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Figuras bíblicas: III. EL EXODO

EMILIANO JIMENEZ HERNANDEZ

Páginas relacionadas 

                                       

 

1. Moisés

2. Aarón

3. Josué

 

Figuras bíblicas del Antiguo Testamento

 

1. MOISES

            La "descendencia" de Abraham llegó a alcanzar en Egipto la categoría de pueblo (Ex 1,17); pero pueblo reducido a esclavitud (Ex 1,8ss), a la misma impotencia de su padre Abraham. Es el momento en que interviene "el Dios de Abraham, Isaac y Jacob" (3,6): "He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he escuchado su clamor, conozco sus sufrimientos. Voy a liberarlo de manos de Egipto" (Ex 3,7s). Dios mantiene su fidelidad a las promesas hechas a los padres.

Moisés salvado de las aguas

a) Moisés salvado de las aguas

            Moisés, el elegido de Dios para liberar a su pueblo, nace en medio de la dura esclavitud de Egipto. Los israelitas se han multiplicado y un nuevo Faraón, que ya nada sabía de José, teme por su seguridad e intenta aplastar a los descendientes de Abraham, sometiéndolos bajo el peso de duros trabajos. Más aún, decreta la muerte de todos los niños varones: "Todo niño que nazca lo echaréis al Nilo". En este momento nace Moisés y es arrojado al río, pero es "salvado de las aguas" por la hija del Faraón. El elegido por Dios para salvar a su pueblo es él mismo el primer salvado de la muerte.

            Moisés crece en la corte del Faraón hasta que, ya mayor, fue a visitar a sus hermanos y comprobó su penosa situación. Herido en su corazón, Moisés comienza a actuar por su cuenta, intentando defender a sus hermanos, que no le comprenden ni aceptan. Moisés tiene que huir al desierto. Allí Dios se le aparece, le revela su nombre y su designio de salvación. Le envía a liberar a su pueblo de manos del Faraón. En vano se excusa el elegido: "¿Quién soy yo para presentarme al Faraón y sacar de Egipto a los israelitas?". Dios, al revelarle su nombre, le da la fuerza para desempeñar su misión: "Yo estaré contigo".

            Moisés apacentó el rebaño de Jetró durante cuarenta años sin que ninguna fiera salvaje devorara las crías; antes bien, el rebaño crecía y se multiplicaba extraordinaria­mente. A Moisés se refiere la Escritura cuando dice: "Como un rebaño santo" (Ez 36,38). En una ocasión "condujo el rebaño al fondo del desierto" (Ex 3,1), hasta el Horeb y allí se le reveló el Santo, bendito sea, desde en medio de la zarza, como está escrito: "Se le apareció el ángel de Yahveh a manera de llama de fuego en medio de una zarza" (Ex 3,2).

Moisés y la zarza ardiente

            Moisés vio el fuego arder en medio de la zarza, sin que el fuego consumiera la zarza ni la zarza apagara las llamas del fuego. Moisés miraba y, con el corazón lleno de admiración, dijo: "Voy a acercarme a contemplar este espectáculo tan admirable: cómo es que no se quema la zarza" (Ex 3,3). ¿De quién es la gloria que hay en el interior de la zarza?

            El Señor le dijo: Moisés, "no te acerques. Quítate las sandalias de los pies" (Ex 3,5).Y añadió: "Anda, que te envío al Faraón" (Ex 3,10). Le respondió Moisés: Señor de todos los mundos, ¿no te he dicho que yo no tengo fuerza pues tengo un defecto en la lengua? (Cfr. Gén 4,10). Señor de todos los mundos, "envía al que tengas que enviar" (Ex 4,13), a ese que en el futuro has de enviar.

            Le dijo el Señor: Yo no te he dicho: "anda, que te envío a Israel", sino "anda, que te envío al Faraón". Ese hombre que tú dices es el que yo enviaré a Israel en el futuro que ha de venir, como está escrito: "Yo os enviaré al profeta Elías antes que venga el día de Yahveh" (Mal 3,23). Moisés le suplicó: Señor de todos los mundos, dame a conocer tu Nombre grande y santo, para que pueda invocarte por tu Nombre y Tú me respondas. Y se lo dio a conocer, según está escrito: "Dijo Dios a Moisés: Yo soy el que soy y será" (Ex 3,14-15).

            La historia del pueblo de Israel contiene los mismos rasgos de la historia de los patriarcas. Comienza con la vocación de Moisés en la teofanía del Horeb (Ex 3). El punto culminante de la teofanía es la revelación del nombre de Dios: "Yo soy el que soy" (v. 14). La revela­ción de este nombre significa que ningún lugar sagrado, ninguna montaña, ningún tem­plo, es el lugar de residencia del Dios que envía a Moi­sés. No tiene morada; está en el aquí y ahora de la histo­ria de Israel. No habla de su esencia o de su existencia; habla de su asistencia. El invisible se hará visible en hechos históricos, se revelará en su actuación en la historia. Israel descubre a Dios en su actuar en la historia.

            Con la revelación del nombre de Dios, Moisés es enviado a sacar a Israel de la esclavitud de Egipto para que pueda "dar culto" al Dios que el Faraón se niega a reconocer. Para ello, Dios le promete estar con él y "actuar con mano fuerte", hiriendo a los egipcios hasta que el Faraón les deje salir.

            La promesa hecha a Moisés, en la revelación del nombre de Yahveh, se cumple en la liberación del pueblo de la esclavitud de Egipto y en la cadena de aconteci­mientos portentosos relacionados con ella: plagas de Egipto, paso del mar Rojo, travesía del desierto, en­cuentro con Dios en el Sinaí, conclusión de la alianza y conquista de la tierra prometida. Estos acontecimientos son hechos de Dios, mirabilia Dei: portentos de Dios. Por ello, desde entonces y por siem­pre, fueron recordados y celebrados en el culto. El credo de Israel mantiene en vigencia actual el hecho y lo cele­bra: Yahveh ha salvado portentosamente a su pueblo. Lo que ha pasado una vez es promesa y garantía del pre­sente y del futuro, fundamento de la fe y de la esperan­za. Esto se formula de una manera particular­mente ex­presiva en el proverbio del águila: "Vosotros habéis visto lo que he hecho con Egipto y cómo os he llevado sobre alas de águila y os he traído hacia mí; ahora, si escucháis mi voz y guardáis mi alianza, seréis mi propiedad entre todos los pueblos. Ciertamente, toda la tierra es mía, pero vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes y un pueblo consagrado" (Ex 19,4‑6).

