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DECALOGO - DIEZ PALABRAS DE VIDA: 4. MANDAMIENTO  'HONRARAS A TU PADRE Y A TU MADRE'


EMILIANO JIMENEZ HERNANDEZ

 

Páginas relacionadas

 

                    

1. Los padres, cooperadores de Dios en la procreación 


2. Los padres, transmisores de la fe


3. La familia al servicio del Reino de Dios


4. Honra a tu padre y a tu madre

 

 

 

Los diez mandamientos de la Ley de Dios

 

 

                                                                              Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días  sobre la tierra
que Yahveh, tu Dios, te va a dar (Ex 20,12).

 

                                                                              Honra a tu padre y a tu madre, como te lo ha mandado Yahveh, tu Dios,
para que se prolonguen tus días
 y seas feliz en el suelo
  
que Yahveh, tu Dios, te da (Dt 5,16).

 

            Uniendo las dos formulas, el cuarto mandamiento suena así: "Honra a tu padre y a tu madre, como el Señor, tu Dios, te ha ordenado, para que te multipliques y se prolonguen tus días y seas feliz en la tierra que el Señor, tu Dios, te da".

 

            Como Dios y el hombre se hallan unidos por la alianza de amor, así se hallan inseparablemente unidas las dos tablas del Decálogo. Las Diez Palabras, que iluminan la conducta humana en todos los campos de la vida, se escla­recen a la luz del preámbulo: Dios Creador de vida y libertad es la fuente y la fuerza de toda la vida moral del creyente. Ya la frase que acompaña e integra el cuarto mandamiento, señala la relación con Dios, -"que te sacó de Egipto"-, de este mandamiento: "para que se prolonguen tus días en el país que te da el Señor, tu Dios" (Ex 20,12). La alusión a la promesa, ligada a la liberación de Egipto, es explícita. Y la frase inicial "Honra a tu padre y a tu madre" se enlaza con el primer mandamiento, que ordena honrar a Dios. Los padres son la "imagen de Dios-Amor, Creador de la vida". Honrar a los padres significa, pues, reconocer este honor que Dios les ha otorgado.[1]

 

El cuarto mandamiento encabeza la segunda tabla. Indica el orden de la caridad. Dios quiso que, después de El, honrásemos a nuestros padres, a los que debemos la vida y que nos han transmitido el conocimiento de Dios.[2]

 

 Cuarrto Mandamiento: Honrar Padre y Madre

 

 

1. LOS PADRES COOPERADORES DE DIOS EN LA PROCREACION

 

            La visión bíblica de la familia la hallamos en el Génesis. El matrimonio aparece como don de Dios, que no quiere la soledad del hombre, sino que viva, como imagen suya, en la comunión: "Dos en una carne". Sólo el pecado hace que en este don de unidad se introduzca la concupiscencia, la infidelidad, el deseo de dominio del uno sobre el otro. Por eso, Dios, con el cuarto mandamiento, interviene para salvaguardar su designio original sobre la familia. El amor conyugal, que llega a ser amor paterno, fiel y permanente, es el camino para que el hombre sea hombre.

 

            Toda paternidad proviene de Dios (Ef 3,14),[3] que ha querido asociar a su acción creadora a los hombres. Y si los padres participan del poder creador de Dios merecen honor por ello. Dios da la vida a los hijos mediante la cooperación de los padres. El cuarto mandamiento nos hace tomar conciencia de algo que nos es dado con la vida misma, es decir, nuestra relación con Dios y con los padres, que nos han dado la existencia. El cuarto mandamiento nos hace presente la fuerza creadora del amor, de la que los hijos son fruto.

 

            La relación padres-hijos tiene como arquetipo la relación de Dios con los hombres. O aún más, el tipo de toda comunión de vida es la vida intratrinitaria. El origen de la vida está en Dios Padre, que engendra al Hijo amándolo y donándose a El. El Hijo es en cuanto engendrado por el Padre y en cuanto se vuelve hacia al Padre, amándolo con el mismo amor con que es amado. Este amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre es el Espíritu Santo, lazo de amor en la comunión trinitaria.

