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DECALOGO - DIEZ PALABRAS DE VIDA: Los Diez Mandamientos -  Prólogo III


EMILIANO JIMENEZ HERNANDEZ

Páginas relacionadas

 

Prólogo III
7.  El Decálogo, respuesta a la gracia


8.  El Decálogo, don de Dios a todos los hombres


9.  Cristo da al Decálogo su sentido original y pleno


10. Pentecostés celebra el don de la Ley

 

Los diez mandamientos de la Ley de Dios

 

7. EL DECALOGO, RESPUESTA A LA GRACIA 

 

El acontecimiento salvífico precede y fundamenta la observancia del Decálogo. A la acción de Dios, que salva, corresponde la acción del hombre, que acepta libremente a Dios y su voluntad. Israel recibirá una tierra, como don gratuito de Dios, con ciudades, casas, pozos, viñas, olivares, que él no ha construido o plantado. Israel goza de la salvación que Dios, desde mucho tiempo antes, ha preparado para su pueblo, como había jurado a sus padres. En una palabra, Israel vive en la gracia. Pero la gracia de Dios no anula la voluntad del hombre. La gracia de Dios posibilita la respuesta del hombre a Dios, pero el hombre puede negar esta respuesta a Dios y salirse de la gracia, experimentando la maldición. Responder a los dones de Dios con justicia es vida para Israel (Dt 6,24-25).

 

La vida moral se presenta como la respuesta debida a las iniciativas gratuitas que el amor de Dios multiplica en favor del hombre. Es, pues, una respuesta de amor, según el enunciado del mandamiento fundamental que hace el Deuteronomio: "Escucha, Israel..." (Dt 6,4-7). (VS,n.10)

 

Al elegir Dios a los más débiles -un puñado de esclavos-, se está afirmando que "la elección no se debe a los méritos de los elegidos, sino al amor y a la gracia de Dios, que actúa libre y gratuitamente".[1] La gracia de Dios es algo previo a toda acción humana de respuesta a Dios. "Dios nos amó primero" (1Jn 4,10). Sin esta experiencia de la gracia, todo intento de cumplimiento del Decálogo conduce a la autojustificación y, a través de los imperativos morales, a una crueldad sin misericordia. Es la actitud del fariseo, que se cree justo y desprecia a los demás (Lc 18,9).

 

El Decálogo, vivido por el creyente, es la respuesta agradecida a Dios, en reconocimien­to por los dones salvadores de El recibidos. En gratitud a la historia de salvación, inaugurada en la revelación del Nombre de Dios y cumplida plenamente en Jesucristo, el Emmanuel, Dios con nosotros, el hombre conduce su vida con Dios, siguiendo las huellas de su Hijo Jesucristo. La alegría de la salvación se manifiesta en la gratitud y en el seguimiento de su voluntad, que es siempre salvadora.

 

La vida, marcada por la gratitud, nunca es constricción. En la espontaneidad y libertad del amor no hay lugar para el temor que es lo que crea la constricción de los esclavos. El salmista que canta las alabanzas de la Ley (Sal 119), no observa la ley porque se siente obligado, porque "debe cumplirla", sino porque le "es concedido cumplirla", le es concedido el don de seguir a Dios, de sentirle cercano en su vida. La ley, vista desde la óptica de la alianza, es gracia. Esta es la visión del Nuevo Testamento. La parénesis sigue siempre al canto de la gracia, al reconocimiento de la libertad recibida en Cristo (Cfr. Gál 5,1). El Evangelio precede a la ley, transformándola en "ley del Espíritu", "ley de libertad", "ley interior".

 

La gracia de Cristo cambia al hombre en la profundidad de su espíritu, es decir, en la actitud fundamental de su libertad ante el Dios del amor. Pero, evidentemente, la gracia no toca exclusivamente la interioridad del hombre, sino que orienta la totalidad corpóreo-espiritual del hombre, llevándole a una existencia nueva en Cristo (Cfr. GS, n.18,22,45). El don de Dios lleva un dinamismo interior que transforma el corazón del hombre y lo vivifica en espontaneidad capaz de llevar frutos abundantes.

 

Todas las parábolas del Reino, en el Evangelio, expresan, ante todo, el primado de la gracia, a la que corresponde una actitud de reconocimiento, de disponibilidad, de alabanza a Dios, de humildad y de abandono del hombre a Dios, con la certeza confiada de que así desarrolla una creatividad llena de frutos: "Quien con obediencia a Cristo busca ante todo el Reino de Dios, encuentra en El un amor más fuerte y más puro para ayudar a todos sus hermanos y para realizar la justicia bajo la inspiración de la caridad" (GS,n.72).

