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SAN ANTONIO DE PADUA ARCA DEL TESTAMENTO:  12. EN ROMA

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Autor: Emiliano Jiménez Hernández

San Antonio de Padua - Arca del Testamento - Predicador y místico



Pero volvamos, por un momento, hacia atrás. Mientras Antonio está en la Arcella dedicado a escribir los Sermones, el Ministro General de la Orden le encomienda una misión delicada y confidencial. Antonio es mandado a Roma, donde llega para la Pascua de 1228. Nada se conoce del problema que lleva Antonio a Roma. Se trata seguramente de alguna cuestión sobre la regla franciscana; la Orden se halla dividida en torno a la forma de vivir la pobreza. Algunos hermanos desean conservar la pobreza con estricta fidelidad a la regla, sin comentarios ni glosas; otros buscan, en cambio, adaptarse a las nuevas exigencias de los estudios y de las numerosas comunidades que van surgiendo por todas partes.

Lo cierto es que el Papa Gregorio IX, que conoce la fama de Antonio como predicador, le invita a predicar ante él a todo el colegio cardenalicio. Así el Papa, como testimonia en la bula de canonización, conoce personalmente la fuerza de la palabra de Antonio. No esgrime una vana retórica, cargada de argumentos y citas profanas, según el uso de la época, sino un lenguaje austero y, a la vez, conmovedor por la fe sincera y el profundo conocimiento de la Sagrada Escritura. Al Papa y a los cardenales les impresiona el dominio de los textos sagrados; las concordancias, las analogías, los sentidos más escondidos le afluyen espontáneamente a los labios. En esta ocasión el Papa le llama Arca del Testamento, título que desde entonces lleva Antonio, como prueba de su conocimiento y amor a la Escritura.

Pero Antonio no sólo habla ante el Papa y los cardenales, sino a la multitud de peregrinos congregados en Roma con ocasión de la Semana Santa y de la Pascua, a los que se añaden los que han ido a Roma para asistir al Concilio convocado por el Papa para el Jueves Santo para renovar la excomunión al emperador Federico II, que ha impedido al arzobispo de Teranto llegar a su sede episcopal y visitar a sus fieles y que acaba además de apropiarse de los bienes de los Templarios y de los Hospitalarios. A esta inmensa multitud de peregrinos, llegados de todas partes, dirige su palabra Antonio, reproduciendo el milagro de Pentecostés, según la narración de Las florecillas de San Francisco:

El maravilloso vaso del Espíritu Santo, San Antonio de Padua, uno de los discípulos escogidos y compañeros de San Francisco, que lo llamaba su obispo, una vez predicó en el Consistorio delante del Papa y de los Cardenales; había allí hombres de diversas naciones, es decir, griegos, latinos, franceses, alemanes, eslavos e ingleses y de otras diferentes lenguas del mundo; e inflamado por el Espíritu Santo, Antonio propuso la palabra de Dios tan devota, clara e inteligiblemente que cuantos allí estaban, aunque de idiomas diversos, entendieron perfectamente todas sus palabras clara y distinta-mente, como si él hubiera hablado en la lengua de cada uno. Todos se hallaban asombrados y les parecía ver renovado el antiguo milagro de los apóstoles en el tiempo de Pentecostés, cuando ellos hablaban por virtud del Espíritu Santo en todas las lenguas... Maravillado también el Papa y, considerando la profundidad de la doctrina, dijo: Verdaderamente éste es arca del testamento y armario de la Escritura divina.

La palabra de Antonio llega a los doctos cardenales y del mismo modo alcanza a los simples. La palabra, que brota del corazón encendido en la fe y el amor a Cristo y a los hombres, encuentra el camino del corazón de los oyentes. En Antonio se cumple lo que él dice de los Apóstoles:

Quedaron llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar otras lenguas, según el Espíritu les concedía hablar (He 2,4). Esto es signo de plenitud. El vaso lleno se desborda; el fuego no puede ocultarse.