 

La familia cristiana es una comunión de personas, reflejo e imagen de la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. Su actividad procreadora y educativa es reflejo de la obra creadora de Dios.[4]

 

            El cuarto mandamiento, al colocar la relación de padres e hijos a la luz de Dios, nos recuerda que la vida es un don recibido, fruto del amor oblativo de los padres, que participan del poder creador de Dios, que ha querido bendecir el amor y la unidad de hombre y mujer con la fecundidad: "El texto de Gén 2,24 intenta explicar el origen de la misteriosa atracción mutua y recíproca de los dos sexos, que crea la fuerza del amor matrimonial para ser esposos y padres" (MD,n.6). Es la bendición original de Dios a los primeros padres: "Y los bendijo Dios, diciéndoles: creced, multiplicaos y llenad la tierra" (Gén 1,28). Con esta bendición, participación de la paternidad de Dios, los esposos se convierten en iconos de Dios, de quien procede toda vida.

 

Honra al padre y a la madre, dice el cuarto mandamiento de Dios. Pero, para que los hijos puedan honrar a sus padres, deben ser considerados y acogidos como don de Dios.[5]

 

            La fecundidad es gracia y vocación, que nace del amor para el amor. La fecundidad creadora de Dios se desborda sobre su imagen sobre la tierra, el hombre y la mujer unidos en "una sola carne", haciéndoles partícipes de su poder creador de vida. Así el amor conyugal se hace amor paterno:

 

Este amor es fecundo porque no se agota en la comunión entre marido y mujer, sino que está destinado a continuar, dando origen a nuevas vidas (HV,n.9).

 

En su realidad más profunda, el amor es esencialmente don; y el amor conyugal, a la vez que conduce a los esposos al recíproco conocimiento que les hace una sola carne, no se agota dentro de la pareja, ya que los hace capaces de la máxima donación posible, por la que se convierten en cooperadores de Dios en el don de la vida a una nueva persona humana. De este modo los cónyuges, a la vez que se dan entre sí, dan más allá de sí mismos la realidad del hijo, reflejo viviente de su amor, signo permanente de la unidad conyugal y síntesis viva e inseparable del padre y de la madre (FC,n.14)

 

            El cuarto mandamiento dice al hijo: recuerda que no existes por ti mismo, has sido engendrado por unos padres; eres fruto de su unión en el amor; honra a tus padres y no olvides que les debes la vida; que su amor, que se desbordó en tu concepción, sea para ti un memorial del amor de Dios, que bendijo a tus padres con el don de tu persona. Que este amor de tus padres, participación del amor creador de Dios, esté siempre presente ante ti, pues sólo este amor hará fecunda tu vida, con él te multiplicarás y serás feliz.

 

            La piedad filial es, por tanto, expresión de gratitud a los padres por el don de la vida:

 

Con todo tu corazón honra a tu padre, y no olvides los dolores de tu madre. Recuerda que por ellos has nacido, ¿cómo les pagarás lo que contigo han hecho? (Eclo 7,27-28)

 

Guarda, hijo mío, el mandato de tu padre y no desprecies la lección de tu madre. Tenlos atados siempre a tu corazón, enlázalos a tu cuello; en tus pasos ellos serán tu guía; cuando te acuestes, velarán por ti; conversarán contigo al despertar. (Pr 6,20-22).

 

            Dentro de la fe, los padres son considerados como "cooperadores de Dios en la procreación". De aquí que las ofensas a los padres sean vistas como ofensas al mismo Dios.[6] De los diez mandamientos, sólo dos -el tercero y el cuarto- se expresan en forma positiva: santifica el sábado y honra a tus padres. Ambos mandamientos están unidos de modo especial a la llamada a la santidad que Dios dirige a los hombres:

 

Habló Dios a Moisés, diciendo: Habla a toda la comunidad de los israelitas y diles: Sed santos, porque Yo, Yahveh, vuestro Dios, soy santo. Respete cada uno de vosotros a su madre y a su padre. Guardad mis sábados. Yo, Yahveh, vuestro Dios (Lv 19,1-3).

 

            Estas palabras proponen al hombre un modelo de santidad que es la misma santidad de Dios; y el modo de "ser santos" se concretiza en la celebración del sábado y en el rendir honor a la madre y al padre. 

 

 

4° Mandamiento: Honrar Padre y Madre

 

 

2. LOS PADRES, TRANSMISORES DE LA FE

 

            Frente a la idea, hoy tan extendida, de una libertad de tipo individualista,[7] que abandona a los hijos a sus caprichos, la Escritura afirma que el amor conyugal no termina en el momento del alumbramiento del hijo; el amor conyugal se hace amor paterno en la educación del hijo hasta conducirlo a la plena estatura humana y en la fe. Los hijos son un don de Dios a los padres. Por ello, para Israel el hijo es de Dios y ha de ser educado en la fe en Dios. Es la misión fundamental encomendada por Dios a los padres. Dos veces al día el fiel israelita recitará el šhemá:

 

Escucha, Israel, cuida de practicar lo que te hará feliz y por lo que te multiplicarás, como te ha dicho Yahveh, el Dios de tus padres, en la tierra que mana leche y miel. Escucha, Israel: Yahveh nuestro Dios es el único Dios. Amarás a Yahveh, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy. Se las repetirás a tus hijos, les hablarás de ellas tanto si estás en casa como si vas de viaje, al acostarte y al levantarte (Dt 6,3-7).

