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SAN ANTONIO DE PADUA ARCA DEL TESTAMENTO: 9. EN FRANCIA CONTRA LOS HEREJES

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Autor: Emiliano Jiménez Hernández

 

San Antonio de Padua - Arca del Testamento - Predicador y místico



Antonio tiene que dejar la escuela de Bolonia y la predicación en Romaña para realizar la misma actividad misionera en el sur de Francia, donde los cátaros se han extendido de modo particular. Albí es el centro de la herejía. Los albigenses tienen tal influencia que consiguen expulsar de sus diócesis a algunos obispos escandalosamente corruptos. Además presionan a los fieles para que no paguen los diezmos y ataquen a los eclesiásticos que tienen posesiones de tierra. Así, mientras con sus disputas teológicas implican a las autoridades religiosas, incluido el Papa, con las agitaciones populares hacen que intervenga el poder político. Los señores locales les apoyan, no por simpatía con sus doctrinas heréticas, sino en cuanto que sus batallas les llevan a apropiarse de los bienes de la Iglesia. Impiedad, violencias y guerras desolan el suelo francés. El conde Raimundo de Tolosa escribe al Císter: "Ha invadido esta herejía hasta a los sacerdotes; abandonadas y en ruina yacen las iglesias, niégase el bautismo, se desprecia la penitencia. Mis fuerzas no alcanzan. El error inficiona a mis principales vasallos". De los castillos salen bandas de fanáticos a despojar y quemar iglesias. El clero, al estar relajado, no tiene ningún prestigio. Un escudero del conde de Tolosa mata al mismo legado del Papa, Pedro de Castelnau.

Para frenar la expansión de la herejía se ha recurrido primero a medios pacíficos. Con la predicación lo intentan algunos monjes cistercienses y lo mismo hace el obispo de Osma, don Diego, acompañado de Domingo de Guzmán. Los legados pontificios, presentándose con gran boato de caballos y palafreneros, no hacen más que estimular a los herejes en sus intenciones de reforma de la Iglesia. Más ha conseguido Domingo de Guzmán, con su pobreza y santidad de vida. Pero, considerando insuficientes estos métodos, en 1209, el Papa Inocencio III convoca al rey y a los nobles a una cruzada contra los herejes. Pero esta cruzada, tras victorias y derrotas, no consigue extirpar la herejía, que sigue, más bien, echando raíces cada vez más hondas. En 1223 el Papa Honorio III se lamenta con el rey Luis VIII:

Debéis doleros grandemente viendo que en una de las regiones más florecientes de vuestro reino, la de Albí, los herejes combaten abiertamente y con insolencia a la Iglesia, tienden insidias a la vida cristiana, burlándose hasta del mismo Salvador. Vemos con dolor que los esfuerzos llevados a cabo hasta ahora para desarraigar esta herejía han resultado casi inútiles, porque cada día se difunde más, de modo que puede contaminar a todo el reino. Por lo mismo os exhortamos y conjuramos por el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, como príncipe católico y como sucesor de príncipes católicos, a que ofrezcáis las primicias de vuestro reinado abrazando en esta ocasión la causa de Cristo, con la seguridad de la ayuda espiritual y material de la Santa Iglesia Romana.

Entre los esfuerzos, de los que habla el Papa, están los hechos por Santo Domingo de Guzmán con su predicación y testimonio de vida pobre y santa; y también los esfuerzos que se han hecho con la fuerza, a la que han recurrido los poderosos, que ven amenazada su riqueza y tranquilidad y la cruzada promovida por el Papa Inocencio III. El Papa anima a proseguir en los dos campos: el de la predicación y el de la lucha armada contra los herejes, a pesar de que Santo Domingo se opone abiertamente a esta última. Dada la situación de la época, a los intereses del Papa se asocian los del rey. Es el momento del rey Felipe, en que Francia vive un momento de gran desarrollo, crecen las ciudades y van perdiendo poder e influencia los señores feudales. Está naciendo el sentimiento nacional. El rey, pues, aprovecha la oportunidad que le ofrece el Papa y se lanza a la cruzada contra los albigenses, buscando de este modo extender su dominio en los territorios del sur. Al final pasarán a la corona las posesiones de los señores acusados de herejía, incluidos los bienes de la Iglesia.

