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Domingo 3 de Cuaresma C: Comentarios de Sabios y Santos para ayudarnos a preparar la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical

Páginas adicionales para la preparación

 

A su disposición

Exégesis: Alois Stöger - Los acontecimientos invitan a la conversión (Lc 13, 1-9)

Párrafos del Catecismo de la Iglesia Católica sugeridos por el Directorio Homilético: Tercer domingo de Cuaresma (C)

Comentario Teológico: Benedicto XVI - La conversión

Comentario Teológico: P. Leonardo Castellani - Parábolas del fin de la sinagoga (II)

Santos Padres: San Ambrosio - La higuera

Santos Padres: San Agustín - La higuera estéril (Lc 13, 6-13)

Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - Paciencia de Dios y urgencia de la conversión del hombre

Aplicación: Juan Pablo II - La nueva tierra

Aplicación: Benedicto XVI - La Cuaresma: tiempo de conversión

Aplicación: P. Jorge Loring, S.J. - Dios espera de nosotros buenas obras


Ejemplos


 

 

 

La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

comentarios a Las Lecturas del Domingo



Exégesis: Alois Stöger - Los acontecimientos invitan a la conversión (Lc 13, 1-9)


1 En aquel tiempo se presentaron unos para anunciarle lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de los sacrificios que ellos ofrecían. 2 él les respondió: ¿Pensáis que esos galileos, por haber sufrido semejante suerte, eran más pecadores que todos los demás galileos? 3 Nada de eso -os lo digo yo-; pero, si no os convertís, todos pereceréis igualmente.

Mientras hablaba Jesús del significado de la hora presente como de un tiempo de decisión fijado por Dios, se presentaron algunos, probablemente galileos, que le refirieron cómo el procurador romano, Pilato, había mandado degollar a algunos galileos en el atrio del templo mientras ofrecían sacrificios. Acerca de este hecho no tenemos información fuera del relato evangélico. Sin embargo, no parece imposible en la historia de la administración de Pilato. Los galileos propendían a la lucha, sobre todo si estaban afiliados al partido de los celotas, que querían imponer con la fuerza un cambio político. Pilato era duro y cruel. La acción era tanto más horrorosa, por cuanto la sangre de los sacrificantes se había «mezclado» con la sangre de los sacrificios. La cruel ejecución de los galileos tuvo lugar en una fiesta de pascua; en efecto, debido al gran número de víctimas, los hombres mismos inmolaban los corderos, cuya sangre derramaban los sacerdotes sobre el altar. Las gentes estaban horrorizadas al ver derramada sangre humana, profanados los sacrificios, y a los romanos atentando incluso contra lo que estaba consagrado a Dios.

Las gentes refirieron a Jesús lo sucedido, seguramente porque pensaban que también él quedaría impresionado y hasta quizá podría intervenir. Se preguntaban por qué Dios había dejado matar a aquellos galileos mientras sacrificaban y creían que la explicación estaba en que eran pecadores y habían recibido el castigo que merecían sus pecados. Los judíos decían: No hay castigo sin culpa; las grandes catástrofes presuponen graves pecados. Jesús enfoca el acontecimiento referido a la luz de su predicación acerca del sentido del tiempo presente. Aquí no niega la conexión entre pecado y castigo. Lo que no es correcto es concluir de este hecho que aquellos galileos castigados hubieran sido más pecadores que los demás galileos. Todos son pecadores, todos son reos del castigo de Dios. Por eso todos tienen necesidad de convertirse y de hacer penitencia si quieren librarse de la condenación que les amenaza.


4 Y de aquellos dieciocho sobre los cuales cayó la torre de Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que todos los demás habitantes de Jerusalén? 5 Nada de eso -os lo digo yo-; pero, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.

Tampoco de esta desgracia tenemos noticias extraevangélicas. La muralla sur de Jerusalén corría hacia el este hasta la fuente de Siloé. Probablemente había allí un torreón de la muralla. Podemos conjeturar que este torreón se había derrumbado durante las obras de conducción de aguas ejecutadas por Pilato. Todavía se recordaba la catástrofe. En este suceso se trata de una desgracia que no se debió directamente a intervención humana. En tal caso era todavía más obvio pensar que se trataba de un castigo de Dios. Jesús no niega el carácter de castigo del accidente. Sin embargo, lo sucedido es un aviso y un llamamiento a la conversión. Los dieciocho habitantes de Jerusalén que habían sido víctimas de la catástrofe no eran más culpables que los demás habitantes de la ciudad.

Los acontecimientos de la época no son interpretados por Jesús políticamente, sino sólo en sentido religioso. Dado que Jesús está penetrado de la idea de que se ha iniciado el tiempo final, enjuicia el tiempo con normas propias de los tiempos finales. Lo que sucede en el tiempo es evocación del tiempo final, las catástrofes políticas y cósmicas son señales de la catástrofe del tiempo final. El tiempo final exige decisión, conversión, penitencia. Incluso todas las catástrofes que se producen en el tiempo son una llamada a entrar dentro de nosotros mismos, anuncian la necesidad de volverse a Dios. Es endurecimiento de los hombres el no convertirse a pesar de las pruebas. «El resto de la humanidad, los que no fueron exterminados por estas plagas, no se convirtieron de las obras de sus manos, de modo que no dejaron de adorar a los demonios y a los ídolos de oro, de plata, de bronce, de piedra y de madera, que no pueden ver ni oír ni andar. Y no se convirtieron de sus asesinatos, ni de sus maleficios, ni de su fornicación, ni de sus robos» (Rev 9:20 s).

6 Entonces les proponía esta parábola: Un hombre tenía plantada una higuera en su viña; fue a buscar fruto en ella, pero no lo encontró. 7 Dijo, pues, el viñador: Ya hace tres años que estoy viniendo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a estar ocupado inútilmente el terreno? 8 Dícele el viñador: Señor, déjala todavía este año; ya cavaré yo en derredor de ella y le echaré estiércol, 9 a ver si da fruto el año que viene; de lo contrario, entonces la cortarás.

En las viñas de Palestina se suelen plantar también árboles frutales. Su cuidado, al igual que el de las cepas, está confiado al viñador que está al servicio del dueño de la viña. Las viñas eran lugar propicio y preferido para las higueras; por eso se explica que el propietario de la viña espere frutos de la higuera. Sin embargo, tres años había esperado en vano. Hay que arrancar el árbol que absorbe inútilmente los humores de la tierra. Sin embargo, el hortelano quiere hacer todavía una última tentativa bondadosa, a su árbol preferido quiere tratarlo con preferencia. Si esta última prueba resulta inútil, entonces se podrá arrancar ese árbol que no da fruto.

También esta parábola está destinada a interpretar el tiempo de Jesús. Es el último plazo de gracia que el Hijo de Dios recaba de su Padre. La elección de la imagen evoca la acción de Dios en la historia de la salvación. Los profetas habían comparado ya a Israel con una viña. «La viña de Yahveh Sebaot es la casa de Israel, y los hombres de Judá son su plantío escogido» (Isa 5:7). La historia de la salvación ha alcanzado ahora su meta. El tiempo final ha alboreado, el juicio amenaza, se ofrece la última posibilidad de conversión, la acción de Jesús es el último ruego dirigido a Dios para que tenga paciencia, es la última y fatigosa tentativa de salvación. El tiempo de Jesús es la última posibilidad de tomar decisión causada por el amor de Jesús. Su obra es intercesión por Israel y juntamente acción infatigable encaminada a conducir a Israel a la conversión.

Todo lo que tiene lugar en el tiempo de Jesús es iluminado por el hecho salvífico que se ha iniciado con Jesús; todo: los hechos políticos, las catástrofes históricas, la acción de Jesús. El tiempo final ha llegado. Es la oferta hecha por Dios para que se tome decisión, es invitación a la conversión y a la penitencia. Como Juan, también Jesús predica que hay que hacer penitencia, que no hay que dejarlo para más tarde, que hay que dar fruto con el cambio de vida y con las obras. Jesús va más lejos que Juan. Aunque sabe que el juicio se acerca y que va a caer sobre Jerusalén la sentencia de destrucción; sin embargo, interviene en favor de su pueblo, ofrece amor, sacrificio y vida por Israel, a fin de que todavía se salve. Jesús es intercesor en favor de Pedro (22,32) y de Israel (23,34).
(STÖGER, ALOIS, El Evangelio de San Lucas, en El Nuevo Testamento y su mensaje, Herder, Barcelona, 1969)



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Párrafos del Catecismo de la Iglesia Católica sugeridos por el Directorio Homilético: Tercer domingo de Cuaresma (C)

CEC 210, 2575-2577: Dios llama a Moisés, escucha la oración de su pueblo
CEC 1963-1964: la observancia de la Ley prepara a la conversión
CEC 2851: el mal y sus obras obstaculizan la vía de la salvación
CEC 128-130, 1094: la lectura hipológica del Antiguo Testamento revela el Nuevo Testamento
CEC 736, 1108-1109, 1129, 1521, 1724, 1852, 2074, 2516, 2345, 2731: llevar el fruto

"Dios misericordioso y clemente"
210 Tras el pecado de Israel, que se apartó de Dios para adorar al becerro de oro (cf. Ex 32), Dios escucha la intercesión de Moisés y acepta marchar en medio de un pueblo infiel, manifestando así su amor (cf. Ex 33,12-17). A Moisés, que pide ver su gloria, Dios le responde: "Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad (belleza) y pronunciaré delante de ti el nombre de YHWH" (Ex 33,18-19). Y el Señor pasa delante de Moisés, y proclama: "YHWH, YHWH, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad" (Ex 34,5-6). Moisés confiesa entonces que el Señor es un Dios que perdona (cf. Ex 34,9).