 

            El padre de familia, en la tradición bíblica, es como un sacerdote y un maestro que transmite la fe a sus hijos.[8] Padres e hijos están dentro de la misma fe y de la misma obediencia. La educación de los hijos consiste en llevarles a la obediencia a Dios. Es lo que vive Jesús, que nació en una familia hebrea y en ella vivió treinta años; en ella "creció en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres" (Lc 2,52). Y lo mismo dirá San Pablo de Timoteo: "Evoco el recuerdo de la fe sincera que tú tienes, fe que arraigó primero en tu abuela Loida y en tu madre Eunice, y sé que también ha arraigado en ti" (2Tim 1,5;Cfr. 3,14-15).

 

La fecundidad del amor conyugal se extiende a los frutos de la vida moral, espiritual y sobrenatural que los padres transmiten a sus hijos por medio de la educación. Los padres son los principales y primeros educadores de sus hijos... El hogar es la primera escuela de vida cristiana...[9]

 

Por la gracia del sacramento del matrimonio, los padres han recibido la responsabili­dad y el privilegio de evangelizar a sus hijos. Desde su más tierna edad, deberán iniciarlos en los misterios de la fe de los que ellos son para sus hijos los "primeros heraldos de la fe" (LG 11). Desde la más tierna edad deben asociarlos a la vida de la Iglesia. La forma de vida en la familia puede alimentar las disposiciones afectivas que, durante la vida, serán auténticos cimientos y apoyos de una fe viva.[10]

 

            Con relación al cuarto mandamiento, San Pablo no sólo amonesta a los hijos, sino también a los padres:

 

Hijos obedeced a vuestros padres en el Señor; porque esto es justo. Honra a tu padre y a tu madre, tal es el primer mandamiento que lleva consigo una promesa: Para que seas feliz y se prolongue tu vida sobre la tierra. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino formadlos más bien mediante la instrucción y la corrección según el Señor (Ef 6,1-4;Cfr. Col 3,20-21).

 

            Ya el Eclesiástico decía:

           

El que ama a su hijo, le corrige sin cesar para poderse alegrar en su futuro. El que enseña a su hijo, sacará provecho de él; entre sus conocidos de él se gloriará (30,1-2).

 

            El cuarto mandamiento, antes de exigir la obediencia y respeto del hijo a los padres, nos recuerda la imposibilidad de vivir fuera de la comunión, porque la vida es don y fruto de la comunión de amor. Honrar al padre y a la madre será, en primer lugar, dejarse educar para la vida por los padres, de cuyo unión  se ha recibido la vida. Hay dos riesgos en la relación de padres e hijos: la rigidez del padre y la impaciencia del hijo. Los dos parten de una concepción falsa de su relación, como competencia de poderes. El padre que impone su autoridad y el hijo que exige su autonomía. Sólo la relación de amor supera el conflicto. Corregir al hijo, sin exasperarlo, es la pedagogía que la Escritura ofrece a los padres. "Padres obrad de tal modo que vuestro comportamiento merezca el honor de parte de vuestros hijos".[11]

 

            Los padres siempre encontrarán en la actitud de Dios Padre para con los hombres una luz para su actuación con los hijos. Dios es el Padre que siempre ama. Y porque ama corrige y respeta la libertad del hombre. El amor es paciente, no busca el propio interés, no se irrita, no toma en cuenta el mal, se alegra con la verdad, todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, soporta todo, se manifiesta en la corrección y en el perdón. Sin este amor el padre se siente perdido en relación a sus hijos y los hijos pierden la brújula de su vida. Dos esposos, unidos entre sí por el amor conyugal y con los hijos por el amor paterno, se hacen signo del amor de Dios.