Y, desde el punto de vista religioso, aunque murieron miles de herejes, la herejía siguió pululando por mucho tiempo. En realidad, como dice Santo Domingo, la batalla debe librarse en el interior de la Iglesia. La falta de credibilidad de la Iglesia, que propicia la extensión de la herejía, se debe al sistema de obispos príncipes y a la vida disoluta de las cortes y de las mismas casas curales y de los claustros. También el Papa, aunque impulsa la lucha armada contra los herejes, es consciente de que no está ahí la solución. Por ello busca organizar un equipo de predicadores, adornados de ciencia, celo apostólico, ciencia y santidad de vida. Para ello escribe a la universidad de París solicitando su ayuda.

En esta situación también a los hermanos menores se les pide una ayuda. A partir del IV Concilio de Letrán y después que el capítulo general de 1217 decidió la irradiación misionera de la Orden, Francisco mismo piensa en elegir a Francia como campo de misión para él. Se siente atraído hacia ella; su madre era francesa y él la había visitado con el padre en sus viajes comerciales. Pero el cardenal Hugolino le disuade, haciéndole ver la necesidad de permanecer en Italia para cuidar personalmente las no fáciles relaciones con la curia romana. Francisco manda, entonces, a fray Pacífico, llamado "rey de los versos".

Pronto los franciscanos experimentan su impotencia frente a las impugnaciones teológicas de los herejes. Francisco recurre entonces a Antonio, el mejor preparado teológicamente de todos los hermanos menores. Francisco y Antonio están de acuerdo en que no se trata de bendecir caballeros y estandartes para luchar contra los herejes, sino de evangelizar a fieles y herejes con la sabiduría bíblica y con la pobreza.

Apenas llegado a Francia en 1224, Antonio participa en el capítulo que el provincial Juan Benelli convoca en Arlés para la fiesta de San Miguel. Ya conocido predicador, es el encargado de la homilía a los hermanos. Les predica sobre las palabras del título de Cristo sobre la cruz: "Jesús Nazareno Rey de los Judíos". Y cuando Antonio habla de Jesús deja el tono duro, y habla transido de ternura, hasta el punto de que todos dicen que destila palabras más dulces que la miel.

El diablo perdió el dominio por el mismo camino que siguió para usurpar la soberanía del mundo. Engañó al hombre y a la mujer con el fruto del árbol prohibido y por la serpiente. Por un hombre, Jesucristo, y por una mujer, la Santísima Virgen, por el árbol de la cruz y por la serpiente, o sea, por la muerte de la carne de Cristo, significada en la serpiente que levantó Moisés sobre la vara en el desierto (Nú 21,8-9), el diablo perdió la soberanía del género humano. Rafael, medicina de Dios, es figura de Jesucristo, que nos preparó el antídoto contra la serpiente, por su cuerpo crucificado (Cfr Tob 12,20).

En Italia, Francisco, el Poverello se siente ya próximo al final; se ha reducido a una sombra, con grandes sufrimientos físicos y morales; sobre su cuerpo lleva las señales de la pasión del Señor y en su espíritu se mezclan las inquietudes por la Orden y la alegría por verse pronto unido a su Señor. Así, pues, mientras Antonio transmite a los demás los sentimientos de su alma, en el aire, con los brazos abiertos en cruz, aparece Francisco, bendiciendo a Antonio y a sus hermanos. Lo ve con claridad el hermano Monaldo, un fraile anciano muy querido del provincial. Este lo comunica a los demás, que se sienten llenos de una indecible alegría con la presencia del Padre. Con esta bendición de Francisco, Antonio se siente confortado en su nueva misión. Tomás Celano en su Vida de San Francisco lo refiere así:

Como en cierta ocasión se celebrase en la provincia de Provenza el Capítulo, estaba en él fray Antonio, a quien el Señor había abierto su espíritu para que entendiera las Sagradas Escrituras y predicara al mundo entero las dulcísimas palabras de Jesús como quien derrama miel y suavidad. Predicando, pues, este fray Antonio a los religiosos con encendidísimo fervor y devoción sobre aquellas palabras Jesús Nazareno, Rey de los judíos, un tal fray Monaldo dirigió la mirada hacia la puerta de la casa en que se hallaban reunidos y vio con sus ojos corporales al seráfico Francisco suspendido en el aire, extendidas las manos en forma de cruz y bendiciendo a los religiosos.

