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MSC en el Perú

Los Misioneros del
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Solemnidad de Corpus Christi, Solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo B: Comentarios de Sabios y Santos II - Ayudados por ellos preparemos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la Celebración Eucarística

Recursos adicionales para la preparación

 

A su disposición

Santos Padres: San Agustín - Yo soy el pan de vida

Aplicación: P. Alfredo Saenz, S.J. - Corpus Christi

Aplicación: San Juan Pablo II - Glorifica al Señor Jerusalén

Aplicación: SS. Benedicto XVI - "Esto es mi cuerpo. Esta es mi sangre".

Aplicación: P. Jorge Loring S.I. - Corpus Christi - B

 

 

¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

 

Las Lecturas del Domingo

Santos Padres: San Agustín - Yo soy el pan de vida

10. Sirva de advertencia lo que dice a continuación: En verdad, en verdad os digo que quien cree en mí posee la vida eterna. Quiso descubrir lo que era, ya que pudo decir en síntesis: El que cree en mí me posee. Porque el mismo Cristo es verdadero Dios y vida eterna. Luego el que cree en mí, dice, viene a mí, y el que viene a mí me posee. ¿Qué es poseerme a mí? Poseer la vida eterna. La vida eterna aceptó la muerte y la vida eterna quiso morir, pero en lo que tenía de ti, no en lo que tenía de sí; recibió de ti lo que pudiese morir por ti. Tomó de los hombres la carne, mas no de modo humano. Pues, teniendo un Padre en el cielo, eligió en la tierra una madre. Nació allí sin madre y aquí nació sin padre. La Vida, pues, aceptó la muerte con el fin de que la Vida diese muerte a la muerte misma. El que cree en mí, dice, tiene la vida eterna, que no es lo que aparece, sino lo que está oculto. «La vida eterna, el Verbo, existía en el principio en Dios, y el Verbo era Dios, y la vida era luz de los hombres». El mismo que es vida eterna, dio a la carne, que asumió, la vida eterna. El vino para morir, más al tercer día resucitó. Entre el Verbo, que asumió la carne, y la carne, que resucita, está la muerte, que fue aniquilada.

11. Yo soy, dice, el pan de vida. ¿De qué se enorgullecían? Vuestros padres, continúa diciendo, comieron el maná en el desierto y murieron. ¿De qué nace vuestra soberbia? Comieron el maná y murieron. ¿Por qué comieron y murieron? Porque lo que veían, eso creían, y lo que no veían no lo entendían. Por eso precisamente son vuestros padres, porque sois igual que ellos. Porque, en lo que atañe, mis hermanos, a esta muerte visible y corporal, ¿no morimos por ventura nosotros, que comemos el pan que ha descendido del cielo? Murieron aquéllos, como vamos a morir nosotros, en lo que se refiere, digo, a esta muerte visible y corporal. Mas no sucede lo mismo en lo que se refiere a la muerte aquella con que nos atemoriza el Señor y con la que murieron los padres de éstos; del maná comió Moisés, y Aarón comió también, y Finés, y allí comieron otros muchos que fueron gratos al Señor y no murieron. ¿Por qué razón? Porque comprendieron espiritualmente este manjar visible, y espiritualmente lo apetecieron, y espiritualmente lo comieron para ser espiritualmente nutridos. Nosotros también recibimos hoy un alimento visible; pero una cosa es el sacramento y otra muy distinta la virtud del sacramento. ¡Cuántos hay que reciben del altar este alimento y mueren en el mismo momento de recibirlo! Por eso dice el Apóstol: El mismo come y bebe su condenación. ¿No fue para Judas un veneno el trozo de pan del Señor? Lo comió, sin embargo, e inmediatamente que lo comió entró en él el demonio. No porque comiese algo malo, sino porque, siendo él malo, comió en mal estado lo que era bueno. Estad atentos, hermanos; comed espiritualmente el pan del cielo y llevad al altar una vida de inocencia. Todos los días cometemos pecados, pero que no sean de esos que causan la muerte. Antes de acercaros al altar, mirad lo que decís: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. ¿Perdonas tú? Serás perdonado tú también. Acércate con confianza, que es pan, no veneno. Más examínate si es verdad que perdonas. Pues, si no perdonas, mientes y tratas de mentir a quien no puedes engañar. Puedes mentir a Dios; lo que no puedes es engañarle. Sabe El bien lo que debe hacer. Te ve El por dentro, y por dentro te examina, y por dentro te mira, y por dentro te juzga, y por lo de dentro te condena o te corona. Los padres de éstos, es decir, los perversos e infieles y murmuradores padres de éstos, son perversos e infieles y murmuradores como ellos. Pues en ninguna cosa se dice que ofendiese más a Dios aquel pueblo que con sus murmuraciones contra Dios. Por eso, queriendo el Señor presentarlos como hijos de tales padres, comienza a echarles en cara esto: ¿Por qué murmuráis entre vosotros, murmuradores, hijos de padres murmuradores? Vuestros padres comieron del maná en el desierto y murieron, no porque el maná fuese una cosa mala, sino porque lo comieron en mala disposición.

