[_Sgdo Corazón de Jesús_] [_Ntra Sra del Sagrado Corazón_] [_Vocaciones_MSC_]
 [_Los MSC_] [_Testigos MSC_
]

MSC en el Perú

Los Misioneros del
Sagrado Corazón
anunciamos desde
hace el 8/12/1854
el Amor de Dios
hecho Corazón
y...
Un Día como Hoy

y haga clic tendrá
Pensamiento MSC
para hoy que no
se repite hasta el
próximo año

Los MSC
a su Servicio

free counters

Hombre en Fiesta:  V. Fiesta del Cuerpo

Páginas relacionadas 

 

V FIESTA DEL CUERPO

 

 
1. FIESTA DE LA CARNE

Encarnación de Cristo

Dios pone su morada en la tierra

En el seno virginal de María

Todo hombre es único y digno de amor

2. NAVIDAD: FIESTA SACRAMENTAL

Inicio de la Pascua

El símbolo como plenitud del lenguaje

Símbolos y gestos

Liturgia como juego

3. LITURGIA DE LA NAVIDAD

Misterio de la luz

Restauración cósmica

Misterioso intercambio

Navidad es también Epifanía

 

V   FIESTA DEL CUERPO

1. FIESTA DE LA CARNE

            El hombre según el Espíritu no es un ser angélico, sino el hombre concreto, de carne y hueso. Es el hom­bre, que debido a su condición encarnada opera siem­pre en el marco espacio‑temporal en donde le ubica su corporeidad; opera en la historia.

 

Encarnación de Cristo

            Macluhan dirá que «el mensaje es el medio». De aquí que la propia revelación de Dios y la donación de sí mismo alcance su plenitud en la encarnación de Cristo: «En estos últimos tiempos Dios nos ha hablado por medio del Hijo» (Heb 1,2). En Cristo y por medio de El, el Padre vuelve su rostro hacia nosotros con toda su gloria y amor.

            Jesús viene al mundo como manifestación de Dios. Es la luz que brilla en las tinieblas. Al compartir con nosotros su vida y su luz nos permite caminar en la ver­dad (1Jn 1,5‑7). En El tenemos la palabra de Dios en la que fueron hechas todas las cosas. Jesús, Palabra encarnada, es la meta de la creación, el blanco de los anhelos de la historia humana, el centro de la humanidad, el gozo de todos los corazones y la respuesta a todas sus aspiraciones y preguntas (GS 45). Toda la histo­ria y el mundo tienen en Cristo su último sentido. Todo ha sido creado en El y en vistas a El. Por eso podrá decir Pascal: «No solamente no conocemos a Dios más que por Jesucristo, sino que no nos conocemos a nosotros mismos más que por Jesucristo. Fuera de Jesucristo no sabemos lo que es ni nuestra vida, ni nuestra muerte, ni Dios, ni nosotros mismos».[1]

            Mysterium, en el Nuevo Testamento, designa el gran secreto de la sabiduría de Dios, del plan divino sobre la historia de los hombres, que sólo puede ser revelado por su palabra y que de hecho se revela en su Palabra defi­nitiva: Cristo, la Palabra hecha carne (Jn 1,14). La en­carnación de Cristo es la venida de Dios a un mundo cerrado, para que éste se abra a Dios y los cielos se abran para el mundo. Con Cristo encarnado la historia se cumple, llega la plenitud de los tiempos, pero esta plenitud es la apertura, realizada en Cristo, del mundo a la vida de Dios. «Cristo es la imagen de Dios» «por medio del cual fueron creadas todas las cosas» (Col 1,15s;Heb 1,3). Por ello, como Hijo de Dios, es también el primogénito. Y los creyentes en El han sido destinados por Dios a reproducir la imagen de su Hijo (Rom 8,29). En la creación del hombre «a imagen de Dios» hay ya una referencia a Cristo. El hombre ha sido creado en vistas a reproducir la imagen de Dios que es Cristo. Su creación, por consiguiente, está abierta a la encarna­ción. La cristología es la consumación de la antropología «Solo Cristo descubre el hombre al hombre» dirá la GS.

            Con la encarnación de Jesucristo, el amor divino asume la dimensión de la historia. Jesús ama como un israelita, como el hijo del carpintero y como persona de su tiempo. Entra en la historia, actúa históricamente y configura la historia manifestando su amor divino y hu­mano. Después de El, la historia jamás volverá a ser lo que fue anteriormente; tampoco será una mera repetición de sus acciones y palabras. El ha inaugurado una historia de amor que, a medida que se despliega, desa­rrolla la fuerza de su vida, muerte y resurrección hasta que logre su plenitud. Este amor es la realidad más po­derosa y decisiva de la historia. Es un amor que se arraiga y encarna en toda la vida humana, hasta crear la línea fronteriza entre  los hombres: «Dos amores fun­daron dos ciudades, a saber: el amarse a sí mismo, has­ta el desprecio de Dios, fundó la ciudad terrena; y el amor de Dios, hasta el desprecio de sí mismo, la celestial.[2]

 

Dios pone su morada en la tierra

            La revelación divina tiene una dimensión histórica en cuanto que ha tenido un comienzo y un cumplimien­to en el mundo y tiempo de los hombres, y una dimensión geográfica, en cuanto que ha tenido como centro una tierra particular y concreta, patria del pueblo a quien Dios se manifestó con palabras y hechos, que se entrecruzan coherentemente. Es la tierra de Israel, tierra prometida, tierra santa, heredad de Yahveh.[3]

            La encarnación del Hijo de Dios ha sido integral y concreta. El Hijo de Dios ha querido ser un judío de Na­zareth en Galilea, que hablaba arameo, estaba sometido a padres piadosos de Israel, los acompañaba al templo de Jerusalén, donde lo encuentran «sentado en medio de los doctores, oyéndoles y preguntándoles» (Lc 2,46). Jesús crece en medio de las costumbres y de las instituciones de la Palestina del siglo primero, aprendiendo los oficios de su época, observando el comportamiento de los pesca­dores, de los campesinos y de los comerciantes de su am­biente. Las escenas y los paisajes de los que se nutre la imaginación del futuro maestro, son de un país y de una época bien determinados.

