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Domingo 11 del Tiempo Ordinario A: Homilía del Papa

 

 

 

Juan Pablo II, Papa

Homilía(16-06-1996): La gratuidad de Dios.


XI Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo A).
Gruta de Lourdes en los Jardines Vaticanos.
Sunday 16 de June de 1996

1. En este Día del Señor, estamos reunidos para recibir el don que Dios nos ofrece en la persona de su Hijo. Jesús mismo viene en medio de su pueblo para consolarlo, para hacerlo «un reino de sacerdotes, una nación santa» (Ex 19, 6). Él viene a revelar a los hombres que «el Reino de los cielos está cerca» (Mt 10, 7). Recibamos este mensaje con fe; Dios se compadece de su pueblo cansado y abatido.

Queridos amigos que habéis venido esta mañana para celebrar la Eucaristía con el Sucesor de Pedro, estoy feliz de recibirlos en este lugar dedicado a la Virgen María, quien permitió que el don de Dios floreciera plenamente en ella. A cada uno de vosotros también, el Señor os hace el don de su presencia amorosa que transforma vuestra vida.

2. «La mies es abundante pero los trabajadores son pocos» (Mt 9, 37), dice Jesús a sus discípulos antes de enviarlos a una misión. Hoy, esta palabra está dirigida a vosotros en particular. El Señor os invita a acoger el Reino que ha inaugurado entre nosotros. Os invita a seguir a Jesús, a ser sus verdaderos testigos entre vuestros hermanos, a ser entre ellos signos de la presencia de la salvación de Dios. Os animo a que dejéis crecer en vosotros la certeza de que nos hemos reconciliado con Dios en la muerte y resurrección de su Hijo. A todos aquellos que están desanimados, siendo probados, abandonados al borde del camino, id y anunciadles la Buena Nueva: Dios nos ama «y la prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros, cuando éramos aún pecadores» (Rom 5, 8).

Como los doce discípulos, habéis sido llamados por vuestro nombre para participar en la obra de Cristo. Permaneced fieles a esta llamada, profundizad en las exigencias de vuestra vocación cristiana, en la forma particular en que Dios os ha llamado. Fundad firmemente vuestra fe en Aquel que os eligió para ser mensajeros de su Buena Nueva en medio de vuestros hermanos y hermanas. Y vosotros, jóvenes, no tengáis miedo de responder generosamente al Señor y seguir su camino. Es Él vuestra esperanza, vuestro verdadero gozo, es en Él donde encontraréis la plena realización de vuestra vida.

3. «Rogad, por tanto, al dueño de la mies para que envíe obreros a su mies» (Mt 9, 38). Que vuestra oración personal y comunitaria se preocupe por la misión universal de la Iglesia. Por medio de ella, implorad a Dios para que más y más «discípulos» acepten ser servidores de su designio de reconciliación y salvación para todos los hombres.

4. «Gratis lo habéis recibido, dadlo gratis» (Mt 10, 8). La invitación de Cristo nos lleva a considerar que la gratuidad constituye la forma de ser y actuar de Dios: eligió gratuitamente a Israel para que fuera su pueblo; gratuitamente ofreció a su Hijo unigénito para la redención del mundo; gratuitamente escogió a los Doce, llamándolos por su nombre, para hacerlos apóstoles del Reino de los cielos.

La Virgen María es también un signo singular de esta lógica divina: concebida sin mancha del pecado original, Nuestra Señora brilla a través de la gracia divina que exalta en ella la admirable iniciativa del Padre celestial. Por lo tanto, ella ofrece un testimonio vivo de que el pecado no podría destruir el plan original de Dios para el hombre.

Interpelados por este misterio de amor, respondemos, queridos hermanos y hermanas, como María, con todas nuestras vidas: hemos recibido gratuitamente, damos gratuitamente.

Benedicto XVI, Papa

Homilía(15-06-2008): ¿Dónde y cómo crece la vida verdadera?


XI Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo A).
Visita Pastoral a Santa María de Leuca y Brindisi. Misa en el Muelle de San Apolinar en el Puerto de Brindisi.
Sunday 15 de June de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

En el centro de mi visita a Brindisi celebramos, en el día del Señor, el misterio que es fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia. Celebramos a Cristo en la Eucaristía, el mayor don que ha brotado de su Corazón divino y humano, el Pan de vida partido y compartido, para que lleguemos a ser uno con él y entre nosotros.