12. Este es el pan que descendió del cielo. El maná era signo de este pan, como lo era también el altar del Señor. Ambas cosas eran signos sacramentales: como signos, son distintos; más en la realidad por ellos significada hay identidad. Atiende a lo que dice el Apóstol: No quiero, hermanos, que ignoréis que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube, y que todos atravesaron el mar, y que todos fueron bautizados bajo la dirección de Moisés en la nube y en el mar, y que todos comieron el mismo manjar espiritual. Es verdad que era el mismo pan espiritual, ya que el corporal era distinto. Ellos comieron el maná; nosotros, otra cosa distinta; pero, espiritualmente, idéntico manjar que nosotros. Pero hablo de nuestros padres, no de los de ellos; de aquellos a quienes nos asemejamos, no de aquellos a quienes ellos se parecen. Y añade: Y todos bebieron la misma bebida espiritual. Una cosa bebieron ellos, otra dis-tinta nosotros; mas sólo distinta en la apariencia visible, ya que es idéntica en la virtud espiritual por ella significada. ¿Cómo la misma bebida? Bebían de la misma piedra espiritual que los seguía, y la piedra era Cristo. Ese es el pan y ésa es la bebida. La piedra es Cristo como en símbolo. El Cristo verdadero es el Verbo y la carne. Y ¿cómo bebieron? Fue golpeada dos veces la piedra con la vara. Los dos golpes significan los dos brazos de la cruz. Este es, pues, el pan que descendió del cielo para que, si alguien lo comiere, no muera. Pero esto se dice de la virtud del sacramento, no del sacramento visible; del que lo come interiormente, no exteriormente sólo; del que lo come con el corazón, no del que lo tritura con los dientes.

13. Yo soy el pan vivo que descendí del cielo. Pan vivo precisamente, porque descendí del cielo. El maná también descendió del cielo; pero el maná era la sombra, éste la verdad. Si alguien comiere de este pan, vivirá eternamente; y el pan que yo le daré es mi carne, que es la vida del mundo. ¿Cuándo iba la carne a ser capaz de comprender esto de llamar al pan carne? Se da el nombre de carne a lo que la carne no entiende; y tanto menos comprende la carne, porque se llama carne. Esto fue lo que les horrorizó, y dijeron que esto era demasiado y que no podía ser. Mi carne, dice, es la vida del mundo. Los fieles conocen el cuerpo de Cristo si no desdeñan ser el cuerpo de Cristo. Que lleguen a ser el cuerpo de Cristo si quieren vivir del Espíritu de Cristo. Del Espíritu de Cristo solamente vive el cuerpo de Cristo. Comprended, hermanos, lo que he dicho. Tú eres hombre, y tienes espíritu y tienes cuerpo. Este espíritu es el alma, por la que eres hombre. Tu ser es alma y cuerpo. Tienes espíritu invisible y cuerpo visible. Dime qué es lo que recibe la vida y de quién la recibe. ¿Es tu espíritu el que recibe la vida de tu cuerpo o es tu cuerpo el que recibe la vida de tu espíritu? Responderá todo el que vive (pues el que no puede responder a esto, no sé si vive). ¿Cuál será la respuesta de quien vive? Mi cuerpo recibe ciertamente de mi espíritu la vida. ¿Quieres, pues, tú recibir la vida del Espíritu de Cristo? Incorpórate al cuerpo de Cristo. ¿Por ventura vive mi cuerpo de tu espíritu? Mi cuerpo vive de mi espíritu, y tu cuerpo vive de tu espíritu. El mismo cuerpo de Cristo no puede vivir sino del Espíritu de Cristo. De aquí que el apóstol Pablo nos hable de este pan, diciendo: Somos muchos un solo pan, un solo cuerpo. ¡Oh qué misterio de amor, y qué símbolo de la unidad, y qué vínculo de la caridad! Quien quiere vivir sabe dónde está su vida y sabe de dónde le viene la vida. Que se acerque, y que crea, y que se incorpore a este cuerpo, para que tenga participación de su vida. No le horrorice la unión con los miembros, y no sea un miembro podrido, que deba ser cortado; ni miembro deforme, de quien el cuerpo se avergüence; que sea bello, proporcionado y sano, y que esté unido al cuerpo para que viva de Dios para Dios, y que trabaje ahora en la tierra para reinar después en el cielo.

14. Discutían entre sí los judíos, diciendo: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? Altercaban, es verdad, entre sí, porque no comprendían el pan de la concordia, y es más, no querían comerlo; pues los que comen este pan no discuten entre sí: Somos muchos un mismo pan y un mismo cuerpo. Por este pan hace Dios vivir en su casa de una misma y pacífica manera.

