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Figuras bíblicas:  IV. JUECES

EMILIANO JIMENEZ HERNANDEZ

Páginas relacionadas 

                                         

 

1. Gedeón

2. Sansón

3. Samuel

 

Figuras bíblicas del Antiguo Testamento

            Los Jueces, que prolongan la acción de Moisés y Josué, son personas elegidas por Dios para una misión de salvación de su pueblo. Para ello Dios les reviste de un carisma especial, no sólo para administrar la justicia, sino para gobernar a Israel. El libro de los Jueces, que recoge sus historias, menciona a Otniel, Ehud, Barac y Débora, Gedeón, Abimélec, Jefté..., Sansón, hasta llegar al número doce, símbolo de todo Israel. El último de los jueces es Samuel, cuya historia llena los dos libros de su nombre, donde se narra el paso a la monarquía. Me limito a presentar a tres de ellos. El esquema, que hace de este tiempo una figura para los creyentes, se repite constantemente: Los israelitas han sido infieles a Dios. El les entrega en manos de sus enemigos, lo que les hace tomar conciencia de su infidelidad e implorar el auxilio de Dios, que suscita un juez como salvador (Ju 2,11-19;10,6-16).

            Si la época de Josué es el período de la fidelidad de Israel, la de los jueces es el tiempo de la infidelidad: "Mientras vivió Josué y los ancianos que le sobrevivieron y que habían visto los prodigios del Señor en favor de Israel, los israelitas sirvieron al Señor. Pero murió Josué y toda su generación. Les siguió otra generación que no conocía al Señor ni lo que había hecho por Israel. Entonces los israelitas hicieron lo que el Señor reprueba: dieron culto a los ídolos, abandonaron al Señor, Dios de sus padres, que los había sacado de Egipto, y se fueron tras otros dioses, dioses de las naciones vecinas, y los adoraron, irritando al Señor, que se encolerizó contra Israel: los entregó a las bandas de los enemigos de alrededor, hasta llegar a una situación desesperada. Entonces el Señor suscitaba jueces, que les libraban de los enemigos" (Ju 2,7ss). La instalación corrompe siempre. El pueblo se entrega a los dioses locales, poniendo en ellos su seguridad y olvidando a Dios, que le ha dado la prosperidad. Sólo volviendo a situarse en la precariedad, volviendo a la situación de esclavitud de los padres en Egipto, se vuelve al Dios salvador, que interviene suscitando los Jueces. Dios es quien salva a su pueblo suscitando a un hombre que realiza concretamente esa salvación (Ju 3,9;6,36-37;7,7;10,13).

 

Gedeón llamado por un ángel

1. GEDEON

            El primer Juez, cuyas gestas recoge el libro de los Jueces, es Otniel. El Espíritu del Señor vino sobre él y salvó a Israel de las manos de Edom. Tras cuarenta años de paz, Israel se olvidó de Dios y cayó bajo el poder de Moab hasta que Dios les salvó con el puñal del zurdo Ehud. Siguen después los jueces Sangar, Débora y Baraq, con los que llegamos a Gedeón, cuya historia es la más fascinante de este período.

            "Los israelitas hicieron lo que el Señor reprueba, y el Señor los entregó a Madián por siete años" (Ju 6). La instalación del largo período de paz ha llevado al pueblo a olvidarse de Dios o al sincretismo religioso, mezclando el culto al Dios verdadero con el culto a los Baales, dioses locales. Entonces Dios les entregó a Madián. Los madianitas se infiltran en los dominios israelitas en busca de pastos y comida. Nómadas aguerridos y sin escrúpulos obligan a los israelitas a refugiarse en las cuevas de los montes. Los madianitas asolan el país, destruyendo los sembrados y los ganados, sin dejar nada con vida en Israel. Llegaban en sus incursiones numerosos como langostas; sus camellos eran incontables como la arena de la playa. Ante la situación desesperada, los israelitas gritan a Dios, que les dice: "Yo os hice subir de Egipto, os saqué de la esclavitud, os libré de todos vuestros opresores y os dije: Yo soy el Señor, Dios vuestro, no adoréis a los dioses de los amorreos, en cuyo país vais a vivir. Pero no me habéis obedecido".

