MANUEL GARRIDO BONAÑO, O.S.B.

Año litúrgico patrístico
Cuaresma con los Santos Padres de la Iglesia


¿Qué es la Cuaresma?

La Cuaresma es el período litúrgico que prepara a los cristianos para la celebración de las fiestas de la Pascua. Tenía lugar esta preparación, en un principio, solo desde el Viernes Santo a la Vigilia Pascual: «dies in quibus est ablatus Sponsus» (los días en que se nos quitó el Esposo). Luego se alargó a una semana y más tarde algo más.

Como tiempo litúrgico normal, la Cuaresma comienza en el siglo IV, en toda la Iglesia, sin que precediera para ello una orden o mandato especial. Ya en ese período se tenía en cuenta de modo especial a los catecúmenos, que habían de recibir el bautismo en la Vigilia Pascual, y a los penitentes, que serían reconciliados el Jueves Santo por la mañana.

La Sacrosanctum Concilium del Vaticano II dice a este respecto:

«Puesto que el tiempo cuaresmal prepara a los fieles, entregados más intensamente a oír la palabra de Dios y a la oración, para que celebren el misterio pascual, sobre todo mediante el recuerdo o la preparación del bautismo y mediante la penitencia, dese particular relieve en la liturgia y en la catequesis litúrgica al doble carácter de este tiempo» (nº 109).

En este tiempo, según las normas de la Iglesia, pueden realizarse diversos ejercicios, o bien paralitúrgicos o bien piadosos, como el Via crucis, a los que el pueblo fiel está muy sensibilizado.

En un principio la Cuaresma comenzaba con el primer Domingo de ese período litúrgico. Luego, como en los domingos no se ayunaba, se añadieron unos días más,  y así surgió el Miércoles de Ceniza, en el que se imponía la ceniza y el sayal a los penitentes públicos; después esta costumbre se extendió a todos.

Con motivo de la reforma litúrgica del Vaticano II, se pretendió suprimir la celebración del Miércoles de Ceniza y comenzar la Cuaresma por el Domingo, dejando al criterio de los sacerdotes el imponer la ceniza a los fieles el lunes siguiente.

Pero Pablo VI decidió que se mantuviese la disciplina tradicional del Miércoles de Ceniza, y él daba ejemplo recibiendo todos los años devotísimamente la ceniza en su cabeza. Los Pontífices siguientes han continuado con esa misma práctica.



Comentarios para cada día de la Cuaresma

Miércoles de Ceniza

Entrada: «Te compadeces de todos, Señor, y no odias  nada de lo que has hecho; cierras los ojos a los pecados de los hombres, para que se arrepientan. Y los perdonas, porque Tú eres nuestro Dios y Señor» (Sap 11,24-25,27).

Colecta (del Misal anterior, y antes del Veronense, Gelasiano y Gregoriano): «Señor, fortalécenos con tu auxilio al empezar la Cuaresma, para que nos mantengamos en espíritu de conversión; que la austeridad penitencial de estos días nos ayude en el combate cristiano contra las fuerzas del mal».

Comunión: «El que medita la Ley del Señor da fruto en su sazón» (Sal 1,2-3).

Postcomunión: «Señor, estos sacramentos que hemos recibido hagan nuestros ayunos agradables a tus ojos y obren como remedio saludable de todos nuestros males».

Joel 2,12-18: Rasgad los corazones, no las vestiduras. Es éste un llamamiento del profeta Joel al pueblo de Dios para una celebración comunitaria de la penitencia. La respuesta de Dios a este ayuno la presenta el profeta como una vuelta a la era paradisíaca. La penitencia, el ayuno y los ritos de purificación harán que el pueblo, en el día del juicio, entre en la era definitiva de la felicidad.

A las condiciones de un ayuno agradable a Dios, que sea a un tiempo comunitario e interior, le añade el profeta su dimensión escatológica. Por él se llegará a la futura felicidad y a la vida eterna con Dios.

–Para que Dios perdone es menester que exista el reconocimiento de la culpa y el consiguiente arrepentimiento. Hacemos nuestra esa actitud espiritual con el Salmo 50: «Misericordia, Dios mío, hemos pecado. Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado.

«Contra ti, contra ti solo pequé. Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu. Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso. Señor, me abrirás los labios y mi boca proclamará tu alabanza».

2 Corintios 5,20–6,2: Dejaos reconciliar con Dios. Ahora es tiempo de gracia. Cristo es ante todo el Reconciliador, el Príncipe de la paz. Los Apóstoles y los ministros sagrados continúan su obra en el sacramento de la penitencia. Comenta San Agustín:

«No tendría validez la exhortación a la reconciliación, si no fuéramos enemigos. Así pues, todo el mundo era enemigo del Salvador y amigo del que lo tenía cautivo; con otras palabras, era enemigo de Dios y amigo del diablo. También el género humano en su totalidad estaba encorvado hasta tocar la tierra.

«Comprendiendo ya quiénes son esos enemigos, el salmista levanta su voz contra ellos, y dice a Dios: “han encorvado mi alma” (Sal 56,7). El diablo y sus ángeles han encorvado las almas de los hombres hasta la tierra, es decir, hasta el punto que, inclinados a todo lo temporal y terreno, no buscan ya las cosas celestiales. Esto es, en efecto, lo que dice el Señor de esa mujer a la que Satanás tenía atada desde hacía dieciocho años, y a la que convenía ya librar de esa cadena, y en sábado precisamente. ¿Quiénes miraban con malos ojos a la que se erguía, sino los encorvados? Encorvados porque, no entendiendo los preceptos mismos de Dios, los miraban con corazón terrenal» (Sermón 162,B).

La cruz de ceniza, que hoy nos impone la Iglesia, es la señal de que estamos dispuestos a emprender una vida de penitencia: «Convertíos y creed al Evangelio» (Mc 1,15). «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás» (Gén 3,19). Es la misma llamada que ya escuchamos al profeta Joel: «Convertíos a mí de todo corazón con ayuno, con llanto, con luto. Rasgad vuestros corazones, no las vestiduras: convertíos al Señor Dios vuestro».

Mateo 6,1-6.16-18: Tu Padre, que ve lo escondido, te recompensará. Comenta San Agustín:

«Ciertos hombres hacen el bien y temen ser vistos, y ponen todo su afán en encubrir sus buenas obras. Buscan la ocasión en que nadie los vea. Entonces dan algo en limosna con el temor de chocar con aquel precepto: «guardaos de realizar vuestra justicia para ser vistos por ellos» (Mt 6,1). Pero el Señor no mandó que se ocultasen las obras buenas, sino que prohibió que se pensase solo en la alabanza humana al hacerlas –«para ser vistos por los hombres»–; que fuera ése el fruto que buscaran únicamente, sin desear ningún otro bien superior y celestial.

«Si lo hicieran solo para ser alabados, caerían bajo la prohibición del Señor. Guardaos, pues, de buscar ese fruto: el ser vistos por los hombres. Y, sin embargo, manda: «vean vuestras buenas obras» (Mt 5,16). Una cosa es  buscar en la buena acción tu propia alabanza, y otra buscar en el bien obrar la alabanza de Dios. Cuando buscas tu alabanza, te has quedado en la alabanza de los hombres; cuando buscas la alabanza de Dios, has adquirido la gloria eterna. Obremos así para no ser vistos por los hombres, es decir, obremos de tal manera que no busquemos la recompensa de la mirada humana. Al contrario, obremos de tal manera que quienes nos vean y nos imiten glorifiquen a Dios. Y caigamos en la cuenta de que si él no nos hubiera hecho así, nada seríamos» (Sermón 338,3-4).

Jueves después de Ceniza

Entrada: «Cuando invoqué al Señor, Él escuchó mi voz, rescató mi alma de la guerra que me hacían. Encomienda a Dios tus afanes, que Él te sustentará» (cf. Sal 54,17-20.23)

Colecta (del Misal anterior, antes Gregoriano): «Señor, que tu gracia inspire, sostenga y acompañe nuestras obras, para que nuestro trabajo comience en Ti como en su fuente, y tienda siempre a Ti como a su fin».

Comunión: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (Sal 50,12).

Postcomunión: «Favorecidos con el don del Cielo te pedimos, Dios Todopoderoso, que esta Eucaristía se haga viva realidad en nosotros y nos alcance la salvación».

Deuteronomio 30,15-20: Pongo delante de ti la bendición y la maldición. Ante el hombre se alzan dos caminos: el de la felicidad, en el caso de que acate los mandamientos de Dios, y el de la desgracia, si no quiere obedecer. Hemos de elegir uno u otro. La presentación de esta alternativa nos evoca la amonestación de Cristo a caminar por la senda estrecha, que lleva a la vida, y rechazar la ancha, que conduce a la perdición.

¿Por qué no adelantamos en nuestra vida espiritual, después de tanto  tiempo como llevamos practicándola? Porque no somos consecuentes con el camino elegido. No terminamos de ser seguidores de Cristo, según sus enseñanzas. Nos sigue atrayendo todavía el otro camino, ancho, venturoso, pero que lleva a la perdición.

El apóstol San Pablo nos amonesta enérgicamente: «Caminad en espíritu, y no satisfagáis los deseos de vuestra carne. Bien claras son las obras de la carne: fornicación, inmundicia, impudicia, lujuria, enemistades, disputas, envidias, ira, riñas, disensiones, herejías, homicidios, embriagueces, glotonerías. Los que practican tales cosas no pueden entrar en el reino de Dios. Los frutos del espíritu son: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, afabilidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza. Contra éstos no hay ley» (Gál 5,16-23).

«Caminad en espíritu». A esto tiende la práctica penitencial de la Cuaresma. Su misión consiste en libertar la naturaleza humana de la esclavitud de la sensualidad y de las pasiones, para someterla al dominio de la gracia y de la vida del Espíritu. Siempre hemos de estar en actitud de conversión. San Clemente Romano dice:

«Recorramos todos los tiempos, y aprendamos cómo el Señor, de generación en generación, concedió un tiempo de penitencia a los que deseaban convertirse a Él. Noé predicó la penitencia, y los que le escucharon se salvaron. Lo mismo Jonás... De la penitencia hablaron, inspirados por el Espíritu Santo, los que fueron ministros de la gracia de Dios. Y el mismo Señor de todas las cosas habló también con juramento de la penitencia... Obedezcamos, por tanto, a su magnífico y glorioso designio, e, implorando con súplicas su misericordia y benignidad, recurramos a su benevolencia y convirtámonos, dejadas a un lado las vanas obras, las contiendas, las envidias, que conducen a la muerte» (Carta a los Corintios 7,4-8–8,5-9).

–La Cuaresma es tiempo de renovación cristiana, de reemprender el camino iniciado por nuestro bautismo, de dar, en el seguimiento de Cristo, un nuevo paso a una mayor perfección cristiana. Eso es precisamente el Misterio Pascual, iniciado en nosotros y a cuya celebración anual nos preparamos.

Encaja perfectamente el Salmo 1 a la lectura anterior: «Dichoso el hombre que no sigue el camino de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos, sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche. Dichoso el hombre que ha puestos su confianza en el Señor. Será como un árbol, plantado al borde de la acequia; da fruto en su sazón, no se marchitan sus hojas. Cuanto emprende tiene buen fin... No así los impíos, no así: serán paja que arrebata el viento...»

Lucas  9,22-25: El que pierda  su vida por mi causa la salvará. El verdadero discípulo de Cristo ha de cargar con su cruz cada día, siguiéndolo. La Cuaresma prepara al cristiano a  revivir el misterio de la cruz. Morir a uno mismo es requisito para vivir la vida de la gracia santificante. Es seguir la senda que conduce a la vida eterna. Así exhorta San León Magno:

«Es necesario, amadísimos, para adherirnos inseparablemente a este misterio [el de la cruz de Cristo] hacer los mayores esfuerzos del alma y del cuerpo; porque, si es malo permanecer ajeno a la solemnidad pascual, es aún peor asociarse a la comunidad de los fieles sin haber participado antes en los sufrimientos de Cristo. El Señor ha dicho: “quien no toma su cruz y me sigue no es digno de Mí” (Mt 10,38).

«Y añade San Pablo: “si participamos en sus sufrimientos, también participaremos en su Reino” (Rom 8,17; 1 Tim 2,12). Así, pues, el mejor modo de honrar la pasión, muerte y resurrección de Cristo es sufrir, morir y resucitar con Él... Por eso, cuando alguien se da cuenta que sobrepasa los límites de las disciplina cristiana y que sus deseos van hacia lo que le haría desviar del camino recto, que recurra a la cruz del Señor y clave en ella lo que le lleva a la perdición» (Sermón 70,19 de la Pasión 4).

Viernes después de Ceniza

Entrada: «Escucha, Señor, y ten piedad de mí; Señor, socórreme» (Sal 29,11).

Colecta (del misal anterior y antes en Gelasiano y Gregoriano): «Confírmanos, Señor, en el espíritu de penitencia con que hemos empezado la Cuaresma; y que la austeridad exterior que practicamos vaya siempre acompañada por la sinceridad de corazón».

Comunión: «Señor, enséñame tus caminos e instrúyeme en tus sendas» (Sal 24,4).

Postcomunión: «Te pedimos, Señor Todopoderoso, que la participación en tus sacramentos nos purifique de todos nuestros pecados y nos disponga a recibir los dones de tu bondad».

Isaías 58,1-9: ¿Es ése el ayuno que el Señor desea? El ayuno no solo ha de consistir en comer menos, sino también y principalmente en no cometer pecados y hacer actos de caridad. Esto es constante en los profetas y también en las enseñanzas de Cristo (cf. Mt 6,1-6.16-18; 25,34-40). Dice San León Magno:

«No hay cosa más útil que unir los ayunos santos y razonables con la limosna. Ésta, bajo la única denominación de misericordia, contiene muchas y laudables acciones de piedad; de modo que, aunque las situaciones de fortuna sean desiguales, pueden ser iguales las disposiciones de ánimo de todos los fieles. Porque el amor que debemos tanto a Dios como a los hombres no se ve nunca impedido hasta tal punto que no pueda querer lo que es bueno...

«El que se compadece caritativamente de quienes sufren cualquier calamidad es bienaventurado no solo en virtud de su benevolencia, sino por el bien de la paz. Las realizaciones del amor pueden ser muy diversas, y así, en razón de la misma diversidad, todos los buenos cristianos pueden ejercitarse en ellas, no solo los ricos y pudientes, sino incluso los de posición media y aun los pobres. De este modo, quienes son desiguales por su capacidad de hacer la limosna, son semejantes en el amor y en el afecto con que la hacen» (Sermón 6 de Cuaresma 1-2).

Y San Agustín:

«Vuestros ayunos no sean como los que condena el profeta (Is 58,5). Él fustiga el ayuno de la gente pendenciera; aprueba el de los piadosos; condena a quienes aprietan y busca a quien aflojan; acusa a los cizañeros, aprecia a los pacificadores. Éste es el motivo por el que en estos días refrenáis vuestros deseos de cosas lícitas, para no sucumbir ante lo ilícito. De esta forma, nuestra oración, hecha con humildad y caridad, con ayuno y limosnas, templanza y perdón, practicando el bien y no devolviendo mal por mal..., busca la paz y la consigue» (Sermón 206,3).

–El ayuno que Dios nos concede hacer consiste en una total conversión en obras buenas, y no solo en palabras y ritos externos. Por no haber ayudado así en muchas ocasiones, hemos de confesar nuestra culpa con gran arrepentimiento: el Salmo 50, que ya comentamos el Miércoles pasado, expresa nuestra súplica de perdón. Dice San León Magno:

«Porque es propio de la festividad pascual que toda la Iglesia goce del perdón de los pecados, no sólo aquellos que renacen en el santo bautismo, sino también aquellos que, desde hace tiempo, se encuentran ya en el número de los hijos adoptivos. Pues, si bien los hombres renacen a la vida nueva principalmente por el bautismo, como a todos nos es necesario renovarnos cada día de las manchas de nuestra condición pecadora, y no hay quien no tenga que ser mejor en la escala de la perfección, debemos esforzarnos para que nadie se encuentre bajo el efecto de viejos vicios el día de la Redención» (Sermón 6 de Cuaresma,1-2).

Mateo 9,14-15: Llegará un día en que se lleven al Esposo y entonces ayunarán. El ayuno está relacionado con el tiempo de la espera. Jesús mismo ha ayunado en el desierto, resumiendo en Sí la larga preparación de la humanidad en la instauración del Reino. Cuando comienza el ministerio público, Jesús puede decir con toda razón que el Reino ya está allí, que ha llegado el Esposo, que sus discípulos no han de ayunar mientras Él viva.

El ayuno del Viernes  Santo responde de modo especial a estas palabras de Jesús: es el ayuno en el día en que Jesús, muerto en la Cruz, es arrebatado de entre los suyos.

En nuestros días esperamos la venida definitiva del Esposo, al final de los tiempos, en la plenitud del Reino. La evocación de los misterios redentores del Señor es preparada como lo hicieron sus se-guidores. En los primeros tiempos, sólo el Viernes y Sábado Santos. Más tarde, se alargó a una semana y, posteriormente, a los cuarenta días de la Cuaresma.

En esta preparación se intensifican las prácticas ascéticas de ayuno, abstinencia y otras penitencias. La abstinencia actual de los viernes de Cuaresma es por tanto la preparación para la celebración de los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, y también actitud de espera de la llegada gloriosa de Jesucristo y la instauración de su Reino en el fin del mundo. 

Sábado después de Ceniza

Entrada: «Respóndenos, Señor, con la bondad de tu gracia; por tu gran compasión, vuélvete hacia nosotros, Señor» (Sal 68,17).

Colecta (del misal anterior y antes del Gregoriano): «Dios todopoderoso y eterno, mira compasivo nuestra debilidad y extiende sobre nosotros tu mano poderosa».

Comunión: Misericordia quiero, y no sacrificio –dice el Señor–; que no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores (Mt 9,13)

Postcomunión: Alimentados con el pan de vida, te pedimos, Señor, que cuanto hemos vivido y celebrado como misterio en esta Eucaristía, lo recibamos en el Cielo como plenitud de salvación.

Isaías 58,9-14: Cuando partas tu pan con el hambriento, brillará tu luz en las tinieblas. El profeta recoge algunas formas de proceder que manifiestan una auténtica penitencia, fuente de luz y de alegría para quienes la practican.

Con las obras de caridad hacia los demás hombres, nuestros hermanos, el cristiano sale, por la abnegación, de su egoísmo, y ésta es la mejor conversión, la penitencia que agrada a Dios. No son sólo obras de caridad las materiales, como la limosna, la ayuda en la enfermedad y la ancianidad, sino todas las que derivan del amor, como la disponibilidad, el servicio y la entrega. Dice San Gregorio Nacian-ceno:

«No consintamos, hermanos, en administrar de mala manera lo que, por don divino, se nos ha concedido... No nos dediquemos a acumular y guardar dinero, mientras otros tienen que luchar en medio de la pobreza...

«Imitemos aquella suprema y primordial ley de Dios que hace llover sobre  justos y pecadores, y hace salir igualmente el sol para todos; que pone la tierra, las fuentes, los ríos y los bosques a disposición de todos sus habitantes; el aire se lo entrega a las aves y el agua a los que viven en ella, y a todos da con abundancia los subsidios para su existencia, sin que haya autoridad de nadie que los detenga, ni ley que los circunscriba, ni fronteras que los separen; se lo entregó todo en común, con amplitud y abundancia y sin deficiencia alguna. Así enaltece la uniforme dignidad de la naturaleza con la igualdad de sus dones y pone de manifiesto las riquezas de su benignidad» (Sermón 14, sobre el amor a los pobres, 23-25).

–El mismo Señor que nos invita a la conversión de nuestras obras nos promete, a cambio, ser nuestro Pastor. Con el Salmo 85 nos sentimos pobres y desamparados; por eso acudimos a Dios. Él nos enseña el camino del bien obrar, del que nos ha hablado el profeta Isaías en la lectura anterior; caminando por él, alcanzaremos la meta final de la Patria eterna:

«Enséñame, Señor, tu camino, para que siga tu verdad. Inclina tu oído, Señor, es-cúchame, que soy un pobre desamparado, protege mi vida, que soy un fiel tuyo, salva a tu siervo, que confía en Ti. Tú eres mi Dios; piedad de mí, Señor, que Ti te estoy llamando todo el día; alegra el alma de tu siervo, pues levanto mi alma hacia Ti. Porque Tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan. Señor, escucha mi oración, atiende a la voz de mi súplica.»

Lucas 5,27-32: No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan. En el evangelio de este día Jesús invita explícitamente a la conversión al publicano Leví. El Señor nos llama constantemente, pero de modo especial en estos días de Cuaresma, a la con-versión, a un progreso mayor en nuestra vida espiritual. Ante Dios todos somos pecadores y todos necesitamos convertirnos. Comenta San Agustín:

«La voz del Señor llama a los pecadores para que dejen de serlo, no sea que piensen los hombres que el Señor amó a los pecadores y opten por estar siempre en pecado, para que Cristo los ame. Cristo ama a los pecadores, como el médico al enfermo: con vistas a eliminar la fiebre y a sanarlo. No es su deseo que esté siempre enfermo, para tener siempre a quien visitar; lo que quiere es sanarlo.

«Por tanto, el Señor no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores, para justificar al impío... ¿No te llevará a la plenitud angélica desde la cercana condición humana, quien te transformó en lo contrario de lo que eras? Por tanto, cuando comiences a ser justo, comienzas ya a imitar la vida angélica, ya que cuando eras impío estabas alejado de la vida de ellos. Presenta la fe, te haces justo y te sometes a Dios, tú que blasfemabas, y, aunque estabas vuelto hacia las criaturas, deseas ya al Creador» (Sermón 97 A,1).

 

 

1ª Semana de Cuaresma

Domingo

Entrada: «Me invocará y le escucharé, lo defenderé; lo saciaré de largos días» (Sal 90,15-16).

Colecta (Gelasiano): «Al celebrar un año más la santa Cuaresma concédenos, Dios todopoderoso, avanzar en la inteligencia del misterio de Cristo, y vivirlo en su plenitud».

Ofertorio (del misal anterior, y antes del Gelasiano y Gregoriano): «Te rogamos, Señor, que nos prepares dignamente para ofrecer este sacrificio con el que inauguramos la celebración de la Pascua»

Comunión: «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4), o bien «El Señor te cubrirá con sus plumas, bajo sus alas te refugiarás» (Sal 90,4).

Postcomunión  (composición nueva con elementos del Misal de Bobbio, siglo VII y pasajes evangélicos –Mt 4,4; Jn 6,51–): «Después de recibir el pan del Cielo que alimenta la fe, consolida la esperanza y fortalece el amor, te rogamos, Dios nuestro, que nos hagas sentir hambre de Cristo, pan vivo y verdadero, y nos enseñes a vivir constantemente de toda palabra que sale de tu boca».

 

Ciclo A

El mayor obstáculo para vivir una Cuaresma cristiana es el orgullo del hombre, siempre dispuesto a desentenderse de Dios y de su voluntad amorosa, para autodi-vinizarse y determinar por sí mismo la ley del bien y del mal. La liturgia de hoy nos enseña a tomar el camino recto.

Génesis 2,7-5–3,1-7: Creación y pecado de nuestros primeros padres.  Fuimos creados, por amor de Dios, para glorificar al Creador a través de las cosas creadas. Pero el pecado original, la soberbia de Adán y Eva, trajo la degradación de la naturaleza humana. Comenta San Agustín:

«Se pasó por alto la amenaza de Dios y se prestó atención a la promesa del diablo. Pero la amenaza de Dios resultó ser verdadera y falso el engaño del diablo. ¿De qué le sirvió –os pregunto– de qué le sirvió a la mujer decir: “la serpiente me indujo”, y al varón: “la mujer que me diste como compañera me dio y comí“? ¿Acaso les valió la excusa y evitaron la condena?» (Sermón 224).

–Seguimos pidiendo perdón al Señor con el Salmo 50, que ya comentamos el miércoles de Ceniza.

Romanos 5,12-19: Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia. Para regenerarnos, el amor de Dios nos ofreció la redención en Cristo, el nuevo Adán. Todos hemos de convertirnos a Cristo para nuestra salvación. Comenta San Agustín:

«Ved lo que nos dio a beber el hombre, ved lo que bebimos de aquel progenitor, que apenas pudimos digerir. Si esto nos vino por medio del hombre, ¿qué nos llegó a través del Hijo del Hombre? (Rom 5,12-19)... Por aquél el pecado, por Cristo la justicia. Por tanto, todos los pecadores pertenecemos al hombre y todos los justos al Hijo del Hombre (Sermón 255,4). Como dice el Señor por el profeta Isaías: «Vuestra salvación está en convertiros y en tener calma; vuestra fuerza está en confiar y en estar tranquilos. Pero el Señor espera para apiadarse, aguanta para compadecerse; porque el Señor es un Dios recto: dichosos los que esperan en Él» (Is 30,15.18).

Mateo 4,1-11: Jesús ayuna durante cuarenta días y es tentado. Jesús no sólo es el Salvador, en quien podemos confiar, sino también el modelo que nos enseña a vencer en nosotros mismos toda tentación degradante. San Agustín dice:

«Nuestra vida en medio de esta peregrinación no puede estar sin tentaciones, ya que nuestro progreso se realiza precisamente a través de la tentación, y nadie se conoce a sí mismo si no es tentado, ni puede ser coronado si no ha vencido, ni  vencer si no ha combatido, ni combatir si carece de enemigos y de tentaciones...

« Cristo nos incluyó en Sí mismo cuando quiso verse tentado por Satanás. Nos acaban de leer que Jesucristo, nuestro Señor, se dejó tentar por el diablo. ¡Nada menos que Cristo tentado por el diablo! Pero en Cristo estabas siendo tentado tú, porque Cristo tenía de ti la carne, y de Él procedía para ti la salvación; de ti procedía la muerte para Él, y de Él para ti la vida; de ti para Él los ultrajes, y de Él para ti los honores; en definitiva, de ti para Él la tentación y de Él para ti la victoria. Si hemos sido tentados en Él, también en Él vencemos al diablo.

«¿Te fijas en que Cristo fue tentado y no te fijas en que venció? Reconócete a ti mismo tentado en Él, reconócete también vencedor en Él. Podía haber evitado al diablo; pero, si no hubiese sido tentado no te habría aleccionado para la victoria, cuando tú fueras tentado» (Comentario sobre los Salmos, salmo 60,2-3).

Ciclo B

Toda la historia de la salvación evidencia el designio divino de purificarnos de nuestros pecados y entablar con nosotros una alianza de salvación y de santidad. La penitencia cuaresmal tiene su origen en el ejemplo personal de Cristo, quien, no obstante su absoluta santidad personal y para invitarnos personalmente con su ejemplo, consagró cuarenta días íntegros a la oración, al ayuno y a la ascética penitencial. Hemos de estar persuadidos de que tenemos necesidad de penitencia, si no queremos anular en nosotros el fruto del sacrificio redentor del Calvario.

Génesis 9,8-15: Pacto de Dios con Noé, liberado de las aguas del diluvio. Tras el castigo purificador del diluvio, Dios volvió a proclamar su designio de alianza y salvación sobre la comunidad nuevamente regenerada y misteriosamente seleccionada entre la humanidad pecadora: «Donde abundó el pecado, sobreabun-dó la gracia» (Rom 5,20).

 Esta es la idea que parece enseñarnos la lectura del diluvio. El pecado lleva siempre a la destrucción; pero Dios también está siempre dispuesto a recrear al hombre, a renovarlo de modo que continúe viviendo en la justicia y santidad. Por eso Dios se une a la humanidad con un pacto, la alianza, empeño que Dios tiene en favor de los hombres.

Dios está cerca, como amigo que cuida del destino del hombre y desea su plena realización. Donde existió el pecado y la muerte, ahora brilla el arco iris en el cielo, signo del Sol del Amor divino, que no cesará jamás de querer bien al hombre. Éste volverá una y otra vez al pecado, pero Dios se compadecerá siempre, perdonando y robusteciendo con su gracia el alma del hombre, para que progrese en santidad y en justicia. Para el pecador arrepentido hay siempre una esperanza de salvación. La celebración cuaresmal nos lo confirma en esta bella liturgia.

 –Lo expresamos con el Salmo 32: «La palabra del Señor es sincera y todas sus acciones son leales; Él ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra. Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y redimirlos en el tiempo de hambre. Nosotros aguardamos al Señor: Él es nuestro auxilio y escudo; que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros como lo esperamos de Ti».

1 Pedro 3,18-22: Aquello fue un símbolo del bautismo que ahora os salva. Por la muerte redentora de Cristo las aguas bautismales son, en los planes de Dios, el medio sacramental que nos limpia de nuestros pecados y nos incorpora a la Iglesia, arca definitiva de salvación.