15. A la cuestión causa de litigio entre ellos, es a saber: ¿Cómo es posible que pueda darnos el Señor a comer su carne, no contesta inmediatamente, sino que aún les sigue diciendo: En verdad, en verdad os digo que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y si no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. No sabéis cómo se come este pan ni el modo especial de comerlo; sin embargo, si no coméis la carne del Hijo del hombre y si no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Esto, es verdad, no se lo decía a cadáveres, sino a seres vivos. Así que, para que no entendiesen que hablaba de esta vida (temporal) y siguiesen discutiendo de ella, añadió en seguida: Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna. Esta vida, pues, no la tiene quien no come este pan y no bebe esta sangre. Pueden, sí, tener los hombres la vida temporal sin este pan; mas es imposible que tengan la vida eterna. Luego quien no come su carne ni bebe su sangre no tiene en sí mismo la vida; pero sí quien come su carne y bebe su sangre tiene en sí mismo la vida, y a una y a otra les corresponde el calificativo de eterna. No es así el alimento que tomamos para sustentar esta vida temporal. Es verdad que quien no lo come no puede vivir; pero también es verdad que no todos los que lo comen vivirán; pues sucede que muchos que no lo comen, sea por vejez, o por enfermedad, o por otro accidente cualquiera, mueren. Con este alimento y bebida, es decir, con el cuerpo y la sangre del Señor, no sucede así. Pues quien no lo toma no tiene vida, y quien lo toma tiene vida, y vida eterna. Este manjar y esta bebida significan la unidad social entre el cuerpo y sus miembros, que es la Iglesia santa, con sus predestinados, y llamados, y justificados, y santos ya glorificados, y con los fieles. La primera de las condiciones, que es la predestinación, se realizó ya; la segunda y la tercera, que son la vocación y la justificación, se realizó ya, y se realiza, y se seguirá realizando; y la cuarta y la última, que es la glorificación, ahora se realiza sólo en la esperanza y en el futuro será una realidad. El sacramento de esta realidad, es decir, de la unidad del cuerpo y de la sangre de Cristo, se prepara en el altar del Señor, en algunos lugares todos los días y en otros con algunos días de intervalo, y es comido de la mesa del Señor por unos para la vida, y por otros para la muerte. Sin embargo, la realidad misma de la que es sacramento, en todos los hombres, sea el que fuere, que participe de ella, produce la vida, en ninguno la muerte.

16. Y para que no se les ocurriese pensar que con este manjar y bebida se promete la vida eterna en el sentido de que quienes lo comen no mueren ni aun siquiera corporalmente, tiene el Señor la dignación de adelantarse a este posible pensamiento. Porque después de haber dicho: Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna, añadió inmediatamente: Y yo le resucitaré en el día postrero. Para que, entretanto, tenga en el espíritu la vida eterna con la paz, que es la recompensa del alma de los santos; y, en cuanto al cuerpo se refiere, no se encuentre defraudado tampoco de la vida eterna, sino que la tenga en la resurrección de los muertos en el día postrero.

17. Porque mi carne, dice, es una verdadera comida, y mi sangre es una verdadera bebida. Lo que buscan los hombres en la comida y bebida es apagar su hambre y su sed; más esto no lo logra en realidad de verdad sino este alimento y bebida, que a los que lo toman hace inmortales e incorruptibles, que es la sociedad misma de los santos, donde existe una paz y unidad plenas y perfectas. Por esto, ciertamente (esto ya lo vieron antes que nosotros algunos hombres de Dios), nos dejó nuestro Señor Jesucristo su cuerpo y su sangre bajo realidades, que de muchas se hace una sola. Porque, en efecto, una de esas realidades se hace de muchos granos de trigo, y la otra, de muchos granos de uva.

18. Finalmente, explica ya cómo se hace esto que dice y qué es comer su cuerpo y beber su sangre. Quien come mi carne y bebe mi sangre, está en mí y yo en él. Comer aquel manjar y beber aquella bebida es lo mismo que permanecer en Cristo y tener a Jesucristo, que permanece en sí mismo. Y por eso, quien no permanece en Cristo y en quien Cristo no permanece, es indudable que no come ni bebe espiritualmente su cuerpo y su sangre, aunque materialmente y visiblemente toque con sus dientes el sacramento del cuerpo y de la sangre de Cristo; sino antes, por el contrario, come y bebe para su perdición el sacramento de realidad tan augusta, ya que, impuro y todo, se atreve a acercarse a los sacramentos de Cristo, que nadie puede dignamente recibir sino los limpios, de quienes dice: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

19. Así como mi Padre viviente, dice, me envió y yo vivo por mi Padre, así también quien me come a mí vivirá por mí. No dice: Así como yo como a mi Padre y vivo por mi Padre, así quien me come a mí vivirá por mí. Pues el Hijo no se hace mejor por la participación de su Padre, porque es igual a Él por nacimiento; mientras que nosotros sí que nos haremos mejores participando del Hijo por la unidad de su cuerpo y sangre, que es lo que significa aquella comida y bebida. Vivimos, pues, nosotros por El mismo comiéndole a Él, es decir, recibiéndole a Él, que es la vida eterna, que no tenemos de nosotros mismos. Vive El por el Padre, que le ha enviado; porque se anonadó a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte de cruz. Si tomamos estas palabras: Vivo por el Padre, en el mismo sentido que aquellas otras: El Padre es mayor que yo, podemos decir también que nosotros vivimos por El, porque Él es mayor que nosotros. Todo esto es así por el hecho mismo de ser enviado. Su misión es, ciertamente, el anonadamiento de sí mismo y su aceptación de forma de siervo; lo cual rectamente puede así decirse, aun conservando la identidad absoluta de naturaleza del Hijo con el Padre. El Padre es mayor que el Hijo-hombre; pero el Padre tiene un Hijo-Dios, que es igual a Él, ya que uno y el mismo es Dios y hombre, Hijo de Dios e Hijo del hombre, que es Cristo Jesús. Y en este sentido dijo (si se entienden bien estas palabras): Así como el Padre viviente me envió y yo vivo por el Padre, así quien me come vivirá para mí. Como si dijera: La razón de que yo viva por el Padre, es decir, de que yo refiera a Él como a mayor mi vida, es mi anonadamiento en el que me envió; más la razón de que cualquiera viva por mí es la participación de mí cuando me come. Así, yo, humillado, vivo por el Padre, y aquel, ensalzado, vive por mí. Si se dijo Vivo por el Padre en el sentido de que El viene del Padre y no el Padre de Él, esto se dijo sin detrimento alguno de la identidad entre ambos. Pero diciendo: Quien me come a mí, vivirá por mí, no significa identidad entre Él y nosotros, sino que muestra sencillamente la gracia de mediador.