Os saludo con afecto a todos los que os habéis dado cita en este lugar tan simbólico, el puerto, que evoca los viajes misioneros de san Pedro y san Pablo. Veo con alegría a numerosos jóvenes, que han animado la vigilia esta noche, preparándose a la celebración eucarística. También os saludo a vosotros, que participáis espiritualmente a través de la radio y la televisión.

[...]

Los textos bíblicos que hemos escuchado en este undécimo domingo del tiempo ordinario nos ayudan a comprender la realidad de la Iglesia: la primera lectura (cf. Ex 19, 2-6) evoca la alianza establecida en el monte Sinaí durante el éxodo de Egipto; el pasaje evangélico (cf. Mt 9, 3610, 8) recoge la llamada y la misión de los doce Apóstoles. Aquí se nos presenta la «constitución» de la Iglesia. ¿Cómo no percibir la invitación implícita que se dirige a cada comunidad a renovarse en su vocación y en su impulso misionero?

En la primera lectura, el autor sagrado narra el pacto de Dios con Moisés y con Israel en el Sinaí. Es una de las grandes etapas de la historia de la salvación, uno de los momentos que trascienden la historia misma, en los que el confín entre Antiguo y Nuevo Testamento desaparece y se manifiesta el plan perenne del Dios de la alianza: el plan de salvar a todos los hombres mediante la santificación de un pueblo, al que Dios propone convertirse en «su propiedad personal entre todos los pueblos» (Ex 19, 5).

En esta perspectiva el pueblo está llamado a ser una «nación santa», no sólo en sentido moral, sino antes aún y sobre todo en su misma realidad ontológica, en su ser de pueblo. Ya en el Antiguo Testamento, a través de los acontecimientos salvíficos, se fue manifestando poco a poco cómo se debía entender la identidad de este pueblo; y luego se reveló plenamente con la venida de Jesucristo.

El pasaje evangélico de hoy nos presenta un momento decisivo de esa revelación. Cuando Jesús llamó a los Doce, quería referirse simbólicamente a las tribus de Israel, que se remontan a los doce hijos de Jacob. Por eso, al poner en el centro de su nueva comunidad a los Doce, dio a entender que vino a cumplir el plan del Padre celestial, aunque solamente en Pentecostés aparecerá el rostro nuevo de la Iglesia: cuando los Doce, «llenos del Espíritu Santo» (Hch 2, 3-4), proclamarán el Evangelio hablando en todas las lenguas. Entonces se manifestará la Iglesia universal, reunida en un solo Cuerpo, cuya Cabeza es Cristo resucitado, y al mismo tiempo enviada por él a todas las naciones, hasta los últimos confines de la tierra (cf. Mt 28, 20).

El estilo de Jesús es inconfundible: es el estilo característico de Dios, que suele realizar las cosas más grandes de modo pobre y humilde. Frente a la solemnidad de los relatos de alianza del libro del Éxodo, en los Evangelios se encuentran gestos humildes y discretos, pero que contienen una gran fuerza de renovación. Es la lógica del reino de Dios, representada —no casualmente— por la pequeña semilla que se transforma en un gran árbol (cf. Mt 13, 31-32). El pacto del Sinaí estuvo acompañado de señales cósmicas que aterraban a los israelitas; en cambio, los inicios de la Iglesia en Galilea carecen de esas manifestaciones, reflejan la mansedumbre y la compasión del corazón de Cristo, pero anuncian otra lucha, otra convulsión, la que suscitan las potencias del mal.

Como hemos escuchado, a los Doce «les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia» (Mt 10, 1). Los Doce deberán cooperar con Jesús en la instauración del reino de Dios, es decir, en su señorío benéfico, portador de vida, y de vida en abundancia, para la humanidad entera. En definitiva, la Iglesia, como Cristo y juntamente con él, está llamada y ha sido enviada a instaurar el Reino de vida y a destruir el dominio de la muerte, para que triunfe en el mundo la vida de Dios, para que triunfe Dios, que es Amor.

