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PRÓLOGO: 1,1-20 en 'EL  APOCALIPSIS, REVELACIÓN DE LA GLORIA DEL CORDERO'


de Emiliano Jiménez Hernández

Páginas relacionadas 

 

PRÓLOGO: 1,1-20
La visión de Patmos

Dedicatoria epistolar

Presentación de Juan

Icono de Cristo en la gloria

Apoocalipsis- la visión de Patmos

 


LA VISIÓN DE PATMOS

El Apocalipsis es la revelación de Jesucristo en la historia. Este título del libro se alarga en una cadena de cinco anillos. La revelación parte de Dios Padre, que se la comunica a Jesucristo. Jesucristo envía a su ángel, como mensajero divino, que transmite la palabra a Juan, el testigo que, como profeta, se dirige a los fieles, es decir, a los creyentes en Dios y en su enviado Jesucristo. Así la cadena Dios-Cristo-ángel-Juan-fieles une el cielo y la tierra. Es la irrupción de la gloria de Dios en el mundo, que se manifiesta en la presencia de Cristo en la Iglesia. La comunidad cristiana que, reunida en asamblea, celebra la victoria de Cristo sobre la muerte, revela a los hombres la gloria de Dios.

El objeto de la revelación de Dios y del testimonio de Juan es la Palabra de Dios, que muestra los acontecimientos inminentes: "Para mostrar a sus siervos lo que debe acontecer pronto" (1,1). Al final del Apocalipsis descubrimos qué es lo debe acontecer pronto: "El Señor Dios, que inspira a los profetas, ha enviado a su ángel para manifestar a sus siervos lo que ha de suceder pronto. Mira, vengo pronto. Dichoso el que guarde las palabras proféticas de este libro" (22,6-7). El contenido de la revelación es el anuncio de Jesucristo como el que ha venido, viene y vendrá. El es el Señor de la historia. El Apocalipsis es la revelación de la gloria del Cordero, de Cristo muerto y resucitado.

El Apocalipsis se dirige a "los siervos" de Dios, es decir, a quienes le reconocen y confiesan como Señor del mundo y de la historia, Señor de su vida y persona. Por ello se trata de un mensaje de esperanza. Si Dios es Señor del mundo y de la historia no hay motivo para el desánimo. Dios conduce la historia a un fin; todo acontecimiento tiene sentido; hay lugar para la esperanza en medio de toda persecución; el siervo de Dios no pierde nunca la confianza en Él, aunque se vea circundado de enemigos, rodeado de tentaciones. La revelación de Jesucristo viene a recordarle la victoria del Señor sobre el mundo y sobre la muerte. Aunque le rodeen las aguas de la muerte, el Señor es más fuerte que la muerte. El creyente puede esperar en su triunfo. Unido a su Señor, el cristiano participa de su victoria.

El plan de Dios, revelado en la palabra profética, es un plan de vida. Con líneas quizás torcidas Dios guía la historia a la consumación final. Desde el Génesis al Apocalipsis se enfrentan el reino de Dios y el reino de su adversario, el diablo, la serpiente antigua, el dragón. La lucha es perenne, pero el triunfo y la gloria es del Cordero y de los fieles que le siguen.

La misión de Juan, como "siervo de Cristo", es la de transmitir "todo lo que ha visto", ser testigo de "la palabra de Dios y del testimonio de Jesucristo" (1,2). Jesucristo es "el testigo fiel" (1,5) hasta el punto de llevar el nombre de "Fiel y Verdadero" (19,11). Jesús puede testimoniar con fidelidad y verdad la palabra de Dios, porque Él conoce al Padre (Mt 11,27) y habla de lo que ha visto (Jn 3,11.31ss); precisamente por dar testimonio de la verdad ha padecido la muerte (Jn 18,37).

