (Lc 14, 12-14); "es pan del hambriento el que amontonas, vestido del desnudo el que guardas en el arca, calzado del descalzo el que se te apolilla y dinero del pobre el que tienes escondido". Todos los Santos han amado mucho a los pobres y nos exhortan a que los busquemos para socorrerlos: "No olvidéis nunca que quien sirve y asiste a los enfermos y pobres, cuida y asiste a Cristo Nuestro Redentor" (San Camilo de Lelis), "¡A los pobres, hijas, a los pobres; buscad siempre a los pobres!" (María Benita Arias, religiosa argentina).


4. Amor a los pecadores
Dos cosas hay en un pecador: a) su naturaleza humana, buena en sí misma, y digna de nuestro amor de caridad, porque fue creada por Dios, redimida por Cristo y puede ser santificada por el Espíritu Santo; b) el pecado que lo aparta del cielo, lo hace enemigo de Dios y que debe ser objeto de nuestro odio. De modo que cualquiera sea el pecador, aunque sea el padre, la madre o los parientes, debemos odiar su pecado, como leemos en el Evangelio. Odiar su pecado y anhelar su conversión, es tener por ellos verdadera caridad, es amarlos de verdad. Es pues necesario odiar con santo odio la perversidad: "Tuve odio a los inicuos" (Sl 119, 113), "con odio santo los odié" (Sl 139, 22), para no ser como aquellos que sin distinguir al pecador de su pecado acaban por amar el mismo pecado, como los liberales. Pero al mismo tiempo es menester amar con santo amor a los pecadores, buscando hacerles bien, tratando de que lleguen a amar lo que nosotros amamos y a alegrarse en lo que nosotros nos alegramos, siguiendo así el ejemplo del Señor que, por el deseo de convertirlos, comía y bebía con ellos, para no ser como los judíos fariseos que se "tenían por justos y despreciaban a los pecadores" (Lc 18, 9). Todo hombre tiene para el cristiano un valor casi infinito, porque el Hijo Único de Dios, Nuestro Señor Jesucristo, se constituyó en su precio, derramando su Sangre para salvar a cada uno de los hombres. Por eso los Santos sentían arder su corazón con el mismo anhelo apostólico de San Pablo quien decía: "yo de muy buena gana me gastaré y me desgastaré por vuestras almas" (2 Co 12, 15); "Señor, dadme almas, y quedáos con lo demás", "Una sola cosa es necesaria: ¡Salvar el alma! ¡Salvar el alma!". Y así los Santos han hecho cosas heroicas y grandiosas por la conversión de los pecadores.


5. El amor a los enemigos
No se nos manda amar a los enemigos porque sean tales sino a pesar de serlo, así como no se nos manda llamar bueno a lo que es malo, lo que sería perverso. Tampoco se nos exige amarlos sensiblemente, sino sobrenaturalmente. Los que nos hacen daño, si se convierten, podrán alcanzar la gloria celestial: "Amad a vuestros enemigos -dijo el Señor-, haced bien a los que os aborrecen, bendecid a los que os maldicen y orad por los que os calumnian" (Lc 6, 27-28). Se nos prohíbe el odio y todo deseo de venganza debiendo tolerar a los malos y soportar sus injurias, con tal que no sean contra Dios: "Ser paciente con las injurias propias es digno de alabanza; pero querer disimular las injurias contra Dios es impío".


5. PECADOS QUE SE OPONEN DIRECTAMENTE AL AMOR AL PRÓJIMO
1. El odio
"El que odia a su hermano está en las tinieblas" (1 Jn 2, 11), "no odies en tu corazón a tu hermano" (Lev 19, 17), "el que odia a su hermano es un homicida" (1 Jn 3, 15).
2. La envidia
Es el pecado por el cual se considera el bien del prójimo como un mal para sí, temiendo ser superado o igualado por los demás. Los envidiosos "no entrarán en el Reino de los cielos" (Ga 5, 21).
3. La discordia
Es la desunión de las voluntades en lo referente al bien de Dios y del prójimo. Dios abomina a quien siembra "discordias entre hermanos" (Pr 6, 19).
4. La contienda
Es la discusión violenta con palabras. No te ocupes "de disputas vanas que para nada sirven" (2 Tim 2, 14).
5. El escándalo
Consiste en decir o hacer algo que induzca al prójimo a pecar: "al que escandalizare..., más le valiera que le colgasen al cuello una piedra de molino y le arrojaran al mar" (Mt 18, 6). "Más peca el que induce a pecar que el que peca". Luego de haber expuesto lo que toca al amor al prójimo en general, veamos ahora en particular cada uno de los siete mandamientos de la Ley de Dios que a ese amor se refieren.(Carlos Miguel Buela, Catesismo de los jóvenes, Ediciones de Verbo Encarnado, Mendoza, 1999)

 

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Aplicación: Mons. Fulton Sheen - CARIDAD

Nuestro mayor enemigo no se encuentra fuera del país, sino dentro, y ese enemigo es el odio; el odio de las razas, de las nacionalidades, de las clases y de las religiones. Si nuestra civilización muere alguna vez, no será por conquista, sino por suicidio.

Es consolador saber que se hacen algunas tentativas para curar esas heridas del odio. Las principales entre estas tentativas son: las campañas de tolerancia; por la sustitución de nuevos odios, por ejemplo el nazismo, por la violenta acusación de ciertos grupos de miras demasiado estrechas. Ninguno de estos remedios puede desarraigar el odio. Las campañas de tolerancia no pueden hacerlo, ya que ¿por qué motivo habría que tolerar a ninguna criatura sobre esta tierra de Dios? La sustitución de un odio por otro no da resultado, porque no pueden curarse los odios pequeños con otros mayores.