 

            Hoy, en cambio, en nuestra sociedad, se pone en tela de juicio la misión educativa de la familia. Muchos quieren reducir el papel de los padres a dar a los hijos la seguridad de la subsistencia y de la formación, dejando luego en libertad a los hijos para que decidan autónomamente la orientación de su vida, sin ninguna interferencia paterna. Al máximo, se permite que la familia ofrezca estímulos, ocasiones, posibilidades y experiencias diversas para que cada hijo decida por sí mismo de su vida. La psicología ha minado la familia y su papel educativo, presentando a la familia como causa de complejos e inhibiciones. La sociología ha contribuido a arruinar la familia y su papel en la educación, acusándola de estar al servicio de la clase dominante, para mantener la continuidad del statu quo y frenar todo proceso de cambio. Desde una cierta antropología cultural se acusa a la familia de mantener las reglas y apagar la creatividad del hombre. En el campo de la política se acusa a la familia de favorecer la mentalidad gregaria, ahogando toda iniciativa personal. Y la misma ética laicista se opone a la educación de la familia, acusándola de cultivar una moral burguesa, formal y ritualista...

 

            Con todos estos ataques a la familia y su misión educadora, hoy se ha creado una cultura de la incertidumbre, de la hipótesis, de la duda, de lo provisional. No hay nada absoluto, nada cierto o seguro, nada definitivo, no hay verdad ni valores sobre los que apoyar la vida y hacia los que orientar a los hijos. Esto lleva a los padres a abdicar de su misión, para no ser tachados de autoritarios y represivos. En lugar del choque se prefiere, por ser más cómodo, la indiferencia. La vida de padres e hijos se reduce a la cohabitación bajo el mismo techo, a unos gestos de convivencia superficiales e interesados. Cada día los padres se sienten más relegados y decepcionados.

 

            Frente a esta situación, el Vaticano II afirma: "El bienestar de la persona y de la sociedad humana y cristiana está íntimamente ligado a una favorable situación de la comunidad conyugal y familiar" (GS,n.47).

 

            A partir de la experiencia personal de la vida de familia  el hombre llega a comprender, experimentar y vivir la vida cristiana, es decir, el amor de Dios y el amor a Dios, y el amor y la fidelidad a los hermanos.

 

            Padres e hijos se encuentran unidos en la vida por Dios. Y ambos viven la vida como respuesta al don de Dios. Los padres, al ejercer su autoridad de padres, se preguntan sobre la voluntad de Dios sobre ellos y sobre los hijos, como deben preguntarse los hijos a la hora de obedecer. De este modo la educación de los padres es una iniciación a la fe en Dios, un llevar a los hijos a obedecer a Dios, a seguir sus planes, aunque no coincidan con los deseos de los mismos padres.[12]

 

 

Cuarto Mandamiento : Honrar Padre y Madre

 

 

3. LA FAMILIA AL SERVICIO DEL REINO DE DIOS

 

            Dios mismo, para salvarnos, ha entrado en nuestra historia a través de la familia: "Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Gál 4,4-5).

 

            Tanto Mateo como Lucas han señalado, en sus genealogías, cómo Jesús entra en la historia humana, como fruto y cumplimiento de la promesa hecha a Adán, a Noé, a Abraham y a su descendencia: la bendición de la familia (Gén 1,28;9,7;12,3).

 

Cristo quiso nacer y crecer en el seno de la familia de José y de María. La Iglesia no es otra cosa que la "familia de Dios". Desde los orígenes, el núcleo de la Iglesia estaba a menudo formado por los que, "con toda su casa", habían llegado a ser creyentes (He 18,8;16,31;11,14). Estas familias eran islotes de vida cristiana en un mundo no creyente. En nuestros días, en un mundo frecuentemente extraño e incluso hostil a la fe, las familias creyentes tienen una importancia primordial en cuanto faros de una fe viva e irradiadora. Por eso el Concilio Vaticano II llama a la familia, con una antigua expresión, "Iglesia doméstica" (LG 11;FC 21). En el seno de la familia, "los padres han de ser para sus hijos los primeros anunciadores de la fe con su palabra y con su ejemplo y han de fomentar la vocación personal de cada uno y, con especial cuidado, la vocación a la vida consagrada" (LG 11).[13]

 

            Pero, al mismo tiempo que Jesús en persona es una bendición para la familia y se somete a sus padres (Lc 2,51), también revela que su vida, como la de todo hombre, viene de Dios y que su misión es realizar la misión que el Padre le ha encomendado. Cuando se queda en el templo y, al encontrarle después de tres días, su madre le diga: "Hijo, ¿por qué has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te estábamos buscando", El les responderá: "Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa -o cosas- de mi Padre?" (Lc 2,41-49).

 

            Aunque sus padres no comprendieron la respuesta que les dio, María, en las bodas de Caná, al oír hablar a Jesús de "la hora" señalada por el Padre para manifestarse, acepta la misión que el Padre ha encomendado a su Hijo, y se pone al servicio de ella. Por ello dirá a los siervos: "Haced lo que El os diga" (Jn 2,1-5).