Podemos resumir la lectura anterior con esta afirmación: donde la mirada humana no ve más que el desfallecimiento del hombre, allí la visión cristiana toma el poder y la acción vivificadora de Dios, y actúa como Cristo, que aceptó la muerte en lugar de los pecadores, para salvarlos, alcanzando así su propia glorificación. La fe hace comprender que todos los con-dicionamientos y limitaciones humanas alcanzan un valor positivo cuando el hombre los acepta por amor a Dios, transformándolos, con la gracia divina, en gestos constructivos y salvíficos para sí y para los demás, a ejemplo de Cristo.

Marcos 1,12-15: Era tentado por Satanás y los ángeles le servían. La conversión evangélica personal y la penitencia reformadora de nuestras vidas son tan imprescindibles, que sin ellas no puede haber salvación para nosotros. El aval de nuestra conversión es el Corazón del Hijo Redentor. Comenta San Agustín:

«En el combate hasta la muerte está la victoria plena y gloriosa. En efecto, las primeras tentaciones propuestas a nuestro Señor, el Rey de los mártires, fueron duras;  en el pan, la concupiscencia de la carne; en la promesa de reinos, la ambición mundana, y en la curiosidad de la prueba, la concupiscencia de los ojos. Todas estas cosas pertenecen al mundo, pero son cosas dulces, no crueles.

«Mirad ahora al Rey de los mártires presentándonos ejemplos de cómo hemos de combatir y ayudando misericordiosamente a los combatientes. ¿Por qué permitió ser tentado, sino para enseñarnos a resistir al tentador? Si el mundo te promete el placer carnal, respóndele: “más deleitable es Dios”. Si te promete honores y dignidades seculares, respóndele: “el Reino de Dios es más excelso que todo”. Si te promete curiosidades superfluas y condenables, respóndele: “sólo la Verdad de Dios no se equivoca”» (Sermón 384,5).

Ciclo C

La oración es el primer paso para la renovación santificadora de las prácticas cuaresmales. Es también la primera lección que Cristo nos ofreció en su vida pública. Sus cuarenta días de oración, en diálogo entrañable con el Padre, fortalecido con el Espíritu Santo, constituyen el ejemplo a seguir en este santo tiempo de Cuaresma. Si queremos tomar en serio nuestra vocación y condición cristianas, si queremos salir victoriosos de la tentación, debemos orar como Cristo hizo en el desierto.

Deuteronomio 26,4-10: Profesión de fe del pueblo escogido. Con la ofrenda anual de las primicias, Israel evocaba el acontecimiento más evidente de toda la historia de la salvación: que es siempre el amor de Dios el que toma la iniciativa para librarnos de toda esclavitud. En la ofrenda de las primicias el israelita declara la motivación de su gesto ofertorial: el  recuerdo de las intervenciones de Dios en favor de sus padres y de todo el pueblo, que culminan con la entrega de la Tierra Prometida.

Nosotros tenemos muchos motivos, más aún que los antiguos israelitas, para alabar a Dios y ofrecerle toda nuestra vida: Él nos creó, pero más aún nos redimió, en prueba de su amor inmenso y gratuito, que está suscitando siempre nuestra correspondencia de amor, de adoración, de entrega total. Todo cuanto tenemos es de Él, y nosotros, llenos de amor, se lo devolvemos, con toda nuestra voluntad, libremente. Igual que el pueblo de Israel, y con mayor razón, nosotros, que vivimos en la época de la técnica, del progreso y del bienestar, debemos ofrecer a Dios nuestras cosas, y, sobre todo, nuestras vidas.

–Con el Salmo 90 tenemos la seguridad de que Dios nos ayuda y nos pone al amparo de Cristo en la tentación, según la lectura evangélica de hoy:  «Tú que habitas al amparo del Altísimo, que vives a la sombra del Omnipotente, di al Señor: Refugio mío, Dios mío, confío en Ti. No se te acercará la desgracia, ni la plaga llegará hasta tu tienda, porque a sus ángeles ha dado órdenes para que te  guarden en tus caminos. Te llevarán en su palmas, para que tu pie no tropiece en la piedra; caminarás sobre áspides y víboras, pisotearás leones y dragones. Se puso junto a mí; lo librarás; lo protegeré porque conoce mi nombre, me invocará y lo escucharé. Con él estaré en la tribulación, lo defenderé, lo glorificaré».

Romanos 10, 8-13: Profesión de fe del que cree en Jesucristo. Por la fe en Cristo nos es posible a todos los hombres la regeneración y la reconciliación con Dios entre nosotros mismos. San Agustín comenta este pasaje:

«Creamos en Cristo crucificado, pero resucitado al tercer día. Esta fe, la fe por la cual creemos que Cristo resucitó de entre los muertos es la que nos distingue de los paganos... El Apóstol dice: “Pues si crees en tu corazón que Jesús es el Señor y confiesas con tu boca que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás” (Rom 10,9). Creed en vuestro corazón... Pero sea vuestra fe la de los cristianos, no la de los demonios...

«Pregunta a un pagano si fue crucificado Cristo. Te responderá: “Ciertamente”. Pregúntale si resucitó y te lo negará. Pregunta a un judío si fue crucificado Cristo y te confesará el crimen de sus antepasados. Pregúntale, sin embargo, si resucitó de entre los muertos; lo negará, se reirá y te acusará. Somos diferentes... Si nos distinguimos en la fe, distingámonos, de igual manera, en las costumbres, en las obras, inflamándonos la caridad» (Sermón 234,3).

Lucas 4,1-13: Jesús fue conducido por el Espíritu en el desierto y tentado por el diablo. El naturalismo de la vida, las ambiciones del corazón y el orgullo idolátrico son las tres tentaciones que nos acechan a diario y que Cristo Jesús nos enseñó a superar con su propio ejemplo redentor.

San Agustín afirma que el diablo se sirvió de la Escritura para tentar a Cristo y el Señor también le respondió con la Escritura (cf. Sermón 313 E,4). En todo tiempo, como individuos y como colectividad, estamos sujetos a la tentación de servirnos del poder, del prestigio, de la organización, del privilegio, de las riquezas..., para imponernos a los demás y subyugarlos.

Hemos de estar alerta y superar todas las dificultades que se nos presentan en nuestro caminar hacia Dios, sobre todo en este tiempo de Cuaresma, tan apropiado para la revisión de vida, para cambiar de mentalidad, para el dolor de nuestros pecados .

Lunes

Entrada: «Como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores, así están nuestros ojos en el Señor, Dios nuestro, esperando su misericordia. Misericordia, Señor, misericordia» (Sal 122,2-3).

Colecta (del misal anterior, y antes del Gregoriano y Gelasiano): «Conviértenos a Ti, Dios salvador nuestro; ilumínanos con la luz de tu palabra, para que la celebración de esta Cuaresma produzca en nosotros sus mejores frutos».

Comunión: «Os aseguro, dice el Señor, que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis. Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,40.34).

Postcomunión: «Concédenos experimentar, Señor Dios nuestro, al recibir tu Eucaristía, alivio para el alma y para el cuerpo; y así, restaurada en Cristo la integridad de la persona, podremos gloriarnos de la plenitud de tu salvación».

Levítico 19,1-2.11-18: Juzgarás con justicia a tu prójimo. Dios dio al pueblo elegido un código de santidad y de justicia: «Seréis santos porque yo, vuestro Dios, soy santo». Muchas prescripciones del Antiguo Testamento siguen siendo válidas para nosotros, como las de esta lectura; hemos de cumplirlas con mayor razón que los antiguos, porque tenemos la perfección y la ayuda sobrenatural contenida en el Nuevo Testamento.

 El concepto de santidad es del todo transcendente, único, distante. No podemos llegar jamás a la santidad de Dios. Él es absolutamente Otro, Separado, Único. Pero hemos de acercarnos lo más posible para tratar con Él. Cristo vino a enseñarnos el camino más seguro para ello, que es el amor. Este amor no es cosa nuestra, sino que ha sido infundido por Dios mismo en nuestra alma: «El amor de Dios ha sido derramado en vuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5).

Este amor se manifiesta en nuestras relaciones con los demás hombres, como se indica en esta misma lectura y es un signo de la santidad, como aparece en Dios mismo, según el profeta Oseas: «No ejecutaré el ardor de mi cólera, porque yo soy Dios y no hombre; en medio de ti, Yo el Santo» (11,9). La tendencia a la santidad ha de ser nuestra tarea principal. Dice Casiano:

«Este debe ser nuestro principal objetivo y el designio constante de nuestro corazón; que nuestra alma esté continuamente unida a Dios y a las cosas divinas. Todo lo que se aparte de esto, por grande que pueda parecernos, ha de tener en nosotros un lugar secundario, por  el último de todos. Incluso hemos de considerarlo como un daño positivo» (Colaciones 1).

Y San Agustín:

«Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones 1,1).

–El Señor quiere que no sólo estemos atentos a su ley, sino que la contemplemos y hagamos de ella nuestro alimento cotidiano, nuestra delicia. Por ese camino alcanzaremos la santidad.

Para esto nos resulta utilísimo meditar con el Salmo 18: «Tus palabras, Señor, son espíritu y vida. La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos. Que te agraden las palabras de mi boca, y llegue a tu presencia el meditar de mi corazón, Señor, Roca mía, Redentor mío».

Mateo 25,31-46: Lo que hiciste a uno de estos mis hermanos, conmigo lo hiciste. El gran signo de la verdadera santidad es el amor a Dios y al prójimo. Es tan trascendental ver al Señor en el prójimo, que nuestro encuentro definitivo con Él versará sobre la manera en que lo hemos vivido a través del prójimo. Es lo que dice San Juan de la Cruz: «en el atardecer de nuestra vida seremos examinados sobre el amor». En nuestro caminar hacia Dios en este mundo, el incumplimiento de este precepto nos hace caminar en tinieblas y nos imposibilita la participación en la celebración del Sacramento del Amor. Comenta San Agustín:

«Recordad, hermanos, lo que ha de decir a los que están a la derecha. No les dirá: “hiciste esta o aquella obra grande”, sino: “tuve hambre y me disteis de comer”; a los que están a la izquierda no les dirá: “hicisteis ésta o aquélla obra mala”, sino: “tuve hambre y no me disteis de comer.” Los primeros, por su limosna irán a la vida eterna; los segundos por su esterilidad, al fuego eterno, Elegid ahora el estar a la derecha o a la izquierda» (Sermón 204,10).

En otro lugar dice:

«Nadie tema dar a los pobres; no piense nadie que quien recibe es aquél cuya mano ve. Quien recibe es el que te mandó dar. Y no decimos esto porque así nos parece por conjetura humana; escúchale a Él que te aconseja y te da seguridad en la Escritura. Tuve hambre y me diste de comer... (Sermón 86,3).

Martes

Entrada: Señor, Tú has sido nuestro refugio de generación en generación. Desde siempre y por siempre Tú eres Dios (Sal 89,1-2).

Colecta (del misal anterior, y antes del Gregoriano): Señor, mira con amor a tu familia, y a los que moderan su cuerpo con la penitencia, aviva en su espíritu el deseo de poseerte.

Comunión: Escúchame cuando te invoco, Dios, defensor mío; Tú, que en el aprieto me diste anchura, ten piedad de mí y escucha mi oración (Sal 4,2).

Postcomunión: Que esta Eucaristía nos ayude, Señor, a vencer nuestro apego a los bienes de la tierra y a desear los bienes del Cielo.

Isaías 55,10-11: Mi palabra no volverá a Mí vacía, sino que hará mi voluntad. Hemos de recibir la palabra de Dios con generosidad y colaborar con ella para que dé fruto abundante de santidad en nosotros y en los demás. Vino, primero por los profetas, luego por el Bautista y, finalmente, por el mismo Cristo: «Muchas veces y en muchas ocasiones habló Dios a nuestros Padres por ministerio de los profetas, últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo»: (Heb 1,1). Así comenta San Asterio, obispo de Amasea:

«Si pensáis emular a Dios, puesto que habéis sido creados a su imagen, imitad su ejemplo. Vosotros, que sois cristianos, que con vuestro mismo nombre estáis proclamando la bondad, imitad la caridad de Cristo...

«Pensad en los tesoros de su benignidad, pues habiendo de venir como hombre a los hombres, envió previamente a Juan como heraldo y ejemplo de penitencia y, por delante de Juan, envió a todos los profetas, para que indujeran a los hombres a convertirse, a volver al buen camino y a vivir una vida fecunda.

«Luego se presentó Él mismo y clamaba con su propia voz: “Venid a Mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré”. ¿Y cómo acogió a los que escucharon su voz? Les concedió un pronto perdón de sus pecados, y los libró en un instante de sus ansiedades. La palabra los hizo santos, el Espíritu los confirmó, el hombre viejo quedó sepultado en el agua, el hombre nuevo floreció por la gracia. ¿Y qué ocurrió a continuación? El que había sido enemigo se convirtió en amigo, el extraño resultó ser hijo, el profano vino a ser sagrado y piadoso» (Homilía 13).

En este tiempo cuaresmal hemos de leer con más frecuencia la Sagrada Escritura y escuchar en los sermones y pláticas el mensaje de Dios a nuestra alma y ponerlo en práctica. Así la Palabra de Dios no volverá a Él vacía.

–Con el Salmo 33 invocamos al Señor en nuestra pobreza y angustia, pues Él es siempre rico y generoso para los que lo invocan con fe:  «Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre. Yo consulté al Señor y me respondió, me libró de todas mis ansias. Contempladlo y quedaréis radiantes, vuestro rostros no se avergonzará. Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha y lo salva de sus angustias. Los ojos del Señor miran a los justos, sus oídos escuchan sus gritos; pero el Señor se enfrenta con los malhechores para borra de la tierra su memoria. Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias; el Señor está cerca de los abatidos».

Mateo 6,7-15: Vosotros rezad así. La oración ocupa un puesto privilegiado en la Cuaresma. Tenemos necesidad de orar. El Señor nos dio ejemplos de oración y nos enseñó el modo de hacerlo. Pasaba las noches en oración, nos dice el Evangelio. Oigamos a San Cipriano:

«Los preceptos evangélicos, queridos hermanos, no son otra cosa que las enseñanzas divinas, fundamentos que edifican la esperanza, cimientos que corroboran la fe, alimentos del corazón, garantía para la obtención de la salvación: ellos instruyen en la tierra a las mentes dóciles de los creyentes y los conducen a los reinos celestiales...

«El Hijo de Dios, entre todos los demás saludables consejos y divinos preceptos con los que orientó a su pueblo para la salvación, le enseñó también la manera de orar, y, a su vez, Él mismo nos instruyó y aconsejó sobre lo que teníamos que pedir. El que nos dio la vida nos enseñó también a orar, con la misma benignidad con la que da y otorga todo lo demás, para que fuésemos escuchados con más facilidad, al dirigirnos al Padre con la misma oración que el Hijo nos enseñó.

«...¿pues qué oración más espiritual puede haber que la que nos  fue dada por Cristo, por quien nos fue enviado también el Espíritu Santo, y qué plegaria más verdadera ante el Padre que la que brotó de los labios del Hijo, que es la Verdad?... Oremos, pues, hermanos queridos, como Dios, nuestro Maestro, nos enseñó. A Dios le resulta amiga y familiar la oración que se le dirige con sus mismas palabras, la misma oración de Cristo, que llega a sus oídos» (Tratado sobre el Padrenuestro 1-3).

Miércoles

Entrada: «Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas, pues los que esperan en Ti no quedan defraudados. Salva, oh Dios, a Israel de todos tus peligros» (Sal 24,6.3.22).

Colecta (del Misal anterior y antes del Gelasiano y Gregoriano): «Señor, mira complacido a tu pueblo, que desea entregarse a Ti con una vida santa; y a los que moderan su cuerpo con la penitencia, transfórmales interiormente mediante el fruto de las buenas obras».

Comunión: «Que se alegren los que se acogen a Ti con júbilo eterno; protégelos para que se llenen de gozo» (Sal 5,12).

Postcomunión: «Tú, Señor, que no cesas de invitarnos a tu mesa, concédenos que este banquete en el que hemos participado sea para nosotros fuente de vida eterna».

Jonás 3,1-10: Los habitantes de Nínive se arrepintieron de su mala conducta. Es una lectura con gran valor teológico sobre el perdón de los pecados. Gran contraste entre Israel, el pueblo elegido, que no escucha a los profetas y es castigado, y Nínive, ciudad pagana, que escucha a Jonás y hace penitencia, obteniendo el per-dón de sus pecados. Escuchemos a San Clemente Romano:

«Fijemos con atención nuestra mirada en la sangre de Cristo y reconozcamos cuán preciosa ha sido a los ojos de Dios, su Padre, pues, derramada por nuestra salvación, alcanzó la gracia de la penitencia para todo el mundo.

«Recorramos todos los tiempos y aprendamos cómo el Señor, de generación en generación, concedió un tiempo de penitencia a los que deseaban convertirse a Él. Noé predicó la penitencia y los que lo escucharon se salvaron. Jonás anunció a los ninivitas la destrucción de su ciudad, y ellos, arrepentidos de sus pecados, pidieron perdón a Dios y, a fuerza de súplicas, alcanzaron la indulgencia, a pesar de no ser  de no ser del pueblo elegido. De la penitencia hablaron inspirados por el Espíritu Santo, los que fueron ministros de la gracia de Dios.

«Y el mismo Señor de todas las cosas habló también, con juramento, de la penitencia: “Por mi vida, oráculo del Señor, que no quiero la muerte del pecador, sino que cambie de conducta“. Y añade aquella hermosa sentencia: “Cesad de obrar el mal, casa de Israel. Di a los hijos de mi pueblo: Aunque vuestros pecados lleguen hasta el cielo, aunque sean como púrpura y rojos como escarlata, si os convertís a Mí de todo corazón y decís: `Padre´; os escucharé como a mi pueblo santo”.

«Queriendo, pues, el Señor que todos los que Él ama tengan parte en la penitencia, lo confirmó así con su omnipotente voluntad» (Carta a los Corintios 7,4–8,3).

–Una vez más utilizamos el Salmo 50 –que ya comentamos el Miércoles de Ceniza–, texto magnífico para expresar el arrepentimiento de los pecados. Convertíos a Mí de todo corazón en ayunos y lágrimas y llantos, dice el Señor. Rasgad vuestros corazones y convertíos al Señor, porque Él es benigno y misericordioso, paciente y bondadoso y siempre dispuesto a perdonar el mal... Perdona, Señor, perdona a tu pueblo y no des al oprobio tu heredad (cf. Joel)

Dios quiere la penitencia. Una penitencia cordial y sincera. Quiere el arrepentimiento, la contrición, pero también las obras externas de mortificación y de ejercicio de la virtud de caridad.

Lucas 11,29-32: A esta generación no se le dará otro signo que el de Jonás. A lo largo de la Cuaresma todos somos invitados a la penitencia y a la conversión. Comenta San Agustín:

«Jonás anunció no la misericordia, sino la ira, que era inminente... Solamente  amenazó con la destrucción y la proclamó; no obstante, ellos, sin perder la esperanza en la misericordia de Dios, se convirtieron a la penitencia y Dios los perdonó. Mas, ¿qué hemos de decir? ¿Que el profeta mintió? Si lo entiendes carnalmente, parece haber dicho algo  que fue falso; pero, si lo entiendes espiritualmente, se cumplió lo que predijo el profeta. Nínive, en efecto, fue derruida.

«Prestad atención a lo que era Nínive y ved que fue derruida. ¿Qué  era Nínive? Comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, edificaban; se entregaban al perjurio, a la mentira, a la embriaguez, a los crímenes, a toda clase de corrupción. Así era Nínive. Fíjate cómo es ahora: lloran, se duelen, se contristan en el cilicio y la ceniza, en el ayuno y en la oración. ¿Dónde está aquella otra Nínive? Ciertamente ha sido derruida, porque sus acciones ya no son las de antes» (Sermón 361,2).

Jueves

Entrada: «Señor, escucha mis palabras, atiende a mis gemidos, haz caso de mis gritos de súplica. Rey mío y Dios mío» (Sal 5,2-3)

Colecta (del Misal anterior y antes del Gelasiano y Gregoriano): «Concédenos la gracia, Señor, de pensar y practicar siempre el bien, y, pues sin Ti no podemos ni existir ni ser buenos, haz que vivamos siempre según tu voluntad».

Comunión: «Quien pide, recibe; quien busca, encuentra; y al que llama, se le abre» (Mt 7,8).

Postcomunión: «Señor, Dios nuestro, concédenos que este sacramento, garantía de nuestra salvación, sea nuestro auxilio en esta vida y nos alcance los bienes de la vida futura».

Ester 14,3-5,12-14: No tengo otro defensor que tú. La súplica de Ester, en un momento de gran peligro, es modelo para la oración cristiana. Comienza confesando la soberanía única, exclusiva, de Dios sobre todo lo que existe. Luego apela a su misericordia, según la cual eligió a Israel como heredad suya; finalmente, pide la protección de Dios en momento tan difícil para ella y para su pueblo. Comenta San Juan Crisóstomo:

«El mismo bien está en la plegaria y en el diálogo con Dios, porque equivale a una íntima unión con Él; y así, como los ojos del cuerpo se iluminan cuando contemplan la luz, así también el alma dirigida hacia Dios se ilumina con inefable luz. Una plegaria, por supuesto, que no sea de rutina, sino hecha con el corazón, que no está limitada a un tiempo concreto o  a unas horas determinadas, sino que se prolonga día y noche sin interrupción.

«Conviene, en efecto, que elevemos la mente a Dios no sólo cuando nos dedicamos expresamente a la oración, sino también cuando atendemos a otras ocupaciones, como el cuidado de los pobres o las útiles tareas de la munificencia, en todas las cuales debemos mezclar el anhelo y el recuerdo de Dios; de modo que todas nuestras obras, como si estuvieran condimentadas con la sal del amor de Dios, se convierten en un alimento dulcísimo para el Señor. Pero sólo podremos disfrutar perpetuamente de la abundancia que de Dios brota, si le dedicamos mucho tiempo.

«La oración es luz del alma, verdadero conocimiento de Dios, mediadora entre Dios y los hombres. Hace que el alma se eleve hasta el cielo y abrace a Dios con inefables abrazos... Por la oración el alma expone sus propios deseos y recibe dones mejores que toda la naturaleza visible» (Homilía 6, sobre la oración).

–Con el Salmo 137 expresamos la confianza y seguridad que tenemos en Dios cuando nos dirigimos a Él en la oración: «Te doy gracias, Señor, de todo corazón, delante de los ángeles tañeré para Ti. Me postraré hacia tu santuario. Daré gracias a tu nombre. Por tu misericordia y lealtad. Cuando te invoqué me escuchaste, acreciste el valor de mi alma. Extiendes tu brazo contra la ira de mi enemigo. El Señor completará sus favores conmigo: Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos».

Sigue diciendo San Juan Crisóstomo:

«Pues la oración se presenta ante Dios como venerable intermediario. Alegra nuestro espíritu y tranquiliza sus afectos... La oración es un deseo de Dios, una inefable piedad, no otorgada por los hombres, sino concedida por la gracia divina... El don de semejante súplica, cuando Dios lo otorga a alguien, es una riqueza inagotable y un alimento celestial que satura el alma; quien lo saborea se enciende en un deseo indeficiente del Señor, como en un fuego ardiente que inflama su alma» (ibid.).

Mateo 7,7-12: Quien pide, recibe.  Jesús invita a sus discípulos a practicar la oración. La eficacia de la oración se funda en la condición paternal del Padre «que está en los cielos». Seguimos con San Juan Crisóstomo:

«Cuando quieres reconstruir en ti aquella morada que Dios se edificó en el primer hombre, adórnate con la modestia y la humildad y hazte resplandeciente con la luz de la justicia; decora tu ser con la fe y la grandeza de alma, a manera de muros y piedras; y, por encima de todo, como quien pone la cúspide para coronar un edificio, coloca la oración, a fin de preparar a Dios una casa perfecta y poderle recibir en ella como si fuera una mansión regia y espléndida, ya que, por la gracia divina, es como si poseyeras la misma imagen de Dios colocada en el templo de tu alma» (ibid.).

El  Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, ya que nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, como dice San Pablo.

Viernes

Entrada: «Señor, ensancha mi corazón oprimido y sácame de mis tribulaciones. Mira mis trabajos y mis penas y perdona todos mis pecados» (Sal 24,17-18).

Colecta (del Veronense y Gelasiano): «Que tu pueblo, Señor, como preparación a las fiestas de Pascua, se entregue a las penitencias corporales, y que nuestra austeridad comunitaria sirva para la renovación espiritual de tus fieles».

Comunión: «No me complazco en la muerte del pecador –dice el Señor– sino en que se convierta y viva» (Ez 33,11).

Postcomunión: «Señor, que esta Eucaristía nos renueve, y, purificándonos de la corrupción del pecado, nos haga entrar en comunión con el misterio que nos salva».

Ezequiel 18,21-28: ¿Acaso quiero yo la muerte del malvado y que no se convierta de su camino y viva? Cada uno es responsable ante Dios. Por eso se invita una vez más a la conversión y al cambio de vida, tan apropiado en este tiempo de Cuaresma, pues la eficacia de la auténtica penitencia es la conversión personal del corazón a Dios.

Pero podemos y debemos orar por la conversión de los demás. La penitencia debe restablecer de nuevo el orden alterado, haciendo desaparecer nuestro alejamiento de Dios y nuestro apego desordenado a las criaturas. El alma debe retornar a Dios por el arrepentimiento: «Convertíos a Mí de todo corazón».

A la conversión interior deben acompañar las obras externas de penitencia, la mortificación, que tiene muchos aspectos: ayuno, abstinencia, abnegación, paciencia... realizadas con gran discreción, sin hacer alardes de personas austeras.

El cristianismo es la religión de la interioridad, no de la ostentación y vana apariencia ante los hombres. La piedad cristiana tiene por único objeto a Dios y a su voluntad. Y el fundamento de esta piedad es el amor. La conversión ha de mostrarse en las buenas obras: ser más caritativos, más serviciales, más cariñosos, más amables, más desprendidos, más bondadosos. Dice San Clemente Romano:

«Seamos humildes, deponiendo toda jactancia, ostentación e insensatez, y los arrebatos de la ira... Como quiera, pues, que hemos participado de tantos y tan grandes y tan ilustres hechos, emprendamos otra vez la meta de la paz que nos fue anunciada desde el principio y fijemos nuestra mirada en el Padre y Creador del universo, acogiéndonos a los magníficos y superabundantes dones y beneficios de su paz» (Carta a los Corintios 19,2).

–Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva. La conversión es siempre posible y Dios actúa para que se realice. Por muy abrumados que nos veamos por nuestras culpa, nunca hemos de desesperar de la misericordia del Señor. Con el Salmo 129 expresamos esa confianza: «Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz; estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica. Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón y así infundes respeto. Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora; porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa; y Él redimirá a Israel de todos sus delitos».

Reconozcámonos y sintámonos íntimamente unidos e identificados con nuestros hermanos y hermanas en Cristo, y pidamos todos por cada uno y cada uno por todos.

Mateo 5,20-26: Vete primero a reconciliarte con tu hermano. El arrepentimiento del cristiano se demuestra ante todo en el deseo de practicar la justicia. La Cuaresma es el tiempo más edecuado para el perdón de las injurias y para la reconciliación. No es posible tener odio al hermano y participar en la Eucaristía, sacramento del Amor.

Esta doctrina pasó desde el Evangelio a la literatura cristiana. Ya aparece en el libro más antiguo del cristianismo, no bíblico, la Didajé, de fines del siglo primero. Y así se ha seguido enseñando en la Iglesia hasta nuestros días. San León Magno lo expone con frecuencia en sus sermones de Cuaresma. En el dice:

  «Vosotros, amadísimos, que os disponéis para celebrar la Pascua del Señor, ejercitaos en los santos ayunos, de modo que lleguéis a la más santa de todas las fiestas libres de toda turbación. Expulse el amor de la humildad el espíritu de la soberbia, fuente de todo pecado, y mitigue la mansedumbre a los que infla el orgullo. Los que con sus ofensas han exasperado los ánimos, reconciliados entre sí, busquen entrar en la unidad de la concordia. No volvais mal por mal, sino perdonaos mutuamente, como Cristo nos ha perdonado (Rom 12,17). Suprimid las enemistades humanas con la paz...

«Nosotros, que diariamente tenemos necesidad de los remedios de la indulgencia, perdonemos sin dificultad las faltas de los otros. Si decimos al Señor, nuestro Padre: “perdónanos nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Mt 6,12), es absolutamente cierto que, al conceder el perdón a las ofensas de los otros, nos disponemos nosotros mismos para alcanzar la clemencia divina» (Sermón 6,3 de Cuaresma).

