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SAN ANTONIO DE PADUA ARCA DEL TESTAMENTO: 14. DOS SERMONES  (FRAGMENTOS)

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Autor: Emiliano Jiménez Hernández

San Antonio de Padua - Arca del Testamento - Predicador y místico

 


El monasterio de Santa Cruz de Coimbra se inspiraba en la espiritualidad de los maestros Hugo y Ricardo de San Víctor de París. Para el monasterio de San Víctor de París la Biblia ocupaba el primer puesto entre todas las ciencias, siendo la primera preocupación del teólogo deducir de la Escritura la enseñanza destinada a fortalecer la fe y a modelar la vida cristiana. Para ello, esas escuelas recurrían a los Padres de la Iglesia: Orígenes, Jerónimo y sobre todo a Agustín, que había enseñado a extraer los sentidos de la Biblia: el sentido literal y el sentido espiritual, que a su vez comprendía la alegoría, aplicaciones morales y referencias a la vida futura. En los Sermones, Antonio no hace más que aplicar estos métodos de exégesis con miras a los predicadores encargados de instruir la fe de los cristianos y reformar sus costumbres. Busca la gloria de Dios y la edificación de las almas.

Antonio, el docto, no se dedica a especulaciones abstractas; conoce bien la condición de vida de los hombres e instituciones y busca su conversión. En sus escritos le gusta fotografiar la vida de un modo simple, que todos puedan entender. Se fija en tres momentos fundamentales: nacimiento, decisiones personales y muerte. Se entretiene, sobre todo, en el segundo momento. Antonio sostiene que la vida es una continua conversión al plan de Dios sobre el hombre. El camino de la salvación y de la vuelta al Padre es una conversión continua, pues la vida es un combate permanente entre el bien y el mal. Después de haber recogido tantas citas de cada uno de los treinta y seis sermones, deseo ofrecer dos amplios fragmentos, que nos muestren, además del contenido, el estilo de los Sermones.


1. ACOGIDA DE LOS PECADORES: (Tercer domingo de Pentecostés)

Los publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús para oírle (Lc 15,1). Se dice en el segundo libro de Samuel que Benaías hijo de Yehoyadá bajó y mató a un león dentro de un pozo, un día de nieve (2Sam 23,20). Banaías quiere decir albañil del Señor y significa el predicador, el cual, con la argamasa de la palabra divina junta las piedras vivas, los fieles de la Iglesia, en la unidad del espíritu (Esd 3,7). De este albañil dice el Señor al profeta Amós: ¿Qué ves, Amós? Yo respondí: Una llana de albañil. El Señor dijo entonces: ¡He aquí que yo voy a poner una llana en medio de mi pueblo Israel! (Am 7,8). La llana es un hierro ancho, con que se enlucen las paredes, porque encierra con cal o con barro las piedras. La llana representa la predicación, que el Señor ha puesto en medio del pueblo cristiano, para que sea común a todos y abarque con su anchura al justo y al pecador y una en Cristo a los creyentes con la cal de la caridad.

El predicador debe ser hijo de la ciencia y del conocimiento. Debe primero saber lo que predica; luego debe reconocer en sí mismo si vive conforme a lo que predica. De este conocimiento careció Balaán (Nú 24,15-16). El ojo de la razón del predicador perverso está cerrado; el cual, aunque vea por la ciencia la doctrina del Altísimo, sin embargo, no la conoce por experiencia. En cambio, el verdadero predicador desciende de la contemplación de Dios para instruir al prójimo, y mata al león, es decir al diablo, o el pecado, que está en la cisterna, en el alma fría de los pecadores.

Como dice el Evangelio de hoy: Los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Este acoge a los pecadores y come con ellos. (Lc 15,1). Jesús acoge a los pecadores cuando infunde en los penitentes la gracia de la reconciliación. Leemos en San Lucas: Corrió el padre a su encuentro, se echó a su cuello y le besó efusivamente (Lc 15,20). El beso del padre significa la gracia de la reconciliación divina. Jesús come con ellos, con los penitentes, a quienes su gloria saciará de riquezas en el día del descanso eterno. Así leemos en el segundo libro de Samuel: Todas las tribus acudieron entonces a David, en Hebrón, y le dijeron: Aquí nos tienes, somos tu misma carne y sangre (2Sam 5,1). Con unidad de espíritu, todos se presentan a David, que es figura de Jesucristo, en Hebrón, es decir, en la contrición del corazón. En la contrición del Espíritu Santo, Cristo se une como esposo al alma, su esposa arrepentida de sus pecados.