De Arlés Antonio pasa a Montpellier, la ciudad que ha permanecido fiel a la Iglesia, como una isla en medio del mar agitado por la herejía. Dominicos y franciscanos se preparan allí para la misión con los herejes. Como en Bolonia, Antonio funda una escuela para los Hermanos; así enseña teología desde la cátedra y predica al pueblo desde el púlpito y en la calle. En Montpellier sitúa el Liber miraculorum el episodio que dará origen a la devoción de San Antonio para encontrar los objetos perdidos:

Una noche, un novicio escapa del convento llevándose el Salterio (o manuscrito de unos comentarios a los Salmos) del que se servía Antonio para sus oraciones y para sus clases de teología y para sus sermones. Doliéndose Antonio de la perdida del querido libro, se puso en oración. Y, cosa extraña, el diablo mismo cierra el paso al ladrón en plena noche y le obliga a rehacer el camino para devolver el objeto robado a su propietario: "Vuelve a tu Orden y devuelve al siervo de Dios, fray Antonio, el Salterio, si no te arrojaré al río, donde te ahogarás con tu pecado". El novicio, arrepentido, devolvió el Salterio y confesó humildemente su culpa a Antonio, que estaba en oración para encontrarlo, creyendo su libro extraviado.

En Montpellier Antonio permanece todo un año, ejerciendo su misión tanto en la cátedra como en el púlpito. Antonio se multiplica: sermones y clases, coloquios y controver-sias con los herejes y conferencias públicas para el clero. Siente que es necesario instruir al clero y a los cristianos tanto más que combatir a los herejes, para que el enemigo no abrá una brecha en la fe de los fieles, escudados tras la débil muralla de su ignorancia.

Vete, toma el libro y devóralo te amargará las entrañas, pero en tu boca será dulce como la miel (Ap 10,8-9). El libro significa la abundancia de la predicación santa. El libro es el pozo que Isaac en el Génesis llama abundancia (Gén 3,26). Es el río cuya corriente alegra la ciudad de Dios (Sal 46,5), es decir, el alma en que Dios habita. ¡Oh hombre! recibe este libro y devóralo. Devora el libro quien oye la palabra de Dios con avidez. Por eso en el libro de Nehemías se dice que los oídos del pueblo estaban atentos al libro de la Ley (Ne 8,3).

De Montpellier se encamina a Tolosa, después de pasar por Narbona y Carcasona. Tolosa se había convertido en un foco importante de las actividades de los herejes. En ella Antonio funda una nueva escuela de teología, a cuya enseñanza se dedica, además de la predicación. En 1217, en la carta que el Papa Honorio dirige a los profesores de París, les decía: "Suplicamos a vuestra universidad, y con este escrito apostólico insistimos, para que defendáis con algunos de los vuestros la causa de Cristo y que se dediquen a la enseñanza, a la predicación y a la exhortación". Este es el deseo de Antonio: sembrar la semilla del Evangelio. En perfecta comunión con los dominicos, instruye a hermanos y sacerdotes. Viendo la necesidad de robustecer la fe en el ambiente universitario, desempeña su apostolado en Tolosa con discusiones públicas con los cabecillas de los herejes.

Antonio es también invitado al sínodo del 30 de noviembre de 1225, que convoca en Bourges el arzobispo Simón de Sully para reflexionar sobre la situación de la Iglesia francesa. En la asamblea están presentes seis arzobispos, un centenar de obispos, prelados y superiores religiosos, además del legado pontificio. Asisten también nobles y señores, sedientos de poder, que hacen un doble juego: con una mano ayudan a frenar la herejía y con la otra buscan la forma de extender los confines de sus propios dominios. El mismo arzobispo de Bourges se encuentra en esta situación, como metropolita y, simultáneamente, señor de un inmenso patrimonio. Al momento de la predicación, encomendada a Antonio, éste, sin ningún temor, armado con la espada de doble filo del Evangelio, se dirige al patrón de casa: "Ahora he de dirigirte la palabra a ti, ¡oh mitrado!". Sin medir sus palabras, con la libertad de quien no tiene nada que perder, le echa una durísima reprimenda. Para Antonio la reforma de la vida cristiana, que es la principal respuesta a la herejía albigense, debe comenzar por arriba, pues "el ejemplo de su vida debe ser su arma de persuasión. Echa la red quien vive según lo que enseña". El concubinato y la simonía, consecuencia del feudalismo, aún persiste, haciendo de obispos, abades, monjes o clérigos "vendedores de palomas". A ellos Antonio les dice:

Apacienta mis corderos. Fíjate que Jesús dice tres veces apacienta. Ni una vez dice trasquila u ordeña. Si me amas a mí por mí, y no a ti por ti, apacienta mis corderos como míos y no como tuyos. Busca en ellos mi gloria, no la tuya; mis intereses, no los tuyos; porque el amor de Dios se prueba en el amor del prójimo. ¡Ay de aquel que no apacienta ni una sola vez, pero que trasquila y ordeña tres y cuatro veces! A tal pastor o, más bien, lobo que se apacienta a sí mismo, amenaza Dios: La espada le herirá en el brazo y en su ojo derecho (Job 19,29). El pastor que desampara la grey a él encomendada es un fantasma o ídolo en la Iglesia, como Dagón junto al Arca del Señor. Verdaderamente es un ídolo, que tiene ojos para ver las vanidades del mundo y no ve las miserias de los pobres. Tiene narices para frasquitos de olor, como una mujerzuela, y no huele el olor del cielo o el hedor del infierno. Tiene manos para amontonar riquezas, y no palpa las cicatrices de las llagas de Cristo. Tiene pies para recorrer campamentos y para exigir tributos, y no para predicar la palabra del Señor. Ni hay en su boca clamor de alabanza ni de confesión. ¿Qué tiene que ver la Iglesia de Cristo con este podrido ídolo? ¿Qué tiene que ver la paja con el trigo? (Jr 16,14). O como dice el Apóstol, ¿qué concordia entre Cristo y Belial? A causa de los pecados de los pastores de la Iglesia, el lobo, es decir, el diablo dispersa las ovejas, y el lobo, es decir, la herejía les roba el rebaño. Mas Cristo, que dio su vida por su grey, solícito por ella, porque la compró a tan caro precio, recomienda sus ovejas a Pedro diciendo: Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas con la palabra de la santa predicación, de la devota oración y con el testimonio de vida.

No muy distinto de este sermón escrito, sería el pronunciado ante el arzobispo. Pues, ante un auditorio atónito, el arzobispo, tocado en lo más íntimo, ve como en un espejo sus pecados, se echa a llorar y pide a Antonio que le confiese. Antonio más tarde escribe: "Raramente se recurra al reproche, y esto sólo en caso de necesidad y sólo después de haberse corregido a sí mismo". En esta ocasión Antonio ha creído que era necesario hacerlo. Y Dios confirma su palabra. Desde entonces el arzobispo se dedica fielmente al servicio de Dios y de los hermanos.

En medio del torbellino albigense, Antonio más que a refutar los errores doctrinales, desenmascarar la hipocresía y vulgaridad de los herejes -que también hace-, se dedica sobre todo a reavivar la auténtica vida cristiana.

Los predicadores son los pies de Cristo. Ellos le llevan por todo el mundo. Deben ser sumamente humildes. El testimonio de su vida debe ser su arma de persuasión. Pescadores de almas, si desean recoger las redes llenas, no deben echarlas en su propio nombre. Echa la red en el nombre de Jesucristo quien nada se atribuye a sí, sino todo a El, y el que vive lo que enseña: sólo de este modo la pesca será copiosísima.

Corta es también su estancia en Tolosa, pues el mismo año de 1225 Antonio es nombrado, primero, Guardián del convento de Le Puy-en-Velay y, después, Custodio del grupo de conventos de Limoges y de toda la Provincia o Custodia del Limousin, formada por algunos conventos anteriormente fundados, a los que se añaden los fundados por él mismo. Las crónicas dicen de él:

Los hombres de letras admiraban en él la agudeza de ingenio y la belleza de su elocuencia. Calibraba su palabra según las personas a quienes se dirigía, de modo que quien estaba en el error abandonaba la vía equivocada, el pecador se sentía arrepentido y cambiado, el bueno se sentía estimulado a más perfección; ninguno quedaba decepcionado. Severo y áspero en su lenguaje contra el error, era siempre misericor-dioso con los pecadores. Su misión no era aplastar a nadie, sino salvar a los pecadores, conduciéndolos a Cristo, para que gustasen su amor. Comentando la parábola del hijo pródigo, dice: "Cuanto de más lejos regresa el pecador al Padre, con tanto más amor es acogido por El".

Su permanencia en Francia, -unos dos años-, se concluye en el eremitorio de Brive. Allí, en un pequeño valle, entre castaños y encinas, Antonio funda un convento franciscano y, lo mismo que en Montepaolo, también aquí "amaba retirarse a una gruta, viviendo a solas con gran austeridad, dedicado a la contemplación". Siempre que la predicación y las visitas a los conventos se lo permiten se esconde en este eremitorio. Como escribirá después: "Esto es lo primero que debe hacer el predicador: darse a la oración. Nada se debe interponer entre la vida del predicador y la pasión de Cristo, de suerte que pueda clamar con el apóstol a los Gálatas (6,14): El mundo está crucificado para mí como yo lo estoy para el mundo". Reti-rado en la pequeña gruta, en lo oculto, se defiende de la insidiosa tentación del éxito. Iluminado por el Señor, puede decir tras el combate:

Ensoberbecerse, ¿de qué? ¿de la santidad de vida? Si quien te santifica es el Espíritu de Dios y no tu espíritu. ¿Te complaces quizás en el aplauso con que el pueblo acoge tus discursos? Pero si es el Señor quien te da el don de la elocuencia y de la sabiduría. ¿Qué es tu lengua sino una pluma en la mano de un escribano?.

