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EZEQUIEL, Parábolas, alegorías, cantos, enigmas y acciones simbólicas: 26. VUELVE LA GLORIA DE DIOS

Emiliano Jiménez Hernández

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Ezequiel: Vuelve la gloria de Dios al templo de Jerusalén

 

 

                                           26. VUELVE LA GLORIA DE DIOS

 

Ezequiel expresa la esperanza de restauración de una manera particular en los últimos capítulos de su libro. Como sacerdote ha vivido dedicado al templo antes de partir para el exilio. Para él el templo de Jerusalén, morada de Dios, es el centro del culto y de la vida. El exilio, en realidad, comienza y se consuma cuando la gloria de Dios se alza y abandona el templo. La restauración que Dios promete no es real mientras su gloria no vuelva al templo, que de momento se haya derruido. Lo primero, pues, que hay que hacer es la reconstrucción del templo. Como símbolo de todas las promesas de un corazón nuevo y de un espíritu nuevo, Ezequiel anuncia la reconstrucción del templo y la vuelta a él de la Gloria del Señor.

La descripción del nuevo templo llena tres capítulos (40-42). Luego se describe el culto, los servidores y las solemnidades (44-46). Y en el centro está el retorno de la Gloria de Dios en medio de su pueblo (43). Ezequiel, como arquitecto de Dios, nos da los detalles de la nueva vida de Israel, que converge en el templo y, desde el templo, se expande por toda la tierra santa. Como música de fondo mientras se recorren los distintos aposentos del templo se pueden escuchar los salmos 48 y 84. En ellos vibra el entusiasmo de los israelitas por el templo.

Ezequiel señala con detalle la fecha en que el Señor le traslada a la tierra de Israel, al monte Sión, donde un hombre que parece de bronce le guía en la visión del nuevo templo:

-El año veinticinco de nuestra cautividad, al comienzo del año, el día diez del mes, catorce años después de la  caída de la ciudad, el mismo día, la mano de Yahveh fue sobre mí, y me llevó allá. En visiones divinas, me llevó a la tierra de Israel, y me posó sobre un monte muy alto, en cuya cima parecía que  estaba edificada una ciudad, al mediodía. Me llevó allá, y he aquí que había allí un hombre de aspecto semejante al del bronce. Tenía en la mano una cuerda  de lino y una vara de medir, y estaba de pie en el pórtico (40,1-3).

Es el 28 de abril del 573. Ezequiel escucha y contempla, para luego transmitir fielmente a la casa de Israel, cuanto Dios le revela. Conducido por su guía celeste, mira y escucha con atención. El recorrido es semejante al que hizo antes de la destrucción del templo (8,1ss), pero ahora no ve abominaciones, sino el nuevo santuario al que vuelve la gloria de Dios. Ezequiel es conducido en visión a un monte altísimo. El “monte altísimo” no es sino la modesta colina de Sión. Ya Isaías había presentado a Jerusalén sobre el monte más alto, dominando a todos los montes (Is 2,2). Para los profetas, en la era mesiánica, Sión ocupa el lugar más alto. La mirada de los profetas no es una mirada geográfica, sino teológica. Allí Ezequiel se siente acompañado por el hombre de aspecto como de broce bruñido. Este hombre, que le hace de guía, le dice:

-Hijo de hombre, mira bien, escucha atentamente y presta atención a todo lo que te voy a mostrar, porque has sido traído aquí para que yo te lo muestre. Comunica a la casa de Israel todo lo que vas a ver (40,4).

En la visión de Ezequiel se alza un templo espiritual, se visualiza en piedra un lugar para la comunidad que vuelve del exilio. Es como el proyecto del templo que san Pedro verá edificado con piedras vivas: “Acercándoos al Señor, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios, también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo. Pues está en la Escritura: He aquí que coloco en Sión una piedra angular, elegida, preciosa y el que crea en ella no será confundido” (1P 2,5-6).