Moisés abre las aguas del mar rojo

            El Exodo es un memorial de la intervención salvadora de Dios. Cada vez que se proclama se hace presente esa fuerza salvadora de Dios. "Cada generación debe considerarse como si ella misma hubiera salido de Egipto", dice el tratado del Talmud sobre la Pascua. Por eso el Exodo es una revelación de Dios que actúa dentro de la historia. La confesión de fe de Israel proclama constantemente: "Yahveh que nos ha hecho salir de Egipto". Este acontecimiento fundamental de la historia y de la fe de Israel es vivido, anticipadamente por Moisés, el primer peregrino "al monte de Dios, el Horeb", donde Dios le revela su nombre en la teofanía de la zarza ardiente "que ardía, pero no se consumía" (Ex 3,1ss).

            Este acontecimiento portentoso de liberación, al ser celebrado, al hacer memoria de él, rebasándose a sí mismo, se abre a otro acontecimiento salvador mayor. Es el acontecimiento pasado, hecho actual en la cele­bración fruto de él, que se hace promesa de algo futuro y por venir: la liberación mesiánica, el día de Yahveh, el reino del Ungido. La palabra y el acontecimiento histó­rico tienden a la plenitud de los tiempos.

            Los pro­fetas mantendrán vivo el recuerdo de los acontecimien­tos del primer éxodo, para que a la luz de este memorial se haga eficaz en el presente de la historia la fuerza salvadora de Dios. Esta es la fuerza del memorial señalada ya en la Torá (Ex 13,3‑10;Dt 26,1‑10;Sal 95): «Recordando su palabra fiel para con Abraham, su siervo, Dios hizo salir a su pueblo en medio de la alegría» (Sal 105,42s), canta el pueblo con el salmista. El culto es el momento privilegiado para recordar y actualizar las actuaciones de Dios. Moisés debe poner fin a la opre­sión que impide a Israel celebrar el culto al Dios que el Faraón se niega a reconocer (Ex 4,22s;5,1‑18). Sin la fiesta, que celebra la actuación de Dios, no hay futuro ni esperanza, pues el presente se queda sin el apoyo del pasado.

            Para el creyente la historia está marcada por las vi­sitas del Señor, en tiempos, días, horas, momentos privi­legiados. El Señor vino, viene sin cesar, vendrá con glo­ria y majestad. Estos encuentros con el Señor en el devenir de la historia señalan el "día del Señor" como kairós de salvación. La celebración conmemora y anun­cia el día del Señor, la intervención de Dios en la histo­ria. Todas las intervenciones de Dios, unidas a la ce­lebración de la liberación de Egipto, hacen esperar su intervención definitiva en el futuro con la llegada del Mesías, que nos libera de la muerte para dar a Dios el verdadero culto en espíritu y verdad (Jn 4,23s). Esta salvación definitiva (escatológica) aparece como una nueva creación (Is 65,17), un éxodo irreversi­ble (Is 65,22), una victoria total sobre el mal recobran­do de nuevo el paraíso (Is 65,25).

 

Israel camina por el desierto

b) Moisés, guía del pueblo por el desierto

            Moisés es el hombre "más humilde" de la tierra. Esa humildad que, en un principio, le hizo temblar ante la misión que Dios le encomendaba, le ayudará a realizarla, guiando al pueblo con una suavidad sin igual a través de las oposiciones y rebeliones continuas del mismo pueblo. Dios mismo le declara su "más fiel servidor" (Ex 12,7s) y lo trata como amigo (Ex 33,11), hablándole cara a cara desde la nube. Sostenido por Dios, verdadero guía del pueblo, Moisés conduce al pueblo hacia la libertad, hacia el Sinaí. Sólo un pueblo libre puede aceptar la alianza que Dios le ofrece.

            La historia es el espacio donde el hombre vive su libertad. Sólo hay historia allí donde se da la liber­tad. El futuro del hombre se hace desde el presente de su libertad. Desde el seno del presente, la libertad salta, liberando al hombre de su clausura en la actualidad, abriéndole hacia nuevos horizontes. La libertad, pues, hace al hombre capaz de futuro. Esta libertad creado­ra del hombre es el don y el tormento del hombre. Una y mil veces renace en el hombre, en medio de la angus­tia, la tentación de volver a la apacible seguridad de una vida apoyada en sí mismo, aunque sea a costa de renunciar a las esperanzas que la presencia de Yahveh, en cada pascua, abre ante sus ojos. Tentación de volver a Egipto, de pactar con los enemigos, de ganarse con sa­crificios la benevolencia de los dioses rivales, de estable­cerse definitivamente en lo ya poseído sin continuar la oscura peregrinación de la fe. Pero esta vuelta atrás se hace imposible porque lleva consigo la experiencia de la disolución y del fracaso. Los profetas se encargan de re­cordar al pueblo que la fe y la fidelidad a Dios son la única garantía de su existencia: "Si no creéis no subsis­tiréis" (Is 7,9). La fe es un camino y no una instalación. Es la precariedad de vida: renunciar a lo que se tiene para ir hacia lo que está delante. Es salir de la propia tierra, dejar atrás las seguridades, que se poseen, para seguir la marcha hacia lo prometido. La fe convierte la vida del creyente en un proceso siempre abierto hacia lo que está por venir. Para el creyente, la vida es futuro y promesa, esperanza creadora y confiada.

            La vida del hombre es un éxodo, un atravesar el desierto de la existencia bajo la gloria de Dios hasta en­trar en el Reino. El itinerario del desierto en precariedad lleva al hombre a seguir al Señor en la fe hasta la alianza con El. El desierto es un lugar de paso, no un lugar ideal permanente; es el paso, el camino de la esclavitud a la libertad, de Egipto a la tierra prometida

            Salir‑caminar‑entrar sintetizan la experiencia de la vida humana. Salir es una experiencia fundamental; en primer lugar está el salir de un lugar espacial: de un lu­gar a otro; y, luego, por derivación, de una situación a otra. Al comienzo de la vida de todo hombre encontra­mos el salir del seno materno como experiencia primordial, como salida del lugar cerrado, que supone, al mismo tiempo, pérdida de la seguridad, para poder co­menzar la vida. Esta situación la encontrará fre­cuentemente el hombre, tentado, por ello, de renunciar al riesgo de la libertad por temor a la inseguridad. La experiencia del salir, al nacer, se repite en las fases sucesivas del crecimiento humano: salir de la propia fa­milia para formar una nueva, salir de un ambiente co­nocido, de una situación dada... Particularmente intere­santes son las trasposiciones al campo de la experiencia espiritual: salir de sí mismo. La mística la ha usado fre­cuentemente: "En una noche oscura... salí sin ser nota­do" (S. Juan de la Cruz).

