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Figuras bíblicas: II. PATRIARCAS

 

EMILIANO JIMENEZ HERNANDEZ

Páginas relacionadas 

                                     

 

1. Abraham

2. Isaac: Figura de Cristo

3. Jacob

4. José

 

Figuras bíblicas del Antiguo Testamento

 

1. ABRAHAM

            La historia de Israel parte con Abraham. Dios lo llama y le promete una tierra y una descenden­cia (Gen 15,4.7). Esta promesa es el fundamen­to de la fe y el punto de arranque de la historia de sal­vación. La tradición bí­blica hará constante­mente referencia a las promesas he­chas a los padres. Yahveh es "el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob» (Ex 3,15). A la promesa de Dios no correspon­de por parte del hombre el conocimien­to, sino la fe y la obediencia. Es el proceso opuesto al pecado primordial. Así Abraham es constitui­do padre de los creyentes (Rom 4,16). En él comien­za la salvación que culminará en Jesucristo, obediente hasta la muerte en cruz.

 

a) La torre de Babel

            "Diez generaciones hubo de Noé a Abraham, para mostrarnos la inmensa bondad del Señor, pues todas aquellas generaciones no hicieron más que provocar al Señor hasta que llegó nuestro padre Abraham, que cargó con el mal de todas ellas" (Gén 11,10-26). La depravación de los descendientes de Noé había ido empeoran­do de generación en generación, hasta que apareció sobre la tierra "el amigo de Dios" (Is 41,8).

            Los descendientes de Noé se dijeron: "Dejemos el oriente" (Gén 11,2), donde nos puso el Señor del cielo. Todos se pusieron en camino, hallaron una vega en el valle de Senaar y allí se instalaron. Todo el mundo, entonces, hablaba una misma lengua. Así, pues, todos se pusieron manos a la obra, como si fueran un sólo hombre. Se dijeron el uno al otro: "Ea, vamos a fabricar ladrillos y a cocerlos al fuego". Así el ladrillo les servía de piedra y el betún de argamasa.

            Trabajaban de día y de noche, incansablemente. La torre subía, a ojos vista, de altura. Contaba con dos rampas, una a oriente para subir y otra a occidente para bajar. Era tal la altura, que, mirando desde arriba, hasta los árboles más grandes parecían simples hierbas. En su afán por alcanzar el cielo, nadie se fijaba en nadie; cada uno iba a lo suyo. Si un hom­bre, exhaus­to, caía en el vacío, nadie se preocupaba por él; era sustitui­do por otro en su labor. No ocurría lo mismo cuando alguien se descuidaba y dejaba caer algún material, ladrillos o instru­mentos de trabajo. Entonces se encendía toda la furia de los capataces, por la perdida que supo­nía de tiempo y de dinero.

            El Señor vio todo esto y sintió dolor por el hombre, obra de sus manos. Pero, después de la experiencia del diluvio, el Señor no pensó ya en destruirlos. El arco iris en el cielo le recordaba el "aroma de los holocaustos de Noé y la palabra de su corazón: Nunca más volveré a herir al hombre como ahora he hecho" (Gén 8,21). El Señor se limitó a interrumpir su loca empresa, confun­diendo sus lenguas. El Señor dijo: "¡Ea, bajemos y confundamos su lengua!".

            La torre, vista desde los hombres, era altísima. Pero, desde el cielo, el Señor, para darse perfectamente cuenta de lo que ocurría, tuvo que "descender para ver" (Gén 11,5). Es la ironía de las grandes obras del orgullo humano que, ante el Señor, no son más que sueños fatuos. ¡Cuanto más pretende subir a los cielos más se precipita en el abismo!

            Así, pues, descendiendo hasta el hombre, el Señor vio el corazón de los hombres e hizo que saliera por la boca lo que llevaban dentro. De este modo confundió su lenguaje. Al no lograr entenderse, la gente se dividió y se desperdi­garon por toda la haz de la tierra. "Una sola lengua les había llevado a la locura; la confusión de lenguas les serviría para tomar conciencia de su pecado y anhelar la conversión", pensó el Señor, siempre solícito en ayudar al hombre, incluso pecador. Aquel lugar se llamó Babel, porque en él el Señor confun­dió la lengua de toda aquella gente.

 

Figuras bíblica. Abraham

b) Vocación de Abraham

            Abraham aparece en la tierra como la respuesta de Dios a los hombres dispersos por toda la tierra a causa de su pecado. Es Dios quien comienza su historia de salvación. Dios, para llevar a cabo esta historia, no pide nada a Abraham; es más bien Abraham, expresión de la impotencia de la humani­dad, quien pedirá a Dios. Lo que Dios busca en Abr­aham no es que haga nada, sino que sea en el mundo de la idolatría, testimo­nio del único Dios. Abraham es, pues, en las manos de Dios, el primer eslabón, el primer patriarca, de una cadena de genera­ciones, con cuya vida Dios trenzará la histo­ria de salvación de los hombres. En Abraham se inicia el gran colo­quio de Dios con los hombres.

            Téraj engendró a Abraham en Ur de los caldeos y Dios comenzó con él su diálogo con la humanidad. "Josué dijo a todo el pueblo: Así habla el Señor, Dios de Israel: Al otro lado del gran río habitaron en otro tiempo vuestros padres, Téraj padre de Abraham y padre de Najor, y ellos servían a otros dioses. Yo tomé a vuestro padre Abraham de la otra orilla del río y lo conduje a través de todo el país de Canaán y multipliqué su descendencia" (Jos 24,2-3).

            No es que Abra­ham sea un ser excepcio­nal; se trata de un simple hombre, viejo como la humanidad, estéril como los hom­bres abandonados a sus fuerzas, pero el Señor encontró su corazón y se ligó con él en alianza, abriendo de este modo un camino nuevo, único, de unión entre el hombre y Dios: el camino de la fe, "la garantía de lo que se espera; la prueba de lo que no se ve" (Heb 11,1).

            De aquí que la vida de Abraham sea una perenne peregrina­ción, un camino desde lo visible a lo invisible o, mejor, ha­cia el Invisible. Abraham abandona la patria, la familia, la casa paterna y marcha, lejos de los lugares conocidos y fami­liares, hacia una tierra de la que no conoce ni el nombre. La promesa es grande: "Haré de ti una nación inmensa; te bendeci­ré; te daré un nombre; tú serás una bendición. Bendeci­ré a los que te bendigan y maldeciré a los que te maldigan y en ti se­rán bendecidas todas las familias de la tierra" (Gén 12,2-3). La promesa es grande, pero futura y sin apoyo en el presente. Sólo existe la voz del Invisible que le llama y pone en cami­no: "Sal de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré" (Gén 12,1-2). "Por la fe, Abrah­am, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba" (Heb 11,8).