2575 También aquí, Dios interviene, el primero. Llama a Moisés desde la zarza ardiendo (cf Ex 3, 1-10). Este acontecimiento quedará como una de las figuras principales de la oración en la tradición espiritual judía y cristiana. En efecto, si "el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob" llama a su servidor Moisés es que él es el Dios vivo que quiere la vida de los hombres. El se revela para salvarlos, pero no lo hace solo ni contra la voluntad de los hombres: llama a Moisés para enviarlo, para asociarlo a su compasión, a su obra de salvación. Hay como una imploración divina en esta misión, y Moisés, después de debatirse, acomodará su voluntad a la de Dios salvador. Pero en este diálogo en el que Dios se confía, Moisés aprende también a orar: se humilla, objeta, y sobre todo pide y, en respuesta a su petición, el Señor le confía su Nombre inefable que se revelará en sus grandes gestas.

2576 Pues bien, "Dios hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo" (Ex 33, 11). La oración de Moisés es típica de la oración contemplativa gracias a la cual el servidor de Dios es fiel a su misión. Moisés "habla" con Dios frecuentemente y durante largo rato, subiendo a la montaña para escucharle e implorarle, bajando hacia el pueblo para transmitirle las palabras de su Dios y guiarlo. "El es de toda confianza en mi casa; boca a boca hablo con él, abiertamente" (Nm 12, 7-8), porque "Moisés era un hombre humilde más que hombre alguno sobre la haz de la tierra" (Nm 12, 3).

2577 De esta intimidad con el Dios fiel, tardo a la cólera y rico en amor (cf Ex 34, 6), Moisés ha sacado la fuerza y la tenacidad de su intercesión. No pide por él, sino por el pueblo que Dios ha adquirido. Moisés intercede ya durante el combate con los amalecitas (cf Ex 17, 8-13) o para obtener la curación de Myriam (cf Nm 12, 13-14). Pero es sobre todo después de la apostasía del pueblo cuando "se mantiene en la brecha" ante Dios (Sal 106, 23) para salvar al pueblo (cf Ex 32, 1-34, 9). Los argumentos de su oración (la intercesión es también un combate misterioso) inspirarán la audacia de los grandes orantes tanto del pueblo judío como de la Iglesia. Dios es amor, por tanto es justo y fiel; no puede contradecirse, debe acordarse de sus acciones maravillosas, su Gloria está en juego, no puede abandonar al pueblo que lleva su Nombre.

1963 Según la tradición cristiana, la Ley santa (cf. Rm 7,12), espiritual (cf Rm 7,14) y buena (cf Rm 7,16) es todavía imperfecta. Como un pedagogo (cf Gal 3,24) muestra lo que es preciso hacer, pero no da de suyo la fuerza, la gracia del Espíritu para cumplirlo. A causa del pecado, que ella no puede quitar, no deja de ser una ley de servidumbre. Según S. Pablo tiene por función principal denunciar y manifestar el pecado, que forma una "ley de concupiscencia" (cf Rm 7) en el corazón del hombre. No obstante, la Ley constituye la primera etapa en el camino del Reino. Prepara y dispone al pueblo elegido y a cada cristiano a la conversión y a la fe en el Dios Salvador. Proporciona una enseñanza que subsiste para siempre, como la Palabra de Dios.

1964 La Ley antigua es una preparación para el Evangelio. "La ley es profecía y pedagogía de las realidades venideras" (S. Ireneo, haer. 4, 15, 1). Profetiza y presagia la obra de liberación del pecado que se realizará con Cristo; suministra al Nuevo Testamento las imágenes los "tipos", los símbolos para expresar la vida según el Espíritu. La Ley se completa mediante la enseñanza de los libros sapienciales y de los profetas, que la orientan hacia la Nueva Alianza y el Reino de los Cielos.
Hubo..., bajo el régimen de la antigua alianza, gentes que poseían la caridad y la gracia del Espíritu Santo y aspiraban ante todo a las promesas espirituales y eternas, en lo cual se adherían a la ley nueva. Y al contrario, existen, en la nueva alianza, hombres carnales, alejados todavía de la perfección de la ley nueva: para incitarlos a las obras virtuosas, el temor del castigo y ciertas promesas temporales han sido necesarias, incluso bajo la nueva alianza. En todo caso, aunque la ley antigua prescribía la caridad, no daba el Espíritu Santo, por el cual "la caridad es difundida en nuestros corazones" (Rm 5,5) (S. Tomás de Aquino, s. th. 1-2, 107,1 ad 2).

2851 En esta petición, el mal no es una abstracción, sino que designa una persona, Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios. El "diablo" ["dia-bolos"] es aquél que "se atraviesa" en el designio de Dios y su obra de salvación cumplida en Cristo.

La unidad del Antiguo y del Nuevo Testamento
128 La Iglesia, ya en los tiempos apostólicos (cf. 1 Cor 10,6.11; Hb 10,1; 1 Pe 3,21), y después constantemente en su tradición, esclareció la unidad del plan divino en los dos Testamentos gracias a la tipología. Esta reconoce en las obras de Dios en la Antigua Alianza prefiguraciones de lo que Dios realizó en la plenitud de los tiempos en la persona de su Hijo encarnado.

129 Los cristianos, por tanto, leen el Antiguo Testamento a la luz de Cristo muerto y resucitado. Esta lectura tipológica manifiesta el contenido inagotable del Antiguo Testamento. Ella no debe hacer olvidar que el Antiguo Testamento conserva su valor propio de revelación que nuestro Señor mismo reafirmó (cf. Mc 12,29-31). Por otra parte, el Nuevo Testamento exige ser leído también a la luz del Antiguo. La catequesis cristiana primitiva recurrirá constantemente a él (cf. 1 Cor 5,6-8; 10,1-11). Según un viejo adagio, el Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo, mientras que el Antiguo se hace manifiesto en el Nuevo: "Novum in Vetere latet et in Novo Vetus patet" (S. Agustín, Hept. 2,73; cf. DV 16).

130 La tipología significa un dinamismo que se orienta al cumplimiento del plan divino cuando "Dios sea todo en todos" (1 Cor 15,28). Así la vocación de los patriarcas y el Exodo de Egipto, por ejemplo, no pierden su valor propio en el plan de Dios por el hecho de que son al mismo tiempo etapas intermedias.

1094 Sobre esta armonía de los dos Testamentos (cf DV 14-16) se articula la catequesis pascual del Señor (cf Lc 24,13-49), y luego la de los Apóstoles y de los Padres de la Iglesia. Esta catequesis pone de manifiesto lo que permanecía oculto bajo la letra del Antiguo Testamento: el misterio de Cristo. Es llamada catequesis "tipológica", porque revela la novedad de Cristo a partir de "figuras" (tipos) que la anunciaban en los hechos, las palabras y los símbolos de la primera Alianza. Por esta relectura en el Espíritu de Verdad a partir de Cristo, las figuras son explicadas (cf 2 Co 3, 14-16). Así, el diluvio y el arca de Noé prefiguraban la salvación por el Bautismo (cf 1 P 3,21), y lo mismo la nube, y el paso del mar Rojo; el agua de la roca era la figura de los dones espirituales de Cristo (cf 1 Co 10,1-6); el maná del desierto prefiguraba la Eucaristía "el verdadero Pan del Cielo" (Jn 6,32).

736 Gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar fruto. El que nos ha injertado en la Vid verdadera hará que demos "el fruto del Espíritu que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza"(Ga 5, 22-23). "El Espíritu es nuestra Vida": cuanto más renunciamos a nosotros mismos (cf. Mt 16, 24-26), más "obramos también según el Espíritu" (Ga 5, 25):
Por la comunión con él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos restablece en el Paraíso, nos lleva al Reino de los cielos y a la adopción filial, nos da la confianza de llamar a Dios Padre y de participar en la gracia de Cristo, de ser llamado hijo de la luz y de tener parte en la gloria eterna (San Basilio, Spir. 15,36).

La comunión del Espíritu Santo
1108 La finalidad de la misión del Espíritu Santo en toda acción litúrgica es poner en comunión con Cristo para formar su Cuerpo. El Espíritu Santo es como la savia de la viña del Padre que da su fruto en los sarmientos (cf Jn 15,1-17; Ga 5,22). En la Liturgia se realiza la cooperación más íntima entre el Espíritu Santo y la Iglesia. El Espíritu de Comunión permanece indefectiblemente en la Iglesia, y por eso la Iglesia es el gran sacramento de la comunión divina que reúne a los hijos de Dios dispersos. El fruto del Espíritu en la Liturgia es inseparablemente comunión con la Trinidad Santa y comunión fraterna (cf 1 Jn 1,3-7).

1109 La Epíclesis es también oración por el pleno efecto de la comunión de la Asamblea con el Misterio de Cristo. "La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo" (2 Co 13,13) deben permanecer siempre con nosotros y dar frutos más allá de la celebración eucarística. La Iglesia, por tanto, pide al Padre que envíe el Espíritu Santo para que haga de la vida de los fieles una ofrenda viva a Dios mediante la transformación espiritual a imagen de Cristo, la preocupación por la unidad de la Iglesia y la participación en su misión por el testimonio y el servicio de la caridad.

1129 La Iglesia afirma que para los creyentes los sacramentos de la Nueva Alianza son necesarios para ala salvación (cf Cc. de Trento: DS 1604). La "gracia sacramental" es la gracia del Espíritu Santo dada por Cristo y propia de cada sacramento. El Espíritu cura y transforma a los que lo reciben conformándolos con el Hijo de Dios. El fruto de la vida sacramental consiste en que el Espíritu de adopción deifica (cf 2 P 1,4) a los fieles uniéndolos vitalmente al Hijo único, el Salvador.

1521 La unión a la Pasión de Cristo. Por la gracia de este sacramento, el enfermo recibe la fuerza y el don de unirse más íntimamente a la Pasión de Cristo: en cierta manera es consagrado para dar fruto por su configuración con la Pasión redentora del Salvador. El sufrimiento, secuela del pecado original, recibe un sentido nuevo, viene a ser participación en la obra salvífica de Jesús.