Aquí nos tienes, dicen, somos hueso de tus huesos. Así los penitentes dicen a Cristo: Ten compasión de nosotros, perdona nuestros pecados, porque somos hueso de tus huesos y carne de tu carne. Por nosotros, los hombres, te hiciste hombre, para redimirnos. En efecto, por tus padecimientos aprendiste a ser compasivo. No podemos decir a un ángel: Aquí estamos, somos hueso de tus huesos, carne de tu carne. Pero a ti, Dios, Hijo de Dios, que tomaste nuestra carne, verdaderamente podemos decir: Aquí estamos, somos carne de tu carne, hueso de tus huesos. Por consiguiente, ten compasión de tus huesos y de tu carne. Eres nuestro hermano, nuestra carne (Gén 37,27) y, por eso, estás obligado a tener misericordia y compadecerte de las miserias de tus hermanos. Tú y nosotros tenemos un solo Padre; tuyo por naturaleza, nuestro por gracia. No nos prives, pues, de la herencia del Padre, porque somos tus huesos y tu carne. Los hijos de Israel se llevaron de Egipto los huesos de José a la tierra prometida (Jos 24,32). Tú, de las tinieblas de este Egipto, llévanos a nosotros, tus huesos, a la tierra de la bienaventuranza, porque somos tus huesos y tu carne. Con razón dice: Los publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús.

Para oírle. Sobre esto también concuerda lo que dice el segundo libro de Samuel, donde dice que el rey David se levantó y vino a sentarse a la puerta. Se avisó a todo el ejército y toda la gente se presentó ante el rey (2Sam 19,9). Jesucristo, Rey de reyes, nuestro David, que nos libró de la mano de nuestros enemigos, se levantó cuando salió del seno del Padre y se sentó a la puerta, es decir, se humilló, encarnándose en la Santísima Virgen María, de la cual dice Ezequiel: Esta puerta permanecerá cerrada. No se abrirá, y nadie pasará por ella, porque por ella ha pasado el Señor, el Dios de Israel. Quedará, pues, cerrada. Pero el príncipe sí podrá sentarse en ella para tomar su comida en presencia del Señor (Ez 44,2-3). Estuvo cerrada para el príncipe de este mundo, el diablo (Jn 12,31); y sólo el príncipe Cristo se sentó en esa puerta por la humildad de la carne asumida; para comer su pan delante del Señor, o sea, para cumplir la voluntad de Dios. Mi alimento, dice, es cumplir la voluntad de mi Padre (Jn 4,34).

Los apóstoles anunciaron a todo el pueblo que el Rey estaría sentado en aquella puerta, es decir, que había tomado carne de María Santísima. De esta forma toda la multitud de los penitentes y de los fieles vino delante del rey, dispuesta a obedecerle en todo. Y Este acoge a los pecadores. Con esto concuerda lo que se lee en el segundo libro de Samuel: Absalón fue llamado, entró donde el rey y se postró rostro en tierra delante del rey. El rey David besó a Absalón (2Sam 14,33). Este es el penitente que, por medio de la penitencia, ha hecho la paz con Dios Padre, a quien ofendió pecando. Este, llamado, con el corazón contrito entra en la presencia del rey por la confesión y lo adora rostro en tierra, mortificando la tierra de su carne y teniéndose por vil e indigno. El rey lo acoge como hijo con el beso de la reconciliación.