            Las promesas hechas a Abraham son gratuitas; no se fundan en las posibilidades ni en los méritos de Abraham. La tierra prometida no le pertenece a Abraham, es un ex­tranjero en ella. La descendencia prometida contrasta con la esterilidad de su matrimonio. Y ante Dios no puede presentar ningún derecho, pues ni siquiera es su Dios. Es un Dios que irrumpe en su vida sin que le haya invocado. Las promesas se fundan únicamente en el de­signio de gracia de Dios, que es "bondad y fidelidad", como confiesa la fe de Israel. Bondad es hésed, don gratuito, gracia. Por­que Dios es hésed (Ex 34,6‑7), amor gratuito, por eso pro­mete grandes cosas; y porque es fiel, cumple lo prometido. La bondad y la fidelidad, en la plenitud de los tiempos, se hará evangelio: buena nueva de salvación gratuita plenamente cumplida.

            Dios es bondad y fidelidad. Pero Dios es un Dios de vida. Nunca su presencia es extática, que instale al hombre en su mundo y en sus inestables seguridades. Su presencia es pascua, paso, irrupción, que pone al hombre en éxodo. Dios no promete a Abraham la pose­sión de la tierra de Ur de los Caldeos, sino una tierra des­conocida: "ve a la tierra que te mostraré" (Gen 12,1).

            El hombre que se atiene a lo que tiene, a lo que po­see, a lo que él fabrica, a sus máquinas, a sus sistemas científicos o políticos, pierde a Dios, el "Inconte­ni­ble", que no se deja reducir a nuestros deseos. Ciertamen­te, Dios aparece en la Escritura bajo imágenes tangibles; se le llama roca, refugio, protección, cayado, balaustra­da que preserva de la caída en el abismo, alas que abrigan y protegen a su sombra. Pero estas expresiones de fe no hacen a Dios aprehensible. El es el inasible, que promete un futuro imprevisible. "¡Biena­venturados los ojos que no ven y creen!", dirá Jesús.

 Figuras bíblica. Abraham e Isaac

c) Sacrificio de Isaac

            Abraham, anciano él y estéril su esposa Sara, ha sido elegido por Dios para ser padre de un pueblo numeroso. La descendencia futura es lo que cuenta y a la que Abraham mira, "riendo de gozo", sin detenerse a mirar la actual falta de vigor en él y en Sara. Abraham emprende su camino sin otra cosa en el corazón más que la esperanza, fruto de la certeza de la promesa de Dios, a quien cree y de quien se fía. Ante lo incomprensible de la promesa divina, Abraham "no cedió a la duda con incredulidad; más bien, fortalecido en su fe, dio gloria a Dios, con el pleno convencimiento de que poderoso es Dios para cumplir lo prometido" (Rom 4,20).

            Después de veinte años de peregrinar en la fe, cuando Abraham tiene noventa y nueve años, estaba sentado a la sombra de la encina de Mambré, cuando de pronto, alzando los ojos, vio a tres hombres que estaban en pie delante de él. En cuanto les vio, corrió, se inclinó hasta el suelo y dijo, reconociendo la presencia del Dios invisible en la presencia visible de sus tres ángeles:

            -Oh, Señor mío, si he hallado gracia a tus ojos, no pases de largo sin detenerte junto a tu siervo. Os traeré un poco de agua y os lavaréis los pies y descansaréis un poco, recostados a la sombra de la encina. Yo, mientras tanto, iré a prepararos un bocado de pan y, así, repondréis vuestras fuerzas. Luego seguiréis adelante, pues no por casualidad habéis pasado hoy ante mi tienda

            Abraham preparó tres medidas de flor de harina, corrió a los establos y escogió un ternero tierno y hermoso. Cuando todo estuvo aderezado, él mismo tomó cuajada y leche, junto con las tortas y el ternero guisado, y se lo presentó a los tres huéspedes, manteniéndose en pie delante de ellos. Acabado el banquete, el ángel preguntó: ¿Dónde está Sara, tu mujer?

            -Ahí en la tienda, respondió Abraham.

            -Pasado el tiempo de un embarazo, volveré sin falta y para entonces Sara tendrá un hijo.

            Sara, que estaba escuchando tras las cortinas de la tienda, no pudo contener su risa, di­ciéndose para sus adentros: "Ahora que se me han retirado las reglas, ¿volveré a sentir el placer, y además con mi marido tan viejo?"

            Dijo Yahveh a Abraham: "¿Por qué se ha reído Sara? ¿Es que hay algo imposible para Yahveh? Cuando vuelva a verte, en el plazo fijado, Sara habrá tenido un hijo".

            El Señor cumplió lo que había prometido. Sara concibió y dio un hijo al viejo Abraham en el tiempo que Dios había dicho. Abraham llamó Isaac al hijo que le había nacido. Tenía cien años Abraham cuando le nació su hijo Isaac. Sara dijo: "Dios me ha dado de qué reír; y todo el que lo oiga reirá conmigo".

            En Abraham nos encontramos con una historia he­cha de acontecimientos concretos: abandona su país, su familia, su ambiente y marcha hacia un país extraño, desconocido para él. Vida y hechos, rumbo y destino de Abraham se presentan como señal de una obediencia a una palabra que promete y actúa con fuerza, manifes­tando su verdad y creando de este modo la fe y obediencia como confianza y abandono (Heb 11,8ss). Abraham, movido por la promesa, vive abierto al futuro, pero no a un futuro calculable, sino al futuro de Dios, que es desconoci­do, inverosímil, paradójico incluso. Así la fe se presenta como un absoluto apoyarse en Dios. La promesa de una descendencia numerosa y de una tierra contradecía abierta­mente los datos existentes en el presente: desarraigo de su tierra, deambular por lo desconocido, esterilidad de la esposa no son los presupuestos humanos verosímiles para llegar a ser padre de un pueblo. La orden y la promesa aparentemente se contradicen. Pero Abraham cree y en­tra en la contradicción. La contradicción llega a su cul­men con la palabra que le pide el sacrificio del hijo, el hijo de la promesa: "Dios puso a prueba a Abraham, diciéndole: Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, a Isaac, vete al país de Moria y ofrécele allí en holocausto"

            La fe vence el absurdo. Abraham es­pera contra la aparente aniquilación de toda espe­ranza (Rom 4,18‑22): "Pensaba que poderoso es Dios aún para resucitar de entre los muertos" (Heb 11,19).