1724 El Decálogo, el Sermón de la Montaña y la catequesis apostólica nos describen los caminos que conducen al Reino de los Cielos. Por ellos avanzamos paso a paso mediante actos cotidianos, sostenidos por la gracia del Espíritu Santo. Fecundados por la Palabra de Cristo, damos lentamente frutos en la Iglesia para la gloria de Dios (cf La parábola del sembrador: Mt 13,3-23).

III DIVERSIDAD DE PECADOS
1852 La variedad de pecados es grande. La Escritura contiene varias listas. La carta a los Gálatas opone las obras de la carne al fruto del Espíritu: "Las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios" (5,19-21; cf Rm 1,28-32; 1 Co 6,9-10; Ef 5, 3-5; Col 3, 5-8; 1 Tm 1, 9-10; 2 Tm 3, 2-5).

2074 Jesús dice: "Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí como yo en él, ése da mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15,5). El fruto evocado en estas palabras es la santidad de una vida fecundada por la unión con Cristo. Cuando creemos en Jesucristo, participamos en sus misterios y guardamos sus mandamientos, el Salvador mismo ama en nosotros a su Padre y a sus hermanos, nuestro Padre y nuestros hermanos. Su persona viene a ser, por obra del Espíritu, la norma viva e interior de nuestro obrar. "Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 15,12).

2516 En el hombre, por que es un ser compuesto de espíritu y cuerpo, existe cierta tensión, tiene lugar una lucha de tendencias entre el "espíritu" y la "carne". Pero, en realidad, esta lucha pertenece a la herencia del pecado. Es una consecuencia de él, y al mismo tiempo una confirmación. Forma parte de la experiencia cotidiana del combate espiritual:
Para el Apóstol no se trata de discriminar o condenar el cuerpo, que con el alma espiritual constituye la naturaleza del hombre y su subjetividad personal, sino que trata de las obras -mejor dicho, de las disposiciones estables-, virtudes y vicios, moralmente buenas o malas, que son fruto de sumisión (en el primer caso) o bien de resistencia (en el segundo caso) a la acción salvífica del Espíritu Santo. Por ello el apóstol escribe: "si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu" (Gál 5,25) (Juan Pablo II, DeV 55).

2345 La castidad es una virtud moral. Es también un don de Dios, una gracia, un fruto de la obra espiritual (cf Gál 5,22). El Espíritu Santo concede, al que ha sido regenerado por el agua del bautismo, imitar la pureza de Cristo (cf 1 Jn 3,3).

2731 Otra dificultad, especialmente para los que quieren sinceramente orar, es la sequedad. Forma parte de la contemplación en la que el corazón está seco, sin gusto por los pensamientos, recuerdos y sentimientos, incluso espirituales. Es el momento en que la fe es más pura, la fe que se mantiene firme junto a Jesús en su agonía y en el sepulcro. "El grano de trigo, si muere, da mucho fruto" (Jn 12, 24). Si la sequedad se debe a falta de raíz, porque la Palabra ha caído sobre roca, no hay éxito en el combate sin una mayor conversión (cf Lc 8, 6. 13).

 

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Comentario Teológico: Benedicto XVI - La conversión


La primera exhortación es a la conversión, una palabra que hay que considerar en su extraordinaria seriedad, dándonos cuenta de la sorprendente novedad que implica. En efecto, la llamada a la conversión revela y denuncia la fácil superficialidad que con frecuencia caracteriza nuestra vida. Convertirse significa cambiar de dirección en el camino de la vida: pero no con un pequeño ajuste, sino con un verdadero cambio de sentido. Conversión es ir contracorriente, donde la "corriente" es el estilo de vida superficial, incoherente e ilusorio que a menudo nos arrastra, nos domina y nos hace esclavos del mal, o en cualquier caso prisioneros de la mediocridad moral. Con la conversión, en cambio, aspiramos a la medida alta de la vida cristiana, nos adherimos al Evangelio vivo y personal, que es Jesucristo. La meta final y el sentido profundo de la conversión es su persona, él es la senda por la que todos están llamados a caminar en la vida, dejándose iluminar por su luz y sostener por su fuerza que mueve nuestros pasos. De este modo la conversión manifiesta su rostro más espléndido y fascinante: no es una simple decisión moral, que rectifica nuestra conducta de vida, sino una elección de fe, que nos implica totalmente en la comunión íntima con la persona viva y concreta de Jesús. Convertirse y creer en el Evangelio no son dos cosas distintas o de alguna manera sólo conectadas entre sí, sino que expresan la misma realidad.

La conversión es el "sí" total de quien entrega su existencia al Evangelio, respondiendo libremente a Cristo, que antes se ha ofrecido al hombre como camino, verdad y vida, como el único que lo libera y lo salva. Este es precisamente el sentido de las primeras palabras con las que, según el evangelista san Marcos, Jesús inicia la predicación del "Evangelio de Dios": "El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio" (Mc 1, 15).

El "convertíos y creed en el Evangelio" no está sólo al inicio de la vida cristiana, sino que acompaña todos sus pasos, sigue renovándose y se difunde ramificándose en todas sus expresiones. Cada día es momento favorable y de gracia, porque cada día nos impulsa a entregarnos a Jesús, a confiar en él, a permanecer en él, a compartir su estilo de vida, a aprender de él el amor verdadero, a seguirlo en el cumplimiento diario de la voluntad del Padre, la única gran ley de vida. Cada día, incluso cuando no faltan las dificultades y las fatigas, los cansancios y las caídas, incluso cuando tenemos la tentación de abandonar el camino del seguimiento de Cristo y de encerrarnos en nosotros mismos, en nuestro egoísmo, sin darnos cuenta de la necesidad que tenemos de abrirnos al amor de Dios en Cristo, para vivir la misma lógica de justicia y de amor.

En el reciente Mensaje para la Cuaresma he querido recordar que "hace falta humildad para aceptar tener necesidad de Otro que me libere de lo "mío", para darme gratuitamente lo "suyo". Esto sucede especialmente en los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía. Gracias al amor de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia "mayor", que es la del amor (cf. Rm 13, 8-10), la justicia de quien en cualquier caso se siente siempre más deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que se pueda esperar".

(BENEDICTO XVI, Audiencia General del día miércoles 17 de febrero de 2010)



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Comentario Teológico: P. Leonardo Castellani - Parábolas del fin de la sinagoga (II)

"Uno tenía una higuera en su viña y viniendo a buscar fruto no encontró. Dijo al hortelano: Hace tres años que requiero fruta en este árbol y no hay. Háchalo; ¿para qué está ocupando tierra?" (Le. XIII, 6).

Cristo comenzó a improbar y reprobar a su pueblo en el segundo año (tres años más o menos duró la predicación de Cristo), mansa y humorosamente a todo el pueblo ("esta generación") y atrozmente a las tres Ciudades Maldecidas, Corozaín, Bethsaida y Cafarnao; como hemos visto. Esta reprobación siguió adelante, aumentando en fuerza y en franqueza hasta la misma víspera de la Pasión; haciéndose entonces clara y definitiva.

Se generalizó en la maldición a Jerusalén; que aunque fue una profecía, fue también una maldición "material", primero y segundo grado, según santo Tomás. Se acerbó en la tremenda invectiva contra los fariseos, en esos ocho "Ay de vosotros Escribas y Fariseos hipócritas..." de Mateo XXIII, 13.

Se concretó en las dos parábolas del Convite, en que Cristo alude al retiro del Reino de los que ahora lo poseían para darlo a otros y aún más, dibujó detrás una sangrienta tragedia e incendio para los "sublevados"; doblada por la parábola de la Viña Robada, en que Cristo descubrió claramente lo que le iban a hacer a él ("éste es el Hijo y Heredero, matémoslo y la viña será nuestra") y lo que les iba a pasar después a ellos. Y finalmente, se volvió del todo directa y explícita en la parábola de la Higuera Estéril, que hemos citado, reforzada por una parábola en acción (el más raro de los milagros de Cristo, o el único raro) la Maldición de la Higuera el Lunes Santo; la cual se halla muerta el Martes Santo.

Entonces es cuando los Capitostes deciden: "No se puede tardar más. Hay que eliminarlo con escándalo o sin escándalo, con Pelatos o sin Pelatos; aunque sería con Pelatos. El pueblo podría lapidarnos. Hay que hacer que lo ejecute Pelatos".


Esto lo determinaron después de la Parábola de la Viña Robada (Le. XX, 9), que traen los tres sinópticos. Cristo encarnó en la parábola todo el proceso de la economía divina respecto a Israel incluso la Encarnación y la Pasión: "Han matado a mis Siervos (los Profetas) les vaya mandar a mi Hijo Bienquerido, respetarán al menos a mi Hijo". El evangelista dice que comprendieron perfectamente la parábola, decidieron precisamente darle muerte. No lo respetaron ni al Hijo.

Con razón los evangelistas marcan insistentes este punto de la reprobación paciente y progresiva, pero formal del pueblo de Israel por parte de Cristo: es un punto importantísimo. Vamos a considerarlo.

Como está dicho, Dios había hecho a los israelitas promesas grandiosas que aparentemente no cumplió. Aunque ellas están en los profetas mescoladas y no coordinadas, oscuras o enigmáticas a veces, el conjunto es claro. Basta recorrer superficialmente los libros proféticos para ver que desde Abraham hasta Malaquías, "el Enviado", la imagen de un Rey invencible y un Reino grandioso se levanta cada vez más clara. En Él sería bendita la descendencia de Abraham, era el Esperado de las Naciones, salvaría a su pueblo, y la Ciudad de Dios se iría a la cumbre de los montes.