            Sin embargo, el Señor, ante el grito de su pueblo, interviene para salvarlo. El se mantiene fiel a la alianza aunque el pueblo sea infiel (2Tim 2,13). Manda a su ángel a la era donde Gedeón está trillando el trigo. El ángel le saluda: "El Señor está contigo, valiente". Gedeón le replica: "Perdón; si el Señor está con nosotros, ¿por qué nos ha venido encima todo esto? ¿Dónde han quedado aquellos prodigios que nos contaban nuestros padres? La verdad es que ahora nos ha desamparado y nos ha entregado a los madianitas". El Señor se volvió a él y le dijo: "Ve y con tus propias fuerzas salva a Israel de los madianitas. Yo te envío". Gedeón contestó: "Perdón, ¿cómo puedo yo salvar a Israel? Mi familia es la menor de Manasés y yo soy el más pequeño de la casa de mi padre". El Señor le respondió: "Yo estaré contigo y derrotarás a los madianitas". Pero Gedeón, hombre de campo, no se fía a la primera y pide una señal: "Si realmente vas a salvar a Israel por mi medio, mira, voy a extender en la era un vellón de lana; si cae el rocío sobre el vellón mientras todo el suelo queda seco, me convenceré de que vas a salvar a Israel por mi medio". Así lo hizo el Señor. Pero Gedeón aún pidió al Señor que confirmara el signo al revés: "No te enfades conmigo si te hago otra petición; que sólo el vellón quede seco y, en cambio, caiga rocío sobre el suelo". Y así lo hizo el Señor.

            Diversos hechos milagrosos de la Escritura, como el de la zarza ardiente, que arde y no se consume (Ex 3), el vellón de Gedeón sobre el que cae el rocío milagrosamente (Ju 6,36-40), el bastón de Aarón que florece (Nú 17,16-26)... revelan cómo el contacto con Dios renueva y transfigura la creación, superando las leyes naturales, que rigen el mundo caído por el pecado. Estos hechos son signos de la renovación escatológica de toda la creación.

            En un ambiente seco como el de Palestina, el rocío es signo de bendición (Gén 27,28), es un don divino precioso (Job 38,28;Dt 33,13), símbolo del amor divino (Os 14,6) y señal de fraternidad entre los hombres (Sal 133,3); es, igualmente, principio de resurrección, como canta Isaías: "Revivirán tus muertos, tus cadáveres revivirán, despertarán y darán gritos de júbilo los moradores del polvo; porque rocío luminoso es tu rocío, y la tierra echará de su seno las sombras" (Is 26,19). Es fácil, pues, establecer el paralelismo entre el vellón y el rocío, por un lado, y, por otro, el seno de María fecundado por el Espíritu Santo y transformado en principio de vida divina. El vellón es el seno de María en el que cae el rocío divino del Espíritu Santo que engendra a Cristo. La liturgia sirio-maronita canta: "Oh Cristo, Verbo del Padre, tú has descendido como lluvia sobre el campo de la Virgen y, como grano de trigo perfecto, has aparecido allí donde ningún sembrador había jamás sembrado y te has convertido en alimento del mundo... Nosotros te glorificamos, Virgen Madre de Dios, vellón que absorbió el rocío celestial, campo de trigo bendecido para saciar el hambre del mundo". Orígenes verá también en la repetición del signo cómo el rocío de Dios empapó primero sólo al pueblo de Dios y luego a toda la tierra.

Gedeón y el vellón

            Convencido de la elección divina, el espíritu del Señor revistió a Gedeón, "lo envolvió como un manto". Con el espíritu de Dios, Gedeón reunió a su gente y acampó frente al campamento de Madián. El Señor le dijo: "Llevas demasiada gente para que yo os entregue Madián. Si lo vences así Israel podrá decir: Mi mano me ha dado la victoria. Despide a todo el que tenga miedo". Se quedaron mil. Aun le parecieron muchos al Señor, que dijo a Gedeón: "Todavía es demasiada gente. Hazles bajar al río. Los que beban el agua con la lengua, llevándose el agua a la boca con la mano, ponlos a un lado; los que se arrodillen, ponlos a otro". Los que bebieron sin arrodillarse fueron trescientos. El Señor dijo: "Con esos os voy a salvar, entregando a Madián en vuestro poder".