Sábado

Entrada: «La Ley del Señór es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante» (Sal 18,8).

Colecta (Veronense): «Dios, Padre eterno, vuelve hacia Ti nuestros corazones, para que, consagrados a tu servicio, no busquemos sino a Ti, lo único necesario, y nos entreguemos a la práctica de las obras de misericordia».

Comunión: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48).

Postcomunión: «Asiste, Señor, con tu ayuda continua, a los que alimentas con la Eucaristía; y a cuantos has iluminado con el don de tu palabra, acompáñales siempre con el consuelo de tu gracia».

Deuteronomio 26,16-19: Serás un pueblo consagrado al Señor tu Dios. Para esto es necesario cumplir en todo momento la ley del Señor, su voluntad. Dios exigió a su pueblo elegido, por la alianza, la fidelidad, la adhesión total cuyo signo es la obediencia a sus mandatos. La recompensa a esa fidelidad era precisamente ser el pueblo santo del Señor.

La alianza es una realidad siempre actual. No se trata de vivir dentro de la economía antigua; pero el pasado nos sirve para definir mejor el presente, puesto que las maravillas pasadas no cesan de renovarse en la actualidad.

En cada uno de los fieles vuelve a activarse el drama del desierto, con sus beneficios y sus murmuraciones, sus bendiciones y sus alternativas; a cada uno le corresponde, por tanto escoger entre amar a Dios y obedecerle o  desobedecerle y olvidarle. La recompensa prometida por Dios a quienes le sirven y le obedecen es la vida feliz y la gloria. Así pues, la ley no es tanto una serie de preceptos cuanto una actitud religiosa: «Yo seré para ti tu Dios y tú serás para Mí mi pueblo».

 El cristiano no puede dar razón de su fe sino poniendo de manifiesto en su comportamiento presente la referencia a un acontecimiento original, que es la gratuidad de la elección de Dios en Jesucristo, lugar de la nueva alianza y cumplimiento de la promesa. San Ireneo dice:

«Quienes se hallan en la luz no son los que iluminan a la luz, sino que es ésta la que los ilumina a ellos; ellos no dan nada a la luz sino que reciben su beneficio, pues se ven iluminados por ella. Así sucede con el servir a Dios, que a Dios no  le da nada, ya que Dios no tiene necesidad de los servicios humanos; Él, en cambio, otorga la vida, la incorrupción, la gloria eterna a los que le siguen y le sirven» (Contra las herejías 4,14,1).

–Dios nos pide que guardemos sus preceptos, que sigamos sus caminos, pues ello redunda en bien nuestro. Así nos lo confirma el Salmo 118: «Dichoso el que, con vida intachable, camina en la voluntad del Señor; dichoso el que, guardando sus preceptos, lo busca de todo corazón. Tú promulgas tus decretos, para que se observen exactamente;  ojalá esté firme mi camino, para cumplir tus consignas. Te alabaré con sincero corazón, cuando aprenda tus justos mandamientos; quiero guardar tus leyes exactamente, Tú no me abandones».

San Ireneo continúa diciendo:  

«Ni nos mandó que lo siguiéramos porque necesitase de nuestro servicio, sino para salvarnos a nosotros mismos. Porque seguir al Salvador equivale  a participar de la salvación y seguir a la luz es lo mismo que quedar iluminado... Por eso Él requiere de los hombres que lo sirvan, para beneficiar a los que perseveran en su servicio, ya que Dios es bueno y misericordioso. Pues en la misma medida en que Dios no carece de nada, el hombre se halla indigente de la comunión con Dios.» (Ibid.)

Mateo 5,43-48: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto. La ley suprema de Dios, que ya vimos se encuentra en el Antiguo Testamento: «sed santos como santo soy yo» se confirma aún más en el Nuevo Testamento, con Jesucristo, que nos dice que imitemos a nuestro Padre celestial, que es perfecto. La perfección de la caridad se manifiesta ante todo en el amor a los enemigos. Comenta San Agustín:

«Comprende las circunstancias y sé prudente. ¿Cuántos blasfeman contra tu Dios? Oyéndolo tú, ¿no lo oye Él? Lo sabes tú, y ¿lo ignora Él? Y con todo hace salir el sol sobre los buenos y los malos, y hace llover sobre los justos e injustos (Mt 5,45). Muestra su paciencia, difiriendo el ejercicio de su poder. Reconoce tú también las circunstancias y no dejes que los ojos se enciendan enojados... Tienes algo que hacer. Evita los altercados y dedícate a la oración. No devuelvas insulto por insulto, antes bien ora por quien te insulta. Ya que le quieres, habla a Dios por él... Abre tú los ojos a la luz; tú, envuelto en tinieblas, reconoce al hermano que está fuera de ellas... Ante el Padre tenemos una sola voz: “Padre nuestro que estás en los cielos...” ¿Por qué no tener también una misma paz?» (Sermón 357,4).

 

 

2ª Semana de Cuaresma

Domingo

Entrada: «Oigo en mi corazón: “Buscad mi rostro”. Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro» (Sal 26,8-9). «Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas, pues los que esperan en Ti no quedan defraudados, mientras el fracaso malogra a los traidores. Salva, oh Dios, a Israel, de todos sus peligros» (Sal 24,6.3.22).

Colecta (nueva composición, inspirada en la antigua liturgia hispánica o mozá-rabe): «Señor, Padre santo, tú que nos has mandado escuchar a tu Hijo, el Predilecto, alimenta nuestro espíritu con tu Palabra; así, con mirada limpia, contemplaremos gozosos la gloria de tu rostro».

Ofertorio: «Te pedimos, Señor, que esta oblación borre todos nuestros pecados, santifique los cuerpos y las almas de tus siervos y nos prepare a celebrar dignamente las fiestas pascuales»

Comunión: «Éste es mi Hijo, el Amado, mi Predilecto. Escuchadle» (Mt 17,5).

Postcomunión (del Gelasiano): «Te damos gracias, Señor, porque al darnos en este sacramento el Cuerpo glorioso de tu Hijo, nos haces partícipes ya en este mundo, de los bienes eternos de tu reino».

 

Ciclo A

Con su Transfiguración en el Tabor, quiso Cristo adelantarnos lo que después nos evidenciaría con su gloriosa Resurrección, una vez consumado el misterio redentor del Calvario.

Génesis 12,1-4: Vocación de Abrahán, padre del pueblo de Dios». La fe hace posible la salvación de los hombres. Pero la fe no es simple filosofía religiosa, sino fidelidad personal al designio de Dios, que nos traza el camino de salvación, como lo hizo con Abrahán, padre y modelo de los creyentes. Comenta San Agustín:

«Se ha realizado en Cristo la promesa que hizo a Abrahán cuando le dijo: “En tu descendencia serán benditas todas las gentes ” (Gén 12,3). De poner los ojos en sí mismo, ¿Cómo lo hubiera creído? Era un hombre solo y viejo, y su mujer estéril y de edad avanzada... No existía base alguna en absoluto donde apoyar la esperanza; mirando, empero, a quien le hacía la promesa, lo creía, aun sin ver el camino. He ahí cumplido ante nosotros lo que fue objeto de su fe; creemos, en consecuencia, lo que no vemos, por lo que viendo estamos» (Sermón 130,3).

–Con el Salmo 32 decimos: «Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros como lo esperamos en Ti. La palabra del Señor es sincera y todas sus acciones son leales. Él ama la justicia y el derecho y su misericordia llena la tierra».

2 Timoteo 1,8-10: Dios nos llama e ilumina. No por nuestros méritos, sino por la obra de Jesucristo, Dios mismo realiza la salvación del verdadero creyente. La iniciativa es siempre de Dios; sólo es nuestra la respuesta responsable, coherente y llena de amor. El testimonio del que trata el Apóstol no es tanto doctrinal cuanto vital.

 La presencia escondida de Cristo se hace visible y transparente no por sabias disquisiciones teológicas, sino por auténticos comportamientos prácticos. Cristo se hace presente en la comunidad cuando existen hombres que piensan y, sobre todo, que actúan como Él.

Cristiano es no el que habla como Cristo, sino el que vive como Él. La gratuidad del don salvífico no atenúa la colaboración del hombre. El designio de Dios avanza en el mundo con la actuación de las causas segundas. Dios obra por el hombre que se somete a su plan de salvación en Cristo.

De ahí nuestra gran responsabilidad en la obra de la redención, no únicamente de nosotros, sino de todo el mundo. Es el gran misterio de que hablaba Pío XII en la encíclica Mystici Corporis:  Dios quiere realizar la salvación de los hombres por medio de otros hombres ¡Una dignidad grande y una grande responsabilidad!

Mateo 17,1-7: Su rostro resplandeció como el sol. Aunque  la necesidad de la cruz puede escandalizarnos, la filiación divina de Cristo Jesús es suficiente garantía que nos alienta a vivir en serio el misterio del Calvario para nuestra salvación. Comenta San León Magno:

«Para que adquiriesen los apóstoles una inquebrantable fortaleza y no temblasen ante la aspereza de la cruz, para que no se avergonzasen de la pasión de Cristo, ni tuviesen por denigrante el padecer lo mismo, ya que podrían con los suplicios de la tortura ganar la gloria del reino, tomó a Pedro, a Santiago y al hermano de éste, Juan, y, subiendo con ellos a un monte elevado, les manifestó el esplendor de su gloria.

«Aunque admitían en Él la majestad divina, con todo desconocían el poder oculto de su cuerpo. Por eso les había prometido anteriormente que no gustarían la muerte algunos de sus discípulos antes de ver al Hijo del Hombre venir en su realeza, es decir, en la majestuosa claridad que pensaba manifestar como perteneciente a la naturaleza humana que había asumido.

«Porque aquella otra visión inefable e inaccesible de su dignidad, que se reserva en la vida eterna para los limpios de corazón, de ninguna manera podían verla. Si no queremos vivir como si hubiéramos renunciado a nuestra identidad cristiana es preciso que toda nuestra vida esté alentada por la gloria de Cristo» (Sermón 51,2).

Ciclo B

El acontecimiento de la Transfiguración del Señor es más necesario para nosotros que para Él mismo. Su finalidad fue proclamar ante sus apóstoles privilegiados la condición divina de Jesús, compatible con el anuncio de la Pasión que les acababa de hacer.

 Para nosotros, nos recuerda que nuestra vocación cristiana es, ante todo, vocación de santidad, esto es, vocación de ser transfigurados en Cristo, por el único camino que es posible alcanzar esa transformación de nuestra vida: el camino de la cruz, de la abnegación, renuncia a uno mismo y colaborar con la gracia divina en una verdadera renovación sobrenatural de cada instante.

Génesis 22,1-2.9-10.13.15-18: Dios manda a Abrahán que sacrifique a su hijo Isaac. Abraham es en la historia de la salvación el modelo exacto del creyente, que vive fiándose de la palabra de Dios, obedeciéndole también en los momentos de prueba, como cuando le pide el sacrificio de su hijo Isaac. Comenta San Agustín:

«Justo es, hermanos, que confiemos en Dios, aun antes de que pague nada, porque en realidad ni puede mentir, ni puede engañar, fiaron en Él nuestros padres. Así lo hizo Abrahán. He ahí una fe digna de ser alabada y pregonada. Nada había recibido aún de Dios y creyó cuando le hizo la promesa; nosotros, en cambio, a pesar de haber recibido tanto, aún no confiamos en Él...

«Abrahán confió inmediatamente en Dios, y la tierra no se le dio a él personalmente, sino que la reservó para su posteridad... Nuestro Señor Jesucristo se convirtió en posteridad de Abrahán. Lo que encontramos prometido a Abrahán, lo vemos cumplido en nosotros» (Sermón 113,A,10).

–Con el Salmo 115 aclamamos: «Caminaré en presencia del Señor, en el país de la vida. Tenía fe, aun cuando dije: “Qué desgraciado soy”. Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles. Señor, soy tu siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava; rompiste mis cadenas. Te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor. Cumpliré al Señor mis votos, en presencia de todo el pueblo; en el atrio de la casa del Señor, en medio de ti, Jerusalén». Caminemos siempre en presencia del Señor con una fe viva y por el verdadero Camino, que es Cristo, Señor nuestro.

Romanos 8,31-34: Dios no perdonó a su propio Hijo. En Cristo Jesús, el Hijo Unigénito del Padre, sacrificado por nuestra salvación, tenemos la absoluta evidencia del amor que el Padre nos tiene (Jn 3,16). El Corazón de Jesucristo es la revelación de ese inmenso amor. Comentando este pasaje paulino,  San Agustín dice:

«Si Dios no perdonó a su propio Hijo... ¿cómo no iba a darnos todo con Él? Cristo sufrió la Pasión: muramos al pecado. Cristo resucitó: vivamos para Dios. Cristo pasó de este mundo al Padre: no se apague aquí nuestro corazón, antes bien, sígale al cielo. Nuestra Cabeza pendió del madero: crucifiquemos la concupiscencia de la carne. Yació en el sepulcro: sepultados con Él, olvidemos el pecado. Está sentado en el cielo: transfiramos nuestros deseos a las cosas sublimes. Ha de venir como Juez: no llevemos el mismo yugo que los infieles... Pondrá a los malos a la izquierda y a los buenos a su derecha: elijamos nuestro lugar con las obras. Su Reino no tendrá fin: no temamos en absoluto el fin de esta vida» (Sermón 229 D,1)

Marcos 9,1-9: Este es mi Hijo amado. Aceptemos la oferta que nos hace el Padre. Escuchémoslo y sigamos sus enseñanzas. Así es como seremos verdaderos cristianos. Comenta San León Magno:

«Este es mi Hijo. No nos separe la divinidad, ni nos divida el poder, ni nos diferencie la eternidad. Este es mi Hijo, no adoptivo, sino propio; no creado por otro, sino engendrado por Mí mismo; ni pertenece a otra naturaleza semejante a la mía, sino que, nacido de mi sustancia, es igual a Mí mismo. Este  es mi Hijo, por quien fueron hechas todas las cosas y sin Él nada se hizo (Jn 1,3)...

«Escuchad sin vacilación alguna a Aquél en quien yo me complazco, pues es la Verdad y la Vida (Jn 14,16), mi Poder y mi Sabiduría (1 Cor 1,24). Escuchad al que ha anunciado los misterios de la ley y ha cantado la voz de los profetas. Escuchadle, que ha redimido al mundo con su sangre, ha atado al diablo y le ha arrebatado sus armas (Mt 12,29), que ha roto la cédula de condena (Col 2,14) y el pacto de la prevaricación. Escuchadle, que abre el camino del cielo y, por el suplicio de la cruz, os prepara la escala para subir al Reino» (Sermón 51)

Ciclo C

Los textos bíblicos y litúrgicos de esta celebración nos presentan al Hijo muy amado del Padre, garantía segura de nuestra fe y de nuestra salvación. Por su Transfiguración nos preanuncia lo que sería después de su Resurrección y Ascensión a los cielos. Sólo Él tiene poder para renovar nuestro interior por la gracia san-tificante, como verdaderos hijos de Dios. Por el camino de la Cruz llegaremos al reino de la Luz.

Génesis 15,5-12.17-18: Alianza de Dios con Abrahán, que en la historia de la salvación es un modelo ejemplarísimo para los creyentes. Por su fe, se fió incondicionalmente de Dios y comprometió toda su vida. Comenta San Agustín:

«Si uno puede degenerar por las costumbres, de idéntica manera puede uno hacerse hijo por ellas. Así, a nosotros, hermanos, se nos llamó hijos de Abrahán, sin haberlo conocido personalmente y sin tener de él la descendencia carnal. ¿Cómo, pues, somos hijos de Abrahán? No en la carne, sino en la fe. “Creyó Abrahán a Dios y le fue reputado como justicia” (Gén 15,16).

«Si, pues, Abrahán fue justo por creer, todos los que después de él imitaron la fe de Abrahán se hicieron hijos de él. Los judíos, nacidos de él según la carne, no siguieron su fe y se degeneraron; imitándolo nosotros, aunque nacidos de gente extranjera, conseguimos  lo que ellos perdieron por su degeneración» (Sermón 305,A,3).

–Con el Salmo 26 proclamamos: «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar? Escúchame, Señor, que te llamo, ten piedad, respóndeme. Digo en mi corazón: “Busca su Rostro”. Tu Rostro buscaré, Señor, no me escondas tu Rostro; no rechaces con ira a tu siervo, que Tú eres mi auxilio. Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor». Comenta San Agustín:

«Él me ilumina; apártense las tinieblas. Él me salva, desaparezca la flaqueza. Caminando seguro en la Luz, ¿a quién temeré? No otorga Dios una salvación que pueda ser quebrantada por algo; ni una Luz que pueda ser oscurecida por alguien.  El Señor salva, nosotros somos salvados. Luego, si Él ilumina y nosotros somos iluminados, si Él salva y nosotros somos salvados, sin Él somos tinieblas y flaqueza» (Sermón 243,6).

Filipenses 3,17-4,1: Cristo nos transformará según el modelo de su Cuerpo glorioso. También nosotros hemos sido elegidos por Dios. La Cruz de Cristo es el signo eficaz que el Padre nos ha ofrecido para transformarnos en hijos suyos, según el modelo del Corazón del Hijo muy amado. Dice el Apóstol que somos conciudadanos del cielo. ¿Cómo es posible esto viviendo en la tierra? San Agustín lo explica:

«¿Por qué no vamos a esforzarnos sobre la tierra, de modo que, gracias a la fe, la esperanza y la caridad con las que nos unimos con Cristo descansemos ya con Él en el cielo? Mientras Él está allí, sigue estando con nosotros; y nosotros, mientras estamos aquí, podemos estar ya con Él allí. Él está con nosotros por su divinidad, su poder y su amor; nosotros, en cambio, aunque  no podamos llevarlo a cabo como Él por su divinidad, sí que podemos por su amor hacia Él...

«Bajó, pues, del cielo por su misericordia, pero ya no subió el solo, puesto que nosotros subimos también en Él por la gracia. Así, pues, Cristo descendió Él solo, pero ya no subió Él solo; no es que  queramos confundir la dignidad de la Cabeza con la del cuerpo, pero sí afirmamos que la unidad de todo el Cuerpo pide que éste no sea separado de su Cabeza» (Sermón 98,1-2).

Lucas 9,28-36: Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió. La Transfiguración adelantó momentáneamente el misterio de la Resurrección pascual. Nos garantiza el poder del Hijo muy amado para renovar nuestra vida y reconciliarnos con el Padre. Comenta San León Magno:

«De tal modo manifiesta el Señor su gloria ante los testigos elegidos y con tal resplandor hace brillar su forma corporal,  común a los demás mortales, que semeja su rostro el fulgor del sol e iguala el vestido la blancura de la nieve. Fundamenta también la esperanza de la Santa Iglesia, que reconoce en la Transfiguración del Cuerpo místico de Cristo la transformación con que va a ser agraciada, ya que puede prometerse a cada miembro la participación en la gloria que con anterioridad resplandece en la Cabeza» (Sermón 51, sobre la Transfiguración, 3).

Es necesario que llenemos toda nuestra vida del ansia permanente de la perfección, pues hemos sido llamados a la santidad y a esto nos lleva nuestra identidad de creyentes en Cristo. Hemos de sacrificar toda frivolidad, pereza, mediocridad... para asemejarnos a la imagen de Cristo, resplandeciente de verdad y santidad.

Lunes

Entrada: «Sálvame, Señor, ten misericordia de mí. Mi pie se mantiene en el camino llano. En la asamblea bendeciré al Señor» (Sal 25,11-12).

Colecta (del Gelasiano y Gregoriano): «Señor, Padre santo, que, para nuestro bien espiritual nos mandaste dominar nuestro cuerpo mediante la austeridad; ayúdanos a librarnos de la seducción del pecado, y a entregarnos al cumplimiento filial de tu santa Ley».

Comunión: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo, dice el Señor» (Lc 6,36).

Postcomunión: «Señor, que esta comunión nos limpie de pecado, y nos haga partícipes de las alegrías del cielo».

Daniel 9,4-10: Nosotros hemos pecado, nos hemos apartado de tus mandamientos. En la plegaria de Daniel se reconoce la malicia del pecado con gran sinceridad. Reflexionemos sobre nuestros pecados, en este tiempo de penitencia cuaresmal. De una parte, el amor y la misericordia de Dios; de otra, nuestras caídas e infidelidades. ¿No debiera Él abandonarnos? ¿No lo hemos merecido? ¿Y no parece a veces que Dios deja también abandonada, en su alocado camino, a nuestra generación infiel? Bien merecido lo tenemos.

¿Quién puede salvarnos? Solamente la penitencia, el recogimiento, la conversión. Todos los profetas reclaman, en nombre de Dios, la conversión: «Convertíos a Mí de todo corazón con ayunos, llanto y lágrimas de penitencia... arrepentíos y convertíos de los delitos que habéis perpetrado y estrenad un corazón nuevo y un espíritu nuevo; y así no moriréis, casa de Israel. Pues no quiero la muerte de nadie... arrepentíos y viviréis» (Ez 18,30-32).

«Convertíos a Mí... y yo me convertiré a vosotros... No seáis como vuestros padres, a quienes predicaban los antiguos profetas. Así dice el Señor: Convertíos de vuestra mala conducta y de vuestras malas obras» (Za 1,3-4).  «Buscad al Señor, mientras se le encuentra, invocadlo mientras está cerca; que el malvado abandone su camino, y el criminal sus placeres; que regrese al Señor y Él tendrá piedad. Nuestro Dios es rico en perdón» (Is 55,6-7).

–El Salmo 78 nos enseña a reconocer sinceramente nuestros pecados y nos abre a la misericordia de Dios:

«Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados. No recuerdes contra nosotros las culpas de nuestros padres; que tu compasión nos alcance pronto, pues estamos agotados. Socórrenos, Dios Salvador nuestro, por el honor de  tu nombre. Llegue a tu presencia el gemido del cautivo, con tu brazo poderoso salva a los condenados a muerte. Mientras nosotros, pueblo tuyo, ovejas de tu rebaño, te daremos gracias siempre, cantaremos tus alabanzas de generación en generación».

¿Quién puede salvarnos? La conversión a la ley y a los mandamientos del señor. La ley del Señor es intachable. Ella encamina y reconforta a las almas.

Lucas 6,36-38: Perdonad y seréis perdonados. Esta es la actitud del verdadero discípulo de Cristo. La grandeza del hombre, la realización auténtica de su ser, consiste en ser imagen de Dios, acercándose a su modelo, Cristo. La misericordia de Dios es necesaria para juzgar como Él, superando todas las medidas humanas. Comenta San Agustín:

«Ved, hermanos, que la cosa está clara y que la amonestación es útil... Todo hombre, al mismo tiempo que es deudor ante Dios, tiene a su hermano por deudor... Por esto el Dios justo estableció que, así como te comportes con tu deudor, se comportará Él contigo... Respecto al perdón, tú no solo quieres que se te perdone tu pecado, sino que también tienes a quién perdonar... Por tanto, si queremos que se nos perdone a nosotros, hemos de estar dispuestos a perdonar todas las culpas que se cometan contra nosotros...» (Sermón 83,2-4).

Resida en el alma amansada y humilde la misericordiosa disponibilidad para el perdón. Solicite perdón quien ofendió; concédalo quien lo recibió. Así observaremos el precepto del Señor.

Martes

Entrada: «Da luz a mis ojos, para que no duerma en la muerte; para que no diga mi enemigo: “Le he podido”» (Sal 12,4-5).

Colecta (del misal anterior, y antes, del Gelasiano): «Señor, vela con amor continuo sobre tu Iglesia; y, pues sin tu ayuda no puede sostenerse lo que se cimienta en la debilidad humana, protege a tu Iglesia en el peligro y mantenla en el camino de la salvación».

Comunión: «Proclamo todas tus maravillas, me alegro y exulto contigo y toco en honor de tu nombre, oh Altísimo» (Sal 9,2-3).

Postcomunión: «Te rogamos, Señor, que esta Eucaristía nos ayude a vivir más santamente, y nos obtenga tu ayuda constantemente».

Isaías 1,10.16-20: Aprended a obrar bien, buscad la justicia. La mejor penitencia es apartarse del pecado y obrar el bien. Comenta San Agustín:

«Mostrad que sois un cuerpo digno de la  Cabeza... Tal Cabeza no puede sino tener un cuerpo adecuado a ella» (Sermón 341,13).

Lactancio dice que la caridad cristiana es la verdadera justicia:

«Da preferentemente a éste de quien nada esperas. ¿Por qué eliges las personas? ¿Por qué examinas los miembros? Has de estimar como hombre a todo el que por esto te pide, porque te considera hombre. Expulsa aquellas sombras y apariencias de justicia y adopta la verdadera y tangible. Da copiosamente a los ciegos, enfermos, cojos, desvalidos , a quienes a no ser que se les socorra fallecerán. Son inútiles a los hombres, pero útiles a Dios, quien conserva su vida, quien les da el espíritu, quien los juzga dignos de la luz. Protégelos en cuanto esté de tu mano y sustenta con humanidad la vida de los hombres para que no mueran.

«Quien puede socorrer a los que están a punto de perecer, si no lo hace los mata. Uno, pues, es el oficio cierto y verdadero de la liberalidad y de la justicia: alimentar a los indigentes y a los impedidos» (Inst. Divinas 6,11).

Así lo afirma también San Ambrosio:

«La misericordia es parte de la justicia, de modo que si quieres dar a los pobres esta misericordia es justicia, según aquello: “Distribuyó, dio a los pobres, su justicia permanece eternamente”(Sal 111,9). Además, porque es injusto que el que es completamente igual a ti no sea ayudado por su semejante» (Sermón 8 sobre el Salmo 118,22).

–La justicia, la misericordia y las obras de caridad han de salir del interior del corazón. «No todo el que dice: ”Señor, Señor”, entrará en el reino de los cielos» (Mt 7,21). Lo que ha de cambiar en la penitencia es el corazón, pues es de allí de donde proceden nuestros actos. Con el Salmo 49 proclamamos esta verdad:

«Al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios. No te reprocho tus sacrificios, pues siempre están tus holo-caustos ante Mí. Pero no aceptaré un becerro de tu casa, ni un cabrito de tus rebaños. ¿Por qué recitas mis preceptos y tienes siempre en la boca mi alianza, tú que detestas mis mandatos? Eso haces ¿y me voy a callar? ¿Crees que soy como tú? Te acusaré, te lo echaré en cara. El que ofrece acción de gracias ése me honra; al que sigue buen camino, le haré ver la salvación de Dios»

Mateo 23,1-12: Ellos no hacen lo que dicen. Debemos dar buen ejemplo no solo con las palabras, sino principalmente con las obras. Lo contrario es el fariseísmo, la hipocresía de los escribas y los jefes de la Sinagoga, que Cristo condena en esta lectura evangélica. 

Esta actitud consiste esencialmente en utilizar las prerrogativas propias de la condición de representante de Dios, para, con pretexto de tributarle culto, procurar el propio interés y honra, engañando a los fieles. Las mismas prácticas y gestos religiosos quedan despojadas de su auténtico sentido, ante el deseo desordenado de hacerse notar. Además, el hipócrita pone su ciencia teológica al servicio de su egoísmo, aprovechando su erudición para escoger, entre la casuística de los preceptos, aquellos que le a él le reportan beneficio y cargando a otros con mandamientos de los que ellos mismos se consideran dispensados.

Es un mal gravísimo. Pero es también una tentación para todos, si no fundamentamos nuestras obras en la humildad de corazón y de un amor sincero a Dios y al prójimo. En todo momento hemos de dar a Dios un culto adecuado, el que exige su propio ser y sus obras de amor.

Miércoles

Entrada: «No me abandones, Señor, Dios mío, no te quedes lejos; ven aprisa a socorrerme, Señor mío, mi salvación» (Sal 37,22-23).

Colecta (del Gelasiano): «Señor, guarda a tu familia en el camino del bien, que tú le señalaste; y haz que, protegida por tu mano en sus necesidades temporales, tienda con mayor libertad hacia los bienes eternos».

Comunión: «El Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para dar su vida en rescate de muchos» (Mt 20,28).

Postcomunión: «Te pedimos, Señor Dios nuestro, que esta Eucaristía, prenda de inmortalidad, sea para nosotros causa de salvación eterna».

Jeremías 18,18-20: ¡Venid y le heriremos! Jeremías se lamenta de las maquinaciones de sus enemigos que traman aniquilarlo. Es una figura de Cristo en su pasión y en su muerte. Los príncipes de los sacerdotes y los fariseos se reúnen en gran consejo y determinan: «hay que hacer desaparecer a Jesús, el Nazareno»; se apoderan de Jesús en el huerto; le ultrajan e insultan mientras Él se desangra en la cruz y ruega al Padre por ellos: «Perdónalos. No saben lo que hacen».