La salvación saldría para todo el mundo de Jerusalén, a ella confluirían los pueblos, y ella daría la Ley: los Israelitas serían vengados de sus cautiverios, de sus tributos y de sus rudos reveses. Aunque muchas veces las profecías emplean imágenes bélicas de batallas, vencimientos y victorias, el Reino del Mesías es pintado como un Reino de paz, un estado de prosperidad, concordia y amistad, un reinado dentro de la Ley; de tan fabulosa grandeza que no se puede concebir mayor; como una Universal Edad de Oro, o el Paraíso Perdido recuperado al fin para todo el mundo.

Esto era la razón misma de la vida de Israel, y de su Religión. Los hebreos custodiaban esos libros poéticos y extáticos como su misma razón de ser, su orgullo y su esperanza. Ellos secaban sus lágrimas, ablandaban el pan del destierro y curaban sus tremendas heridas nacionales. Y cuando Cristo predicaba, si Daniel no mintió, estaba llegado o por llegar "el tiempo", "el día del Señor", "la plenitud de los tiempos'': todos en ese tiempo lo decían.

Esta profecía que se concreta, se hincha y se engrandece al rodar de los siglos duró hasta Malaquías, el último profeta, que no tiene más que 53 "gestos proposicionales" o dobles versículos, pero que en cierto modo resume a todos. Es mesiánica y al final parusíaca, como es general en los Profetas: está predicho en ella el sacrificio de la Misa, la venida del Bautista y la próxima llegada del Mesías, "el Dominador que vosotros buscáis y el Ángel (o el Enviado) del Testamento que vosotros queréis". Pero también están conminados de convertirse, sobre todo los sacerdotes, so amenaza de "ruptura del Pacto". En esta profecía (como en todas) está la clave para entender lo que pasó.

¿Qué pasó? Después de venido Cristo los judíos tronaron, hablando en plata. Cuando llegó el tiempo en que su enjuto y estricto territorio debía abrirse y ellos repartirse por el mundo como victoriosos vencedores, salieron efectivamente por todo el mundo, pero como vencidos y cautivos. La ciudad capital con su Templo (en el cual debía entrar, según Malaquías, el Dominador, o sea el Mesías) fue vandalizada e incendiada, su ejército exterminado, su población diezmada por el hambre, fuego y cuchillo, su territorio devastado; y el antiquísimo reino de David terminó en una tribulación que, aun en la sobria narración de Josefo, realmente parece que no ha tenido igual "desde el Diluvio acá"; y sobrevino la asombrosa dispersión, la "Diáspora".

Un pueblo fundado y asentado por el monoteísmo, unido por el monoteísmo y que mantuvo el monoteísmo desde el principio durante 2.000 años, hasta su disolución como pueblo; y que lo ha mantenido desde entonces hasta aquí, en su estado de dispersión y destierro, otros 2.000 años; un pueblo que suministró sus apóstoles y confesores, incluso hasta el tormento y la muerte, a la creencia verdadera en un solo Dios; que sobre el monoteísmo modeló su legislación y su gobierno, su filosofía, su política y su literatura; de cuya verdad su poesía es la voz, fluyendo en composiciones religiosas que la Cristiandad en todas sus regiones y edades no ha podido superar y ha adoptado por suyas; un pueblo que produce profeta tras profeta que sobre esa verdad primigenia extienden sus revelaciones, con una firme referencia a un tiempo señalado en que esa revelación deberá obtener su compleción y cumplimiento; hasta que al fin el tiempo llega y la catástrofe. ¿No es una historia extraordinaria? ¿Hay una historia en toda la Historia más romántica, sorprendente y espantable que la historia de Israel?

Oprimido y como prisionero del orden cristiano del cual se mantiene constantemente al margen, y sin poder ser digerido y asimilado durante 20 siglos, el judío se desquitó de su impotencia política adhiriéndose al Reino del Dinero y su secreto y menguado poder; se diría que cambiaron su Mesías por la Moneda -por treinta monedas o por treinta mil millones: ¡las Finanzas! Yo no digo que todos los financistas sean judíos, como tampoco que todos los judíos son financistas; la mayoría son pobres, y muchos (créase o no) son caritativos; pero es cierto que esa "ciencia" tan boyante hoy, y que consiste en definitiva en vender dinero (vender como si fuese un bien una cosa que es un signo) fue invención suya, pues en definitiva no es sino la maña y el dolo del prestamista: de los prestamistas que vendían dinero en el atrio del Templo (y los Sacerdotes percibían un grueso porciento) cuyas mesas de cambio Cristo volteó dos veces con furor. Por supuesto que los "cristianos" que aprendieron la "ciencia" e incluso la aventajaron, son aún peores, pues no tienen la excusa del judío de no tener otra cosa en qué ejercitar su deseo de poder, su nerviosa irrequietividad y su viva inteligencia. Los "antisemitas" que hoy día odian ciegamente al judío, por despecho, envidia o superstición, son en realidad cristianos judaizados. No israelitas, no ciertamente; ni tampoco católicos.

En Malaquías está, como he dicho, la clave del misterio. Hablando en nombre de Dios o mejor dicho hablando como Dios, el Profeta reprende y amenaza la corrupción religiosa, que fue en ese tiempo (445 a. C.), detenida pero no cortada por la enérgica reforma del reyezuelo Nehemías; y amenaza con la "ruptura del pacto de Leví" y con hacerse un nuevo y más digno sacerdocio, a los malos Sacerdotes; a los cuales acusa de grosería y dolo en el culto, de avaricia, y de falta de fe; de que andan refunfuñando: "¿De qué nos ha valido servir a Dios tanto tiempo? Hemos andado tristes de balde": la "acidia" o pereza espiritual, ese pecado capital que es el tropiezo temible del religioso. Esos son los tres vicios que configuran ya entonces el futuro "fariseísmo",

No sabemos cómo se formó, porque faltan documentos escritos, en esos cuatro siglos entre Malaquías y Cristo, esa falsificación del ideal hebreo, ese ideal fraudulento de un Mesías napoleónico que debía imponer en el mundo el Reino de los Judíos por las armas y la violencia. Pero allí está él, vigente con enorme fuerza, en el tiempo de Cristo: la corrupción denunciada por Malaquías se había consumado.

Un judío actual podría decir a Dios: "No has cumplido tus promesas a Israel" y Dios responder -y Él me perdone que yo asuma su boca:
-Mis promesas eran condicionadas, y ustedes quebraron el Pacto.
-Puede ser -sería la instancia-, pero ¿es digno de Dios que sus planes, proyectos y promesas sean arruinados por el mísero albedrío del hombre? ¿Es pues el hombre fuerte contra Dios?
-Mis planes no se quiebran nunca y mis promesas son sin arrepentimiento -dice Dios-. Espera un momento (un momento para Mí). La historia del mundo, y de Israel con él, no ha acabado su curso.

En efecto, al final de Malaquías surge una promesa que no es ya condicionada sino absoluta: es la promesa del triunfo definitivo de Israel en la Parusía: el capítulo IV que no puede copiar. Vendrá un día magno e inflamado que barrerá la impiedad; alumbrará a Israel de nuevo el Sol de Justicia; y su conversión a Dios no está ya solicitada sino simplemente profetizada:

"He aquí que Yo os mandaré a Elías Profeta
Antes que venga el día de Dios magno y terrible
Y convertirá el corazón de los padres a sus hijos

(a saber, el corazón de los judíos hacia los cristianos)
Y el corazón de los hijos hacia sus padres
(es decir, el corazón de los cristianos hacia los judíos)
No sea que Yo venga en mi ira
Y hiera de maldición toda la tierra.

Toda esta historia encierra una lección gravísima para el cristiano. El cristianismo tiene las promesas infalibles de Cristo; y en esas promesas se ensoberbecen o se adormecen, falseándolas, algunos; más la Sinagoga también tenía esas promesas; ¿qué le pasó? Algunos con el "he aquí que estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos; las puertas del Infierno no prevalecerán; y yo he rogado a Dios, oh Pedro, para que no falle tu fe"... se extienden a sí mismos y a sus paniaguados diplomas de intocables; porque la Iglesia es santa, ellos deben ser respetados como santos, hagan lo que hagan; porque las puertas del infierno no prevalecerán, ellos se inventan futuros triunfos temporales y aun mundanales de la Iglesia; y porque el Papa es infalible cuando (una vez por siglo) habla ex-cátedra, surgen una multitud de Papitas que son infalibles y que cada y cuando hablan, hablan ex cátedra. Es un grave abuso, abuso de hacer temblar: es el mismo abuso de la palabra de Dios, de los fariseos.

Contra este abuso está escrito: "Cuando Yo vuelva, ¿creéis que encontraré la fe en la tierra?". La fe estará tan reducida y oculta como para no encontrarla. ¿Por culpa de quién? Mucho me temo que por culpa del engreimiento cristiano, contra el cual nos previene formalmente san Pablo: "si la oliva vera por su soberbia fue cortada; también puede ser cortado el acebuche injerto, que ni siquiera es la Oliva primitiva".

Cristo declaró solemnemente la ruptura del Pacto divino con la Sinagoga; todas las amenazas divinas contenidas en los profetas cayeron sobre Israel; y su conversión y triunfo fueron aplazados para el fin del mundo. Si ello ocurrirá antes, junto o después de la Parusía, yo no lo sé; pero no puedo creer que no ocurrirá NUNCA. El Jardinero pidió al Viñatero un tiempo para mullir y abonar de nuevo la Higuera estéril; y el Señor no respondió nada.

Un poeta español ha puesto esta parábola en un hermoso soneto que no tengo a mano, ni mis amigos tampoco; por lo cual trataré de reconstruirlo, es decir, de rehacerlo:

Dijo el Señor con ira: "Y esta higuera
Es tiempo de higos y no lleva fruto.
Desde años ha no rinde su tributo
Ponle ya l 'hacha en la raíz, ¡y afuera!

Dijo mi Ángel: "Señor, por tan siquiera
El cuidado pasado irresoluto
Deja que cave más este árbol bruto
Y ponga abono a ver. Te ruego, espera".