 

Figuras bíblica. Abraham y el sacrificio de Isaac


d) Abraham, prototipo del creyente

            La Escritura es palabra de Dios en sus hechos: «El plan de la revelación se realiza con palabras y gestos in­trínsecamente relacionados entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos signifi­cados por las palabras; y las palabras, por su parte, pro­claman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas» (DV 2). Por ello, cuando la Escritura sitúa a Abraham en medio de una humanidad sumida en la maldición, estéril, sin posibilidad de darse la vida, está dando una palabra de esperanza a todos los hombres. La historia de salvación comenzada en Abraham «será bendición para todos los pueblos» (Gen 22,18).

            Dios, por el profeta Isaías, invita a los creyentes a verse en Abraham: "Mirad la roca de donde os tallaron, la cantera de donde os extrajeron; mirad a Abraham, vuestro padre, y a Sara que os dio a luz; cuando lo llamé era uno, pero lo bendije y lo multipliqué" (51,1-2). Abraham, el padre de los creyentes, es el germen y el prototipo de la fe en Dios. Abraham sube al monte con Isaac, su único hijo, y vuelve con todos nosotros, según se le dice: "Por no haberme negado a tu único hijo, mira las estrellas del cielo, cuéntalas si puedes, así de numerosa será tu descendencia".

            Abraham es el "padre en la fe" (Rom 4,11-12.16), es la raíz del pueblo de Dios. Llamado por Dios (Heb 11,8), mediante su Palabra creadora Dios fecunda el seno de Sara con Isaac como fecundará el seno de la Virgen María con Jesús, pues "nada es imposible para Dios" (Gén 18,14;Lc 1,37). La "descendencia" de Abraham llega en Jesucristo. La Palabra prometida se cumple por la Palabra creadora: en Isaac como figura y en Jesucristo como realidad definitiva (Gál 3,16).

            Abraham es figura de María. Abraham es constituido padre por su fe; es la palabra de Dios sobre la fe. María, proclamada bienaventura­da por su fe, hace, como Abraham, la experiencia de que "para Dios nada es imposible". La fe de María, en el instante de la Anunciación, es la culminación de la fe de Abraham. Dios colocó a Abraham ante una promesa paradójica: una posteridad numerosa como las estrellas del cielo cuando es ya viejo y su esposa estéril. "Abraham creyó en Dios y Dios se lo reputó como justicia" (Gén 15,5). Así es como Abraham se convirtió en padre de los creyentes "porque, esperando contra toda esperanza, creyó según se le había dicho" (Rom 4,18). Como Abraham cree que Dios es capaz de conciliar la esterilidad de Sara con la maternidad, María cree que el poder divino puede conciliar la maternidad con su virginidad.

            La fe de Abraham constituye el comienzo de la Antigua Alianza; la fe de María en la Anunciación da comienzo a la Nueva Alianza. María está situada en el punto final de la historia del pueblo elegido, en correspon­dencia con Abraham (Mt 1,2-16). En María encuentra su culminación el camino iniciado por Abraham. El largo camino de la historia de la salvación, por el desierto, la tierra prometida y el destierro se concretiza en el resto de Israel, en María, la hija de Sión, madre del Salvador. María es la culminación de la espera mesiánica, la realización de la promesa. El Señor, haciendo grandes cosas en María "acogió a Israel su siervo, acordándose de su misericordia, como había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y su descendencia por siempre" (Lc 1,54-55). Así toda la historia de la salvación desemboca en Cristo, "nacido de mujer" (Gál 4,4). María es el "pueblo de Dios", que da "el fruto bendito" a los hombres por la potencia de la gracia creadora de Dios.

            En la hora de la Anunciación, María se decide a existir enteramente desde la fe. En adelante ella no es nada al margen de la fe; todo lo que es, es cumpli­miento de la fe. La fe se hizo la forma de su vida personal y la realidad en que creía se convirtió en contenido de su existencia. Con esa fe María pasa del Antiguo Testamento al Nuevo. Al hacerse madre se hace cristiana.

            Abraham creyó la promesa de un hijo que Dios le hace "aún viendo como muerto su cuerpo y muerto el seno de Sara" (Rom 4,19). Y "por la fe, puesto a prueba, ofreció a Isaac, y ofrecía a su primogénito, a aquel que era el depositario de las promesas" (Heb 11,17). Son también los dos momentos fundamentales de la fe de María. María creyó cuando Dios le anunciaba a ella, virgen, el nacimiento de un hijo que sería el heredero de las promesas. Y creyó, en segundo lugar, cuando Dios le pidió que estuviera junto a la cruz donde era inmolado el Hijo que le había sido dado. Y aquí aparece la diferencia, la superación en María de la figura. Con Abraham Dios se detuvo al último momento, sustituyendo a Isaac por un cordero: "Abraham empuña el cuchillo, pero se le devuelve el hijo... Bien diverso es en el Nuevo Testamento, entonces la espada traspasó, rompiendo el corazón de María, con lo que ella recibió un anticipo de la eternidad: esto no lo obtuvo Abraham" (Kierkegaard).

            María, como verdadera hija de Abraham, ha aceptado el sacrificio de su Hijo, el Hijo de la Promesa, pues Dios, que sustituyó la muerte de Isaac por un carnero, "no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por todos nosotros" (Rom 8,32), como verdadero Cordero que Dios ha provisto para que "cargue y quite el pecado del mundo" (Jn 1,29;Ap 5,6). María, pues, como hija de Abraham, acompaña a su Hijo que, cargado con la leña del sacrificio, la cruz, sube al monte Calvario. El cuchillo de Abraham, en María, se ha transformado en "una espada que le atraviesa el alma" (Lc 2,35).

Figuras bíblica. Abraham e Isaac

            Abraham sube al monte con Isaac, su único hijo, y vuelve con todos nosotros, según se le dice: "Por no haberme negado a tu único hijo, mira las estrellas del cielo, cuéntalas si puedes, así de numerosa será tu descendencia". La Virgen María sube al Monte con Jesús, su Hijo, y descenderá con todos nosotros, porque desde la cruz Cristo le dice: "He ahí a tu hijo" y, en Juan, nos señala a nosotros, los discípulos por quienes El entrega su vida. María, acompañan­do a su Hijo a la Pasión, nos ha recuperado a nosotros los pecadores como hijos, pues estaba viviendo en su alma la misión de Cristo, que era salvarnos a nosotros.