            El salir está orientado al entrar. Si al salir no corres­pondiese un entrar, se trataría de un vagar sin meta y sin sentido. La finalidad del salir es entrar. En el plan de Dios (Dt 6,27‑28), el salir de Egipto es para entrar en la tierra prometida (Ex 3,8;6,3‑8), entrar en alian­za con Dios, verdadero término de la liberación. Pero entre el salir y el entrar está el desierto, el camino, el tiempo intermedio. La vida humana está lle­na de tiempos intermedios, que crean una tensión diná­mica entre el pasado y el futuro, como por ejemplo el noviazgo.

            Características del tiempo intermedio son la provi­soriedad y la tensión al término final, sin que esto signi­fique que el tiempo intermedio no conserve su valor. Dios ha querido asumir esta realidad humana funda­mental y ha hecho del desierto una etapa privilegiada de la salvación. Así el camino se convierte en experien­cia humana primordial, cargándose de simbolismo: ir por el camino recto o extraviarse, seguir a Cristo, cam­biar de dirección o convertirse, seguir los caminos del Señor o caminar según sus designios.

 

Moisés y las tentaciones por el desierto

c) Las tentaciones del desierto

            El desierto, camino del pueblo de Dios, es una prueba para saber si Israel cree en Dios, única meta auténtica de la vida: "Yahveh vuestro Dios os pone a prueba para saber si verdaderamente amáis a Yahveh vuestro Dios con todo el corazón y con toda vues­tra alma" (Dt 13,4). El desierto es la prueba de la fe; como lugar árido y estéril, "lugar donde no se puede sembrar, donde no hay higueras ni viñas ni granados y donde no hay ni agua para beber" (Nú 20,5). Es inútil la actividad humana; el desierto no produce nada, sím­bolo de la impotencia humana y, por ello, de la depen­dencia de Dios, que manifiesta su potencia vivificante dando el agua y el maná, juntamente con su palabra de vida.

            El tiempo del desierto es, pues, emblemático de la vida del hombre sobre la tierra. En él Dios se revela como salvador de las aguas de muerte de Egipto y con­duce al pueblo a las aguas de una vida nueva en la tie­rra de la libertad. Entre el salir y el entrar está el desierto, el camino, el itinerario de la existencia con sus pruebas, combates, tentaciones, dudas, rebeliones, murmuracio­nes..., toda una pedagogía divina para llevar al pueblo a ser "pueblo de Dios", pueblo elegido, consagrado a Dios, con una misión sacerdotal en medio de las nacio­nes. El Deuteronomio nos da una visión global del tiempo del desierto: "Acuérdate de todo el ca­mino que Yahveh tu Dios te ha hecho andar durante estos cuarenta años en el desierto para humillarte, probarte y conocer lo que había en tu corazón: si ibas o no a guar­dar sus mandamientos. Te humilló, te hizo pasar ham­bre, te dio a comer el maná que ni tú ni tus padres ha­bíais conocido, para mostrarte que no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca de Dios. No se gastó el vestido que llevabas ni se hincharon tus pies a lo largo de esos cuarenta años. Reconoce, pues, en tu corazón que, como un pa­dre corrige a su hijo, así el Señor tu Dios te corregía a ti. Guarda, por tanto, los mandamientos del Señor tu Dios siguiendo sus caminos y temiéndolo" (Ex 8,2‑6).

            El camino del desierto es el itinerario de la fe, que con­duce a la alianza con Dios. Este camino de vida en la liber­tad, Dios se lo revela al pueblo en la Torá, que se resume en el Shemá: "Escucha, Israel: Yahveh nuestro Dios es el úni­co Dios. Amarás a Yahveh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas" (Dt 6,4). Esto "te hará feliz" "en la tierra que mana leche y miel" (Dt 6,3). Pero frente a este camino de vida y felicidad, a la que aspira y tiende el pueblo y todo hombre, se alzan tres ten­taciones como espejismos de felicidad, engañándolo y arrastrándolo a la muerte: el hedonismo, el deseo de autonomía y el afán de dinero, fuente de gloria. Es la triple tentación de todo hombre: búsqueda del placer como "ley" de vida, libertad autónoma como aspiración absoluta y afán de di­nero como fuente y fuerza de realización humana.

            En el desierto hizo Dios experimentar a su pueblo el hambre y la sed para probarlo y para conocer el fondo de su corazón (Dt 8,1ss). Israel, pueblo de la alianza, debía aprender que su existencia dependía totalmente de Yahveh, único que le da el pan y la bebida; pero, más allá y más profundamente que es­tas necesidades físicas, Israel debe descubrir una necesi­dad más vital: la necesidad de Dios, dador de vida. Pero el pueblo no comprende y sucumbe a la tentación frente al hambre y la sed: "En el desierto Dios hendió las rocas, los abrevó a raudales sin medida; hizo brotar arroyos de la peña y descender las aguas como ríos. Pero ellos volvían a pecar contra El, a rebelarse contra el Altísimo en la estepa; a Dios tentaron en su corazón reclamando pan para su hambre. Hablaron contra Dios, diciendo: ¿Será Dios capaz de aderezar una mesa en el desierto?" (Sal 78,13‑20).

            La experiencia de la prueba/tentación no es sencillamente de orden moral; es la prueba de la fe; entra en juego la libertad del hombre frente a Dios. El hambre, la sed, la incomodidad, el sufrimiento ponen al hombre en la situación de decidirse por la promesa, por la alianza, por el futuro, por Dios o por el presente, por el placer inmediato, por las carnes de Egipto, aunque sea en esclavitud. Frente a esta prueba, el pueblo sucumbe a la tentación: "Toda la comunidad de Israel murmuró contra Moisés y Aarón en el desierto. Los israelitas les decían: ¡Ojalá hubiéramos muerto en la tierra de Egipto cuando nos sentába­mos junto a las ollas de carne, cuando comíamos pan hasta hartarnos. Vosotros nos habéis traído a este desierto para matar de hambre a toda esta asamblea" (Ex 16,2s).