Calló el Señor y un estremecimiento
Por las higueras y las viñas ricas
Cubrió al árbol estéril un momento
Y el Jardinero apercibió sus picas
Y se hizo un aire de silencio atento
Y yo escuché el fatídico memento:
"Alma, ay de ti si hoy más no fructificas".
(Castellani, Las parábolas de Cristo, Jauja Mendoza 1994, 252-58)


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Santos Padres: San Ambrosio - La higuiera

160. Un hombre tenía plantada en su viña una higuera. ¿Qué querrá significar el Señor al usar con tanta frecuencia en su Evangelio la parábola de la higuera? En otro lugar ya has visto cómo al mandato del Señor se secó todo el verdor de este árbol (Mt 21,19). De aquí has de concluir que el Creador de todas las cosas puede mandar que las distintas especies de árboles se sequen o tomen verdor en un instante.

En otro pasaje, Él recuerda que la llegada del estío suele conocerse porque surgen en el árbol retoños nuevos y brotan las hojas (Mt 24,32). En estos dos textos se halla figurada la vanagloria que perseguía el pueblo judío y que desapareció, como una flor, cuando vino el Señor, porque permanecía infructuosa en obras, y lo mismo que, con la venida del estío, se recolectan los frutos maduros de la tierra toda, así también, en el día del juicio, se podrá contemplar la plenitud de la Iglesia, en la que creerán aun los mismos judíos.

161. Tratemos de encontrar también aquí el misterio de un sentido más profundo. La higuera está en la viña; y esta viña era del Señor de los ejércitos, a la que entregó después a las naciones como un botín (Is 5,7). Y así, el que hizo devastar la viña fue el mismo también que mandó que la higuera se secara. La comparación de este árbol es muy aplicable a la Sinagoga, porque igual que este árbol, con la exuberancia de abundantes hojas, hizo perder toda esperanza a ese su dueño, que aguardaba, en vano, la cosecha ansiada, así también en la Sinagoga, mientras los doctores, infecundos en obras, se enorgullecían por sus palabras, semejando una floración exuberante, se extendió la sombra de una ley vana, con lo cual, la esperanza y la expectación de una recolección quimérica destruyó los anhelos del pueblo creyente.

162. Pero, en la naturaleza de este árbol, existen más detalles por los que puedes comprender, con más exactitud, que esta comparación es un retrato fiel de la Sinagoga. Porque, si miras con atención, encontrarás que las leyes de este árbol difieren de las de los otros. En verdad, los otros árboles dan flores antes que frutos, y esta floración nos sirve de anuncio de los frutos futuros; sólo la higuera produce frutos desde el principio en lugar de flores. En los otros, los frutos nacen cuando desaparece la flor; en la higuera, unos frutos suceden a otros.

 Por eso los primeros frutos parecen hacer el oficio de flores; y, por tener un nacimiento precoz, desconocen el modo de actuar de la naturaleza y, por tanto, se hallan incapacitados de observar esa organización perfecta. Y porque se acostumbró a sacar de entre su corteza los brotes, al ser los frutos de este árbol muy pequeños, vienen como a pudrirse. De estos frutos leemos lo siguiente en el Cantar de los Cantares: La higuera ha echado sus brotes (2,13). Así, mientras los demás árboles se ponen blancos al llegar la primavera, sólo la higuera no conoce esa blancura de flores, quizás porque no se espera que maduren sus frutos. En efecto, cuando los otros vienen, éstos son expulsados como algo degenerado, y, dada la debilidad de su tallo, son arrojados fuera, dejando su lugar a otros, para quienes será más útil la savia.

Sin embargo, quedan algunos, muy raros, que no caen, los cuales tuvieron un brote tan afortunado que crecieron con un tallo muy corto en medio de dos ramas, por lo cual, debido a esa guarda y protección doble, como si la madre naturaleza les guardara en su seno, se nutren del alimento de una savia más abundante. Estos, mimados por el ambiente y la caridad del aire y habiendo tenido más tiempo de perfeccionamiento, una vez despojada su constitución salvaje del jugo vital primitivo, logran un desarrollo mucho más perfecto que los otros, debido a su belleza y a su madurez.

163. Examina ahora las costumbres y disposiciones de los judíos, los cuales son como los primeros frutos de la mala fertilidad de la Sinagoga, que cayeron, como cayeron en esta figura los brotes de la higuera, para dar lugar a los frutos de nuestra raza que permanecerán para siempre. Porque el primer pueblo de la Sinagoga, como radicalmente enfermo en su actuar malvado, no ha podido absorber la savia de la sabiduría natural, y por ello cayó como un fruto inútil, con objeto de que de las mismas ramas del árbol, fecundado por la savia de la religión, naciese el nuevo pueblo de la Iglesia.

 Por tanto, aquel que era, ha dejado de ser, para que el que no era, comenzase a ser. Y por eso, las personas mejores de Israel, a los que se había dado surgir de un ramo más vigoroso, bajo la sombra de la Ley de la cruz y en su seno, se han alimentado de una doble savia, y, del mismo modo que maduraron los primeros frutos, ellos llevarán en sí mismos esos magníficos frutos a todos; a ellos es a quienes va dirigida esta expresión : Os sentaréis sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel (Mt 19,28).

164. Y esto no es algo distinto de lo que aconteció a Adán y a Eva, primeros padres nuestros tanto en cuanto a la raza como en lo referente a la caída, los cuales se vistieron con las hojas de este árbol y merecieron ser arrojados del paraíso cuando, dándose cuenta de su transgresión, huyeron de la presencia del Señor, que paseaba con ellos, queriéndonos indicar con eso que, al fin del mundo, cuando llegue el Señor de la salvación, que también a ellos vino a llamar, los judíos se darán cuenta que las tentaciones del demonio fueron quienes les despojaron de las virtudes y, arrepentidos de la desnudez vergonzosa de su conciencia y viéndose apartados de la religión, sentirán una profunda vergüenza de su prevaricación y se apartarán del Señor, tratando de cubrir la ignominia de su conducta con una abundancia de palabras, que semejarán un velo tejido con hojas.

165. Por eso, todos aquellos que recogieron de la higuera hojas y no frutos, serán excluidos del reino de Dios; pues tenían un alma viviente. Y, por el contrario, vino el segundo Adán, que buscaba, no las hojas, sino los frutos, porque tenía un espíritu vivificante (1 Cor 15,45). A la verdad, el fruto de la virtud se obtiene mediante el espíritu, así como, por medio de él, es como dignamente es adorado el Señor. En realidad, el Señor buscaba, no porque no supiera que la higuera no tenía fruto, sino para enseñarnos, con este ejemplo, que la Sinagoga, ya a esta altura, debía tener fruto.

También con lo siguiente nos quiere enseñar que Él, que estuvo entre ellos durante tres años, no había venido antes del tiempo señalado; y si no, lee lo que sigue: Hace ya tres años que vengo en busca del fruto de esta higuera y no lo hallo; córtala, pues ¿para qué va a ocupar la tierra en balde?

166.El vino a Abrahán, a Moisés, vino a María, es decir, apareció como una señal (cf. Rom 4,11), apareció en la Ley y apareció con su cuerpo. Su venida la reconocemos por sus beneficios: unas veces nos purifica, otras satisface por nosotros y otras, finalmente, nos santifica y nos justifica. La circuncisión ha purificado, la Ley ha santificado, la gracia ha justificado. Él es todo en todos y hace una unidad de la multiplicidad.

 En verdad, nadie sin el temor de Dios se ha podido justificar. Y na-die merece la Ley si no está purificado de sus culpas, como nadie que desconozca la Ley poseerá la gracia. Y por esa razón el pueblo judío no pudo purificarse, puesto que su circuncisión no había sido espiritual, sino algo exclusivamente corporal, ni pudo santificarse porque ignoró la virtud de la Ley, ya que seguía los deseos carnales más que los espirituales —y, sin embargo, la Ley es espiritual (Rom 7,14) —, ni pudo justificarse, porque no hacía penitencia de sus pecados y, por consiguiente, no conocía la gracia.

Por no haberse encontrado ningún fruto en la Sinagoga, se llevó a cabo la orden de que pereciera. Pero el buen jardinero, Aquel, sin duda, en el que descansa la Iglesia, presagiando que había sido enviado otro a los gentiles, ya que Él lo había sido a los circuncisos, intervino con afecto para que ese pueblo judío no fuera proscrito, con el fin de que también él, por medio de la llamada, pudiese ser salvado por la Iglesia, y por eso dijo: Déjala aún por este año que la cabe y la abone.

168. ¡Qué pronto conoció que la causa de la esterilidad de los judíos era su dureza de corazón y su soberbia! En verdad, Él sabe tratar los vicios tan bien como descubrirlos. El promete trabajar para ablandar la dureza del corazón con una lluvia incesante de apóstoles, para que "la palabra de dos filos" (Hebr 4, 12) devuelva la vida al alma durante tanto tiempo abandonada y, ablandado su corazón, reanime su sentido haciéndolo atento al soplo del Espíritu, con el fin de que una abundancia excesiva no se convierta en un obstáculo ni esconda la raíz de la sabiduría.

Pero, además, dice que le va a echar una carga de abono. Es cierto que la fuerza del abono es grande, y lo es hasta tal punto, que gracias a él la misma infecundidad se vuelve fecunda, la aridez reverdece y la esterilidad fructifica. Sobre él se sentó Job cuando estaba tentado, y no pudo ser vencido; y Pablo considera que todo es estiércol en comparación con ganar a Cristo (cf. Phil 3,8). Y cuando Job comenzó a perderlo todo y se hubo sentado sobre el estiércol, ya nada tuvo el diablo que poder quitarle. No hay duda de que la tierra que se cava resulta fecunda, y el estiércol que se entierra contribuye a la fecundidad. Como es cierto también que el Señor levanta del polvo al pobre y alza del estiércol al desvalido (Ps 112,7).

