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SAN ANTONIO DE PADUA ARCA DEL TESTAMENTO:  10. MINISTRO PROVINCIAL

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Autor: Emiliano Jiménez Hernández

 

Santuario de San Antonio de Padua - Arca del Testamento - Predicador y místico

 

 

 

 




El último tiempo de Antonio en Francia lo pasa como Custodio de los conventos del Limousin. Ha sido elegido en el capítulo provincial de 1226, célebre por la aparición de Francisco. Los franciscanos llevan unos tres años en la región. Los conventos formados no son suficientes para formar una Provincia; son, pues, reunidos en una Custodia. Limoges es el centro de la región. Allí se traslada Antonio. Pero no dura mucho su permanencia, quizás menos de un año. Antonio nunca permanece mucho en un lugar. Está siempre de paso, como mensajero de Dios, que anuncia la Buena Nueva y parte a llevarla a otra parte.

Dice Ezequiel: El espíritu de los seres estaba en las ruedas (Ez 10,9). Las ruedas en movimiento eran los apóstoles, que llevaron al Hijo de Dios por todo el mundo.

El 3 de octubre de 1226, al atardecer, en una celda de la Porciúncula, rodeado de los hermanos, muere Francisco. Antes de morir, descendiendo del Averna, a la vista de Asís, exclama: "Bendita tú del Señor, santa ciudad fiel a Dios, por ti se salvarán muchas almas, en ti habitarán muchos siervos del Altísimo, y muchos de sus hijos serán elegidos para el reino eterno". Fray Elías, vicario general de la Orden comunica a todos los Hermanos la "muerte de nuestro padre y hermano común". Y, al mismo tiempo, convoca en Asís el Capítulo para nombrar el sucesor. Al Capítulo son convocados todos los Provinciales y Custodios, encargados de la elección según la regla. El Capítulo se fija para Pentecostés del año siguiente.

Pasada la Pascua, Antonio, como Custodio de Limoges, abandona Francia y se embarca para Italia, dirigiéndose directamente a Asís. Es la segunda vez que llega al valle Umbrio, recostado en las faldas del monte Subiaco. Ya no es un desconocido, como cuando seis años antes, recién llegado a Italia, acudió a otro Capítulo General, al que habían sido convocados todos los frailes. Entonces nadie había fijado en él su mirada. Hasta se había visto obligado a rogar por caridad al Provincial de la Romaña, fray Gracián, que le admitiera entre sus religiosos. Ahora llega con toda la fama de predicador y maestro. La primera vez llegó con la emoción de conocer personalmente a Francisco; ahora vuelve con el deseo de postrarse ante su tumba. Los dos santos apenas se han relacionado más en toda su vida.

El elegido como sucesor de Francisco es Juan Parenti, entonces Provincial de España. Y éste, que ya había recibido a Antonio en el convento de los Olivares, le elige ahora para el delicado cargo de Ministro Provincial del Norte de Italia, la Emilia Romaña, que comprende Bolonia, Milán y Venecia, es decir, desde el Piamonte hasta la actual Yugoslavia, y de norte a sur, desde Trento hasta Rímini. Antonio ejercerá este cargo desde finales de 1227 hasta finales de mayo de 1230.

Antonio, enviado a Francia en 1224, para combatir la herejía de los albigenses, al año siguiente es nombrado Guardián del convento de Puy-en-Velay. Un año después recibe el cargo de Custodio de Limoges. Y, un año más tarde, tornado en Italia para el capítulo general de Pentecostés, sale de Asís como Ministro Provincial de toda Italia septentrional. Padua es la base de su misión. En ella pone cuerpo y alma. Naturalmente, lo primero que le toca hacer es visitar los conventos para conocer los cientos de frailes, que le han sido encomendados, guiarlos y amonestarlos en lo que sea necesario; y vigilar igualmente los conventos de las clarisas y el estado de la tercera orden.

El paso de Antonio por las ciudades, pueblos y aldeas de todo el Norte de Italia queda marcado por una estela de milagros. La mayoría son milagros, que no recogen las crónicas, pues se dan en lo íntimo de las personas, que se convierten tocados por su palabra y la gracia de Dios. Y son también los milagros que realiza como signo de la fuerza de Dios, que acompaña a su enviado; milagros, que el amor de Dios realiza para ablandar el corazón endurecido, que se resiste a su palabra. Este es el significado, por ejemplo, del milagro "del avaro sin corazón".