 

La vida cristiana comienza con un acto de fe en el amor de Dios. Este inicio descarta la vanidad de imaginarse santo por virtud propia o por el cumplimiento de los preceptos con el propio esfuerzo: "En efecto, vosotros habéis sido salvados por su gracia mediante la fe; y esto no por vosotros, sino que es un don de Dios; ni por vuestras obras, para que nadie se gloríe" (Ef 2,8). En definitiva, según San Pablo, nosotros no vivimos virtuosamente para llegar a ser santos, sino porque ya somos santos. Con toda claridad lo afirma el Vaticano II:

 

Los seguidores de Cristo, llamados y justificados en Cristo nuestro Señor, no por sus propios méritos, sino por designio y gracia de El, en la fe del bautismo han sido hechos hijos de Dios y partícipes de la naturaleza divina y, por lo mismo, santos; conviene, por consiguiente, que esa santidad que recibieron sepan conservarla y perfeccionarla en su vida con la ayuda de Dios. El Apóstol les amonesta a que vivan como conviene a los santos (Ef 5,3) y que, como elegidos de Dios, santos y amados, se revistan de entrañas de misericordia, benignidad, humildad, modestia, paciencia (Col 3,12) y produzcan los frutos del Espíritu para santificación (Gál 5,22;Rom 6,22) (LG,n.40).

 

Sostener, pues, que el hombre puede salvarse con sus propias fuerzas, observando la ley, equivale a declarar inútil la redención de Cristo: "En efecto, si la justificación se obtuviera por la ley, Cristo habría muerto en vano" (Gál 2,21). La ley, considerada como medio para alcanzar la justicia, termina por condenarnos a todos. San Pablo lo ha testimoniado abiertamente en la carta a los Romanos:

 

Sabemos, en efecto, que la ley es espiritual, mas yo soy de carne, vendido al poder del pecado. Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con la ley en que es buena; en realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí. Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y, si hago el mal que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí. Descubro, pues, esta ley: aun queriendo hacer el bien, es el mal el que se me presenta. Pues me complazco en la ley de Dios, según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? (Rom 7,14-24)

 

La ley, santa y buena, don de Dios para la vida, es impotente para salvar al hombre sometido a la tiranía del pecado. Por ello, lo único que hace la ley es poner al hombre frente a la verdad y al bien, pero no le da la fuerza de actuarlo, ya que supera sus fuerzas. De este modo la ley se reduce a acusar al hombre, transformándose en maldición: "En cuanto sobrevino el precepto, revivió el pecado y yo morí. Y resultó que el precepto, dado para la vida, me fue para muerte. Porque el pecado, tomando ocasión del precepto, me sedujo y por él me mató" (Cfr. Rom 7,9-11), "ya que nadie será justificado ante Dios por las obras de la ley, pues la ley no da sino el conocimiento del pecado" (Rom 3,20).

 

El hombre esclavo del pecado se encuentra fuera de la alianza de Dios, prisionero de sus pasiones, incapaz de vivir en el plan de Dios, que es plan de amor y libertad, verdadera vida para el hombre. La ley no puede salvarlo, sino denunciarle como pecador. Pero este texto de San Pablo no busca llevar al hombre a la desesperación, sino mostrarle cómo el Evangelio es la única posibilidad de salvación para todos. La salvación es ofrecida en el anuncio salvífico de la muerte y resurrección de Cristo, que da el don del Espíritu de Dios a quien acoge en la fe la Buena Nueva de la salvación.

 

Pero el Decálogo sigue siendo un don de Dios, expresión de nuestro ser desde la misma creación. Sólo nuestra condición de pecado ha hecho de él causa de condenación. Pero Dios no se deja vencer nunca por el pecado. Al pecado, que destruye el designio de la creación, Dios responde con un nuevo plan de salvación, que recrea su obra; transforma el mismo pecado en "felix culpa", que nos mereció tal Salvador. Y así, el Decálogo queda integrado también en el plan de salvación, como pedagogo que nos conduce a Cristo: "La ley, en verdad intervino para que abundara el delito; pero donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia; así, lo mismo que el pecado reinó en la muerte, así también reinaría la gracia en virtud de la justicia para vida eterna por Jesucristo nuestro Señor" (Rom 5,20-21). "De manera que la ley ha sido nuestro pedagogo hasta Cristo, para ser justificados por la fe" (Gál 3,24).

 

 

Los Diez Mandamientos de la Ley de Dios - Diez Palabras de Vida - El Decálogo


8. EL DECALOGO, DON DE DIOS A TODOS LOS HOMBRES

 

"Los diez mandamientos pertenecen a la revelación de Dios. Pero nos enseñan, al mismo tiempo, la verdadera humanidad del hombre". "Desde el comienzo, Dios había puesto en el corazón de los hombres los preceptos de la ley natural. Con el Decálogo Dios se lo recordó"(2). "Los mandamientos de Dios, que forman parte de la Alianza, están gravados en el corazón del hombre y, por ello, iluminan las opciones cotidianas de cada persona y de la sociedad entera" (3). Los diversos modos -ley nueva manifestada en Cristo, ley antigua expresada en la revelación del Sinaí, y ley natural inscrita en el ser del hombre- con que Dios guía a los hombres, no sólo no se excluyen entre sí, sino que se sostienen y se compenetran recíprocamente. Todos tienen su origen en el eterno designio sabio y amoroso con el que Dios predestina a los hombres "a reproducir la imagen de su Hijo" (Rom 8,29) (4).