El testimonio de Cristo acerca del Padre, lo mismo que el testimonio del Padre acerca de Jesús (Jn 5,32.37; 8,18), es lo que Juan desea que se proclame y sea acogido en la asamblea litúrgica: "Dichoso el lector y los oyentes de las palabras de la profecía y cuantos guarden cuanto en ella está escrito" (1,3). En la proclamación solemne de la Palabra de Dios se hace presente para los fieles la salvación que Dios ofrece. Quienes la acogen en el fondo del corazón y la dejan fructificar en su vida reciben la primera de las siete bienaventuranzas del Apocalipsis. (Las siete bienaventuranzas que aparecen en el Apocalipsis 1,3; 14,13; 16,15; 19,9; 20,6; 22,7; 22,14. constituyen uno de los muchos septenarios, símbolo de plenitud). La bienaventuranza alcanza al lector que proclama la Palabra en la asamblea y a los fieles que la escuchan, la guardan en su corazón y la viven en su vida diaria (Lc 8,21; 11,28). Esta actitud de acogida de la Palabra tiene en María el modelo perfecto (Lc 1,38.45; 2,19.51; Jn 13,17).

Juan, como profeta (22,9), da testimonio de la palabra de Dios y del testimonio de Cristo (1,2; 19,10). En el Apocalipsis como en el cuarto Evangelio tiene una gran importancia el testimonio. Juan Bautista da testimonio de la luz (Jn 1,7-8) y el apóstol da testimonio de la Palabra hecha carne, de la gloria del Unigénito del Padre (Jn 1,14); es testigo de su muerte en cruz (Jn 19,35), de su resurrección (Jn 20,8; 21,24). Juan Bautista se mostraba como el testigo (Jn 1,15.19.32.34) y, ahora, Juan se presenta también como testigo. Entre Juan Bautista y el apóstol Juan hay una gran semejanza, aunque también una gran diferencia. La función del precursor, que anunciaba a Jesús como el Cordero de Dios (Jn 1,29.36), halla su cumplimiento en el Apocalipsis, que presenta el triunfo del Cordero. A partir de lo que "hemos escuchado, visto, contemplado y palpado de la Palabra de vida" (1Jn 1,1) Juan da testimonio de Jesucristo, la Palabra hecha carne, el Cordero inmolado, resucitado y constituido Señor de la historia.

"Para mostrar a sus siervos lo que debe acontecer pronto" (1,1). Desde la perspectiva divina, el futuro es siempre un "pronto" (2P 3,8; Sal 90,4). También para nosotros el "pronto" es algo real, pues el tiempo de nuestra vida es siempre breve y su final inminente y desconocido. Por ello el anuncio de un acontecimiento que está por llegar pronto es un invitación a la vigilancia, a la espera atenta, despiertos y con los lomos ceñidos (Lc 12,35), "porque el tiempo está cerca" (1,3). "El tiempo nos apremia" (1Co 7,29). Estamos en el tiempo de la salvación, inaugurado con la muerte y resurrección de Cristo.

Es el anuncio de Jesús, llamando a la conversión "porque el tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca" (Mc 1,15; Mt 3,2). El reino de Dios llega con la proclamación de la Palabra. Acoger la predicación es entrar en el Reino.

Patmos




DEDICATORIA EPISTOLAR

Juan, que ha pensado el Apocalipsis como lectura litúrgica (1,3), comienza introduciendo las siete cartas a las siete Iglesias que están en Asia con el nombre del remitente y de los destinatarios, a quienes dirige su saludo: "Juan a las siete Iglesias que están en Asia: Gracia a vosotros y paz de parte del que es, del que era y del que viene" (1,4). Juan escribe a las Iglesias "que están en Asia". La Iglesia, cada Iglesia, no es de Asia, Madrid o Lima. La Iglesia no es de este mundo, está en el mundo, peregrina, en camino. Es siempre Iglesia de Dios, Iglesia celeste, inserta en la tierra, pero no instalada en ella; vive en el mundo en exilio, anhelando la patria, por lo que implora en sus celebraciones que pase la escena de este mundo y venga el Señor.