            Abraham, con la fuerza de la fe, se pone en cami­no, abandona la patria, la familia, los lugares comunes de la rutina; en su viaje conoce sus flaque­zas, dudas, pecados y también la fidelidad de Quien le ha puesto en camino. En su peregrina­ción va sembrando la fe y el germen de la descenden­cia "numerosa como las estrellas del cielo". De ese germen nace su Descendiente: "Jesús, hijo de Abraham", y los "nacidos a la misma fe de Abraham": tú, yo y tantos otros esparcidos "por todas las playas del mundo". Pues no son hijos de Abraham sus hijos de la carne, sino los que viven de la fe de Abraham (Gál 3,6ss), hijos de la promesa (Rom 9,7-9;Jn 8,31-59). Pues no basta con decir: "somos hijos de Abraham", es preciso dar frutos de conver­sión (Mt 3,8-9), siguiendo las huellas de Abraham, siempre peregrino en busca de la Patria (Heb 11,16). La profecía de su vida sigue viva hoy, resonando "para nosotros que creemos en Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos para nuestra justifica­ción" (Rom 4,24).

            Con la resurrección de Cristo, Dios ha dado cumplimiento a las promesas hechas a Abraham. Cristo, con su resurrección, ha traído al mundo la bendición prometida a Abraham: "Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose El mismo maldición por nosotros, pues dice la Escritura: Maldito el que cuelga del madero, a fin de que llegara a los gentiles, en Cristo Jesús, la bendición de Abraham, y por la fe recibiéramos el Espíritu de la Promesa" (Gál 3,13-14).


Figuras bíblica. Abraham

 2. ISAAC: FIGURA DE CRISTO

            Dios es fiel a sus promesas. La promesa hecha a Abraham es cumplida en Isaac, pero sólo como comienzo. En Isaac el cumplimiento de la promesa vuelve a abrirse al futuro: "La promesas se hicieron a Abraham y a su descendencia. No dice a los descendientes, como si fueran muchos, sino a uno solo, a tu descendencia, es decir, a Cristo" (Gál 3,16). Cristo es realmente el hijo de la promesa que, con su muerte, nos salvó.

            "Y sucedió que Dios puso a prueba a Abraham, llamándole:

            -¡Abraham! ¡Abraham! 

            Respondió Abraham:

            -Heme aquí.

            -Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, a Isaac, ve al país de Moria y ofrécele allí en holocausto en uno de los montes, el que yo te diga" (Gén 22,1-2).

            Abraham e Isaac emprendieron su viaje juntos, codo con codo. Iban en silencio, inmerso cada uno en sus pensamientos. Era un silencio denso, cargado de resonancias. Así por tres días, padre e hijo siguieron caminando hacia el Moria, sin comunicarse una sola palabra entre ellos.

            Caminan en busca del lugar fijado por el Señor. Al tercer día, alzando los ojos, Abraham descubrió el lugar que sin duda el Señor había elegi­do. Abraham dijo a los siervos:

            -Quedaos aquí con el asno. Yo y el mucha­cho iremos hasta allí, haremos adoración y volveremos donde vosotros.

            Un espíritu de profecía hizo a Abraham, decidido a sacri­ficar a su hijo, anunciar que él e Isaac volverían del monte: "Por la fe, Abraham, sometido a la prueba, presentó a Isaac como ofrenda, y el que había recibido las promesas, ofrecía a su unigénito, del cual se le había dicho: Por Isaac tendrás descendencia. Pensaba que pode­roso era Dios aún para resucitar de entre los muertos. Por eso lo recobró para que Isaac fuera también figu­ra" (Heb 11,17-19).

            Los dos siervos se quedaron allí, como les mandó Abrah­am. Entonces Abraham tomó la leña para el holocausto, se la cargó a su hijo Isaac y él tomó el fuego y el cuchillo. Los dos caminaban juntos. Isaac dijo a su padre Abraham:

            -¡Padre mío!

            Abraham sintió el frío del cuchillo en la invocación de su hijo y respondió solícito y trepidante:

            -Aquí estoy, hijo mío.

            Más helado, el cuchillo se le pegaba a las costillas. Isaac preguntó:

            -Tenemos el fuego y la leña; pero, ¿dónde está el cordero para el holocausto?

            Abraham respondió:

            -Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío.

            Y agarraba fuerte el cuchillo con su mano, mientras contestaba.Y siguieron caminando juntos. Pero la pregunta del hijo seguía mordiendo el corazón de Abraham. Como si no la hubiera respondido, Abraham susurró:

            -El Señor proveerá, si no... pienso que tú mismo podrías ser elegido como cordero del holocausto.

            Abraham sintió un gran alivio al comunicar los planes de Dios, aunque sólo a medias, a su hijo. Isaac confortó a su padre, diciéndole:

            -Haré con gozo y alegría de corazón todo cuanto te ha ordenado el Señor.

            Abraham, animado por la respuesta del hijo, se atrevió a decirle aún:

            -Hijo mío, no me escondas tus deseos o pensamientos, dime si tienes alguna duda al respecto.

            -Te aseguro, padre mío, que no siento nada en mi interior que me pueda desviar de cuanto te ha mandado el Señor. Ni un miembro, ni un músculo de mi cuerpo, ni un hueso, ni una pizca de mi carne, se ha rebelado ante el mandato del Señor. Me siento contento de cumplir la voluntad del Señor, a quien se eleva mi alma: ¡Bendito sea el Señor que me ha elegido hoy como holocausto suyo!

            Cuando llegaron al lugar, Abraham se puso a levantar el altar. Abraham erigía el altar ayudado por Isaac, que le acercaba las piedras para su construc­ción. Una vez levantado el altar, Abraham apiló la leña sobre él; luego ató a su hijo Isaac y le puso sobre el altar encima de la leña, mientras Isaac le decía:

            -Aquedá, aquedá: Atame fuerte, padre mío, no sea que por el miedo me mueva y entonces el cuchillo no penetre como se debe en mi carne y no sea válido el sacrificio. Date prisa, padre mío, ¡cumple la voluntad del Señor! Desnuda tu brazo y ata más fuerte mis manos y mis pies, mira que soy un hombre joven de treinta y seis años y tú eres ya un hombre anciano. No quisiera que, cuando el cuchillo degollador esté sobre mi cuello, tal vez temblando ante su brillo, me alce contra ti, ya que el deseo de la vida es incontrolable. En el forcejeo podría herirme a mí mismo y hacer inválido el sacrificio. Te ruego, padre mío, date prisa, cumple la volun­tad del Señor, nuestro Dios. Levanta tu vestido, cíñete los lomos, y cuando me hallas degollado, quémame hasta convertir­me en cenizas.