 

 En la continuidad celebrativa de la alianza, el Decálogo cobra un significado permanente. No es algo del pasado, sino presente y abierto al futuro. El Decálogo es una llamada personal de Yahveh a Israel. Dios, al revelar a Israel el Decálogo, le demuestra su amor: le ha preferido a todos los pueblos. El Decálogo es la prueba de la cercanía, de la relación personal, inmediata de Dios con su pueblo elegido (Dt 4,6-8). Su objetivo es que el hombre "camine con Dios" (Miq 6,8). Es lo que desea e implora el salmista: "Muéstrame, Señor, tus caminos, enséñame tus sendas..., que son siempre amor y verdad" (Sal 25,4.10). Y a los humildes, que reconocen el propio pecado, es decir, que sus propios pasos les han llevado al mal, Dios les promete: "Voy a instruirte, a mostrarte el camino a seguir; fijos los ojos en ti, seré tu consejero" (Sal 32,8)

 

Pero el Decálogo, como todo don de Dios a su pueblo, es válido para todo hombre. Ya en la elección de Abraham, padre de Israel, Dios mira a todos los hombres: "En ti serán bendecidas todas las naciones de la tierra" (Gén 22,18). Y cuando el pueblo, salvado de la esclavitud de Egipto, llega al Sinaí, Dios le dice: "Vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra" (Ex 19,5).

 

La alianza de Dios con el pueblo elegido constituye la imagen de la elección eterna con la que Dios abraza a la humanidad entera en su Hijo Unigénito. Jesús es la revelación de esta elección universal y, al mismo tiempo, es la revelación de la nueva y eterna alianza. En Cristo Dios se revela como amor, se revela fiel en el amor, por encima del pecado del hombre, no obstante todos los pecados e infidelidades de que está llena la historia de la humanidad: "Yahveh tu Dios es el Dios fiel que mantiene su alianza y amor" (Dt 7,9). Cristo testimonia irrevocable­mente este amor de Dios que es fiel (5)

 

El Decálogo es camino de vida para todo hombre, es realmente para el hombre, como cantan los salmos: "La ley de Yahveh es perfecta, consuela al hombre; el testimonio del Señor es veraz, hace sabio al sencillo; los preceptos del Señor son justos, alegran el corazón; el mandamiento del Señor es límpido, da luz a los ojos. Son más preciosos que el oro, más que el oro acrisolado; sus palabras, más dulces que la miel, más que el jugo de panales" (Sal 19,8-11).

 

Aquello que el hombre es y lo que debe hacer se manifiesta en el momento en el cual Dios se revela a sí mismo. En efecto, el Decálogo se fundamenta sobre estas palabras: "Yo soy el Señor, tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí" (Ex 20,2-3). En las "diez palabras" de la Alianza con Israel, y en toda la Ley, Dios se hace conocer y reconocer como Aquel que "solo es bueno"; como Aquel que, a pesar del pecado del hombre, continúa siendo el "modelo" del obrar moral, según su misma llamada: "Sed santos, porque yo, el Señor, soy santo" (Lv 19,2); como Aquel que, fiel a su amor por el hombre, le da su Ley (cfr Ex 19,9-24;20,18-21) para restablecer la armonía originaria con el Creador y todo lo creado, y aún más, para introducirlo en su amor: "Caminaré en medio de vosotros, y seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo" (Lv 26,12). La vida moral se presenta como la respuesta debida a las iniciativas gratuitas que el amor de Dios multiplica en favor del hombre. (VS,n.10).

 

Este valor universal del Decálogo, lo expresa el midrash afirmando que "el Decálogo se promulgó en los setenta idiomas de los pueblos. Las distintas naciones fueron invitadas a aceptar la ley de Dios. Pero cada una, por un motivo diferente, la rechazó. Las tribus guerreras no la acogieron, pues no les parecía bien el quinto mandamiento, que dice 'no matarás'; las tribus dedicadas a la rapiña se negaron a acogerla porque el séptimo mandamiento dice 'no robarás'; las tribus licenciosas hicieron lo mismo a causa del sexto mandamiento que dice 'no cometerás adulterio'. Sólo Israel aceptó la voluntad de Dios, incluso antes de conocer el contenido del Decálogo, pues cuando Dios les ofreció su ley dijeron: 'Haremos y escucharemos cuanto ha dicho el Señor'(Ex 24,7). (6)

 

Otro midrash trata de explicar lo mismo narrando la promulgación del Decálogo en el monte Sinaí. Dado que el Sinaí se encuentra en el desierto, en tierra de nadie, quiere decir que los mandamientos están destinados a todos los pueblos(/). "La Torah fue dada públicamente en una tierra de nadie para que todo el que quisiera acogerla pudiera hacerlo. Fue dada, no en la noche, sino al despuntar la mañana (Ex 19,16); no fue dada en silencio, sino al son de truenos y relámpagos, que todos oían (Ex 20,18). La voz del Señor resonó con potencia (Sal 29,4), para que todos pudieran oírla (8).

 

Y la expresión máxima del universalismo del don del Decálogo se halla en el siguiente comentario: "En tres cosas fue dada la Torah: en el desierto, en el fuego y en el agua, para enseñarte que, como estas tres cosas son un don gratuito para todo hombre que viene a este mundo, así también las palabras de la Torah son un don gratuito para todo hombre (9)  

 

Dios da el Decálogo al hombre para el hombre, dice Juan Pablo II. Si el hombre vive en la alianza con Dios, según el camino que Dios le indica en el Decálogo, su vida se edifica sobre un fundamento sólido (Mt 7,24). Por el contrario, si el hombre no construye su vida sobre este fundamento de la Palabra de Dios, entonces su vida y toda la convivencia humana se viene abajo. "La criatura sin el Creador desaparece" (GS,n.36).