El hecho de que nos hayamos unido más intensamente como nacionalidades, justo en el momento en que alimentábamos un odio más intenso hacia las demás naciones, es mucho más trágico de lo que parece. El hecho de llamar "imperialistas" a otros pueblos es una demostración de que lo quisiéramos ser nosotros, porque en general atribuimos a los demás nuestras faltas ocultas.

Quizá por eso algunos políticos dicen que los otros son "vendidos". Proclaman su propia inocencia, señalándonos el barro que mancha el escudo de sus vecinos. El hecho de insultar a los demás es una mera racionalización de nuestras propias insinceridades, y especialmente esos insultos que no han sido nunca bien definidos, como el de "fascista". Es típico de esta palabra el cuento de la niñita que, cuando le preguntaron por qué llamaba fascista a otra niñita, contestó: "Yo llamo fascistas a todas las personas que no me gustan." Quizá sea ésa la mejor definición que se ha dado hasta ahora.

Todos esos remedios son ineficaces, porque nos dejan el corazón igual que antes, con toda su inquietud oculta. El odio sólo puede eliminarse creando un nuevo foco, y eso que nos lleva a la tercera de las virtudes, es decir, a la caridad.

Con caridad no queremos decir gentileza, filantropía, generosidad ni grandeza de corazón, sino un don sobrenatural de Dios, por el cual nos es permitido amarlo sobre todas las cosas, por Él mismo, y dentro de ese amor, amar todo lo que Él ama. Para aclarar un poco el concepto, enunciaremos aquí las tres características principales de la caridad o amor sobrenatural: 1. Se encuentra en la voluntad, no en las emociones. 2. Es una costumbre, no un hábito espasmódico. 3. Es una relación de amor, no un contrato.

Primero: El amor sobrenatural se encuentra en la voluntad, no en las emociones, o las pasiones, o los sentidos. En el amor humano, los sentimientos tienen su lugar pero a menos que se subordinen a la razón, a la voluntad y a la fe, degeneran en lujuria, que no procura el bien de la persona amada, sino el placer de aquel que ama.

Como la caridad se encuentra en la voluntad, podemos dirigirla, lo que no podemos hacer con nuestros gustos o repugnancias naturales. Un niñito no puede dejar de encontrar atroz las espinacas, así como otros por ejemplo no pueden tolerar el repollo ácido, y otros los pollos. Lo mismo ocurre en nuestras relaciones con la gente. Uno no puede dejar de sentir una reacción emotiva contra los egoístas, los sofisticados y los groseros, o esos que se precipitan para apoderarse de los mejores lugares, o los que roncan cuando duermen.

Aunque a uno no puede gustarle todo el mundo, porque no podemos controlar nuestras reacciones psicológicas, podemos amar a todos en el sentido Divino, porque ese tipo de amor, al encontrarse en la voluntad, puede ser ordenado o suscitado. Por eso se puede ordenar el amor a Dios y el amor a nuestro vecino: 'Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros: para que, así, como yo os he amado, vosotros también os améis unos a otros" (Juan 13, 34).

Muy por encima del placer o del desagrado emotivo que nos producen ciertas personas puede coexistir un amor genuino hacia ellas, por el amor de Dios. La caridad es una consecuencia, no de algo que afecte nuestros sentidos humanos, sino de la fe Divina. Por fuera, nuestro vecino puede ser muy desagradable; pero por dentro es uno con la imagen de Dios que puede ser recreada por el beso de la caridad.

Uno puede solamente encontrar simpáticos a los que nos encuentran simpáticos a nosotros, pero sí puede amar a los que nos encuentran antipáticos. Uno puede pasarse la vida encontrando simpáticos a los que nos encuentran simpáticos, sin amarlos en Dios, pero uno no puede amar a los que nos odian, sin el amor de Dios. El humanitarismo es suficiente para los de nuestro grupo, o para aquellos que viven en su torre de marfil y desde allí hacen excursiones a los barrios de los desdichados; pero no es suficiente para hacernos amar a aquellos que al parecer no pueden ser amados. Querer ser amable cuando la emoción nos pide no serlo requiere una dinámica más poderosa que el mero amor a la humanidad.

Para amarlos, debemos recordar que nosotros mismos, que no merecemos ser amados, somos amados por el Amor. "Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿Los mismos publicanos no hacen otro tanto? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis vosotros de particular? ¿No hacen otro tanto los gentiles? Sed, pues, vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mateo 5, 46-48).

Segundo: La caridad no se identifica con los actos de generosidad. Hay una cantidad tremenda de romanticismo sentimental, asociada con un exceso de generosidad humana. Recordemos esa sensación de felicidad que asistimos al regalar el sobretodo al mendigo de la esquina, al ayudar a subir las escaleras a un ciego o a cruzar la calle a una anciana; y al contribuir con un billete a un fondo de ayuda para una viuda indigente. El calor de la propia aprobación nos invade el cuerpo, y aunque no lo digamos nunca en voz alta, nos decimos interiormente: "Qué buena persona soy", o si no: "He cumplido con mi buena acción diaria." Esas buenas acciones no las reprochamos: las aprobamos.

Lo que desearnos recalcar con claridad es que nada ha hecho más daño a la cordialidad sana que la creencia de que debemos hacer una buena acción por día. ¿Por qué una sola? ¿Y qué decir de todas las demás acciones del día? La caridad es una costumbre, no es un acto aislado. Un hombre y su mujer pasean en automóvil. Ven junto a la carretera a una joven rubia que cambia un neumático a su coche. El hombre se detiene y la ayuda. ¿Lo habría hecho si la rubia tuviera cincuenta años? Cambia el neumático, se ensucia la ropa, se corta un dedo, pero es pura cortesía, dulzura excesiva y encanto personal. Cuando vuelve al automóvil, con el corazón henchido por su buena acción, la mujer le dice: "Ojalá me hablaras con esa dulzura cuando te pido que cortes el césped del jardín. Ayer, cuando te rogué que me entraras la botella de leche, me contestaste: ' ¿Estás inválida?' ".