20. Este es el pan que descendió del cielo, con el fin de que, comiéndolo, tengamos vida, y que de nosotros mismos no podemos tener la vida eterna. No como comieron, dice, el maná vuestros padres, y murieron; el que come este pan vivirá eternamente. Aquellas palabras: Ellos murieron, quieren significar que no vivirán eternamente. Porque morirán en verdad temporalmente también quienes coman a Cristo; pero viven eternamente, ya que Cristo es la vida eterna.
(SAN AGUSTÍN, Tratados sobre el Evangelio de San Juan (t. XIII), Tratado 26, 10-20, BAC Madrid 19682, 582-93)


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Aplicación: P. Alfredo Saenz, S.J. - Corpus Christi


Celebramos hoy el mismo misterio que conmemoramos el Jueves Santo, pero ahora sin el telón de fondo de la Pasión sangrienta. En aquel día, ya remoto, recordamos la doble entrega: la de Judas y la de Cristo, la entrega de Judas para la muerte, la entrega de Cristo para la vida. Hoy la Iglesia cubre con el velo de su piedad la negrura de la traición para que resalte el resplandor puro de la liberalidad divina.

1. ENCARNACION Y EUCARISTIA

La Eucaristía es, en cierto modo, la prolongación de la Encarnación del Verbo. En virtud de esta última, Dios se unió, en desposorio indisoluble, con la naturaleza humana. De por sí, hubiera querido unirse íntimamente con cada uno de nosotros, como lo hizo con su propia humanidad. Pero ello era imposible. Sin embargo, la delicadeza de su amor encontró la manera: convirtió su carne en alimento y nos la dio, para que al comerla nos uniéramos con El, nos hiciéramos una cosa con El, nos transformáramos en El. Así la unión personal que no pudo realizarse en la Encarnación, se lleva a cabo gracias a este banquete singular.


2. SACRIFICIO Y EUCARISTIA

Pero la Eucaristía no sólo continúa la Encarnación sino también el Sacrificio de la Cruz. Lo que hizo Moisés, según escuchamos en la primera lectura, de tomar la sangre y rociar con ella al pueblo diciendo: "Esta es la sangre de la alianza que ahora el Señor hace con vosotros", no fue sino el preludio de lo que realizó Jesús en la Ultima Cena, como nos lo relata el evangelio de hoy, al decir: "Esta es mi sangre, la sangre de la alianza, que se derrama por muchos". Primera y segunda alianza, la de Moisés y la de Cristo, la sellada con sangre de animales y la sellada con la sangre de Cristo. Por esto, como oímos en la epístola, "Cristo es mediador de una nueva alianza entre Dios y los hombres, a fin de que, habiendo muerto para redención de los pecados cometidos en la primera alianza, los que son llamados reciban la herencia eterna que ha sido prometida".

Pues bien, el sacrificio de Cristo es el origen de nuestra Eucaristía. Cristo debió ser triturado en la Cruz para que pudiera ofrecerse en alimento a nuestros dientes de leche. La Eucaristía será siempre la Cruz que revive a lo largo de la historia.

Cada vez que comulgamos, Cristo se encarna de algún modo en nosotros, después de haberse dejado inmolar sacramentalmente en la misa.


3. LA EUCARISTIA: SACRAMENTO DE LA UNIDAD PERSONAL

Unión tan íntima como no la podíamos ni soñar. Ya nuestros cuerpos por la gracia son miembros de Cristo, pero ello era todavía poco para el amor omnipotente de Dios. Deseaba unirse. Y no tan sólo por una presencia visual o táctil. Quiso dejarse comer por nosotros.

Quiso que lo asimilásemos, como se asimila un alimento. Extraño modo el de esta asimilación, porque aquí el alimento es superior a aquel que lo consume, y por tanto no somos nosotros quienes lo asimilarnos, sino el alimento el que nos asimila a él. Por eso San Agustín puso en boca de Cristo estas palabras: "No eres tú el que me convertirás en ti, sino que soy yo el que te convertiré en mi'. O, si se prefiere, hay una doble comunión: yo lo comulgo y El me comulga. De ahí lo que dijo el mismo Señor: "El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él". Derramarse por nuestras articulaciones, ser la carne de nuestra carne, la vida de nuestra vida, volcar su sangre por nuestras venas para que circulara juntamente con la nuestra, hacernos concorpóreos y consanguíneos suyos.