            Abraham desnudó su brazo, se remangó los vestidos, tomó el cuchillo y apoyó sus rodillas sobre Isaac con toda su fuerza. Sus ojos estaban fijos en los ojos de Isaac, que miraba y reflejaba el cielo, mientras ofrecía el cuello. Isaac dijo aún a su padre:

            -Cuando me hayas sacrificado y quemado en holocausto al Señor, toma un poco de mis cenizas, llévaselas a mi madre y dile: "este es el suave aroma de Isaac".

            Al escuchar estas palabras, a Abraham se le saltaron las lágrimas, bañando con ellas a su hijo Isaac, quien rompió tam­bién a llorar. Pero, sobreponiéndose, Isaac dijo a su padre:

            -¡De prisa, padre mío, cumple ya la voluntad del Señor!

            Abraham apretó el cuchillo y lo levantó para sacrificar a su hijo. Y Dios, sentado en su trono, alto y exaltado, contem­plaba cómo los corazones de padre e hijo formaban un solo corazón. Entonces los ángeles se congregaron en torno al Señor y también ellos rompieron a llorar, diciendo:

            -Santo, Santo, Señor del cielo y de la tierra, rey grande y misericordioso, que estás por encima de todos los seres y das vida a todos, ¿por qué has ordenado a tu elegido hacer esto? Tú eres llamado el compasivo y misericordioso, porque tu misericor­dia alcanza a todas tus obras. Ten compasión de Isaac, que es un hombre, hijo de hombre, y se ha dejado atar como un animal. Tú, Yahveh, que salvas al hombre y al animal, como está dicho: "Tu justicia es como las altas cordilleras, tus juicios como el océano inmenso. Tú, Yahveh, salvas al hombre y a los anima­les" (Sal 36,7). Rescata a Isaac y ten piedad de Abraham y de Isaac que están obedeciendo tus manda­tos. Usa, Señor, tu misericordia con ellos.

            El Señor, dirigiéndose a los ángeles, complacido, les dijo:

            -¿Veis cómo Abraham, mi amigo fiel, proclama la unicidad de mi Nombre ante el mundo? Mirad y ved la fe sobre la tierra: un padre que sacrifica a su hijo querido y el hijo que le ofrece su cuello. Si os hubiera escuchado en el momento de la creación, cuando me decíais: "¿Qué es el hombre para que te fijes en él?", si entonces os hubiera escuchado, ¿quién hubie­ra procla­mado la unicidad de mi Nombre en el mundo 

            Los ángeles rompieron de nuevo a llorar. Sus lágrimas caían sobre el altar. Tres lágrimas de los ángeles cayeron en los ojos de Isaac; por eso, desde entonces, la vista de Isaac fue tan débil, como está escrito: "Sus ojos debilitados ya no veían" (Gén 27,1).

Abraham y el sacrificio de Isaac

            El Señor escuchó el llanto de sus ángeles y en el momento en que Abraham iba a descargar el cuchillo sobre el cuello de Isaac, el alma de éste, como un relámpago, subió al cielo al tiempo en que se oyó una voz potente, que descendía del cielo:

            -¡Abraham, Abraham!

            Abraham, reconociendo la voz, respondió como había hecho antes:

            -¡Heme aquí!

            El ángel del Señor le dijo:

            -No alargues la mano contra el niño ni le hagas nada. Ahora ya sé que temes a Dios ya que no le has negado tu hijo, tu único hijo.              

            En aquel momento el alma de Isaac descendió del cielo y animó de nuevo su cuerpo. Isaac exclamó:

            -¡Bendito eres Tú, Señor, que devuelves la vida a los muertos!

            Abraham hizo descender a Isaac del altar, lo desató y, elevando los ojos al cielo, dijo:

            -Oh Señor, Dios mío, no te he negado mi hijo, el único, el ser más querido de mi vida, por eso, ahora, te ruego: ten misericordia de todos los descendientes de Isaac, detén tu justa cólera cuando pequen, perdona sus pecados y sálvalos cuando se hallen en peligro.

            El Señor le respondió:

            -Ya sé que, por desgracia, los descendientes de Isaac no me serán siempre fieles como él y harán lo que está mal a mis ojos. Me sentiré obligado a juzgarles al comienzo de cada año. Pero en mi juicio, si ellos me piden perdón, elevando hacia mí sus súplicas al son del shofàr, el cuerno de un carnero, como el que está detrás de ti...

            Abraham se volvió y vio un carnero trabado en un zarzal por los cuernos. Tomando Abraham el carnero lo sacrificó en lugar de su hijo. Con la sangre del carnero asperjó el altar, diciendo:

            -Esta sangre la ofrezco en lugar de mi hijo, que sea considerada como el sacrificio de mi hijo que habría debido ofrecer.

            El grato olor del carnero subió hasta el trono de la gloria de Dios y Dios aceptó el sacrificio del carnero, como si fuera el sacrificio del mismo Isaac y juró bendecirlo en este mundo y en el mundo futuro, como está escrito: "Bendecir te bendeciré y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo" (Gén 22,17).

Abraham

            "Abraham recobró a Isaac para que fuera figura" (Heb 11,19) de Cristo. Abraham, por la fe, vio el día de Cristo y se alegró (Jn 8,56); vio que de su seno nacería Cristo, que sería realmente ofrecido como víctima propicia por todo el mundo y resucitaría de entre los muertos. El Moria y el Gólgota están unidos en la mente de Dios. En el Gólgota Dios Padre lleva a cumplimiento pleno el sacrificio del Moria:

Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman, de aquellos que han sido llamados según su designio. Pues a los que de antemano conoció, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo, para que El fuera el primogénito de muchos hermanos. A los que pre­destinó, los llamó; a los que llamó, los justificó (Sant 2,21); a los que justificó, los glorificó. ¿Qué decir a todo esto? Si Dios está con nosotros, ¿quién estará con­tra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por todos nosotros, ¿como no nos dará con El todo lo demás? ¿Quién se atreverá a acu­sar a los elegidos de Dios? Siendo Dios quien justifica, ¿quién podrá condenar? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió por nosotros? Más aún, ¿el que fue resucitado y está a la diestra de Dios intercediendo por nosotros? (Rom 8,28-34).

            Cristo Jesús, después de celebrar, como Abraham, un banquete, salió con sus siervos, los apóstoles, hacia Getsema­ní. Abraham, manda a sus siervos que se queden en las faldas del monte; Jesús también dirá a los apóstoles: "quedaos aquí, mientras yo voy allá a orar" (Mt 26,36). Isaac carga con la leña para su holocausto, Cristo carga con el madero de la cruz. Isaac pide ser atado de pies y manos; Cristo es clavado de pies y manos a la cruz. El verda­dero corde­ro, que sustituye a Isaac, es Cristo, "el Cordero de Dios que carga y quita el pecado del mundo" (Jn 1,29;Ap 5,6): "Sabéis que habéis sido rescatados de la conducta necia here­dada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha ni manci­lla, Cristo, predestinado antes de la crea­ción del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa vuestra" (1Pe 1,18-21)

            Dios Padre, que interrumpió el sacrificio de Isaac, "no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó por todos nosotros" (Rom 8,32). "Porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único" (Jn 3,16); "en esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su hijo único para que vivamos por medio de El" (1Jn 4,9). San Ambrosio concluye: "Isaac es, pues, el prototipo de Cristo que sufre para la salvación del mundo".