            La tentación del hedonismo está enlazada y es consecuencia de la tentación de autonomía. Es otra tentación del desierto y de todo hombre. Es la tentación de Massá y Meribá, "donde los israelitas tentaron a Yahveh diciendo: ¿Está Yahveh entre nosotros o no?" (Ex 17,7). El hombre escoge su autonomía, que es lo mismo que su soledad, pensando hallar en ella la vida, al no depender de otro; pero en ella no encuentra más que la desnudez, el miedo y la muerte. La independencia le lleva a la pérdida de la libertad, que sólo se vive en la verdad (Jn 8,32-44).

La serpiente de bronce

            La tentación de rebelión contra Dios tiene una doble manifestación: tentar a Dios o negarle. Ante el desierto, ante la historia concreta del hombre, en su condición de criatura con sus límites, ante la cruz de la existencia, ante la prueba en la que Dios sitúa al hombre, éste tienta a Dios, prueba a Dios, intimándolo a poner fin a la prueba, a quitarle la cruz, a cambiarle la historia.

            La fe es la apertura del hombre a Dios que se le revela; es consentimiento en adoración y amor a sus pa­labras y a la historia; es respuesta de vida en fidelidad a esa revelación, en alabanza por la benevolen­cia de Dios. Fe y vida no se contraponen ni contradicen, sino que la fe transforma la vida, haciendo que ésta sea vivida en una referencia gozosa a Dios; referencia fundamental deriva­da de la comunicación que Dios hace de sí mismo en su revelación al hombre, suscitando la respuesta de dona­ción del hombre a Dios. Pero el hombre puede desnatu­ralizar esta relación con Dios, invirtiéndola en su con­trario, cediendo a la tentación de utilizar a Dios y servirse de El como un medio más al servicio de sus planes, en lugar de desbordarse a sí mismo hacia El y adorarlo como Dios. La segunda forma de rebelión contra Dios es su ne­gación o ateísmo. El hombre, ante la pregunta del de­sierto "está Dios en medio de nosotros o no?" respon­de con la negación.

            Dios es amor y nos llama, en su insondable amor, a entrar en unión con El. La acogida de esta gracia convierte a la persona en creyente. Uno puede recono­cer la existencia de Dios y no ser creyente, sino arreli­gioso, mientras ignore o rechace la llamada a la comu­nión con El. La palabra religio significa una relación de comunión, de religación con Dios. Dirá la Gaudium et spes del Vaticano II: "La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y sólo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador. Muchos son, sin embargo, los que hoy día se desentienden del todo de esta íntima y vital unión con Dios o la niegan en forma explícita. Es este ateísmo uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo (n. 19).

            El camino de la vida, que Dios mostra a su pueblo en el desierto, se resume en el Shemá: "Yahveh nuestro Dios es el único Dios. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas". Por ello, cuando el hombre niega al único Dios y busca la felicidad por su cuenta, murmu­rando en su corazón contra el designio de Dios, negándole para, en su autonomía, no depender de El, creyéndose más inteligente que El y por tanto no entregándole su vida, entonces el hombre experimenta la desnudez y el miedo, que le obligan a venderse a los poderes del señor del mundo, entregándole todas sus fuerzas. Sin Dios no hay fiesta. Por eso el hombre sin Dios se construye sus dioses, su becerro de oro, para poder vivir la fiesta, que le es necesaria: "Aarón (con el oro de los israelitas) hizo un molde y fundió un becerro. Entonces ellos exclamaron: Este es tu Dios, Israel, el que te ha sacado de la tierra de Egipto. Viendo esto Aarón, erigió un altar ante el becerro y anunció: Mañana habrá fiesta ante Yahveh" (Ex 32,5). El hombre se vende a la obra de sus manos y cele­bra sus éxitos, en la pseudofies­ta de la diversión y del descanso como recuperación de fuerzas para seguir sir­viendo al ídolo de la producción, que le esclaviza un­ciéndole a la maquinaria de la industria. Es el monstruo del dinero, de la técnica, del consumo, del aturdimien­to. El hombre se vende al dinero, al poder, a la gloria, a la ciencia.

 

La Alianza de Sinaí

d) La alianza del Sinaí

            Entonces le fue dicho a Moisés: Sube al monte y te daré las dos tablas de piedra, talladas en zafiro del trono de mi gloria (Ez 1,26), escritas por mi dedo, por lo que brillan como oro puro. En las tablas estaban grabadas las Diez Palabras, más puras que la plata refinada siete veces al crisol.[1] En el Sinaí Dios se presenta a Israel proclamando: "Yo, Yahveh, soy tu Dios". Sus acciones salvadoras le permiten afirmar, no sólo que es Dios, sino realmente "tu Dios", tu salvador, el "que te ha liberado, sacándote de la esclavitud".

            El camino del Desierto fue el itinerario escogido por Dios para llevar al pueblo a una vida de comunión con El, en alianza con El. La conclusión de la alianza en el Sinaí es la teofanía grandiosa, que hace sentir al pueblo la presencia de Dios en medio de ellos: "La nube cubrió el monte. La gloria de Yahveh descansó sobre el monte Sinaí y la nube lo cubrió por seis días. Al séptimo día, llamó Yahveh a Moisés de en medio de la nube. La gloria de Yahveh aparecía a la vista de los hijos de Israel como fuego devorador sobre la cumbre del monte. Moisés entró dentro de la nube y subió al monte. Y permaneció Moisés en el monte cuarenta días y cuarenta noches" (Ex 24,15‑8). Entonces Yahveh entregó a Moisés las tablas con las Diez Palabras, que Yahveh había escrito (Ex 24,12):

            Yo, Yahveh, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto.

            No habrá para ti otros dioses delante de mí.

            No te harás imagen... Ni te postrarás ante ellas ni les darás culto, pues yo soy                     un Dios celoso.

            No tomarás en falso el nombre de Yahveh tu Dios.

            Recuerda el día del sábado para santificarlo.

            Honra a tu padre y a tu madre,

            No matarás.

            No cometerás adulterio.

            No robarás.

            No darás testimonio falso contra tu hermano.

            No codiciarás la casa, la mujer..., de tu prójimo" (Ex 20).