Este era el sueño de Dios: serán dos en una sola carne. Una unión nupcial y fecundante.


4. LA EUCARISTIA: SACRAMENTO DE LA UNIDAD ECLESIAL

Pero ello no es todo. Si bien la Eucaristía es el sacramente de la unidad personal, también es el sacramento de la unidad de la Iglesia. Es el tema de la oración sobre las ofrendas de la misa de hoy: "Señor, con tu bondad concede a tu Iglesia los dones de la unidad y la paz, sacramentalmente significados en las ofrendas que te presentamos".

Porque si bien es cierto que Cristo se nos da en alimento, no es sólo para unimos personalmente con El, sino para reunirnos a todos en Sí. Se reparte, pero para congregarnos en la unidad Todos nosotros, por naturaleza, estamos divididos en nuestra: propias individualidades, pero al alimentarnos de una sola carne nos fundimos en un solo Cuerpo. "Que sean uno, Padre, come tú y yo somos uno, que sean consumados en la unidad". Ninguna división puede sobrevenir en el interior de Cristo.

Por la Eucaristía comulgamos a la Iglesia. Comulgar a Cristi es, de alguna manera, comulgar también a la Iglesia. Al clamo: la hostia el celebrante nos dice: "El Cuerpo de Cristo", es decir aquí está el cuerpo físico de Cristo, pero también en cierto moda está aquí su cuerpo místico, la Iglesia, todos los miembros de si cuerpo. Y respondemos "Amén" al misterio de Cristo, del Cristo total, no permitiéndonos disociar su cuerpo físico de su cuerpo místico.

Nuestro encuentro con Cristo debe ser, así, el fundamento de nuestra caridad. "Si pues todos participamos del mismo pan —escribe San Juan Crisóstomo— y todos nos hacemos una misma cosa, ¿por qué no manifestamos la misma caridad, y con ello nos convertimos en una misma cosa?".


5. EUCARISTIA Y ESCATOLOGIA

Una cosa con Cristo. Una cosa entre nosotros en Cristo. Pero esta maravilla no es terminal, sino una etapa en nuestro largo viaje a la eternidad. La Eucaristía de la tierra es maná de peregrino, tiene siempre algo de viático. Esperamos una Eucaristía final, un banquete celestial en el cual Dios mismo, nuestro Padre, será quien tienda los manteles. Sabemos que Cristo es desde ya la levadura que va fermentando nuestra existencia y nos va preparando para la alegría eterna de la reunión final. A ello apunta la súplica con que la oración postcom unión cierra la misa de hoy, compuesta toda ella por la mano maestra de Santo Tomás de Aquino: "Señor, te rogamos que podamos saciarnos con el eterno gozo de tu divinidad, prefigurado por la comunión temporal de tu Cuerpo y de tu Sangre". A la espera de este acontecimiento tan feliz, celebramos desde ya su preludio en el misterio. Hasta que caigan las escamas de nuestros ojos de carne y, atravesando el velo de los sacramentos, podemos sentarnos a la mesa del cielo.

En el entretanto, nos acercaremos a comulgar al Señor bajo las especies del sacramento. Cuando se apoye sobre nuestros labios, pidámosle que nos compenetre con El para que no seamos ya dos sino uno, para que mueran nuestros pecados, se debiliten nuestras malas inclinaciones y viva en nosotros su plenitud. Que nos entrañe cada vez más en la unidad de la Iglesia, y que nos prepare para la resurrección final, de modo que todos los aquí presentes volvamos a encontrarnos en el banquete del cielo.
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo B, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1993, p. 168-171)

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Aplicación: San Juan Pablo II - Glorifica al Señor Jerusalén

“Glorifica al Señor Jerusalén” (cf. Sal 147,12). Ésta es la batalla en la que resuena un eco del Salmo del Antiguo Testamento, llamada dirigida a Jerusalén, a Sión, convertida en lugar sagrado para los hijos y las hijas de Israel cuando se establecieron en la tierra de la promesa. En este lugar ellos adoraban al Dios de la Alianza, que les había hecho salir del país de Egipto, de la condición de esclavos (cf. Ex 8,14). En este lugar daban gracias por el don de la Revelación, por el don de la intimidad con Dios, por la Palabra del Dios vivo y por la alianza. Daban también gracias por los dones de la tierra, de los que gozaban año tras año y día tras día.

“Glorifica al Señor, Jerusalén,/ alaba a tu Dios, Sión que... anuncia su palabra a Jacob,/ sus decretos y mandatos a Israel.../ Ha puesto paz en tus fronteras/ te sacia con flor de harina” (Sal 146,12-13.19.14).

La liturgia dirige hoy ésta llamada a la Iglesia; a la Iglesia en todo lugar donde se celebra la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo (Corpus Christi).

La Iglesia hoy da las gracias por la Eucaristía. Da las gracias por el Santísimo Sacramento de la nueva y eterna Alianza igual que los hijos y las hijas de Sión y del Jerusalén han agradecido el don de la Antigua Alianza.

La Iglesia da las gracias por la Eucaristía, el don más grande otorgado por Dios en Cristo, mediante la cruz y la resurrección: mediante el misterio pascual.