La ciudad de Florencia es la patria de los banqueros. Desde el más pequeño al más grande, la usura es un vicio capital y difundidísimo. Antonio ve que la palabra no puede prender en unos corazones endurecidos por el ansia del dinero. En su intimidad con Dios siente la necesidad de liberar a Firense de la "maldita raza de los usureros". Muerto uno de los más conocidos usureros, al llevarle a la iglesia para las exequias, Antonio detiene el cortejo. Alzando la voz dice que el difunto no es digno del rito sagrado ni de recibir sepultura en tierra consagrada: "abridle el pecho y veréis que no tiene corazón; id y abrid su caja de valores y allí lo encontraréis". La muchedumbre, estafada tantas veces por el difunto, no lo duda un momento; en la misma calle abren el pecho del cadáver y, realmente, no tiene corazón; corren a buscar la cajafuerte y, en efecto, allí está el corazón, aún palpitante entre joyas y billetes. "Donde está tu tesoro allí está tu corazón", puede gritar Antonio a todos. Y, en el lenguaje colorido de sus Sermones, comenta el texto del Evangelio: "Yo soy la puerta. El que entre por mí se salvará, y entrará y saldrá, y hallará pastos" (Jn 10,9):

Había una puerta en Jerusalén llamada del orificio de la aguja, por la cual no podía entrar el camello porque no era humilde. Esta puerta es Cristo, por la cual no puede entrar la soberbia o el avaro giboso, porque el que quiera entrar por esta puerta es necesario que se humille, que deponga la giba para que no tropiece en la puerta, por la cual quien entre se salvará a condición, sin embargo, de que persevere y entre en la Iglesia, para que aquí viva por la fe y salga de esta vida para vivir eternamente donde hallará pastos de toda fecundidad.

Contra los usureros Antonio clama continuamente en sus sermones. Con ellos y con los avaros es implacable. Sobre la riqueza y la pobreza insiste también frecuentemente en sus Sermones escritos, reflejo de su predicación. En la pobreza ve la expresión de la verdadera libertad:

Cuando un hombre, miserable hasta el presente, de pronto abunda en delicias y nada en la opulencia, decrece, porque pierde la libertad. Le esclaviza el afán de riquezas. Mientras sirve a éstas, desciende de categoría. El tal es, ciertamente, infeliz, puesto que se empequeñece, precisamente por lo que tiene de bienes temporales, los cuales, en lugar de estarle sometidos, lo dominan... El estiércol, allegado en casa, exhala hedor. Disperso, fecunda la tierra. Así las riquezas, cuando se acumulan, sobre todo si provienen no de lo propio, sino de lo ajeno, hieden a pecado y muerte. Cuando se distribuyen entre los pobres, o se devuelven a sus dueños, fecundan el campo del alma y la hacen fructífera... Y es ajeno aquello que, cuando mueras, no podrás llevarte contigo... Los pobres debieran ser los amigos predilectos de los ricos, pues lo son de Cristo y pueden ser sus valedores en el momento supremo y definitivo, porque Cristo aprecia como hecho a sí lo que a sus pobres se hace. El pobre, si lo es según Dios, tendrá a Dios mismo como limosnero y no quedará defraudada su esperanza, porque es fiel y no quiere que desfallezcan los suyos.

Toda la comprensión y caridad que le inspiran los pecadores, se convierte en santa indignación cuando se topa con los usureros y también con los hipócritas, como "los flagelantes", que practican el "desventurado comercio en el que, en razón de alabanzas, se vende la recompensa del reino de los cielos". "El bronce -dice de ellos- tiene tañido y cierta apariencia de oro. Así el hipócrita ama el tañido de la alabanza y muestra apariencia de santidad. Este hombre es humilde en la cara, humilde en el vestido, delicado en la voz, pero grave y pesado en el alma". Con humor describe su triste figura:

El hipócrita cojea de un pie. La razón es porque, mientras mantiene levantado de la tierra uno de sus pies, lleva el otro asentado en el suelo. En efecto, cuando exhibe vileza en el vestido, humildad en el habla y palidez en el rostro, levanta de la tierra un pie. Y al apetecer alabanzas por todo esto, queriendo ser considerado como santo, coloca el otro pie en tierra.