            Gedeón dividió a los trescientos hombres en tres cuerpos y entregó a cada soldado una trompeta, un cántaro vacío y una antorcha en el cántaro. Luego les dijo: "Fijaos en mí y haced lo mismo que yo. Al acercarme al campamento madianita, yo tocaré la trompeta y conmigo los de mi grupo; entonces también vosotros la tocáis en torno al campamento y gritáis: ¡El Señor y Gedeón!". Al relevo de la media noche, Gedeón, y sus cien hombres, llegó al campamento y rompió el cántaro que llevaba en la mano. Entonces los tres grupos tocaron la trompeta y rompieron los cántaros. Con las antorchas en la mano izquierda y las trompetas en la derecha, comenzaron a gritar: ¡El Señor y Gedeón!

            El estruendo de los cántaros rotos, de las trompetas y los gritos sembró el pánico en el campamento madianita. Los madianitas comenzaron a huir, presa del terror, hiriéndose unos a otros. Así el Señor les entregó en manos de Gedeón, que les persiguió y derrotó. Madián quedó sometido a los israelitas y ya no levantó cabeza. Con ello Israel estuvo en paz los cuarenta años que aún vivió Gedeón.

Gedeón y las trompetas

            Gedeón es figura de todo elegido de Dios para una misión. Dios llama al hombre y le confía una misión. El hombre se siente impotente y se resiste. Dios le promete su ayuda, dándole un signo de cuanto promete. Y Dios lleva a cabo con la debilidad humana su actuación salvadora. Dios elige lo débil del mundo para confundir a los fuertes. Derriba del trono a los potentes y exalta a los humildes. Gedeón triunfa contra Madián con una tropa reducida a la mínima expresión para que toda la gloria sea atribuida a Dios y no a la fuerza humana. La victoria sobre el enemigo no es fruto de la fuerza, sino de la fe en Dios, que está con su pueblo. En el comienzo del Evangelio se nos anuncia: "He aquí que la Virgen concebirá y dará a luz un hijo, al que será dado el nombre de Emmanuel: Dios-con-nosotros" (Mt 1,23).

Sansón juez de Israel

2. SANSON

            A Gedeón siguen, como Jueces, su hijo Abimelec, Tolá, Yaír, Jefté, Ibsán, Elón, Abdón y Sansón, introducido con la fórmula clásica: "Los israelitas volvieron a hacer lo que el Señor reprueba y el Señor los entregó, esta vez, a los filisteos durante cuarenta años" (Ju 13). Entonces Dios suscita a Sansón para salvar a su pueblo. Con Sansón concluye el libro de los Jueces. 

            Sansón es un personaje aparte y singular. Su historia es diferente de la de los otros jueces. Es fuerte como un gigante y débil como un niño; seduce a las mujeres y éstas le engañan; odia a los filisteos, pero se enamora de las filisteas. Con sus genialidades se ha granjeado la estima del pueblo, que admira su fuerza, habilidad y valor, sonriendo ante sus excentricidades, aventuras amorosas y las tretas que juega a sus adversarios, los filisteos. Es el héroe popular por excelencia, cuyas gestas han corrido de boca en boca a lo largo de la historia. Pero su significado se lo debe a Dios. Su fuerza es de origen divino, debida a la irrupción del espíritu de Dios sobre él (Ju 13,25;14,6.9­...). Sansón es un nazir, es decir, un consagrado a Dios. Durante toda su vida, para llevar a cabo su misión salvadora, debía conservar intacta su cabellera, no tocar nada inmundo y abstenerse de toda bebida alcohólica. A esta consagración externa correspondió Dios con un carisma singular, dándole una fuerza extraordinaria. A pesar de su conducta poco recomendable, Sansón es un testimonio viviente del Dios salvador de su pueblo. En él brilla la bondad gratuita de Dios en favor de sus elegidos.