Allí está toda la diferencia entre un acto aislado y la costumbre. La caridad es una costumbre, no una efusión o un sentimiento; es una virtud, no una cosa efímera, hecha de humores momentáneos y de impulsos; es una cualidad del alma, más que una buena acción aislada.

¿Cómo juzgamos a un pianista? ¿Porque de vez en cuando da una nota bien tocada, o por la costumbre o la virtud que tiene de dar todas las notas justas? El hombre generalmente malo, de vez en cuando comete una buena acción. Los pistoleros daban fondos para sostener orfanatos, y los productores de cinematógrafo los glorificaron. Pero ante los ojos de un cristiano, eso no demostraba que fueran buenos.

Por su parte; un hombre bueno puede de vez en cuando ceder a la tentación, pero el mal es la excepción en su vida, y en cambio es la regla en la vida del pistolero. Lo sepamos o no, los actos de nuestra vida diaria fijan nuestro carácter, para mal o para bien. Las cosas que hacemos, las cosas que pensamos, las palabras que decimos nos convierten poco a poco en un santo o en un demonio, que será colocado a la derecha o a la izquierda del Juez Divino.

Si el amor de Dios y de nuestro vecino se convierten en una costumbre de nuestra alma, vamos creando el Cielo dentro de nosotros. La diferencia entre la tierra y el cielo es la que hay entre la bellota y el roble. La gracia es la semilla de la gloria. Pero si el odio y el mal se convierten en el hábito de nuestra alma, entonces vamos creando el Infierno dentro de nosotros. El Infierno se relaciona con nuestra vida malvada como la muerte con el veneno. En el cielo no habrá fe, por que entonces veremos a Dios; en el cielo no habrá esperanza, porque entonces poseeremos a Dios; pero sí habrá en el cielo caridad, porque "el amor dura para siempre".

Tercero: La caridad es una relación de amor y no un contrato comercial. Muchos piensan que la religión es una especie de relación de negocios entre Dios y el alma, y que si le doy algo a Dios, Él debería darme algo a mí; o piensan que, así como le debo veneración, por justicia natural, así me debe Él en trueque la prosperidad.

Ésa es exactamente la actitud del fariseo que se presentó en la puerta del Templo y dijo a Nuestro Señor que era un hombre honesto, que tenía una sola mujer y que daba el diez por ciento de sus ganancias a la Iglesia. Creía que al hacer esas cosas colocaba a Dios en situación de acreedor así como lo creen algunas personas de ahora cuando dicen: "No puedo comprender cómo Dios pudo hacerme esto. Siempre rezo, todas las noches", o si no: "Bueno, ya estoy a mano con la religión, porque todos los años mando a la Iglesia un cheque." En otras palabras, quieren decir: "Yo hago mi parte, Señor; ahora, te toca a ti hacer la tuya."

Si nuestra religión es de este tipo, significa que no tenemos religión. La religión es una relación, no un contrato. Por lo tanto, no comienza con el hecho de hacer bien; comienza con una relación sobrenatural entre Dios y nuestra alma y la de nuestro vecino. Una relación correcta con Dios, iniciada por la gracia, nos inspirará a hacer cosas buenas; pero el hecho de hacer cosas buenas no nos convierte en hijos de Dios.

Eric Gill dijo una vez que "un ladrón que ama a Dios es una persona más religiosa que un hombre honesto que no ama a Dios". Esta afirmación asombrosa tiene cierta verdad cuando uno entiende de ella que la relación de amor con Dios puede hacer que el ladrón sea honesto, pero que la honestidad en los negocios no establece una relación de amor con Dios.

La religión comienza con el amor. "Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu fuerza y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo" (Lucas 10, 27). La palabra prójimo en este caso no se refiere solamente a aquel que está cerca de nosotros, sino también a nuestro enemigo. Es concebible que pudiera ser también ambas cosas, como lo implicó Nuestro Señor en la parábola del Buen Samaritano.

En palabras concretas, el mandamiento de la caridad significa que debemos amar a nuestro enemigo tanto como nos amamos a nosotros mismos. ¿Eso querrá decir que debernos amar a Hitler tanto como nos amamos a nosotros mismos, o al ladrón que nos robó los neumáticos, o a la mujer que dijo que teníamos tantas arrugas que estábamos obligados a atornillarnos el sombrero? Exactamente eso es lo que significa. Pero entonces, ¿cómo podemos amar a ese tipo de enemigos tanto como nos amamos a nosotros mismos?

Bueno, para empezar, ¿cómo nos amamos a nosotros mismos? ¿Nos gusta nuestro aspecto? Si nos gustara tanto no trataríamos de mejorarlo con arreglos. ¿Alguna vez quisimos ser otra persona? ¿Por qué mentimos cuando nos preguntan nuestra edad? ¿Nos desagradan nuestras manos groseras, nuestros hongos de los pies? ¿Alguna vez nos hemos odiado porque se nos perdió la pelota de tenis o de golf? ¿Nos amamos cuando contamos chismes, cuando destruimos la reputación de nuestros vecinos, cuando somos irritables o caprichosos?