            Nutrido con la piedad de Israel, formado por la en­señanza de la Thorá y de los profetas, a la que una ex­periencia completamente singular de Dios como Padre permite dar una profundidad inaudita, Jesús se sitúa en una tradición espiritual bien concreta, la del profetismo judío. Como los profetas de otro tiempo, El es la boca de Dios y llama a la conversión. La manera es igual­mente típica de los profetas de Israel: el vocabulario, los géneros literarios, el paralelismo bíblico, los proverbios, las paradojas, las bienaventuran­zas y hasta las acciones simbólicas son las de la tradición de Israel. Jesús está de tal manera ligado a la vida de Israel que el pueblo y la tradición espiritual, en que se sitúa, tienen, por este mismo hecho, algo de singular en la historia de la salvación de los hombres: este pueblo elegido y la tradición religiosa, que ha dejado, tienen una significación permanente para la humanidad. El Verbo de Dios, por su encarnación, ha entrado en una historia que lo prepara, lo anuncia y lo prefigura. Se puede de­cir que Cristo forma cuerpo con el pueblo que Dios se ha preparado en vistas del don que hará de su Hijo. Todas las palabras, que han proferido los profetas, pre­ludian la Palabra subsistente que es el Hijo de Dios hecho hombre.

            Así la historia de la alianza concluida con Abraham y, por Moisés, con el pueblo de Israel -como también los libros que narran esta historia-, conservan para los discípulos de Jesús el papel de una pedagogía indispensable e insustituible. Por lo demás, la elección de este pueblo, del que ha salido Jesús, jamás ha sido re­vocada. «Mis hermanos según la carne -escribe Pablo-son los israelitas, de quienes es la adopción filial y la gloria y la alianza y la legislación y el culto y las pro­mesas y los patriarcas; y de quienes procede Cristo según la  carne» (Rom 9,3‑5). El buen olivo no ha perdido sus privilegios en favor del olivo salvaje que ha sido injertado en él (Rom 11,24).

            De este modo, el Verbo hecho carne, el Hijo de Dios hecho hombre, asumiendo una raza, un país y una época, ha asumido la naturaleza humana. «Pues el Hijo de Dios, por su encarnación, de alguna manera, se unió con todo hombre» (GS 22). La transcen­dencia de Cristo, no lo aísla por encima de la familia humana, sino que le hace presente a todo hombre, más allá de todo particularismo. «No se le puede considerar extranjero con respecto a nadie ni en ninguna parte» (AG 8). «Ya no hay judío ni griego, ya no hay esclavo ni libre, ya no hay varón ni mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3,28). Cristo nos alcanza tanto en la unidad, que formamos, como en la singularidad de las personas en que se realiza nuestra naturaleza común de hombres. El Verbo de Dios, en su Encarnación, no viene a una creación que le sea extraña. «Todas las cosas han sido creadas por El y para El, y El es antes que todas las cosas y todas las cosas se mantienen en El» (Col 1,16‑17).

            La historia de la salvación, que comienza con un pueblo particular, culmina en un hijo de ese pueblo que es también Hijo de Dios, y a partir de este momento -plenitud de los tiempos- se extiende a todas las na­ciones de la tierra, «mostrando la admirable condescen­dencia de la sabiduría eterna» (DV 13). Y, aunque los paganos son «injertados en Israel» (Rom 11,11‑24), hay que decir que el plan original de Dios se refiere a toda la creación (Gen 1,1‑2.4). En efecto, se concluyó una alianza, por medio de Noé, con todos los pueblos de la tierra (Gen 9,1‑17; Eclo 44,17‑19). Esta alianza es anterior a las selladas con Abraham y Moisés. Por otra parte, a partir de Abraham, Israel está llamado a comu­nicar a todas las familias de la tierra las bendiciones que ha recibido (Gén 12,1‑5;Jr 4,2;Eclo 44,21).

            Esta convicción es la que domina la predicación de Jesús: en El, en su palabra y en su persona, Dios hace culminar los dones que ya había otorgado a Israel y, a través de Israel, al conjunto de las naciones (Mc 13,10;Mt 12,21;Lc 2,32). Jesús es la luz soberana y la verda­dera sabiduría para todas las naciones (Mt 11,19;Lc 7,35). En su misma actividad muestra que el Dios de Abra­ham, ya reconocido por Israel como creador y señor (Sal 93,1‑4;Is 6,1), se dispone a reinar sobre todos los que creerán al Evangelio: más aún, Dios reina ya por Jesús (Mc 1,15;Mt 12,28; Lc 11,20;17,21). La intimidad completamente filial de Jesús con Dios y la obediencia amorosa, que le hace ofrecer su vida y muerte al Padre (Mc 14,36), testifican que en El el designio original de Dios sobre la creación, viciado por el pecado, ha sido restaurado (Mc 1,14‑15;10,2‑9;Mt 5,2 1‑48). Estamos ante una nueva creación y ante el nuevo Adán (Rom 5,12‑19;1Cor 15,20‑22). La novedad es tal que la mal­dición, que golpea al Mesías crucificado, se convierte en bendición para todos los pueblos (Gal 3,13;Dt 21,22‑23) y que la fe en Jesús salvador sustituye al régimen de la ley (Gal 3,12‑14). La muerte y la resurrección de Jesús, gracias a las cuales el Espíritu ha sido derramado en los corazones, han mostrado las insuficiencias de las sabidu­rías y de las éticas meramente humanas, e incluso de la Ley aunque dada a Moisés por Dios, pues todas ellas son capaces de dar el conocimiento del  bien, pero no la fuerza para cumplirlo, el conocimiento del pecado, pero no el poder de substraerse a él (Rom 7,16ss;3,20;7,7;1Tim 1,8).

 

En el seno virginal de María

            La concepción y nacimiento de Jesús significan un inicio nuevo en la historia, un comienzo que supera la historia y la novedad que supone para el hombre. Es Dios mismo quien comienza de nuevo. Lo que aquí em­pieza tiene las características de una nueva creación y se debe, por tanto, a una intervención particular y espe­cífica de Dios. Aparece realmente «Adán», y, como «al principio», viene «de Dios» (Lc 3,38). Tal nacimiento puede acontecer sólo a la «estéril», en el seno virginal de María. La promesa de Isaías (51,1) se cumple concreta­mente en María: Israel impotente, rechazado de los hombres y estéril, ha dado fruto. En Jesús, Dios ha puesto en medio de la humanidad estéril y desesperada un comienzo nuevo, que no es fruto de la historia, sino don que viene de lo alto. Es Dios quien da la vida; la mujer acoge en su seno esa vida que viene de Dios. Sara, Raquel, Ana, Isabel, las mujeres estériles de la historia de la salvación, figuras de María, muestran la gratuidad de la vida, don de la potencia creadora de Dios.