 

Ezequiel: Vuelve la gloria de Dios al templo de Jerusalén

 

 

Ezequiel, como sacerdote, puede entrar hasta la nave del templo, pero no en el lugar Santísimo, donde sólo entra el sumo Sacerdote el día de la expiación (Lv 16). El acompañante, que guía a Ezequiel, sí puede entrar y describírselo a Ezequiel. Y, terminado el recorrido por todo el recinto del templo, asistimos al momento culminante. La Gloria de Dios vuelve al templo de Jerusalén, unos veinte años después de haberle abandonado. Se trata del comienzo de algo nuevo para un pueblo nuevo con un corazón nuevo y un espíritu nuevo:

-Me condujo luego hacia el pórtico, el pórtico que miraba a oriente, y he aquí que la gloria del Dios de Israel llegaba de la parte de oriente, con un ruido como el ruido de muchas aguas, y la tierra resplandecía de su gloria. Esta visión era como la que yo había visto cuando vine para la destrucción de la ciudad, y también como lo que había visto junto al río Kebar. Entonces caí rostro en tierra. La gloria de Yahveh entró en la Casa por el pórtico que mira a oriente. El espíritu me levantó y me introdujo en el atrio (43,1-4).

La gloria de Dios viene de Oriente, como la aurora que avanza e ilumina la tierra. La gloria del Señor había abandonado su casa dirigiéndose hacia el oriente (c. 10). Ahora contemplamos a la gloria de Dios recorriendo el camino opuesto, retornando desde el Oriente. En esta visión se concentra toda la esperanza y alegría de Israel. Ezequiel, gozoso y tembloroso, es el primer adorador de la Gloria del Señor en el nuevo templo. Pero el suyo es un gesto sacramental, que vive en visión, como profeta, representante de todo el pueblo fiel. Él anticipa en su persona la historia del pueblo al retorno del exilio. Se puede ambientar esta entrada de Dios en el templo con el canto del salmo 24. La gloria de Dios llena todo el templo:

-El espíritu me levantó y me introdujo en el atrio interior, y he aquí que la gloria de Yahveh llenaba la Casa (43,5).

Y ahora es el Señor en persona quien habla a Ezequiel, mostrándole el trono de su realeza. Él es el verdadero rey de Israel:

-Hijo de hombre, este es el lugar de mi trono, el lugar donde se posa la planta de mis pies. Aquí habitaré en medio de los hijos de Israel para siempre; y la casa de Israel, así como sus reyes, no contaminarán más mi santo nombre con sus prostituciones (43,7).

La cercanía del palacio real, construido al lado del templo (1R 6; 2R 11) había sido algo escandaloso, pues en las mismas puertas del templo los monarcas de Israel habían “fornicado”, levantando estelas y dando culto a los ídolos. La cercanía hacía de los delitos de los reyes un sacrilegio, una profanación del santuario de Dios, provocando el castigo sobre reyes y pueblo:

-Poniendo su umbral junto a mi umbral y sus jambas junto a mis jambas, con un muro común entre ellos y yo, contaminaron mi santo nombre con las abominaciones que cometieron; por eso los he devorado en mi cólera. De ahora en adelante alejarán de mí sus prostituciones y los cadáveres de sus reyes, y yo habitaré en medio de  ellos para siempre (43,8-9).

Ezequiel: Vuelve la gloria de Dios al templo de Jerusalén

La gloria de Dios había abandonado el templo y la ciudad de Jerusalén debido a las abominaciones del pueblo. Ahora que retorna, el Señor desea un pueblo santo, que no contamine la ciudad. ¿Se ha convertido acaso Israel? No, ciertamente. Pero el Israel, en medio del que Dios vuelve a habitar, es diverso del que le vio partir. Es distinto, no por su fidelidad, sino por la transformación que Dios ha hecho de él. Antes de la reconstrucción del templo y de la vuelta de la gloria de Dios, el Señor recrea a su pueblo, le cambia el corazón de piedra por uno de carne, le sustituye el espíritu de fornicación e infidelidad por un espíritu santo. La permanencia de Dios en medio del pueblo exige la santidad del pueblo, pero ésta será un don gratuito de Dios (c. 37).

Este anuncio de salvación es el cumplimiento de cuanto ha anunciado Ezequiel y de toda la historia de la salvación: la comunión plena y definitiva de Dios con su pueblo. El último libro de la Escritura, el Apocalipsis de Juan, terminará con el mismo: “Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: Esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él será Dios‑ con‑ellos” (Ap 21,3).

            Cabe señalar el detalle de la puerta oriental, que después que ha entrado por ella el Señor permanece cerrada: “Me volvió después hacia el pórtico exterior del santuario, que miraba a oriente.  Y Yahveh me dijo: Este pórtico permanecerá cerrado. No se le abrirá, y nadie pasará por él, porque por él ha pasado Yahveh, el Dios de Israel. Quedará, pues, cerrado” (44,1-2).