            La primera palabra del Decálogo es el "Yo" de Dios que se dirige al "tú" del hombre. El creyente, que acepta el Decálogo, no obedece a una ley abstracta e impersonal, sino a una persona viviente, conocida, cercana, a Dios, que se presenta a sí mismo como "Yahveh, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por millares, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado, pero no los deja impunes" (Ex 34,6-7).

La primera de las Diez Palabras recuerda el amor primero de Dios hacia su pueblo... Los mandamientos propiamente dichos vienen en segundo lugar...La existencia moral es respuesta a la iniciativa amorosa del Señor... La Alianza y el diálogo entre Dios y el hombre... se enuncian en primera persona ("Yo soy el Señor") y se dirigen a otro sujeto ("tú"). En todos los mandamientos de Dios hay un pronombre personal en singular que designa al destinatario. Al mismo tiempo que a todo el pueblo, Dios da a conocer su voluntad a cada uno en particular.[2]

            La razón por la que aceptamos los mandamientos de Dios, no es para salvarnos, sino porque ya hemos sido salvados por El. El Decálogo es la expresión de la alianza del hombre salvado con el Dios salvador. La salvación de Dios es totalmente gratuita, precede a la acción del hombre. El Decálogo, que señala la respuesta del hombre a la acción de Dios, no es la condición para obtener la salvación, sino la consecuencia de la salvación ya obtenida. No se vive el Decálogo para que Dios se nos muestre benigno, sino porque ya ha sido misericordioso. Esta experiencia primordial del amor de Dios lleva al hombre a una respuesta de "fe que actúa en el amor" (Gál 5,6). Esta fe se hace fructífera, produciendo "los frutos del Espíritu: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí" (Gál 5,22-23).

            La conclusión de la alianza tiene su rito y su memorial. Según Ex 24, la conclusión de la alianza tuvo lugar en una cele­bración litúrgica. Hay dos cosas importantes en toda la ceremonia: 1) de la sangre (propiedad exclusiva de Dios) se ofrece sólo la mitad a Yahveh, presentándola sobre el altar, mientras que, con la otra mitad, se rocía al pueblo, diciendo: Esta es la sangre de la alianza que Yahveh ha hecho con vosotros, según todas estas palabras; 2) antes de que se rociara al pue­blo, es decir, en medio de la liturgia de la alianza, Moisés tomó el libro de la alianza y lo leyó ante el pueblo, que respondió: "Obedeceremos y haremos todo cuanto ha dicho Yahveh". La "liturgia de la palabra", con la palabra del Dios de la alianza y la respuesta del pueblo, da a la alianza una relación comunitaria profundamente personal. Y mediante la acción de rociar a la comunidad con la sangre de la alianza, que pertenece a Dios, Dios mismo la declara alianza de sangre, esto es, el lazo más es­trecho e indisoluble mediante el cual Dios se puede unir con los hom­bres.

            En el Sinaí, el pueblo liberado por Dios hizo alianza con El. Yahveh otorga su alianza al pueblo, que la acepta con su fe (Ex 14,31). Dios, que ha hecho a Israel objeto de su elección y depositario de una promesa, le revela su designio de alianza: "Si escucháis mi voz y observáis mi alianza, seréis mi propiedad entre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra, pero vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación consagrada" (Ex 19,5s). Yahveh, en la fórmula de la alianza del Sinaí, se presenta así: "Yo soy Yahveh, tu Dios, que te he sacado de Egipto, de la casa de esclavitud". Yo soy el que está contigo, salvándote. En mi actuar salvador me conocerás siempre. En la plenitud de los tiempos, en la revelación plena de Dios a los hombres, el nombre de Dios es JESUS: "Yahveh salva". Este es "el nombre sobre todo nombre" (Filp 2,10).

Mosés intercede por el pueblo

e) Moisés, intercesor por el pueblo

            Cuarenta días pasó Moisés en la montaña escrutando las palabras de la Ley e investigando sus letras, y al cabo de cuarenta días cogió la Ley, bajó con ella y la entregó en herencia a Israel como estatuto perpetuo, según está escrito: "Será para vosotros como estatuto perpetuo" (Lv 16,34). Moisés cogió las tablas y descendía con alegría desbordan­te. Pero cuando vio la ofensa que los israelitas habían cometido, fabricando el becerro de oro, pensó: ¿Cómo voy a darles las tablas de la Ley, que les condenarían a muerte, pues en ellas está escrito: "No tendrás otros dioses frente a mí" (Ex 20,3)?.

            Entonces dijo el Señor a Moisés: Moisés, los israelitas han olvidado la fuerza poderosa que yo desplegué en su favor en Egipto y en el mar de las algas, y se han hecho un culto extranjero. Anda, baja de tu grandeza. Yo te he dado la grandeza por causa de Israel, pero ahora que Israel ha pecado, ¿para qué me sirves tú? Anda, pues, baja, que se ha pervertido tu pueblo (Ex 32,7). Moisés le replicó: Señor del mundo, hasta que no pecaron en tu presencia, les llamabas "mi pueblo" (Ex 7,4), y ahora, que han pecado en tu presencia, me dices: "baja, que se ha pervertido tu pueblo". Ellos siguen siendo tu pueblo y tu heredad, tu pueblo y no mi pueblo, como está escrito: "Son sin embargo, tu pueblo y tu heredad" (Dt 9,29).

            Y, cuando Moisés bajaba con las dos tablas de piedra, a causa del pecado de Israel sus manos se hicieron pesadas y se le cayeron las tablas y se rompie­ron.[3] Pues cuando Moisés cogió las tablas y empezó a bajar, las palabras escritas en las tablas sostenían las tablas y al mismo Moisés. Pero cuando las palabras vieron los tambores y las danzas en torno al becerro, las palabras escritas huyeron y volaron de las tablas. Estas entonces quedaron con todo su peso en las manos de Moisés y Moisés ya no pudo sostenerse a sí mismo y, mucho menos, sostener el peso de las tablas; las arrojó de sus manos y se rompieron, como está escrito: "Y las rompió al pie del monte" (Ex 32,19). Moisés dijo a Aarón: ¿Qué has hecho con este pueblo? Lo has dejado suelto, como a mujer a quien se le sueltan los cabellos en razón del adulterio.