De esta acogida habla el introito de la misa de hoy, donde el pecador convertido dice: Mírame, ten piedad de mí, que estoy solo y desdichado. Alivia los ahogos de mi corazón, hazme salir de mis angustias. Ve mi aflicción y mi penar, quita todos mis pecados (Sal 25,16-18). Mírame con ojos de misericordia, tú que miraste a Pedro, y ten piedad de mí, perdonando mis pecados; porque estoy solo, acompáñame; estoy pobre, vacío, llena tú este vacío. Y come con ellos. Concuerda esto con lo que se lee en el libro de Samuel, donde se dice que Meribbaal comía a la mesa de David como uno de los hijos del rey. Vivía en Jerusalén y comía siempre a la mesa del rey (2Sam 9,11-13). Es lo que dice también el Señor en el Evangelio: Dispongo un Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mi, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino (Lc 22,29-30).

Con esto concuerda la epístola de hoy, en la cual Pedro dice a los pecadores convertidos: Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios para que, llegada la ocasión, os ensalce; confiadle todas vuestras preocupaciones, pues El cuida de vosotros (1Pe 5,6-7). Bajo la poderosa mano de Dios, que derriba a los poderosos y exalta a los humildes (Lc 1,52), humillaos para que os exalte hasta la mesa celeste en el tiempo de su visita.

Pidamos, pues, a nuestros Señor Jesucristo que haga que nosotros pecadores nos acerquemos a El y le escuchemos. Que se digne acogernos y alimentarnos consigo a la mesa de la vida eterna...

Ayúdenos el mismo que libertó la oveja perdida, Adán con toda su descendencia, de las fauces del lobo, que es el diablo, y, gozoso, cargó con ella sobre sus hombros, sujetos a la cruz, devolviéndola a la casa de la felicidad eterna. Con semejante hallazgo dio gozo también a los ángeles.

2. EL BUEN PASTOR (Domingo segundo después de Pascua).

Jesús dijo a sus discípulos: Yo soy el buen pastor (Jn 10,11). Cristo nos apacienta todos los días en el sacramento del altar con su carne y sangre. Nuestro pequeño y humilde David (1Sam 16,11), como buen pastor, apacienta las ovejas. Este es nuestro Abel, que fue pastor (Gén 4,2). A cerca de este pastor dice Ezequiel: Yo suscitaré para ponérselo al frente un solo pastor que las apacentará, mi siervo David, esto es, mi Hijo Jesús; él mismo las apacentará y será su pastor (Ez 34,23). Y en Isaías: Como pastor pastorea su rebaño; recoge en brazos los corderitos, en el seno los lleva, y trata con cuidado a las paridas (Is 40,11). Habla como un buen pastor, que al llevar o traer su rebaño de los pastos, toma en sus brazos los corderos pequeños, que no pueden caminar y los lleva en su seno; y va al paso de las paridas, preñadas y cansadas.

De modo semejante nos apacienta Jesucristo todos los días con el Evangelio y con los sacramentos de la Iglesia; nos reunió con sus brazos extendidos en la cruz, como dice San Juan: Para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos (Jn 11,52). Como una madre toma al hijo, así nos tomó en el seno de su misericordia. Por lo cual dice Oseas: Yo enseñé a Efraín a caminar tomándolo en mis brazos (Os 11,3). Nos nutre con su sangre como si fuera leche. En el pecho fue herido por la lanza en el monte Calvario de nuestra salvación, para darnos su sangre como la madre da la leche al hijo. Y nos acogió en sus brazos extendidos en la cruz.

De ahí lo que dice San Pedro en la epístola de hoy: El llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, a fin de que, muertos a nuestros pecados, vivamos para la justicia; con sus heridas hemos sido curados (1Pe 2,24). El mismo cuida de las preñadas, es decir, de las almas de los penitentes, cargadas con el peso del pecado, herederos de la vida eterna. Por eso dice en el Exodo: Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios, y cómo os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí (Ex 19,4). Hunde a los egipcios, esto es, a los demonios y los pecados en el mar Rojo, es decir, en la amargura de la penitencia (Sal 136,10), enrojecida con la sangre de las lágrimas y de la mortificación, y levanta a los penitentes sobre las alas del águila cuando, menospreciando los bienes terrenos, los eleva a los celestiales, para que contemplen, sin encandilarse, el sol de justicia. Con razón dice: Yo soy el buen pastor.