La puerta oriental ha sido escogida para un acto único e irrepetible: la entrada del Señor para morar con su pueblo. El Señor ha entrado para quedarse para siempre. Los Padres de la Iglesia se complacen en aplicar este texto a María, morada de Dios entre los hombres. Dios entró en el mundo por ella y la puerta de su virginidad quedó sellada para siempre. Así, por ejemplo, san Jerónimo, en su Comentario a Ezequiel, considera que “la puerta cerrada, por la cual entró el Señor Dios de Israel” es una figura muy expresiva y hermosa de la virginidad de María, así como también lo es “el sepulcro nuevo escavado en la roca durísima”.

El misterioso acompañante conduce de nuevo a Ezequiel a la entrada del templo (47,1). La vuelta de la Gloria de Dios al templo tiene efectos vivificantes. El agua que contempla Ezequiel es, como el espíritu, un principio de vida. El Señor es “fuente de agua viva” (Jr 2,13; 17,13). El agua, que brota del templo, crece sin medida, continuamente. Ezequiel la siente en su cuerpo, al atravesarla; escucha la palabra, que acompaña su gesto bautismal, y nos lo comunica a nosotros:

-Me llevó a la entrada de la Casa, y he aquí que debajo del umbral de la Casa salía agua, en dirección a oriente, porque la fachada de la Casa miraba hacia oriente. El agua bajaba de debajo del lado derecho de la Casa, al sur del altar. Luego me hizo salir por el pórtico septentrional y dar la vuelta por el exterior... y he aquí que el agua fluía del lado derecho. El hombre salió hacia oriente con la cuerda que tenía en la mano, midió mil codos y me hizo atravesar el agua: me llegaba hasta los tobillos. Midió otros mil codos y me hizo atravesar el agua: me llegaba hasta las rodillas. Midió mil más y me hizo atravesar el agua: me llegaba hasta la cintura. Midió otros mil: era ya un torrente que no pude atravesar, porque el agua había crecido hasta hacerse un agua de  pasar a nado, un torrente que no se podía atravesar (47,1-5).

Ezequiel: Vuelve la gloria de Dios al templo de Jerusalén

Ezequiel termina su libro, describiendo la visión del nuevo templo, de la nueva Jerusalén y de la nueva tierra. La nueva tierra se ordena toda ella en torno al templo, del que recibe la vida. El desierto, en que se había convertido la tierra de Israel, se vuelve fértil gracias a la presencia de Dios en el templo. Será el manantial que sale del templo el que haga florecer la estepa, transformando la ciudad abandonada en ciudad consolada y la tierra contaminada en tierra santa.

El centro de la nueva tierra es el templo, morada perenne de Yahveh. Del templo se irradia toda bendición de orden espiritual y material. Ezequiel asiste a la vivificación de las estepas calcinadas del desierto de Judá y hasta de las aguas del mar Muerto. Su guía misterioso le lleva a la entrada del templo para que contemple la acción milagrosa. Del lado oriental del templo brota un torrente caudaloso, que sale del lado derecho del templo (47,1). Según la descripción profética las aguas surgen del altar de los holocaustos, que está en el centro del atrio interno. Ezequiel ha salido por la puerta septentrional, pues la oriental está cerrada, y, dando un rodeo, se coloca fuera del atrio exterior frente a la puerta oriental, por donde salen las aguas. Ezequiel entra en el torrente y ve cómo las aguas van creciendo hasta sumergirle totalmente.

Un río abría el libro y otro aparece al final. Ezequiel siente la llamada de Dios junto al río Kebar, el río del exilio, donde los deportados colgaban sus cítaras en los sauces de su orilla (Sal 137). Ahora otro río les alegra con las aguas que brotan del umbral del templo y comunican la vida a la tierra. Al ir realmente se va llorando, mas al volver se viene cantando (Sal 126,6).

El lenguaje de Ezequiel como los temas dominantes de su teología muestran su origen sacerdotal. El corazón de Ezequiel está en el templo. Todo el itinerario de su profecía parte del templo y retorna al templo. Comienza con la visión de la gloria de Dios que se aleja del templo y concluye con la vuelta de la gloria de Dios al templo de la Jerusalén reconstruida. El templo es para él el centro de la tierra prometida. El templo, con su río maravilloso, crea el nuevo paraíso terrenal. Los frutos del agua alcanzan a las plantas, se comunican a los animales, llenando el mar Muerto de peces, y se comunican a los hombres en forma de frutas y medicinas: “Entonces me dijo: ¿Has visto, hijo de hombre? Me condujo, y luego me hizo volver a la orilla del torrente. Y al volver vi que a la orilla del torrente había gran cantidad de árboles, a ambos lados” (47,6).