El saludo "gracia y paz" se encuentra en casi todas las cartas del Nuevo Testamento. "Gracia y paz" expresan el contenido profundo de la salvación de Jesucristo. En boca de los enviados de Jesús, más que un simple deseo, es una realidad eficaz (Mt 10,12s; Lc 10,5s): la salvación deseada se hace realidad comunicada a los destinatarios del saludo. A través de sus enviados Dios comunica su bendición: "Gracia y paz a vosotros de parte del que es, era y viene". La gracia es la hesed divina, que significa amor, ternura, misericordia... Y paz es shalom, la paz con todos los bienes de salud, riqueza, consuelo... Con este mismo saludo se cerrará el libro y la revelación: "Que la gracia del Señor Jesús sea con todos los santos" (22,21).

La gracia y paz se atribuyen también a "los siete espíritus que están ante el trono de Dios" (1,4), que más adelante se llaman "siete espíritus de Dios" (4,5; 5,6). En realidad la expresión "siete espíritus" simboliza la plenitud del Espíritu, como las siete Iglesias simbolizan la Iglesia entera. Juan se refiere, pues, al mismo Espíritu que hace oír en las siete Iglesias la palabra de su Señor Jesucristo (2,7.11.17.29; 3,6.15.22). De este modo el saludo es trinitario. La "gracia y la paz" son don que Dios Padre derrama mediante Jesucristo y el Espíritu Santo.

Jesucristo, "el testigo fiel, primogénito de los muertos y dominador sobre los reyes", es la fuente viva de la gracia. Jesucristo es el "primogénito" (Col 1,18; 1Co 15,20), por ser el primero a quien la muerte no ha podido retener bajo su dominio. Pero, como primogénito, no es el único, sino el primero "de muchos". Su resurrección es una promesa para todos, el comienzo de una nueva creación de Dios (3,14). La glorificación de Jesús, comenzada visiblemente con su resurrección, es el germen de esperanza sembrado en la historia. Elevado al trono del Padre, Él ha asumido junto con el Padre el dominio sobre todo (4,8; 5,13). Ya aquí, el Apocalipsis señala su dominio sobre los reyes de la tierra (1,5) y lo repetirá más adelante (17,14;19,16), haciendo resonar en la asamblea de los fieles el testimonio del dominio universal de Jesucristo, para suscitar la esperanza, la consolación y así dar ánimo a la Iglesia que vive bajo la persecución.

Jesucristo glorioso, Señor del universo, sigue unido a la Iglesia peregrina en la tierra. Su amor es más fuerte que la muerte (Jn 1,5,13). Con la donación de su vida, derramando su sangre, nos ha redimido de la muerte del pecado, haciéndonos partícipes de su sacerdocio (1,5-6; 1P 2,9), llamado en el Nuevo testamento "sacerdocio real" (Hb 5,6; 7,17.21).

El dominio de Cristo glorioso, ahora oculto, resplandecerá pronto con toda su potencia, pues "viene sobre las nubes y todo ojo lo verá, incluso los que le atravesaron" (1,7). Este es el mensaje del Apocalipsis. Suceda lo que suceda, en todo, incluso en medio de los más tremendos horrores de la historia, la venida gloriosa de Cristo es el signo de esperanza para sus fieles. La imagen del Hijo del Hombre del profeta Daniel (Dn 7,13), evocada en este texto, anuncia la venida victoriosa de Cristo como Señor y Juez de la humanidad. Y la cita del profeta Zacarías (Za 12,10.14), recogida también en el evangelio (Jn 19,37), afirma que el Juez será el Crucificado; nos juzgará el mismo que derramó hasta la última gota de sangre por nosotros. Con esta aclamación, que resuena en la asamblea litúrgica, se celebra a Cristo crucificado y resucitado. La asamblea le aclama con el Amén.