            Los israelitas están sometidos a los filisteos. Y el Señor envía su ángel a la mujer de Manóaj, que era estéril. El ángel se le aparece y le anuncia: "Eres estéril y no has tenido hijos. Pero concebirás y darás a luz un hijo. No pasará la navaja sobre su cabeza, porque el niño estará consagrado a Dios desde antes de nacer. El empezará a salvar a Israel de los filisteos". La mujer se lo cuenta a su marido, quien oró al Señor, pidiendo que confirmara su anuncio con un nuevo envío de su ángel. Y la segunda vez también el esposo asiste a la aparición del ángel. Cuando se da cuenta que ha estado en presencia del ángel le invade el temor y dice a su mujer: "¡Vamos a morir, porque hemos visto a Dios!". Su mujer le replicó: "Si el Señor hubiera querido matarnos, no nos habría comunicado una cosa así". La palabra del Señor se cumplió y la mujer de Manóaj dio a luz un hijo y le puso de nombre Sansón. El niño creció y el Señor lo bendijo con el don de su espíritu.

Gedeón destroza un león

            Con su fuerza extraordinaria, Sansón lo mismo descuartiza a un león que a treinta filisteos, a quienes provoca casándose con una muchacha filistea, con los acertijos que les pone o quemando las mieses de sus campos, las viñas y olivares con trescientas zorras, a las que ata de dos en dos, cola con cola, poniendo entre ambas colas una tea encendida. Los mismos israelitas le entregan atado con sogas a los filisteos, cuando se alzan contra Israel en venganza contra las acciones de Sansón. Pero cuando los filisteos salieron a recibirlo, le invadió el espíritu del Señor y las sogas de sus brazos fueron como mecha que se quema y las ataduras de sus manos se deshicieron. Echó mano de una quijada de asno y con ella como arma venció a mil filisteos.

            Veinte años juzgó Sansón a Israel, es decir, hizo justicia de los filisteos, enemigos de su pueblo. Pero un día Sansón, fuerte como una roca, pero débil de corazón, sobre todo con las mujeres extranjeras, fue a Gaza, vio allí una prostituta y entró en su casa. Enseguida se corrió la voz entre los de la ciudad: "¡Ha venido Sansón!". Cercaron la ciudad y esperaron apostados a la puerta toda la noche, diciéndose: "Al amanecer lo matamos". Sansón estuvo acostado hasta medianoche; a mediano­che se levantó, arrancó de sus quicios las puertas de la ciudad, con jambas y cerrojos, se las echó al hombro y las subió a la cima del monte, frente a Hebrón. Los filisteos no pudieron apresarlo.

Sansón y Dalila

            Más tarde Sansón se enamoró de una mujer llamada Dalila. Los príncipes filisteos fueron a visitarla y le dijeron: "Sedúcelo y averigua a qué se debe su fuerza y cómo podemos dominarla. Te daremos cada uno mil cien siclos de plata". Dalila puso en juego toda su astucia femenina para ablandar el corazón de Sansón hasta que le hizo sucumbir y le reveló el secreto de su fuerza. Rapada su larga cabellera quedaba violado su voto de nazareato y, como consecuencia, le retiraba Dios el carisma de la fuerza que le había otorgado en vistas de su misión, quedando reducido a la condición de un hombre cualquiera. Los filisteos se apoderaron fácilmente de él. Le arrancaron los ojos y, atado de pies y manos con una doble cadena de bronce, le condujeron a Gaza, condenándolo a dar vueltas en torno a una noria. Tratado como esclavo y blanco de las burlas de los filisteos, Sansón reflexionó sobre su infidelidad a la misión para la que Dios le había escogido. Su arrepentimiento sincero y su oración ferviente hizo que Dios le concediera de nuevo el carisma de la fuerza, que le había retirado. Mientras los príncipes y todo el pueblo filisteo aclamaba a su dios Dagón por haberles librado de Sansón, su enemigo, cuando su corazón se alegró por el mucho vino, reclamaron la presencia de Sansón para que les divirtiera. Le obligaron a bailar, lo zarandearon de una parte a otra, siendo el hazmereír de toda aquella gente ebria de vino y de triunfo. Agotado le concedieron descansar a la sombra de la terraza sostenida por columnas. Sansón invocó a Dios, se agarró a las dos columnas centrales, sobre las que se apoyaba el edificio, y las sacudió con tanta fuerza que la casa se derrumbó, quedando sepultado él mismo, junto con un gran número de filisteos, entre los escombros: "Los filisteos que mató al morir fueron más que los que había matado en vida" (Ju 16,30).