La Iglesia da las gracias por el don del Jueves Santo, por el don de la última Cena. Da las gracias por “el pan que partimos”, por “la copa de bendición que bendecimos” (cf. 1 Cor 10,16-17). Realmente este pan es “comunión con el Cuerpo de Cristo” (cf. ib.).

La Iglesia da gracias, pues, por el sacramento que incesantemente, sea en los días de fiesta, sea en otros días, nos da a Cristo, como Él ha querido darse a Sí mismo a los Apóstoles y a todos aquellos que, siguiendo su testimonio, han acogido la Palabra de vida.

La Iglesia da gracias por Cristo convertido en “el pan vivo”. Quien “come de este pan, vivirá para siempre” (cf. Jn 6,51). La Iglesia da gracias por el Alimento y la Bebida de la vida divina, de la vida eterna. En esto está la plenitud de la vida para el hombre: la plenitud de la vida humana en Dios.

“Si no coméis la Carne del Hijo del hombre y no bebéis su Sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi Carne y bebe mi Sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,53-54). Ésta es la peregrinación humana a través de la vida temporal marcada por la necesidad de morir, para alcanzar hasta los últimos destinos del hombre en Dios, el mundo invisible, más real que el visible.

Precisamente por esto, la fiesta anual de la Eucaristía que la Iglesia celebra hoy contiene en su liturgia tantas referencias a la peregrinación del pueblo de la Antigua Alianza en el desierto.

Moisés dice a su pueblo: “No sea que te olvides del Señor tu Dios que te sacó del Egipto, de la esclavitud, que te hizo recorrer aquel desierto... que sacó agua para ti de una roca de pedernal, que te alimentó en el desierto con un maná” (Dt 8,14-16).

“Acuérdate del camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer... para ponerte a prueba y conocer tus intenciones... para enseñarte que no sólo de pan vive el hombre, sino de todo cuanto sale de la boca de Dios” (Dt 8,2-3).

Sus palabras van dirigidas a Israel, al pueblo de la Antigua Alianza. Si, no obstante, la liturgia de la solemnidad de hoy nos las refiere, esto significa que estas palabras se dirigen también a nosotros, al pueblo de la Nueva Alianza, a la Iglesia.

“No olvidéis...” ...Dios está cerca de los que le buscan con sincero corazón. Él sigue a todo hombre que sufre interiormente en el contexto de la indiferencia... Continuad buscando a Dios, aunque no lo hayáis encontrado. Sólo en Él es posible descubrir la respuesta exhaustiva a todos los interrogantes últimos de la existencia: sólo de Él deriva la inspiración profunda que ha animado la cultura de la que vivís.

A quienes ya creen recomiendo: No sofoquéis la esperanza que viene de Cristo; no olvidéis que la vida tiene una prospectiva abierta a la inmortalidad y, precisamente por estar destinada a lo eterno, jamás puede destruirse, por nadie y bajo ninguna razón: la vida que cada uno posee, la del que va a nacer, la del que crece, la del que envejece, la del que está próximo a morir.

En este “no olvides” se contiene algo penetrante.

No olvides. El mundo no es para ninguno de nosotros “una morada eterna”. No se puede vivir en él como si fuese para nosotros “todo”, como si Dios no existiese; como si Él mismo no fuese nuestro fin, como si su reino no fuese el último destino y la vocación definitiva del hombre. No se puede existir sobre esta tierra como si ella no fuese para nosotros sólo un tiempo y un lugar de peregrinación.

“El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él” (Jn 5,56).

No se puede vivir en este mundo sin poner nuestra morada en Cristo.

No se puede vivir sin Eucaristía.

No se puede vivir fuera de la “dimensión” de la Eucaristía. Ésta es la “dimensión” de la vida de Dios injertada en el terreno de nuestra humanidad.

Cristo dice: “Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado, y yo vivo por el Padre, del mismo modo el que me come vivirá por mí” (Jn 6,57). Acojamos esta invitación de Cristo. Vivamos por Él. Fuera de Él no hay vida verdadera. Sólo el Padre “tiene la vida”. Fuera de Dios, todo lo creado pasa, muere. Sólo Él es vida.

Y el Hijo, “que vive por el Padre”, nos trae -pese a la caducidad del mundo, pese a la necesidad de morir- la Vida que está en Él. Nos da esta Vida. La comparte con nosotros.

El Sacramento de este don, de esta vida, es la Eucaristía: “el pan bajado del cielo”. No es como el que nuestros padres han comido en el desierto y han muerto. “Si uno come de este pan vivirá para siempre” (Jn 6,49-51)
(Solemnidad de Corpus Christi, 4 de Junio de 1988)



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Aplicación: SS. Benedicto XVI - "Esto es mi cuerpo. Esta es mi sangre".


Queridos hermanos y hermanas:
Estas palabras, que pronunció Jesús en la última Cena, se repiten cada vez que se renueva el sacrificio eucarístico. Las acabamos de escuchar en el evangelio de san Marcos, y resuenan con singular fuerza evocadora hoy, solemnidad del Corpus Christi. Nos llevan espiritualmente al Cenáculo, nos hacen revivir el clima espiritual de aquella noche cuando, al celebrar la Pascua con los suyos, el Señor anticipó, en el misterio, el sacrificio que se consumaría al día siguiente en la cruz. De este modo, la institución de la Eucaristía se nos presenta como anticipación y aceptación por parte de Jesús de su muerte. Al respecto escribe san Efrén Sirio: Durante la cena Jesús se inmoló a sí mismo; en la cruz fue inmolado por los demás (cf. Himno sobre la crucifixión 3, 1).