Dios mismo sella la presentación de Juan, cerrando la introducción con su firma: "Yo soy el alfa y la omega, dice el Señor, el que es, el que era y el que viene, el Señor universal" (1,8). Dios abraza toda la historia, presente, pasado y futuro. Él es el creador, presente hoy en los acontecimientos del mundo, y que llevará el mundo y los hombres a su plenitud consumada. Dios es siempre "el que viene", el que está a las puertas, el que irrumpe en el mundo y en la vida del creyente.
Este título divino es comentario targúmico del "Yo soy" del Éxodo, cuando Dios revela su nombre a Moisés en la zarza ardiente (Ex 3,14). Alfa y omega son la primera y la última letra del alfabeto griego. Dios abraza y da sentido a todas las sílabas, palabras y acontecimientos de la vida humana. Él es "el que es, el que era y el que viene", el Señor del tiempo y de la eternidad. Es el Pantocrátor .


PRESENTACIÓN DE JUAN

Un profeta no habla en nombre propio. Es siempre un elegido y enviado por Dios a anunciar su palabra. Juan, como profeta de Dios, nos narra las circunstancias de su llamada: "Yo, Juan, vuestro hermano y copartícipe de la tribulación, del reino y de la prueba en Jesús" (1,9). Juan se presenta como hermano. En la Iglesia sólo hay un Señor, Cristo, y los demás son hermanos (Mt 23,8). Juan se siente unido a los fieles a quienes dirige su palabra. Con ellos participa de la gracia de la elección; con ellos participa de la persecución de la Iglesia, "desterrado en la isla de Patmos a causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús" (1,9). La isla de Patmos, durante el reinado del emperador Domiciano, era una colonia penitenciaria romana. Hoy una iglesia escavada dentro de la roca, llamada "la gruta del Apocalipsis", recuerda la experiencia que vive Juan un domingo, "en el día del Señor" (1,10).

Los oyentes de la palabra, que transmite Juan, aunque no estén desterrados o encarcelados como él, viven en un mundo hostil, donde deben dar testimonio con constancia de su fe. Juan había anunciado la palabra de Dios en la provincia de Asia Menor, dando testimonio de la salvación que Dios ha realizado en Jesucristo (Hch 1,8; 4,33; 5,32). Para cerrarle la boca y privar de su apoyo a las comunidades cristianas formadas con su predicación, Juan es desterrado a la isla de Patmos, en el mar Egeo, a unos cien kilómetros de Éfeso. La primera persecución, que alcanza la provincia de Asia, es la del 95-96, bajo el emperador Domiciano.

Pero, en el exilio, el Espíritu de Dios le hace instrumento particular para sostener a la Iglesia de Cristo en medio de la persecución: "Fui raptado en espíritu un día del Señor y oí detrás de mí una gran voz" (1,10). Juan recibe la revelación el "día del Señor", el domingo, cuando la Iglesia celebra el memorial de la Pascua de Cristo. La práctica de celebrar la Eucaristía el domingo, en vez del sábado hebreo, entró en seguida en la Iglesia (Hch 20,7; 1Co 16,2). En la celebración dominical Juan escucha una voz potente que le manda "escribir en un libro cuanto vea, para enviarlo a las siete Iglesias de Asia: Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea" (1,11).
El Apocalipsis es un libro litúrgico, que comienza con un diálogo entre el lector y la comunidad celebrante (1,4-8) y se concluye con otro diálogo litúrgico, en el que toman parte Juan, el ángel, Jesús y la asamblea (22,6-21). La Iglesia, durante la celebración litúrgica, descubre su misterio, entra en comunión con la asamblea celeste, logrando así su meta escatológica. "El día del Señor" (1,10), el domingo, actualiza el misterio de la muerte y resurrección del Señor hasta que Él vuelva, mediante la celebración eclesial de la Eucaristía.

El día del Señor, esperado en la apocalíptica como el último acontecimiento de la historia, en el Apocalipsis de Juan aparece con un doble significado. Por un lado es el día de la muerte y resurrección del Señor, que ya se ha cumplido y, por otro lado, se refiere al día del juicio, cuando vuelva glorioso el Señor. Pero estos dos días, uno en el pasado y otro en el futuro, se unen en el hoy de la celebración eucarística de la Iglesia. Cristo ha venido en la debilidad, vendrá en el esplendor de su gloria y viene en el sacramento de la Iglesia.

