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SAN ANTONIO DE PADUA ARCA DEL TESTAMENTO:  6. EL SERMON DE FORLI

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Autor: Emiliano Jiménez Hernández


San Antonio de Padua - Arca del Testamento - Predicador y místico

 

Antonio pasa los últimos años de su corta vida entregado a la predicación. Para esa misión se ha preparado estudiando en los monasterios agustinos y orando en los eremitorios franciscanos. Está especialmente dotado para ello, pero la verdad es que nadie lo sabe, quizás ni él mismo. Sólo lo sabe el Señor, que le ha elegido y guiado sus pasos desde el primer momento de su vida.

Hasta el otoño de 1222 Antonio es totalmente un desconocido. Vive en el eremitorio de Montepaolo dedicado a las más humildes ocupaciones, como lavar los platos o barrer el dormitorio. Pero el 24 de septiembre, en las témporas de otoño, es el día de las ordenaciones sacerdotales. En la antigua iglesia de San Mercurio se reúnen los clérigos que deben ser ordenados. Es una gran fiesta para los sacerdotes y frailes, dominicos y franciscanos, congregados en torno al obispo de la diócesis de Forlí, Ricardo Belmonti. Todos, doctos y humildes, profesores y sirvientes, asisten con regocijo a la ordenación. Entre ellos está también Antonio, que ha bajado a la ciudad con los demás hermanos de Montepaolo. A un cierto punto, un imprevisto -nuestro Dios siempre llega de improviso- rompe la tranquilidad y rutina de la vida de Antonio. "Las delicias espirituales mantienen siempre vivo el deseo y, cuanto más se gustan, más ardientemente se desean". Antonio, gustando la intimidad de Dios en la gruta excavada en la roca, no desea en absoluto abandonar aquel escondrijo de paz. Pero otro es el designio de Dios.

Sucede que el predicador no se presenta. Es un contratiempo inesperado y molesto. El superior, fray Gracián, busca la forma de salvar la situación, invitando a los padres dominicos a que uno de ellos se haga cargo del sermón. Ellos son los más aptos para ello, ¿no son acaso la Orden de Predicadores? Pero todos ellos rechazan la oferta. Como refiere la Assidua "se excusaron uno tras otro pretextando que no les era posible ni les estaba permitido improvisar sobre un tema tan importante como la palabra de Dios". Sin haberse preparado ninguno está dispuesto a subir al púlpito. Lo mismo dicen los franciscanos más conocidos por su oratoria: en una ocasión tan solemne no pueden predicar sin haberse preparado.

Molesto y, viéndose obligado a buscar una solución, el superior mira en torno y se encuentra con Antonio. No le ha oído nunca predicar ni hablar en latín. Sólo sabe que es sacerdote y piensa que algo sabrá de la Sagrada Escritura. Quizás aquel joven sacerdote, dispuesto a todo, le pueda sacar del apuro. Sin pensarlo más le pide que predique. Antonio se disculpa, confesándose ignorante e incapaz. Se hace rogar un poco, pero le vence la obediencia: inclina la cabeza y acepta el sermón.

Al momento del sermón, Antonio, bajito y gordo como es, se levanta, hace la señal de la cruz, invoca la ayuda de Dios y comienza a hablar. Las palabras le salen de la boca lentamente, como si su pensamiento encontrara dificultad en revestirse de las formas verbales. Poco a poco la palabra se va haciendo más fluida, hasta dejarse llevar por ella, libre de toda preocupación. Su voz cobra vigor, dando a su palabra calor. La palabra se hace penetrante, encendida. Las citas de la Escritura le brotan atinadas, convincentes. Los presentes comienzan escuchando con curiosidad, o con cierta malicia quienes se han negado, pero terminan por seguirle con interés y admiración, transportados por el ímpetu de su palabra. Los Hermanos no acaban de creer lo que ven y oyen. "Sabían que era capaz de fregar los platos -dice la Assidua- pero no de exponer los arcanos de la Sagrada Escritura". Todos quedan impresiona-dos "por la profundidad inesperada de su palabra".

Dios, que ha encendido en Antonio su lámpara, ahora la coloca sobre el candelero. Fray Gracián queda más que satisfecho; un poco de orgullo le recorre el cuerpo. Uno de su orden, de los menores, ha demostrado a los dominicos, que se sienten muy superiores en cuanto predicadores, que también ellos saben predicar. En seguida habla con fray Elías, quien lo comenta con Francisco. De este modo Antonio pasa a ser el enseñante y predicador.