A unos y otros dirige Antonio la palabra de Dios, esperando que dé fruto. "Para merecer ser contado entre los bienaventurados, que siembran sobre las aguas" (Is 32,20), arrojaré entre vosotros la semilla en nombre de Jesucristo, que salió del seno del Padre y vino al mundo a esparcir su simiente: "Salió el sembrador a sembrar" (Lc 8,5):

El sembrador es Cristo o quien lo anuncia; la simiente es la palabra de Dios; el camino son los lujuriosos; espinos son los avaros y usureros; tierra buena son los penitentes y los justos... Salió, pues, Cristo del seno del Padre y vino al mundo para sembrar y edificar su Iglesia, en la cual se conserva la simiente incorruptible que dura para siempre. La semilla es la palabra de Dios. De madrugada, esto es, en el tiempo de la gracia, que aleja las tinieblas del pecado, siembra, oh predicador, tu simiente de la palabra, es decir, la simiente que te ha sido confiada. Y mira con cuanta razón la palabra de Dios se llama simiente. Porque la simiente puesta en la tierra brota y crece, primero hierba, luego espiga y después trigo abundante (Mc 4,28). Así la palabra de Dios, sembrada en el corazón del pecador, primeramente produce la hierba de la contrición; después la espiga de la confesión, que se eleva por la esperanza de verse perdonado; por último, el trigo maduro de la satisfacción...

Pero como no todos obedecen al Evangelio (Rom 10,16), al arrojar la simiente, una parte cae junto al camino, que son los lujuriosos, que ponen su cuerpo como suelo y como calle para los transeúntes (Is 51,23), esto es, para los demonios, que al pasar pisan la simiente, para que no germine... Los lujuriosos son embriagados (Is 28,3) con la copa de oro de Babilonia, es decir, de la abundancia de bienes temporales... No dice el Evangelio que la simiente cayó en el camino, sino junto al camino, porque el lujurioso no recibe la palabra dentro del oído del corazón, sino que le pasa ligeramente junto al oído del cuerpo como un ruido. De este modo no es posible que la simiente del Señor germine en esta tierra. Siendo camino pisado por el demonio, desaparece en ellos la simiente de la palabra de Dios, pues el diablo arrebata lo que estaba sembrado.

Otra cayó en lugar pedregoso, que son los falsos religiosos, que se glorían por la excelencia de su vida religiosa. Estos venden la mercancía de su propia vida por el dinero de honras humanas. A esto se refiere el profeta Abdías cuando lanza improperios contra el religioso soberbio diciendo: Te enalteció la soberbia de tu corazón a ti que vives en las grietas del roquedal (Ab 1,3). El soberbio va caminando por encima de sí mismo. La soberbia de tu corazón, oh religioso, te ha enaltecido, es decir, te ensalzó sobre ti mismo para que vanamente andes por encima de lo que eres... Si la simiente de la palabra divina cae sobre roca, no lleva fruto, porque le falta la humedad de la gracia del Espíritu Santo, que no habita en las cavidades de la discordia, sino en la mansión de la unidad: formaban un solo corazón y una sola alma, dice san Lucas (He 4,32). Realmente hay hendiduras en la vida religiosa porque no hay acuerdo en el capítulo, ni armonía en el coro, ni silencio en los claustros, ni moderación en el refectorio, ni modestia en el dormitorio. Con razón, pues, dice el Señor: otra cayó sobre piedras y apenas brotada se secó, porque no echó raíz (Mt 13,6), que es la humildad, fundamento de todas las virtudes. De aquí se sigue que se abren cavidades en la vida religiosa cuando hay un corazón soberbio. La religión no puede fructificar cuando falta la raíz de la humildad...