            Sansón es figura de su mismo pueblo. Dios realiza sus planes con él así como es. Hasta toma ocasión de su amor por las mujeres filisteas para llevar a cabo la historia de la salvación: "Su padre y su madre no sabían que el matrimo­nio con la joven de Timma venía de Dios, que buscaba un pretexto contra los filisteos, pues por aquel tiempo los filisteos dominaban a Israel" (Ju 14,4). Pero Sansón, consagrado a Dios desde antes de nacer, con sus infidelidades a su vocación, causa de su ruina, es figura de Israel, infiel a la alianza con Dios, por lo que le vienen todos sus males.

            Sin embargo, a pesar de sus debilidades e infidelidades, Dios hizo justicia a su pueblo con él. La historia de Sansón termina en el templo del dios Dagón. Mientras los filisteos, en el apogeo de la fiesta, ofrecen un sacrificio a su dios, Sansón, asistido por Dios, derrumba los muros del templo. La "fuerza de Dios" triunfa sobre la idolatría, invitando a Israel a la fidelidad a la Alianza. La unión o consagración a Dios es fuente de fortaleza; lejos de Dios se cae en la opresión hasta morir.

Sansón derrumbe las columnas del templo

            Sansón, cuya fuerza viene de Dios, es un don del Señor a Israel, señalado desde el comienzo con la esterilidad de su madre. La carta a los Hebreos le incluye en la nube de testigos de la fe en Dios: "¿Qué más queréis que os diga? Porque si me detuviera con Gedeón, Barac, Sansón, Jefté, David, Samuel y los Profetas, me faltaría tiempo. Ellos con su fe subyugaron reinos, administra­ron justicia, consiguieron promesas, taparon bocas de leones, apagaron la violencia del fuego, escaparon al filo de la espada, se repusieron de enfermedades, fueron valientes en la guerra y pusieron en fuga ejércitos extranjeros" (11,32-35).

            Sansón, figura de Jesucristo, da su vida poniendo en juego, por última vez, contra los enemigos de Israel, la fuerza que ha recibido de Dios. Sansón invocó a Dios, exclamando: "Señor, dígnate acordarte de mí, hazme fuerte nada más que esta vez, oh Dios, para que de un golpe me vengue de los filisteos".



Samuel profeta

3. SAMUEL

            Samuel, el último de los Jueces, es más profeta que juez. El es el anillo entre la cadena de jueces y reyes. Con él se pasa, a pesar de su oposición, de los Jueces a los Reyes. Samuel es el prototipo del profeta. Su persona y su palabra es presencia y palabra de Dios. Aunque no detenta el poder, con su auténtica fe, se yergue con toda su autoridad por encima de todos. Resuelve pleitos y casos, aunque no empuña la espada o el bastón de mando. El decide, organiza y gobierna el destino de Israel. Confidente del Señor, recibe sus oráculos y ante el Señor se presenta como intercesor en favor del pueblo.

            La historia de Samuel, como la de Sansón, comienza con la intervención de Dios, que le marca con su sello desde antes de nacer. Elcana, su padre, tiene dos mujeres, Ana y Penniná. Una estéril y otra fecunda. Peniná, la fecunda, se siente orgullosa de su seno, que continuamente da hijos a su marido, ganándose el primado dentro de la familia. Ana, la estéril, sufre el oprobio de su esterilidad y el desprecio e insultos de la fecunda, porque "Dios le había cerrado el seno".

            Elcana y su esposa Ana vivían en Ramá, un pequeño pueblo de la llanura de Sarón, frente a las montañas de Efraím. Se habían casado realmente enamora­dos. Pero pasaban los años y el seno de Ana seguía cerrado. Mientras tanto, Pennina, la otra mujer de Elcana, orgullosa de su seno, continuamente engendraba hijos, suscitando los celos de Ana. Y, aunque Elcana repitiera que su amor valía por diez hijos, no lograba ocultar la arruga de amargura que cruzaba de vez en cuando su frente. Cuando Ana contemplaba esa arruga, cada vez más honda, en la frente de su esposo, sentía una inquieta ansiedad en su corazón. 