Si también a Antonio le toca el alma el orgullo, lo vence muy pronto. El no busca aplausos. El dice de los predicadores: "La verdad engendra odio; por ello, algunos, para no incurrir en el odio de los demás, se tapan la boca con el manto del silencio. Si predicasen la verdad, como ella es y como la Escritura impone, incurrirían en el odio de las personas mundanas, que les arrojarían de sus ambientes. Pero, como caminan según la mentalidad de los mundanos, temen escandalizarles, si bien es preciso no faltar a la verdad, ni siquiera a costa del escándalo". Y a sí mismo se dice:

¿Por qué te glorías, tú, que eres ceniza y polvo? ¿Por la santidad de vida? El Espíritu Santo es el que santifica; no el tuyo, sino el de Dios. Quizás el pueblo te alabe cuando dices una palabra oportuna; pero es Dios el que da a tu boca la sabiduría. Tu lengua no es más que pluma de ágil escribano (Is 41,2; Vulgata).

El en su vida de predicador no mirará a la cara a nadie; más bien será vehemente con los poderosos, misericordioso con los pobres y lleno de piedad ante las miserias humanas. Pero sin ocultar jamás la verdad. Podía hablar con verdad, porque su vida testimoniaba la verdad de su palabra: "amante de la claridad en el pensar y coherente en el actuar". Antonio llama a las cosas por su nombre. En esto participa de algo característico de su época, en la que se dan grandes pecadores, pero llaman al pecado pecado. Por ello se dan también las grandes conversiones. El siglo XIII es un siglo rico en santos de todas las condiciones sociales: reyes, caballeros, burgueses, plebeyos, seglares, religiosos, prelados, vírgenes, casados y viudas.

Antonio, en sus Sermones, nos describe sin tapujos la sociedad de su tiempo: "Por pecadores se entienden los amantes de este mundo, quienes, llevados de la solicitud y curiosidad, corren en pos de las riquezas y de los placeres; son pecadores quienes echan el anzuelo en el río de los falsos mercaderes y, para prender al que desean comprar, cubren con el cebo de la falsa belleza el anzuelo de su alma; igualmente quienes tienden sus redes sobre las superficie de las aguas de los malditos usureros, que apresan en sus redes a los grandes y pequeños, a los ricos y a los pobres; y, por último, quienes cultivan y rastrillan el lino y tejen telas finas, como los legistas, decretistas y falsos abogados. Todos ellos llorarán en el fin de su vida al verse imposibilitados para negociar, pues se hallarán míseramente desnudos de las riquezas que tan afanosamente adquirieron y tan ardientemente amaron". Son quienes llevan el nombre de cristianos, pero su vida contradice el significado de dicho nombre. Antonio les compara con el búho:

El búho tiene vista débil al mediodía, pero por la noche ve con más claridad. Entonces es fuerte y vuela seguro, porque de día las otras aves vuelan a su alrededor y le despluman (por esta razón los cazadores de aves cogen con él muchas aves). El búho tiene el nombre del sonido de su voz y significa el cristiano, que sólo del sonido de la voz tiene el nombre, porque de Cristo se llama cristiano, pero no tiene la cosa significada por el nombre, esto es, la humildad y la caridad de Cristo. Y por eso se llama vaso vacío, pero señalado. No ve claro de día, porque no tiene la luz de las buenas obras, mas de noche ven con mucha agudeza, porque los hijos de este siglo son más sagaces que los hijos de la Cruz.

Pero no se conforma con denunciar el pecado. Al pecador le da instrucciones concretas para salir del pecado y recobrar la vida en Cristo: "El pecador ha de orar al Señor para que le libre del poder del demonio. Ha de hacer penitencia, para que se le suelten las cadenas de las malas obras. Ha de rogar que se le rompan los grillos de la costumbre viciosa. Ha de suplicar incesantemente al Señor que le saque de la confusión de la ceguera espiritual". "Con la oración limpiamos el alma de los pensamientos impuros; y con la penitencia refrenamos la insolencia de la carne". Esta es la misión de la Iglesia con los pecadores:

El predicador con el óleo de su predicación debe ungir al pecador convertido para que, en la lucha, no consienta en las sugestiones del demonio, refrene la carne seductora y desprecie al mundo engañador. El aceite también ilumina, porque la predicación es luz. Por consiguiente, en nombre de Jesucristo, recibiré la unción del Evangelio y derramaré el óleo de la predicación con que serán iluminados los ojos de aquel ciego que estaba sentado junto al camino (Lc 18,35).

Nuestro único Samaritano y Mediador es Jesucristo, quien, para cuidar al herido, vivificó al medio muerto y, colocándolo sobre sí mismo, lo reconduce al albergue de la Iglesia, a fin de que, a cambio de su fe en el mismo Jesucristo, le sea dada la promesa de la vida eterna.

Antonio se alegra viendo a los pecadores levantarse de su pecado y ponerse en camino hacia el albergue de la Iglesia, donde encuentran la luz de Cristo:

¿Quién es ésta, dice el esposo refiriéndose al alma penitente, que se levanta como la aurora? (Cant 6,9). Como la aurora es principio del día y fin de la noche, así la contrición es fin del pecado y principio de la conversión. Por lo cual dice el Apóstol: En otro tiempo fuisteis tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor (Ef 5,8); y en otro lugar: Pasó la noche y llega el día (Rom 13,12).