169. Y así, por medio de una conducta propia de una inteligencia espiritual, y mientras dominan en nosotros sentimientos de humildad, el buen jardinero piensa que los mismos judíos podrán dar frutos si entran dentro del Evangelio de Cristo. Él se acordaba que el Señor había dicho por medio del profeta Ageo que el veinticuatro del noveno mes, a partir desde el día en que fue cimentado el templo del Señor omnipotente, ni la vid, ni la granada ni el olivo han florecido aún, pero a partir de este día yo los bendeciré (Ag 2, 19ss).

Con lo cual se nos quiere enseñar que, al llegar el fin del año que transcurre, es decir, en el ocaso de este mundo, ya envejecido, será fundado el templo de Dios, que es la Iglesia, gracias a la cual y por medio de la santificación del bautismo, tanto el pueblo judío como el de los gentiles podrán producir el fruto de sus méritos.

170. Por lo cual, a través de la naturaleza de este árbol, se nos representa el carácter de la Sinagoga, fructuosa gracias a un segundo impulso —ya que nosotros somos de la raza de los patriarcas—, y, efectivamente, con toda razón, son comparados los judíos a los frutos caducos, puesto que, al tener un corazón necio y una cabeza dura, no pueden llegar a un estado duradero. Los que mueran y, por así decir, se oculten a este mundo, con el fin de que renazca en ellos el hombre interior por medio del agua del bautismo, éstos sí darán fruto. Pero la perfidia de los hombres de dura cerviz ha convertido a la Sinagoga en algo inútil, y por eso, al ser estéril, se da la orden de que se la corte.

171. Lo que se ha dicho de los judíos es algo que, creo, debemos tener todos nosotros muy presente, no sea que ocupemos un lugar fecundo de la Iglesia desprovistos de méritos, precisamente nosotros que, por estar benditos, como la granada (Ag 2,12ss), debemos dar frutos internos, frutos de pudor, de unión, de mutua caridad y de amor, encerrados en el único seno de la Iglesia, nuestra madre, para que no nos dañe el viento, no nos abata el granizo, ni nos agoste el ardor de la avaricia, ni seamos atacados por la humedad y la lluvia.

172. Algunos, sin embargo, creen que el ejemplo de la higuera no es una figura de la Sinagoga, sino de la maldad y perversidad. Con todo, éstos piensan así porque confunden el género con la especie, y se dicen que hay que temer lo que el Señor dijo a la higuera: ¡Que nunca jamás nazca de ti fruto!; a pesar de todo, sabemos que muchos judíos creyeron, como también muchos otros lo van a hacer. Pero todo aquel que crea ya no será un fruto de la Sinagoga, sino de la Iglesia, pues el que renace de la Iglesia ya no nace de la Sinagoga.

 Y del mismo modo que han salido de nosotros, pero que no eran de los nuestros, pues, si fueran de los nuestros, hubieran permanecido con nosotros (1 Jn 2,19), así también nosotros sostenemos que algunos judíos no hay duda que creen, puesto que, si fueran de la Sinagoga, se hubieran quedado en ella; pero si han salido de la Sinagoga, justo es creer que no eran de ella. Además, haciendo otra interpretación, la malicia es el obstáculo que interviene, tratando de impedir que se produzca fruto alguno, y por eso, cuando venga el Señor, destruirá todo germen de maldad.
(SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.7, 167-171, BAC Madrid 1966, pág. 427-34)

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Santos Padres: San Agustín - La higuera estéril (Lc 13, 6-13)

La higuera es el género humano. Los tres años son los tres tiempos: uno antes de la ley, otro durante la ley y el tercero bajo la gracia. No es desacertado entender simbolizado en la higuera al género humano, pues el primer hombre, al pecar, cubrió sus vergüenzas con hojas de higuera, ocultando de esta manera los miembros de donde nacimos. Los miembros que antes del pecado eran motivo de gloria, después de él se convirtieron en ocasión de vergüenza. En efecto, estaban desnudos y no se avergonzaban, pues no tenían de qué antes de haber cometido el pecado. No podían avergonzarse tampoco de las obras de su creador, porque ningún mal procedente de sus obras había contaminado aún las obras buenas del Creador. De ahí nació, por tanto, el género humano: el hombre del hombre, el culpable del deudor, el mortal del mortal y el pecador del pecador. Este árbol simboliza a aquellos que se negaron siempre a dar fruto. La segur amenazaba las raíces de tal árbol. Intercede el colono, se aplaza el castigo, ofreciendo en cambio una ayuda. El colono que intercede es todo santo que dentro de la Iglesia ruega por cuantos están fuera de ella. ¿Y qué significa: Señor, perdónale también por este año? Es decir, en este tiempo de gracia perdona a los pecadores, perdona a los infieles, perdona a los estériles, perdona a los infructuosos. Cavaré alrededor, le echaré un cesto de abono; y si diere fruto, bien; si no, vendrás y lo cortarás. Vendrás, pero ¿cuándo? En el juicio. Vendrás, pero ¿cuándo? Entonces vendrá a juzgar a vivos y a muertos. En el entretiempo se concede el perdón. ¿Qué significado tiene cavar un hoyo alrededor, sino enseñar la humildad y la penitencia? El hoyo es tierra de abajo. El cesto de abono has de entenderlo en buen sentido. Es estiércol, pero produce fruto. El estiércol del agricultor es el dolor del pecador. Los que hacen penitencia, sí lo entienden bien y la hacen de verdad, la hacen en el estiércol. Así, pues, a este árbol se le dice: Haced penitencia; llegó el reino de los cielos.

¿Qué simboliza la mujer que llevaba dieciocho años enferma? Haced memoria. Dios completó su obra en seis días. Tres veces seis hacen dieciocho. Lo simbolizado en los tres años del árbol, está simbolizado en los dieciocho años de la mujer. Estaba encorvada; no podía mirar hacia arriba, ya que en vano escuchaba arriba el corazón. Pero la enderezó el Señor. Hay esperanza, pero para los hijos. Mucho se promete al hombre en el tiempo de espera hasta el día de juicio. Y ¿qué es el hombre? En cuanto pertenece al mismo hombre, nada hay en él que sea justo. El hombre justo es algo grande, pero el que es justo lo es por la gracia de Dios. ¿Qué es el hombre, si tú no te acuerdas de él? ¿Quieres ver lo que es el hombre? Todo hombre es mentiroso. Hemos cantado: Levántate, Señor; no prevalezca el hombre. ¿Qué quiere decir no prevalezca el hombre? ¿No eran hombres los apóstoles? ¿No lo eran los mártires? El mismo Jesús se dignó hacerse hombre. ¿Qué significa, pues, levántate, Señor; no prevalezca el hombre si todo hombre es mentiroso? Levántate, ¡oh verdad!; que no prevalezca la mentira. Por tanto, si el hombre quiere ser algo, no lo sea por sí mismo; pues si quisiera serlo de ese modo, sería un mentiroso. Si quiere ser veraz, lo será por Dios, no por sí mismo.

Luego, Levántate, Señor; no prevalezca el hombre. Antes del diluvio tuvo tanta fuerza la mentira, que después de él sólo quedaron ocho hombres. A partir de ellos se pobló la tierra otra vez de hombres mentirosos. Entonces Dios se escogió un pueblo para sí y ¡cuántos milagros no se obraron! ¡Cuántos beneficios se le dispensaron! Rescatado de la esclavitud de Egipto, fue conducido a la tierra prometida; le fueron enviados santos profetas; recibió el templo, el sacerdocio, el rey y la ley. Pero hijos bastardos me mintieron. Por último fue enviado el prometido. Que no prevalezca el hombre, a no ser porque Dios se hizo hombre. A pesar de haber hecho obras divinas, fue despreciado; a pesar de haber otorgado tantos beneficios, fue apresado, flagelado y colgado. Hasta tal punto prevaleció el hombre que prendió al Hijo de Dios, lo azotó, lo coronó de espinas y lo clavó en la cruz. Hasta que fue bajado de la cruz y colocado en el sepulcro, prevaleció el hombre. Si hubiese permanecido allí, hubiese prevalecido el hombre. Pero esta profecía se refiere a él: «Señor, tú te dignaste venir en carne al mundo, Verbo hecho carne; en cuanto Verbo, por encima de nosotros; en cuanto carne, entre nosotros; en cuanto Verbo-carne, entre Dios y el hombre. Para nacer según la carne, elegiste a una virgen; para ser concebido encontraste una virgen y nacido la dejaste virgen. Pero no eras conocido; te manifestabas y permanecías oculto. Se manifestaba la debilidad y quedaba oculto el poder. Y todo esto se hizo para derramar tu sangre, nuestro precio. Hiciste tantos milagros, diste el beneficio de la salud a los enfermos; recibiste males por los bienes; fuiste insultado; pendiste del madero; los impíos movieron sus cabezas ante ti y te dijeron: Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz. ¿Es cierto que habías perdido tu poder, o más bien demostrabas tu paciencia? Con todo, te insultaron, se mofaron de ti y huyeron como vencedores tras tu muerte. He aquí que yaces en el sepulcro. Levántate, Señor; no prevalezca el hombre. No prevalezca el impío enemigo; no prevalezca el ciego judío. Levántate, Señor; no prevalezca el hombre». Y así aconteció. ¿Qué resta sino que sean juzgados los pueblos en tu presencia? Resucitó, como sabéis, subió al cielo y desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.