            Los profetas, en su teología simbólica, presentarán a Israel como mujer, como virgen, esposa y madre. Dios, en su alianza de amor esponsal, ha amado a la hija de Sión con un amor indestructible, eterno. Israel es la virgen esposa del Señor, madre de todos los pue­blos (Sal 86). En la fecunda esterilidad de Israel brilla la gracia creadora de Dios. En la plenitud de los tiem­pos, la profecía se cumple, las figuras se hacen realidad en la mujer, que aparece como el verdadero resto de Is­rael, la verdadera hija de Sión (Cfr. Sof 3,14‑17), la Virgen Madre: María. En María, la llena de gracia, aparece plenamente la fecundidad creadora de la gra­cia de Dios.

            María está situada en el punto final de la historia del pueblo escogido, en correspondencia con Abraham (Mt 1,2-16). Este, «el padre de los creyentes», era el ger­men y el prototipo de la fe en el Dios salvador. En Ma­ría encuentra su culminación el ascenso espiritual por los largos caminos del desierto y del destierro que se concreta últimamente en el resto de Israel, en María, la hija de Sión, madre del Salvador. Así toda la historia de la salva­ción desemboca en Cristo, «nacido de mujer» (Gal 4,4). María es «el pueblo de Dios» que da «el fruto bendito» a los hombres por la potencia de la gracia creadora de Dios.

            «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28). María es llamada al júbilo mesiánico, eco de la llamada de los profetas a la hija de Sión, júbilo moti­vado por la gracia benevolente de Dios, que viene a su pueblo (Is 12,6;Sof 3,14‑15;Joel 2,21‑27; Zac 2,14;9,9). María es bienaventurada por la gracia de Dios. Distinguida porque Dios se ha inclinado hacia ella. «Dios está contigo». Es la gracia, la plenitud de la gra­cia, la que la hace dichosa. No algo propio que ella po­seyera. Dios sólo ha visto en ella «su pequeñez». Es el don que Dios le concede gratuitamente lo que la trans­forma. El «Dios en ella». Hay aquí un acontecimiento único. María es la culminación de la espera mesiánica, la realización de la promesa. Pero María es figura  de la Iglesia, figura del cristiano, representa al hombre ante Dios, hombre que tiene necesidad de la gracia y que recibe esa gracia. María, en toda su persona, es un testi­monio de lo extraordinario de Dios, del amor gratuito de Dios que acepta al hombre, abajándose hasta su pe­queñez.

            Como en María, así ocurre cuando a alguien se le concede escuchar las palabras: «Alégrate, el Señor está contigo». Este hombre, pequeño o pecador, se convier­te en un elegido, en un ser recreado por la gracia de Dios, si como María dice «hágase en mí según tu pala­bra», experimentando "que nada hay imposible para Dios".

            Pero, al ser obra de la gracia de Dios, es preciso reconocer antes la "pequeñez", la "esterilidad", condición de la fecundidad de la gracia de Dios, como apare­ce en la virginidad de María.

            Hoy, en nuestra cultura cientifista, el nacimiento virginal, en cuanto hecho, en cuanto realidad de la historia, es fuertemente contestada hasta por ciertos teólogos. Según ellos, lo que importa es el sentido espiritual de la virginidad; el hecho biológico, dicen, no es impor­tante para la teología y sólo tiene sentido como medio de expresión simbólica. Esta visión, por muy plausible que aparezca a la mente racionalista, es un engaño. La separación y exclusión de lo biológico de la visión de la virginidad, olvida o niega al hombre. Lo corpóreo, lo biológico, es esencial al hombre. El hombre es su cuer­po, aunque no se reduzca al cuerpo. Negar la densidad humana de lo biológico es caer en el dualismo y negar la real encarnación de Cristo. Relegar lo corporal a la pura biología o el hablar de «sólo biológico» es la antí­tesis de la fe bíblica, que, en su antropología unitaria, ve la espiritualidad del cuerpo y la corporeidad de lo espi­ritual y divino. El intento de conservar un destilado es­piritual, después de haber excluido lo biológico, es la negación de eso espiritual que afirma la fe en Dios he­cho carne.[4]

Todo hombre es único y digno de amor

            Todo hombre es único e irrepetible. Nunca puede quedar reducido a aquello que lo querría aplastar, mutilar o anular en el anonimato de la colectividad, de las estructuras, del sistema. En su singularidad, la persona no es un número, no es un eslabón más de una cadena, ni un engranaje de la máquina de producción, no es tampoco un espíritu etéreo, partícula del progreso, eslabón de la evolución. El Hijo de Dios, encarnado en el seno de una mujer, es la afirmación más radical del valor de todo hombre:

 

Si celebramos tan solemnemente el Nacimiento de Jesús, es para testimoniar que todo hombre es alguien único e  irrepetible. Si las estadísticas humanas, las cata­logaciones humanas, los sistemas políticos, económicos y sociales, las simples posibilidades humanas no logran asegurar al hombre el que pueda nacer, existir y traba­jar como único e irrepetible, entonces todo eso se lo asegura Dios. Para El y ante El, el hombre es siempre único e irrepetible; alguien eternamente ideado y llama­do por su propio nombre.[5]

            El hombre puede amar al hombre desde que Dios se hizo hombre. Al hombre, que nos parece miserable, insoportable, que se equivoca constantemente, Dios le amó tanto que tomó su pobre carne y se hizo hombre Se metió en todas las estrecheces del hombre: en la estrechez del seno materno, en la estrechez de un pueblo minúsculo y bajo la ocupación extranjera, en la estre­chez del tiempo humano, de un ambiente insulso, de un cuerpo sometido a la sed, al hambre, al cansancio, dolor y destinado a morir, en la estrechez del monótono quehacer diario, del fracaso..., hasta entrar en la noche oscura del abandono de Dios y de la muerte. Nada hu­mano se perdonó a sí mismo. Tiene que valer la pena ser hombre, si Dios se hizo hombre, no se avergonzó de llamar a los hombres sus hermanos, pues entró en la fa­milia humana como uno de tantos. La eternidad está ya en el interior del tiempo, la vida en el corazón de la muerte. Con El, en la tierra, la verdad es más fuerte que la mentira, el amor más poderoso que el odio; la maldad del hombre está irremediablemente vencida por la gracia de Dios. La humanidad no necesita de ningún superhombre desde el momento que Dios se hizo hom­bre. El hombre es Dios, por gracia de Dios y no por su esfuerzo prometeico, ambicioso e inútil. Podemos can­tar, en la noche luminosa de Navidad: Gloria a Dios, paz al hombre, en quien Dios se complace.