 

            Jesús, nacido de mujer, ha venido al mundo a inaugurar una nueva familia. Se encarnó "para que nosotros recibiéramos la filiación adoptiva" (Gál 4,5). Jesús no absolutiza la familia. El sabe cómo los lazos de la sangre, absolutizados, pueden ser un obstáculo a los planes de Dios. Sus parientes, ante su misión, se opusieron a ella, diciendo: "Está fuera de sí" (Mc 3,21). Más tarde, cuando vuelva a su patria, ante la incredulidad de los nazarenos, Jesús dirá: "Un profeta sólo en su patria, entre sus parientes y en su casa es despreciado" (Mc 6,1-6). "Vino a su casa y los suyos no le recibieron" (Jn 1,11) y "ni sus hermanos creían en El" (Jn 7,5).

 

            Estos dos aspectos de la vida de Jesús en relación a la familia, aparecen también en su doctrina. Por un lado, exalta la familia, devolviéndola al plano original de la creación, según el designio de Dios "en el principio". Y por otro lado, sitúa la familia en su lugar, relativizando su valor. La familia no es el valor primero y absoluto, sino que está al servicio del Reino de Dios.

 

            Contra la práctica legalización del divorcio, Jesús recuerda el designio original de Dios al crear al hombre y a la mujer: "al principio no fue así" (Mc 10,1-12;Mt 19,19). Dios es el creador de la familia y, por ello, es el garante de ella. La unión del hombre y la mujer es signo eficaz de la alianza de Dios y su pueblo, y ésta es radical e indisoluble, pues Dios es fiel. Y en relación al cuarto mandamiento, Jesús desenmascara todos los artilugios de los fariseos, con los que "violan el mandamiento de Dios para conservar sus tradiciones" (Mc 7,8-13).

 

            Pero, al mismo tiempo, Jesús declara que la familia está subordinada al Reino de Dios. El amor a Jesús y al Reino está por encima del amor familiar: "Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío" (Lc 14,25-26;Cfr. Lc 9,59-62). De aquí que la fidelidad al Reino sea motivo de conflictos y divisiones dentro de la familia: "No penséis que he venido a traer paz sobre la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual serán los que conviven con él. El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí" (Mt 10,34-37;Lc 12,51-53;Mc 13,12-13).

 

            Jesús, a los discípulos que han abandonado todo para seguirlo, les ofrece una nueva familia, que es la comunidad de fe congregada en torno a El. Esta es la recompensa con la que Jesús responde a Pedro: "Yo os aseguro, nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno: ahora al presente, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y haciendas, con persecuciones; y en el mundo venidero, vida eterna" (Mc 10,29-30).

 

            Esta es la familia de los discípulos de Jesús. En ella no hay cien padres, porque uno sólo es el Padre, el de los cielos. Ni tampoco cien esposas, porque la esposa es la comunidad celeste, que transciende toda sexualidad. Sí hay madres, hermanos y hermanas e hijos. Son los que Juan llama "suyos" (oi idioi) en relación a Cristo (13,1). No son los "suyos" según la carne (Jn 1,11), que no creyeron en El, sino los "nacidos de Dios" (Jn 1,13). Estos son los pequeños, con los que Jesús se identifica y de los que Dios cuida como Padre suyo (Mt 6,32;10,42;18,1-4.10.14;23,8-9;25,40.45).

 

            En la familia de Nazaret se hallaba el favor de Dios, la gracia de Dios, la palabra y la voluntad de Dios; allí estaba presente Jesús. Y, desde su experiencia, Jesús nos habló del Padre del cielo: Dios es como un padre que está siempre dispuesto a escuchar a sus hijos (Mt 7,9;Lc 11,11-13), como el padre que recibe y perdona al hijo que vuelve después de despilfarrar la fortuna (Lc 15,20-23). Dios es Padre de todos (Mt 5,16.45.48; 6,1.4.6.8.9...) y todos los hombres son hermanos (Mt 23,8-9)

 

            No obstante, Jesús no consideró la familia como algo absoluto. El se sintió libre de la familia para seguir el plan de Dios. Y exigió a sus discípulos la misma libertad. No se puede hacer un ídolo de la propia familia, que sustituya a Dios. Familia, dinero, poder y prestigio, idolatrados, pueden impedir seguir a Dios y hacer su voluntad (Lc 9,61-62; Mt 8,21-22;Lc 9,59-60). La verdadera y definitiva familia es la comunidad de sus seguidores (Mc 3,31-35;Mt 12,46-50;Lc 8,19-21). Jesús se siente más vinculado a la comunidad de los discípulos que a la familia humana. Para Jesús el centro de todo es la relación con Dios como Padre y la relación con los hombres como hermanos. (Cfr. Jn 1,11-13). No son los lazos de sangre lo que cuenta, sino la nueva familia de los hijos de Dios, "nacidos no de la carne ni de la sangre, sino de Dios".