El buen pastor da la vida por sus ovejas (Jn 10,11). Esto es lo propio del buen pastor: dar la vida por las ovejas. De ellas dice Pedro al final de la epístola: Erais como ovejas descarriadas, pero ahora habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras almas (1Pe 2,25). ¡Mira que gran misericordia! De ella se dice en el introito de la misa de hoy: De la misericordia del Señor está llena la tierra.

Las ovejas por las que dio su vida el buen pastor, Jesucristo, son las siete Iglesia de las que habla el Apocalipsis, que se lee este domingo (Ap 1,10-16). Los siete candelabros de oro significan todas las iglesias, que arden y están iluminadas por la sabiduría del Verbo divino. Como el oro, purificado en el crisol, extendido a golpes, se convierte en un candelabro, así la Iglesia llega a la perfección cuando es purificada por las tribulaciones y alargada por los golpes de las tentaciones. Y en medio de los siete candelabros vi a un hombre semejante al Hijo del hombre, es decir a Cristo, con cinto de oro ceñido al pecho, es decir, con el cíngulo de la caridad, por la cual se entregó a la muerte por nosotros...

Sus pies, los predicadores que le llevan por todo el mundo, parecían de auricalco acrisolado, porque brillan con la claridad de la sabiduría y con la sonoridad de la elocuencia. Su voz es como ruido de grandes aguas, pues su voz es manantial de gracia. Por lo cual continúa: Tenía en su mano derecha siete estrellas, o sea, los siete dones del Espíritu Santo. Las siete estrellas son también los obispos, que deben ser luz para los demás con la palabra y el testimonio. Y de su boca salía una espada de dos filos. De su boca, o sea, por insinuación suya, salió la predicación, que pone a raya las obras de la carne con el Antiguo Testamento y refrena las concupiscencias con el Nuevo. Su rostro como el sol cuando brilla con toda su fuerza. Rostro de Cristo son los buenos prelados de la Iglesia y todos los santos. Conocemos a Cristo a través de ellos, como si fuesen su rostro. Brillan como el sol cuando está en toda su fuerza, es decir, a mediodía y sin nubes, es decir, se volverán semejante al verdadero sol, Jesucristo. Y el rostro del prelado son sus obras, a través de las cuales es conocido como lo es por su rostro. Por sus frutos los conoceréis (Mt 7,16). Si sus obras son buenas, resplandecerán como el sol cuando está en todo su esplendor. De ahí la palabra del Señor: Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5,16). Si tal fuere el prelado, de verdad podrá decir: Yo soy el buen pastor.

Dichoso el prelado de la Iglesia que puede decir con verdad: Yo soy el buen pastor. Para ello es necesario que sea semejante al Hijo del hombre y esté en medio de los siete candelabros de oro, que ve San Juan. Estos indican las siete cualidades necesarias del prelado de la Iglesia: pureza de vida, conocimiento de la Sagrada Escritura, facilidad de expresión, oración, misericordia para con los pobres, disciplina para con los súbditos, cuidado solícito del pueblo que le fue confiado. Estos son los siete candelabros que iluminan todas las Iglesias reunidas por el espíritu de gracia septiforme. En medio de ellos el prelado, semejante al Hijo del hombre, que es Jesucristo, debe caminar en pobreza, humildad y obediencia, vestido con túnica talar, que significa la castidad del cuerpo y del corazón.

Cantad al Señor un cántico nuevo (Sal 96,1). El cántico nuevo es el conocimiento de la Sagrada Escritura. Todas las ciencias mundanas y lucrativas son un cántico viejo, el canto de Babilonia. Sola la Teología es cántico nuevo, que resuena dulcemente a los oídos de Dios y renueva el alma. Esta debe ser el cántico de los prelados. ¿Por qué los hijos de Israel, que son los prelados, bajan al país de los filisteos (1Sam 13,19-20), que significa los que se tambalean por la bebida? Descienden precisamente para embriagarse con la bebida de la dignidad transitoria, de la gula y de la lujuria, con la ambición de la vanagloria y del dinero y, después de haberse embriagado, caer en lo profundo del infierno... Más bien debían perseverar en la oración, que realmente ilumina. Dice el Apocalipsis: La ilumina la gloria de Dios y su lámpara es el Cordero (Ap 21,23). El cordero se caracteriza por la inocencia y la sencillez, virtudes especialmente necesarias al que ora. Lo contrario del espino. El espino es la avaricia, amarga y sin fruto. La ortiga significa la lujuria de la carne, En vez de la ortiga el Señor hace crecer el mirto de la continencia (Is 55,13).