¡Sus enemigos! Pero, ¿no nos situamos también nosotros muchas veces entre las filas de sus perseguidores y enemigos? ¿No es cada pecado un desprecio de Jesús, de sus preceptos, de su doctrina, de sus bienes y promesas? ¡Con cuánta frecuencia en la vida del cristiano se oponen a Cristo y a sus mandatos las pasiones, los planes y miras humanas! Pidamos al Señor que nos ilumine, para que a la luz de su pasión reconozcamos la malicia y la odiosidad de nuestros pecados e infidelidades. San Agustín dice:

«La pasión de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es una prenda de gloria y una enseñanza de paciencia. Pues, ¿qué dejará de esperar de la gloria de Dios el corazón de los fieles, si por ellos el Hijo único de Dios, coeterno con el Padre, no se contentó con nacer como un hombre entre los hombres, sino que quiso incluso morir por mano de los hombres, que Él mismo había creado?  Grande es lo que el Señor nos promete para el futuro, pero es mucho mayor aún aquello que celebramos recordando lo que ha hecho por nosotros» (Sermón 3).

–Con el Salmo 30 pedimos al Señor una liberación de las fuerzas del Mal, que tiende sus redes para perjudicarnos: «Sálvame, Señor, por tu misericordia de la red que me han tendido, porque Tú eres mi amparo. A tus manos encomiendo mi espíritu: Tú, el Dios leal, me librarás. Oigo el cuchicheo de la gente y todo me da miedo; se conjuran contra mí y traman quitarme la vida. Pero, yo confío en Ti, Señor, te digo: “Tú eres mi Dios. En tus ma-nos están mis azares; líbrame de los enemigos que me persiguen”».

Mateo 20 17-28: Le condenarán a muerte. Por tercera vez en el Evangelio, Jesucristo anuncia su pasión, que ya se perfila en el horizonte. A la petición de la madre de los hijos del Zebedeo, Cristo res-ponde con un mensaje claro: Él no ha venido a ser servido, sino a servir; sus discípulos han de seguir sus huellas. Él es el auténtico Siervo de Yahvé. Comenta San Agustín:

«Cosa grande es el conocimiento de Cristo crucificado. ¡Cuántas cosas encierra en su interior ese tesoro! ¡Cristo crucificado! Tal es el tesoro escondido de la sabiduría y de la ciencia. No os engañéis, pues, bajo el pretexto de la sabiduría. Juntaos ante la envoltura y orad para que se os desenvuelva.

«¡Necio filósofo de este mundo! Eso que buscas es nada... ¿De qué aprovecha que tengas sed, si desprecias la fuente?... ¿Y cuál es su precepto sino que creamos en Él y nos amemos mutuamente? ¿Creer en quién? En Cristo crucificado. Este es su mandato: que creamos en Cristo crucificado... Pero donde está la humildad, está también la majestad; donde la debilidad, allí el poder; donde la muerte, allí también la vida. Si quieres llegar a la segunda parte, no desprecies la primera» (Sermón 160,3-4).

Jueves

Entrada: «Señor, sondéame y conoce mi corazón, ponme a prueba y conoce mis sentimientos. Mira si mi camino se desvía, guíame por el camino recto» (Sal 138,23-24).

Colecta (del misal anterior, y antes del Gelasiano y Gregoriano): «Señor, tú que amas la inocencia y la devuelves a quien la ha perdido, atrae hacia Ti nuestros corazones y abrásalos en el fuego de tu espíritu, para que permanezcamos firmes en la fe y eficaces en el bien obrar».

Comunión: «Dichoso el que con vida intachable camina en la voluntad del Señor» (Sal 118,1).

Postcomunión: «Te pedimos, Señor, que el fruto de este santo sacrificio persevere en nosotros, y se manifieste siempre en nuestras obras»

Jeremías 17,5-10: Maldito quien confía en el hombre; bendito quien confía en el Señor. La oposición entre las dos actitudes que son fuente de desgracia o de felicidad, nos dispone a contemplar las dos figuras de la parábola evangélica: el rico Epulón y el pobre Lázaro. Comenta San Agustín:

«El hombre se perdió por primera vez a causa del amor a sí mismo. Pues si no se hubiese amado a sí mismo y hubiese antepuesto a Dios a sí mismo, hubiera estado siempre sometido a Dios; no se hubiera inclinado a hacer su propia voluntad descuidando la de Dios.

«Amarse a uno mismo no es otra cosa que querer hacer la propia voluntad. Antepón la voluntad de Dios; aprende a amarte, no amándote. Pues, para que sepáis que es un vicio amarse, dice así el Apóstol: “habrá hombres amantes de sí mismos”...  “amantes del dinero”. Ya estáis viendo que te encuentras fuera... ¿Por qué vas fuera?... Comenzaste a amar lo que es exterior a ti y te extraviaste».

San Agustín evoca la parábola del hijo pródigo; « Vuelto a sí se dirige al Padre, donde encuentra refugio segurísimo. Si, pues, había salido de sí y de aquél que le había dado el ser, al volver a sí para ir al Padre, niégase a sí mismo. ¿Qué es negarse a sí mismo? No presuma de sí, advierta que es hombre y escuche el dicho profético: “¡Maldito todo el que pone su esperanza en el hombre!” (Jer 17,5). Sea guía de sí mismo, pero no hacia abajo; sea guía de sí mismo, mas para adherirse a Dios» (Sermón 96,2).

–El Salmo 1 es una meditación sobre el destino de los buenos y de los malos. El tema de los caminos en el Antiguo Testamento y en el Nuevo, en la vida de la Iglesia primitiva, como en la Didajé, es muy expresivo de las diferentes actitudes humanas.

Lucas 16,19-31: Tú recibiste bienes en vida y Lázaro a su vez males; por eso encuentra aquí consuelo mientras tú padeces. El juicio de Dios supondrá la inversión de acá abajo. El rico Epulón y el pobre Lázaro son las dos posturas en la vida que se cambian en el juicio de Dios.

Hemos de atender a la voz de Dios, pues sólo en ellas encontramos el camino seguro para recibir el premio en la otra vida. Dios ha hablado en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, y sigue hablando en la Iglesia, a través de la Tradición, el Magisterio, los dogmas y los sacramentos. San Agustín destaca el destino final de quienes siguen uno u otro camino:

«Ved a uno y a otro, al que vive en el placer y al que vive en el dolor: el rico vivía entre placeres y el pobre entre dolores; el primero banqueteaba, el segundo sufría; aquél era tratado con respeto por la familia que lo rodeaba, éste era lamido por los perros; aquél se volvía más duro en sus banquetes, éste ni con las migajas podía alimentarse.

«Pasó el placer, pasó la necesidad; pasaron los bienes del rico y los males del pobre; al rico le vinieron males y al pobre bienes. Lo pasado pasó para siempre; lo que vino después nunca disminuyó. El rico ardía en los infiernos; el pobre se alegraba  en el seno de Abrahán. Primeramente había deseado el pobre una migaja de la mesa del rico; luego deseó el rico una gota del dedo del pobre. La penuria de éste acabó en la saciedad; el placer de aquél terminó en el dolor sin fin» (Sermón 339,5).

Viernes

Entrada: «A Ti, Señor, me acojo, no quede yo nunca defraudado; sácame de la red que me han tendido, porque tú eres mi amparo» (Sal 30,2.5).

Colecta (del misal anterior y, antes, del Gregoriano y Gelasiano): «Concédenos, Dios Todopoderoso, que, purificados por la penitencia cuaresmal, lleguemos a las fiestas de Pascua con perfecto espíritu de conversión».

Comunión: «Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4,10).

Postcomunión: «Señor, después de recibir la prenda de la eterna salvación, haz que, de tal modo la deseemos y busquemos, que podamos conseguirla por tu mi-sericordia».

Génesis 37,3-4.12-13.17-28: ¡Ahí viene el soñador! ¡Venid, matémosle! El episodio de José es figura de Cristo, rechazado por los hombres y glorificado por Dios. La esclavitud a la que fue entregado José por sus hermanos es condenada con estas palabras de San Gregorio Ni-seno:

«Ahora bien, el que se apropia lo que es de Dios, atribuyendo a su linaje tal poder que se tenga a sí mismo por dueño de los hombres y mujeres, ¿qué otra cosa hace que traspasar por la soberbia de la Naturaleza, mirándose a sí mismo como cosa distinta de aquellos sobre los que manda? He poseído esclavos y esclavas. Condenas a servidumbre al hombre cuya naturaleza es libre e independiente, y te opones a la ley de Dios, trastornando la ley que Él estableció sobre la naturaleza.

«Y es así que el que fue creado para ser dueño de la tierra, y destinado por su Hacedor para mandar, a ése lo metes tú bajo el yugo de la servidumbre, como si quisieras contravenir e impugnar la ordenación de Dios. Tú has olvidado cuáles son los límites de tu autoridad, que no se extienden más allá del dominio de los irracionales. Imperen, dice la Escritura, sobre los volátiles, sobre los peces y los cuadrúpedos (Gén 1,26)... Pues, si Dios no esclaviza al libre, ¿quién osará poner su propio poder por encima del poder de Dios?» (Homilía 4, sobre el Eclesiastés).

Además, la acción de los hermanos de José tuvo mayor maldad aún, pues eran hermanos y obraron por envidia, para eliminarlo, después de haber pretendido ase-sinarlo.

–El Salmo 104 es un canto a la bondad de los planes de Dios: José, liberado de la esclavitud, se convierte en su día en salvador de su pueblo. El cumplimiento ine-xorable de la voluntad de Dios no resta culpa a la perversidad de sus hermanos.

El Señor actuó conduciendo la historia y lo hace hoy también, a pesar de los pecados de los hombres: «Llamó al hambre sobre aquella tierra: cortando el sustento de pan; por delante había enviado a un hombre, a José, vendido como esclavo. Le trabaron los pies con grillos, le metieron al cuello la argolla, hasta que se cumplió su predicción y la palabra del Señor lo acreditó. El rey lo mandó desatar, el Señor de pueblos le abrió la prisión, lo nombró administrador de su casa, señor de todas sus posesiones».

Mateo 21,33-43.45-46: Este es el heredero. Venid, matémosle. La parábola de los viñadores, encierra la predicción de la pasión y muerte de Cristo. Después de haber enviado a mensajeros, como los profetas, que fueron aniquilados, envió a su propio Hijo, al que también mataron. La parábola es también fundamento de la vocación del pueblo gentil al reino de Dios. San Agustín así lo explica:

«Se plantó la viña, es decir, la ley dada en los corazones de los judíos. Fueron enviados los profetas a buscar el fruto, o sea, la rectitud de vida. Estos profetas recibieron afrentas y hasta la muerte. Fue enviado también Cristo, el Hijo único del Padre de familia; y no solo dieron muerte al heredero, sino que también, por ello, perdieron la heredad. Su perversa decisión les produjo el efecto contrario. Para poseerla le dieron muerte, y por haberle dado muerte, la perdieron» (Sermón 87,3).

Nuestro Señor toma sobre sí nuestros pecados, los expía y suplica desde la cruz, con lágrimas de sangre, para nosotros y en nuestro lugar, el perdón y la gracia.

Merecemos el castigo de Dios por no haber recibido generosamente sus dones y por no habernos comportado como lo exige la vocación a la que hemos sido llamados, por nuestros pecados y nuestras iniquidades. Supliquemos al Señor que aparte su ira y su furor de nosotros. ¡Cuántos pecados, cuántas iniquidades se cometen diariamente en el mundo! ¿Qué sería de todos nosotros si el Señor no fuera nuestro Redentor y Salvador?

 

Sábado

Entrada: «El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas» (Sal 144,8-9).

Colecta (del Veronense y Gelasiano): «Señor, Dios nuestro que, por medio de los sacramentos, nos permites participar de los bienes de tu Reino ya en nuestra vida mortal: dirígenos tú mismo en el camino de la vida, para que lleguemos a alcanzar la luz en la que habitas con tus santos».

Comunión: «Deberías alegrarte, hijo, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado» (Lc 15,32).

Postcomunión: «Señor, que la gracia de tus sacramentos llegue a lo más hondo de nuestro corazón y nos comunique su fuerza divina».

 Miqueas 7,14-15.18-20: Arrojará al fondo del mar todos nuestros delitos. Dios se complace en la misericordia y en el perdón total de los pecados. Así aparece en la revelación del Antiguo Testamento, pero más aún en el Nuevo, con la vida, doctrina, pasión y muerte de Cristo. Él es el Buen Pastor que da la vida por las ovejas, la realización de las muchas imágenes veterotestamentarias sobre la acción de Dios en su pueblo. «Pastorea a su pueblo con el cayado, a las ovejas de su heredad, a las que habitan apartadas en la maleza».

Por amor a las ovejas instituyó el sacramento de la penitencia, que arroja a lo profundo del mar nuestros pecados, que, más aún, los hace desaparecer. El Señor murió en la Cruz por nosotros. ¿Pudo hacer algo más en bien nuestro? ¿No debieran la vista del Crucificado y el recuerdo de su muerte y de su amor hacia nosotros, inflamarnos en un amor agradecido tan grande que nos obligara a evitar de una vez para siempre el pecado? Nos fortalece la gracia y la fuerza de la Santísima Eucaristía, en la cual se nos da Señor en persona como alimento de nuestra alma.

Para el Buen Pastor, preocupado inmen-samente por la profunda debilidad y malicia de los hombres, no bastan ni su generoso y desbordante amor hacia ellos en la Eucaristía, ni su entrega total en la Cruz. Por eso, entregó a su Iglesia un nuevo medio de purificación del pecado, de curación de las heridas causadas por él, de fortalecimiento frente a la tentación. Instituyó el gran sacramento de la Penitencia.

–Siempre que hay conversión hay perdón, porque el Señor es compasivo y misericordioso, no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva. Cuando el hombre arrepentido vuelve, siempre encuentra los brazos del Padre que siente ternura por sus hijos.

Lo vemos en el Salmo 102: «El Señor es compasivo y misericordioso. Bendice, alma mía, al Señor y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor y no olvides sus beneficios. Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; Él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura. No está siempre acusando, ni guarda rencor perpetuo. No nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas. Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles; como dista el Oriente del Ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos»

Lucas 15,1-3.11-32: Parábola del hijo pródigo o del Padre misericordioso. Es una bellísima narración, la reina de las parábolas. Es el gran canto al inmenso amor divino que se muestra indulgente con el pecador, lección oportunísima en medio de la celebración de la Cuaresma. San Agustín invita a tomar la actitud del hijo que se vuelve a su padre:

«Imita aquel hijo menor, porque quizá eres como aquel hijo menor que, después de malgastar y perder todos sus haberes viviendo pródigamente, sintió necesidad, apacentó puercos y, agotado por el hambre, suspiró y se acordó de su padre. ¿Y qué dice de él el Evangelio?: “Y volvió a sí mismo”. Quien se había perdido hasta a sí mismo, volvió a sí mismo. Veamos si se quedó en sí mismo. Vuelto a sí mismo, dijo: “Me levantaré... e iré a casa de mi padres”. Ved que ya se niega a sí mismo quien se había hallado a sí mismo. ¿Cómo se niega? Escuchad: “Y le diré: `He pecado contra el cielo y contra ti... Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo´» (Sermón 330,3).

Y el padre lo perdonó y lo agasajó. Se nos perdonan los pecados en el sacramento de la Penitencia. El Padre vuelve a recibirnos como hijos suyos y nos admite gozoso al banquete de la Eucaristía. Así comenta san Ambrosio:

«No temamos haber despilfarrado el patrimonio de la dignidad espiritual en placeres terrenales. Porque el Padre vuelve a dar al hijo el tesoro que antes poseía, el tesoro de la fe, que nunca disminuye; pues, aunque lo hubiese dado todo, el que no pierde lo que da lo tiene todo. Y no temas que no te vaya a recibir, porque Dios no se alegra de la perdición de los vivos (Sab 1,13). En verdad, saldrá corriendo a tu encuentro y se arrojará a tu cuello, pues el Señor es quien levanta los corazones (Sal 145,8), te dará un beso, señal de la ternura y del amor, y mandará que te pongan el vestido, el anillo y las sandalias. Tú todavía temes por la afrenta que le has causado, pero Él te devuelve tu dignidad perdida; tú tienes miedo al castigo, y Él sin embargo te besa; tú temes, en fin, el reproche, pero Él te agasaja con un banquete» (Comentario a San Lucas, VII, 212).

 

3ª Semana de Cuaresma

Domingo

Entrada: «Tengo los ojos puestos en el Señor, porque Él saca mis pies de la red. Mírame, oh Dios, y ten piedad de mí, que estoy solo y afligido» (Sal 24,15-16). O  bien: «Cuando os haga ver mi santidad, os reuniré de todos los países; derramaré sobre vosotros un agua pura, que os purificará; de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar. Y os infundiré un espíritu nuevo» (Ez 36,23-26)

Colecta (del Gelasiano): «Señor, Padre de misericordia y origen de todo bien, que aceptas el ayuno, la oración y la limosna como remedio de nuestros pecados, mira con amor a tu pueblo penitente y restaura con tu misericordia a los que estamos hun-didos bajo el peso de nuestras culpas».

Ofertorio (del misal anterior y, antes, del Gelasiano y Gregoriano): «Te pedimos, Señor, que la celebración de esta eucaristía perdone nuestras deudas y nos ayude a perdonar a nuestros deudores».

Comunión: «El que beba del agua que yo le daré –dice el Señor– no tendrá más sed; el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna» (Jn 4,13-14). O bien: «Hasta el gorrión ha encontrado una casa y la golondrina un nido donde colocar sus polluelos: tus altares, Señor de los ejércitos, Rey mío y Dios mío. Dichosos los que viven en tu casa alabándote por siempre» (Sal 83,4-5).

Postcomunión (del Veronense): «Alimentados ya en la tierra con el pan del cielo, prenda de eterna salvación, te suplicamos, Señor, que se haga realidad en nuestra vida futura lo que hemos recibido en este sacramento».

Ciclo A

El agua, símbolo bíblico del don vivi-ficante del Espíritu Santo, signo de vida en la conciencia humana y en la historia de la salvación, constituye el tema litúrgico de este Domingo, en el que se tienen de modo especial  se tiene presentes a los catecúmenos, que se preparan para ser bautizados en la Vigilia Pascual.

Éxodo 17,3-7: Danos agua para beber. El agua viva que Moisés dio misteriosamente a su pueblo, sediento en el desierto, era signo de la Providencia divina. Comenta San Agustín:

«Bebieron la misma bebida que nosotros, pues la Roca era Cristo. Bebieron, pues, bebida espiritual, la que se tomaba por la fe, no la que se bebía con el cuerpo. Oísteis que era la misma bebida: la Roca era Cristo... fue golpeada la roca misma con el madero para que saliera agua, pues fue golpeada con una vara ¿Por qué con madera y no con hierro, sino porque la Cruz fue acercada a Cristo para darnos a beber la gracia?

«Así pues, el mismo alimento y la misma bebida, mas esto sólo para los que entienden y creen. Para los que no entienden, allí no había más que maná y agua, alimento para el hambriento y bebida para el sediento. Entonces Cristo tenía que venir aún; ahora, Cristo ya ha venido... distintas palabras, pero el mismo Cristo» (Sermón 352,3)

–«Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos en su presencia dándole gracias. No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras» (Salmo 94).

Romanos 5,1-2.5-8: El amor de Dios ha sido derramado en vuestros corazones por el Espíritu Santo que se os ha dado. En la Nueva Ley, Cristo es la garantía de nuestra fe y de la vida divina que, por el don del Espíritu Santo, se derrama en nuestros corazones.  San Agustín comenta este pasaje paulino:

«¡Admirable bondad de Dios, que nos otorga un don igual a Él mismo! Su don es el Espíritu Santo. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un Dios único: la Trinidad. Y ¿qué bien nos trajo el Espíritu Santo? Óyeselo al Apóstol: El “Amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones”. ¿De dónde, oh mendigo, te vino ese amor de Dios descendido en tu corazón? ¿Cómo ha podido este amor divino ser derramado en el corazón de un hombre?

«“Llevamos este tesoro en vasos de barro, dice el Apóstol”. ¿Por qué en vasos de barro? Para que resalte la fuerza de Dios. Y, por último dice: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones”, y, para que no se atribuya nadie a sí mismo el amar a Dios, añade: “por el Espíritu Santo que nos ha sido dado”.

«Luego, para que tú ames a Dios es necesario que Dios more en ti, que su amor venga de Él y vuelva de ti a Él; o sea, que recibas su moción, ponga en ti su fuego, te ilumine y levante su Amor» (Sermón 128,4).

Juan 4,5-42:  Un surtidor de agua que salte hasta la vida eterna. El encuentro personal con el Corazón de Cristo, por la fe y el amor, es la base misma de los sacramentos, signos de la acción de Dios que nos salva en su Hijo Redentor. También San Agustín contempla el pasaje evangélico de la samaritana, al hablar de los encuentros redentores personales de Jesús en el Evangelio:

«Les propuso la parábola de dos personas deudoras de un mismo acreedor. También Jesús deseaba a Simón, que le había invitado a comer su pan. Tenía Él mismo hambre de aquél que le alimentaba... Es lo mismo que dijo a la samaritana: “Tengo sed”. ¿Qué quiere decir “tengo sed”? Quiere decir: “Anhelo tu fe”» (Sermón 99,3).

El encuentro de Jesús con la samaritana marcó la vida y la conciencia de aquella mujer, para transformarla y redimirla. Nosotros también tenemos que ser marcados por la Eucaristía que celebramos y recibimos.

Ciclo B

No podemos reducir nuestra celebración cuaresmal en una meras prácticas devocionales. «No todo el que dice: “Señor, Señor” entrará en el Reino de los Cielos» (Mt 7,21). Hemos de identificar nuestra voluntad con la de Dios. A esto deben conducirnos nuestras prácticas cuaresmales. La fidelidad filial con que Jesucristo cumplió la voluntad del Padre, hasta el sacrificio real de su vida, su actitud de obediencia incondicional, constituyen el ejemplo de vida impresionante que debemos imitar, como discípulos suyos.

Éxodo 20,1-17: La ley fue dada por Moisés. Dios se eligió un pueblo para realizar con él una alianza de amor y salvación. La ley mosaica fue la manifestación paternal de su amor, en forma de mandatos divinos que dignificasen la vida de sus hijos. Son diez los preceptos, pero se reducen a dos, como dice San Agustín:

«Has de amar a Dios con todo tu ser, porque es mejor que tú, y al prójimo como a ti mismo, porque es lo que eres tú. Los preceptos son dos, por tanto: “ama a Dios” y “ama al prójimo”; tres en cambio los objetos del amor... pues no se diría “y al prójimo como a ti mismo”, si no te amas a ti mismo.

«Si son tres los objetos del amor, ¿por qué, pues, son dos los preceptos? ¿Por qué? Escuchadle. Dios no consideró necesario exhortarte a amarte a ti mismo, pues no hay nadie que no se ame a sí mismo. Mas, puesto que muchos van a la perdición por amarse mal, diciéndote que ames a tu Dios con todo tu ser, se te dio al mismo tiempo la norma de cómo has de amarte a ti mismo. ¿Quieres amarte a ti mismo? Para que no te pierdas en ti mismo, ama a Dios con todo tu ser, pues en Él te encontrarás a ti» (Sermón 179 A, 3-4).

–Con el Salmo 18 decimos: «La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos».

1 Corintios 1,22-25: Predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los hombres, pero sabiduría de Dios para los llamados. Jesús no vino a abrogar la ley, sino a perfeccionarla con el amor (Mt 5,17). El misterio de la Cruz es la mejor prueba de su amor total al Padre y a los hombres, sus hermanos. San Agustín dice:

«Los sabios de este mundo nos insultan a propósito de la Cruz de Cristo y dicen: “¿Qué corazón tenéis que adoráis a un Dios crucificado?” “¿Qué corazón tenemos?”... Ciertamente, no el vuestro. La sabiduría de este mundo es necedad ante Dios. No tenemos, pues, un corazón como el vuestro. Decid lo que queráis. Vosotros no podéis ver a Jesús, porque os avergonzáis de subir al árbol, como hizo Zaqueo; suba el humilde a la Cruz... y, para no avergonzarte de la Cruz de Cristo, ponla en tu frente...» (Sermón 174,3).

Juan 2,13-25: Destruid este templo y en tres días lo levantaré. Jesús hubo de enfrentarse personalmente con el fariseísmo puritano, que trataba de conjugar la piedad legalista con sus propios intereses egoístas y materiales. Comenta San Agustín:

«¿Para qué quiso Salomón que el templo fuese levantado? Para que fuese prefiguración del cuerpo de Cristo. Aquel templo era una sombra; llegó la luz y ahuyentó la sombra. Busca ahora el templo construido por Salomón y encontrarás las ruinas. ¿Por qué se convirtió en ruinas aquel templo? Porque se cumplió lo que él simbolizaba.

«El verdadero templo, que es el cuerpo del Señor, se derrumbó; pero luego se levantó, y de tal manera que en modo alguno podrá derrumbarse de nuevo. “Destruid este templo y yo lo levantaré en tres días”, había dicho el Señor respecto a su cuerpo. Así pues, el templo de Dios es el cuerpo de Cristo... Quien dijo: “vuestros cuerpos son miembros de Cristo”, ¿qué otra cosa mostró sino que nuestros cuerpos y nuestra Cabeza, que es  Cristo, constituyen en conjunto el único templo de Dios?» (Sermón 217).

Ciclo C

La imagen de la Iglesia como pueblo de Dios en peregrinación penitencial hacia la Pascua salvadora (Lumen Gentium 8), cobra en esta celebración litúrgica una gran fuerza renovadora de nuestra conciencia. La Cuaresma es siempre un tiempo fuerte de conversión, de revisión de vida, de reconciliación evangélica con Dios y con todos nuestros hermanos. El Concilio Vaticano II ha subrayado esta condición permanente e irrenunciable de la Iglesia y de cada uno de sus miembros:  

«Mientras Cristo, santo, inocente, inmaculado, no conoció el pecado, sino que vino únicamente a expiar los pecados del pueblo, la Iglesia encierra en su propio seno pecadores; y, siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación» (ibid.).

Éxodo 3,1-8. 13-15: «Yo soy» me envía a vosotros. La vocación de Moisés  significa en la historia de la salvación el comienzo de la liberación providencial del pueblo de Dios; el principio del camino de salvación, que es siempre una iniciativa gratuita de Dios. San Agustín explica el nombre bajo el que Dios se presenta a su pueblo, «Yo soy».

«Romped los ídolos de vuestros corazones, prestad atención a lo que se dijo a Moisés cuando preguntó cuál era el nombre de Dios: “Yo soy el que soy”. Todo cuanto es, en comparación con Él, es como si no fuera. Lo que realmente es desconoce cualquier clase de mutación. Todo lo que cambia y es inestable y durante cierto tiempo no cesa de sufrir mutaciones, fue y será; pero no lo incluye dentro de aquel es.

«Dios es cambio, carece de fue y será. Lo que fue, ya no es; lo que será, aún no es y lo que llega para luego desaparecer, será para no ser. Pensad, si podéis, esas palabras: “Yo soy el que soy”. No os turbéis con pensamientos caprichosos y pasajeros. Paraos en el es, permaneced en El mismo que es. ¿Adónde vais? Permaneced, para que también vosotros podáis ser» (Sermón 223,a,5).

–Con el Salmo 102 decimos: «Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía al Señor, y no olvides sus beneficios. Él perdona todas tus culpas, y cura todas tus enfermedades; Él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura».

1 Corintios 10,1-6.10-12: La vida del pueblo de Israel en el desierto se escribió para ejemplo nuestro. El designio divino de salvación, iniciado con la mediación de Moisés, culminaría en la obra redentora de Cristo. En Él nosotros hemos sido elegidos; pero no podemos ser los engreídos.

Los sacramentos  no garantizan en absoluto la salvación si no corresponde a la gracia recibida la libertad de los beneficiarios; no hay en ellos nada de magia, sino el encuentro entre dos libertades, la de Dios y la nuestra. Desvincular la recepción de los sacramentos de la fe o de la conducta moral, equivale a recaer en las faltas del pueblo de Israel en el desierto, experimentando inmediatamente el mismo fracaso que ellos conocieron.

El obrar de Dios es siempre una inmensa garantía, pues Él no puede engañarse ni engañarnos, pero la salvación que nos ofrece no es nunca automática. No basta con recibir los gestos de la gracia de Dios; es preciso además la respuesta de la fe  y la conversión, que ajuste permanentemente nuestra mirada con la suya.