En esos momentos, no nos amamos. Al mismo tiempo, nos amamos, en el fondo, y sabemos que nos amamos. Cuando entramos en una habitación, invariablemente elegimos la silla más cómoda, nos compramos ropas buenas, nos hacemos regalos agradables; cuando alguien dice que somos inteligentes o hermosos, sentimos siempre que esa persona por lo menos sabe juzgar. Pero cuando la gente dice que somos egoístas o malignos sentimos que no han comprendido nuestro excelente carácter, y que tal vez esas personas son fascistas.

Por lo tanto, nos amamos, y sin embargo, no nos amamos. Lo que amamos en nosotros es la persona que Dios ha creado, lo que odiamos en nosotros es esa persona, creada por Dios, que hemos arruinado. Nos gusta el pecador, pero odiamos el pecado. Por eso, cuando hacemos mal, pedimos que se nos dé otra oportunidad, o prometemos portarnos mejor en el porvenir, o buscamos alguna excusa. Pero nunca negamos que haya esperanza.

Justamente de ese modo es como Nuestro Señor quiere que amemos a nuestros enemigos; amarlos como nos amamos a nosotros mismos, amarlos en su calidad de pecadores; repudiar todo lo que empaña la imagen divina, amar la imagen divina que se encuentra debajo de lo empañado; nunca otorgándonos un derecho mayor al amor de Dios que el que tienen ellos, ya que en el fondo de nuestro corazón sabemos muy bien que nadie podría merecer menos que nosotros el amor de Dios. Y cuando vemos que reciben el justo pago de sus crímenes, no debemos alegrarnos por ello, sino decir: "Es lo que podría haberme pasado a mí, si no fuera por la gracia del Señor."

En este sentido debemos comprender las palabras de Nuestro Señor: "A vosotros, empero, los que me escucháis, os digo: 'Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian; bendecid a los que os maldicen; y rogad por los que os calumnian. A quien te abofetea en la mejilla, preséntale la otra; y al que te quite el manto no le impidas tomar también la túnica'" (Lucas 6; 27-29). Es cristiano odiar el mal de los anticristianos, pero no sin rezar por esos enemigos, para que puedan salvarse, ya que "Dios da la evidencia del amor con que nos ama, por cuanto, siendo más pecadores, Crista murió por nosotros" (Romanos 5, 8).

Por lo tanto, si tenemos rencor contra alguien, debemos sobreponernos y hacerle un favor a esa persona. Podemos empezar a gustar de la música clásica a fuerza de oírla; podemos hacernos amigos de nuestros enemigos solamente por la práctica de la caridad. "A quien nos abofetee en la mejilla derecha, debemos presentarle la otra", porque eso mata el odio, lo hace morir hasta en su último germen.

Nuestros conocimientos se volverán anticuados; nuestras estadísticas serán antiguas dentro de un mes; las teorías que aprendimos en la escuela ya son anticuadas, en realidad. Pero el amor no se vuelve nunca anticuado. Debemos, por lo tanto, amar todas las cosas y a todas las personas en Dios.

Mientras haya pobres, somos pobres.

Mientras haya cárceles, somos prisioneros.

Mientras haya enfermos, estamos débiles.

Mientras haya ignorancia, debemos aprender la verdad.

Mientras haya odio, debemos amar.

Mientras haya hambre, padecemos carencia.

Tal es la identificación que Nuestro Divino Señor quiere que logremos con todos los que Él hizo en amor y con amor y para el amor. Donde no encontramos amor, debemos ponerlo. Porque entonces todos son amables. No hay nada en el mundo mejor calculado para inspirar amor hacia los demás, que esta Visión de Cristo en nuestros congéneres: "Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; estaba enfermo, y me visitasteis; estaba preso, y Vinisteis a verme" (Mateo 25, 35-36).
(Mons. Fulton J. Sheen, Conozca la Religión , Emecé Editores, Buenos Aires, 2ª Ed. 1958, Pág. 205-215)


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Aplicación: San Alberto Hurtado - Fundamento del amor al prójimo

Quisiera aprovechar estos breves momentos, mis queridos jóvenes, para señalarles el fundamento más íntimo de nuestra responsabilidad, que es nuestro carácter de católicos. Jóvenes: tienen que preocuparse de sus hermanos, de su Patria (que es el grupo de hermanos unidos por los vínculos de sangre, lengua, tierra), porque ser católicos equivale a ser sociales. No por miedo a algo que perder, no por temor de persecuciones, no por anti-algunos, sino que porque ustedes son católicos deben ser sociales, esto es, sentir en ustedes el dolor humano y procurar solucionarlo.

Un cristiano sin preocupación intensa de amar, es como un agricultor despreocupado de la tierra, un marinero desinteresado del mar, un músico que no se cuida de la armonía. ¡Si el cristianismo es la religión del amor!, como decía un poeta. Y ya lo había dicho Cristo Nuestro Señor: El primer mandamiento de la ley es amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu mente, con todas tus fuerzas; y añade inmediatamente: y el segundo, semejante al primero, es amarás a tu prójimo como a ti mismo por amor a Dios (cf. Mt 22,37-39).

Momentos antes de partir, la última lección que nos explicó, fue la repetición de la primera que nos dio sin palabras: "Un mandamiento nuevo os doy, que os améis los unos a los otros, como yo os he amado" (Jn 13,34). San Juan, en su epístola, nos resume los dos mandamientos en uno: "El mandamiento de Dios es que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos mutuamente" (1Jn 3,23). Y San Pablo no teme tampoco hacer igual resumen: "No tengáis otra deuda con nadie que la del amor que os debéis unos a otros, puesto que quien ama al prójimo tiene cumplida la ley. En efecto, estos mandamientos: No cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no levantarás falso testimonio, no codiciarás: y cualquier otro que haya están recopilados en esta expresión: Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Rm 13,8-9).