Esta obra de Cristo siempre es silenciosa; no es espectacular. Precisamente en la humildad de ser Iglesia, de vivir cada día el Evangelio, crece el gran árbol de la vida verdadera. Con estos inicios humildes, el Señor nos anima para que, también en la humildad de la Iglesia de hoy, en la pobreza de nuestra vida cristiana, podamos ver su presencia y tener así la valentía de salir a su encuentro y de hacer presente en esta tierra su amor, que es una fuerza de paz y de vida verdadera.

Así pues, el plan de Dios consiste en difundir en la humanidad y en todo el cosmos su amor, fuente de vida. No es un proceso espectacular; es un proceso humilde, pero que entraña la verdadera fuerza del futuro y de la historia. Por consiguiente, es un proyecto que el Señor quiere realizar respetando nuestra libertad, porque el amor, por su propia naturaleza, no se puede imponer. Por tanto, la Iglesia es, en Cristo, el espacio de acogida y de mediación del amor de Dios. Desde esta perspectiva se ve claramente cómo la santidad y el carácter misionero de la Iglesia constituyen dos caras de la misma medalla: sólo en cuanto santa, es decir, en cuanto llena del amor divino, la Iglesia puede cumplir su misión; y precisamente en función de esa tarea Dios la eligió y santificó como su propiedad personal.

Por tanto, nuestro primer deber, precisamente para sanar a este mundo, es ser santos, conformes a Dios. De este modo obra en nosotros una fuerza santificadora y transformadora que actúa también sobre los demás, sobre la historia. En el binomio «santidad-misión» —la santidad siempre es fuerza que transforma a los demás— se está centrando vuestra comunidad eclesial, queridos hermanos y hermanas, durante este tiempo del Sínodo diocesano.

Al respecto, es útil tener presente que los doce Apóstoles no eran hombres perfectos, elegidos por su vida moral y religiosa irreprensible. Ciertamente, eran creyentes, llenos de entusiasmo y de celo, pero al mismo tiempo estaban marcados por sus límites humanos, a veces incluso graves. Así pues, Jesús no los llamó por ser ya santos, completos, perfectos, sino para que lo fueran, para que se transformaran a fin de transformar así la historia. Lo mismo sucede con nosotros y con todos los cristianos.

En la segunda lectura hemos escuchado la síntesis del apóstol san Pablo: «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rm 5, 8). La Iglesia es la comunidad de los pecadores que creen en el amor de Dios y se dejan transformar por él; así llegan a ser santos y santifican el mundo.

A la luz de esta providencial palabra de Dios, tengo hoy la alegría de confirmar el camino de vuestra Iglesia. Es un camino de santidad y de misión, sobre el que vuestro arzobispo os ha invitado a reflexionar en su reciente carta pastoral; es un camino que él ha verificado ampliamente en el transcurso de la visita pastoral y que ahora quiere promover mediante el Sínodo diocesano.

El pasaje evangélico de hoy nos sugiere el estilo de la misión, es decir, la actitud interior que se traduce en vida real. No puede menos de ser el estilo de Jesús: el estilo de la «compasión». El evangelista lo pone de relieve atrayendo la atención hacia el modo como Cristo mira a la muchedumbre: «Al verla, sintió compasión de ella, porque estaban fatigados y decaídos como ovejas sin pastor» (Mt 9, 36). Y, después de la llamada de los Doce, vuelve esta actitud en el mandato que les da de dirigirse «a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 10, 6).

En esas expresiones se refleja el amor de Cristo por los hombres, especialmente por los pequeños y los pobres. La compasión cristiana no tiene nada que ver con el pietismo, con el asistencialismo. Más bien, es sinónimo de solidaridad, de compartir, y está animada por la esperanza. ¿No nacen de la esperanza las palabras que Jesús dice a los Apóstoles: «Id proclamando que el reino de los cielos está cerca»? (Mt 10, 7). Esta esperanza se funda en la venida de Cristo y, en definitiva, coincide con su Persona y con su misterio de salvación —donde está él está el reino de Dios, está la novedad del mundo—, como lo recordaba bien en su título la cuarta Asamblea eclesial italiana, celebrada en Verona: Cristo resucitado es la «esperanza del mundo».