Lucas 13,1-9: Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera. Dios tiene derecho a reclamar  de nosotros una fidelidad cada vez más profunda. Por eso siempre necesitamos de conversión sincera y de renovación santificadora y también la Iglesia nos propone la conversión, no solo en el momento de recibir la fe, si-no a lo largo de toda la vida. Esta llamada se hace especialmente apremiante cuando hemos pecado y en determinados tiempos litúrgicos, como Adviento y Cuaresma.

La conversión lleva consigo la renuncia al pecado y al estado de vida incompatible con las enseñanzas del Evangelio, y la vuelta sincera a Dios. No basta solo el propósito de cambiar de vida, sino que es necesario el dolor por haber ofendido a Dios. Este cambio de vida y de mentalidad parte siempre de la fe, de la llamada continua de Dios, Padre misericordioso. San Máximo de Turín dice:

«Nada hay tan grato y querido por Dios, como el hecho de que los hombres se conviertan a Él con sincero arrepentimiento» (Carta 4).

Lunes

Entrada: «Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor; mi corazón y carne retozan por el Dios vivo» (Sal 83,3).

Colecta (del misal anterior y, antes, del Gregoriano y Gelasiano): «Señor, purifica y protege a tu Iglesia con misericordia continua y, pues sin tu ayuda no puede mantener su firmeza, que tu protección la dirija y la sostenga siempre».

Comunión: «Alabad al Señor todas las naciones, firme es su misericordia con nosotros» (Sal 116,1-2).

Postcomunión: «Que la comunión en tu sacramento, Señor, nos purifique de nuestras culpas y nos conceda la unidad».

2 Reyes 5,1-15: La curación de Naamán el sirio se ha considerado en el tiempo de Cuaresma como prefiguración de la llamada a todas las naciones a la fe y al bautismo.

El camino que sigue Naamán hasta el rito que le cura indica el camino de todo candidato a los sacramentos, que no son válidos si no se reciben en el interior de un diálogo entre Dios que se revela y el hombre que obedece y se adhiere a Él por la fe. Pero esto no elimina la eficacia del sacramento, que obra independientemente de nuestra voluntad. San Hipólito dice del Bautismo:

«El que se sumerge en este baño de regeneración renuncia al diablo y se adhiere a Cristo, niega al enemigo del género humano y profesa su fe en la divinidad de Cristo, se despoja de su condición de siervo y se reviste de la de hijo adoptivo, sale del bautismo resplandeciente como el sol, emitiendo rayos de justicia, y, lo que es más importante, vuelve de allí convertido en hijo de Dios y coheredero de Cristo» (Sermón sobre la Teofanía).

Y San Ildefonso de Toledo:

«Nunca deja de bautizar el que no cesa de purificar; y así, hasta el fin de los siglos. Cristo es el que bautiza, porque siempre es Él quien purifica. Por tanto, que el hombre se acerque con fe al humilde ministro, ya que éste está respaldado por tan gran maestro. El maestro es Cristo y la eficacia de este sacramento reside no en las acciones del ministro, sino en el poder del maestro que es Cristo» (Tratado sobre el Bautismo).

En el bautismo, junto a la dignidad de los hijos de Dios, recibimos la gracia y la llamada a la santidad, que nos permite ser consecuentes y no perder la dignidad recibida.

–Con el Salmo 41 clamamos: «Mi alma tiene sed del Dios vivo. ¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios? Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a Ti, Dios mío. Envía tu luz y tu verdad, que ellas me guíen y me conduzcan hasta tu monte santo, hasta tu morada. Que yo me acerque al altar de Dios, al Dios de mi alegría; y que te dé gracias al son de la cítara, Dios, Dios mío».

Israel pierde el Reino de Dios y sus riquezas. En cambio, los paganos llegan a obtener la salvación, que también se nos ofrece a nosotros en la santa Iglesia. Pero a condición de que creamos, de que nos sometamos humildemente a las enseñanzas y mandamientos de Cristo y de su Igle-sia, de que ambicionemos la salvación. Con tal de que, reconociendo sinceramente nuestra indignidad y nuestra incapacidad, nos volvamos hacia el Señor, llenos de confianza en Él e invocando su auxilio.

Lucas 4,24-30: Jesús ha sido enviado para la salvación de todos los hombres, no solo para la de los judíos. A ellos vino primero, pero «vino a los suyos y los suyos no le recibieron» (Jn 1,11): los hombres de Nazaret únicamente quieren que su conciudadano Jesús realice los milagros que ha hecho en Cafarnaún.

No podemos buscar a Cristo para servirnos de Él a nuestro antojo. De Él lo esperamos todo y de modo especial la salvación, pero hemos colaborar, con gran fe y amor generoso, en correspondencia al que Él nos tiene. En la liturgia de este día, nosotros somos el pagano Naamán. Corramos al gran profeta, a Cristo, pues estamos enfermos del alma y necesitamos una curación que sólo Cristo nos puede dar.

Lo que hoy encontramos en Cristo y en su Iglesia es solamente el comienzo de nuestra salvación, cuya plenitud nos aguarda en la otra vida, en la verdadera Pascua. Y así como el pueblo escogido perdió la salvación, por no creer en Cristo, también a nosotros nos puede ocurrir los mismo. Sólo la fe, la sumisión a Cristo y a su Iglesia nos pueden salvar. Comenta San Ambrosio:

«La envidia, que convierte al amor en odio cruel, traiciona a los compatriotas. Al mismo tiempo, ese dardo de estas palabras, muestra que esperas en vano el bien de la misericordia celestial, si no quieres los frutos de la virtud en los demás; pues  Dios desprecia a los envidiosos y aparta las maravillas de su poder a los que fustigan en los otros los beneficios divinos» (Comentario a San Lucas IV, 46)

Martes

Entrada: «Yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío;  inclina el oído y escucha mis palabras. Guárdame como a las niñas de tus ojos, a la sombra de tus alas escóndeme» (Sal 16,6.8).

Colecta (del misal anterior y, antes, del Gregoriano y Gelasiano): «Señor, que tu gracia no nos abandone, para que, entregados plenamente a tu servicio, sintamos sobre nosotros tu protección continua».

Comunión: «Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda y hospedarse en tu monte santo? El que procede honradamente y practica la justicia» (Sal 14,1-2).

Postcomunión: «La participación en este Sacramento acreciente nuestra vida cristiana, expíe nuestros pecados y nos otorgue tu protección».

Daniel 3,25.34-43: Acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde. «Un corazón contrito y humillado el Señor no lo desprecia» (Sal 50,19). El sacrificio más agradable a Dios es el de la contrición y la humildad. Esta verdad, que ya aparecía en el Antiguo Testamento, como vemos en la oración de Azarías que recoge la lectura de hoy, adquiere mayor relevancia incluso en las enseñanzas de Cristo, la vida de la Virgen María, y la doctrina de los Padres y del Magisterio de la Iglesia. Casiano dice:

«La verdadera paciencia y tranquilidad del alma solo puede adquirirse y consolidarse con una profunda humildad de corazón. La virtud que mana de esta fuente no tiene necesidad del retiro de una celda, ni del refugio de la soledad. En realidad, no le falta un apoyo exterior cuando está interiormente sostenida por la humildad, que es su madre y guardiana. Por otra parte, si nos sentimos airados cuando se nos provoca, es indicio de que los cimientos de la humildad no son estables» (Colaciones 18,13).

«Nadie puede alcanzar la santidad si no es a través de una verdadera humildad, ante todo para con sus hermanos. Pero también debe tenerla para con Dios, persuadido de que, si Él no lo protege y ayuda en cada instante, le es absolutamente imposible obtener la santidad a la que aspira y hacia la cual corre» (Instituciones  12,23).

La humildad y la caridad son las ruedas maestras; todas  las demás giran a su alrededor: «Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde, que éste sea hoy y siempre nuestro sacrificio, y que sea agradable en tu presencia» (Dan 3,40).

–Un corazón contrito y humillado Dios no lo desprecia. Este es el sentido de la oración de Azarías. No te acuerdes de nuestros pecados, porque tu ternura y tu misericordia son eternas.

Con la confianza de que Dios enseña su camino a los humildes, decimos con el Salmo 24: «Enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas, haz que camine con lealtad; enséñame, porque Tú eres mi Dios y Salvador. Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas; acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor. El Señor es bueno y recto, enseña el camino a los pecadores, hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes».

Mateo 18,21-35: El Padre no os perdonará si cada cual no perdona de corazón a su hermano. El perdón supone correspondencia. Es una enseñanza clara en el Evangelio. San Agustín explica este evangelio:

«No te hastíes de perdonar siempre al que se arrepiente. Si no fueras tú también deudor, impunemente podrías ser un severo acreedor. Pero tú que eres también deudor, y lo eres de quien no tiene deuda alguna, si tienes un deudor, pon atención a lo que haces con él. Lo mismo hará Dios contigo... Si te alegras cuando se te perdona, teme el no perdonar por tu parte.

«El mismo Salvador manifestó cuán grande debe ser tu temor, al proponer en el Evangelio la parábola de aquel siervo a quien su señor le pidió cuentas y le encontró deudor de cien mil talentos... ¡Cómo hemos de temer, hermanos míos, si tenemos fe, si creemos en el Evangelio, si no creemos que el Señor es mentiroso! Temamos, prestemos atención... perdonemos. ¿Pierdes acaso algo de aquello que perdonas? Otorgas perdón» (Sermón 114 A,2).

«Perdonad y se os perdonará, dad y se os dará» (Lc 6,37-38). No pensamos que recibiremos lo que damos. Damos cosas mortales, recibiremos inmortales; damos cosas temporales, recibiremos eternas; damos cosas terrenas, recibiremos celestes. Recibiremos la recompensa de nuestro mismo Señor.

Miércoles

Entrada: «Asegura mis pasos con tu promesa. Que ninguna maldad me domine» (Sal 118,133).

Colecta (nueva redacción, con elementos del Gelasiano y del Sermón 40,4 de San León Magno): «Penetrados del sentido cristiano de la Cuaresma y alimentados con tu Palabra, te pedimos, Señor, que te sirvamos fielmente con nuestras penitencias y perseveremos unidos en la plegaria».

Comunión: «Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia» (Sal 15,11).

Postcomunión: «Santifícanos, Señor, con este pan del cielo que hemos recibido, para que, libres de nuestros errores, podamos alcanzar las promesas eternas».

Deuteronomio 4,1.5-9: Guardad los preceptos y cumplidlos. La Ley es expresión de la voluntad divina y forma parte de la alianza. La observancia de la Ley ha de producir dos efectos en los gentiles: el reconocimiento de la sublimidad de la Ley y la constatación de la presencia de Dios en medio de su pueblo.

Las grandes maravillas realizadas por Dios en favor de Israel debieron ser motivos para ser fieles al Señor. Pero la historia de la salvación nos manifiesta lo contrario: el pueblo de Dios fue ingrato e infiel al Señor muchas veces. Fue ingrato al Señor.

¿Y nosotros? En realidad, Dios ha realizado aún mayores portentos con nosotros, por la Encarnación de su Hijo, la Redención, la institución de la Iglesia, la Eucaristía y los demás sacramentos... También nosotros hemos recibido los mandamientos y preceptos de Dios para que los cumplamos. Esos preceptos y mandatos son santos, sabios e inviolables, como el mismo Dios. Son frutos de la bondad, de la sabiduría, de la justicia y de la santidad de Dios. ¿Puede haber para nosotros algo mejor, más razonable, más santo, más poderoso y más dichoso que la santa voluntad de Dios, expresada en sus mandamientos? Tal vez muchas veces hemos dejado de cumplirlos.

Hoy, en esta celebración cuaresmal volvamos a escoger de nuevo el camino de los divinos preceptos: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Y a tu prójimo como a ti mismo»

No seamos como los escribas y fariseos del tiempo de Jesucristo. Ellos cumplían, en apariencia, los mandatos de Dios, interpretando la letra según su interés. Digamos y cumplamos nosotros lo que Jesús dijo: «Mi comida consiste en hacer siempre la voluntad del que me envió» (Jn 4,34). Debemos morir a la propia voluntad, para vivir entera y ciegamente confiados en la santa voluntad de Dios, entregados totalmente a su beneplácito, al gobierno y Providencia de Dios y llevando, según sus mandamientos, una conducta intachable. Esta es la esencia de la vida cristiana. ¿Pensamos así? ¿Vivimos así?

–Si Dios nos ha dado mandamientos y leyes es para que vivamos y nos salvemos. Por eso, los preceptos del Señor son la alegría del hombre, que se ve distinguido y privilegiado con ellos. De ahí brota el deseo de una fidelidad sincera, que manifestamos con el Salmo 147: «Glorifica al Señor, Jerusalén, alaba a tu Dios, Sión, que ha reforzado los cerrojos de tus puertas, y ha bendecido a tus hijos dentro de ti. Él envía su mensaje a la tierra y su palabra corre veloz, manda la nieve como lana, esparce la escarcha como ceniza. Anuncia su palabra a Jacob, sus decretos a Israel; con ninguna nación obró así, ni les dio a conocer sus mandatos».

Mateo 5,17-19: Quien cumpla los mandamientos y los enseñe será grande en el Reino de los cielos. La santa Cuaresma es un tiempo adecuado para examinar nuestra vida entera, para una revisión de vida en el cumplimiento de los mandatos de Dios. Cristo vino a vivificar la ley y a perfeccionarla. Él fue modelo en el cumplimiento de la voluntad divina. Dice San Bernardo:

«Y ya que en la voluntad de Dios está la vida, no podemos dudar lo más mínimo de que nada encontraremos que nos sea más útil y provechoso que aquello que concuerda con el querer divino, vida de nuestra alma. Procuremos con solicitud no desviarnos en lo más mínimo de la voluntad de Dios» (Sermón 5).

No se haga mi voluntad, sino la tuya, dijo el Señor (Mc 14,36; cf. Mt 26,33-46; Lc 22,40-46). Y comenta San León Magno:

«Esta voz de la Cabeza es la salvación de todo el Cuerpo; esta voz enseña a todos los fieles, enciende a los confesores, corona a los mártires» (Sermón 58).

Jueves

Entrada: «Yo soy la salvación del pueblo –dice el Señor–. Cuando me llamen desde el peligro, yo les escucharé y seré para siempre su Señor».

Colecta (del Gregoriano): «Te pedimos humildemente, que a medida que se acerca la fiesta de nuestra salvación, vaya creciendo en intensidad nuestra entrega, para celebrar dignamente el misterio pascual».

Comunión: «Tú promulgas tus decretos para que se observen exactamente; ojalá esté firme mi camino para cumplir tus consignas».

Postcomunión: «Presta benigno tu ayuda, Señór, a quienes alimentas con tus sacramentos, para que consigamos tu salvación en la celebración de estos misterios y en la vida cotidiana».

Jeremías 7,23-28: Aquí está la gente que no escuchó la voz del Señor, su Dios. El profeta Jeremías clama contra la incredulidad de sus contemporáneos. No escuchan la voz de Dios que desea realizar plenamente la alianza entre Él y su pueblo. La actuación del profeta será, una vez más, inútil. Por eso, la ruina de la nación es inminente y, por la bondad de Dios, se salvará un resto que permanece fiel. Es un adelanto de lo que sucederá con la venida del Verbo encarnado. Y, ¿solamente en aquel tiempo? ¡Cuánta infidelidad también en nuestros días en muchos que son y se llaman cristianos, pero que actúan como paganos!

Este tiempo litúrgico es muy adecuado para reflexionar y corregir las infidelidades con respecto a Dios y a su mensaje de salvación. Allí donde vive y obra el verdadero espíritu de Cuaresma, afluye al alma, a raudales, la vida divina de la gracia, de las virtudes y de las buenas obras.

El cristiano se convierte en coedificador del Reino de Dios, en piedra viva, que ayuda a levantar todo el edificio: primero en su propia persona y después junto con sus semejantes. Su práctica cuaresmal aprovecha a todos, derramando sobre ellos luz, gracia, arrepentimiento. Con su ejemplo, su oración y sus méritos colabora en la salvación y santificación de sus hermanos. ¡Qué responsabilidad, pues, la nuestra si no aprovechamos este tiempo de gracia, que es la Cuaresma! ¡Qué perjuicio para nosotros mismos y para los demás! No podemos ser indiferentes a la salvación de los hombres, que son hermanos nuestros.

–El gran pecado de Israel fue cerrar sus oídos a la palabra del Señor. También este peligro nos acecha a nosotros. Por eso el Salmo 90 nos advierte: «Ojalá escuchéis hoy su voz; no endurezcáis vuestro corazón. Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias, vitoreándolo al son de instrumentos. Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, Creador nuestro. Porque Él es nuestro Dios y nosotros su pueblo, el rebaño que Él guía. No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras».

Lucas 11,14-23: El que no está conmigo está contra Mí. Lo mismo que en tiempos de Jeremías, la incredulidad y la infidelidad fue el signo de los contemporáneos de Jesús. Su ejemplo, su palabra, sus milagros son manifestaciones palpables del origen divino de su ser. Pero el corazón de aquellos hombres estuvo endurecido y lo consideraron aliado del demonio. ¡Qué perversidad y qué gran misterio! ¿Y nosotros? San Gregorio Magno dice:

«Volvimos la espalda ante el rostro de Aquel cuyas palabras despreciamos, cuyos preceptos conculcamos; pero aun estando a nuestra espalda nos vuelve a llamar Él, que se ve despreciado y clama por medio de sus preceptos y nos espera con paciencia» (Hom. sobre los Evangelios 16).

¡Unidos siempre a Cristo! En Él encontramos nuestra salvación. Digamos con San  Gregorio Nacianceno:

«Quédate con nosotros, porque nos rodean en el alma las tinieblas y solo Tú, oh Cristo, eres la Luz. Tú puedes calmar nuestra ansia que nos consume» (Carta 212).

Oremos intensamente. Hagamos penitencia en este tiempo de preparación para la Pascua, a fin de que nos renovemos en Cristo Jesús. Comenta San Ambrosio:

«Todo reino dividido será desolado. El porqué de esta afirmación es el mostrar que su reino es indivisible y perpetuo, puesto que se le acusaba de echar los demonios en nombre de Beelzebú, príncipe de los demonios... Aquellos, pues, que no ponen en Cristo su esperanza, sino que creen que los demonios son arrojados en nombre del príncipe de los demonios, niegan ser súbditos de  un reino eterno» (Comentario a San Lucas VII, 91).

Viernes

Entrada: «No tienes igual entre los dioses, Señor: Grande eres tú, y haces maravillas, tú eres el único Dios» (Sal 85,8.10).

Colecta (Veronense, Gregoriano y Gelasiano): «Infunde, Señor, tu gracia en nuestros corazones, para que sepamos do-minar nuestro egoismo y secundar las inspiraciones que nos vienen del Cielo».

Comunión: «Amar a Dios con todo corazón y al prójimo como a ti mismo vale más que todos los sacrificios» (cf. Mc 12,33).

Postcomunión: «Señor, que la acción de tu poder en nosotros penetre íntimamente nuestro ser, para que lleguemos un día a la plena posesión de lo que ahora recibimos en la Eucaristía».

Oseas 14,2-10: No volveremos a llamar Dios a las obras de nuestras manos. El profeta invita a Israel a la conversión: «Perdona del todo la iniquidad, recibe benévolo el sacrificio de nuestros labios». Destruido por su iniquidad, Israel se convierte por fin con palabras sinceras y no hipócritas. Reconoce que no lo salvarán alianzas humanas, dioses falsificados ni holocaustos vacíos, sino la primacía del amor en la fidelidad a la alianza con su Dios. Se vislumbra entonces una felicidad paradisíaca.

Pero la misma conversión es obra del amor gratuito y generoso de Dios. Él sugiere las palabras, sana la infidelidad, es el rocío vivificador, el fruto procede de su gran compasión. En definitiva, triunfa su infinito Amor.

En efecto, Oseas ha transformado el sentimiento de culpabilidad de sus compatriotas. Para él, la falta no consiste en la violación de las tradiciones ancestrales y sacrales, de las que uno se libra por medio de ritos penitenciales, sino en la resistencia a encontrar a Dios en la vida ordinaria. El pecado es la negación a ver a Dios en la historia de cada día, de cada  momento. Por eso, la conversión a la que invita el profeta es un acto interior, por el que el hombre hace callar su orgullo aceptando que el acontecimiento en que vive es iniciativa de Dios con respecto a él y gracia de su benevolencia. La conversión ha de ser la actitud fundamental del cristiano. No hay momento más precioso para pedir a Dios la conversión que la Santa Misa.

–El Señor es el único Dios. Ni las obras de nuestras manos, ni nada fuera de Él puede ser Dios para nosotros. Todo pecado es fundamentalmente una idolatría y, por tanto, una defección de la alianza, una infidelidad.

Con el Salmo 80 lo proclamamos sinceramente: «Oigo un lenguaje desconocido: retiré los hombros de la carga, y sus manos dejaron la espuerta. Clamaste en la aflicción y te libré. Te respondí oculto entre los truenos, te puse a prueba junto a la fuente de Meribá. Escucha, pueblo mío, doy testimonio contra ti, ojalá me escuchases, Israel. No tendrás un dios extraño, no adorarás un dios extranjero. Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto. Ojalá me escuchase mi pueblo, y caminase Israel por mi camino: Te alimentaría con flor de harina, te saciaría con miel silvestre».

Marcos 12,28-34: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y lo amarás. Al Señor le agrada la misericordia y no los sacrificios: prefiere la sinceridad del corazón a las prácticas meramente externas. La Ley de Cristo es el amor a Dios y al prójimo. San Bernardo dice:

«El amor, basta por sí solo, satisface por sí solo y por causa de sí. Su mérito y su premio se identifican con él mismo. El amor no requiere otro motivo fuera de él mismo, ni tampoco ningún provecho; su fruto consiste en su misma práctica. Amo porque amo, amo para amar. Gran cosa es el amor, con tal de que recurra a su principio y origen, con tal de que vuelva siempre su fuente y sea una continua emanación de la misma» (Sermón 83).

Esa fuente no es otra que Dios. Constantemente encontramos en nuestra vida ocasiones para manifestar nuestro amor a Dios y al prójimo. No debemos esperar ocasiones extraordinarias para amar. Hemos de aprender a amar en nuestra vida ordinaria: a través del espíritu de servicio, con el trabajo bien hecho, con una conversación amable, con la serenidad en los momentos difíciles, agradeciendo los dones a Dios y al prójimo.

 

Sábado

Entrada: «Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios. Él perdona todas tus culpas» (Sal 102,2-3).

Colecta (Veronense y Gelasiano): «Llenos de alegría al celebrar un año más la Cuaresma, te pedimos, Señor, vivir los sacramentos pascuales y sentir en nosotros el gozo de su eficacia».

Comunión: «El publicano, quedándose atrás, se golpeaba el pecho diciendo: “Oh Dios, ten compasión de este pecador”» (Lc 18,13).

Postcomunión: «Concédenos, Dios de misericordia, venerar con sincero respeto, la Santa Eucaristía que nos alimenta, y recibirla siempre con un profundo espíritu de fe».

Oseas 6,1-6: Quiero misericordia y no sacrificios. Dios quiere misericordia y no sacrificios de animales, su conocimiento y no holocaustos. El profeta invita a la penitencia y a una vuelta sincera a Dios, pero el pueblo es inconstante. ¡Cuántas liturgias en las que los que asisten a ellas nada experimentan, de las que salen sin haber encontrado a Dios, sin haberle conocido un poco más! ¡Qué negligentes somos a veces los sacerdotes y los laicos a la hora de participar en los santos misterios!

Comenta San Agustín:

«Presta atención a lo que dice la Escritura: “Quiero la misericordia antes que el sacrificio” (Os 6,6). No ofrezcas un sacrificio que no vaya acompañado de la misericordia, porque no se te perdonarán los pecados. Quizá digas: “Carezco de pecados”. Aunque te muevas con cuidado, mientras vives corporalmente en este mundo, te encuentras en medio de tribulaciones y estrecheces y has de pasar por innumerables tentaciones: no podrás vivir sin pecado. Es cierto que Dios te dice: “No te intranquilice tu pecado”... si nada debes, sé duro en exigir; pero si eres deudor, congratúlate, más bien, de tener un deudor en quien puedas hacer lo que se hará en ti» (Sermón 386,1).

–Puede haber una conversión que no sea auténtica. Es necesario que cambie el corazón. A veces tenemos el peligro de quedarnos en meras fórmulas y ritualis-mos externos. El Salmo 50, que comentamos el Miércoles de Ceniza, es siempre una llamada fuerte a la auténtica penitencia.

Lucas 18,9-14: El publicano bajó a casa justificado y el fariseo no. En oposición a la soberbia y suficiencia del fariseo que se jactaba de sus propias obras, la humildad del publicano constituye el auténtico culto espiritual de la penitencia del corazón, de la interioridad del culto que agrada al Señor. El publicano recibió de Dios la justificación a causa de su humilde arrepentimiento. San Agustín dice:

«El Señor es excelso y dirige su mirada a las cosas humildes. A los que se ensalzan, como aquel fariseo, los conoce, en cambio, de lejos. Las cosas elevadas las conoces desde lejos, pero en ningún modo las desconoce.

«Mira de cerca la humildad del publicano. Es poco decir que se mantenía en pie a lo lejos, ni siquiera alzaba los ojos al cielo; para no ser mirado, rehuía él mirar. No se atrevía a levantar la vista hacia arriba; le oprimía la conciencia y la esperanza lo levantaba... Pon atención a quién ruega. ¿Por qué te admiras de que Dios perdone cuando el pecador se reconoce como tal? Has oído la controversia sobre el fariseo y el publicano, escucha la sentencia. Escuchaste al acusador soberbio y al reo humilde. Escucha ahora al Juez: “En verdad os digo que aquel publicano descendió del templo justificado, más que aquel fariseo”» (Sermón 115,2).

 

4ª Semana de Cuaresma

Domingo

Entrada: «Festejad a Jerusalén, gozad con ella todos los que la amáis, alegraos de su alegría los que por ella llevasteis luto; mamaréis a sus pechos y os saciaréis de sus consuelos» (Is 66,10-11).

Colecta (del misal anterior y antes del Gregoriano): «Señor, que reconcilias a los hombres contigo por tu palabra hecha carne, haz que el pueblo cristiano se apresure, con fe viva y entrega generosa a celebrar las fiestas pascuales».

Ofertorio (del Veronense y del Sacra-mentario de Bérgamo): «Al ofrecerte, Señor, en la celebración gozosa del domingo, los dones que nos traen la salvación, te rogamos nos ayudes a celebrar estos santos misterios con fe verdadera y a saber ofrecértelos por la salvación del mundo»

Comunión: «El Señor me puso barro en los ojos, me lavé y veo, y he empezado a creer en Dios (Jn 9,11). O bien: «Deberías alegrarte, hijo, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado» (Lc 15,32). O bien: «Jerusalén está fundada como ciudad bien compacta. Allá suben las tribus, las tribus del Señor, según la costumbre de Israel, a celebrar el nombre del Señor» (Sal 121,3-4).

Postcomunión (Veronense y Gelasiano): «Señor Dios, luz que alumbras a todo hombre que viene a este mundo, ilumina nuestro espíritu con la claridad de tu gracia, para que nuestros pensamientos sean dignos de Ti, y aprendamos a amarte de todo corazón».

Ciclo A

En esta celebración, la Iglesia alegra nuestras almas con el pregón gozoso de la cercanía de Pascua, en el que se proclaman el don de la fe en Cristo y el sacramento del bautismo como misterios de Luz, que iluminan nuestras vidas en el tiempo, redimiéndonos de las tinieblas del pecado.

1 Samuel 16,6-7.10-13: David es ungido rey de Israel. Los juicios de Dios son distintos de los juicios humanos. Éstos se agotan con la luz de sus apariencias, mientras que Dios ilumina verdaderamente las realidades del corazón y elige a los suyos por propia iniciativa. La vocación es el llamamiento que Dios hace al hombre que ha escogido y destinado a una misión especial en la historia de la salvación. La llamada de Dios ha de tener  una correspondencia generosa y absoluta. Es la respuesta a la que se refiere San Agustín:

«¿Quiénes son los rectos de corazón? Los que quieren lo que Dios quiere... No quieras torcer la voluntad de Dios» (Comentario al Salmo 93).

–Con el Salmo 22 proclamamos: «El Señor es mi Pastor, nada me falta. En verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. Me guía por el sendero justo».