En este amor a nuestros hermanos, que nos exige el Maestro, nos precedió Él mismo. Por amor nos creó; caídos en culpa, por amor, el Hijo de Dios se hizo hombre, para hacernos a nosotros hijos de Dios (lo que a muchos, aun ahora, les parece una inmensa locura). El Verbo, al encarnarse, se unió místicamente a toda la naturaleza humana.

Es necesario, pues, aceptar la Encarnación con todas sus consecuencias, extendiendo el don de nuestro amor no sólo a Jesucristo, sino también a todo su Cuerpo Místico. Y este es un punto básico del cristianismo: desamparar al menor de nuestros hermanos es desamparar a Cristo mismo; aliviar a cualquiera de ellos es aliviar a Cristo en persona. Cuando hieren uno de mis miembros a mí me hieren; del mismo modo, tocar a uno de los hombres es tocar al mismo Cristo. Por esto nos dijo Cristo que todo el bien o todo el mal que hiciéramos al menor de los hombres a Él lo hacíamos.

Cristo se ha hecho nuestro prójimo, o mejor, nuestro prójimo es Cristo que se presenta bajo tal o cual forma: paciente en los enfermos, necesitado en los menesterosos, prisionero en los encarcelados, triste en los que lloran. Si no lo vemos es porque nuestra fe es tibia. Pero separar el prójimo de Cristo es separar la luz de la luz. El que ama a Cristo está obligado a amar al prójimo con todo su corazón, con toda su mente, con todas sus fuerzas. En Cristo todos somos uno. En Él no debe haber ni pobres ni ricos, ni judíos ni gentiles, afirmación categórica inmensamente superior al "Proletarios del mundo, uníos", o al grito de la Revolución Francesa: Libertad, Igualdad, Fraternidad. Nuestro grito es: Proletarios y no proletarios, hombres todos de la tierra, ingleses y alemanes, italianos, norteamericanos, judíos, japoneses, chilenos y peruanos, reconozcamos que somos uno en Cristo y que nos debemos no el odio, sino que el amor que el propio cuerpo tiene a sí mismo. ¡Que se acaben en la familia cristiana los odios, prejuicios y luchas!, y que suceda un inmenso amor fundado en la gran virtud de la justicia: de la justicia primero, de la justicia enseguida, luego aún de la justicia, y sean superadas las asperezas del derecho por una inmensa efusión de caridad.

Pero esta comprensión, ¿se habrá borrado del alma de los cristianos? ¿Por qué se nos echa en cara que no practicamos la doctrina del Maestro, que tenemos magníficas encíclicas pero no las realizamos? Sin poder sino rozar este tema, me atrevería a decir lo siguiente: porque el cristianismo de muchos de nosotros es superficial. Estamos en el siglo de los récords, no de sabiduría, ni de bondad, sino de ligereza y superficialidad. Esta superficialidad ataca la formación cristiana seria y profunda sin la cual no hay abnegación. ¿Cómo va a sacrificarse alguien si no ve el motivo de su sacrificio? Si queremos, pues, un cristianismo de caridad, el único cristianismo auténtico, más formación, más formación seria se impone.

Los cristianos de este siglo no son menos buenos que los de otros siglos, y en algunos aspectos superiores, tanto más cuanto que las persecuciones mundanas van separando el trigo de la cizaña aun antes del Juicio; pero el mal endémico, no de ellos solos, sino de ellos menos que de otros, es el de la superficialidad, el de una horrible superficialidad. Sin formación sobrenatural, ¿por qué voy a negarme el bien de que disfruto a mis anchas, cuando la vida es corta? En cambio, cuando hay fe, el gesto cristiano es el gesto amplio que comienza por mirar la justicia, toda la justicia, y todavía la supera una inmensa caridad.

Y luego, jóvenes católicos, no puedo silenciarlo: en este momento falta formación, porque faltan sacerdotes. La crisis más honda, la más trágica en sus consecuencias, es la falta de sacerdotes que partan el pan de la verdad a los pequeños, que alienten a los tristes, que den un sentido de esperanza, de fuerza, de alegría, a esta vida. Ustedes, 10.000 jóvenes que aquí están, a quienes he visto con tan indecibles trabajos preparar esta reunión, ustedes jóvenes y familias católicas que me escuchan, sientan en sus corazones la responsabilidad de las almas, la responsabilidad del porvenir de nuestra Patria.

Si no hay sacerdotes, no hay sacramentos; si no hay sacramentos, no hay gracia; si no hay gracia, no hay Cielo; y, aun en esta vida, el odio será la amargura de un amor que no pudo orientarse, porque faltó el ministro del amor que es el sacerdote. Que nuestros jóvenes, conscientes de su fe, que es generosidad, conscientes de su amor a Cristo y a sus hermanos, no titubeen en decir que sí al Señor.

Y como cada momento tiene su característica ideológica, es sumamente consolador recordar lo específico de nuestro tiempo: el despertar más vivo de nuestra conciencia social, las aplicaciones de nuestra fe a los problemas del momento, ahora más angustiosos que nunca. Dios y Patria; Cruz y bandera, jamás habían estado tan presentes como ahora en el espíritu de nuestros jóvenes. La caridad de Cristo nos urge a trabajar con toda el alma, para que cada día Chile sea más profundamente de Cristo, porque Cristo lo quiere y Chile lo necesita. Y nosotros, cristianos, otros Cristos, demos nuestro trabajo abnegado. Que desde Arica a Magallanes la juventud católica, estimulada por la responsabilidad de las luces recibidas, sea testigo viviente de Cristo. Y Chile, al ver el ardor de esa caridad, reconocerá la fe católica, la Madre que con tantos dolores lo engendró y lo hizo grande, y dirá al Maestro: ¡Oh Cristo, tú eres el Hijo de Dios vivo, tú eres la resurrección y la Vida!