Teólogo, predicador, Custodio y pronto Provincial, a Antonio le amenaza la insidiosa tentación de la vanagloria; con frecuencia le toca escuchar el susurro venenoso de las alabanzas. De ese combate sale experto desvelador de la tentación y nos dice:

Cuando alguien, adulándote o aplaudiéndote, te dice: "Eres docto, sabes mucho", te está diciendo: "Tienes demonio". Y tú has de responder al punto con Cristo: "Yo no tengo demonio. Por mí mismo nada sé, nada bueno poseo, sino que honro a mi Padre. Todo lo atribuyo a El y doy gracias a El, de quien proviene toda sabiduría, toda gracia y toda ciencia. Yo no busco mi gloria", diciendo con San Bernardo: "No me toques, palabra de vanagloria, pues gloria es debida solamente a Aquel a quien se dice Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo".

Antonio es un testimonio vivo del Evangelio que predica. Vive pobremente; en sus viajes no lleva nada consigo. Pasa por todas partes como peregrino, pasando a veces hambre, pero feliz en su indigencia. En Brive, en el convento que él ha fundado, ha descubierto unas grutas donde se retira a orar. Allí, en el silencio de la soledad, se siente feliz. Un día, se cuenta, el cocinero del convento advierte que no hay nada para preparar la comida de los hermanos. Antonio pide entonces a una señora, amiga del convento, que le envíe algunos puerros y algunas verduras. La señora pide a su vez a su criada que vaya a cogerlas al huerto. Pero está lloviendo a cántaros. La criada va a coger las verduras y, al volver, la ropa y las verduras estaban totalmente secas. Todos los años, a finales de agosto, en Brive, durante la "feria de las cebollas", se recuerda esta tradición.

De su paso por Francia las biografías recuerdan otros muchos hechos prodigiosos, en los que se muestra cómo Dios escucha los deseos, que Antonio expresa en su oración: "En la abadía benedictina de Solignac, Antonio cae enfermo. El monje que le cuida se siente atormentado por fuertes tentaciones sexuales. Antonio, que ve el combate del monje, comprende el peligro en que se encuentra y le pide que se ponga su propia túnica. Tan pronto como la túnica de Antonio toca el cuerpo del monje, desaparece del todo la tentación para el resto de su vida".

Jean Rigaud, Hermano Menor, que a finales del siglo XIII escribe la llamada Vita rigaldina de Antonio, sitúa en este tiempo de Francia, la conversión de una banda de salteadores. El relato está en boca de uno de ellos:

Yo era un bandido de oficio en una banda de doce salteadores. ¡Pobre del viajero que pasara por los alrededores de las montañas donde nos ocultábamos, si olfateábamos dinero o riquezas! Un día llegó a nuestros oídos el eco de la predicación de Antonio y decidimos ir a escucharle. Sus palabras de fuego tocaron nuestros corazones y comenzamos a sentir remordimientos por nuestros crímenes. A la salida del sermón fuimos a confesarnos. Nos escuchó, nos impuso a cada uno una penitencia saludable y nos hizo prometer que no volveríamos más a nuestros antiguos pecados... Algunos de nosotros faltaron a su promesa. La mayoría de los que fueron fieles descansan al presente en la paz de Dios. En cuanto a mí, fui doce veces en peregrinación a Roma como penitencia por mis faltas.

Lo importante en la vida de Antonio es la predicación, la llamada a conversión que Dios realiza en el corazón de los oyentes. Los milagros, como repite el mismo Antonio, no son más que signos con los que Dios acude en ayuda de la fe. Es la vida de amor a Dios y a los hombres lo que permanece para la vida eterna. Lo demás pasa. Hasta la predicación. Antonio, en su interior, libra el combate de todo predicador: ¿Sus obras están en consonancia con sus palabras? ¿Vive lo que predica a los demás? En el Sermón de Pentecostés exclama:

Es viva la palabra cuando hablan las obras. Cesen, pues, las palabras, hablen las obras. Estamos llenos de palabras, pero vacíos de obras y, por lo tanto, maldecidos por el Señor, porque El mismo maldijo a la higuera en que no halló fruto, sino solamente hojas.


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