"Esta es mi sangre". Aquí es clara la referencia al lenguaje que se empleaba en Israel para los sacrificios. Jesús se presenta a sí mismo como el sacrificio verdadero y definitivo, en el cual se realiza la expiación de los pecados que, en los ritos del Antiguo Testamento, no se había cumplido nunca totalmente. A esta expresión le siguen otras dos muy significativas. Ante todo, Jesucristo dice que su sangre "es derramada por muchos" con una comprensible referencia a los cantos del Siervo de Dios, que se encuentran en el libro de Isaías (cf. Is 53). Al añadir "sangre de la alianza", Jesús manifiesta además que, gracias a su muerte, se cumple la profecía de la nueva alianza fundada en la fidelidad y en el amor infinito del Hijo hecho hombre; una alianza, por tanto, más fuerte que todos los pecados de la humanidad. La antigua alianza había sido sancionada en el Sinaí con un rito de sacrificio de animales, como hemos escuchado en la primera lectura, y el pueblo elegido, librado de la esclavitud de Egipto, había prometido cumplir todos los mandamientos dados por el Señor (cf.Ex 24, 3).

En verdad, desde el comienzo, con la construcción del becerro de oro, Israel fue incapaz de mantenerse fiel a esa promesa y así al pacto sellado, que de hecho transgredió muy a menudo, adaptando a su corazón de piedra la Ley que debería haberle enseñado el camino de la vida. Sin embargo, el Señor no faltó a su promesa y, por medio de los profetas, se preocupó de recordar la dimensión interior de la alianza y anunció que iba a escribir una nueva en el corazón de sus fieles (cf.Jr 31, 33), transformándolos con el don del Espíritu (cf. Ez 36, 25-27). Y fue durante la última Cena cuando estableció con los discípulos esta nueva alianza, confirmándola no con sacrificios de animales, como ocurría en el pasado, sino con su sangre, que se convirtió en "sangre de la nueva alianza". Así pues, la fundó sobre su propia obediencia, más fuerte, como dije, que todos nuestros pecados.

Esto se pone muy bien de manifiesto en la segunda lectura, tomada de la carta a los Hebreos, donde el autor sagrado declara que Jesús es "mediador de una nueva alianza" (Hb 9, 15). Lo es gracias a su sangre o, con mayor exactitud, gracias a su inmolación, que da pleno valor al derramamiento de su sangre. En la cruz Jesús es al mismo tiempo víctima y sacerdote: víctima digna de Dios, porque no tiene mancha, y sumo sacerdote que se ofrece a sí mismo, bajo el impulso del Espíritu Santo, e intercede por toda la humanidad. Así pues, la cruz es misterio de amor y de salvación que —como dice la carta a los Hebreos— nos purifica de las "obras muertas", es decir, de los pecados, y nos santifica esculpiendo la alianza nueva en nuestro corazón; la Eucaristía, renovando el sacrificio de la cruz, nos hace capaces de vivir fielmente la comunión con Dios.

Queridos hermanos y hermanas, os saludo a todos con afecto, comenzando por el cardenal vicario y los demás cardenales y obispos presentes. Como el pueblo elegido, reunido en la asamblea del Sinaí, también nosotros esta tarde queremos renovar nuestra fidelidad al Señor. Hace algunos días, al inaugurar la asamblea diocesana anual, recordé la importancia de permanecer, como Iglesia, a la escucha de la Palabra de Dios en la oración y escrutando las Escrituras, especialmente con la práctica de la lectio divina, es decir, de la lectura meditada y adorante de la Biblia. Sé que se han promovido numerosas iniciativas al respecto en las parroquias, en los seminarios, en las comunidades religiosas, en las cofradías, en las asociaciones y los movimientos apostólicos, que enriquecen a nuestra comunidad diocesana.

A los miembros de estos múltiples organismos eclesiales les dirijo mi saludo fraterno. Vuestra presencia tan numerosa en esta celebración, queridos amigos, muestra que Dios plasma nuestra comunidad, caracterizada por una pluralidad de culturas y de experiencias diversas, como "su" pueblo, como el único Cuerpo de Cristo, gracias a nuestra sincera participación en la doble mesa de la Palabra y de la Eucaristía. Alimentados con Cristo, nosotros, sus discípulos, recibimos la misión de ser "el alma" de nuestra ciudad (cf. Carta a Diogneto, 6: ed. Funk, I, p. 400; ver también Lumen gentium, 38), fermento de renovación, pan "partido" para todos, especialmente para quienes se hallan en situaciones de dificultad, de pobreza y de sufrimiento físico y espiritual. Somos testigos de su amor.

Me dirijo en particular a vosotros, queridos sacerdotes, que Cristo ha elegido para que junto con él viváis vuestra vida como sacrificio de alabanza por la salvación del mundo. Sólo de la unión con Jesús podéis obtener la fecundidad espiritual que genera esperanza en vuestro ministerio pastoral. San León Magno recuerda que "nuestra participación en el cuerpo y la sangre de Cristo sólo tiende a convertirnos en aquello que recibimos" (Sermón 12, De Passione 3, 7: PL 54). Si esto es verdad para cada cristiano, con mayor razón lo es para nosotros, los sacerdotes.