 

El Decálogo establece los fundamentos de la vocación del hombre, formado a imagen de Dios... Es una luz ofrecida a la conciencia de todo hombre para manifestarle la llamada y los caminos de Dios, y para protegerlo contra el mal: "Dios escribió en las tablas de la Ley lo que los hombres no leían en sus corazo­nes"(10).

 

Cada mandamiento del Decálogo recorre, paso a paso y de modo ejemplar, aquellos campos en que la vida, la libertad, la comunión y la dignidad de la persona humana está amenazada. El hombre, liberado por Dios, siempre se halla expuesto a perder esa vida, a añorar su pasado, a retornar a la esclavitud. Los mandamientos marcan los puntos significativos en los que la nueva vida donada por Dios es especialmente vulnerable. Por ello el Decálogo afirma la vida que brota de Dios y la protege de los abusos y arbitrariedades humanas. Sin la luz que Dios nos da en el Decálogo, corren peligro la alegría, la libertad y la humanidad misma. El hombre, dejado a sí mismo, se expone a destruirse a sí mismo, a los demás y al mundo (11).

 

El Decálogo es un don de Dios, como canta el salmo 119. Hoy, el hombre necesita que los creyentes se lo hagan ver así. Pues no es esto lo que hacían y hacen pensar los escribas y fariseos de todos los tiempos, quienes "dejando el mandamiento de Dios, se aferran a la tradición de los hombres" (Mc 7,8). Por eso, les dijo y dice hoy Jesús: "¡Qué bien violáis el mandamiento de Dios, para conservar vuestra tradición!" (v.9). Es lo mismo que ya proclamaba el salmista piadoso:

 

El Dios de los dioses, el Señor, habla:

Congregadme a mis fieles,

que sellaron mi pacto con un sacrificio.

No te reprocho tus sacrificios,

pues siempre están tus holocaustos ante mí...

 

Pero Dios dice al impío:

¿Por qué recitas mis preceptos

y tienes siempre en tu boca mi alianza,

tú que detestas mi enseñanza

y te echas a la espalda mis mandatos?

Cuando ves un ladrón, te vas con él;

te juntas con los adúlteros;

sueltas tu lengua para el mal,

y tu lengua trama el engaño;

te sientas a hablar contra tu hermano...

Esto haces, ¿y me voy a callar?

Entendedlo bien los que olvidáis a Dios,

no sea que os abandone y no halla quien os salve.

El que me ofrece sacrificios de acción de gracias,

ése me da gloria, sigue buen camino

y le haré ver la salvación de Dios. (Sal 50)


Cristo  y Los Diez Mandamientos de la Ley de Dios - Diez Palabras de Vida - El Decálogo

 

9. CRISTO DA AL DECALOGO EL SENTIDO ORIGINAL Y PLENO

 

La cercanía de Dios, que guía a Israel con la Diez Palabras custodiadas en el arca de la Alianza, culminará en Jesucristo, Palabra de Dios encarnada, "camino, verdad y vida" (Jn 14,6), ley interior del cristiano, pues derrama su Espíritu en el corazón de los creyentes.

 

Jesús lleva a cumplimiento los mandamientos de Dios -en particular, el mandamien­to del amor al prójimo-, interiorizando y radicalizando sus exigencias: el amor al prójimo brota de un corazón que ama y que, precisamente porque ama, está dispuesto a vivir las mayores exigencias. Jesús muestra que los mandamientos no deben ser entendidos como un límite mínimo que no hay que sobrepasar, sino como una senda abierta para un camino moral y espiritual de perfección, cuyo impulso interior es el amor (Col 3,14). Así el mandamiento "no matarás", se transforma en la llamada al amor solícito que tutela e impulsa la vida del prójimo; el precepto que prohíbe el adulterio, se convierte en la invitación a una mirada pura, capaz de respetar el significado esponsal del cuerpo... Jesús mismo es el "cumplimiento" vivo de la Ley, ya que El realiza su auténtico significado con el don total de sí mismo. El mismo se hace Ley viviente y personal, que invita a su seguimiento, da, mediante el Espíritu, la gracia de compartir su misma vida y su amor, e infunde la fuerza para dar testimonio del amor en las decisiones y en las obras (Jn 13,34-35). (VS,n.15)

 

 Cristo, en su unión con el Padre y en su amor a los hombres, es la presencia sacramental, visible y eficaz, de la nueva alianza y de la ley de esta alianza. San Justino, como después otros Padres de la Iglesia, dirá: "Cristo mismo es la ley y la alianza". En la medida en que el cristiano, por medio de la fe, reconoce su unión vital con Cristo y deja que esta unión con Cristo penetre toda su vida, en esa medida llega a ser "hombre perfecto en Cristo" (Col 1,1).

 

La "ley de Cristo" es Cristo mismo, que cumplió la gran misión recibida del Padre de manifestar todo su amor a los hombres. Por ello, Cristo es para nosotros ley de gracia, en cuanto que habita en nosotros mediante la caridad del Espíritu Santo y nos apremia interiormente a dar frutos de vida. Vivir en Cristo es vivir bajo la "ley" que nos libera y nos da la vida nueva, vida en la libertad de los hijos de Dios. De este modo Cristo lleva a la perfección el Decálogo.