Volviendo sobre sus pasos, Ezequiel se da cuenta de los frutos que han producido las aguas. A ambos lados del torrente han crecido abundancia de árboles. El guía le explica que el río, surgido del templo, descendiendo por la depresión del Jordán, se dirige al mar Muerto, para sanear sus aguas, a fin de que se pueblen de peces. La abundancia de peces será tal que, desde Engadí hasta En-Eglayim, se extenderá un tendedero de redes de los muchos pescadores que acudirán allí a pescar. Y además de esta riqueza de peces, serán numerosas las salinas en las charcas y recodos del río. El guía le dice

-Esta agua sale hacia la región oriental, baja a la Arabá, desemboca en el mar, en el agua hedionda, y el agua queda saneada. Por dondequiera que pase el torrente, todo ser viviente que en él se mueva vivirá. Los peces serán muy abundantes, porque allí donde penetra esta agua lo sanea todo, y la vida prospera en todas partes adonde llega el torrente. A sus orillas vendrán los pescadores; desde Engadí hasta En-Eglayim se tenderán redes. Los peces serán de la misma especie que los peces del mar Grande, y muy numerosos. Pero sus marismas y sus lagunas no serán saneadas, serán abandonadas a la sal. A orillas del torrente, a una y otra margen, crecerán toda clase de árboles frutales cuyo follaje no se marchitará y cuyos frutos no se agotarán: producirán todos los meses frutos nuevos, porque esta agua viene del santuario. Sus frutos servirán de alimento, y sus hojas de medicina (47,6-12).

La vuelta de la gloria de Dios al templo de Jerusalén se convierte en manantial de agua, en fuente de vida para todo Israel, la tierra y sus habitantes. El caudal del agua supera al agua abundante que brotaba de la roca del Éxodo (Ex 17,1-7); es como el torrente de agua del jardín del Edén (Gn 2,10-14) que hace germinar árboles de frutos exquisitos, que comunican vida (Gn 2,8-9; Ap 21,6; 22,1s). Es el “agua viva” que el Señor da a su pueblo (Jr 2,13; 17,13). Como antes Dios se ha hecho presente a través del viento, dando vida a los huesos calcinados (c. 37), ahora se muestra a través del agua vivificadora. Viento y agua son los principios de la nueva creación, de la vida nueva. Cristo, anuncia Juan Bautista, bautizará en agua y espíritu. El Nuevo Testamento recoge el símbolo, aplicado a Cristo (Jn 7,38) y a la vida celeste (Ap 22,1-2). Juan, en el Evangelio, hablando del lado derecho de Cristo en la cruz hace alusión a Ezequiel, al señalar que del costado de Cristo brotan sangre y agua (Jn 19,34).

La nueva ciudad será una ciudad perfecta, como una gema espléndida, que inspirará la descripción de la Jerusalén celeste del Apocalipsis (Ap 21). Aunque Ezequiel no la llama Jerusalén, sino que la da un nombre nuevo: “El Señor está allí” (48,35). Los profetas han calificado la Jerusalén mesiánica con diversos nombres. Isaías la llama “ciudad de justicia, ciudad fiel” (Is 1,26), “la ciudad de Yahveh, la Sión del Santo de Israel” (Is 60,14), “no te llamarán la Desamparada, sino Mi complacencia en ella”, “Desposada” (Is 62,4.12). Jeremías la llama “Trono de Yahveh” (Jr 3,17)... Así nos dan algunos aspectos de la nueva Jerusalén. Pero quizá ninguno dé en el blanco como Ezequiel. Juan en el prólogo del Evangelio coincide con él: “Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14)

En el último versículo de su libro, al dar el nombre nuevo a la nueva Jerusalén, Ezequiel nos ha dado la síntesis de todo el actuar de Dios en favor de su pueblo; en él hallamos la meta de todo el itinerario que ofrece Dios a su pueblo, y a todos nosotros, mediante su profeta. Ezequiel. Con el brazo extendido, Ezequiel nos indica la Jerusalén reconstruida y nos dice:

-¡JHWH SHAMMA! ¡DIOS ESTÁ ALLÍ!

Ezequiel: Vuelve la gloria de Dios al templo de Jerusalén


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