            Luego, al ver Moisés que la tribu de Leví no había tenido parte con los otros, se armó de valor, agarró el becerro, lo quemó en el fuego, lo molió como arena, lo espolvoreó en el agua y la dio a beber a Israel. A todos los que de corazón habían besado al becerro, los labios se les doraron, y la tribu de Leví los fue matando hasta que cayeron unos tres mil hombres de Israel (Ex 32,28).

            El pueblo había respondido a Dios en el Sinaí: "Haremos todo cuanto ha dicho Yahveh" (Ex 9,8). Pero, muy pronto, ex­perimentó su incapacidad y, a conse­cuencia de la infi­delidad de Israel (Jr 22,9), la alianza quedó rota (Jr 31,32), como un matrimonio que se deshace a causa de los adulterios de la esposa (Os 2,4;Ez 16,15‑43). A pe­sar de ello, el designio de alianza revelado por Dios subsiste invariable (Jr 31,35ss;33,20s). Habrá, pues, una alianza nueva. Oseas la evoca bajo los rasgos de nuevos esponsales, que darán a la esposa como dote amor, justicia, fidelidad, conocimiento de Dios y paz con la creación entera (Os 2,20‑24). Jeremías precisa que será cambiado el corazón humano, puesto que se escribirá en él la ley de la alianza (31,33s;32,37‑41). Ezequiel anuncia la conclusión de una alianza eterna, una alianza de paz (6,26), que renovará la del Sinaí (16,60) y comportará el cambio del corazón y el don del Espíritu divino (36,26ss). Esta alianza adopta los rasgos de las nupcias de Yahveh y la nueva Jerusalén (Is 54). Alianza inquebrantable, cuyo artífice es «el siervo», al que Dios constituye «como alianza del pueblo y luz de las naciones» (Is 42,6;49,6ss).

Moisés y Crisito

f) Moisés y Cristo

            La teofanía de Pentecostés, con el don del Espíritu y los signos que lo acompañan, viento y fuego, será la culminación plena de la teofanía del Sinaí. Partiendo de la tipología "Moisés‑Cristo", aparece una clara vinculación entre la teofanía del Sinaí y la nueva Alianza con la efusión del Espíritu Santo en la fiesta cristiana de Pentecostés. En esta fiesta, la comunidad cristiana celebra la ascensión de Cristo, nuevo Moisés, a la gloria del Padre y el don del Espíritu Santo a los creyentes. La ley de la alianza y el Espíritu, ley inte­rior de la nueva alianza, son las manifestaciones de la economía de salvación en los dos Testamentos.

            El origen de la Iglesia, nuevo Israel en el Espíritu, es el misterio de Pentecostés. Cristo, esposo divino, hace a la Iglesia, su esposa, el gran don de su Espíritu. En efecto, «ter­minada la obra que el Padre había encomendado al Hijo realizar en la tierra (Jn 17,4), fue enviado el Espí­ritu Santo, el día de Pentecostés, para que santificara constantemente a la Iglesia» (LG 4). El Espíritu Santo actualiza, realiza, interioriza en nosotros la obra salvadora de Cristo. El Espíritu de Cristo funda la Iglesia en cuanto comunidad que continúa la obra salvadora de Cristo. La Iglesia es el pueblo de Dios, modelado conforme al Cristo crucifi­cado y resucitado, mediante la operación constante del Espíritu Santo (2Cor 3,18).

            En Cristo, la ley cede el puesto al Espíritu. El Espíritu es la nueva ley: «No estáis bajo la ley, sino en la gracia» (Rom 6,4), entendiendo por gracia la presencia del Espíritu en nosotros, «pues si os dejáis conducir por el Espíritu, no estáis bajo la ley» (Gál 5,18). Sólo El puede dar al hombre una mentali­dad cristiana, darle los sentimientos del Padre y del Hijo. Antes de nada, es necesario que el cristiano se atreva a llamar al Dios todo santo «Padre»; que tenga la convicción íntima de ser hijo. Esto sólo se lo puede dar el Espíritu: «En efecto, cuantos son guiados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Porque no recibisteis el espíritu de esclavos para recaer de nuevo en el temor, sino que recibisteis el Espíritu de hijo de adopción que nos hace clamar: ¡Abba! ¡Padre!. El mismo espíritu da testimonio juntamente con nuestro espíritu que somos hijos de Dios» (Rom 8,14‑16). El Espíritu Santo, hablando al corazón del cristiano, le da testimonio y le persuade de su auténtica filiación divina. El cristiano, regenerado por el Espíritu, vive según el Espíritu. De este modo queda establecida la nueva alianza anunciada por el profeta Jeremías: «Pondré mi ley en el fondo de su ser y la escribiré en sus corazones» (31,31-34). "La ley nos fue dada por Moisés, la gracia y la verdad nos han venido por Jesucristo" (Jn 1,17).

            En Jesús, el siervo de Dios, se cumplirán las espe­ranzas de los profetas. En la última cena, antes de ser en­tregado a la muerte, tomando el cáliz lo da a sus discípulos, diciendo: «Esta es mi sangre, la sangre de la alianza, que será derramada por la multitud» (Mc 14,24p) La sangre de los animales del Sinaí (Ex 24,8) se sustituye por la san­gre de Cristo, que realiza eficazmente la alianza definitiva entre Dios y los hombres (Heb 9,11ss). Gracias a la sangre de Jesús será cambiado el corazón del hombre y le será dado el Espíritu de Dios. La nueva alianza se consumará en las nupcias del Corde­ro y la Iglesia, su esposa (Apoc 21,2.9).


Aarón y Moisés

2. AARON

            Moisés, el gran profeta de Israel, es la boca de Dios (Ex 4,15); habla al pueblo en su nombre. Pero Moisés es torpe de palabra y Dios le da como boca a su hermano Aarón: "Aarón, tu hermano, habla bien. El viene a tu encuentro. Yo estaré en tu boca y en la suya. El hablará al pueblo en tu nombre, él será tu boca" (Ex 4,14s). Al mismo tiempo Dios dice a Aarón: "Sal al desierto a recibir a Moisés". Aarón lo encontró en el monte de Dios y lo besó. Moisés contó a Aarón todas las cosas que el Señor le había encomendado. Ambos fueron y reunieron a los ancianos de Israel. Aarón repitió todo lo que el Señor había dicho a Moisés. Después juntos se presentaron al Faraón para pedirle que dejara salir a Israel para dar culto a Dios en el desierto.