3. JACOB Y ESAU

            Esaú y Jacob son hermanos, como Caín y Abel, más que Caín y Abel: son hermanos gemelos, nacidos del mismo seno y en el mismo parto. Y ya en el vientre de su madre comenzó el drama de su existencia. Ya en el seno de la madre parece que no pueden estar juntos, los embriones se rozan, se empujan entre sí: "Cuando Isaac tenía cuarenta años, tomó por esposa a Rebeca. Isaac oró a Dios por su mujer, que era estéril. El Señor le escuchó y Rebeca, su mujer, concibió. Pero los hijos chocaban en su vientre y ella dijo: Si es así ¿vale la pena vivir?" (Gén 25,22). Cuando llegó el parto, resultó que tenía gemelos en el vientre. Esaú nació antes; detrás salió su hermano, agarrando con la mano el talón de Esaú, y lo llamaron Jacob.

Jacob y Esau

            Crecen los hermanos. Esaú se hace experto cazador, mientras Jacob es muy amante de la tienda. Isaac, el padre, prefiere a Esaú; Jacob, en cambio, es el preferido de la madre. Y Dios, que se complace y exalta a los últimos, elige al menor para continuar la historia de la salvación: "Rebeca concibió de nuestro padre Isaac; ahora bien, antes de haber nacido, cuando no habían hecho ni bien ni mal, -para que se mantuviera la libertad de la elección divina, que depende no de las obras sino del que llama- le fue dicho a Rebeca: El mayor servirá al menor, como dice la Escritura: Amé a Jacob y odié a Esaú (Ml 1,2-3)" (Rom 9,10-13).

            La elección gratuita de Dios, sólo conocida por él, se va actuando en la historia. Esaú despreció su primogenitura y la vendió a su hermano por un plato de lentejas: "Velad porque nadie quede excluido de la gracia de Dios; que no haya ningún impío como Esaú, que por una comida vendió sus derechos de primogéni­to. Sabéis que más tarde quiso heredar la bendición, pero fue excluido, pues no obtuvo la retractación por más que la pidió hasta con lágrimas" (Heb 12,15-17).

Jacob y Esau el plato de lentejas

            Esaú se jugó el futuro por un gusto inmediato. El hambre y la sed, por expresar una necesidad vi­tal, muestran el sentido de la existencia humana ante Dios. La tentación de la sensualidad empuja al hombre a la búsqueda loca del placer; el hombre, viviendo según el imperativo del gusto, cae en la autocondes­cendencia y en el hedonismo, reduciendo su existencia, privada de significado y valor, a la esclavitud del deseo y del miedo. La obsesión por la seguridad le impide abrirse al futuro, le obliga a instalarse en el presente por mísero que sea, le corta la alas de la esperanza; le encierra en un círculo de muerte, impidiéndole una vida realmente humana, que sólo se realiza cuando el hombre experimenta la precariedad de todo logro, la transitoriedad de toda situación y, por ello, rompe el cerco que le instala y radica en el suelo hasta corromperlo.

            Esta es una tentación típica de la era tecnológica y de la sociedad de consumo, que multiplica sus produc­tos y con ellos las necesidades artificiales y el deseo de posesión. Esta tentación lleva al hombre actual a per­derse en la superficialidad, absorto en los mil espejismos de felicidad, que la publicidad le ofrece para asegurar su vida o darle felicidad, sin dejarle tiempo ni espacio para interrogarse sobre el sentido de su vida. Con las cosas intenta cubrir el vacío interior, que crece en él cada día. El ser se pierde en el tener. Al final, la depresión es el fruto de la instalación.

            Isaac, anciano y ciego, viendo acercarse la muerte, quiso bendecir a su hijo mayor, Esaú, a quien prefería abiertamente. Pero Jacob, con el fraude perpetrado por la madre, usurpó a su hermano la bendición. Esta bendición, conseguida con engaño, marcará el futuro de Jacob. Esaú decide matarlo y Jacob debe huir lejos de la casa, lejos de la tierra santa, y refugiarse en casa de su tío Labán, en la tierra de donde Dios había mandado salir a Abraham. Veinte años duró la espera de que "le pasara la cólera a su hermano".

Jacob y Esau la bendición de Isaac

            Son años en los que Dios, Señor de la historia, prepara las doce tribus de su pueblo, la descendencia de Abraham. Jacob se casa con Lía y Raquel y engendra los doce hijos, origen de Israel. Con la bendición del padre, Jacob se abre al futuro; huyendo del odio sale en busca del amor y la fecundidad. Es el hilo de la historia que Dios ha trazado para Jacob y su descendencia. En el camino de su huida Dios sigue sus pasos, aunque Jacob no lo sepa. En su huida llega a Betel y Dios se le aparece: "Llegando a un cierto lugar, como se había puesto el sol, Jacob se dispuso a hacer noche. Tomó una piedra, la puso como almohada y se echó a dormir. Y tuvo un sueño. Soñó con una escalera apoyada en tierra, cuya cima tocaba los cielos. Los ángeles subían y bajaban por ella. Y Dios, que estaba sobre ella, le dijo: Yo soy el Dios de tu padre Abraham y el Dios de Isaac. La tierra en que estás acostado te la doy para ti y tu descendencia, que se multiplicará como el polvo de la tierra. Mira que yo estoy contigo; te guardaré por dondequiera que vayas y te volveré a este lugar. Se despertó Jacob y dijo: Realmente está el Señor en este lugar y yo no lo sabía. Tomó la piedra que le había servido de almohada, la colocó a modo de estela y derramó aceite sobre ella y llamó a aquel lugar Betel. Jacob pronunció un voto: Si Dios está conmigo y me guarda en este camino que estoy haciendo y me da pan para comer y vestido con que cubrirme, y si vuelvo sano y salvo a casa de mi padre, entonces el Señor será mi Dios y esta piedra que he erigido como estela será Casa de Dios" (Gén 28,10ss).