¡Ea, árbol estéril! No te rías porque se te perdone; se aplazó el empleo de la segur, pero no te sientas seguro. Vendrá y te cortará. Cree que ha de llegar. Todo esto que ves, no existía extendido por todo el orbe terráqueo en otro tiempo. Se leía en la profecía, pero no se veía realizado en la tierra. Sin embargo, ahora se lee y se ve. Así se convocó a la Iglesia. No se le dijo: «Ve, hija, y oye», sino oye y ve. Oye lo profetizado, ve lo cumplido. Hermanos amadísimos: Cristo no había nacido aún de una virgen; se prometió y la promesa se cumplió. Aún no había hecho milagros; se prometieron y los hizo. Aún no había padecido; se prometió y se cumplió. No había resucitado; se prometió y se cumplió. No había ascendido al cielo; fue anunciado antes y se cumplió. No se había extendido su nombre por toda la tierra; se profetizó y se cumplió. No habían sido derribados y destruidos los ídolos y se hizo realidad. No habían aparecido los herejes impugnando a la Iglesia; se profetizó y se cumplió. Pues de igual modo aún no ha llegado el día del juicio, pero puesto que está profetizado, se cumplirá. Quien se mostró veraz en tantos acontecimientos predichos, ¿resultará mentiroso respecto al día del juicio? Nos dejó un documento autógrafo de sus promesas. Dios se hizo deudor prometiendo, no recibiendo un préstamo. ¿Podemos decirle: «Dame lo que recibiste»? ¿Quién le dio primero a él, que se le devolverá? No podemos, por tanto, decirle: «Devuelve lo que recibiste», pero sí, y con todo derecho, «Cumple lo que prometiste».

Lo prometió a nuestros padres, pero dejó una garantía que pudiéramos leer nosotros. Si nos llama a cuentas quien dejó la garantía y dice: «Leed mis deudas, es decir, mis promesas; contad lo que ya cumplí y contad también lo que aún debo. Ved lo mucho que pagué y lo poco que debo. Porque me falta ese poquito, ¿pensáis que prometo y no cumplo?» Por tanto, el árbol estéril haga penitencia y produzca frutos dignos de ella. Quien está encorvado y mira a la tierra, se alegra con la felicidad terrena y, no creyendo en la otra, piensa que sólo en esta vida se puede ser feliz. Quien esté así de encorvado, levántese; si no puede enderezarse por sí solo, invoque a Dios. ¿Acaso se enderezó por sí misma aquella mujer? ¡Pobre de ella, si Dios no le hubiese tendido la mano!
(SAN AGUSTÍN, Sermón 110, o.c., t. X, BAC, Madrid, 1983, pp. 782-787)



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Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - Paciencia de Dios y urgencia de la conversión del hombre

Guiados por la liturgia de la Iglesia, nos vamos aproximando al momento culminante de la obra redentora de Jesucristo, su Pasión y Resurrección, culmen de la lucha entre las tinieblas y la luz, centro de la historia, que a partir del triunfo de Jesucristo verá reencauzado esencialmente su curso. Poco a poco, nos vamos introduciendo en la inteligencia del único hecho que ha verdaderamente modificado todo el orden creado, llamando a la dignidad de hijos adoptivos de Dios a todos aquellos, nosotros, que éramos hijos de ira por naturaleza.

Las dos primeras lecturas que la Iglesia nos propone en este domingo nos introducen en el drama que se pone luego plenamente de manifiesto en la parábola evangélica. El libro del Éxodo nos habla de la Alianza de Dios con su pueblo en el Antiguo Testamento, de las maravillas de su amor, destacando la misericordia con que el Señor se compadeció de su pueblo, al liberarlo de la esclavitud, y al intervenir repetidamente en su historia para colmarlo de sus beneficios. San Pablo nos recuerda dichos beneficios, que son imagen de la única verdadera Redención plena, la que aporta Jesucristo, haciéndonos ver que Él es la verdadera misericordia de Dios, la imagen visible del Dios invisible, la faz de Dios, Padre amoroso y preocupado por la salvación de todos sus hijos. El Apóstol nos advierte también acerca de las consecuencias que acarreó para el pueblo judío en el desierto su dureza de corazón, su desprecio de las gracias divinas, el abuso de la misericordia que Dios le había deparado. Por ello termina amonestando a sus fieles de Corinto: "Todo esto les sucedió simbólicamente, y está escrito para que nos sirviera de lección a los que vivimos en el tiempo final. Por eso, el que se cree muy seguro, ¡cuídese de no caer!".

Como muchas veces lo hizo en el curso de su predicación terrena, el Señor gusta de expresar los misterios más recónditos de su obra redentora mediante signos tomados de la vida cotidiana del pueblo judío. A través de imágenes, aparentemente banales, nos descubre los secretos más profundos del Reino de Dios.

Comienza el Señor por corregir la falsa idea que de la justicia divina se hacían los judíos de su tiempo. Como los amigos de Job, y como muchas veces nos sucede a nosotros mismos, tenían tendencia a pensar que los que reciben grandes pruebas son los más culpables. Jesús rectifica esta presunción de penetrar los juicios divinos mostrando, una vez más, como lo hizo desde el principio de su predicación, que nadie puede creerse exento de pecado, y por consiguiente que a todos es indispensable el arrepentimiento y la actitud de un corazón contrito delante de Dios. No se pueden, pues, identificar las pruebas que se nos presentan a lo largo de la vida como castigos divinos, ni pensar que el éxito en nuestros proyectos materiales sea necesariamente un signo de aprobación divina de todo aquello que obramos.

Muy por el contrario, a lo largo de su predicación el Señor pondrá de manifiesto cómo la persecución, la burla, el rechazo de los hombres, las pruebas de todo tipo, serán un signo distintivo de sus discípulos, de su colaboración con la obra redentora a la que el Señor mismo los llama. Medio de purificación de los propios pecados, participación en la misión salvadora de Cristo.

La parábola que el Señor propone a continuación da una dimensión cósmica a la necesidad de conversión de la que el Señor acaba de hablarles a sus oyentes. Esta higuera a la que el dueño había plantado y cuidado con la esperanza de recabar de ella abundantes frutos es ante todo Israel, el pueblo elegido del Antiguo Testamento, al que Dios había cuidado y colmado de bendiciones en orden a que fuera instrumento de salvación para las naciones. Por tres años el Mesías esperado predicó el mensaje de salvación a su pueblo, pero ellos desoyeron su enseñanza, porque sus corazones eran de piedra, cerrados a la Palabra de Dios para seguir sus tradiciones humanas. Sin embargo Dios, incansablemente fiel y generoso, les concedió todavía un año de misericordia, es decir que les renovó las promesas de bendición por medio de la predicación de la Iglesia, muy especialmente de San Pedro y San Pablo. Sin embargo, ellos volvieron a endurecer su corazón y trataron a los discípulos como habían tratado al Maestro. Pocos entraron en la Iglesia, como pocos habían sido los que entraron en la tierra prometida luego del largo camino en el desierto. Los dones de Dios requieren de la respuesta libre y amorosa del hombre; de otro modo, Dios puede cortar la higuera estéril.

Sin embargo, queridos hermanos, no caigamos nosotros en el error de los oyentes de Jesús, a los que el Señor reprendió por su insensatez. “Todo esto les sucedió simbólicamente” -nos dijo San Pablo en la segunda lectura de hoy-, y está escrito para que nos sirviera de lección a los que vivimos en el tiempo final". De hecho, en la historia misma de la Iglesia, hubo higueras que dieron mucho fruto, pero que luego, como el hijo pródigo, dilapidaron el tesoro que Dios les había donado. Pensemos en aquella Europa cristiana, que recibió la primera semilla de la Fe por boca de los Apóstoles mismos, regada con la sangre de innumerables mártires, protegida por santos pastores, civilizada por multitud de monjes, enriquecida con toda clase de dones. Beneficiaria, ella también, de un amor de gran predilección por parte del Señor. Pero hace ya tiempo que el dueño del campo va a buscar frutos de redención en aquella higuera y no encuentra sino esterilidad. ¿Dónde están las virtudes cristianas que hicieron posible la edificación de las magníficas catedrales, la creación de las escuelas y universidades, la construcción de una sociedad que tenía por ley el Evangelio, los tesoros del arte, las obras maestras, de la literatura cristiana, el gobierno de príncipes santos? Como los oyentes de Jesús, gran parte de los hodiernos habitantes de aquellas regiones desprecian a los que viven en el dolor, en la miseria y el hambre, poniendo como signo de su superioridad la edificación de un paraíso en la tierra. A ellos, también, Jesús les pregunta si se creen menos culpables. “Os aseguro que no —agregaría ahora, como lo hizo entonces—, y si vosotros no os convertís, todos acabaréis de la misma manera”. Quien desprecia los mismos fundamentos espirituales que fueron base de su grandeza, termina por dilapidar el tesoro y caer en la indigencia.

Oremos, hermanos, por aquellos cristianos fieles que en la vieja Europa, madre de nuestra cultura y de nuestra fe, siguen combatiendo el buen combate, y pidamos con ellos al dueño del campo que le dé a aquella bendita tierra "un año más", y la gracia de que sus corazones se abran a la penitencia que da frutos de vida eterna.

Oremos también por nuestra querida Patria, que parece igualmente querer olvidar sus orígenes cristianos, aquellos que la hicieron grande, para seguir en pos de un utópico nuevo orden mundial donde el Salvador no parece estar presente. Oremos, en fin, por todos nosotros, para que ninguno crea que no puede caer, y así, llenos de humildad, pero también de espíritu magnánimo, nos volvamos instrumentos aptos para que Cristo reine en los individuos y sociedades. Que cuando el dueño del campo nos visite no nos encuentre sin fruto. Amén.
(ALFREDO SÁENZ, SJ, Palabra y Vida Homilías dominicales y Festivas, Ciclo C, Ed. Gladius, Buenos Aires, 1994, pp. 103-106)

 

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Aplicación: Juan Pablo II - La nueva tierra

El cristiano cree en el triunfo de la vida sobre la muerte. Por eso la Iglesia, comunidad pascual del Resucitado, proclama siempre al mundo: “No busquéis entre los muertos al que vive” (Lc 24,5). Por eso halla en Él, en Cristo, el secreto de su energía y esperanza. En Él, que es “Príncipe de la Paz” (Is 9,6), que ha derribado los muros de la enemistad y ha reconciliado mediante su cruz a los pueblos divididos (cfr. Ef. 2,16).