 

Jesús, en todo el Evangelio, no se ha opuesto al contenido de ningún mandamiento del Decálogo. Ha polemizado contra su interpretación legalista. Así Jesús ha dado nueva vida al Decálogo, insertándolo en la corriente salvadora y dinámica del amor. Es decir, Jesús ha situado el Decálogo en Dios, como fuente de vida y libertad para el hombre, rescatándolo de todo intento legalista de hacer del Decálogo un medio de autojustificación. De este modo el Evangelio ha devuelto al Decálogo su sentido original y pleno. "Jesús recogió los diez mandamientos, pero manifestó la fuerza operante del Espíritu ya en su letra" (12).

 

Jesús no anula el Decálogo, pero si le libera de toda pretensión de justificación mediante su cumplimiento legalista. La interpretación del Decálogo que nos da Jesús en el Evangelio, nos sitúa, no ante una ley, sino ante Dios y su voluntad. Enfrentándose a la interpretación farisea de la ley, y manifestando el designio de Dios, Jesús nos dice: "No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir sino a dar cumplimiento" (Mt 5,17). Jesús lleva el plan de Dios a su plenitud cumplida. La Ley de Dios es don, pero los legalistas la hacían parecer un peso insoportable. A estos "expertos en la ley", Jesús les apostrofa: "Ay de vosotros, los legistas, que imponéis a los hombres cargas intolerables, y vosotros no las tocáis ni con uno de vuestros dedos!" (Lc 11,46) (13).

 

El cristiano, incorporado a Cristo, como el sarmiento en la vid, vive el Decálogo en el espíritu del Evangelio, como ley interior de gracia, que le conduce a la vida eterna. "La ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo" (Jn 1,17). El Decálogo es don de Dios al hombre y nunca debe ser visto como un peso; es lo que afirma Jesucristo discutiendo con los fariseos (Cfr. Mc 7,1ss). Jesús, orando por nosotros, le dice al Padre: "Tus palabras, Señor, son verdad. Santifícalos en la verdad" (Jn 17,17).

 

Cristo es palabra de Dios y respuesta a Dios. Cristo nos ha dado la palabra definitiva del amor del Padre. Y Cristo es también la respuesta fiel y definitiva al Padre, dada en nombre de toda la humanidad con fuerza para salvar a todos. Cristo, pues, se hace presente en nosotros como "llamada" del Padre. La historia de la salvación y de la vida cristiana hacen que el creyente se comprenda a sí mismo y toda su existencia como una "vocación en Cristo" y que tienda con toda su persona a inserirse en la respuesta que Cristo ha dado ya en nombre de todos.

 

La "llamada" del hombre en Cristo determina una personalidad nueva, elevada, penetrada de un dinamismo de caridad. Esta llamada en Cristo constituye el nuevo ser del hombre, liberado de la esclavitud del pecado, abierto al diálogo con Dios, de quien es imagen, y con las demás personas. Cristo es la palabra con la que Dios nos llama y la palabra con la que nosotros hablamos a Dios y con la que nos comunicamos con las demás personas en el diálogo de la caridad.

 

En Cristo se da la síntesis perfecta entre culto-glorificación del Padre y amor fraterno redentor. Las dos tablas del Decálogo hallan, por tanto, su plenitud en la cruz de Cristo, manifestación de obediencia a Dios y de amor a los hombres. El cristiano, discípulo de Cristo, incorporado a El, está llamado a unir en una síntesis vital el amor fraterno y el culto a Dios. De un culto auténtico a Dios surge la dinamicidad de la caridad fraterna. La vida cristiana es, por tanto, glorificación de Dios en el amor a los hombres. Esta es la fe animada por la caridad. Y esta fe en Cristo vivifica toda la vida del hombre:

 

La Buena Nueva de Cristo renueva constantemente la vida y la cultura del hombre caído; combate y aleja los errores y males que provienen de la seducción permanente del pecado. Purifica y eleva incesantemente la moralidad de los pueblos. Con las riquezas de lo alto fecunda desde sus entrañas las cualidades espirituales y las tradiciones de cada pueblo y de cada edad, las perfecciona y restaura en Cristo. Así, la Iglesia, cumpliendo su misión propia, contribuye ya por ello mismo a la cultura humana y la impulsa, y con su actividad, incluida la liturgia, educa al hombre hacia la libertad interior. (GS,n.58)

 

El Decálogo sigue siendo de palpitante actualidad si lo colocamos en el marco en que lo ha situado Jesús en el Evangelio, sobre todo en el Sermón del Monte y en la actuación de toda su vida. Jesús de Nazaret, que nunca se sintió esclavo de la ley, no vino a abolir los mandamientos de Dios, sino a desvelar su hondura y su radicalidad, como expresión de la alianza de amor de Dios a los hombres. Jesús cumple y lleva a su plenitud la Ley y los Profetas. Moisés y Elías serán los testigos de la transfiguración (Mt 17,1-8), cuando Jesús se encuentra con Dios en un nuevo Sinaí en medio de la nube. Jesús es acompañado por los dos personajes que recibieron la revelación del Sinaí (Ex 19;33-34;1Re 19,9-13) y que personifican la Ley y los Profetas a los que Jesús viene a dar cumplimiento. La voz celeste ordena desde la nube que se escuche a Jesús, el Hijo amado, como al nuevo Moisés (Cfr. He 3,20-26)  (14). 