            Despierto, de pie, apoyado sobre sus talones, Jacob no ha visto a Dios. Acostado sobre la tierra, con las ojos cerrados, dormido, se le ilumina el corazón y ve al Invisible, a Dios que le sigue en su peregrinación. El "Dios de Abraham", el "Dios de Isaac" quiere ser también el "Dios de Jacob". El Dios que le acompaña no es un Dios lejano, abstracto; es un Dios personal, que se liga al hombre en una alianza de amor. Comenta san Gregorio:

Hay que notar que ve dormido ángeles el que apoya la cabeza en la piedra (Cristo). Los que se alejan de la actividad presente pero no miran hacia arriba, pueden dormir, pero no pueden ver ángeles. Porque desdeñan apoyar la cabeza en la piedra, por eso duermen con el cuerpo, no con el afán, porque no apoyan la cabeza en la piedra, sino en la tierra.

            El Dios que se aparece a Jacob es el Dios que pelea con el hombre. Pasados veinte años, el Dios aparecido en Betel le reclama: "Yo soy el Dios de Betel. Ahora levántate, sal de esta tierra y vuelve a la tierra de tu padre". Pero no puede volver el mismo Jacob que salió huyendo de su hermano. Jacob, según el significado de su nombre, es el que se apoya en su talón como única fuerza de su vida. Dios le saldrá al encuentro en la noche, en el margen del Yaboc y luchará con él. En el combate de Jacob está simbolizado el combate de Dios con todos sus elegidos. Es el combate de Dios por ser reconocido como Dios, apoyo único del hombre. Para ello Dios tendrá que tocar al hombre en la articulación del fémur, para que, cojo, sin poder apoyarse en su talón, se apoye en Dios. Conocida su debilidad de criatura se apoyará en la fuerza de Dios. Pasará de Jacob a Israel.

            En su vuelta a Canaán, Jacob llegó al Yaboc, límite de la tierra de su tío Labán y de su hermano Esaú. El Yaboc le cierra toda posibilidad de huida. En el momento crucial de su vida no le sirven los afectos de sus mujeres e hijos, no le sirven las riquezas que ha acumulado en casa de su tío. Jacob tomó a sus mujeres e hijos y les hizo cruzar el río. Hizo pasar también todas sus posesiones. Y Jacob quedó solo:

Y habiéndose quedado solo, alguien luchó con él hasta rayar el alba. Pero viendo que no le podía, le tocó en la articulación femoral, y se dislocó el fémur de Jacob mientras luchaba con aquel. Este le dijo: "Suéltame que ha rayado el alba". Jacob respondió: "No te soltaré hasta que no me hayas bendecido". Dijo el otro: "¿Cuál es tu nombre?". "Jacob", respondió él. "En adelante no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y has vencido". Jacob preguntó: "Dime, por favor tu nombre". "¿Para qué preguntas por mi nombre?". Y le bendijo allí mismo. Jacob llamó a aquel lugar Penuel, pues se dijo: "He visto a Dios cara a cara, y he quedado con vida". El sol salió, pero él cojeaba (Gén 32,23ss).

            Reconocida su debilidad, Jacob se transforma en Israel, el que se apoya en Dios. Esta es la bendición de Dios. El cambio de nombre expresa el cambio de ser y de vida. Ahora puede pasar el río, enfrentarse a su hermano y recibir su abrazo de paz. Abrazado a él, reconciliados, Jacob le dice a Esaú: "He visto tu rostro benévolo y es como ver el rostro de Dios". En el perdón y reconciliación del hermano, Jacob ha visto reflejado el rostro de Dios. Era de noche cuando comenzó el combate. Pero con la bendición de Dios ha despuntado el alba. Un nuevo día, una nueva vida amanece para Jacob-Israel, "fuerte con Dios".

Jacob lucha con el ángel

            Jacob llega sano y salvo a la tierra de Canaán. Compra una campo y planta sus tiendas. Luego sube a Betel para levantar un altar al Dios que se le apareció cuando huía de su hermano Esaú. Y Dios le confirma la promesa hecha a sus padres: "La tierra que di a Abraham y a Isaac te la doy a ti y a tus descendientes. Un pueblo nacerá de ti y saldrán reyes de tus entrañas". Como comenta Ruperto de Deutz, "con plena verdad Dios bendijo a Jacob cuando Cristo, nacido de su linaje, tomando carne, anuló la vieja maldición y después de la pasión derramó la bendición, es decir, el Espíritu Santo". En Getsemaní, al lado del Cedrón, Cristo pasa la noche en agonía, en lucha con la voluntad de Dios para alcanzar la bendición primordial, perdida por el pecado. Gracias a su combate amaneció el sol del amor que reconcilia a los hermanos con el Padre y entre ellos. Al sol que alumbra a Jacob en Penuel corresponde ahora el sol del día de la resurrección.



José vendido por sus hermanos

4. JOSE

            Entre los descendientes de Jacob, sus doce hijos, en seguida destaca José, el primer hijo de su amada esposa Raquel. José goza de las preferencias de su padre. Esto suscita la envidia de sus hermanos. Estos, para librarse de él y de sus sueños, le venden a unos comerciantes madianitas, que lo llevan a Egipto. Dios estaba con él y le colmó de bendiciones 

            José es el portador de la bendición de los padres, Abraham, Isaac y Jacob. Dios, por él, bendice a su señor egipcio, Putifar, que le puso al frente de toda su casa, confiándole cuanto poseía. Pero José era apuesto y de buena presencia. La mujer de Putifar se fija en él y quiere seducirlo. José resiste la tentación: "¿Cómo voy a hacer este mal, pecando contra Dios?". Ella insiste, pero él no cede. Entonces, sintiéndose rechazada, acusa a José ante todos los de la casa y ante su esposo: "Ha entrado en mi habitación ese siervo hebreo que tú nos trajiste, para abusar de mí". Así José fue a parar a la cárcel.

            Pero el Señor estaba con José, le protegió e hizo que cayera en gracia al jefe de la prisión. Este encomendó a José todos los presos de la cárcel, de modo que todo se hacía en ella según su deseo. El Señor le hacía prosperar también en la prisión. Así se ganó la confianza de los presos, que le cuentan hasta sus sueños. En la interpretación de los sueños José se da a conocer como "sabio y prudente". Su interpretación se realiza. Esto le llevará hasta el Faraón, a quien interpreta dos sueños. Y también se gana la confianza del Faraón, que le pone al frente de todo Egipto. Dios está guiando los pasos de José para llevar a cabo su plan de salvación.