 

            El amor a los padres, como todo amor humano auténtico, es grande y querido por Dios, pero no absoluto. Por encima de los padres está Dios. Y sólo a Dios es debido el amor con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas. "Quien ama al padre o a la madre más que a mí, no es digno de mí". En caso de oposición, siempre es válida la respuesta de Pedro y de los apóstoles: "Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres" (He 5,29). Ya en la formulación del cuarto mandamiento, el Deuteronomio dice: "Honra a tu padre y a tu madre como te lo ha mandado Yahveh, tu Dios". Los padres han de ser honrados en la forma en que Yahveh ha establecido, es decir, con el corazón dispuesto siempre a hacer la voluntad de Dios. Los padres merecen honor en cuanto colaboradores de Dios en la transmisión de la vida y en cuanto educadores de la fe en Dios. Los padres han de ser los primeros en enseñar a los hijos a seguir la voluntad de Dios antes que sus deseos.[14]

 

            Esta libertad lleva consigo, inevitablemente, enfrentamientos, conflictos, odios y rencores. Por ello Jesús habla de división y de las espadas que El ha venido a introducir en el seno de la familia (Lc 12,51-53;Mt 10,34-36) y anuncia el odio que va a nacer entre padres e hijos (Mt 10,21;Mc 13,12;Lc 21,16). Y, por esto, todo el mundo les va a odiar por causa de El (Mt 10,22;Mc 13,13;Lc 21,17).[15] En realidad, el que quiera seguir a Jesús ha de odiarse hasta a sí mismo y cargar con su cruz.[16]

 

 

4° Mandamiento - Honrar Padre y Madre

 

 

 

 4. HONRA A TU PADRE Y A TU MADRE

 

            El honor que los hijos deben a sus padres incluye, naturalmente, la obediencia de los hijos menores de edad, que están bajo los cuidados de los padres: "Hijos, obedeced en todo a vuestros padres, porque esto es grato a Dios" (Col 3,20;Cfr. Ef 6,1).

 

            Pero los padres han de ver a sus hijos como personas que Dios les ha confiado para que les eduquen y les lleven a la estatura adulta. Para ello se les ha dado una "autoridad educativa", no una autoridad posesiva. Los hijos no les pertenecen, deberán ser educados para que un día "dejen al padre y a la madre y se unan a su esposa (o esposo)" para formar una nueva familia, o seguir al Señor en su vocación de célibes o vírgenes. La autoridad de los padres tiene la tarea de irse haciendo poco a poco inútil, innecesaria. El deber de la obediencia es transitorio, reducido a un tiempo de la vida. En cambio el honor, el respeto y el amor a los padres abarca toda la vida.[17]

 

            El significado originario del cuarto mandamiento no es, pues, el de defender la autoridad de los padres o de los superiores sobre los hijos o los súbditos. Este mandamiento no se dirige, en primer lugar, a los niños, sino a los adultos.[18] No busca, en primer término, la obediencia de los hijos menores, sino que pide a los hijos ya adultos que cuiden de sus padres ancianos. Se trata de la defensa de los débiles, en este caso, los padres ancianos, enfermos e indefensos. Para ellos Dios pide reconocimiento, afecto, estima, sostén, asistencia. Y, naturalmente, condena toda forma de abandono, de rechazo o marginación: "Corona de los ancianos son los hijos de los hijos" (Pr 17,6).

 

            El libro del Eclesiástico nos ofrece la siguiente interpretación sapiencial del cuarto mandamiento:

 