 

Jesús dice al joven: "Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos" (Mt 19,17). De este modo, se enuncia una estrecha relación entre la vida eterna y la obediencia a los mandamientos de Dios: los mandamientos indican al hombre el camino de la vida eterna y a ella conducen. Por boca del mismo Jesús, nuevo Moisés, los mandamien­tos del Decálogo son nuevamente dados a los hombres; El mismo los confirma definitivamente y nos los propone como camino y condición de salvación. El mandamiento se vincula con una promesa: en la Antigua Alianza el objeto de la promesa era la posesión de la tierra en la que el pueblo gozaría de una existencia libre y según justicia (Dt 6,20-25); en la Nueva Alianza el objeto de la promesa es el Reino de los cielos, tal como lo afirma Jesús al comienzo del Sermón de la Montaña -discurso que contiene la formulación más amplia y completa de la Ley Nueva (Mt 5-7)-, en clara conexión con el Decálogo entregado por Dios a Moisés en el monte Sinaí. A esta misma realidad del Reino se refiere la expresión "vida eterna", que es participación en la vida misma de Dios; aquella que se realiza en toda su perfección sólo después de la muerte, pero, desde la fe, se convierte ya desde ahora en luz de la verdad, fuente de sentido para la vida, incipiente participación de una plenitud en el seguimiento de Cristo. En efecto, Jesús dice a sus discípulos después del encuentro con el joven rico: "Todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna" (Mt 19,29). (VS,n.12)

 

En Jesús hallarán su cumplimiento también las profecías de una nueva alianza. Esta nueva alianza Oseas la evoca bajo los rasgos de nuevos esponsales, que darán a la esposa como dote amor, justicia, fidelidad, conocimiento de Dios y paz con la creación entera (2,20-24). Jeremías precisa que será cambiado el corazón humano, puesto que se escribirá en él la ley de la alianza (31,33s;32,37-41). Ezequiel anuncia la conclusión de una alianza eterna, alianza de paz (6,26), que renovará la del Sinaí (16,60) y comportará el cambio del corazón y el don del Espíritu divino (36,26ss). Esta Alianza inquebrantable tendrá como artífice al "Siervo", al que Dios constituirá "como alianza del pueblo y luz de las naciones" (Is 42,6;49,6ss).

 

En Jesús, el Siervo de Dios, se cumplirán estas esperanzas de los profetas. En la última cena, antes de ser entregado a la muerte, tomando el cáliz lo da a sus discípulos, diciendo: "Esto es mi sangre, la sangre de la Alianza, que será derramada por la multitud" (Mc 14,24p). La sangre de los animales del Sinaí (Ex 24,8) se sustituye por la sangre de Cristo, que realiza eficazmente la alianza definitiva entre Dios y los hombres (Hb 9,11ss). Gracias a la sangre de Cristo será cambiado el corazón del hombre y le será dado el Espíritu de Dios (Cfr. Jn 7,37-39;Rom 5,5;8,4-16). La nueva alianza se consumará en las nupcias del Cordero y la Iglesia, su Esposa (Ap 21,2.9).

 

Jesús, el fiel cumplidor de la voluntad del Padre, es glorificado como "Hijo muy amado, en quien el Padre se complace". Con Jesús, "escuchándolo" y siguiendo sus huellas, el cristiano puede cantar:

 

Dichoso el que, con vida intachable,

camina en la voluntad del Señor;

dichoso el que, guardando sus preceptos

lo busca de corazón. (Sal 119,1-2)

 

Y con el Catecismo de la Iglesia Católica podemos concluir este apartado, afirmando: "La ley moral tiene en Cristo su plenitud y su unidad. Jesucristo es en persona el camino de la perfección. El es el fin de la Ley, porque sólo El enseña y da la justicia de Dios: 'Porque el fin de la ley es Cristo para justificación de todo creyente' (Rom 10,4)  (15).

 

En el Decálogo se encuentra, al inicio de los diversos mandamientos, la cláusula fundamental: "Yo, el Señor, soy tu Dios" (Ex 20,2), la cual, configura el sentido original a las múltiples y variadas prescripciones particulares, asegura a la moral de la alianza una fisonomía de totalidad, unidad y profundidad. También la moral de la nueva alianza está dominada por la llamada fundamental de Jesús a su seguimiento: "Ven y sígueme" (Mt 19,21).


10. PENTECOSTES CELEBRA EL DON DE LA LEY

 

La teofanía de Pentecostés, con el don del Espíritu y los signos que lo acompañan, viento y fuego, será la culminación plena de la teofanía del Sinaí. Pentecostés, en un principio fiesta agraria, pasó a ser la fiesta del don de la Ley, conmemorando el hecho salvífico de la Alianza, para convertirse finalmente en la fiesta del Espíritu Santo, ley interior de la nueva Alianza.