            La carestía cubrió todo el país, según había anunciado José. Todo el mundo iba a Egipto a comprar grano a José, pues el hambre arreciaba por todas partes. Entre los que iban a Egipto, bajaron también los hermanos de José. Sin saberlo, para conservar la vida, se encaminan hacia su hermano. El salvó la vida para poder salvar la vida de otros. Tal era el designio de Dios. Los hermanos, pues, llegaron y se postraron rostro en tierra ante José. Sin pensarlo están dando cumplimiento a los sueños de José, de los que creyeron liberarse al venderlo: "las gavillas, el sol y la luna y once estrellas se postraban ante mí" (Gén 37,7ss). José los reconoció, pero lo disimuló. José, que ama a sus hermanos, les reconoce; ellos, que no aman, no le reconocen.

            José pudo haber revelado inmediatamente su identidad, mostrando cómo se han cumplido sus sueños, pero José no disfruta con la humillación de sus hermanos. Pudo haberles tendido la mano inmediatamente en señal de reconcilia­ción, pero no habría sido una reconciliación auténtica, si los hermanos no aceptaban su culpa y se arrepentían de ella. José espera que sus hermanos tomen conciencia de que son hermanos de verdad. Para ello les pone a prueba. Les acusa de espías. Los hermanos reaccionan como familia: son hijos de un mismo padre. En su defensa recuerdan que eran doce hermanos. Faltan dos, el menor se ha quedado con el padre, y el otro "no está", no existe. Para ellos uno de los hermanos no existe. ¿No existe? José quiere ayudarles a confesar su culpa para que puedan recuperarlo como hermano. Deja en Egipto a uno de los hermanos y exige que la próxima vez lleven al hermano menor con ellos.

            El segundo encuentro de los hermanos con José culmina en un banquete en el que los doce están materialmente presentes. Pero José aún no es reconocido como hermano. Hace falta un tercer encuentro. Ante la acusación de que Benjamín ha robado la copa de José, Judá, que ha salido fiador de Benjamín ante el padre, pronuncia su alegato de defensa, confesando el pecado y aceptando la pena: Dios ha descubierto la culpa de tus siervos. Somos esclavos de nuestro señor. Los hermanos, descubierta la culpa, se ofrecen como esclavos, ya que su pecado fue vender como esclavo a un hermano. En esta confesión se han abierto al perdón. Es más, por salvar a Benjamín y devolverlo a su padre, Judá se ofrece a cargar personalmente con toda la culpa, ofreciéndose como esclavo para salvar a los hermanos. La hermandad ha sido restablecida.

            Entonces José se da a conocer: "Yo soy José vuestro hermano, el que vendisteis a los egipcios". José no elude el recuerdo de la culpa, lo hace aflorar en la conciencia de los hermanos, que se turban y no saben qué decir. Pero José no les condena. Sabe que Dios está detrás de toda su historia y saca el bien hasta del pecado:

Yo soy José, vuestro hermano, el que vendisteis a los egipcios. Pero ahora no os aflijáis ni os pese haberme vendido; porque para salvar vidas me envió Dios por delante. Llevamos dos años de hambre en el país y nos quedan cinco más sin siembra ni siega. Dios me envió por delante para que podáis sobrevivir en este país. No fuisteis vosotros quienes me enviasteis acá, sino Dios, que me ha hecho ministro del Faraón, señor de toda su corte y gobernador de Egipto. Ahora, daos prisa, subid a casa de nuestro padre y traedle acá sin tardar (Gén 45,1ss).

            Y echándose al cuello de su hermano Benjamín lloró y lo mismo hizo Benjamín. Después, llorando, besó a todos los hermanos. El abrazo de reconcilia­ción borra toda culpa y devuelve la paz a los doce hermanos.

José se reconcilia con sus hermanos

            Jacob con todo lo suyo se puso en camino hacia Egipto. En Berseba, de noche, en una visión Dios le dijo: "Yo soy Dios, el Dios de tu padre. No temas bajar a Egipto porque allí te convertiré en un pueblo numeroso. Yo bajaré contigo a Egipto y yo te haré subir de allí" (Gén 46,3). Todas las personas, que emigraron con Jacob a Egipto, nacidos de él, y añadiendo los dos hijos nacidos a José en Egipto, hacen un total de setenta. José instaló a su padre y hermanos en lo mejor de Egipto, en el territorio de Gosén. Allí Israel creció y se multiplicó en gran manera.

            Al morir el padre, los hermanos de José, que no han superado del todo su sentido de culpabilidad, temen que José les guarde rencor y les haga pagar el mal que le hicieron. Le dicen a José: "Antes de morir, tu padre nos dijo que te dijéramos: 'Perdona a tus hermanos su crimen y su pecado y el mal que te hicieron'. Por tanto, perdona el crimen de los siervos del Dios de tu padre". Al oírlo, José se echó a llorar y les dijo, recogiendo el sentido de toda su historia: "No temáis. ¿Ocupo yo el lugar de Dios? Vosotros intentasteis hacerme mal, Dios lo dispuso para bien, para hacer sobrevivir, como hoy ocurre, a un pueblo numeroso. Así que no temáis". Y los consoló llegándoles al corazón.

            Dios juega con los proyectos de los hombres y sabe mudar en bien sus designios torcidos. No sólo se salva José, sino que el crimen de los hermanos se convierte en instrumento del plan de Dios: la llegada de los hijos de Jacob a Egipto prepara el nacimiento del pueblo elegido.

José Dueño de Egipto

            José es figura de Cristo. Cristo es el verdadero José, el único capaz de interpretar plenamente el designio del Padre, escondido bajo el velo de la Escritura como en un sueño simbólico. Cristo se hace hermano nuestro para hacernos hermanos suyos, hijos del mismo Padre. "El no se avergüenza de llamarnos hermanos" (Heb 2,11). El, el Unigénito, ha querido ser el Primogénito de muchos hermanos (Rom 8,29). Vendido y traicionado por los hombres, Cristo desciende al abismo de la muerte, pero con su muerte destruye nuestra muerte. Cristo victorioso de la muerte nos reconcilia con el Padre y nos hace hermanos suyos y entre nosotros. Su muerte es nuestra vida. Su resurrección es nuestra salvación. Del pecado Dios saca la vida. "Vence el mal con el bien" (Rom 12,21). San Pablo, en sintonía con José, nos dice: "Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que han sido llamados según su designio" (Rom 8,28).

            El Catecismo de la Iglesia Católica comenta la historia de José diciendo que "Dios en su providencia puede sacar un bien de las consecuencias de un mal, incluso moral, causado por sus criaturas... Del mayor mal moral que ha sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios, causado por los pecados de todos los hombres, Dios, por la superabundancia de su gracia, sacó el mayor de los bienes: la glorificación de Cristo y nuestra redención" (n. 312).

 


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