Y es que Antonio, como predicador del pueblo da más importancia a los hechos que a las palabras; privilegia la celebración sobre el saber, el testimonio sobre las doctas explicaciones. Antonio se muestra así como un signo de la presencia de un Dios de amor en la vida cotidiana de los hombres. Cuando Francisco, reacio como era a los estudios, permitió a Antonio enseñar teología, no olvidó recordarle: "con tal que el estudio no apague en los hermanos el espíritu de la santa oración y de la devoción". Aquí radica la fuerza de la predicación de Antonio. El estudio nunca ha apagado en él el espíritu de oración, sino todo lo contrario: en la oración e intimidad con el Señor halla siempre la fuerza para su misión de predicador y maestro. Y en la oración se refugia cuando le aturden los aplausos de las gentes. El se dice a sí mismo lo que frecuentemente repite a los demás: "Antes que nada el predicador debe ser un hombre de oración, en ella puede escrutar y ver si vive según lo que enseña a los demás". Como escribe Juan Pablo II:

Precisamente porque estaba enamorado de Cristo y de su Evangelio, ilustraba con inteligencia de amor la divina sabiduría que había tomado de la lectura asidua de la Sagrada Escritura... De la sed de Dios y del anhelo de Cristo nace la teología que, para san Antonio, era irradiación del amor a Cristo: sabiduría de inestimable valor y ciencia de conocimiento, cántico nuevo...

En uno de sus Sermones, hablando de los auténticos predicadores, inconscientemente, Antonio se describe a sí mismo. Después de decir que esos siervos de Dios son penitentes y pobres, que a nadie perjudican y perdonan a quienes les hacen mal, escribe:

Alimentan con la palabra de la predicación a las almas que les son confiadas y reparten alegremente a otros la gracia que se les concede. No ingieren cosa muerta (el pecado) y, sin embargo, de nada se escandalizan. Su comida es el grano limpio de la enseñanza de la Iglesia. Hechos todo para todos, se consumen en celo santo para la salvación de propios y extraños, pues a todos aman en las entrañas de Jesucristo. Con el fin de precaver y evitar la tentación del demonio, fijan su residencia junto a la corriente de las Sagradas Escrituras y fabrican su nido en el agujero de la piedra, es decir, en el costado de Cristo, y, si se levanta alguna tempestad de la carne, se refugian y esconden pronto en ese mismo costado, diciendo con el profeta: "Sé tú el baluarte firme contra el enemigo. Sé para mí un Dios protector" (Sal 60,3-4). Se defienden, no con las uñas de la venganza, sino con las alas de la humildad y de la paciencia. Y después de haber tenido a los fieles bien unidos con la Iglesia, vuelan con ellos al reposo eterno.

La teología de Antonio tiene siempre una impronta práctica; la verdad se ordena a la vida, entre otras cosas porque a su alrededor ve más inmoralidad que herejías. Agudo conocedor del hombre, comprende y absuelve sus defectos cuando son fruto de la ira, del miedo o del deseo, es decir, cuando no hay en ellos obstinación en el mal. No es un fariseo, que aleja del mal la mano, pero no el corazón. Antonio ve los vicios en su profundidad, pues ha mirado muy a fondo en su interior.

Buscando las razones por las que los hombres se alejan de la confesión, Antonio enumera cuatro: el apego al pecado, la vergüenza, el temor de la penitencia y la desconfianza del perdón. Hablando de la penitencia, que llama segundo bautismo, donde el pecador renace a la vida divina, Antonio encuentra las imágenes más tiernas y las expresiones más afectuosas. Describe al pecador perdonado como un niño que le nace a la madre Iglesia e invita a todos a manifestar con voces exultantes el júbilo del corazón por el nuevo cristiano.

Antonio, que vive en intimidad con Dios y entregado a los hombres, presenta su experiencia como camino de perfección cristiana: "La suavidad de la vida contemplativa conserva el alma en la frescura de la gracia en medio de su dedicación apostólica" El alma renace, el espíritu cobra agilidad en la intimidad con Dios, haciendo fecundo el apostolado. Como dice la Assidua: "Los labios cerrados durante mucho tiempo se abren para anunciar la gloria de Dios hasta el punto de merecer el nombre de evangelista por la importancia de las obras realizadas". Con una de sus imágenes lo dice el mismo Antonio: "Lo mismo que el águila, el hombre que es justo por la agudeza de la contemplación, pone su mirada fija en el esplendor del sol verdadero... Y sólo la plenitud de la inspiración interior permite captar la verdad divina para poder anunciarla".