Ana la madre de Samuel

            Con su pena acuestas cada año acompañaba Ana a su esposo al Santuario de Silo, donde se hallaba el Arca del Señor, para la fiesta de las Tiendas. Se trata de la fiesta otoñal de la vendimia, una de las fiestas más populares de Israel. Las gentes se trasladaban a las viñas y durante varias semanas habitaban en tiendas. Más tarde, sin perder este colorido, la fiesta pasó a evocar las tiendas del peregrinar por el desierto, bajo la protección de Dios. En esta peregrinación al santuario de Silo, Ana no participaba del alborozo de la fiesta, sino que se refugiaba en el templo y ante el Arca de la Alianza, a solas, "desahogaba su pena ante el Señor". Con el corazón, sin que se oyeran sus palabras aunque movía sus labios, suplicaba: "Señor, si te fijas en la humillación de tu sierva y te acuerdas de mí, dándome un hijo varón, se lo entrego al Señor de por vida y no pasará la navaja por su cabeza" (1Sam 1,11). Como se prologaba su oración, Elí, que observaba sus labios, la creyó borracha. Se le acercó y le dijo: ¿Hasta cuando va a durar tu borrachera? Ana le respondió: No es así, señor, sino que soy una mujer acongojada, que desahogo mi aflicción ante el Señor. Entonces Elí le dijo: "Vete en paz. Que el Dios de Israel te conceda lo que le has pedido" (1,12ss)

            De vuelta a casa, Elcana se unió a su mujer Ana y el Señor se acordó de ella. Concibió y dio a luz un hijo y le puso por nombre Samuel, diciendo: "Al Señor se lo pedí". Samuel, hijo de la esterilidad, es un don de Dios. Nace por vocación de Dios para una misión singular.

            A los tres años, después del destete, Ana volvió con el niño al santuario, "para presentarlo al Señor y que se quedara allí para siempre". Al presentar el niño al sacerdote Elí, Ana entonó su canto de alabanza: "Mi corazón exulta en el Señor; me regocijo en su salvación. No hay santo como el Señor, no hay roca como nuestro Dios. La mujer estéril da a luz siete hijos, mientras la madre de muchos queda baldía. El Señor da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta del polvo al desvalido" (1Sam 2,1ss). A Dios le gusta el juego del columpio: lo fuerte baja y lo débil sube. Lo fuerte lleva el signo de la arrogancia y de la violencia, mientras lo débil se viste de humildad y confianza en Dios.

Samuel se queda con el sumo sacerdote Elí

            Samuel se ha quedado en el santuario de Silo bajo la custodia del sacerdote Elí. Este tiene dos hijos perversos, que abusan de la gente que acude al santuario. Samuel, en cambio, "crecía y era apreciado por el Señor y por los hombres". La palabra de Dios era rara en aquel tiempo. Elí era muy anciano y sus ojos comenzaban a apagarse. Una noche, mientras la lámpara de Dios aún ardía, Samuel se hallaba acostado en el santuario. El Señor le llamó: "¡Samuel, Samuel!". Este respondió: "¡Heme aquí!". Samuel no conocía todavía al Señor; aún no se le había revelado la palabra del Señor. Por tres veces le llamó el Señor y por tres veces corrió a donde estaba Elí, creyendo que era él quien le llamaba. A la tercera vez Elí comprende que es el Señor quien llama al niño y le dice: "Si te vuelve a llamar alguien, dices: Habla, Señor, que tu siervo escucha". El Señor se presentó de nuevo y lo llamó como las otras veces. Y, ahora, Samuel, iluminado por el sacerdote, escuchó al Señor, que le llamaba a él en lugar de los hijos de Elí.