            Dios está con nosotros, camina por nuestros cami­nos, prueba nuestra alegría y nuestra miseria, vive nuestra vida y muere nuestra muerte. Nos redimió, porque compartió nuestra vida. Y porque nos asumió irrenun­ciablemente, el Verbo de Dios no deja nunca de ser hombre. En El el Dios transcendente está cerca, al al­cance de toda palabra callada que susurra el corazón humano en la oración y en la verdad oculta de su ser.

            Historia profana e historia de la salvación son for­malmente diversas y material­mente idénticas. Formal­mente diversas: la salvación transciende lo mundano, no es la resultante del devenir temporal; la historia profa­na, contemplada en sí misma, es una realidad no redimida. Pero materialmente son idénticas. La salvación desde la encarnación de Cristo, sucede en el mundo y en el encuentro con el mundo, de forma que hay una historia salvífica que opera desde el interior de la historia profana; la salvación tiene lugar en Cristo, persona histórica, localizable en un punto concreto de nuestro espacio‑tiempo.

 2. NAVIDAD: FIESTA SACRAMENTAL

Inicio de la Pascua

            La navidad celebra el misterio del Verbo encarnado en la luz y en la realidad del misterio pascual. Del mis­mo modo que la predicación evangélica se remonta has­ta la infancia a partir de la resurrección y Juan proyecta en el Verbo encarnado la gloria del Resucitado, así la Iglesia contempla y celebra la Navidad a la luz de la re­surrección. La encarnación es ya el inicio de la reden­ción salvífica, la condición para la muerte y la resurrec­ción. Para san León Magno, Navidad es parte integrante del sacramento pascual, como su inicio. Es el inicio de la redención en la asunción por parte del Hijo de la naturaleza humana, en la cual podrá consumar su pasión y se hará eficaz y perpetua su resurrección según la carne. En el Cristo de la gloria está siempre presente el miste­rio salvífico de su encarnación, la realidad de la carne asumida de la virgen María, el misterio de la condes­cendencia divina y del «teandrismo» de la salvación.  

            El misterio pascual de Cristo es el quicio de la sal­vación, la fuente de nuestra reconciliación y la plenitud del culto divino. En la pascua culmina el axioma teoló­gico: "Caro est cardo salutis": la carne es el quicio de la salvación.[6] Esta relación de la liturgia con Cristo encarnado y con la Iglesia sacramento hace de la liturgia el momento actual de la historia de la salvación, en el que la Iglesia proclama (evangelio) y celebra (misterio) la redención de Jesucristo. Esta liturgia cristiana tiene sabor de cielo, pero también entrañas de tierra, que lleva a entrar en comunión con la situación del mundo y del hombre para realizar la salvación concreta de la humanidad.

            Odo Casel, en su obra maestra de madurez El misterio del culto cristiano, después de haber expuesto que el «misterio divino» es Dios mismo que «desciende a su creatura y se revela en ella» y que «para el apóstol san Pablo el misterio es la maravillosa revelación de Dios en Cristo..., el misterio en persona, pues manifiesta en nuestra carne humana la divinidad que no podemos ver», prosigue,diciendo:

Desde que Cristo dejó de estar entre nosotros, lo visi­ble en el Señor ha pasado a los misterios, como decía san León Magno.[7] Su persona, sus acciones salvíficas, el influjo de su gra­cia se encuentran en los misterios del culto, como dice Ambrosio: "Te hallo y te siento vivo en tus misterios".[8] Así, el cristianismo, en su acepción plena y original ("evangelio de Dios" o "evangelio de Cristo") no es, en consecuencia, ni una filosofía con fondo religioso, ni tampoco un sistema de doctrina religiosa o teológica o un código moral, sino un misterio en el sentido paulino de la palabra. Es una revelación de Dios a la humanidad. Es Dios que se revela a sí mismo en hechos y gestos teándricos, pletóricos de vida y ricos en vigor, en hechos y gestos que, por esta revelación y comunicación de la gracia, hacen posible el acceso de la humanidad a la divinidad. El cristianismo es la entrada de Iglesia hasta el Padre eterno por el sacrificio y el don total y, en consecuencia, por la gloria».[9]

 

El símbolo como plenitud del lenguaje

            Incluso en nuestro mundo técnico, desacralizado y materialista, el hombre en los momentos fundamentales y comunes de su existencia no puede por menos de actuar sacramentalmente, es decir, dar un significado no material a las cosas. Nacimiento y muerte, la comida y la relación sexual son algo más que pura biología, se cargan de un significado interno; lo biológico se hace sacramento de otra realidad. La dimensión biológica en el hombre, en cuanto existencia espiritual, recibe un nuevo significado y una profundidad nueva. El comer, por ejemplo, no es en el hombre un simple engullir alimentos; el comer en el hombre se hace banquete, celebración, comunión con los demás. El comer, pues, se carga de significado y se hace expresión del ser del ­hombre, espíritu encarnado en el mundo, inserto en historia, en relación creadora con los demás. Su existen­cia le aparece enraizada en la comunión con el mundo que le nutre y en la comunión con los demás, sin los que su vida dejaría de ser humana; el comer se hace sacramento del don de la vida. No es el hombre el funda­mento de la vida, sino algo que le viene dado, es el ser con las cosas y con los hombres. El comer, pues, hecho mesa, banquete, lleva en sí el símbolo sacramental, in­deleble hasta para el hombre técnico y materialista. Lo sensible se hace transparencia de lo espiritual. Las cosas son más que cosas: son signos -o símbolos, como pre­fiere la antropología moderna-, cuyo significado transciende su valor sensible inmediato.[10]

            En esta realidad de la existencia humana entra Je­sucristo en su encarnación. Dios se comunica al hombre en su ser corpóreo y espiritual. No se trata de una co­municación de espíritu a espíritu, según el dualismo ide­alista. Dios se comunica al hombre con hechos, pala­bras y cosas, que poseen una trasparencia de la acción salvífica de Cristo; hechos, palabras y cosas, sacramentos, signos visibles que manifiestan y realizan en la Igle­sia lo que significan.