Otra cayó entre espinas y, creciendo con ellas, la sofocaron. Las espinas representan a los avaros y usureros, porque la avaricia seduce, hiere y hace sangre. Por eso el Señor mismo dice que las espinas son las riquezas. Para que no le aprisionaran y le impidiesen caminar, Pedro dijo al Señor: Nosotros hemos dejado todas las cosas y te hemos seguido. Y San Bernardo lo comenta: "Bien hiciste, Pedro, pues cargado no podías seguir al que corre"... Las espinas hieren y al herir hacen sangre. Por lo cual dice Oseas: sobre sus altares crecerán zarzas y abrojos. Zarza es una mata que se pega al vestido y los abrojos hacen penar cuando hieren. Zarza y abrojos son para el hombre las riquezas, que se le apegan y hacen sufrir al rozarle. Ahogan la simiente de la palabra de Dios en el corazón de los avaros... Con estas espinas nos referimos a los usureros, cuya avaricia empobrece las iglesias y despoja los monasterios. Por eso, se queja de ellos el Señor por el profeta Joel: Ese pueblo convirtió mi viña en un desierto y descortezó completamente mi higuera; sus ramas quedaron blancas (Jl 1,6-7). Convierte la Iglesia del Señor en un desierto, reteniendo sus propiedades con usura. Descorteza la higuera del Señor, o sea, la casa de alguna comunidad, y totalmente la despoja, apropiándose por la usura de los bienes, ofrenda que los fieles le habían hecho. Por eso, sus ramas se hicieron blancas, que son los monjes y los canónigos, allí profesos, obligados a pasar hambre y sed...

Sigue diciendo que otra cayó en tierra buena y, creciendo, dio fruto como treinta, como sesenta, y como ciento. La buena tierra es la santa Iglesia, el arca de Noé, donde hay animales mansos, hombres y aves. Los animales mansos significan los fieles casados, que se entregan a obras de penitencia, dan su dinero a los pobres sin ofender a nadie. De ellos escribió el Apóstol en la Epístola de hoy: Gustosos soportáis a los fatuos, vosotros que sois sabios. Soportáis que os esclavicen, que os devoren, que os roben, que se engrían, que os abofeteen (2Cor 11,19-20). Los hombres representan a los continentes y a los de vida activa, quienes se exponen al peligro por favorecer al prójimo, predican la vida eterna con el testimonio y con la palabra. Estos, como añade el Apóstol, viven en trabajo y fatiga; en noches sin dormir, muchas veces; en hambre y sed; en muchos días sin comer; en frío y desnudez (2Cor 11,27). Y las aves significan las vírgenes y los contemplativos, quienes levantándose sobre las alas de las virtudes contemplan al rey en su trono de gloria. Allí escuchan con el oído del corazón lo que no pueden explicar con palabras, ni siquiera comprender con el entendimiento... Estos dan fruto: treinta, sesenta y ciento por uno. Así, pues, te rogamos, Señor, que nos hagas tierra buena, capaz de recibir la simiente de tu gracia y producir fruto digno de penitencia, para que podamos con tu ayuda vivir eternamente contigo, el bendito, en tu gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Antonio, como Francisco, conoce la alegría del seguimiento de Cristo pobre y canta a la pobreza del pobre verdadero, "contento con lo mínimo", que "desea el mínimo" para saciarse y nutrirse de Dios. Sobre todo, Antonio predica la pobreza como "espíritu de pobreza", que manifiesta el "espíritu del Señor" y da la fuerza para "no vacilar ni en la prosperidad ni en la adversidad": "El espíritu de pobreza y la herencia de la Pasión son más dulces que la miel y el panal en el corazón de quien ama la verdad".

Antonio sigue su itinerancia, dejando sembrada su palabra de vida. Una breve visita no puede por menos de hacer al eremitorio de Montepaolo, que guarda tantos recuerdos de otros tiempos y que ahora está bajo su jurisdicción. También pertenece a su jurisdicción Forlí, donde el Señor cambió el rumbo de su vida. Seguro que se detiene también algún tiempo en Rímini, donde hace no tantos años ha combatido con pasión la herejía cátara. Durante su ausencia, la herejía ha vuelto a cobrar vigor. Su presencia y su palabra ardiente vuelve a resonar en la ciudad, renovando en la multitud el fervor de su primera misión.

Unas veces como visitador y otras como predicador recorre todo el norte de Italia. Habla, aconseja, disputa, predica, confiesa. Sólo enumerar algunos lugares de su itinerancia nos da una idea de su actividad misionera: De Rímini pasa a Trieste, visita Porta Cavana, Pola, Udine y Cremona. En Udine le toca soportar insultos y desprecios y, según el consejo de Jesús a sus discípulos, sacude el polvo de sus sandalias y marcha a otra ciudad. A principios de 1228 recorre Cividale, Treviso, Conegliano y Venecia. La cuaresma la pasa en Padua, de donde parte para Ferrara y Bolonia. Durante el adviento predica en Florencia. Combate con los valdenses en Milán, de donde se traslada a Varesse, Bérgamo, Brescia, Breno, Val Camina y, siguiendo la ribera del Garda, llega a Trento, para dirigirse desde allí, siempre a pie, a Verona y Mantua...