Herida la humanidad por el pecado, fue desgarrada nuestra unidad interior. Alejándose de la amistad de Dios, el corazón del hombre se volvió zona de tormentas, cambio de tensiones y de batallas. De ese corazón dividido vienen los males a la sociedad y al mundo. Este mundo, escenario para el desarrollo del hombre, padece la contaminación del “misterio de la iniquidad” (cfr. Gaudium et spes, 103; cf. 2 Tes 2,7).

El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, con definida vocación de trascendencia, de búsqueda de Dios y de fraterna relación con los demás, atormentado y dividido en sí mismo, se aleja de sus semejantes.

Y sin embargo, no es el plan original de Dios que el hombre sea enemigo, lobo para el hombre, sino su hermano. El designio de Dios no revela la dialéctica del enfrentamiento, sino la del amor que todo lo hace nuevo. Amor sacado de esa roca espiritual que es Cristo, como nos indica el texto de la epístola de esta Misa (cfr.1 Cor 10,4).

Si Dios nos hubiera abandonado a nuestras propias fuerzas, tan limitadas y volubles, no tendríamos razones para esperar que la humanidad viva como familia, como hijos de un mismo Padre. Pero Dios se nos ha acercado definitivamente en Jesús; en su cruz experimentamos la victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio. La cruz antes símbolo de afrenta y amarga derrota, se vuelve manantial de vida.

Desde la cruz mana a torrentes el amor de Dios que perdona y reconcilia. Con la sangre de Cristo podemos vencer al mal con el bien. El mal que penetra en los corazones y en las estructuras sociales. El mal de la división entre los hombres, que han sembrado el mundo con sepulcros con las guerras, con esa terrible espiral del odio que arrasa, aniquila en forma tétrica e insensata.

El perdón de Cristo despunta como una nueva alborada, como un nuevo amanecer. Es la nueva tierra, “buena y espaciosa”, hacia la que Dios nos llama, como hemos leído antes en el libro del Éxodo (Ex 3,8). Esa tierra en la que debe desaparecer la opresión del odio y dejar el puesto a los sentimientos cristianos: “Revestios, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros” (Col 3,12).

El amor redentor de Cristo no permite que nos encerremos en la prisión del egoísmo que se niega al auténtico diálogo, desconoce los derechos de los demás y los clasifica en la categoría de enemigo que hay que combatir.

Es el momento de escuchar la invitación del Evangelio de este domingo: “Si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo” (Lc 13,3.5). Sí, convertirse y cambiar de conducta, porque -como hemos escuchado en el Salmo responsorial- Yahvé “hace obras de justicia y otorga el derecho a los oprimidos” (Sal 102,6). Por eso el cristiano sabe que todos los pecadores pueden ser rescatados: que el rico -despreocupado, injusto, complacido en la egoísta posesión de sus bienes- puede y debe cambiar de actitud; que quien acude al terrorismo, puede y debe cambiar.

El sermón de la montaña es la carta magna del cristiano: “Bienaventurados los artesanos de la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5,9).
(Homilía en el “Metro Centro” de San Salvador, 6 de marzo de 1983)



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Aplicación: Benedicto XVI - La Cuaresma: tiempo de conversión

Queridos hermanos y hermanas:
"Convertíos, dice el Señor, porque está cerca el reino de los cielos" hemos proclamado antes del Evangelio de este tercer domingo de Cuaresma, que nos presenta el tema fundamental de este "tiempo fuerte" del año litúrgico: la invitación a la conversión de nuestra vida y a realizar obras de penitencia dignas. Jesús, como hemos escuchado, evoca dos episodios de sucesos: una represión brutal de la policía romana dentro del templo (cf. Lc 13, 1) y la tragedia de dieciocho muertos al derrumbarse la torre de Siloé (v. 4). La gente interpreta estos hechos como un castigo divino por los pecados de sus víctimas, y, considerándose justa, cree estar a salvo de esa clase de incidentes, pensando que no tiene nada que convertir en su vida. Pero Jesús denuncia esta actitud como una ilusión: "¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo" (vv. 2-3). E invita a reflexionar sobre esos acontecimientos, para un compromiso mayor en el camino de conversión, porque es precisamente el hecho de cerrarse al Señor, de no recorrer el camino de la conversión de uno mismo, que lleva a la muerte, la del alma. En Cuaresma, Dios nos invita a cada uno de nosotros a dar un cambio de rumbo a nuestra existencia, pensando y viviendo según el Evangelio, corrigiendo algunas cosas en nuestro modo de rezar, de actuar, de trabajar y en las relaciones con los demás. Jesús nos llama a ello no con una severidad sin motivo, sino precisamente porque está preocupado por nuestro bien, por nuestra felicidad, por nuestra salvación. Por nuestra parte, debemos responder con un esfuerzo interior sincero, pidiéndole que nos haga entender en qué puntos en particular debemos convertirnos.

La conclusión del pasaje evangélico retoma la perspectiva de la misericordia, mostrando la necesidad y la urgencia de volver a Dios, de renovar la vida según Dios. Refiriéndose a un uso de su tiempo, Jesús presenta la parábola de una higuera plantada en una viña; esta higuera resulta estéril, no da frutos (cf. Lc 13, 6-9). El diálogo entre el dueño y el viñador, manifiesta, por una parte, la misericordia de Dios, que tiene paciencia y deja al hombre, a todos nosotros, un tiempo para la conversión; y, por otra, la necesidad de comenzar en seguida el cambio interior y exterior de la vida para no perder las ocasiones que la misericordia de Dios nos da para superar nuestra pereza espiritual y corresponder al amor de Dios con nuestro amor filial.

También san Pablo, en el pasaje que hemos escuchado, nos exhorta a no hacernos ilusiones: no basta con haber sido bautizados y comer en la misma mesa eucarística, si no vivimos como cristianos y no estamos atentos a los signos del Señor (cf. 1 Co 10, 1-4).

(…)

Queridos hermanos y hermanas, el tiempo fuerte de la Cuaresma nos invita a cada uno de nosotros a reconocer el misterio de Dios, que se hace presente en nuestra vida, como hemos escuchado en la primera lectura. Moisés ve en el desierto una zarza que arde, pero no se consume. En un primer momento, impulsado por la curiosidad, se acerca para ver este acontecimiento misterioso y entonces de la zarza sale una voz que lo llama, diciendo: "Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob" (Ex 3, 6). Y es precisamente este Dios quien lo manda de nuevo a Egipto con la misión de llevar al pueblo de Israel a la tierra prometida, pidiendo al faraón, en su nombre, la liberación de Israel. En ese momento Moisés pregunta a Dios cuál es su nombre, el nombre con el que Dios muestra su autoridad especial, para poderse presentar al pueblo y después al faraón. La respuesta de Dios puede parecer extraña; parece que responde pero no responde. Simplemente dice de sí mismo: "Yo soy el que soy". "Él es" y esto tiene que ser suficiente. Por lo tanto, Dios no ha rechazado la petición de Moisés, manifiesta su nombre, creando así la posibilidad de la invocación, de la llamada, de la relación. Revelando su nombre Dios entabla una relación entre él y nosotros. Nos permite invocarlo, entra en relación con nosotros y nos da la posibilidad de estar en relación con él. Esto significa que se entrega, de alguna manera, a nuestro mundo humano, haciéndose accesible, casi uno de nosotros. Afronta el riesgo de la relación, del estar con nosotros. Lo que comenzó con la zarza ardiente en el desierto se cumple en la zarza ardiente de la cruz, donde Dios, ahora accesible en su Hijo hecho hombre, hecho realmente uno de nosotros, se entrega en nuestras manos y, de ese modo, realiza la liberación de la humanidad. En el Gólgota Dios, que durante la noche de la huída de Egipto se reveló como aquel que libera de la esclavitud, se revela como Aquel que abraza a todo hombre con el poder salvífico de la cruz y de la Resurrección y lo libera del pecado y de la muerte, o acepta en el abrazo de su amor.

Permanezcamos en la contemplación de este misterio del nombre de Dios para comprender mejor el misterio de la Cuaresma, y vivir personalmente y como comunidad en permanente conversión, para ser en el mundo una constante epifanía, testimonio del Dios vivo, que libera y salva por amor. Amén.
(BENEDICTO XVI, Homilía del Domingo 7 de marzo de 2010)

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Aplicación: P. Jorge Loring, S.J. - Dios espera de nosotros buenas obras

1.- La parábola de la higuera estéril es para pensar.

2.- Dios quiere que todos los hombres se salven, pero espera nuestra colaboración. Él mereció nuestra redención, pero ésta será inútil si no ponemos de nuestra parte.

3.- Dios no suple lo que no hacemos por pereza o desinterés.

4.- Es distinta la responsabilidad de los que no conocen a Dios inculpablemente. Es el caso de los infieles que no han oído hablar de Jesucristo.

5.- Pero en nuestra sociedad creo que nadie es inculpable de no conocer a Dios, pues tenemos a mano montones de facilidades para conocer la existencia de Dios y el mensaje de Cristo.

6.- Dios, que es justo, sabrá calibrar el grado de responsabilidad que tenemos en nuestro obrar.

7.- Pero la parábola de hoy es clara: Dios espera de nosotros buenas obras.

8.- Y si por nuestra culpa no danos buenos frutos, nos hace leña y al fuego eterno.

9.- Estamos a tiempo de rectificar y convertirnos. Todos podemos ser mejores de lo que somos.

10.- Después de la muerte ya no se puede rectificar. Eternamente permaneceremos en el estado que nos coja la muerte.


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cortesía: ive.org


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