            Pero no se trata sólo de los «siete sacramentos». La existencia íntegra del creyente en el mundo, vivida en fidelidad al Espíritu de Cristo, se convierte en «culto es­piritual» (Rom 12,1ss). Es la liturgia de la vida, que hace de la existencia una fiesta. Este es el «culto en espíritu y verdad», el culto definitivo de los últimos tiempos, realizado en la vida diaria en el mundo, bajo la presencia del Espíritu.

            Esta vida como culto, expresión de la alabanza escatológica en Cristo, en el tiempo de peregrinación, con su corporeidad e historicidad, necesita de signos o símbolos para expresarse personal y comunitariamente. Por ello, el culto de la vida tiene necesidad de la liturgia eclesial, vida de la comunidad congregada por el Señor que canta agradecida la fidelidad eterna de Dios. La asamblea litúrgica es el lugar donde se manifiesta la existencia misma de la Iglesia: es la ekklesia.[11]

            Los símbolos en la liturgia constituyen un lenguaje que prolonga e intensifica la palabra; su poder evocador ilumina la palabra y saca a la luz los sentimientos interiores del hombre. La liturgia no es sólo palabra, diálo­go hablado entre Dios y su pueblo; es palabra acontecimiento; es acción, alianza. Dios actúa y el hombre acepta la actuación de Dios. Tanto la acción de Dios como la respuesta de acogida del hombre se realiza a través de signos; se sella la alianza con gestos, ritos y no únicamente por medio de palabras. Más aún, palabra y acción -dabar- están íntimamente vinculadas,  consti­tuyendo un único signo. La teología escolástica hablaba de materia y forma.

            El signo litúrgico no es nunca arbitrario. Parte del lenguaje que Dios ha inscrito en las cosas de la creación y en los repliegues del alma humana. Pero, además, la mayoría de los signos litúrgicos son signos bíblicos y, por ello, «reciben de la Escritura su significación» (SC 24). En cuanto signos bíblicos, los signos sacramentales realizan la gracia que significan; el agua del bautismo no es sólo agua que lava; la eucaristía no es una comida cualquiera, sino memorial de una historia de salvación... La liturgia, en sus gestos y acciones, reproduce las imágenes que la Escritura nos ha hecho significativas de la historia de la salvación, cargando de un nuevo significa­do su sentido original.

            La liturgia de Israel y de la Iglesia se expresará, pues, mediante las cosas materiales de la creación, como símbolos de las relaciones de Dios y su pueblo: la piedra como memorial del encuentro divino (Gen 28,18), óleo derramado, como unción de reyes o sacerdotes, incienso (Sal 140,2) como símbolo de la nube de la presencia de Dios, que baja hasta el hombre o de la oración del hom­bre que sube a la presencia de Dios, agua lustral, ceniza como símbolo de duelo penitencial (2Sam 13,19;Est 4,1;14,2), manojo de hisopo (Ex 12,22), sal «de la alianza de Dios» (Lev 2,13;Num 18,19)... Cristo, igualmente, con­vierte ciertos elementos materiales en símbolos de la nue­va alianza: el pan, el vino, el agua, el aceite, el perfume y el pez... La Iglesia sigue la misma línea de la revela­ción: fuego nuevo, luz, piedra, ceniza, mezcla de leche y miel, vestido blanco, candelabros, flores, el soplo del áli­to, la imposición de manos...[12]

            Los símbolos litúrgicos son primeramente símbolos cósmicos, pero al penetrar en la liturgia reciben una nueva connotación, que les convierte en símbolos histó­ricos, como sucede con las fiestas. Ya Israel había injertado en el significado cósmico, en continuidad con él, una referencia a la historia de la salvación: el pan ázi­mo y el cordero inmolado, el equinocio solar, el plenilunio..., signos de la fecundidad primaveral de la tierra, les enriquece convirtiéndolos en símbolos pascuales de la liberación de Egipto, primavera del pueblo. La Igle­sia, siguiendo esta línea, les enriquecerá de un conteni­do nuevo, refiriéndoles a Cristo. El símbolo es el mis­mo, pero el significado es nuevo, se ha enriquecido.

            El signo o símbolo es una realidad sensible que re­mite a otra realidad distinta de ella pero con la que está unida mediante una relación objetiva. Gracias a esa relación, el símbolo participa de la realidad simbolizada, que está enraizada en él y de algún modo lo hace presente. No sólo la manifiesta, sino que la presencializa. Entrar, por tanto, en contacto con la realidad del sím­bolo es entrar en comunión real con  lo simbolizado. La realidad a la que nos lleva el símbolo es, en último tér­mino, el misterio de Dios. El misterio es inefable, cierta­mente, nada creado puede contenerlo. Pero el misterio de Dios ha dejado su huella en las realidades sensibles de la creación. La creación participa de su fuerza, de su vida, de su belleza. De ahí que cada realidad creada sea una huella (logos spermatikós, dicen los padres), que nos remite a ese misterio y nos lo hace presente. En todos los seres de la creación hay una huella del Creador.[13]

            Toda cosa o acción humana puede ser considerada en sentido técnico (en cuanto sirve para algo) o en sen­tido simbólico (en cuanto significa algo). El símbolo car­ga de sentido el ser y la acción, que tomados sólo en sentido técnico vienen usados, instrumentalizados y va­ciados de su sentido y, en definitiva, de su ser. El símbolo, en cambio, descubre la profundidad de las cosas, haciéndolas diáfanas y epifánicas.[14]

            A lo largo de su historia, la Iglesia se ha expresado en símbolos. La teología católica presenta a Cristo -pa­labra encarnada- como el símbolo original, que fundamenta todos los símbolos litúrgicos. La humanidad de Cristo -su encarnación- es signo de la presencia invisi­ble de su divinidad y la manifestación de su fuerza salva­dora. Cristo es el sacramento que hace visible a Dios Pa­dre, más aún, signo de la presencia real del Padre. Todas sus acciones, acompañadas de su palabra, y especialmente su muerte y resurrección, participan de esta condición simbólica de Cristo, son signos de salvación. Y, con Cris­to, la Iglesia es el sacramento primordial: manifestación y presencia de la salvación (Cfr. LG 1,48..). La revela­ción vista en términos simbólicos y la fe cristiana como manojo de símbolos, que el creyente asimila y celebra, nos permiten definir nuestra existencia, creando un mun­do de vida y fiesta a partir de esos símbolos.[15]

            El misterio de Dios y de la persona humana son siempre mucho más profundos de lo que los conceptos abstractos pueden expresar. Necesitamos de los símbolos que apuntan y nos impulsan hacia el misterio. El len­guaje simbólico, con sus imágenes complementarias, se dirige a la totalidad de la persona, al espíritu y al corazón, a la mente y a la imaginación; iluminan, significa y mueven, realizando lo significado, a la persona entera. Cristo, imagen visible de Dios invisible, es el símbolo real y eficaz, pues en El el amor ha tomado la carne de la historia. Es el símbolo unificador. En El, plenitud de la historia, cobra finalidad y sentido lo que nos revela la creación y la historia. En El encontramos la verdad final (Jn 1,16‑18).