La puerta es Cristo (Jn 10,9). No entra por ella quien busca los propios intereses, en vez de buscar los de Cristo (Flp 2,21). Es salteador el que, por simonía, consigue una prelatura, usurpando el oficio de pastor. Hace suyas las ovejas que ha robado al Señor. Y ladrón es el que finge ser un santo; se hace pasar por oveja cuando en realidad es un lobo. Con la espada de la discordia y de la envidia, los ladrones y salteadores, los prelados simoníacos, se matan unos a otros, cuando se calumnian, murmuran y ladran contra sí mismos. Como asalariados, sólo sirven a la Iglesia por el salario que perciben. De ellos dice San Juan: En verdad os digo: vosotros me buscáis, no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado (Jn 6,26).

Este mercenario no es pastor sino ídolo. De ahí lo que dice Zacarías: ¡Ay del pastor e ídolo que abandona las ovejas! (Zac 11,17). Dice pastor inútil o ídolo. Lo dice corrigiéndose, como si dijera: no es realmente pastor sino ídolo. El ídolo tiene nombre de Dios, pero no lo es. Lo mismo sucede con el mal pastor, que abandona el rebaño, porque no son suyas las ovejas. El mercenario vende, como negociante, la paloma de la gracia de Dios (Jn 2,13), que ha de ser dispensada gratuitamente, y así se convierte la casa de Dios en casa de negocio. Según dice Oseas: Canaán tiene en su mano balanzas engañosas, es amigo de hacer fraudes (Os 12,8). Canaán quiere decir negociante (Nú 14,43;Pr 31,21) y significa el mercenario de la Iglesia que, entregado a negociar, no cuida las ovejas de Dios. En su mano tiene una balanza engañosa, porque predica una cosa y vive otra (Mt 23,4). Predica la pobreza, siendo avariento; la castidad, siendo lujurioso; el ayuno y la abstinencia, estando dominado por la gula; pone cargas pesadas e insoportables en los hombros de los hombres y él ni con el dedo quiere moverlas (Mt 23,4).

El asalariado, que no es pastor, a quien no pertenecen las ovejas, ve venir el lobo, abandona las ovejas y huye. Aquel abandona y éste arrebata; aquel huye y éste dispersa. El diablo, como el lobo, prepara emboscadas a las ovejas, a los fieles de la Iglesia, agarrándolos por la garganta para que no confiesen sus pecados. Tan grande es su soberbia que no puede, lo mismo que el lobo, doblar su cerviz a la humildad. Embiste de frente con el ímpetu de la tentación. Sólo puede ser burlado por los santos, que ya conocen sus astucias.

Sigue diciendo: Yo soy el buen pastor y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí. Como me conoce el Padre y yo conozco al Padre, y doy mi vida por mis ovejas (Jn 10,14-15). Después de presentar al pastor fingido, contrapone la imagen del verdadero pastor, Cristo, que conoce a sus ovejas, marcadas con su carácter. Estas ovejas tienen su nombre y el nombre del Padre escrito en su frente (Ap 14,1). Con esto coincide lo que se lee en el Apocalipsis: Y oí el número de los marcados con el sello (Ap 7,4-8).