Ser Eucaristía. Que este sea, precisamente, nuestro constante anhelo y compromiso, para que el ofrecimiento del cuerpo y la sangre del Señor que hacemos en el altar vaya acompañado del sacrificio de nuestra existencia. Cada día el Cuerpo y la Sangre del Señor nos comunica el amor libre y puro que nos hace ministros dignos de Cristo y testigos de su alegría. Es lo que los fieles esperan del sacerdote: el ejemplo de una auténtica devoción a la Eucaristía; quieren verlo pasando largos ratos de silencio y adoración ante Jesús, como hacía el santo cura de Ars, al que vamos a recordar de forma particular durante el ya inminente Año sacerdotal.

San Juan María Vianney solía decir a sus parroquianos: "Venid a la Comunión... Es verdad que no sois dignos, pero la necesitáis" (Bernad Nodet, Le curé d'Ars. Sa pensée - Son coeur, ed. Xavier Mappus, París 1995, p. 119). Conscientes de ser indignos a causa de los pecados, pero necesitados de alimentarnos con el amor que el Señor nos ofrece en el sacramento eucarístico, renovemos esta tarde nuestra fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. No hay que dar por descontada nuestra fe. Hoy existe el peligro de una secularización que se infiltra incluso dentro de la Iglesia y que puede traducirse en un culto eucarístico formal y vacío, en celebraciones sin la participación del corazón que se expresa en la veneración y respeto de la liturgia.

Siempre es fuerte la tentación de reducir la oración a momentos superficiales y apresurados, dejándose arrastrar por las actividades y por las preocupaciones terrenales. Cuando, dentro de poco, recemos el Padrenuestro, la oración por excelencia, diremos: "Danos hoy nuestro pan de cada día", pensando naturalmente en el pan de cada día para nosotros y para todos los hombres. Sin embargo, esta petición contiene algo más profundo. El término griego epioúsios, que traducimos como "diario", podría aludir también al pan "súper-sustancial", al pan "del mundo futuro". Algunos Padres de la Iglesia vieron aquí una referencia a la Eucaristía, el pan de la vida eterna, del nuevo mundo, que ya se nos da hoy en la santa misa, para que desde ahora el mundo futuro comience en nosotros. Por tanto, con la Eucaristía el cielo viene a la tierra, el mañana de Dios desciende al presente, y en cierto modo el tiempo es abrazado por la eternidad divina.

Queridos hermanos y hermanas, como cada año, al final de la santa misa se realizará la tradicional procesión eucarística y, con las oraciones y los cantos, elevaremos una imploración común al Señor presente en la Hostia consagrada. Le diremos en nombre de toda la ciudad: "Quédate con nosotros, Jesús; entrégate a nosotros y danos el pan que nos alimenta para la vida eterna. Libra a este mundo del veneno del mal, de la violencia y del odio que contamina las conciencias; purifícalo con el poder de tu amor misericordioso".

Y tú, María, que fuiste mujer "eucarística" durante toda tu vida, ayúdanos a caminar unidos hacia la meta celestial, alimentados por el Cuerpo y la Sangre de Cristo, pan de vida eterna y medicina de la inmortalidad divina. Amén.
(Solemnidad de Corpus Christi, San Juan de Letrán, Jueves 11 de junio de 2009)



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Aplicación: P. Jorge Loring S.I. - Corpus Christi - B


1.-Hoy es la fiesta en honor de la Eucaristía.

2.- Esta fiesta la instituyó el Papa Urbano IV en el siglo XIII con ocasión del milagro de Bolsena.

3.- Fue así: el sacerdote alemán Pedro de Praga peregrinaba a Roma, y se detuvo en la ciudad de Bolsena. Mientras celebraba misa, en la consagración, le entró la tentación de la realidad de la transubstanciación. En aquel momento la HOSTIA CONSAGRADA sangró manchando el corporal.

4.- El sacerdote, confundido, fue a Orvieto, donde estaba el Papa Urbano IV a contarle lo sucedido. El Papa mandó investigar el caso, y ante la certeza del acontecimiento, instituyó la fiesta del CORPUS CHRISTI.

5.- El corporal manchado está hoy en Orvieto.

6.- Un milagro similar ocurrió en Lanciano.

7.- Estando celebrando un sacerdote la Santa Misa, también le entró la tentación de que realmente el pan y el vino se hubieran transustanciado en el Cuerpo y Sangre de Cristo con sus palabras.

8.- En aquel momento sobre su patena apareció un trozo de carne.

9.- Él, atónito, se lo dijo a sus feligreses, que subieron al altar a comprobar lo ocurrido.

10.- En Lanciano se conserva en un relicario este trozo de carne.

11.- Recientemente ha sido examinado por los doctores Linolli y Bertelli y han afirmado que se trata de carne humana, tejido fibroso, con lóbulos adiposos, y grupo sanguíneo AB.

12.- El grupo sanguíneo AB es el mismo de la sangre de la SÁBANA SANTA.



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