 

Símbolos y gestos

            El símbolo no llega a su plenitud hasta que el hombre no le incorpora a sí en el gesto simbólico, entrando en contacto corporal con él. De este modo, el símbolo del agua se convierte en gesto de baño lustral o de in­mersión regeneradora; el aceite pasa a ser unción; el pan, comida; la luz, iluminación... De este modo, los  símbolos se convierten en signos sacramentales, que significan hechos, acciones, los prodigios de la historia de la salvación, el bautismo, la eucaristía, el reino. El símbolo se hace sacramento cristiano, acción sacramental de Cristo.

            La liturgia no es dualista. Lejos de ser una oración mental, se expresa por medio de los labios, se traduce en actitudes corporales, en gestos. La revelación bíblica no divorcia el cuerpo y el alma, sino que ve al hombre en su unidad, como espíritu encarnado en el mundo. Así es como Dios lo ha creado y lo salva. «En el hombre -escribe dom Capelle- lo espiritual y lo corporal no están yuxtapuestos sino unidos y dicha unión no es una composición de dos cosas distintas, sino la correlación interna de dos elementos de un solo y mismo ser; esa unión es propiamente una unidad substancial; por eso, un culto puramente espiritual no sólo no sería humano, sino que es imposible».[16]

            La fiesta no se celebra nunca en la interioridad, sino en el ámbito de lo sensible; primero, porque es co­munitaria y con los demás nos comunicamos por los sentidos; y segundo, porque es preciso incorporar la dimensión corporal cuando el hombre quiere hacer algo auténticamente humano, dada su unidad de espíritu y cuerpo. En la liturgia, por ello, entran gestos tan senci­llos pero tan fundamentales como el mirar, el tocar, el oler, el oír, el gustar.[17] La celebración, con sus símbolos, despierta y plenifica todos los sentidos del hombre y, a través de su corporalidad, toda la persona unitaria. El mundo sensible, que entra en comunión con la sensibilidad del hombre, es la estética de la celebración, que hace vibrar el ser humano. Como dice O. Clement:

"Por la liturgia, la palabra se inserta en un arte total, en una experiencia de santa belleza, que pacifica y transfigura nuestros sentidos; nuestras facultades. Todos los aspectos de la celebración, el perfume, el incienso, las luces vivas, los cantos, son símbolos del cielo y de la tierra unidos y renovados en el cuerpo de Cristo bajo las llamas del Espíritu, mientras los iconos nos ponen en comunión con presencias personales devenidas trans­parentes al amor y a la belleza".[18] «En la liturgia, el hombre hace el aprendizaje de su cuerpo como cuerpo litúrgico, como cuerpo sacramental, como cuerpo resucitado».[19]

            La liturgia lleva al cristiano a poder decir con san Juan: «Lo que era desde el principio, lo que hemos visto con  nuestros ojos, lo que hemos contemplado, lo que he­mos tocado del Verbo de la vida, os lo anunciamos para que estéis en comunión con nosotros... y nuestra alegría sea completa» (1Jn 1,3‑4). Esta experiencia total del hombre le introduce en el reposo sabático de la fiesta es­catológica.[20] El cuerpo, destinado a la resurrección gloriosa, se ha convertido ya en templo del Espíritu Santo por el bautismo y se alimenta de la eucaristía.[21] La acti­tud, el gesto y la acción corporal son expresión de todo el hombre redimido, expresando, intensificando o incluso provocando la actitud interior, en su dimensión personal y en su dimensión eclesial comunitaria (SC 30;IGMR 20 y 62).

            La liturgia, acción de una comunidad, apela sin ce­sar al carácter simbólico de los gestos. En cierto sentido, podemos decir que se trata de un juego. En el juego el hombre supera las finalidades inmediatas y utilitarias de sus actos; se coloca en un plano en el que aquello que, en la vida ordinaria, no es más que un medio, adquiere consistencia propia y manifiesta una significación que envuelve al actor y a quienes, mirando o escuchando, hacen suyo el juego al que asisten.[22] Así, en la liturgia, gestos y palabras son portadores de una significación y fuerza, que se actualizan cada vez que se renueva la ac­ción litúrgica en sus participantes. El gesto se hace vehí­culo de realidades que lo desbordan y superan. (De aquí la importancia de salvaguardar la densidad de los gestos litúrgicos: una inmersión debe ser inmersión en el agua; una unción debe impregnar aquello que se unge; el banquete eucarístico implica que realmente se coma y beba de la copa).

            Celebrar es poner en juego toda la persona. Por ello, en la proclamación del Evangelio, no se trata sólo de escuchar; se la acompaña de una procesión y de un rodear el evangeliario del homenaje del incienso, las luces, los cirios, el beso, el estar de pie, etc. Estos gestos están llamados a crear un clima evocador de esa fiesta que suscita la proclamación y acogida de la palabra de Dios. El lector, consciente de su ministerio, proclama sabiendo que él hace presente en la asamblea la palabra viva de Dios, como acontecimiento nuevo, único e irrepetible.