            Aarón, el levita, sostiene a su hermano Moisés en su misión en Egipto y en el camino hacia la tierra prometida. Aarón, junto con Jur, sostendrá en alto los brazos de Moisés en su oración durante la batalla contra Amalec, el perenne enemigo de Israel (Ex 17,10-13). Con Moisés sube Aaron al Sinaí donde es admitido a "ver a Dios". Más tarde, una vez construido el Santuario, Aarón es ungido Sumo Sacerdote (Ex 29,1-30), inaugurando el sacerdocio. Dios mismo confirma esta elección de Aarón (Nú 16), haciendo florecer la vara de Aarón, conservada en el Arca junto con el maná y las tablas de la Alianza (Heb 9,4).

            Asociado a Moisés, Aarón es partícipe de la palabra de Dios y de las rebeliones del pueblo. Pero Aarón cargó con dos pecados: hizo al pueblo el becerro de oro: "En la asamblea del desierto fue Moisés el mediador entre el ángel que le hablaba en el monte Sinaí y nuestros padres, y recibió las palabras de vida para transmitírnoslas. Pero nuestros padres no quisieron escucharlo, lo rechazaron; quisieron volver a Egipto y dijeron a Aarón: Haznos dioses que abran la marcha, pues aquel Moisés que nos sacó de Egipto no sabemos qué ha sido de él" (He 7,38s). Y, en segundo lugar, se unió a su hermana Miryam en las murmuraciones contra Moisés, provocando la ira del Señor (Nú 12,1-15).

            Aarón es también asociado a Moisés en una común incredulidad en Meribá. La comunidad de los israelitas llegó al desierto de Sin y se instaló en Cadés. Faltó agua al pueblo y se amotinaron contra Moisés y Aarón, diciéndoles: "¿Por qué nos habéis traído a este desierto, para que muramos en él nosotros y nuestros ganados?". Moisés y Aarón se apartaron de la comunidad y se dirigieron a la entrada de la Tienda de la reunión, y delante de ella se echaron rostro en tierra. La gloria del Señor se les apareció, y el Señor dijo a Moisés: "Coge el bastón, reúne a la asamblea tú con tu hermano Aarón, y en presencia de ellos ordenad a la roca que dé agua. Sacarás agua de la roca para darles de beber a ellos y a sus ganados". Moisés, ayudado por Aarón, reunió la asamblea delante de la roca y les dijo: "Escuchad, rebeldes: ¿Creéis que podamos sacaros agua de esta roca?". Moisés alzó la mano y golpeó la roca con el bastón dos veces y brotó agua tan abundante que bebió toda la gente y los ganados. Pero el Señor dijo a Moisés y a Aarón: "Por no haberme creído, por no haber reconocido mi santidad en presencia de los israelitas, no haréis entrar a esta comunidad en la tierra que les voy a dar" (Cfr Nú 20,1-13;Ex 17,1-7

 Aarón ungido por Moisés

 

Aarón, como Moisés, morirá sin entrar en la tierra prometida. Pero Aarón será siempre recordado como Sumo Sacerdote: "Dios consagró a Aarón, le concedió el sacerdocio del pueblo; le revistió con un manto de gala, le vistió ornamentos preciosos. No hubo semejante a él. Su ofrenda se quema totalmente, dos veces al día, sin faltar. Moisés mismo lo consagró ungiéndolo con óleo sagrado, le dio una alianza perpetua. Lo escogió entre todos para ofrecer holocaustos, quemar aroma que aplaca, para expiar por los hijos de Israel" (Eclo 45,6ss). Como Sumo Sacerdote, Aarón es el intercesor admirable que salva al pueblo de la cólera divina: "También a los justos les alcanzó la prueba de la muerte y en el desierto tuvo lugar una gran matanza, pero no duró mucho la cólera (del Señor), porque un varón intachable (Aarón) se lanzó en su defensa, manejando las armas de su ministerio: la oración y el incienso expiatorio; hizo frente a la cólera y puso fin a la catástrofe, demostrando ser ministro tuyo (del Señor); venció la indignación, no con la fuerza de su cuerpo ni con el poder de las armas, sino que venció con la palabra, recordándole al Señor las alianzas y promesas hechas a los Padres" (Sab 18,20ss).

            Aarón es figura de Cristo, quien no se arrogó la función de Sumo Sacerdote, sino que fue "como Aarón llamado por Dios" (Heb 5,5). La carta a los Hebreos nos presenta a Cristo como sacerdote misericordioso, que lleva a plenitud el sacerdocio y la intercesión de Aarón:

Teniendo tal Sumo Sacerdote que penetró los cielos, Jesús el Hijo de Dios, mantengamos firmes la fe que profesamos. Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, pues ha sido probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado. Acerquémonos, por tanto, confiada­mente al trono de la gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para una ayuda oportuna. Porque todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados; y puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza. De igual manera también Cristo, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente y, aún siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen (5,14ss).

La primera Alianza tenía sus ritos litúrgicos y su santuario terreno... Pero presentóse Cristo como Sumo Sacerdote de los bienes futuros, a través de una Tienda mayor y más perfecta, no hecha por mano de hombre. Y penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna. Por eso es mediador de una nueva Alianza (Heb 9,1ss).  

            Cristo, ascendido al Santuario del cielo, es nuestro Sumo Sacerdote, que mostrando al Padre sus llagas gloriosas intercede constantemente por nosotros: "Si alguno peca, tenemos a uno que aboga ante el Padre, a Jesucristo, el Justo. El es víctima de propiciación por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero" (1Jn 2,1-2).

Josué

3. JOSUE

            La salvación de Israel, comenzada por Moisés, la lleva a término Josué, que recoge su espíritu e introduce al pueblo en la tierra prometida. Josué, como dice su nombre, es Jesús, el Salvador, que no ha "venido a abolir la Ley, sino a darla cumplimiento" (Mt 5,17). "Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo" (Jn 1,17).