            Samuel crecía, el Señor estaba con él y no dejó caer por tierra ninguna de sus palabras. Todo Israel supo que Samuel estaba acreditado como profeta ante el Señor. Pero ocurrió que los filisteos se reunieron para atacar a Israel. Los israelitas salieron a enfrentarse con ellos e Israel fue derrotado una primera vez. Los israelitas se dirigieron a Silo a buscar el Arca de la Alianza del Señor, "para que esté entre nosotros y nos salve del poder enemigo". Los dos hijos de Elí fueron con el Arca. Cuando el Arca llegó al campamento, todo Israel lanzó un gran grito que hizo retemblar la tierra. Entonces los filisteos se enteraron de que el Arca del Señor había llegado al campamento. Presa del pánico se lanzaron a la batalla con todo furor para no caer en manos de Israel. Los filisteos derrotaron de nuevo a los israelitas, que huyeron a la desbandada. El Arca de Dios fue capturada y los dos hijos de Elí murieron. Cuando le llegó la noticia a Elí, éste cayó de la silla hacia atrás y murió. Por siete meses estuvo el Arca en territorio filisteo, yendo de un sitio a otro, porque la mano de Dios cayó con dureza sobre ellos y sobre su dios Dagón hasta que la devolvieron a Israel.

            Samuel está al frente del pueblo. Viendo que todo Israel añoraba al Señor, Samuel les dijo: "Si os convertís de todo corazón al Señor y quitáis de en medio los dioses extranjeros, sirviéndole sólo a El, El os librará del poder filisteo". El pueblo confiesa arrepentido su pecado de infidelidad y Samuel ora por ellos al Señor. El Señor acogió la confesión del pueblo y la súplica de Samuel. Los filisteos quisieron atacar de nuevo a Israel, pero el Señor mandó aquel día una gran tormenta con truenos sobre los filisteos, llenándolos de terror. Israel pudo derrotarlos. Samuel se fue a Ramá, donde tenía su casa. Desde allí rigió a Israel.

            Sin embargo, con el tiempo algo cambia en el pueblo. Desde la entrada en la Tierra prometida Israel comenzó un proceso lento, que le llevó a establecerse en Canaán, configurándose como "pueblo de Dios" en medio de otros pueblos. La experiencia del largo camino por el desierto, bajo la guía directa de Dios, le ha enseñado a reconocer la absoluta soberanía de Dios sobre ellos. Dios es su Dios y Señor. Durante todo el período de los Jueces no entra en discusión esta presencia y señorío de Dios. Pero, a medida que se establecen, pasando de nómadas a sedentarios, al poseer campos y ciudades, su vida y fe comenzó a cambiar. Las tiendas se sustituyen por casas, el maná por los frutos de la tierra, la confianza en Dios, que cada día manda su alimento, en confianza en el trabajo de los propios campos. Israel, establecido en medio de otros pueblos, contempla a esos pueblos y le nace el deseo de organizarse como ellos, sin darse apenas cuenta que con ello está cambiando su alma. Al pedir un rey, "como tienen los otros pueblos", Israel está cambiando sus relaciones con Dios.

Samuel unge como rey a Saúl

            En Ramá Samuel y los representanes del pueblo se enfrentan en una dramática discusión: "Mira, tú eres ya viejo. Nómbranos un rey que nos gobierne, como se hace en todas las naciones". Samuel se disgustó con ellos, pero el viejo juez de Israel debe retirarse para dejar lugar al rey, que el pueblo reclama en un deseo incomprensible de autonomía respecto al mismo Señor. Samuel, persuadido por el Señor, cederá ante las pretensiones del pueblo. Pero, antes de desaparecer, se mostrará como verdadero profeta del Señor, manifestando al pueblo el verdadero significado de lo que está acontecien­do. Con ojos iluminados penetrará en el presente más allá de las apariencias, descifrando el designio divino de salvación incluso en medio del pecado del pueblo. Samuel lee al pueblo toda su historia, jalonada de abandonos de Dios y de gritos de angustia, a los que Dios responde fielmente con el perdón y la salvación. Pero el pueblo se olvida de la salvación gratuita de Dios y cae continuamente en la opresión; grita de nuevo, confesando su pecado, y el Señor, incansable en el perdón, les salva de nuevo. El pecado de Israel hace vana la salvación de Dios siempre que quiere ser como los demás pueblos. Entonces experimenta su pequeñez y queda a merced de los otros pueblos más fuertes que él (1Sam 12,6-11). Esta historia, que Samuel recuerda e interpreta al pueblo, se repite constantemente... hasta el momento presente:

En cuanto habéis visto que Najás, rey de los ammonitas, venía contra vosotros, me habéis dicho: ¡No! Que reine un rey sobre nosotros, siendo así que vuestro rey es Yahveh, Dios vuestro. Aquí tenéis ahora el rey que os habéis elegido. Yahveh ha establecido un rey sobre vosotros. Si teméis a Yahveh y le servís, si escucháis su voz y no os rebeláis contra las órdenes de Yahveh; si vosotros y el rey que reine sobre vosotros seguís a Yahveh, vuestro Dios, está bien. Pero si no escucháis la voz de Yahveh, si os rebeláis contra las órdenes de Yahveh, entonces la mano de Yahveh pesará sobre vosotros y sobre vuestro rey (1Sam 12,12-15).

            Samuel se opone visceralmente a la monarquía, calificándola de idolatría. Pero Dios, en su fidelidad a la elección de Israel, mantiene su alianza y transforma el pecado del pueblo en bendición. El rey, reclamado por el pueblo con pretensio­nes idolátricas, es transformado en don de Dios al pueblo: "Dios ha constituido un rey sobre vosotros" (1Sam 12,13). Dios saca el bien incluso del mal, cambia lo que era expresión de abandono en signo de su presencia amorosa en medio del pueblo (Rom 5,20-21). Samuel se tragará sus ideas y ungirá como rey, primero, a Saúl y, después, a David. La monarquía es fruto del miedo. A pesar de la larga experiencia de intervencio­nes salvadoras de Dios, Israel ante la amenaza olvida su historia y se deja condicionar por el peligro presente. Cancelada la memoria, sólo queda el peligro presente y la búsqueda angustiosa de una solución inmediata.

            Esta transición a la monarquía fue dramática. El primer rey, Saúl, caerá muy pronto. Samuel, fiel al Señor, rompió con Saúl y se convirtió en su enemigo. Con palabra de profeta se enfrenta al rey:

            -Te has portado como un necio. Yahveh se ha buscado un hombre según su corazón, que te reemplazará.

 

David con la cabeza de Goliat

            Samuel, en vida de Saúl, unge a David como rey. Luego se retira a Ramá, donde muere y es enterrado con la asistencia de todo Israel a sus funerales. Así le recuerda el Eclesiástico: "Amado del pueblo y de Dios. Ofrecido a Dios desde el seno de su madre, Samuel fue juez y profeta del Señor. Por la palabra de Dios fundó la realeza y ungió príncipes sobre el pueblo. Según la ley del Señor gobernó al pueblo, visitando los campamentos de Israel. Por su fidelidad se acreditó como profeta; por sus oráculos fue reconocido como fiel vidente. Invocó al Señor cuando los enemigos le acosaban por todas partes, ofreciendo un cordero lechal. Y el Señor tronó desde el cielo, se oyó el eco de su voz y derrotó a los jefes enemigos y a todos los príncipes filisteos. Antes de la hora de su sueño eterno, dio testimonio ante el Señor y su ungido: '¿De quién he recibido un par de sandalias?' y nadie reclamó nada de él. Y después de dormido todavía profetizó y anunció al rey (Saúl) su fin; del seno de la tierra alzó su voz en profecía para borrar la culpa del pueblo" (46,13-20).

            Samuel, el confidente de Dios desde su infancia, es su profeta, que no deja caer por tierra ni una de sus palabras. Con su fidelidad a Dios salva al pueblo de los enemigos y de sí mismo. Es el defensor de la soberanía de Dios frente a las pretensiones del pueblo de apoyarse en un rey humano. Es el defensor de la fidelidad a Dios frente al mismo rey Saúl. Es el fiel servidor de Dios frente a lo que sus ojos "ven", dejándose llevar, contra sí mismo, de la palabra de Dios. Es la figura del hombre de fe, que acoge la palabra de Dios, y deja que esta se encarne en él y en la historia. Es la figura de Cristo, el siervo de Dios, que vive y se nutre de la voluntad del Padre, aunque pase por la muerte en cruz.

Samuel el profeta

 


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