 

La entrega del Decálogo es promesa y signo de la Nueva Alianza, cuando la ley será escrita nuevamente y de modo definitivo en el corazón del hombre (cf Jr 31,31-34), para sustituir la ley del pecado, que había desfigurado aquel corazón (cf Jr 17,1). Entonces será dado "un corazón nuevo" porque en él habitará "un espíritu nuevo", el Espíritu de Dios (cf Ez 36,24-28). (VS, n.12)

 

Paralelamente, pues, a la fiesta cristiana de Pentecostés, a las siete semanas de la fiesta de Pascua, los judíos celebran la fiesta del "Don de la Torah", que Dios hizo a su pueblo en el monte Sinaí. No se da un enfrentamiento entre "ley" y "evangelio", pues el Decálogo comienza con el "evangelio", es decir, con la buena nueva de la donación de Dios a su pueblo. De esta alianza de Dios con el pueblo brota lo demás como consecuencia. Una vez que el pueblo ha experimentado el amor de Dios, acepta las indicaciones de Dios para no salirse de la alianza y perder la libertad recibida, cayendo en nuevas formas de esclavitud.

 

La fuerza del Espíritu, infundido en nuestros corazones, nos abre a la acción de Dios y nos lleva a desear vivir en su voluntad. Así el Espíritu nos concede dar a Dios el verdadero culto "en espíritu y verdad" (Jn 4,23). El Espíritu, fruto de la acción salvadora de Dios en Cristo, nos reconcilia con Dios y nos introduce de nuevo en la comunión con El, restableciendo la alianza que el pecado había roto y que la ley era incapaz de restablecer.

 

Si la Ley de Dios ha sido escrita en tablas de piedra "por el dedo de Dios" (Ex 31,18), la "carta de Cristo" entregada a los apóstoles "está escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en las tablas de carne del corazón" (2Cor 3,3)  (16).

 

De este modo, gracias al don del Espíritu Santo, el hombre vive el primer mandamiento, pues el Espíritu testimonia a nuestro espíritu que Dios es Padre y nos hace capaces de invocarlo como Padre (Rom 8,15;Gál 4,6), es decir, nos abre el camino hacia Dios, posibilitándonos para adorarlo, alabarlo, darle gracias y servirlo: "Habiendo, pues, recibido de la fe nuestra justificación, estamos en paz con Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido también, mediante la fe, el acceso a esta gracia en la cual nos hallamos -la comunión con Dios-, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios... Y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rom 5,1-5).

 

En esta nueva economía, instaurada por Cristo, el Espíritu es la nueva Ley. San Pablo así lo proclama: "No estáis bajo la ley, sino en la gracia" (Rom 6,4), entendiendo que la gracia es precisamente la presencia del Espíritu en nosotros, "pues si os dejáis conducir por el Espíritu no estáis bajo la ley" (Gál 5,18). "La ley nueva se identifica ya con la persona del Espíritu Santo, ya con la actuación del mismo Espíritu en nosotros", dirá igualmente Santo Tomás (17).

 

Simultáneamente con la vida, el Espíritu Santo da al cristiano la ley de esa nueva vida. Gracias al Espíritu Santo comienzan las relaciones de Padre e hijo entre Dios y el hombre. De este modo, toda la vida del cristiano será conducida bajo su acción, en un espíritu auténtico de filiación, de fidelidad, de amor y confianza y no en el temor del esclavo. La vida en el Espíritu se traduce en vida según el Espíritu. El estilo de vida del cristiano lleva su sello: "vida digna del Evangelio" (Filp 1,27). Este es un estilo de vida evangélico, que es lo contrario del legalismo. La vida cristiana, vivida bajo el impulso del Espíritu, es vida con Dios en la alianza de la libertad. "La vida cristiana es el ars Deo vivendi, el arte de vivir con Dios y para Dios, expresando la belleza de la gracia divina y de la libertad del amor divino" (18).

 

Este ars Deo vivendi de la vida según el Espíritu convierte cada momento en kairós de gracia, que se traduce en gratitud y alabanza a Dios y en fruto agradecido de amor a los hombres. El Espíritu Santo, santificando, iluminando y dirigiendo la conciencia de cada fiel, forma el nuevo pueblo de Dios, cuya unidad no se basa en la unión carnal, sino en su acción íntima y profunda:

 

Pues los que creen en Cristo, renacidos de germen no corruptible, por la palabra de Dios vivo (1Pe 1,23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (Jn 3,5-6), son hechos por fin linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo de adquisición, que en un tiempo no era pueblo y ahora es pueblo de Dios (1Pe 2,9-10).(LG,n.9)

 

La ley sigue siendo para el creyente buena y santa, es decir, expresión de la voluntad de Dios y de la verdad de nuestro ser. Pero ya no tiene el sentido de ley externa, que nos obliga desde fuera a hacer lo que está por encima de nuestras fuerzas. Pero lo que era imposible a la ley, es posible al amor, presente en el creyente como don de Dios en Cristo, que nos ha enviado su Espíritu. Por ello, el cristiano no necesita la ley (Gál 3,25), pero no vive sin ley, sino bajo "la ley de la fe" con la que la ley llega a su plenitud (Cfr. Rom 3,27-31). Esta ley de la fe es la ley del Espíritu (Rom 8,2), que actúa por la caridad (Gál 5,6). Y toda ley alcanza su plenitud en la caridad (Gál 5,14).