Además, como hemos visto, la vida de Antonio está marcada por los milagros que le acompañan, aunque el nunca se sintió un milagrero. Su satisfacción le viene del ver a las personas convertirse a Cristo. Siendo un teólogo instruido y docto, se siente enviado, siguiendo las huellas de Cristo, "a llevar la buena noticia a los pobres", a los sencillos, a los menores. Como él escribe:

Sólo los pobres, es decir, los humildes, son evangelizados. En la actualidad los pobres, los simples, los iletrados, la gente del pueblo, las viejecitas, tienen sed de la palabra de vida, del agua de la sabiduría. Sólo los pobres son evangelizados, es decir, alimentados con la palabra del Evangelio, porque ellos son el pueblo del Señor y las ovejas de su rebaño".

Le parece lo más lógico que escuchen con interés su predicación: "Es un signo de predestinación escuchar con gusto la palabra de Dios. Como muestra amor a su patria terrena el exiliado que oye y busca con gusto las noticias que le llegan de su patria, así se puede decir que tiene su corazón vuelto hacia el cielo el cristiano que escucha con gusto a quien le habla de su patria celestial".

La vida de Antonio en su paso por este mundo es breve. Y el tiempo dedicado a la misión mucho más breve aún. Pero los kilómetros recorridos son incontables. Es un peregrino en la tierra, no tiene morada fija, va de una parte a otra y, a pesar de su precaria salud, hace todos sus recorridos en el "caballo de San Francisco", unos ratos a pie y otros andando. A pie y descalzo o con rudas sandalias, con el sayal empapado de lluvia o de sudor, sigue su camino, cantando las alabanzas del Señor, como les ha enseñado Francisco. El amor al Señor y la obediencia le dan las fuerzas para ello. En invierno, a través del fango y la nieve o el hielo; en verano, con el polvo cegador y asfixiante; por llanos y por montes... Como leemos en la primera biografía: "Sería interminable enumerar los lugares que el Santo recorrió, nombrar las tierras en que sembró la semilla de la palabra de Dios".

Antonio camina como quien no puede perder el poco tiempo que tiene para llevar a cabo la inmensa misión que Dios le ha encomendado. Cuando pasa por donde hay un convento de hermanos halla hospitalidad en él; y si no, mendiga un trozo de pan y una yacija para pasar la noche. Bajo un pórtico o en una cuadra y, a veces, en el campo bajo las estrellas, pasa muchas noches. Pero siempre en compañía de un hermano; con mucha frecuencia éste es Lucas Belludi, que se ganó el título de "compañero de San Antonio", amigo y confidente y, también, su sucesor como Ministro Provincial del norte de Italia.

Hoy, en condiciones más cómodas y rápidas, innumerables cristianos recorren en peregrinación los igualmente innumerables lugares, que guardan el recuerdo del paso de Antonio, con una iglesia, un convento, una estatua, un cuadro, una celda... Así sigue hablando, sacando como escriba del reino, del Arca del Testamento lo nuevo y lo viejo. Sigue de este modo hablando en todas las lenguas, él que escribió:

Tardo para hablar (Sant 1,19-20). La misma naturaleza nos enseña a practicar esto, pues cerró la lengua con doble puerta, para que no divagase libremente. De hecho, la naturaleza puso delante de la lengua como dos puertas: los dientes y los labios. Bien había cerrado estas dos puertas aquel que decía: Pon, Señor, en mi boca un centinela, un vigía a la puerta de mis labios (Sal 141,3). Nota que debe cerrarse no sólo la puerta de los dientes; también la de los labios. Cierra la puerta de los dientes y de los labios quien evita la detracción y la lisonja. Pues, como dice Santiago, si alguno no cae hablando, es un hombre perfecto, capaz de poner freno a todo su cuerpo (Sant 3,2).

Pero sin olvidar nunca lo que también dejó escrito:

Toda dádiva excelente y todo don perfecto vienen de lo alto, desciende del Padre de las luces (Sant 1,17), como del sol procede el rayo. Pues como el rayo del sol, teniendo su origen en el sol, ilumina al mundo y, sin embargo, no se aleja nunca del sol, así el Hijo de Dios, que desciende del Padre, iluminó el mundo sin apartarse nunca del Padre, como él mismo dice: El Padre y yo somos una sola cosa (Jn 10,30).


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