            La misión de Josué es esencial en la historia de la salvación. Con Aarón, Josué es el fiel ayudante de Moisés. En el camino hacia el Sinaí se interpone Amalec, el enemigo declarado del pueblo de Dios (Ex 17,9ss). Moisés llama a Josué y le dice: "Escoge unos cuantos hombres, haz una salida y al amanecer ataca a Amalec. Yo estaré de pie en la cima del monte con el bastón de Dios en la mano". Josué hizo lo que le dijo Moisés y atacó a los amalecitas, mientras Moisés, con Aarón y Jur, subía a la cima del monte. Mientras Moisés tiene los brazos en alto, Josué vence; cuando los baja, se impone Amalec. Al atardecer es derrotado Amalec. El Señor dijo a Moisés: "Escríbelo en un libro de memorias y leéselo a Josué: Borraré la memoria de Amalec bajo el cielo". El Señor estará en guerra con Amalec de generación en generación hasta que llegue el nuevo Josué, Jesús. Jesús, al atardecer, con los brazos en alto, clavados en la cruz, Moisés y Josué juntos en él, vence definitivamente al enemigo del pueblo de Dios.

            Sólo Josué subirá con Moisés al monte de Dios, entrando con él en la nube de la gloria de Dios (Ex 24,13). Luego Moisés levantó la tienda de Dios, que llamó Tienda de la reunión. En ella el Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con un amigo. Después salía y se volvía al campamento, mientras que Josué, su joven ayudante, no se apartaba de la Tienda (Ex 33,11). Muerto Moisés, Dios hablará con Josué, diciéndole: "Lo mismo que estuve con Moisés estaré contigo. No te dejaré ni te abandonaré. Tú vas a dar a este pueblo la posesión del país que juré a sus padres. Yahveh, tu Dios, estará contigo dondequiera que vayas" (Jos 1,1ss).

            Siguiendo a Moisés, sin apartarse de la Tienda de Dios, Josué alcanzó la fidelidad profunda que se manifestará en la exploración de la tierra de Canaán. De los doce exploradores sólo Caleb y Josué supieron ver en la tierra el don que Dios había dispuesto para su pueblo. Mientras los otros desacreditan a la tierra, Caleb y Josué la exaltan ante la asamblea de Israel: "La tierra que hemos recorrido en exploración es una tierra excelente. Si Yahveh nos es favorable nos hará entrar en ella y nos la dará. Es una tierra que mana leche y miel. El Señor ha retirado de ellos su sombra protectora, mientras que está con nosotros. ¡No tengáis miedo!" (Nú 13,1ss). Caleb y Josué serán los únicos salidos de Egipto que entrarán en la tierra. Y con ellos la nueva generación, nacida en el desierto, según la palabra del Señor: "A vuestros niños, de quienes dijisteis que caerían cautivos, los haré entrar para que conozcan la tierra que vosotros habéis despreciado" (Nú 14,30-31).

            Elegido por Dios para suceder a Moisés como guía y jefe de Israel, Josué es investido del Espíritu de Dios cuando Moisés le impone las manos. El Señor dijo a Moisés: "Toma a Josué, hijo de Nun, hombre en quien está el espíritu e impón la mano sobre él". Moisés dijo a Josué en presencia de todo el pueblo: "Sé fuerte y valiente, porque tú has de introducir a este pueblo en la tierra que el Señor, tu Dios, prometió dar a tus padres. Y tú les repartirás la heredad. El Señor avanzará ante ti. El estará contigo, no te dejará ni abandonará. No temas ni te acobardes" (Dt 31,7ss). Y Dios confirmó la palabra de su profeta Moisés: "Sé fuerte y valiente, que tú has de introducir a los israelitas en la tierra que he prometido. Yo estaré contigo" (Dt 31,23).

Josúe

            Así, muerto Moisés, Josué es puesto al frente del pueblo. El les introduce en la tierra prometida, haciéndoles cruzar el Jordán (Jos 3). El hecho de ser Josué y no Moisés quien introduzca al pueblo en la tierra da a entender que las promesas de Dios no serían completa realidad bajo la ley sino en Jesucristo. La persona de Josué y la tierra donde introduce al pueblo eran figura de Jesús, el verdadero Salvador, quien cruzando las aguas del Jordán, símbolo del bautismo, nos abre el acceso a Dios, introduciéndonos en la verdadera Tierra Prometida.

            Josué dirige la conquista de la tierra, pero más que de conquistarla se trata de recibir el don de la conquista. Josué sólo es el representante del jefe celestial. Por encima de Moisés y de Josué se alza Dios, el verdadero protagonista de la historia. La tierra, donde Josué introduce al pueblo, es promesa de Dios, es decir, era palabra de Dios antes de convertirse en hecho. Y será un hecho en virtud de la palabra. El valor de Josué es ante todo confianza en Dios más que valentía militar. Lo que hace es seguir los caminos que le abre el Señor. La victoria de sus batallas están garantizadas por la promesa de Dios. Cuando Dios haya cumplido su promesa, el pueblo profesará de nuevo su fe en Dios renovando la alianza. La renovación de la alianza (Jos 24) enlaza con la celebración de la alianza en el Sinaí. En la tierra prometida es el pueblo de Dios.

            La conquista de la tierra no es fruto de las armas, sino don de Dios. Las murallas de Jericó se desploman gracias a la procesión de antorchas del pueblo, precedida por el Arca del Señor (Jos 6). Cuando los cinco reyes amorreos se alían para enfrentarse a Israel, el Señor dijo a Josué: "No les tengas miedo, que yo te los entrego, ni uno de ellos podrá resistirte". Para ello el Señor lanzó desde el cielo un fuerte pedrisco, muriendo más enemigos por los granizos que por la espada de los israelitas. Para acabar con ellos del todo el Señor alargará el día deteniendo el sol, "porque el Señor luchaba por Israel" (Jos 10).

            Los sabios de Israel recordarán con admiración las proezas de Josué: "Valiente fue Josué, hijo de Nun, sucesor de Moisés como profeta. El fue, de acuerdo con su nombre, grande para salvar a los elegidos del Señor, para tomar venganza de los enemigos e introducir a Israel en su heredad" (Eclo 46,1ss). Y, sin embargo, Josué, el primer Jesús, no era más que una figura del otro Jesús, que había de venir para salvar a los elegidos de Dios de la esclavitud del pecado y de la muerte y llevarles al verdadero reposo del octavo día: "Porque si Josué les hubiera proporcionado el descanso, no habría hablado Dios más tarde de otro día. Por tanto es claro que queda un descanso sabático para el pueblo de Dios" (Heb 4,8-9). Es el descanso de la patria celeste, tierra prometida en herencia a los mansos (Mt 5,4), donde mana leche y miel, la comunión plena con Dios.



    [1] Targum del Cantar 1,11.

    [2] Cat.Ig.Cat., nn.2061-2063.

    [3] Targum del Cantar 1,14.

 Josué


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