A mí que soy vuestro padre escuchadme, hijos, y obrad así para salvaros. Pues el Señor glorifica al padre en los hijos, y afirma el derecho de la madre sobre la prole. Quien honra a su padre expía sus pecados; como el que atesora es el que da gloria a su madre. Quien honra a su padre recibirá contento de sus hijos, y en el día de su oración será escuchado. Quien da gloria al padre vivirá largos días, obedece al Señor quien da sosiego a su madre: como a su Señor sirve a los que le engendraron. En obra y palabra honra a tu padre, para que te alcance la bendición. Pues la bendición del padre afianza la casa de los hijos, y la maldición de la madre destruye los cimientos. No te gloríes en la deshonra de tu padre, que la deshonra de tu padre no es gloria para ti. Pues la gloria del hombre procede de la honra de su padre, y baldón de los hijos es la madre en desdoro. Hijo, cuida de tu padre en su vejez, y en su vida no le causes tristeza. Aunque haya perdido la cabeza, sé indulgente, no le desprecies en la plenitud de tu vigor. Pues el servicio hecho al padre no quedará en olvido, será para ti restauración en lugar de tus pecados. El día de tu tribulación se acordará El de ti; como hielo en buen tiempo, se disolverán tus pecados. Como blasfemo es el que abandona a su padre, maldito del Señor quien irrita a su madre (3,1-16).

 

            A esta luz, este mandamiento cobra una actualidad máxima. Es uno de los problemas graves de nuestra sociedad, que abandona en la soledad a los ancianos, recluyéndolos en los asilos lejos de su familia.

 

            El mandamiento de Dios es incondicional. Dios quiere que se honre a los padres, no porque sean buenos padres, sino por el hecho de que son los padres, a quienes los hijos deben el don de la vida. Incluso, en una cultura divorcista como la actual, los hijos de padres separados, aunque les toque sufrir las consecuencias de esa separación, el Evangelio les invita al perdón. Y el cuarto mandamiento les recuerda, que a pesar de todo, su vida la deben a esos padres concretos, a quienes deben honrar.

 

            El verbo honrar (kbd), que se usa en relación a los padres, es usado también en relación a Dios. El profeta Malaquías llega a unir en un mismo versículo (1,6) el honor a los padres y el honor a Dios. Al pedir Dios a los hijos que tributen a los padres el honor que le es debido a El, está mostrando que los padres son, en cuanto padres, cooperadores suyos en la procreación de los hijos.[19]

 

            También en la Ley de santidad van unidos el respeto a los padres y la observancia del sábado: "Sed santos, porque Yo, Yahveh, vuestro Dios, soy santo. Respete cada uno de vosotros a su madre y a su padre. Guardad mis sábados. Yo, Yahveh, vuestro Dios" (Lv 19,2-3). En el mismo capítulo se une el temor de Dios y el respeto a los ancianos: "Ponte en pie ante las canas y honra el rostro del anciano; teme a tu Dios. Yo, Yahveh" (19,32). Los padres y los ancianos son responsables de la transmisión de la fe, los llamados a pasar la tradición a las nuevas generaciones.[20]

 

            En la interpretación que da Jesús del cuarto mandamiento aparece con toda claridad que se trata de honrar a los padres en una forma concreta, ayudándoles con los bienes:

 

Porque Dios dijo: "honra a tu padre y a tu madre" y "el que maldiga a su padre o a su madre, sea castigado con la muerte". Pero vosotros decís: el que diga a su padre o a su madre: "lo que de mí podrías recibir como ayuda, es ofrenda", ese no tendrá que honrar a su padre y a su madre. Así habéis anulado la Palabra de Dios por vuestra tradición (Mt 15,4-6).[21]

 

            Este mandamiento, lo mismo que el primero o el tercero, no está formulado en forma negativa, sino positiva. No basta con no deshonrar al padre y a la madre -lo que llevaría, ciertamente, a incurrir en la maldición (Dt 27,16)[22]-, sino que Dios pide para sí y para los padres el reconocimiento, el honor, la gratitud por el don de la vida, recibido de ellos. Dios toma en cuenta, como tributado a sí, el honor dado a los padres. Por ello acompaña este mandamiento con una promesa: larga vida y felicidad.

 

            En el Código de la alianza se amenaza con la pena de muerte al hijo que pegue o maldiga a su padre o a su madre (Ex 21,15.17). Lo mismo se halla en la Ley de santidad (Lv 20,9). "Maldito quien desprecie a su padre o a su madre" (Dt 27,15). "Como blasfemo es el que abandona a su padre, maldito del Señor quien irrita a su madre" (Eclo 3,16). "El que despoja a su padre y expulsa a su madre, es hijo infamante y desvergonzado" (Pr 19,26). "Al que maldice a su padre y a su madre, se le extinguirá su lámpara en medio de las tinieblas" (Pr 20,20). "Escucha a tu padre, que él te engendró, y no desprecies a tu madre por ser vieja" (Pr 23,22). "Al ojo que se ríe del padre y desprecia la obediencia de una madre, lo picotearán los cuervos del torrente, los aguiluchos lo devorarán" (Pr 30,17). Conmovedora es la exhortación de Tobit a su hijo: "Cuando yo muera, me darás una digna sepultura; honra a tu madre y no le des un disgusto en todos los días de su vida; haz lo que le agrade y no le causes tristeza por ningún motivo. Acuérdate, hijo, de que ella pasó muchos trabajos por ti cuando te llevaba en su seno. Y cuando ella muera, sepúltala junto a mí, en el mismo sepulcro" (Tb 4,3-4).