El Apocalipsis es el libro de la comunidad cristiana. Ya en el prólogo Juan proclama: "Dichoso el que lea y los que escuchen las palabras de esta profecía" (1,3). El Apocalipsis, con sus visiones y símbolos, se comprende a la luz de la vida de la comunidad cristiana. La palabra del Apocalipsis resuena en la vida personal de cada cristiano y en la vida comunitaria de la asamblea que la proclama.

Patmos - apocalipsis




ICONO DE CRISTO EN LA GLORIA

Al volverse Juan, para ver quién le habla, se encuentra con la visión de Jesucristo glorificado en medio de la Iglesia: "Me volví para ver de quién era la voz que me hablaba y, al volverme, vi siete candeleros de oro y, en medio de los candeleros, uno semejante a un Hijo de Hombre" (1,12-13). Juan nos pinta un icono grandioso, en el que la figura de Cristo está en el centro, rodeado de los siete candeleros de oro, símbolo de las siete Iglesias a las que Juan escribe (1,20). Cristo resucitado aparece, pues, en medio de la asamblea de los fieles.

En el templo de Jerusalén ardía la menorá, el candelero de oro con siete brazos (Ex 25-35-40; Za 4,1-14), símbolo del pueblo de Dios. El oro, junto con las perlas y piedras preciosas, es símbolo del material de que está hecho el cielo (4,4; 21,15.18.21). Aquí el oro del candelero indica que la Iglesia es una comunidad de "santos", elegidos por Dios para Él. Con el nombre de santos se dirige Pablo a los cristianos en casi todas sus cartas (Rm 1,7; 1Co 1,2; 2Co 1,1; Ef 1,1; Flp 1,1; Col 1,2). Con el símbolo de los candeleros de oro, el Apocalipsis expresa también la misión de la Iglesia en el mundo. Este símbolo evoca la palabra del Señor acerca de la luz puesta sobre el candelero (Mt 5,14-16). Bajo el signo de la luz Pablo presenta igualmente la vida de los cristianos en el mundo (Ef 5,8; Flp 2,15) 1T 5,5). También lo hace Pedro (1P 2,9) y el mismo Juan en el evangelio (Jn 1,7; 2,9).
La figura de Cristo, que Juan ve como Señor en medio de la Iglesia (1,13-20), tiene los rasgos del Hijo del Hombre de Daniel (Dn 7,13). En los evangelios, Jesús se aplica a sí mismo frecuentemente esta figura, para expresar su misión mesiánica. En Daniel, el Hijo del Hombre aparece como aquel a "quien se le ha dado poder en el cielo y en la tierra" (Mt 28,18). El Hijo del Hombre glorificado es el Señor de la Iglesia. El Apocalipsis nos lo describe con un largo vestido, ceñido con una cintura de oro, ambos símbolos distintivos de los sacerdotes y de los reyes. El color blanco esplendoroso es el color de la glorificación celeste (Dn 7,9).

En consonancia con la descripción que hace Daniel del Hijo del Hombre, "Antiguo de días", Juan aplica a Jesús las dotes divinas de la eternidad y de la omnisciencia: "ojos como llamas de fuego". La mirada penetrante, "como espada de doble filo", le capacita para ser juez de vivos y muertos. La descripción, en su conjunto, irradia una sensación de firmeza y seguridad, que se hace concreta en "los pies, semejantes al bronce resplandeciente en el horno ardiente". La voz se asemeja al fragor de las aguas caudalosas en un día de tormenta. (Juan seguramente ha oído este fragor en las rocas de la isla de Patmos; cf. Sal 29,3-5; Ez 1,24;43,2).