Efesios 5,8-14: Levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz. La vocación cristiana, sellada en nuestro bautismo, nos libra de las tinieblas, transformándonos en hijos de la luz. San Agustín comenta este pasaje paulino:

«Pensad en las tinieblas de éstos [los neófitos], antes de acercarse al perdón de los pecados. Las tinieblas, pues, estaban sobre el abismo antes de que les fueran perdonados sus pecados. Pero el Espíritu del Señor se cernía sobre las aguas. Descendieron ellos a las aguas; sobre las aguas se cernía el Espíritu de Dios; fueron expulsadas las tinieblas de los pecados; estos son el día que hizo el Señor. A este día dice el Apóstol: “Fuisteis en otro tiempo tinieblas, ahora, en cambio, sois luz en el Señor”. ¿Dijo acaso: “Fuisteis tinieblas en el Señor”? Tinieblas en vosotros mismos, luz en el Señor. Dios llamó a la luz día porque por su gracia se hace cuanto se hace. Ellos pudieron ser tinieblas por sí mismos; pero no hubieran podido convertirse en luz de no haberlo hecho el Señor. Este es el día que hizo el Señor: el Señor lo hizo y no el día mismo» (Sermón 258,2).

Juan 9,1-41: Fue, se lavó y volvió con vista. La fe es un don de Dios, que ilumina a los creyentes. La increencia es la ceguera, que mantiene a los hombres en su condición original de hijos de las tinieblas. San Agustín explica este pasaje evangélico:  

«Porque el Señor abre los ojos al ciego. Quedaremos iluminados, hermanos, si tenemos el colirio de la fe... También nosotros hemos nacido ciegos por causa de Adán y necesitamos que el Señor nos ilumine» (Tratado sobre el Evangelio de San Juan 34,8-9).

Por el contacto amoroso de Jesús desapareció la ceguera natural del ciego de nacimiento. Por el contacto eucarístico, el Corazón de Cristo sigue iluminando desde lo más íntimo de nuestro ser, toda nuestra vida. «El que me sigue no anda en tinieblas, dice el Señor» (Jn 8,12).

Hijos de la luz por el bautismo y la Eucaristía, toda nuestra conducta debe ser transparencia de nuestra condición de hijos de Dios y testimonio viviente de santidad en Cristo. «Brille vuestra luz delante de los hombres, que vean vuestras obras y glorifiquen al Padre que está en los cielos» (Mt 5,16).

Ciclo B

Toda la historia de la salvación evidencia un enfrentamiento ininterrumpido entre el misterio de las tinieblas y el misterio de la luz, disputándose la vida de los hombres. El misterio de la luz lo integra el designio amoroso de Dios, que nos ofrece la salvación y la santidad; su palabra, que nos ilumina; su gracia que nos santifica. El misterio de las tinieblas son las reacciones rebeldes de la inteligencia y de la voluntad humana al servicio del pecado, que nos ciega, que nos degrada y nos con-vierte en hijos de ira (Ef 2,3).

No podemos permanecer pasivos, irresponsables o indefinidos. A nosotros nos toca optar con decisión por la fidelidad a la gracia o permanecer paganamente degradados por las tinieblas del pecado.

2 Crónicas 36,14-16.19-23: La ira y la misericordia del Señor se manifestaron en el exilio y en la liberación del pueblo. El final del segundo libro de las Crónicas contiene una meditación profunda de la historia del pueblo de Israel que, con su rebeldía y pecados, provoca el castigo divino. El Señor abate su soberbia y luego le regenera por la misericordia.

La caída de Jerusalén, la destrucción del  templo y la abolición de la dinastía davídica han sido permitidas por Dios. Ya Jeremías y el Levítico las habían previsto.

Pero estas calamidades no significan que Dios haya puesto punto final a sus designios de amor para con Israel. Él suscita a Ciro y le inspira una política de benevolencia con respecto a los judíos, quienes construirán de nuevo el Templo, de modo que Dios pueda estar presente en medio de su pueblo. El pueblo elegido pasa, por lo mismo, de un régimen dinástico a una teocracia absoluta: Dios mismo se establecerá en adelante en Sión para gobernar a su pueblo.

Pero tampoco el pueblo elegido será fiel y por eso vendrán nuevas destrucciones y purificaciones, hasta la venida de Cristo, que establece definitivamente el Reino de Dios en el mundo, cuya plenitud tendrá lugar en la Jerusalén celeste, en la llamada visión  de paz.

–La Iglesia es la continuadora de Cristo en el mundo. Esto debe de estimularnos a ser fieles a Cristo y a extender su Reino por doquier. Persecuciones no faltarán, pero las puertas del infierno no prevalecerán. Con el Salmo 136 decimos con los israelitas deportados: «Si me olvido de ti, Jerusalén [Iglesia Santa, Jerusalén celeste], que se me paralice la mano derecha».

Efesios 2,4-10: Muertos por el pecado, por pura gracia estáis salvados. El misterio de la Cruz, signo definitivo de la salvación, es también una prueba amorosa de amor salvífico del Padre sobre nosotros. Por eso comenta San Agustín:

«¿Qué tienes, pues, que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido? Pues si Abrahán se glorió, de la fe se glorió. ¿Cuál es la fe plena y perfecta? La que cree que todos nuestros bienes proceden de Dios» (Sermón 168,3).

Casiano manifiesta muchas veces que tenemos necesidad de la gracia para hacer el bien:

«Si de una parte todos estos ejercicios son indispensables para la perfección, de otra son del todo ineficaces para llegar a ella sin el concurso de la gracia» (Instituciones 12,11). «El principio de nuestra conversión y de nuestra fe, así como la paciencia en sufrir, son dones de Dios... La gracia de Dios no ha hecho bastante con haberos otorgado las primicias de nuestra salvación; hace falta que su misericordia vaya obrando cada día su plena eclosión mediante esa misma gracia» (Colaciones 3,14).

Juan 3,14-21: Dios mandó a su Hijo para que el mundo se salve por Él. Como hijos de las tinieblas, todos los hombres éramos seres mordidos por el pecado para la muerte y la condenación. Por el misterio de la Cruz el Padre nos regenera de nuevo para la luz y la vida de hijos. Comenta San Agustín:

«Cómo es que te parecía que los hombres pecadores no podrían hacerse miembros de Cristo, es decir, de quien no tuvo pecado alguno? Te impulsaba a ello la mordedura de la serpiente. Pero a causa del pecado, es decir, del veneno de la serpiente, fue crucificado Cristo y derramó su sangre para el perdón de los pecados.

«Moisés levantó la serpiente en el desierto para que  sanasen quienes en el mismo desierto eran mordidos por las serpientes, mandándoles mirarla, y quien lo hacía quedaba curado. Del mismo modo, conviene que sea levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en Él, que lo contemple levantado, que no se avergüence de su crucifixión, que se gloríe en la Cruz de Cristo, no perezca, sino que tenga la vida eterna. ¿Como no morirá? Creyendo en Él. ¿De qué manera no perecerá? Mirando al levantado. De otra forma hubiera perecido» (Sermón 294,11).

Ciclo C

La liturgia de este domingo proclama un esperanzador y gozoso pregón pas-cual. Pascua significa, en la historia de la salvación, para el pueblo de Dios y para cada uno de nosotros, la urgencia de vida nueva, la responsabilidad de nuevas criaturas, reconciliadas con el Padre por el sacrificio redentor de su Hijo. Para esta vida nueva nos prepara la intensa purificación interior y exterior que nos proporciona la celebración cuaresmal. Es preciso intensificar seriamente el proceso personal de conversión, de purificación, porque así lo requiere la celebración litúrgica del misterio pascual de Cristo, al que Él mismo nos incorpora.

Josué 5,9-12: El pueblo de Dios celebra la Pascua antes de entrar en la tierra prometida. Tras cuarenta años de peregrinación, el pueblo de Israel entró en la tierra de salvación. Allí celebró por vez primera la Pascua, como inauguración de una vida nueva y libre. Comenta San Ata-nasio:

«Vemos, hermanos míos, cómo vamos pasando de una fiesta a otra. Ahora ha llegado el tiempo en que todo vuelve a comenzar, el anuncio de la Pascua venerable, en la que el Señor fue inmolado. Nosotros nos alimentamos... y deleitamos siempre nuestra alma con la sangre preciosa de Cristo, como de una fuente; y, con todo, siempre estamos sedientos de esa sangre, siempre sentimos un ardiente deseo de recibirla.

«Pero nuestro Salvador está siempre a disposición de los sedientos y, por su benignidad, atrae a la celebración del gran día a los que tienen sus entrañas sedientas, según aquellas palabras suyas: “El que tenga sed, que venga a Mí y beba”... Siempre que lo pedimos, se nos concede acceso al Salvador. El fruto espiritual de esta fiesta no queda limitado a un tiempo determinado, ni su radiante esplendor conoce el ocaso , sino que está siempre a punto, para iluminar las mentes que así lo desean» (Carta 5,1-2).

–Con el Salmo 33 decimos: «Gustad y ved qué bueno es el Señor. Bendigo a Dios en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren»

2 Corintios 5,17-21: Dios nos ha reconciliado consigo en Cristo. Para nosotros la Pascua definitiva ha sido Cristo Jesús (1 Cor 5,7). Nos exige una nueva vida de santidad: muerte al pecado y al hombre viejo, para vivir auténticamente como hijos de Dios. Comenta San Agustín:  

«Cuando nuestra esperanza llegue a su meta, habrá llegado también a la suya nuestra justificación. Y, antes de completarla, el Señor mostró en su carne, con la que resucitó y subió al Padre, lo que nosotros hemos de esperar, para que viésemos en la Cabeza lo que ha de suceder en los miembros... El mundo es convencido de pecado en aquellos que no creen en Cristo, y de justicia en los que resucitan en los miembros de Cristo. De donde se ha dicho: “A fin de que nosotros viniésemos a ser justicia de Dios en Él”. Si somos justicia, lo somos en Él, el Cristo total... el que va al Padre, y esa justicia alcanza entonces la plenitud de su perfección» (Sermón, 144,6).

Lucas 15,1-3.11-32: Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido. Tras la degradación por el pecado, solo la penitencia y el retorno a la fidelidad a Dios nos pueden garantizar la verdadera reconciliación santificadora con el Padre. La parábola del hijo pródigo, bien se podría llamar también la parábola del Padre misericordioso, como explica San Gregorio Magno:

«He aquí que llamo a todos los que se han manchado, deseo abrazarlos... No perdamos este tiempo de misericordia [la Cuaresma], que se nos ofrece, no menospreciemos los remedios de tanta piedad que el Señor nos brinda. Su benignidad llama a los extraviados, y nos prepara el seno de su clemencia para cuando volvamos a Él. Al pensar cada uno en la deuda que le abruma, sepa que Dios le aguarda, sin despreciarle ni exasperarse. El que no quiso permanecer con Él, que vuelva... Ved cuán grande es el seno de la piedad y considerad que tenéis abierto el regazo de su misericordia» (Homilía sobre los Evangelios 33).

Lunes

Entrada: «Yo confío en el Señor. Tu misericordia sea mi gozo y mi alegría. Te has fijado en mi aflicción» (Sal 30,7-8).

Colecta (del misal anterior y antes del Gregoriano): «Oh Dios, que renuevas el mundo por medio de sacramentos divinos: concede a tu Iglesia la ayuda de estos auxilios del cielo sin que le falten los necesarios de la tierra».

Comunión: «Os infundiré mi espíritu y haré que caminéis según mis preceptos y que guardéis y cumpláis mis mandatos, dice el Señor» (Ez 36,27).

Postcomunión: «Te pedimos, Señor, que estos misterios nos renueven, nos llenen de vida y nos santifiquen, para que alcancemos, por ellos, los premios eternos».

Isaías 65,17-21: Yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva. El profeta anuncia la salvación como una nueva creación, tan sublime y maravillosa que hará olvidarse de la primera. En la esperanza escatológica todo se convierte en alegría, porque su fuente es Dios. No habrá en la nueva creación dolor ni llanto, pues su gozo es el mismo Dios, su creador. La salvación llena de gozo al pueblo y Dios se goza con él. San Gregorio de Nisa dice:

«“Porque el Reino de Dios está en medio de vosotros”. Quizás quiera esto... manifestar la alegría que se produce en nuestras almas por el Espíritu Santo; imagen y el testimonio de la constante alegría que disfrutan las almas de los santos en la otra vida» (Homilía sobre las Bienaven-turanzas 5).

Casiano también habla de la alegría de la vida nueva en Cristo:

«Si tenemos fija la mirada en las cosas de la eternidad, y estamos persuadidos de que todo lo de este mundo pasa y termina, viviremos siempre contentos y permaneceremos inquebrantables en nuestro entusiasmo hasta el fin. Ni nos abatirá el infortunio, ni nos llenará de soberbia la prosperidad, porque consideraremos ambas cosas como caducas y transitorias» (Instit.  9).

Y San Agustín:

«Entonces será la alegría plena y perfecta, entonces el gozo completo, cuando ya no tendremos por alimento la leche de la esperanza, sino el manjar sólido de la posesión. Con todo, también ahora, antes de que nosotros lleguemos  a esta posesión, podemos alegrarnos ya con el Señor. Pues no es poca la alegría de la esperanza que ha de convertirse luego en posesión» (Sermón 21).

La alegría cristiana es de naturaleza especial. Es capaz de subsistir en medio de todas las pruebas: «se fueron contentos de la presencia del Sanedrín, porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús» (Hch 5,41).

–El perdón es como una nueva creación; el pecador perdonado vive alegre, pues se le ofrecen nuevas posibilidades de vida. Por eso el alma se dilata al alabar a Dios, fuente de perdón y de misericordia.

Así lo proclamamos con el Salmo 29: «Te ensalzaré Señor, porque me has librado y no has dejado que mis enemigos se rían de mí. Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir, cuando bajaba a la fosa. Tañed para el Señor, fieles suyos, dad gracias a su nombre santo. Su cólera dura un instante, su bondad de por vida; al atardecer nos visita el llanto, por la mañana el júbilo. Escucha, Señor, y ten piedad de mí, Señor socórreme. Cambiaste mi luto en danzas. Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre».

Juan 4,43-54: Anda, tu hijo está curado. Jesús muestra su gloria en Caná, por segunda vez, curando al hijo de un funcionario real que tiene fe en su palabra. Por medio de milagros, da comienzo a una nueva era que trae consigo la alegría. San Agustín dice:

«Con ser tan grande el prodigio que realizó en Caná, no creyó en Él nadie, a excepción de sus discípulos. A esta ciudad de Galilea vuelve ahora por segunda vez Jesús. [Un cortesano le pide que vaya a su casa para que cure a su hijo]. Quien así pedía ¿es que aún no creía? ... El Señor, a la petición del Régulo, contesta de esta manera: “Si no veis señales y prodigios no creéis”. Recrimina a este hombre por su tibieza o frialdad o por su total falta de fe; pero desea probar con la curación de su hijo cómo era Cristo, quién era y cuán grande su poder. Hemos oído la palabra del que ruega, mas no vemos el corazón del que desconfía; pero lo testifica quien oyó su palabra y vio su corazón...

«[Y creyó él y toda su familia]. Ahora me dirijo al pueblo de Dios: tantos y tantos como hemos creído, ¿qué signos hemos visto? Luego lo que entonces acontecía era como un presagio de lo que ahora acontece... nosotros hemos asentido a Él y por el Evangelio creímos en Cristo, sin haber visto ni exigido milagro alguno» (Tratado 16 sobre el Evangelio de San Juan).

 

Martes

Entrada: «Sedientos, acudid por agua –dice el Señor– venid los que no tenéis dinero y bebed con alegría» (cf. Is 55,1).

Colecta (del Veronense, Gelasiano y  Sermón 47 de San León Magno): «Te pedimos, Señor, que las prácticas santas de esta Cuaresma dispongan el corazón de tus fieles para celebrar dignamente el misterio pascual y anunciar a todos los hombres la grandeza de tu salvación».

Comunión: «El Señor es mi pastor, nada me falta; en verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas» (Sal 22,1-2).

Postcomunión: «Purifícanos, Señor, y renuévanos de tal modo con tus santos sacramentos que también nuestro cuerpo encuentre en ellos fuerzas para la vida pre-sente y el germen de su vida inmortal».

Ezequiel 47,1-9.12: Por debajo del umbral del templo manaba agua e iba bajando; a cuantos toquen este agua los salvará. Es una prefiguración del agua que salió del costado de Cristo en la Cruz por la lanzada del soldado, como símbolo del Espíritu Santo que brota del Resucitado, y también del agua purificadora del bautismo.

Este pasaje es muy importante para San Juan (7,37; 21,8-11; 19,34; Ap 21,22-32). Cristo resucitado, en efecto, es el centro del culto de la nueva humanidad. Su santidad es de tal naturaleza que justifica a todos los hombres que participan en ella; su victoria sobre el pecado y la muerte está a punto de hacerse tan definitiva que cualquier hombre puede estar seguro de resucitar a la vida de la gracia y de haber sido justificado de su pecado.

Nosotros estamos bautizados, somos hijos de Dios, herederos del cielo. Seamos fieles a nuestro bautismo, para que podamos oir un día estas palabras: «Venid, benditos de mi Padre, a poseer el reino que os está preparado desde el comienzo del mundo» (Mt 25,34).

–El profeta Ezequiel nos ha hablado de aguas salvíficas, de las acequias que corren alegrando la ciudad de Dios, que simbolizan a las aguas bautismales que, limpiándonos del pecado, nos han dado la alegría de la salvación. El agua que corre es signo de la especial protección de Dios en el Antiguo Testamento, en el Nuevo y en la vida de la Iglesia.

El Salmo 45 reconoce esta predilección y cuidado: «Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza, poderoso defensor en el peligro. Por eso no tememos aunque tiemble la tierra y los montes se desplomen en el mar. El correr de las acequias alegra la ciudad de Dios, el Altísimo consagra su morada. Teniendo a Dios en medio no va-cila, Dios la socorre al despuntar la aurora. El Señor de los ejércitos está con nosotros, nuestro alcázar es el Dios de Ja-cob. Venid a ver las obras del Señor, las maravillas que hace en la tierra».

Juan 5,1-3. 5-16: Al momento el hombre quedó sano. Jesús cura en Jerusalén a un paralítico en sábado. Controversia entre los judíos. En el sábado se puede hacer el bien, aunque aquellos contemporáneos de Jesús no lo consideraron así. Además, Dios está por encima del sábado y Cristo es Dios. Comenta San Agus-tín:

«No debe nadie extrañarse de que Dios haga milagros; lo extraño sería que los hiciera el hombre. Más gozo y admiración nos debe producir el haberse hecho hombre Nuestro Señor Jesucristo que las obras divinas que, como Dios, hizo entre los hombres. Y más valor tiene el haber curado los vicios de las almas que curar las enfermedades del cuerpo.

«Pero el alma no conocía quien era el que la había de curar, porque tenía los ojos de la carne para ver los hechos corporales, pero no los ojos de un corazón limpio para ver a Dios que en ellos estaba. El Señor realiza obras que ella podía ver para curar aquello por lo que no podía ver. Entró en un lugar donde yacía una gran multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos... y curó a uno solo, cuando podía curar a todos con una sola palabra... Este enfermo que Él sana simboliza al hombre que abraza la fe, cuyos pecados venía a perdonar y cuyas enfermedades venía a curar» (Tratado 17 sobre el Evangelio de San Juan).

Miércoles

Entrada: «Mi oración se dirige hacia ti, Dios mío, el día de tu favor; que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude» (Sal 68,14).

Colecta (del misal anterior, y antes del Gelasiano y Gregoriano): «Señor, Dios nuestro, que concedes a los justos el premio de sus méritos, y a los pecadores que hacen penitencia les perdonas sus pecados, ten piedad de nosotros y danos, por la humilde confesión de nuestras culpas, tu paz y tu perdón».

Comunión: «Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 3,17).

Postcomunión: «No permitas, Señor, que estos sacramentos que hemos recibido sean causa de condenación para nosotros, pues los instituiste como auxilios de nuestra salvación».

Isaías 49,8-15: Ha constituido alianza con el pueblo para restaurar el país. Dios anuncia a Israel exiliado en Babilonia el regreso a la patria, confirmando el amor misericordioso e indestructible del Señor para con su pueblo.

Ese amor misericordioso se realiza mucho más expresivamente en la venida de Jesucristo, en el perdón de los pecados por el sacramento del bautismo y de la penitencia. La liturgia cuaresmal en favor de los catecúmenos y de los penitentes nos anima a preparamos para la comunión pascual y la renovación de las promesas de nuestro bautismo. San Agustín predica:

«La penitencia purifica el alma, eleva el pensamiento, somete la carne al espíritu, hace al corazón contrito y humillado, disipa las nebulosidades de la concupiscencia, apaga el fuego de las pasiones y enciende la verdadera luz de la castidad». (Sermón 73).

–El profeta Isaías ha cantado gozoso la salvación que viene de Dios. La salvación ha sido posible porque el Señor es clemente y misericordioso, fiel a sus promesas, a pesar de las infidelidades de Israel, de nuestras propias infidelidades. Pero hemos de invocarle sinceramente.

 Por eso decimos con el Salmo 144: «El Señor es clemente y misericordioso, lento a la ira y rico en piedad. El Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas. El Señor es fiel a sus palabras, bondadoso en todas sus acciones. El Señor sostiene a los que van a caer, endereza a los que ya se doblan. El Señor es justo en todos sus caminos, es bondadoso en todas sus acciones; cerca está el Señor de los que lo invocan, de los que lo invocan sinceramente».

Juan 5,17-30: Lo mismo que el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo del Hombre da vida a los que quiere. Él comunica al alma, muerta por el pecado, la vida, pues precisamente ha venido para esto. La resurrección corporal es un signo de la otra más honda y necesaria. La da por el bautismo y por la penitencia. Comenta San Agustín:

«No se enfurecían porque dijera que Dios era su Padre, sino porque le decía Padre de manera muy distinta de como se lo dicen los hombres. Mirad cómo los judíos ven lo que los arrianos no quieren ver. Los arrianos dicen que el Hijo no es igual al Padre, y de aquí la herejía que aflige a la Iglesia. Ved cómo hasta los mismos ciegos y los mismos que mataron a Cristo entendieron el sentido de las palabras de Cristo. No vieron que Él era Cristo ni que era Hijo de Dios; sino que vieron en aquellas palabras que Hijo de Dios tenía que ser igual a Dios. No era Él quien se hacía igual a Dios. Era Dios quien lo había engendrado igual a Él. Si se hubiera hecho Él igual a Dios, esta usurpación le habría hecho caer; pues aquel que se quiso hacer igual a Dios, no siéndolo, cayó y de ángel se hizo diablo y dio a beber al hombre esta soberbia, que fue la que le derribó» (Tratado 17,16, sobre el Evangelio de San Juan).

Jueves

Entrada: «Que se alegren los que buscan al Señor. Recurrid al Señor y a su poder, buscad continuamente su rostro» (Sal 104,3-4).

Colecta (del Gelasiano y del Sacramen-tario de Bérgamo): «Padre lleno de amor, te pedimos que, purificados por la penitencia y por la práctica de las buenas obras, nos mantengamos fieles a tus mandamientos, para llegar bien dispuestos a las fiestas de Pascua».

Comunión: «Meteré mi Ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo, dice el Señor» (Jer 31,33).

Postcomunión: «Que esta comunión, Señor, nos purifique de todas nuestras culpas, para que se gocen en la plenitud de tu auxilio quienes están agobiados por el peso de su conciencia».

–Éxodo 32,7-14:  Arrepiéntete de la amenaza contra tu pueblo. Moisés intercede ante Dios que quiere castigar a su pueblo por haber sido infiel a la alianza, y obtiene el perdón. Dios, que es misericordioso y fiel, perdona la infidelidad de su pueblo por la intercesión de Moisés. En esa gran misericordia se manifiesta de forma máxima su omnipotencia, dice Santo Tomás de Aquino (Suma Teológica, 2-2 30,4). Casiano explica que la misericordia de Dios perdona y mueve a conversión:

«En ocasiones Dios no desdeña visitarnos con su gracia, a pesar de la negligencia y relajamiento en que ve sumido nuestro corazón... Tampoco tiene a menos hacer nacer en nosotros abundancia de pensamientos espirituales. Por indignos que seamos, suscita en nuestra alma santas inspiraciones, nos despierta de nuestro sopor, nos alumbra en la ceguedad en que nos tiene envueltos la ignorancia, y nos reprende y castiga con clemencia. Más aún, su gracia se difunde en nuestros corazones para que ese toque divino nos mueva a compunción y nos haga sacudir la inercia que nos paraliza» (Colaciones, 4).

San Gregorio Magno ensalza la misericordia de Dios:

«¡Qué grande es la misericordia de nuestro Creador! No somos ni siquiera siervos dignos, pero Él nos llama amigos. ¡Qué grande es la dignidad del hombre que es amigo de Dios!» (Homilía 27 sobre los Evangelios). «La suprema misericordia no nos abandona, ni siquiera cuando la abandonamos» (Homilía 36 sobre los Evangelios).

–El pueblo pecó adorando a un becerro. La historia de Israel es la historia de su infidelidad a la alianza. Pero Moisés intercede y Dios, rico en misericordia, vuelve a perdonar. El Señor es fiel para siempre.

–Proclamamos esto con el Salmo 105: «En Horeb se hicieron un becerro, adoraron un ídolo de fundición; cambiaron su gloria por la imagen de un toro que come hierba. Se olvidaron de Dios, su salvador, que había hecho prodigios en Egipto, maravillas en el país de Cam, portentos en el Mar Rojo. Dios hablaba de aniquilarlos; pero Moisés, su elegido, se puso en la brecha frente a Él, para apartar su cólera del exterminio. Acuérdate de nosotros por amor a tu pueblo». Y Dios perdona a su pueblo.

Juan 5,31-47: Moisés, en quien tenéis vuestra esperanza, será vuestro acusador. Juan Bautista había dado testimonio acerca de Jesús. También las Escrituras daban testimonio sobre Él. Pero ahora es Dios mismo quien atestigüe la verdad de las palabras de Jesús, mediante las obras que las acompañan. San Agustín dice:

«¿Por qué creéis que en las Escrituras está la vida eterna? Preguntadle a ellas de quién dan testimonio y veréis cuál es la vida eterna. Por defender a Moisés ellos quieren repudiar a Cristo, diciendo que se opone a las instituciones y preceptos de Moisés.

«Pero Jesús los deja convictos de su error, sirviéndose como de otra antorcha... Moisés dio testimonio de Cristo, Juan dio testimonio de Cristo y los profetas y apóstoles dieron también testimonio de Cristo... Y Él mismo, por encima de todos estos testimonios, pone el testimonio de sus obras. Y Dios da testimonio de su Hijo de otra manera: muestra a su Hijo por su Hijo mismo, y por su Hijo se muestra a Sí mismo. El hombre que logre llegar a Él no tendrá ya necesidad de antorcha y, avanzando en lo profundo, edificará sobre roca viva» (Tratado 23 sobre el Evangelio de San Juan, 2-4).

Viernes

Entrada: «Oh Dios, sálvame por tu Nombre, sal por mí con tu poder. Oh Dios, escucha mi súplica, atiende a mis palabras» (Sal 53,3-4).

Colecta (del Veronense y Gelasiano): «Señor, Tú que en nuestra fragilidad nos ayudas con medios abundantes, concédenos recibir con alegría la salvación que nos otorgas, y manifestarla a los hombres con nuestra propia vida».

Comunión: «Por Cristo, por su sangre, hemos recibido la redención, el perdón de los pecados; el tesoro de su gracia ha sido un derroche para con nosotros» (Ef 1,7).

Postcomunión: «Señor, así como en la vida humana nos renovamos sin cesar, haz que, abandonado el pecado que envejece nuestro espíritu, nos renovemos ahora por su gracia».

Sabiduría 2,1. 12-22: Lo condenaremos a muerte ignominiosa. La conjura de los impíos contra el justo se verifica en la Pasión de Cristo. En los labios de los enemigos de Cristo al pie de la Cruz se volverán a escuchar palabras semejantes. El impío detesta el reproche permanente que la vida del justo constituya para su vida depravada. El impío quisiera ver suprimido al justo y hace todo lo que puede para llevarlo a cabo.  Su furor satánico le lleva a intentar demostrar que es  vana la confianza filial que el justo tiene en Dios, puesto que ni siquiera Él podrá librarlo de sus manos homicidas. En el fondo es un alegato ateísta.

Así se hizo con Cristo: «Es mejor que muera un solo hombre por el pueblo, para que no perezca toda la nación». Así habló el sumo sacerdote Caifás. Desde ese día determinaron quitar la vida a Jesús. Sólo una breve semana y realizarán su plan nefando. Sobornarán al traidor Judas. Se apoderarán de Jesús en el Huerto de los Olivos y seguirán todos los pasos de la Pasión que meditaremos en días sucesivos, sobre todo en la Semana Santa.