Con el simbolismo de los doce nombres de las tribus de Israel se indica la perfección de la gloria y de la gracia; para alcanzarla hay que estar marcado con la Tau en la frente. De ahí la palabra de Ezequiel: Llamó el Señor al hombre vestido de lino y le dijo: pasa por la ciudad, por Jerusalén, y marca con una Tau (cruz) la frente de los hombres que gimen y lloran por todas las prácticas abominables, que se cometen en medio de ella (Ez 9,4). El hombre vestido de lino es Jesucristo, vestido con el lino de nuestra carne. El Padre le mandó que grabase una Tau, es decir, la señal de la cruz y la memoria de su Pasión, en la frente, o sea, en el espíritu de los penitentes, que gimen por la contrición y se duelen en la confesión de todas las abominaciones, que ellos mismos u otros cometen o han cometido. Es el cordón rojo de Rajab puesto en la ventana (Jos 2,17-18), que es el signo de la Pasión del Señor, puesto, como recuerdo para nuestros sentidos, en la ventana. Por eso debemos hacer lo que el Señor mandó en el Exodo: Tomaréis un manojo de hisopo y lo mojaréis en la sangre que está en la vasija y untaréis el dintel y las dos jambas de la puerta (Ex 12,22). A todos los que estén marcados con esta señal, el Señor los conocerá y ellos conocerán al Señor. Por eso dice: Yo conozco mis ovejas y ellas me conocen a mí, como el Padre me conoce y yo conozco al Padre. El Hijo conoce al Padre por sí mismo, nosotros conocemos al Padre por el Hijo (Mt 11,27).

Y doy mi vida por la ovejas. Esta es la prueba de amor para con el Padre y para con las ovejas. De esta manera también a Pedro, habiendo hecho por tres veces confesión de amor, le fue encomendado apacentar las ovejas y morir por ellas (Jn 10,15). Por eso el Señor le dice tres veces: Apacienta, apacienta, apacienta (Jn 21,15-17). No le dijo: Trasquila, trasquila, trasquila.

Las ovejas son los fieles de la Iglesia de Cristo. Esta es la mujer de la que se dice en el Apocalipsis: Una gran señal apareció en el cielo: una mujer, vestida de sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza; está encinta y grita con dolores de parto y con el tormento de dar a luz (Ap 12,1-2). Esta mujer significa, pues, la Iglesia, llamada justamente mujer por la fecundidad de tantos hijos, nacidos del agua y del Espíritu Santo. Mujer vestida de sol. El sol es Jesucristo, que habita una luz inaccesible (1Tim 6,16). Con su fe y su gracia está vestida la santa Iglesia. Date cuenta que el sol tiene tres propiedades: blancura, fulgor y calor; la blancura de la castidad, el brillo de la humildad y el calor de la caridad. Con estas tres virtudes está hecho el manto del alma fiel, esposa del Esposo celestial.

Con la luna bajo sus pies. Luna, por sus continuos cambios, significa la inestabilidad de este estado miserable. Por eso se dice en el Eclesiástico: El necio cambia como la luna (Eclo 27,12; Vulgata). Desde el cuarto creciente de la soberbia hasta la luna llena de la concupiscencia carnal, y viceversa, el necio, es decir, el amante de este mundo, está cambiando. La Iglesia debe tener bajo sus pies esta mudanza de las cosas caducas. Fíjate que en la luna se dan tres propiedades, opuestas a las del sol: mancha, oscuridad y frialdad. El cuerpo del pecador está manchado con la lujuria, se ciega con la oscuridad de la soberbia y se enfría con el hielo del odio y del rencor. La mujer debe tener esta luna bajo sus pies.

Y una corona de doce estrellas sobre su cabeza... Las doce estrellas son los doce Apóstoles, que iluminan la noche de este mundo. Vosotros, dice el Señor, sois la luz del mundo (Mt 5,14). La Iglesia tiene hijos que concibió de la semilla de la palabra de Dios; grita como parturienta por los que hacen penitencia; sufre tormentos por dar a luz a los pecadores que convierte. Por eso, ella misma dice con palabras de Baruc: Os despedí con duelo y lágrimas, pero Dios os devolverá a mí con gozo y alegría (Bar 4,19-23). Esto acontece el miércoles de ceniza, cuando los penitentes son echados fuera de la Iglesia, y el Jueves Santo, cuando son recibidos...

Te pedimos, Señor Jesús, que tú, el buen Pastor, nos guardes a nosotros, tus ovejas, nos defiendas del mercenario y del lobo, y nos corones en tu reino con la corona de la vida eterna.



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