(SAN ALBERTO HURTADO, Un fuego que enciende otro fuego, Ediciones Universidad Católica de Chile, 2005, pp. 177-180)

 

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Aplicación: Raniero Cantalamessa - El «deber» de amar (VI Domingo de Pascua, ciclo B)

¿Qué relación puede haber entre amor y deber, dado que uno representa la espontaneidad y el otro la obligación?

«Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado… Lo que os mando es que os améis los unos a los otros». Hechos 10, 25-27. 34-35. 44-48; I Juan 4, 7-10; Juan 15, 9-17

El amor, ¿un mandamiento? ¿Se puede hacer del amor un mandamiento sin destruirlo? ¿Qué relación puede haber entre amor y deber, dado que uno representa la espontaneidad y el otro la obligación?

Hay que saber que existen dos tipos de mandamientos. Existe un mandamiento o una obligación que viene del exterior, de una voluntad diferente a la mía, y un mandamiento u obligación que viene de dentro y que nace de la cosa misma. La piedra que se lanza al aire, o la manzana que cae del árbol, está «obligada» a caer, no puede hacer otra cosa; no porque alguien se lo imponga, sino porque en ella hay una fuerza interior de gravedad que la atrae hacia el centro de la tierra.

De igual forma, hay dos grandes modos según los cuales el hombre puede ser inducido a hacer o no determinada cosa: por constricción o por atracción. La ley y los mandamientos ordinarios le inducen del primer modo: por constricción, con la amenaza del castigo; el amor le induce del segundo modo: por atracción, por un impulso interior. Cada uno, en efecto, es atraído por lo que ama, sin que sufra constricción alguna desde el exterior. Enseña a un niño un juguete y le verás lanzarse para agarrarlo. ¿Qué le empuja? Nadie; es atraído por el objeto de su deseo. Enseña un Bien a un alma sedienta de verdad y se lanzará hacia él. ¿Quién la empuja? Nadie; es atraída por su deseo.

Pero si es así --esto es, somos atraídos espontáneamente por el bien y por la verdad que es Dios--, ¿qué necesidad había, se dirá, de hacer de este amor un mandamiento y un deber? Es que, rodeados como estamos de otros bienes, corremos peligro de errar el blanco, de tender a falsos bienes y perder así el Sumo Bien. Como una nave espacial dirigida hacia el sol debe seguir ciertas reglas para no caer en la esfera de gravedad de algún planeta o satélite intermedio, igual nosotros al tender hacia Dios. Los mandamientos, empezando por el «primero y mayor de todos» que es el de amar a Dios, sirven para esto.

Todo ello tiene un impacto directo en la vida y en el amor también humano. Cada vez son más numerosos los jóvenes que rechazan la institución del matrimonio y eligen el llamado amor libre, o la simple convivencia. El matrimonio es una institución; una vez contraído, liga, obliga a ser fieles y a amar al compañero para toda la vida. Pero ¿qué necesidad tiene el amor, que es instinto, espontaneidad, impulso vital, de transformarse en un deber?

El filósofo Kierkegaard da una respuesta convincente: «Sólo cuando existe el deber de amar, sólo entonces el amor está garantizado para siempre contra cualquier alteración; eternamente liberado en feliz independencia; asegurado en eterna bienaventuranza contra cualquier desesperación». Quiere decir: el hombre que ama verdaderamente, quiere amar para siempre. El amor necesita tener como horizonte la eternidad; si no, no es más que una broma, un «amable malentendido» o un «peligroso pasatiempo». Por eso, cuanto más intensamente ama uno, más percibe con angustia el peligro que corre su amor, peligro que no viene de otros, sino de él mismo. Bien sabe que es voluble, y que mañana, ¡ay!, podría cansarse y no amar más. Y ya que, ahora que está en el amor, ve con claridad la pérdida irreparable que esto comportaría, he aquí que se previene «vinculándose» a amar para siempre. El deber sustrae el amor de la volubilidad y lo ancla a la eternidad. Quien ama es feliz de «deber» amar; le parece el mandamiento más bello y liberador del mundo.

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Ejemplos Predicables

El mártir desconocido

Gianna Beretta Molla (1922-1962)

Dos pobres, hermanos en Jesucristo, comparten su limosna

Contemplemos a los Santos

Dame tu generosidad

¿Recién ahora?

Las uvas


El mártir desconocido
Sólo el cristianismo engendra los verdaderos héroes que no son los que pasan por el mundo derramando la sangre de los demás, sino los que derraman la propia para la salvación del mundo. ¡Qué ejemplos de heroísmo en la historia de la Iglesia, y sobre todo en las vidas ocultas de esos hombres que lo abandonaron todo por buscar las pobres almas perdidas que en los países lejanos desconocen a Dios. Voy a referirles un hecho que no dejará de conmoverlos.

Es en África. El Padre Antonio recorre bosques, vadea ríos y consume la vida en una labor de apostolado sacrificado y mártir.

Un día un pobre enfermo, tendido en una choza de la selva le llama a su lado porque se va a morir. Es un catecúmeno que ha abierto los ojos a la luz, y quiere los sacramentos antes de entregar su alma a Dios. Es muy de mañana. El Padre Antonio no titubea. Lleva a un niño de 14 años que le sirve de acólito y emprende el viaje. Es un negrito, Nyanco, que sueña con ser sacerdote como el Padre Antonio para llevar al cielo a todos los suyos.