–El justo ha de sufrir mucho a causa de los malos. En la lectura primera vemos el modo de pensar y de actuar de éstos. Pero es Dios el que vence y es su protección lo que cuenta. Vivamos con la confianza puesta en Dios. Así lo expresamos con el Salmo 33: «El Señor se enfrenta con los malhechores para borrar de la tierra su memoria. Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias. El Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos. Aunque el justo sufra muchos males, de todos los libra el Señor. Él cuida de todos sus huesos, y ni uno solo se quebrará. El Señor redime a sus siervos, no será castigado quien se acoge a Él».

Juan 7,1-2.10.25-30: Intentaban apresarlo, pero aún no había llegado su hora. Continúan las controversias judías contra Jesús que proclama en el templo, como Enviado del Padre, su mensaje profético. Jesús sabe muy todo lo que va a sucederle. Gracias a la visión continua de Dios, de que goza su alma, conoce exactamente, ve y palpa todo lo que le espera: la traición de Judas, la negación de Pedro, las  humillaciones y dolores indecibles...

También nos vio a nosotros. ¿No es cada pecado un desprecio de Jesús, de sus preceptos, de su doctrina, de sus bienes y promesas? ¡Con cuánta frecuencia se oponen a Cristo y a sus mandatos, las pasiones, los planes y miras humanas en la vida del hombre y del cristiano! Hemos de pedir luces de lo alto para examinar nuestra vida, hacer una auténtica revisión de vida, arrepentirnos de nuestros desvíos y pecados. De este modo nos prepararemos a las fiestas de Pascua con toda sinceridad de corazón y comenzaremos una vida nueva, llena de todas las virtudes.

Sábado

Entrada: «Me cercaban olas  mortales, torrentes destructores me aterraban, me envolvían las redes del abismo; en el peligro invoque al Señor; desde su templo Él escuchó mi voz» (Sal 17,5-7).

Colecta (del misal anterior y, antes, del Gelasiano): «Que tu amor y tu misericordia dirijan nuestros corazones, Señor, ya que sin tu ayuda no podemos complacerte».

Comunión: «Hemos sido rescatados a precio de la sangre de Cristo, el Cordero sin defecto ni mancha» (1 Pe 1,19).

Postcomunión: «Que tus santos misterios nos purifiquen, Señor, y que por su acción eficaz nos vuelvan agradables a tus ojos».

Jeremías 11,18-20: Yo era como un cordero manso llevado al matadero. Las persecuciones sufridas por Jeremías profeta le convierten en una imagen de Cristo durante su Pasión. Su dolor es símbolo del de Cristo, a cuya Pasión aplica la Iglesia en su liturgia la imagen del árbol derribado en pleno vigor. Pero en el profeta aún no se ve la imagen plena del amor para con los enemigos, que Cristo enseñó con su palabra y su ejemplo. Prevalece la confianza y la imagen emocionante del cordero manso, llevado al matadero que ha inspirado el canto del Siervo de Dios en Isaías (53,6-7) y le ha hecho símbolo de la Pasión del Cordero de Dios (Mt 26,63; Jn 1,29; Hch 8,32).

Oigamos a San Juan Crisóstomo:

«La sangre derramada por Cristo reproduce en nosotros la imagen del rey: no permite que se malogre la nobleza del alma; riega el alma con profusión, y le inspira el amor a la virtud. Esta sangre hace huir a los demonios, atrae a los ángeles...; esta sangre ha lavado a todo el mundo y ha facilitado el camino del cielo» (Homilía 45, sobre el Evangelio de San Juan).   

Y San León Magno dice:

«Efectivamente, la encarnación del Verbo, lo mismo que la muerte y resurrección de Cristo, ha venido a ser la salvación de todos los fieles, y la sangre del único justo nos ha dado, a nosotros que la creemos derramada para la  reconciliación del mundo, lo que concedió a nuestros padres, que igualmente creyeron que sería derramada» (Sermón 15, sobre la Pasión).

–El Salmo 7 es muy apropiado para la lectura anterior, pues expresa la súplica del Justo por antonomasia, condenado injustamente. El Padre lo deja morir para mostrar su extremada misericordia y su amor para con los hombres, a quienes redime del pecado, conduciéndolos a la gloria eterna: «Señor, Dios mío, A Ti me acojo, líbrame de mis enemigos y perseguidores y sálvame, que no me atrapen como leones y me desgarren sin remedio. Júzgame, Señor, según mi justicia, según la inocencia que hay en mí. Cese la maldad de los culpables y apoya Tú al inocente, Tú que sondeas el corazón y las entrañas, Tú, el Dios justo. Mi escudo es Dios que salva a los rectos de corazón. Dios es un juez justo. Dios amenaza cada día»

Juan 7,40-53: ¿Es que de Galilea va a venir el Mesías? Ante las nuevas afirmaciones de Jesús, las discusiones de sus enemigos se hacen más vivas. En su desprecio al pueblo, los fariseos rechazan a los que creen en Jesús e increpan a Nicodemo, porque siendo fariseo defendía a Jesús.

Jesús es el signo de contradicción en el mundo: divide a los hombres y a sus opiniones con su sola presencia. Obliga a todos a definirse, tanto en su época pales-tinense como también ahora. El Perseguido, en su apariencia humilde de galileo, es Señor de su destino y del destino de todos. Sus perseguidores tendrán que ex-clamar, como hizo un día Juliano el Apóstata: «¡Venciste, Galileo!» Pero a nosotros nos conviene gloriarnos en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo, según expresión paulina. San Juan Crisóstomo nos exhorta a confesar a Cristo crucificado:

«Oigan esto cuantos se avergüenzan de la Pasión y de la Cruz de Cristo. Porque si el Príncipe de los Apóstoles, aun antes de entender claramente este misterio, fue llamado Satanás por haberse avergonzado de él, ¿qué perdón pueden tener aquellos que, después de tan manifiesta demostración, niegan la economía de la Cruz? Porque si el que así fue proclamado bienaventurado, si el que tan gloriosa confesión hizo, tal palabra hubo de oir, considerar lo que habrán de sufrir los que, después de todo eso, destruyen y anulan el misterio de la Cruz» (Homilía sobre San Mateo 54).

 

 

 5ª Semana de Cuaresma

Domingo

Entrada: «Hazme justicia, oh Dios, defiende mi causa contra gente sin piedad; sálvame del hombre traidor y malvado. Tú eres mi Dios y protector» (Sal 42,1-2).

Colecta (inspirada en la  antigua liturgia hispana, llamada también mozárabe): «Te rogamos, Señor Dios nuestro, que tu gracia nos ayude para que vivamos siempre de aquel mismo amor que movió a tu Hijo a entregarse a la muerte por la salvación del mundo».

Ofertorio (Gelasiano): «Escúchanos, Dios Todopoderoso, tú que nos has iniciado en la fe cristiana, y purifícanos por la acción de este sacrificio»

Comunión: «El que está vivo y cree en Mí, no morirá para siempre» (Jn 11,26). O bien: «Mujer, ¿ninguno te ha condenado? Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante, no peques más» (Jn 8,10-11). O bien: «Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24-25).

Postcomunión (Veronense): «Te pedimos, Dios Todopoderoso, que nos cuentes siempre entre los miembros de Cristo, en cuyo Cuerpo y Sangre hemos comulgado».

Ciclo A

Las lecturas de hoy nos recuerdan nuestra vocación de resucitados en Cristo. También en este domingo tenía lugar el escrutinio o examen selectivo de los cate-cúmenos que se preparaban para recibir el bautismo en la Vigilia Pascual. Rea-vivemos con ellos nuestra fe cristiana.

Ezequiel 37,12-14: Os infundiré mi espíritu y viviréis. La salvación divina es proclamada por el profeta Ezequiel como una iniciativa de Dios, que infunde nueva vida a un pueblo aniquilado y sin capacidad propia para regenerarse. Orígenes compara el bautismo de los cristianos con el paso del Jordán:

«Cuando llegues a la fuente del bautismo, entonces también tú, por ministerio de los sacerdotes, atravesarás el Jordán y entrarás en la tierra prometida, en la que te recibirá Jesús, el sucesor de Moisés, y será tu guía en el nuevo camino» (Homilía sobre el libro de Josué).

–Con el Salmo 129 proclamamos: «Desde lo hondo a Ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz, estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica. Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa».

Romanos 8,8-11: El Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros. La vocación cristiana comporta el paso de la muerte y del pecado a la vida divina, bajo la acción santificadora del Espíritu renovador. «Quien no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo» (Rom 8,8). San Juan Crisóstomo hace una penetrante observación:

«Si Cristo vive en el cristiano, allí está también el Espíritu divino, la tercera Persona de la Santísima Trinidad. Donde no está este Espíritu, allí reina de verdad la muerte, y con ella la ira de Dios, el rechazo de las leyes, la separación de Cristo, el destierro de este huésped... Pero, cuando se tiene en sí al Espíritu, ¿qué bienes nos pueden faltar? Con el Espíritu se pertenece a Cristo, se le posee, se compite en honor con los ángeles. Con el Espíritu se crucifica la carne, se gusta el encanto de una vida inmortal, se tiene la prenda de la resurrección futura, se avanza rápidamente por el camino de la virtud. Esto es lo que Pablo llama dar muerte a la carne» (Homilía 13 sobre Romanos).

Juan 11,1-45: Yo soy la resurrección y la vida. Jesús es la resurrección y la vida para los cuerpos, mediante su poder vi-vificante frente a la muerte; para las almas, mediante su poder de seducción frente al pecado. Comenta San Ambrosio:

 «Vendrá Cristo a tu sepultura y cuando vea llorar por ti a Marta, la mujer del buen servicio, y a María, la  que escuchaba atentamente la Palabra de Dios, como la Santa Iglesia que ha escogido para sí la mejor parte, se volverá a misericordia. Cuando a la hora de tu muerte vea las lágrimas de tantas gentes, preguntará:  ¿Dónde lo habéis puesto? Es decir, ¿ en qué lugar de los reos está? ¿en qué orden de los penitentes? Veré al que lloráis, para moverme por su sus propias lágrimas, veré si está muerto al pecado aquel cuyo perdón pedís. Así, pues, viendo el Señor Jesús el agobio del pecador no puede menos de derramar lágrimas; no puede soportar que llore sola la Iglesia. Se compadece de su Amada y dice  al difunto: Sal fuera... Manifiesta tu propio pecado y serás justificado» (La penitencia 2,7,54-57).

Ciclo B

La liturgia cuaresmal, preparación para el misterio pascual, se encuentra en su momento más intenso. Hemos de disponernos a vivir la Pasíon, Muerte y Resurrección de Jesús profundamente, aden-trándonos en el misterio de su Corazón. Él es el Hijo de Dios hecho hombre, en condición victimal solidaria por nuestros pecados. A profundizar en este conocimiento interno de Cristo Paciente, Muerto y Resucitado apunta la pedagogía litúr-gica de esta quinta semana de Cuaresma.

Jeremías 31,31-34: Haré una alianza nueva y no recordaré el pecado. La Antigua Alianza preparaba al creyente para el misterio de Cristo, pero solo la Nueva Alianza santificaría interiormente al pecador. Dios forma a su pueblo, por los profetas, en la esperanza de la salvación, en la espera de una alianza nueva y eterna destinada a todos los hombres (Is 2,2-4), que será grabada en sus corazones (Jer 31,31-34; Hb 10,16).

Los profetas anuncian una redención radical del pueblo de Dios, la purificación de todas sus infidelidades (Ez 36), una salvación que incluirá a todas las naciones (Is 49,5-6; 53,11). Serán, sobre todo, los pobres y los humildes del Señor quienes mantendrán esta esperanza. El anuncio de Jeremías se perfecciona en Cristo. Él es la Palabra definitiva del Padre. No habrá otra Palabra más elocuente que ésta.

–Con el Salmo 50 decimos: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro. Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa, lava del todo mi delito, limpia mi pecado...»

Hebreos 5,7-9: Aprendió a obedecer y se ha convertido en centro de salvación eterna. Jesús, autor de la Nueva Alianza por su Sacerdocio y su inmolación, es el único que puede renovarnos, hasta convertirnos realmente en hijos de Dios. San Juan Crisóstomo:

«Cuando el Apóstol habla de estas súplicas y del clamor de Jesús no quiere hablar de las peticiones que hizo para Sí mismo, sino para los que creerían en Él. Y puesto que los hebreos no tenían todavía la elevada concepción de Cristo que hubieran debido poseer, San Pablo dice que fue escuchado, como el mismo Señor dijo a sus discípulos para consolarlos: “Si me amaseis, os alegraríais de que fuera al Padre, porque el Padre es mayor que yo”... Eran tan grande el respeto y la piedad del Hijo que Dios Padre no pudo menos que tener en cuenta sus súplicas, salvando a su Hijo y salvando también a todos los que le obedecen» (Homilía 11, sobre Hebreos).

Juan 12,20-33: Si el grano de trigo cae en tierra y muere, da mucho fruto. Por la humillación victimal de Cristo Jesús se ha hecho posible la glorificación perfecta del Padre y la santificación real del creyente. Comenta San Agustín:

«Pero el precio de estas muertes [la de los mártires] es la muerte de uno solo. ¡Cuántas muertes compró muriendo Aquél que de no haber muerto, no hubiera hecho que se multiplicara el grano de trigo. Oísteis las palabras que dijo al acercarse su pasión, es decir, al acercarse nuestra redención: “Si el grano de trigo caído en tierra, no muere, permanece solo; pero si muere da mucho fruto” (Jn 12 24-25). En la Cruz realizó un gran negocio; allí fue abierto el saco que contenía nuestro precio: cuando la lanza del que lo hería abrió el costado, brotó de Él el precio de todo el orbe» (Sermón 329,1).

Sólo una compenetración plena, viva y amorosa, con el misterio del Amor que llevó a Cristo hasta la Cruz por nosotros, puede redimirnos de una piedad frívola en la celebración litúrgica de estos días.

Ciclo C

El proceso de conversión cuaresmal apunta a su fin. La liturgia de este domingo proclama la finalidad positiva y santi-ficadora de la verdadera renovación pascual y de la genuina reconciliación cristiana. No se trata solo avivar el arrepentimiento por nuestra vida, marcada por el pecado, de detestar y superar el pecado.

 La conversión cristiana no puede cifrarse simplemente en la purificación religiosa del pecado, a estilo hindú o budista. Tiene que apuntar a una nueva vida en Cristo, a una cristificación real de todo nuestro ser. La Pascua cristiana no es solo muerte al hombre viejo y al pecado. Es esencialmente una verdadera resurrección con Cristo, para vivir una vida nueva, empeñada en la santidad que solo en Él, con Él y por Él es posible para nosotros.

Isaías 43,16-21: Mirad que realizo algo nuevo y daré bebida a mi pueblo. Isaías proclama la liberación mesiánica como un nuevo éxodo, como una nueva obra de Dios, para dar vida a su pueblo.  San Gregorio de Nisa dice:

«Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdido la posesión del bien; era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un Salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un Libertador» (Or. Catech. 15).

Y ese libertador vino, no por nuestros méritos, sino solo por el infinito amor de Dios. Libérrimamente realizó Cristo la Redención.. «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).

–Con el Salmo 125 proclamamos:  «El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres... cuando el Señor cambió la suerte de Sión nos parecía soñar; la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares...»

Filipenses 3,8-14: Todo lo estimo pérdida comparado con Cristo, configurado, como estoy, con su muerte. Para el cristiano, como para Pablo, la conversión a Cristo deberá significar una total renuncia al pasado, para alcanzar a vivir una vida nueva en Cristo, por Cristo y con Cristo. Este desprendimiento ha sido vivido por todos los santos, desde los tiempos apostólicos hasta nuestros días, y lo será siempre. San Ignacio de Antioquia habla de la muerte, del desasimiento, para poder resucitar a la vida nueva:

«No os doy yo mandatos, como Pedro y Pablo. Ellos eran apóstoles, yo no soy más que un condenado a muerte... Pero si logro sufrir el martirio, entonces seré liberto de Jesucristo y resucitaré libre con Él. Ahora, en medio de mis cadenas es cuando aprendo a no desear nada» (Carta a los Romanos 3,1-2).

Juan 8,1,11: El que esté sin pecado que tire la primera piedra. La renovación pascual es necesaria para todos. Cualquier puritanismo condenatorio de la conducta ajena está más del lado de los fariseos inmi-sericordes que del Evangelio. Todos necesitamos la conversión a una vida nueva. San Gregorio Magno dice:

«He aquí que llama a todos los que se han manchado, desea abrazarlos, y se queja de que le han abandonado. No perdamos este tiempo de misericordia que se nos ofrece, no menospreciemos los remedios de tanta piedad, que el Señor nos brinda. Su benignidad llama a los extraviados, y nos prepara, cuando volvamos a Él, el seno de su clemencia. Piense cada cual en la deuda que le abruma, cuando Dios le aguarda y no se exaspera con el desprecio. El que no quiso permanecer con Él, que vuelva; el que menospreció estar firme a su lado, que se levante, por lo menos después de su caída... Ved cuán grande es el regazo de su piedad y considerad que tiene abierto el regazo de su misericordia» (Homilía 33 sobre los Evangelios).

Lunes

Entrada: «Misericordia, Dios mío, que me hostigan, me atacan y me acosan todo el día» (Sal 55,2)

Colecta (del Sermón 61 de San León Magno): «Señor, Dios nuestro, cuyo amor nos enriquece sin medida con toda bendición: haz que, abandonando nuestra vida caduca, fruto del pecado, nos preparemos como hombres nuevos, a tomar parte en la gloria de tu Reino».

Comunión: «Mujer, ¿ninguno te ha condenado? Tampoco yo te condeno. Anda y, en adelante, no peques» (Jn 8,10-11). O bien: «Yo soy la luz del mundo –dice el Señor–. El que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12).

Postcomunión: «Te pedimos, Señor, que estos sacramentos que nos fortalecen, sean siempre para nosotros fuente de perdón y, siguiendo las huellas de Cristo, nos lleven a Ti, que eres nuestra vida».

Daniel 13,1-9.15-17. 19-30.33-62: Tengo que morir siendo inocente.  La lectura es del conocido episodio de Susana, liberada por el joven Daniel, que descubre la trama de los verdaderos culpables. Es una prefiguración de la salvación por el acto redentor de Cristo. El Antiguo Testamento era el Testamento de la justicia: el pecado, al menos ciertos pecados, habían de ser expiados por la muerte del pecador.

El Nuevo Testamento, por el contrario, es el Testamento de la gracia. En él no se mata al pecador, sino que se le salva por la penitencia. Se le da fuerza para resistir a las pasiones y al pecado y para elevarse hasta la vida de las virtudes y de la santidad. San Jerónimo anima al pecador:

«No dudéis del perdón, pues, por grande que sean vuestras culpas, la magnitud de la misericordia divina perdonará, sin duda, al enormidad de vuestros muchos pecados» (Coment. al profeta Joel 3,5).

Y el beato Isaac de Stella:

«La Iglesia nada puede perdonar sin Cristo y Cristo nada quiere perdonar sin la Iglesia. La Iglesia solamente puede perdonar al que se arrepiente, es decir, a aquél a quien Cristo ha tocado ya con su gracia. Y Cristo no quiere perdonar ninguna clase de pecado a quien desprecia a la Iglesia» (Sermón 11).

–Dios permite las pruebas del justo, hasta tal extremo que a veces parece que se ha olvidado de él. Es necesario esperar en Dios contra toda esperanza, como Abrahán. El auxilio divino llega siempre en el momento preciso, como en el caso de Susana y en tantos otros. Con el Salmo 22 proclamamos: «El Señor es mi Pastor: nada me puede faltar... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque Tú, Dios mío, vas conmigo... Tu bondad, Señor y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin términos».

–Si el Evangelio es Juan 8,1-11, véase el Domingo anterior Ciclo C. Si es Juan 8,12-20: Yo soy la luz del mundo. En El Antiguo Testamento ya se veía al Mesías como luz del mundo, puesto que  viene a revelar la Verdad de Dios. El tema de la luz es amplísimo en la Escritura. La primera palabra de Dios en el Génesis es: «Hágase la luz» y al final del Apocalipsis se canta a Cristo como «Estrella luciente de la mañana». Dios es Luz indeficiente. Y la segunda Persona de la Santísima Trinidad, es «Luz de Luz», según decimos en el Credo. Clemente de Alejandría, a fines del siglo II, invoca a Cristo como Luz del mundo, con estas palabras:

«¡Salve, Luz! Desde el cielo brilló una Luz sobre nosotros, que estábamos sumidos en la oscuridad y encerrados en la sombra de la muerte; Luz más pura que el sol, más dulce que la vida de aquí abajo. Esa Luz es la vida eterna, y todo el que de ella participa, vive, deja el puesto al día del Señor. El universo se ha convertido en luz indefectible y el Occidente se ha transformado en Oriente. Esto es lo que quiere decir la nueva creación; porque el Sol de justicia que atraviesa en la carroza el universo entero, imitando a su Padre, que hace salir el sol sobre todos los hombres (Mt 5,45) y derrama el rocío de la Verdad» (Protréptico 11,88,114).

Martes

Entrada: «Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor» (Sal 26,14).

Colecta (del misal anterior y antes, del Gelasiano): «Concédenos, Señor, perseverar en el fiel cumplimiento de tu santa voluntad, para que en nuestros días crezca en santidad y en número el pueblo dedicado a tu servicio».

Comunión: «Cuando Yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia Mí, dice el Señor» (Jn 12, 32).

Postcomunión: «Concédenos, Dios Todopoderoso, que, participando asiduamente en tus divinos misterios, merezcamos alcanzar los dones del Cielo».

Números 21,4-9: Los mordidos de serpiente quedarán sanos si miran a la serpiente de bronce... Esta lectura nos permite ver el poder y fecundidad de la Cruz. «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre para que todo el que cree en Él tenga vida eterna» (Jn 3,14-15). San León Magno dice:

«¡Oh  admirable poder de la Cruz!... En ella se encuentra el tribunal del Señor, el juicio del mundo, el poder del Crucificado. Atrajiste a todos hacia ti, Señor, a fin de que el culto de todas las naciones del orbe celebrara mediante un sacramento pleno y manifiesto, lo que realizaban en el templo de Judea como sombra y figura... Porque tu Cruz es fuente de toda bendición, el origen de toda gracia; por ella, los creyentes reciben de la debilidad, la fuerza; del oprobio, la gloria; y de la muerte, la vida» (Sermón 8 sobre la Pasión).

Y San Teodoro Estudita:

«La Cruz no encierra en sí mezcla del bien y del mal como el árbol del Edén, sino que toda ella es hermosa y agradable, tanto para la vista cuantos para el gusto. Se trata, en efecto, del leño que engendra la vida, no la muerte; que da luz, no tinieblas; que introduce en el Edén, no que hace salir de él...» (Disertación sobre la adoración de la Cruz).

–El autor del Salmo 101 es un pobre gravemente enfermo, pero que no ha perdido la confianza de ser salvado de su enfermedad, pues conoce las frecuentes visitas de Dios a su pueblo.

Por profundo que sea nuestro abatimiento, alcemos nuestros ojos a Dios, como Israel los levantó al signo que le presentaba Moisés y contemplemos a Jesucristo, nuestra salvación, en la Cruz. El Señor nos librará, aunque por nuestros pecados nos sintamos condenados a muerte:  «Señor, escucha mi oración, que mi grito llegue hasta ti, no me  escondas tu rostro el día de la desgracia. Inclina tu oído hacia mí, cuando te invoco, escúchame en seguida... Que el Señor ha mirado desde su excelso santuario, desde el cielo se ha fijado en la tierra, para escuchar los gemidos de los cautivos y librar a los condenados a muerte».

Juan 8,21-30: Cuando levantéis al Hijo del Hombre sabréis que soy yo. Jesús anuncia su pasión con expresiones veladas. Hay que creer en Cristo para escapar de la muerte eterna. La respuesta definitiva será la exaltación de Jesucristo. San Germán de Constantinopla contempla la Cruz y la obediencia de Cristo:

«A raíz de que Cristo se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte y muerte de Cruz (cf. Flp 2,8), la Cruz viene a ser el leño de obediencia, ilumina la mente, fortalece el corazón y nos hace participar del fruto de la vida perdurable. El fruto de la obediencia hace desaparecer el fruto de la desobediencia. El fruto pecaminoso ocasionaba estar alejado de Dios, permanecer  lejos del árbol de la vida y hallarse sometido a la sentencia condenatoria que dice: “volverá a la tierra de donde fuiste formado” (Gén 3,19). El fruto de la obediencia, en cambio, proporciona familiaridad con Dios, dando cumplimiento a estas palabras de Cristo: Cuando yo sea levantado en alto atraeré a todos a Mí (Jn 12,32). Esta promesa es verdad muy apetecible» (Sobre la Adoración de la Cruz).

Miércoles

Entrada: «Dios me libró de mis enemigos, me levantó sobre los que resistían y me salvó del hombre cruel» (Sal 17,48-49s).

Colecta (del misal anterior y, antes, del Veronense y Gelasiano): «Ilumina, Señor, el corazón de tus fieles, purificado por las penitencias de Cuaresma; y Tú que nos infundes el piadoso deseo de servirte, escucha paternalmente nuestras súplicas».

Comunión: «Dios nos ha trasladado al Reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la Redención, el perdón de los pecados» (Col 1,13-14)

Postcomunión: «Dios Todopoderoso: el sacramento que acabamos de recibir sea medicina para nuestra debilidad, sane las enfermedades de nuestro espíritu y nos asegure tu constante protección».

Daniel 3,14-20.91-92.95: Dios envió a un ángel a librar a sus siervos. Los tres jóvenes aceptan morir en el horno antes que renegar de su fe en un solo Dios verdadero. Pero son librados de las llamas, al igual que un día Cristo será rescatado de la muerte.

Los que se mantienen fieles al Señor, no obstante la persecución, triunfan de un modo o de otro. Toda persecución es una prueba del justo, de su fe en el poder de Dios.. Pertenece al misterio de la lucha del mal contra el bien, del vicio contra la virtud. Revela el juicio de Dios en cuanto que anuncia el juicio escatológico y el advenimiento del Reino.  El justo obra libremente por amor a Dios. Dice San Jerónimo:

«Él, que promete estar con sus discípulos hasta la consumación de los siglos, manifiesta que ellos habrán de vencer siempre, y que Él nunca se habrá de separar de los que creen» (Com. al Evangelio de S. Mateo 21,3).

Y Orígenes:

«El Señor nos libra del mal no cuando el enemigo deja de presentarnos batalla valiéndose de sus mil artes, sino cuando vencemos arrostrando valientemente las circunstancias» (Tratado sobre la oración 30).

Todo es figura de Cristo en su Pasión. El fuego no toca a sus siervos. Los enemigos se imaginan haber aniquilado a Jesús. Pero Dios destruye sus esperanzas y planes. El condenado, el vencido, se levanta glorioso al tercer día de entre los muertos.

–La Iglesia desde sus primeras persecuciones vio en los tres jóvenes arrojados al horno de Babilonia su propia imagen: los jóvenes perseguidos, castigados, condenados a muerte, perseveran en la alabanza divina y son protegidos por una brisa suave que los inmuniza del fuego mortal.

También la Iglesia, en medio de sus persecuciones continúa alabando al Señor con el Cántico de Daniel: «A Ti gloria y alabanza por los siglos. Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres... Bendito tu nombre santo y glorioso. Bendito eres en el templo de tu santa gloria. Bendito sobre el trono de tu reino. Bendito eres Tú, que sentado sobre querubines, sondeas los abismos. Bendito eres en la bóveda del cielo. A Ti gloria y alabanza por los siglos».

Juan 8,31-42: Si el Hijo os hace libres, seréis realmente libres. Únicamente el Hijo de Dios revela la verdad que libera de la esclavitud del pecado. Ser hijos de Abrahán no es cuestión de raza, sino de ser, como él, justo y creyente. Ser hijos de Abrahán es, en concreto, ser hijos de Dios por la fe en Cristo. Al no creer, los judíos manifiestan que no son sino hijos del diablo. La presunción de ser hijos de Abrahán es tan infundada como la de ser libres cuando se es esclavo del pecado. San Agustín dice:

 «Eres, al mismo tiempo, siervo y libre, dice San Agustín: siervo porque fuiste hecho, libre porque eres amado de Aquel que te hizo, y también porque amas a tu Hacedor» (Coment. al Salmo 99,7).