 

"Justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios" (1Cor 6,11), "santificados y llamados a ser santos" (1Cor 1,2), los cristianos se convierten en "el templo del Espíritu Santo" (1Cor 6,19). Este "Espíritu del Hijo" les enseña a orar al Padre (Gál 4,6) y, haciéndose vida en ellos, les hace obrar (Gál 5,25) para dar "los frutos del Espíritu" (Gál 5,22) por la caridad operante. Sanando las heridas del pecado, el Espíritu Santo nos renueva interiormente mediante una transformación espiritual (Ef 4,23), nos ilumina y nos fortalece para vivir como "hijos de la luz" (Ef 5,8), "por la bondad, la justicia y la verdad" en todo (Ef 5,9)  (19).

 

Así, para el creyente, la ley es el mismo Espíritu Santo, que transforma interiormente nuestros corazones. Esta es ley de vida y de libertad en plenitud: Es "ley del Espíritu que da vida" (Rom 8,2), "ley perfecta de la libertad" (Sant 1,25). Pero esta libertad no significa vivir contra el Decálogo. San Pablo, que proclama la libertad de la fe, dirá a los corintios: "No os engañéis. Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el Reino de Dios" (20). La fe, que actúa por la caridad, lleva al cumpli­mien­to pleno y libre del Decálogo. "Pues donde está el Espíritu del Señor, hay libertad" (2Cor 3,17).

En nuestros días, cuando muchos piensan que el Decálogo está superado, los cristianos están llamados a reafirmar las palabras del Sinaí, iluminadas por Jesús en el Evangelio, como palabras de vida y libertad para el hombre actual. Las diez palabras que Dios dirigió ayer a su pueblo, hoy nos la da a nosotros, nuevo pueblo de Dios. Porque Jesús nos dice a los cristianos, sus seguidores: "No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Sí os lo aseguro, el cielo y la tierra pasarán antes que pase una i o  una tilde de la Ley sin que todo se cumpla" (Mt 5,17-18).

 



     [1]  1. SCHALOM BEN-CHORIN, o.c.,p. 47.

     [2]  2. Cat.Ig.Cat, n. 2070, donde cita a SAN IRENEO, Adv.Haer. 4,15,1.

     [2]  3. Cfr VS,n.4.

     [2]  4. Cfr VS,n.45.

     [2] 5. JUAN PABLO II, Discurso pronunciado en Koszalin, el 1-6-1991. Ya antes, en Roma, el 14 de marzo de 1982, había dicho: "El Decálogo, la ley de Dios dada a Israel por medio de Moisés sobre el monte Sinaí, es dada a todos los hombres... Pues "los diez mandamientos ¿han sido únicamente grabados en las dos tablas que recibió Moisés y que Israel conserva como la cosa más santa en el arca de la alianza? No, estos mandamientos están inscritos en el corazón, en la conciencia de todo hombre. Dios nos ha dado su Hijo Unigénito para que no se borrase de las conciencias la incisión de los preceptos divinos, para que, de este modo, el hombre los conociese y practicase y así tuviera 'vida eterna'".

     [2] 6. Cfr. Il dono de la Torah. Commento al Decalogo nella Mekilta di R. Ishmael, Roma 1982, p. 57-59.

     [2]  7: Cfr. E. FLEG, Moisés contado por los sabios, Bilbao 1992.

     [2] 8. Mekilta sobre Ex 19,2.

     [2] 9.El don de la Torah, o.c.,p. 61.

     [2] 10. Cat.Ig.Cat., n. 1962, citando a SAN AGUSTIN, Sal 57,1.

     [2] 11. Cfr. A. EXELER, Los Diez Mandamientos. Vivir en la libertad de Dios, Santander 1983.

     [2] 12. Cat.Ig.Cat., n.2054. "La Ley nueva o Ley evangéli­ca, perfección de la ley divina, es obra de Cristo y se expresa particularmente en el Sermón de la Montaña. Es también obra del Espíritu Santo, y por él viene a ser la ley interior de la caridad. La Ley evangélica lleva a plenitud los mandamientos de la Ley, extrae de ella las virtualidades ocultas, revelando toda su verdad divina y humana" Cfr. Cat.Ig.Cat.,nn. 1965-1972.

     [2] 13. Los escribas y fariseos habían señalado 613 mandamientos, lo que suponía ciertamente una carga inso­portable, que daba una imagen de Dios dura y opresora.

     [2] 14. San Pedro recordará y querrá que los fieles recuerden siempre cómo Dios Padre ha atestiguado la palabra de Jesucristo, al darle honor y gloria, cuando desde el seno de la gloria le dirigió la voz: Este es mi Hijo muy amado en quien me complazco. "Nosotros mismos escuchamos esta voz, venida del cielo, estando con El en el monte santo" (2Pe 1,16-18).

     [2] 15. Cat.Ig.Cat., n.1953.

     [2] 16. Cat.Ig.Cat., n. 700.

     [2] 17. SANTO TOMAS, In Rom c. 8,lett 1.

     [2] 18. Cfr. J. MOLTMANN, Un nuevo estilo de vida, Salaman­ca 1981, p.29-32.

     [2] 19. Cat.Ig.Cat., n.1695.

     [2] 20. 1Cor 6,10. Cfr. también 1Cor 15,50;Gál 5,21; Ef 5,5;Ap 21,8;22,15.

 


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