Apenas han andado unos kilómetros, oyen el espantoso rugido de un tigre. Se detienen un instante y al poco tiempo divisan a la fiera que cautelosamente se acerca. Ellos, sin otra defensa se suben a un árbol. La fiera se arroja al árbol de un salto, y haciendo esfuerzos por subir, se convence de que no puede alcanzarlos, y se sienta tranquilamente al pie del árbol esperando a sus víctimas. Están perdidos. Nyanko miraba al Padre en silencio. ¡Qué cosas pasaban por su alma enamorada del sacerdote de Cristo! Él pensó que si él se dejaba matar el tigre se contentaría con una víctima, huiría, y el misionero podría llegar a la choza del enfermo. Pidió sin decir nada al sacerdote la absolución, y antes de que el Padre Antonio pudiera darse cuenta de su propósito, se dejó caer. El tigre se levantó de un salto, y contento con su presa se alejó. El sacerdote bajó del árbol y continuó su camino.

Los hombres no supieron nada de ello, pero Dios encendió en el cielo otra estrella para ponerla en la corona del niño mártir en la selva ignorada.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 182)


Gianna Beretta Molla (1922-1962)
Gianna Beretta nació en Magenta (provincia de Milán) el día 4 de octubre de 1922. Desde su tierna infancia, acoge el don de la fe y la educación cristiana que recibe de sus padres. Considera la vida como un don maravilloso de Dios, confiándose plenamente a la Providencia, y convencida de la necesidad y de la eficacia de la oración.
Durante los años de Liceo y de Universidad, en los que se dedica con diligencia a los estudios, traduce su fe en fruto generoso de apostolado en la Acción católica y en la Sociedad de San Vicente de Paúl, dedicándose a los jóvenes y al servicio caritativo con los ancianos y necesitados. Habiendo obtenido el título de Doctor en Medicina y Cirugía en 1949 en la Universidad de Pavía, abre en 1950 un ambulatorio de consulta en Mésero, municipio vecino a Magenta. En 1952 se especializa en Pediatría en la Universidad de Milán. En la práctica de la medicina, presta una atención particular a las madres, a los niños, a los ancianos y a los pobres.
Su trabajo profesional, que considera como una "misión", no le impide el dedicarse más y más a la Acción católica, intensificando su apostolado entre las jovencitas.
Se dedica también a sus deportes favoritos, el esquí y el alpinismo, encontrando en ellos una ocasión para expresar su alegría de vivir, recreándose ante el encanto de la creación.
Se interroga sobre su porvenir, reza y pide oraciones, para conocer la voluntad de Dios. Llega a la conclusión de que Dios la llama al matrimonio. Llena de entusiasmo, se entrega a esta vocación, con voluntad firme y decidida de formar una familia verdaderamente cristiana.
Conoce al ingeniero Pietro Molla. Comienza el período de noviazgo, tiempo de gozo y alegría, de profundización en la vida espiritual, de oración y de acción de gracias al Señor. El día 24 de septiembre de 1955, Gianna y Pietro contraen matrimonio en Magenta, en la Basílica de S. Martín. Los nuevos esposos se sienten felices. En noviembre de 1956, Gianna da a luz a su primer hijo, Pierluigi. En diciembre de 1957 viene al mundo Mariolina y en julio de 1959, Laura. Gianna armoniza, con simplicidad y equilibrio, los deberes de madre, de esposa, de médico y la alegría de vivir.
En septiembre de 1961, al cumplirse el segundo mes de embarazo, es presa del sufrimiento. El diagnóstico: un tumor en el útero. Se hace necesaria una intervención quirúrgica. Antes de ser intervenida, suplica al cirujano que salve, a toda costa, la vida que lleva en su seno, y se confía a la oración y a la Providencia. Se salva la vida de la criatura. Ella da gracias al Señor y pasa los siete meses antes del parto con incomparable fuerza de ánimo y con plena dedicación a sus deberes de madre y de médico. Se estremece al pensar que la criatura pueda nacer enferma, y pide al Señor que no suceda tal cosa.
Algunos días antes del parto, confiando siempre en la Providencia, está dispuesta a dar su vida para salvar la de la criatura: "Si hay que decidir entre mi vida y la del niño, no dudéis; elegid -lo exijo- la suya. Salvadlo".
La mañana del 21 de abril de 1962 da a luz a Gianna Emanuela. El día 28 de abril, también por la mañana, entre indecibles dolores y repitiendo la jaculatoria "Jesús, te amo; Jesús, te amo", muere santamente. Tenía 39 años.
Sus funerales fueron una gran manifestación llena de emoción profunda, de fe y de oración. La Sierva de Dios reposa en el cementerio de Mésero, a 4 kilómetros de Magenta.
"Meditada inmolación", Pablo VI definió con esta frase el gesto de la beata Gianna recordando, en el Ángelus del domingo 23 de septiembre de 1973: "una joven madre de la diócesis de Milán que, por dar la vida a su hija, sacrificaba, con meditada inmolación, la propia". Es evidente, en las palabras del Santo Padre, la referencia cristológica al Calvario y a la Eucaristía. Fue beatificada por Juan Pablo II el 24 de abril de 1994, Año Internacional de la Familia.