 

            Esta palabra de los libros sapienciales es actual hoy más que nunca, pues

 

Como consecuencia de un desordenado desarrollo industrial y urbanístico, nuestra civilización ha llevado y sigue llevando a los ancianos a formas inaceptables de marginación, que son fuente a la vez de agudos sufrimientos para ellos mismos y de empobrecimiento espiritual para tantas familias (FC,n.27).

 

            El respeto filial favorece la armonía de toda la familia; atañe también a las relaciones entre los hermanos. El respeto a los padres irradia en todo el ambiente familiar... Finalmente:

 

Los cristianos están obligados a una especial gratitud para aquellos de quienes recibieron el don de la fe, la gracia del bautismo y la vida en la Iglesia. Puede tratarse de los padres, de otros miembros de la familia, de los abuelos, de los pastores, de los catequistas, de otros maestros o amigos.[23]



     [1] Cfr. Carta a las familias de Juan Pablo II, n.15.

     [2] Cat.Ig.Cat., n.2197.

     [3] Cfr. La carta a las familias del Papa Juan Pablo II con motivo del año de la familia del 2-2-1994.

     [4] Cat.Ig.Cat., n.2205.

     [5] JUAN PABLO II, Discurso pronunciado en Kielce, el 3-6-1991.

     [6] El midrásh multiplica los paralelos bíblicos entre el honor a Dios y a los padres. Cfr. Melkita, o.c., p.93-96.

     [7] Un conocido actor italiano, al preguntarle sobre su relación con los hijos, declaraba: "Les he dejado vivir y ellos han correspondido no pretendiendo nada de mí".

     [8] Pr 1,8;4,1-3;6,20;Eclo 7,23-30;30,1-13.

     [9] Cat.Ig.Cat., n.1656s.

     [10] Cat.Ig.Cat., n. 2225. Los padres evangelizan a sus hijos "con el testimonio de vida cristiana de acuerdo al Evangelio" y con "la catequesis familiar" (n. 2226).

     [11] Carta a las familias, n.15.

     [12] Cfr. Cat.Ig.Cat. n. 2230.

     [13] Cat.Ig.Cat., n. 1655-1656.

     [14] Es lo que hace María en las bodas de Caná, ponién­dose al servicio de la voluntad de Dios sobre Jesús. Por eso no decide ella, sino que indica a los siervos: "Haced lo que El os diga".

     [15] Frecuentemente los ideales de la familia, -que los hijos tengan mucho, suban en la vida, triunfen, ocupen el primer puesto, dejen en buen lugar a la familia-, no coinciden con el camino marcado por Jesús a sus discípu­los. "Es preciso, pues, obedecer a Dios antes que a los hombres" (He 5,29).

     [16] Mt 10,38;16,24;Mc 8,34;10,32;Lc 9,23;Jn 12,26;13,36-37;21,19.

     [17] Cat.Ig.Cat., n.2217.

     [18] Cat.Ig.Cat., n.2218.

     [19] El significado fundamental de la raíz kbd es "dar peso a alguien, reconocerlo como importante. Honrar a un hombre es reconocerle el puesto que le corresponde. Cuando Saúl pide a Samuel: "Hónrame ante los ancianos del pue­blo", le está diciendo que le reconozca como rey ante los demás (1Sam 15,30).

     [20] Cfr. Ex 12,26;13,14;Dt 6,20;32,7;Jos 4,21;Job 8,8. En este sentido, el mandamiento incumbe también a los padres y a los ancianos, que deben saber responder las preguntas de los hijos.

     [21] En la Melkita "honra a tu padre y a tu madre" se comenta así: "Se podría entender: sólo con palabras. Pero la Escritura enseña: 'Honra al Señor con tus bienes' (Pr 3,9). Esto significa: con alimentos, bebidas y vestidos limpios", p.93.

     [22] Lo mismo en Ex 21,15.17;Lv 20,9;Eclo 3,16;Mt 15,4.

     [23] Cat.Ig.Cat., n.2220.

 

Cuarto Mandamiento: Honrar Padre y Madre

 


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