En cada ciudad queda una huella de su paso. Los testimonios de Antonio como superior son abundantes. Estos testimonios nos permiten descubrir el lazo indisoluble que se da en él entre la palabra predicada y la vida cotidiana. Así, pues, según le indica la regla, gira por todos los conventos del vasto territorio que le han encomendado. Lo hace a pie, acompañado de un hermano, mendigando frecuentemente el pan y el techo para pasar la noche.

Según la narración de Tomás de Celano, San Francisco veía el superior franciscano de esta manera: "En la mañana temprano debe celebrar o asistir a la misa y, en una prolongada oración, encomendarse a sí mismo y su grey a la protección divina. Después de la oración, en un lugar accesible a todos, se pondrá a disposición de los frailes, dispuesto a ser importunado por todos, dispuesto a responder a todos y a proveer a todos con toda mansedumbre. Sea igualmente diligente con los menores y simples que con los doctos y mayores. Recuérdese de ser más que los demás simple en sus costumbres, favoreciendo así la virtud. Tenga horror del dinero, principal ruina de nuestra profesión y perfección; sepa que es cabeza de una Orden pobre y que debe dar buen ejemplo a los demás, por ello no se permita ningún abuso en cuestión de dinero". El prior debe ser capaz de dar consuelo a los afligidos; sea el último refugio de los atribulados, ayude a los enfermos a no caer en la desesperación y para "plegar los soberbios a la mansedumbre, no se avergüence de humillarse y abajarse a sí mismo, renunciando en parte a su derecho". Los superiores deben ser "moderados en el mandar, prontos más bien a soportar que a devolver las injurias, enemigos de los vicios, pero médicos de los viciosos". Siempre pacientes y simples.

También Antonio, en sus Sermones, nos ha dejado su descripción del superior:

Quien es constituido como superior debe sobresalir por su pureza de vida, modelada sobre un amplio conocimiento de la Sagrada Escritura; debe saber hablar con facilidad y elocuencia; ser fervoroso en la oración, misericordioso con sus súbditos, manteniendo siempre la disciplina entre ellos, cuidando con solicitud las almas que le han sido confiadas. Debe saber usar la vara dorada de la benignidad, con la que, mientras corrige, usa la dulzura de un padre, más aún, de una madre. El superior sea como el pelícano que da su misma sangre a los hijos, para vivificarlos y nutrirlos. De este modo, al mismo tiempo que corrige a los súbditos con la vara de la disciplina, los atrae a su corazón con la elocuencia de las lágrimas que derrama por ellos, ya que debe estar inflamado de caridad y ser benigno en el hablar y manso en el trato". "Los prelados son como estrellas que deben dar luz a los otros con la palabra y con el testimonio de su vida.

"Los buenos prelados de la Iglesia son imagen de Jesucristo. Dichoso el que pueda decir: Yo soy el buen pastor. Para ser tal ha de asemejarse al Hijo del Hombre". "Al superior se le llama también casa del padre, porque en ella el inferior, como en la casa paterna, debe refugiarse".

Con solo treinta y dos años goza de un gran prestigio en la Orden, por la santidad de vida, la pureza de doctrina y por su actividad misionera. Pero su salud está quebrantada. A los tres años, exhausto físicamente, en el Capítulo General, celebrado en Asís en 1230, pide que se le exonere del cargo. Como Provincial de la Romaña, Antonio es uno de los capitulares. En el Capítulo se discuten cuestiones vitales para la Orden. Se enfrentan las dos corrientes de opinión, que ya echaron sus brotes en vida de Francisco, pero que tras su muerte se agudizan. Por una parte están quienes desean permanecer fieles al carisma primitivo, observando la Regla primera sin comentarios ni mitigaciones. Por otra parte están los que desean adaptar la Regla en lo tocante a la pobreza, teniendo en cuenta las nuevas necesidades, surgidas con la multiplicación de los Hermanos.

Antonio, con la salud quebrantada y perturbado por la división interior de los Hermanos, pide, pues, ser liberado del cargo de Provincial.

San Antonio de Padua - Arca del Testamento - Predicador y místico



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