Dos pobres, hermanos en Jesucristo, comparten su limosna
La princesa Galyzín refiere en sus memorias: en cierta ocasión pasaba por un puente de San Petersburgo. Dio una moneda de plata a un mendigo, que le pidió limosna. Este pobre, anciano, casi inválido, en cuanto la recibió, apoyado en sus muletas, fue hacia un ciego a poca distancia sentado; y compartió con él su limosna.
Agradó el gesto a la princesa. Conmovida, llamó al inválido y le preguntó: "¿es hermano vuestro el ciego?" y el tullido aclaró: "No lo es según la carne; pero sí en Jesucristo... en la juventud fuimos compañeros de armas; ahora, de enfermedad y miseria. más desventurado él, casi no puede mendigar, al no ver nada. por eso imploro la caridad por él y por mí".
Anota la escritora: "jamás gocé tan inmensa satisfacción, como al dar al buen hombre otra moneda, esta vez de oro, para que socorriera a su "hermano en Jesucristo"". Así deberíamos hacer los que rezamos el "Padre Nuestro".
(Rosalio Rey Garrido, Anécdotas y reflexiones, Editorial Don Bosco, Bs As 1962)


Contemplemos a los Santos
Contemplemos a los Santos, a quienes han ejercido de modo ejemplar la caridad. Pienso particularmente en Martín de Tours († 397), que primero fue soldado y después monje y obispo: casi como un icono, muestra el valor insustituible del testimonio individual de la caridad. A las puertas de Amiens compartió su manto con un pobre; durante la noche, Jesús mismo se le apareció en sueños revestido de aquel manto, confirmando la perenne validez de las palabras del Evangelio: " Estuve desnudo y me vestisteis... Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis " (Mt 25, 36. 40).[36] Pero ¡cuántos testimonios más de caridad pueden citarse en la historia de la Iglesia! Particularmente todo el movimiento monástico, desde sus comienzos con san Antonio Abad († 356), muestra un servicio ingente de caridad hacia el prójimo. Al confrontarse " cara a cara " con ese Dios que es Amor, el monje percibe la exigencia apremiante de transformar toda su vida en un servicio al prójimo, además de servir a Dios. Así se explican las grandes estructuras de acogida, hospitalidad y asistencia surgidas junto a los monasterios. Se explican también las innumerables iniciativas de promoción humana y de formación cristiana destinadas especialmente a los más pobres de las que se han hecho cargo las Órdenes monásticas y Mendicantes primero, y después los diversos Institutos religiosos masculinos y femeninos a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Figuras de Santos como Francisco de Asís, Ignacio de Loyola, Juan de Dios, Camilo de Lelis, Vicente de Paúl, Luisa de Marillac, José B. Cottolengo, Juan Bosco, Luis Orione, Teresa de Calcuta -por citar sólo algunos nombres- siguen siendo modelos insignes de caridad social para todos los hombres de buena voluntad. Los Santos son los verdaderos portadores de luz en la historia, porque son hombres y mujeres de fe, esperanza y amor.
(S.S. Benedicto XVI, Deus, Charitas Est , nº 40, www.vatican.va )

Dame tu generosidad

Las palabras pueden convencer..., pero los ejemplos arrastran (Foucault)
Un monje andariego se encontró, en uno de sus viajes, una piedra preciosa y la guardó entre sus cosas. Un día se encontró con un viajero y al abrir su bolso para compartir con él sus provisiones, el viajero vio la joya y se la pidió. El monje se la dio sin más. El viajero le dio las gracias y marchó lleno de gozo con aquel regalo inesperado de la piedra preciosa que bastaría para darle riqueza y seguridad todo el resto de sus días. Sin embargo, poco días después volvió en busca del monje mendicante, lo encontró, le devolvió la joya y le suplicó: Ahora te ruego que me des algo de mucho más valor que esta joya, valiosa como es. Dame, por favor, lo que te permitió dármela a mí.

¿Recién ahora?
Un misionero, después de buscar mucho, por fin había podido encontrar una tribu que estaba buscando por mucho tiempo. Le costó mucho esfuerzo que los indígenas no huyeran de él, porque no sabía su idioma. Ofreciéndoles regalos y enseñándoles sus cosas de manera que se dieran cuenta que no llevaba armas, consiguió que lo admitieran a su pueblo. Se construyó una choza como la de los indígenas, estudiaba el idioma y celebraba la Santa Misa cada mañana. Pero nadie se acercaba. Pensó el misionero: "Debo enseñarles de alguna manera, aunque no sepa bien su idioma, que la religión es algo bueno para ellos.". Se puso ayudar a la gente y lo aceptaron de buen grado. Un día se puso ayudar a una ancianita que estaba cargando un fardo muy pesado. Hay que tener presente que en las tribus de la selva sólo trabajan las mujeres, los hombres van de caza, nada más. La mujer miró al misionero como si estuviera loco y le preguntó por qué hacía eso. El misionero, juntando las pocas palabras que había aprendido hasta este momento, aprovechó el momento para hablarle de Jesús que enseñaba a todos los hombres que se amen unos a otros. La anciana quiso saber más y más y al final le preguntó donde vivía ese Jesús para visitarlo. El misionero le explicó que Jesús había vivido hace 2000 años. Entonces la anciana exclamó: "Jesús vivió hace 2000 años y ¿recién ahora vienen para contarnos de él?"

Las uvas
Se cuenta de un monje llamado Macario que un campesino le trajo unas uvas. Macario le agradeció y le prometió rezar por el. Ahora bien, Macario vivía en una colonia de monjes donde cada uno tenía su pequeña casucha. Pueden imaginarse que con 40 monjes había bastantes casuchas por ahí. Apenas se había ido el campesino, el monje fue donde su vecino y le regaló las uvas para que tenga un refresco en este día caluroso. Pero éste también renunció a las uvas y se las llevó a su vecino y así las uvas estaban dando la vuelta completa por todas las casuchas de manera que en la noche el monje que vivió al otro lado de Macario, le tocó la puerta a Macario y le dijo: "Aquí te traigo una ricas uvas para que puedas refrescarte". Macario lloró de alegría de que todos los monjes amaban tanto a sus hermanos para renunciar a las uvas. ¿Y nosotros?

(cortesía: iveargentina.org et alii)

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