            La misma postura corporal es gesto simbólico, significativo: postrarse por tierra, arrodillarse, sentarse, estar de pie son más que una postura, son gestos litúrgicos. El estar en pie es uno de los gestos más importantes de toda la tradición litúrgica, dirá la OGMR (n.21). Ya desde los primeros siglos se consideró como gesto específicamente cristiano por cuanto sugiere la nueva condición del bautizado en Cristo, a saber, la del hombre resucitado, libre de toda esclavitud (Gal 5,1;Apo 7,9;15,2), levantado de su caída (Lc 21,28). Ponerse en pie y orar con las manos y los brazos levantados es sin duda el gesto más completo y expresivo de la celebración cristiana.[23]

 

Liturgia como juego

            Dentro de la antropología moderna, el juego aparece al lado del trabajo, del lenguaje, del amor, donde el hombre está y se manifiesta «todo entero». El juego, por tanto, no es un fenómeno marginal, sino una modalidad fundamental de la  existencia humana. Lo imprevi­sible del juego, para ser de verdad juego, mantiene al hombre encantado y fascinado. La gratuidad del juego le da un carácter simbólico como expresión de libertad, gozo desinteresado y alegría festiva. La liturgia es juego, danza, explosión gozosa del hombre redimido en comu­nión con la Sabiduría de Dios, que en el principio juga­ba con la bola del mundo (Pro 8,27‑31) y con los ánge­les y bienaventurados, que participan de la fiesta eterna del Reino.

            La Iglesia primitiva daba gran importancia a los cantos, a las danzas y a las antorchas, como expresión de gozo y de triunfo. Los cristianos danzaban y canta­ban en los lugares de culto y en los claustros de las Igle­sias. El mismo San Basilio, que tiene duros ataques contra las danzas y bailes licenciosos, aprobaba la danza en la Iglesia y en sus sermones explicaba la vida cristiana con el símil de la danza. Quien puede celebrar las fies­tas y jugar comprende que nuestra relación con Dios no se sitúa en el plano de las «necesidades» ni del consu­mo. La persona que se preocupa, ante todo, por lo útil, los «méritos» y el premio se encuentra aún en un país extraño, como esclavo, y no puede entonar los cantos de Sión ni jugar.

            Para Israel y para los cristianos, la fiesta es una in­vitación hecha por Dios a regocijarse con El. Quizás en todas las culturas el significado de la fiesta ha consistido en dar culto a Dios y en regocijarse con El. Pero, con todo, dirá J. Ratzinger, las fiestas de los cristianos tie­nen una particularidad. De la buena nueva regalada a los cristianos forma parte el hecho de que no tuvieron necesidad de fabricar sus fiestas, les fueron ofrecidas por Dios mismo. De esta manera, El mantiene la memoria de los cristianos despierta, sana y agradecida; al mismo tiempo, les asegura la continuación de la historia de la salvación.[24]

            El cristiano no se limita a alegrarse por los dones recibidos; celebra las fiestas porque está seguro de la alianza de Dios, de su amor, de su fidelidad. La celebra­ción es su respuesta agradecida y su fidelidad en acción. La libertad, experimentada en la fiesta, es la levadura del gozo de cada día, que da sentido a los mismos sufri­mientos y al trabajo.[25]

            Las personas devoradas por la tecnología y por el ansia incontenible del éxito económico, decía ya G. Mar­cel, han dejado de ser dueños de sí mismos mientras luchan por dominar la tierra.[26] Aunque la vida humana está orientada hacia el futuro, la plenitud gozosa en el presente es un elemento esencial de la libertad. Porque la fe cristiana nos dice que el futuro está asegurado por la promesa de Dios, somos libres para celebrar y disfrutar del presente. Si experimentamos la libertad como don ya concedido y como promesa de Dios podemos cele­brar la fiesta y alegrarnos de la gratuidad de la libertad. Los que se alegran y celebran la vida juntos, lo expresan en el juego y la danza: «La auténtica jovialidad y serenidad de la persona lúdica, para la que la seriedad y el buen humor van unidos, es un fenómeno religioso; es la peculiaridad de la persona que vive al mismo tiempo en la tierra y en el cielo».[27] La persona que sabe jugar y danzar es capaz de tomar las cosas en serio. Está  interesada en lo que hace; su seriedad es serenidad, gozo, libertad que inunda. En el juego aprende­mos el tipo de seriedad que puede recibir la calificación de plenamente humana, distinta de la absurda seriedad de los que conciben la vida como carga y no como don. La persona que juega sabe que su juego es únicamente eso, un juego, y que tiene que cumplir la tarea que le ha sido encomendada en el mundo. Pero sabe todo esto de una forma que da a su seriedad en todo lo que hace un espíritu de libertad.[28] R. Guardini, en este sentido, compara la liturgia con un juego maravilloso ante Dios en mezcla magnífica de seriedad profunda y serenidad profunda.[29]

            El redimido por la pascua de Cristo puede reír, cantar, danzar, incluso ante la muerte, pues «la victoria se tragó la muerte. ¿Dónde está, muerte, tu victoria?» (1Cor 15,55). Nuestro juego se convierte en símbolo en el que está presente el propio juego de Dios, el actuar de Dios con la persona y para la persona, que es siempre una sorpresa maravillosa. El colmo de la sorpresa es la venida de su Hijo unigénito en carne humana como redentor nuestro y la fiesta de la resurrección después de la crucifixión. Participar en el juego de Dios es abrirse a sus sorpresas insospechables.

            El arte, la danza y el juego, con su poesía manifestada en forma corporal, liberan al hombre del dualismo maniqueo que desprecia el cuerpo. El gozo del cuerpo es la expresión del espíritu, es el gozo en la acción de gracias y acción de gracias en el gozo, eco del gozo que Dios experimentó en su creación.

            El gozo del juego nos da la combinación entre la proximidad amorosa y la libertad de la distancia. El juego nos enseña y transmite frente al mundo y las cosas la actitud de distancia necesaria para dedicarnos a ellas con gozo sin perseguir ningún pragmatismo idolátrico esclavizante. Nos abre, al mismo tiempo, a la gratuidad del mensaje de salvación, a la libertad festiva de la liturgia, a la gracia del Espíritu Santo y de sus dones. Si vivimos nuestra vida como participación en el juego de Dios, no huiremos de la vida ni nos sentiremos fascinados por una concepción del mundo tecnocrática, utilitaria, eficacista. Responderemos a la maravillosa iniciativa de Dios con fe gozosa y con la seriedad feliz que es juego y, sin duda, más que juego. Esto supone mirar la vida con un cierto sentido de humor. El humor es el criterio de libertad interior, de amplitud de mente, de una relación afirmativa, saludable con la verdad. El cardenal Ratzinger piensa que pertenece a los criterios básicos para el discernimiento de los espíritus: «Donde muere el sentido del humor, de seguro que no está el Espíritu de Cristo; por al contrario, el  gozo es signo de gracia». «El sentido del humor cristiano nace de la certeza de haber sido aceptado. El arte de cada uno de nuestros días debería consistir en irradiar el gozo del Evangelio en un mundo duro y tecnocrático, carente de humor».[30] El hu­mor es una bella manifestación de la tensión cristiana entre el «ya» y «todavía no». Es una especie de amor al mundo a pesar de sus imperfecciones y de su malicia o, mejor aún, «un profundo agradecimiento a Dios que nos permite vivir en este mundo así como es».[31] En este mundo al que «El amó tanto que le dio su Hijo único» (Jn 3,16).