La visión del Hijo del Hombre reúne en su persona la dignidad sacerdotal y el poder real. Está dotado de una ciencia perfecta, capaz de "sondear los riñones y el corazón". En la descripción visual del Hijo del Hombre, cada detalle de sus vestiduras y de su persona tiene un significado simbólico preciso. La larga vestidura evoca la dignidad sacerdotal (Ex 28,4; Sb 18,24; Si 48,12); es la túnica de Jesús a la que da tanta importancia el cuarto evangelio, pues "era sin costura, tejida de una pieza de arriba abajo" (Jn 19,23). La cintura de oro significa el poder real (1M 10,89; Dn 10,5); los cabellos blancos simbolizan su eternidad; el fuego de sus ojos evoca el conocimiento perfecto (a veces también su cólera); y los pies de bronce nos sugieren su estabilidad y firmeza. Como cetro, Cristo tiene en su mano "siete estrellas", que representan los ángeles custodios de las Iglesias o los obispos que las custodian y guían en su nombre. El Hijo del Hombre las tiene en su mano derecha, con lo que expresa que las tiene en su poder, pues la mano es el símbolo del poder. Y, finalmente, la espada afilada que sale de su boca (2,16; 19,15) es la Palabra de Dios (Hb 4,12; Ef 6,17), que no es un soplo de aire, sino una sentencia eficaz, que juzga y destruye el pecado del mundo (Is 11,4; 49,2).
La descripción se concluye mostrando el fulgor de la luz que irradia el rostro del "Señor de la gloria" (1Co 2,8). Es una luz deslumbrante como la luz del sol a mediodía. Juan, el Vidente, no la aguanta y cae rostro en tierra, como había caído junto con Pedro y Santiago el día de la transfiguración (Mt 17,2.6) y como se sienten ante la manifestación de Dios Isaías (Is 6,5) o Ezequiel (Ez 1,28). Isaías, al ser llamado como profeta, ve el templo y en el templo, sentado en un trono excelso y elevado, contempla al Señor (Is 6,1). Juan no ve el templo, sino al Señor en medio de la Iglesia reunida en asamblea.

Patmos apocalipsis


Y una vez más Juan siente la mano y la voz del Señor que repite lo que tantas veces había dicho a sus discípulos: "¡No temas!". Con esta imposición de manos Juan recibe la consagración profética (Hch 6,6; 13,3; 1T 4,14; 5,22; 2T 1,6). El Señor se presenta solemnemente a sí mismo y confía a Juan su misión. En su presentación, el Señor Jesucristo se atribuye a sí mismo las palabras pronunciadas por Dios (1,8). Él, como el Padre, es eterno, el primero y el último, es "el Viviente". Ha participado de nuestra condición humana plenamente, hasta gustar la muerte, pero la ha vencido con su resurrección. Y como vencedor de la muerte "tiene las llaves de la muerte y del infierno". Las llaves, símbolo de poder (Mt 16,19), están destinadas a abrir y cerrar la ciudad de los muertos.

En medio de la persecución los cristianos pueden perseverar en fidelidad a Él, pues la muerte ya no tiene poder sobre Él. A los que mueran por Él les arrancará del dominio de la muerte y les hará partícipes de la vida eterna. El misterio de la muerte y resurrección de Cristo llena las páginas del Apocalipsis. Es constantemente anunciado. Jesús ha conocido la muerte, pero ahora es "el Viviente". Cristo mismo proclama su victoria para hacer partícipes de ella a sus discípulos.

Es lo que Juan, como profeta, debe escribir para que se proclame en las asambleas de los fieles (1,19). La misión de Juan es, pues, la de anunciar a Cristo glorioso, Señor de la historia, transmitir la revelación de vida y esperanza recibida, elevar ante los fieles de las siete Iglesias el cántico pascual de la esperanza.

Esta es igualmente la misión de todo cristiano en el mundo. La fe es la luz que nos permite ver a Cristo resucitado para anunciarlo a los hombres. El sacramento de la fe, el bautismo, es iluminación. El bautizado es fotismos: iluminado. En el bautismo recibe ojos nuevos para ver a Dios. Se le abre la puerta del cielo y contempla la gloria de Dios, que testimonia a los hombres con su vida y con su palabra.

Apocalipsis - San Juan



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