El 8 de abril de 1263, terminada la basílica de Padua, los restos mortales de Antonio serán solemnemente trasladados desde Santa María Mater Domini a la nueva Iglesia adyacente. Al reconocimiento de los restos, el Ministro General de la Orden, San Buenaven-tura, descubre con gran sorpresa que la lengua se conserva incorrupta. Tras el altar de la basílica, se halla la urna con la lengua incorrupta. Es el símbolo, junto con el libro, de su identidad.

En adelante, la vida de Antonio se desenvuelve entre el coloquio con Dios y el anuncio de su Palabra; pasa del silencio de la oración a la catequesis a los instruidos y al pueblo, para volver de nuevo al dialogo silencioso con Dios. La fuente de la sabiduría es esa presencia de Dios, testimoniada en lo íntimo del hombre por el Espíritu Santo. Más que la especulación a Antonio le interesa la vida y experiencia de Dios, gustada en la simplicidad del amor, que brota en el interior del hombre que se abre a la acción del Espíritu de Dios.

Quedaron llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar otras lenguas, según el Espíritu Santo les concedía hablar ( He 2,4). Esto es signo de plenitud. El vaso lleno se desborda; el fuego no puede ocultarse.

Se dice en el segundo libro de los Reyes: Mientras tocaba el tañedor, vino sobre él la mano del Señor (2Re 3,15). Cuando el tocador del arpa, es decir, el Espíritu Santo, egregio tocador de arpa en Israel, canta en el corazón del predicador, entonces la mano del Señor viene sobre Eliseo, que es el propio predicador, confiriéndole el don de fortaleza, ayudándole en todo lo que pusiere la mano. Si este tañedor del arpa no canta, la lengua del predicador enmudece.

Antonio, que se ha desatado de los lazos familiares, rompiéndolos del todo, vive el gozo de la precariedad, sin proyectos ni ambiciones, abierto con total disponibilidad al querer de Dios. Cierto, no es sólo gozo, es también combate. Antonio da muerte cada día a su yo, sirviendo a los hermanos en la necesidades más humildes y retirándose frecuentemente a la soledad. El sabe que la humildad es la condición imprescindible para encontrar a Dios. Lo ha aprendido desde el principio, en los monasterios de Santa Cruz y de Coimbra. Allí ha tenido como maestros de espíritu a San Agustín y a San Bernardo. Siguiendo sus enseñanzas busca, a través de la humillación, el don precioso de la pobreza de espíritu. Francisco, luego, le abre el camino de la pobreza material como fundamento de la libertad y de la perfecta alegría. Antonio acoge la pobreza como elección de vida, pero sigue fiel a sus primeras enseñanzas: la humildad es la raíz de toda virtud.

Y con la humildad Antonio busca el silencio. Ya, apenas iniciado el camino de su conversión, deja el monasterio de Lisboa y se traslada a Coimbra, poniendo distancia entre él y sus familiares, que en Lisboa le visitan con demasiada frecuencia. Luego, al ingresar en el franciscanos, pide y le es concedido retirarse a una colina apartada de la Romaña. Mientras esté predicando en Francia, se retirará a Brive. Y durante su permanencia en Padua se alejará frecuentemente a Camposanpiero. El silencio no es una huida de los hombres, de las distracciones de la sociedad corrompida. Antonio busca el silencio de la soledad para encontrarse con Dios y comprender, amar y servir mejor a los hombres. Por ello su palabra es viva y toca lo más íntimo del corazón de sus oyentes. Pero, desde ahora, su vida es cada vez más itinerante, más pública. Predicación popular, conferencias al clero, ministerio de la reconciliación, lecciones de teología a sus hermanos... llenarán las horas de los años de vida que le quedan. La armonía entre la actividad apostólica y la soledad contemplativa se hace difícil, pero es una gracia que el Espíritu Santo concede a Antonio, que siempre buscará, tras su inagotable actividad, "retirarse a lugares apartados, buscando la calma y la soledad, amigas de la contemplación".

Se apareció el Señor a los discípulos mientras faenaban con la pesca. Pesca es la predicación. El Señor se aparece a los que trabajan en ella. Como se dice: Se les apareció la gloria del Señor, que habló a Moisés y le dijo: Toma la vara y reúne a la comunidad, tú con tu hermano Aarón (Nú 20,6-8). Moisés, el predicador, nunca debe tomar la vara de la predicación sin su hermano Aarón; sin éste el pueblo nunca está bien reunido. Y hablad a la roca, es decir, al corazón duro del pecador, que dará aguas de compunción... Hablad, en plural, pues si habla sólo el predicador, mientras que su vida enmudece, no sale agua de la piedra. El Señor maldijo la higuera en que no halló mas que hojas, y no higos (Mt 21,19).


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