También vosotros, queridos hermanos y hermanas de esta antigua Iglesia de Brindisi, animados por la esperanza en la que habéis sido salvados, sed signos e instrumentos de la compasión, de la misericordia de Cristo. Al obispo y a los presbíteros les repito con fervor las palabras del Maestro divino: «Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis» (Mt 10, 8). Este mandato se dirige también hoy en primer lugar a vosotros. El Espíritu que actuaba en Cristo y en los Doce es el mismo que actúa en vosotros y que os permite realizar entre vuestra gente, en este territorio, los signos del reino de amor, de justicia y de paz que viene, más aún, que ya está en el mundo.

Pero, por la gracia del Bautismo y de la Confirmación, todos los miembros del pueblo de Dios participan, de maneras diversas, en la misión de Jesús. Pienso en las personas consagradas, que han hecho los votos de pobreza, virginidad y obediencia; pienso en los cónyuges cristianos y en vosotros, fieles laicos, comprometidos en la comunidad eclesial y en la sociedad tanto de forma individual como en asociaciones. Queridos hermanos y hermanas, todos sois destinatarios del deseo de Jesús de multiplicar los obreros de la mies del Señor (cf. Mt 9, 38).

Este deseo, que debe convertirse en oración, nos lleva a pensar, en primer lugar, en los seminaristas y en el nuevo seminario de esta archidiócesis; nos hace considerar que la Iglesia es, en sentido amplio, un gran «seminario», comenzando por la familia, hasta las comunidades parroquiales, las asociaciones y los movimientos de compromiso apostólico. Todos, en la variedad de los carismas y de los ministerios, estamos llamados a trabajar en la viña del Señor.

Queridos hermanos y hermanas de Brindisi, seguid por el camino emprendido con este espíritu. Que velen sobre vosotros vuestros patronos, san Leucio y san Oroncio, que llegaron de Oriente en el siglo II para regar esta tierra con el agua viva de la palabra de Dios. Las reliquias de san Teodoro de Amasea, veneradas en la catedral de Brindisi, os recuerden que dar la vida por Cristo es la predicación más eficaz. San Lorenzo, hijo de esta ciudad, que siguiendo las huellas de san Francisco de Asís se convirtió en apóstol de paz en una Europa desgarrada por guerras y discordias, os obtenga el don de una auténtica fraternidad.

Os encomiendo a todos a la protección de la Virgen María, Madre de la esperanza y Estrella de la evangelización. Que os ayude la Virgen santísima a permanecer en el amor de Cristo, para que podáis dar frutos abundantes para gloria de Dios Padre y para la salvación del mundo. Amén.

Julio Alonso Ampuero

Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico: Con el poder de Jesús

Fundación Gratis Date, Pamplona, 2004

Pedro, Andrés, Santiago... Esa lista abre la inmensa hilera de los seguidores de Cristo, pero no acaba ahí. En esa lista estás tú también, llamado por Cristo; con tu nombre y apellidos. ¡Tú junto a los apóstoles de Cristo, junto a los mártires y a los santos de todas las épocas! ¿ De veras al escuchar este evangelio sientes la alegría de ser cristiano? Tú has sido elegido personalmente por Cristo, y no por tus méritos o cualidades, sino pura y simplemente porque Él lo ha querido.

Y también tú como ellos has recibido los mismos poderes de Cristo para curar toda enfermedad y dolencia, para arrojar demonios, para resucitar muertos... Ante un mundo que agoniza porque no conoce a Cristo o le ha rechazado, nosotros tenemos el remedio, porque tenemos las armas de Cristo. Y no podemos seguir lamentándonos como si las cosas no tuvieran solución.

La pregunta, más bien, es la siguiente: ¿Sientes compasión de la gente que está extenuada y abandonada como ovejas sin pastor? Es decir, ¿te importa la gente que sufre porque le falta Cristo, aunque aparente ser feliz? ¿Te duele la situación de tanta gente hundida en su falta de fe, enfangada en su pecado, destrozada por sus propios egoísmos? La compasión de Cristo no es un sentimiento estéril. Tampoco tú puedes quedar indiferente.

 

 

 

 

 

 











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