La libertad que Cristo nos ha otorgado consiste ante todo en la liberación del pecado (Rom 6,14-18) y en consecuencia, de la muerte eterna, y del dominio del demonio; nos hace hijos de Dios y hermanos de los demás hombres (Col 1,19-22). Esta libertad inicial, adquirida en el bautismo, ha de ser desarrollada luego con la ayuda de la gracia.

Jueves

Entrada: «Cristo es mediador de una alianza nueva; en ella ha habido una muerte; y así los llamados pueden recibir la promesa de la vida eterna» (Heb 9,15).

Colecta (Veronense): «Escucha nuestras súplicas, Señor, y mira con amor a los que han puesto su esperanza en tu misericordia; límpialos de todos sus pecados, para que perseveren en una vida santa y lleguen de este modo a heredar tus promesas».

Comunión: «Dios no perdonó a su perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros. Con Él nos lo ha dado todo» (Rom 8,28).

Postcomunión: «Después de haber recibido los dones de nuestra salvación, te pedimos, Padre de misericordia, que este sacramento con que ahora nos alimentas nos haga partícipes de la vida eterna».

Génesis 17,3-9: Serás padre de muchedumbre de pueblos. Dios promete a Abrahán que será el comienzo de una dinastía, de una gran multitud, de una alianza y de la tierra de promisión. Según la doctrina de San Pablo, los hombres son llamados por la fe en Cristo a convertirse en hijos de Abrahán y en herederos de las promesas. La teología de esta alianza es una fe inquebrantable en la voluntad de Yahvé de establecer una alianza divina con un pueblo representado en Abrahán.

A pesar de todas las dificultades por parte del pueblo, que se aparta del recto camino establecido por Dios, éste es fiel a la promesa. Dios no puede fallar. Todo se consumó perfectamente en Cristo y en los que lo siguen, en su santa Iglesia.  San Ambrosio dice:

«Es cosa normal que, en medio de este mundo tan agitado, la Iglesia del Señor, edificada sobre la piedra de los Apóstoles, permanezca estable y se mantenga firme sobre esta base inquebrantable contra los furiosos asaltos del mar (Mt 16,18). Está rodeada por las olas, pero no se bambolea, y aunque los elementos de este mundo retumban con inmenso clamor, ella, sin embargo, ofrece a los que se fatigan la gran seguridad de un puerto de salvación» (Carta 2,1-2).

La descendencia de Abrahán por Cristo permanece segura en la promesa de Dios. Él es fiel y se acuerda de su alianza eternamente.

–Con el Salmo 104 meditamos la historia de la salvación y las promesas de Dios, que tendrán su pleno cumplimiento en Cristo y sus seguidores. Por eso necesitamos recordar que Dios tiene siempre presente su alianza.

Somos los verdaderos hijos de Abrahán. El Señor es fiel a sus promesas, ¿por qué, pues, perder la paz ante las dificultades que nos suceden? «Recurrid al Señor y a su poder, buscad continuamente su Rostro. Recordad las maravillas que hizo, sus prodigios, las sentencias de su boca. ¡Estirpe de Abrahán, su siervo, hijos de  Jacob, su elegido! El Señor es nuestro Dios, Él gobierna toda la tierra. Se acuerda de su alianza eternamente, de la palabra dada por mil generaciones, de la alianza sellada con Abrahán, del juramento hecho a Isaac»

Juan 8,51-59: Abrahán, vuestro padre, saltaba de gozo por ver mi día. Jesucristo da cuenta de su existencia eterna: antes que naciera Abrahán ya existía Él. Esto provoca una reacción adversa entre sus enemigos: por ser la Vida le quieren dar muerte. Pero todavía no ha sonado la hora en el plan divino de la salvación y Jesús se esconde. La venida de Cristo al mundo se ha realizado en un momento determinado de la larga historia humana, y en un espacio concreto.

Los Santos Padres se alegran al ver que en Cristo se cumplen todas las promesas de Dios. El enlace entre el Israel antiguo y la Iglesia es visto por San Agustín de esta manera:

«Aquel pueblo no se acercó por eso, esto es, por la soberbia. Se convirtieron en ramos naturales, pero tronchados del olivo, es decir, del pueblo creado por los patriarcas; así se hicieron estériles en virtud de su soberbia; y en el olivo fue injertado el acebuche. El acebuche es el pueblo gentil. Así dice el Apóstol que el acebuche fue injertado en el olivo, mientras que los ramos naturales fueron tronchados. Fueron cortados por la soberbia e injertado el acebuche por la humildad» (Sermón 77,12).

Viernes

Entrada: «Piedad, Señor, que estoy en peligro; líbrame de los enemigos que me persiguen. Señor, que no me avergüence de haberte invocado» (Sal 30,10.16.18).

Colecta (del misal anterior y, antes, del Veronense y Gregoriano): «Perdona las culpas de tu pueblo, Señór, y que tu amor y tu bondad nos libren del poder del pecado, al que nos ha sometido nuestra debilidad».

Comunión: «Jesús, cargado con nuestros pecados, subió al leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus heridas nos han curado» (1Pe 2,24).

Postcomunión: «Este don que hemos recibido, Señor, nos proteja siempre, y aleje de nosotros todo mal».

Jeremías 20,10-13: El Señor está conmigo como fuerte soldado. El profeta Jeremías es una figura de Jesucristo en su Pasión, como ya hemos recordado varias veces. Fue perseguido, pero el Señor lo sostuvo. El profeta manifiesta su dolor con un lenguaje similar al de muchos salmos, como el de la antífona de entrada. Han intentado matarlo hasta sus propios familiares y vecinos. Pero él confía firmemente en el Señor, en Él ha puesto su seguridad.

El cristiano, que vive en la caridad de Cristo, ha de ir más lejos, seguro por el Amor de Dios manifestado en su muerte. Sin temor a los que matan el cuerpo, pensará solo en confesar a Dios ante los hombres con su fe y su conducta. (Mt. 10,26-33; Jn 10,38). Santo Tomás de Aquino dice:

«El Señor padeció de los gentiles y de los judíos, de los hombres y de las mujeres, como se ve en las sirvientas que acusaron a Pedro. Padeció también de los Príncipes y de sus ministros, y de la plebe... Padeció de los parientes y conocidos, y de Pedro, que le negó. De otro modo, padeció cuanto el hombre puede padecer. Pues Cristo padeció de los amigos que lo abandonaron; padeció en la fama, por las blasfemias proferidas contra Él; padeció en el honor y en la honra por las irrisiones y burlas que le infligieron; en los bienes, pues fue despojado hasta de sus vestidos; en el alma, por la tristeza, el tedio, y el temor; en el cuerpo, por las heridas y los azotes» (Suma Teológica 3, q.46, a.5).

–Con el Salmo 17 meditamos el dolor y las afrentas en las persecuciones. Es como la oración de Cristo en su Pasión. Fue perseguido, pero también triunfó. El cristiano puede recitar este salmo en sus tribulaciones y dolores: «En el peligro invoqué al Señor y me escuchó. Yo te amo, Señor, Tú eres mi fortaleza, Dios míos, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte. Invoco al Señor de mi alabanza y quedo libre de mis enemigos. Me cercaban olas mortales; torrentes destructores, me envolvían las redes del abismo, me alcanzaban los lazos de la muerte. En el peligro invoqué al Señor, grité a mi Dios; desde su templo Él escuchó mi voz y mi grito llegó a sus oídos»

Juan 10,31-42: Intentaron detener a Jesús, pero se escabulló de las manos. Ante sus adversarios, dispuestos a prenderle, Jesús afirma su filiación divina. Él es Aquel a quien el Padre consagró y envió al mundo. El Padre está en Él y Él en el Padre. El misterio de la Palabra hecha carne ha de ser aceptado por la fe. ¡Los enemigos de Jesús! Pero, ¿no nos ponemos también nosotros en las filas de los enemigos de Jesucristo? ¿No es cada pecado un desprecio de Jesús, de sus preceptos, de su doctrina, de sus bienes, de sus promesas, de su gracia divina...? Dice San Basilio:  

«En esto consiste precisamente el pecado, en el uso desviado y contrario a la voluntad de Dios de las facultades que Él nos ha dado para practicar el bien» (Regla monástica, 2,1).

Y Orígenes:

«Quien soporta la tiranía del príncipe de este mundo por la libre aceptación del pecado, está bajo el reino del pecado» (Tratado sobre la oración 25).

Sábado

Entrada: «Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme. Soy un gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del pueblo» (Sal 21,20.7).

Colecta (Gelasiano): «Señor, tú que realizas sin cesar la salvación de los hombres, y concedes a tu pueblo en los días de Cuaresma gracias más abundantes, dígnate mirar con amor a tus elegidos y concede tu auxilio protector a los catecúmenos y a los bautizados».

Comunión: «Cristo fue entregado para reunir a los hijos de Dios dispersos» (Jn 11,52).

Postcomunión: «Humildemente te pedimos, Señor, que así como nos alimentas con el cuerpo y la sangre de tu Hijo, nos des también parte en su naturaleza divina»

Ezequiel 37,21-28: Los haré un solo pueblo. El profeta Ezequiel asegura no solo el retorno de Israel a su tierra, sino también su purificación. Los miembros del pueblo elegido se congregarán bajo el báculo de un nuevo David, que reinará para siempre, luego de pactar una alianza eterna.

Todo ello se realiza en Cristo, verdadera presencia de Dios en su pueblo. Todo es nuevo y eterno en Cristo, lo que muestra su trascendencia mesiánica. Los judíos no lo ven. No quieren verlo. De momento tampoco lo ven los Apóstoles. Lo verán más tarde. San Teófilo de Antioquía dice:

«Dios se deja ver de los que son capaces de verle, porque tienen abiertos los ojos de la mente. Porque todos tienen ojos, pero algunos los tienes bañados de tinieblas y no pueden ver la luz del sol» (Libro I, 2,7).

Y San Agustín:

«Que tus obras tengan por fundamento la fe, porque creyendo en Dios, te harás fiel» (Coment. al Salmo 32).

–El canto de Jeremías 31,10-13 es un anuncio de libertad y de unidad para el pueblo de Dios disgregado en Babilonia: Dios dará la libertad a Israel. Si antes del cautiverio el pueblo de Dios conoció la división en dos reinos, ahora, el que dispersó a Israel lo reunirá. Fue el pecado y la infidelidad lo que dividió al pueblo de Israel, lo que disgregó ya en los días de Babel a la humanidad entera.

Pero Dios reunirá  definitivamente a su pueblo. Así lo ha prometido por los profetas y con ese fin envió a su Hijo Unigénito: «Escuchad, pueblos, la palabra del Señor, anunciadla en las islas remotas; El que dispersó a Israel lo reunirá, lo guardará como pastor a su rebaño. Porque el Señor redimió a Jacob, lo rescató de una mano más fuerte. Vendrán con aclamaciones a la altura de Sión, afluirán hacia los bienes del Señor».

Juan 11,45-56: Jesús debía morir para reunir a los hijos de Dios dispersos. La resurrección de Lázaro acrecienta el número de los que creen en Jesús, pero provoca la conjura de los sacerdotes y fariseos contra Él. El Sumo Sacerdote, sin caer en la cuenta, profetiza la muerte de Jesús por el pueblo y esto será el signo de la reunión de los hijos de Dios dispersos por el mundo. Comenta San Agustín:

«También por boca de hombres malos el espíritu de profecía predice las cosas futuras, lo cual, sin embargo, el evangelista lo atribuye al divino ministerio que como pontífice ejercía... Caifás solo profetizó acerca de los judíos, en la cual estaban las ovejas de las cuales dijo el Señor: No he venido sino a las ovejas que perecieron de la casa de Israel.

«Pero el evangelista sabía que había otras ovejas que no pertenecían a este redil, a las cuales convenía atraer, para que hubiese un solo redil y un solo pastor. Todas estas cosas han sido dichas según la predestinación, porque entonces los que aún no habían creído no eran ovejas suyas ni hijos de Dios» (Tratado sobre el Evangelio de San Juan 49,27).

 

 

Semana Santa

Domingo de Ramos

Esta solemnidad se celebraba ya en Jerusalén en el siglo IV, según lo refiere la peregrina Egeria en su Diario. Y se hacía lo mismo que hizo el Señor en ese día. Luego se extendió por toda la cristiandad.

Entrada: «Hosanna al Hijo de David, bendito el que viene en el nombre del Señor, el Rey de Israel. ¡Hosanna en el cielo!» (Mt 21,9).

Oraciones para la bendición de los ramos: «Dios Todopoderoso y eterno, santifica con tu bendición estos ramos, y a cuantos vamos a acompañar a Cristo aclamándole con cantos, concédenos, por él, entrar en la Jerusalén del cielo». O bien: «Acrecienta, Señor, la fe de los que en ti esperan y escucha las plegarias de los que a ti acuden, para que quienes alzamos hoy los ramos en honor de Cristo victorioso, permanezcamos en él, dando frutos abundantes»

Colecta (del Misal anterior y antes del Gelasiano y Gregoriano): «Dios Todopoderoso y eterno, Tú quisiste que nuestro Salvador se anonadase, haciéndose hombre y muriendo en la Cruz, para que todos nosotros sigamos su ejemplo; concédenos que las enseñanzas de su Pasión nos sirvan de testimonio y que un día participemos de su resurrección gloriosa».

Comunión: «Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad « (Mt 26,42).

Postcomunión: «Fortalecidos con tan santos misterios, te dirigimos estas súplica, Señor: del mismo modo que la muerte de tu Hijo nos ha hecho esperar lo que nuestra fe nos promete, que su resurrección nos alcance la plena posesión de lo que anhelamos».

 Comenta San Andrés de Creta:

 «Venid, y al mismo tiempo que ascendemos al monte de los Olivos, salgamos al encuentro de Cristo que hoy vuelve de Betania y, por propia voluntad, se apresura hacia su venerable y dichosa Pasión, para llevar a plenitud el misterio de la salvación de los hombres... Ea, pues, corramos a una con quien se apresura a su Pasión, e imitemos a quienes salieron a su encuentro. Y no para extender por el suelo, a su paso, ramos de olivo, vestiduras o palmas, sino para prosternarnos nosotros mismos, con la disposición más humillada de que seamos capaces y con el más limpio propósito, de manera que acojamos al Verbo que viene, y así logremos captar a aquel Dios que nunca puede ser totalmente captado por nosotros.

« Alegrémonos, pues, porque se nos ha presentado mansamente el que es manso y que asciende sobre el ocaso de nuestra ínfima vileza, para venir hasta nosotros y convivir con nosotros, de modo que pueda, por su parte, llevarnos hasta la familiaridad con Él... Repitamos cada día aquella sagrada exclamación que los niños cantaban, mientras agitamos los ramos espirituales del alma: “Bendito el que viene, como Rey, en nombre del Señor” (Sermón 9, sobre el Domingo de Ramos).

Isaías 50,4-7: No oculté el rostro a insultos y sé que no quedaré avergonzado. El tercer canto de Isaías sobre el Siervo de Dios proclama la condición obediencial de Cristo Jesús, que le lleva hasta ofrecerse victimalmente por todos nosotros.

–Con el Salmo 21 clamamos: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?... Al verme se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza».

Filipenses 2,6-11: Se rebajó a Sí mismo, por eso Dios lo exaltó sobre todo. Esta obediencia redentora de Jesús ¡hasta la muerte y muerte de Cruz! ha hecho posible para nosotros el gran Misterio de la Redención pascual.

Pasión de Cristo: Ciclo A: Mateo 26,14-27.66; Ciclo B: Marcos 14,1-15.47; Ciclo C: Lucas 22,14-23.56. La historia de la Pasión del Señor nos invita a identificarnos con los sentimientos redentores de Cristo Jesús. Toda ella es evi-dencia de su Amor glorificador del Padre y salvador de todos los hombres. Oigamos a San Cipriano:

«Durante la misma Pasión, antes de que llegara la crueldad de la muerte y la efusión de sangre, ¡cuántos insultos y cuántas injurias escuchadas por su paciencia! Soportó pacientemente los salivazos de quienes le insultaban, el mismo que pocos días antes había dado vista a un ciego con su saliva (Jn 9,6); sufrió azotes aquél en cuyo nombre azotan hoy sus servidores y ángeles al diablo; fue coronado de espinas el que corona a los mártires con eternas flores; fue abofeteado con garfios en el rostro el que da las verdaderas palmas al vencedor; despojado de su ropa terrena el que viste a todos con la vestidura de la inmortalidad; mitigada con hiel la sed del que da alimentos celestiales, y con vinagre el que propinó el licor de la salvación. El inocente, el justo, o mejor dicho, la misma inocencia y la misma justicia, oprimida por testimonios falsos; juzgado el que ha de juzgar, y la Palabra de Dios llevada al sacrificio sin despegar los labios... Todo lo soporta hasta el fin con firmeza y perseverancia, para que se consuma en la paciencia total y perfecta...» (Del bien de la paciencia, 7).

Lunes Santo

Entrada: «Pelea, Señor, contra los que me atacan; guerrea contra los que me hacen guerra; empuña el escudo y la adarga, levántate y ven en mi auxilio, Señor Dios, mi fuerte salvador» (Sal 34,1-2; Sal 139,8).

Colecta (del misal anterior y, antes, del Gregoriano): «Dios Todopoderoso, mira la fragilidad de nuestra naturaleza y, con la fuerza de la Pasión de tu Hijo, levanta nuestra débil esperanza».

Comunión: «No me escondas tu rostro el día de la desgracia. Inclina tu oído hacia mí cuando te invoco; escúchame enseguida» (Sal 131,3).

Postcomunión: «Ven Señor, y protege con amor solícito al pueblo que has santificado en esta celebración, para que conserve siempre los dones que ha recibido de tu misericordia».

Isaías 42,1-7: No gritará ni voceará por las calles. El poema presenta a un hombre, el Siervo de Yahvé, elegido por Él. Su espíritu lo consagra para establecer el derecho entre los pueblos, que es la ley de Dios. El Siervo se presenta humilde, sencillo, manso, delicado, pero en su actuación es firme, tenaz, fiel hasta conseguir la aceptación de su mensaje. Dios lo guía amorosamente, lo pone como alianza para las naciones, luz de los pueblos, liberador de los oprimidos. Es bien clara la tradición eclesial de atribuir a Jesucristo las cualidades del Siervo de Yahvé.

El Papa Juan Pablo II decía

«Quizá una vez el Señor nos haya llamado con sus palabras al propio Corazón. Y ha puesto de relieve este único rasgo: mansedumbre y humildad. Como si quisiera decir que solo por ese camino quiere conquistar al hombre; que quiere ser el Rey de los corazones mediante la mansedumbre y la humildad. Todo el misterio de su reinado está expresado en estas palabras. La mansedumbre y la humildad encubren en cierto sentido, toda la riqueza del Corazón del Redentor, sobre la que escribió San Pablo a los Efesios. Pero, también esa mansedumbre y humildad lo desvelan plenamente; y nos permiten conocerlo y aceptarlo mejor; lo hacen objeto de suprema admiración» (Alocución 20-VI-79).

–En el Salmo 26 tenemos un canto de confianza y seguridad en Dios, aun en medio de las pruebas más duras. Por ello, es la oración del Siervo de Yahvé, probado, sí, pero no abandonado. Es también la oración de los que deseamos seguir a  Cristo y aprender de Él a ser manso y humilde de corazón: «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar? Cuando me asaltan los malvados para devorar mi carne, ellos, enemigos y adversario, tropiezan y caen. Si un ejército acampa contra mí mi corazón no tiembla; si me declaran la guerra, me siento tranquilo. Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor».

Juan 12,1-11: ¡Déjala! Tenía guardado este perfume para el día de mi sepultura. Con ocasión de un banquete en casa del resucitado Lázaro, su hermana María unge a Jesús los pies con perfume. Judas critica tal gesto, pero Jesús ve en él un vaticinio de su embalsamamiento. Comenta San Agustín:

«Hemos oído el hecho; busquemos ahora su significado. ¡Oh alma, cualquiera que seas! si quieres ser fiel, unge con María los pies del Señor con precioso ungüento. Aquel ungüento significa justicia –por eso pesaba una libra– y era de gran precio –pístico–. Esta palabra no está desprovista de misterio, sino que está muy en consonancia con él. Pistis en griego significa fe. Querías obrar la justicia; el justo vive de la fe. Unge los pies de Jesús. Con tu buena vida sigue las huellas del Señor. Sécalos con tus cabellos; si tienes cosas superfluas, repártelas a los pobres, y así enjugas los pies del Señor... Tienes en qué emplear lo que te sobra; para ti son cosas superfluas, mas son necesarias a los pies del Señor... La casa se llenó de olor y el mundo se llena con la buena fama, porque la buena fama es un olor agradable. Quienes bajo el nombre de cristianos viven mal, injurian a Cristo...» (Trat. sobre el Evangelio de San Juan 50,6-7).

Martes Santo

Entrada: «No me entregues a la saña de mi adversario, porque se levantan contra mí testigos falsos, que respiran violencia» (Sal 26,12)

Colecta (del misal anterior y, antes, del Gregoriano): «Dios Todopoderoso y eterno, concédenos participar tan vivamente en las celebraciones de la Pasión del Señor que alcancemos tu perdón».

Comunión: «Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros» (Rom 8,32).

Postcomunión: «Señor, tú que nos has alimentado con el cuerpo y la sangre de tu Hijo, concédenos que este mismo sacramento, que sostiene nuestra vida temporal, nos lleve a participar de la vida eterna».

Isaías 49,1-6: Te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra. El Siervo de Yahvé expone su propia misión. Ha sido llamado para hablar en nombre de Dios. Su palabra es como espada penetrante que discrimina los corazones. Dios está con él, lo protege, aunque la dureza de su misión le obligue a lamentarse del silencio de Dios. Él es su recompensa... Todo esto es una prefiguración de Cristo y de su obra redentora.

San Andrés de Creta habla de Cristo como luz:

 «La Encarnación de Cristo es como el sol que penetra e ilumina las almas, las cuales ya no permanecen a oscuras por causa de las tempestades de este mundo, que les envanecen y aturden, o por efecto de la abundancia de las riquezas y de las dotes y cualidades que les ofuscan y pervierten. La gloriosa Luz de Cristo es Luz que de verdad ilumina. Cristo es en verdad “Luz de las naciones”, el verdadero Siervo de Dios» (Versos Yámbicos).

–En el Salmo 70 encontramos como una especie de oración de un anciano abandonado, pero que no ha perdido la esperanza en el auxilio de Dios. Es, por eso, la oración de la Iglesia en la hora de la prueba y también de toda alma atribulada que busca en medio de las tinieblas que la rodean la Luz esplendorosa de Cristo:  «A Ti, Señor, me acojo; no quede yo derrotado para siempre; Tú, que eres justo, líbrame y ponme a salvo, inclina a mí tu oído y sálvame. Sé Tú mi Roca de refugio, el Alcázar donde me salve, porque mi peña y mi alcázar eres Tú, Dios mío, Líbrame de la mano perversa. Porque Tú, Dios mío, fuiste mi esperanza y mi confianza, Señor, desde mi juventud... Mi boca cantará tu auxilio, y todo el día tu salvación. Dios mío, me instruiste desde mi juventud, y hasta hoy canto tus maravillas».

Juan 13,21-33.36-58: Uno de vosotros me ha de entregar... No cantará el gallo antes de que me hayas negado tres veces. Jesús anuncia la traición de Judas y la negación de Pedro. Cuando sale el traidor subraya el evangelista que era de noche. Es la hora del poder de las tinieblas. Pero también aquella en la que el Padre glorificará al Hijo, puesto que para Jesús la gloria de la resurrección es inseparable de la muerte en la Cruz... Comenta San Agustín:

 «Uno de vosotros me entregará. Uno de vosotros, en el número, no en el mérito; en apariencia, no en la virtud; por la convivencia corporal, no por el vínculo espiritual; compañero por adhesión del cuerpo, no por la unión del corazón; que, por lo tanto, no es de vosotros, sino que ha de salir de vosotros... No era, pues de ellos, Judas, porque, si de ellos hubiese sido, con ellos hubiera permanecido...

«La flaqueza humana los hacía recelar a unos de otros. Cada cual conocía su propia conciencia, pero desconocía la de su vecino; cada uno estaba tan cierto de sí mismo como incierto de su vecino; cada uno estaba tan cierto de sí mismo, como inciertos estaban los otros de cada uno y cada uno de los otros...

«Era ya de noche. Y también el que salió era noche. El día habló al día, esto es, Cristo a sus discípulos, y la noche anunció a la noche de la sabiduría, esto es, Judas a los infieles judíos para que viniesen a Él y, persiguiéndole, le prendiesen» (Tratado 612 y 62, sobre el Evangelio de San Juan).

Miércoles Santo

Entrada: «Al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el Cielo, en la tierra, en el abismo; porque el Señor se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de Cruz; por eso Jesucristo es Se-ñor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 10.8.11).

Colecta (del misal anterior y antes del Gregoriano): «Oh Dios, que para librarnos del poder del enemigo quisiste que tu Hijo muriese en la Cruz; concédenos alcanzar la gracia de la Resurrección».

Antífona  para la comunión: «El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20,28).

Postcomunión: «Dios Todopoderoso, concédenos creer y sentir profundamente que, por la muerte temporal de tu Hijo, representada en estos misterios santos, Tú nos has dado la vida eterna. El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20,28).

Isaías 50,4-9: No oculté el rostro a insultos y salivazos. El Siervo de Yahvé es capacitado por Dios para su misión de consolador de los afligidos. La Palabra de Cristo, Siervo de Dios, devuelve al hombre la confianza en la salvación. Prefi-guración de la Pasión de Cristo. Injustamente condenado, azotado sin piedad y ultrajado con grandes desprecios, Jesús es el Siervo de Yahvé, que lleva a cabo la obra de la redención anunciada por los profetas... San Juan Damasceno dice:

«El justo es encadenado porque resulta molesto. Los que esquilman el pueblo del Señor y perturban los senderos de sus pies, celebran consejo contra sí mismos. ¡Ay de sus almas! Recibieron males a causa de sus obras, dice Isaías. Lo que ya se ha realizado ha sido para nuestro alivio y curación. Ofrezco mis espaldas a los azotes y mis mejillas a las bofetadas y soporto el ultraje de los salivazos (Is 50, 6). Por eso aquel a quien ha modelado sus manos (Gén 2,7) no quedará avergonzado ni ultrajado» (Homilía para el Sábado Santo, 23). ¡Cuánto se traiciona, se azota, se calumnia y crucifica hoy día al Señor!

–El tema del Salmo 68 es el intenso sufrimiento de un justo perseguido a causa de su celo por Dios. Nosotros sabemos que ese justo es precisamente Jesucristo y, en su debida proporción, también la Iglesia: «Señor, que tu bondad me escuche en el día de tu favor. Por ti he aguantado afrentas, la vergüenza me cubrió la cara. Soy un extraño para mis hermanos, un extranjero para los hijos de mi madre; porque me devora el celo de tu templo, y las afrentas con que te afrentan caen sobre mí. La afrenta me destroza el corazón y desfallezco. Espero compasión y no la hay; consoladores, y no los encuentro. En mi comida me echaron hiel, para mi sed me dieron vinagre. Alabaré el nombre del Señor con cantos, proclamaré su grandeza con acción de gracias. Miradlo los humildes y alegraos, buscad al Señor y vivirá vuestro corazón. Que el Señor escucha a sus pobres, no desprecia a sus cautivos».

Mateo 26,14-25: El Hijo del Hombre se va como está escrito de Él; pero ¡ay del que va a entregar al Hijo del Hombre. Después de la partida de Judas, los discípulos fueron a preparar el banquete pascual, según las indicaciones de Jesús. Una vez a la mesa con los doce, Jesús descubre los planes del discípulo que le va a entregar. El camino que conduce a la traición, lleva también al Amigo a darse por los suyos, como una nueva Pascua liberadora. San Andrés de Creta dice:

 «El cenáculo adornado con tapices (Lc 22,12) te albergó a Ti y a tus comensales, y allí celebraste la Pascua y realizaste los misterios, porque en ese lugar te habían preparado la Pascua los discípulos por Ti enviados. El que todo lo sabe dijo a los apóstoles: Id a casa de tal persona (Mt 26,18). Dichoso el que por la fe puede recibir al Señor, preparando su corazón a modo de cenáculo y disponiendo con devoción la cena... Estando, oh Señor, a la mesa con tus discípulos, expresaste místicamente tu santa muerte, por la cual los que veneramos tus sagrados padecimientos somos liberados de la corrupción. El que escribió en el Sinaí las tablas de la ley comió la pascua antigua, la de la sombra y figuras, y se hizo a sí mismo Pascua y mística hostia viviente...»  (Triodon del Miércoles Santo).

 


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