 3. LITURGIA DE LA NAVIDAD

Misterio de la luz

            El tema central de Cristo luz del mundo y de su nacimiento como manifestación de la luz brilla en la ce­lebración navideña de medianoche. La comunidad cris­tiana renueva el misterio de la gruta de Belén donde Cristo, luz del mundo, penetra en las tinieblas. Se hace realidad plena la victoria de la luz sobre las tinieblas de la cual el solsticio de invierno era símbolo y la fiesta del Sol invicto raíz de la navidad romana.

            «Un pueblo que caminaba en las tinieblas vio una gran luz», proclama la liturgia con Isaías (9,2), pues «la gloria del Señor le envolvió de luz» (Lc 2,9). Y la Igle­sia lo canta en el prefacio: «Ha aparecido a los ojos de nuestra mente una nueva luz de tu fulgor».

            La Navidad es la fiesta de la gloria de Dios. Dios es glorificado en los cielos: «Gloria in excelsis Deo», pero glo­ria de Dios en los cielos que es signo de su presencia en la tierra. La gloria del Señor envuelve a los pastores. Y sobre el Verbo encarnado reposa la gloria que es signo ya de la definitiva presencia de Dios en medio del mundo (Jn 1,14).

            Siempre que Dios se revela y manifiesta sus designios pone de manifiesto una belleza, su gloria, el es­plendor de su bondad. Nos atrae hacia sí por medio de esa belleza, suscitando nuestra sed por conocerle en su bondad y por participar en su obra de arte; suscita y desarrolla así nuestra creatividad en la libertad. El culmen de la gloria de Dios se manifiesta en la aparición de su Hijo en la tierra, resplandor de su gloria.

            Dios es glorioso en su belleza, en su palabra y en sus obras, en sus noticias insospechadas, en su gracia y en su ley de vida. De aquí que los elegidos se sientan destinados a ser «alabanza de la gloria de su gracia, con la que nos agració en su Amado», para que redundara en gloria suya (Ef 1,6).

            La creación es ya un signo de su gloria, reflejo de su belleza. Todo lo que Dios crea es un eco de su glo­ria. Su pueblo participa de su belleza y se regocija en su gloria por medio del agradecimiento y la alabanza. Quien se sabe creado por amor gratuito tiene ojos de agradecimiento y admiración para descubrir la belleza en todas partes (Rilke). La creación es para él la obra salida de las manos de Dios. Para san Agustín, la belle­za es la voz con que las cosas alaban a Dios.[32] Por ello, nosotros los hombres con la alabanza y la acción de gracias vemos «con los ojos del corazón» la belleza ra­diante de la gloria de Dios.[33] Mientras el incrédulo se siente oprimido por el silencio de la creación,[34] el creyente goza con el salmista, sintiendo que «los cielos na­rran la gloria de Dios, el firmamento anuncia la obra de sus manos; el día le pasa al día la palabra, la noche a la noche la noticia. Sin que hablen, sin que resuene su voz, por la tierra toda camina su sonido, hasta el fin del mundo llega su palabra» (Sal 19,2‑5). Los cristianos saben y participan de la alegría con la que Jesucristo, Sabiduría de Dios, se regocijó con el mensaje maravillo­so emitido por la creación. Para El, toda la creación ha­bla de la bondad y solicitud del Padre. Su belleza es signo del amor del Padre: «Mirad las aves del cielo que no siembran ni cosechan, ni recogen en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. Aprended de los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan ni hilan; pero yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de ellos» (Mt 6,26‑29).  

            La belleza refleja la gloria de Dios. La creatividad de Dios nos muestra el esplendor de su gloria. Un mundo sin Dios, lo mismo que considerar la belleza como algo inútil y superfluo, es hacer la vida miserable, vulgar, yer­ma. La irradiación de la gloria  de Dios en la creación, en la historia, en el arte, en la celebración nos llena, en cambio, de dicha y eleva nuestro espíritu. El creyente se regocija en la belleza como reflejo de la gloria de Dios, en la que encuentran respuesta el corazón, la mente y la sensibilidad humana; se regocija en ella más allá de cual­quier utilización. La belleza visible, audible, corporeizada se encuentra en sintonía con la persona humana. Dios, artista original, expresa su mensaje en sonidos, en color, en figuras, en narraciones. Habla a todo el hombre, espíritu encarnado, sobre todo, mediante su Hijo encarnado. Todo el gozo folklórico de la Navidad contribuye a po­ner el corazón del creyente ante el misterio que celebra la navidad, el entrañable misterio de la ternura de Dios, abajado a la dimensión del corazón humano.

            «Belleza -dice santo Tomás- es uno de los nom­bres divinos».[35] Dios es la plenitud y la fuente de toda be­lleza, la luz beatífica, el esplendor sin sombra alguna: «Dios es luz y en El no existe oscuridad alguna» (1Jn 1,5). El es «el Padre de la gloria» (Ef 1,17). Esta gloria de Pa­dre la comunica al Hijo, que es para nosotros, en su en­carnación, «reflejo de su gloria e impronta de su ser» (Heb 1,3). La belleza increada se hace visible en forma humana en la encarnación de Cristo: «Y hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14)

 

Restauración cósmica

            Después del pecado, que todo lo perturba, Navidad es el inicio de la restauración cósmica. El Verbo encar­nado se une a la naturaleza humana y en ella a cada hombre y a la creación entera. Navidad es el anuncio de la paz en Aquel que es «Príncipe de la paz». «Paz en la tierra a los hombres que Dios ama», cantan los ánge­les. Todo lo creado participa en la alegría del Naci­miento del Salvador, como canta el hermoso tropario bizantino de la Navidad:

¿Qué cosa te ofreceremos nosotros, ¡oh Cristo!, por haber venido a la tierra como hombre por nosotros? Cada una de las criaturas, que por Ti han sido creadas, Te trae una oblación de gratitud. Los ángeles, su canto; el cielo, su astro; los magos, sus presentes; los pastores, su estupor; la tierra, su gruta; el desierto, un pesebre. Y nosotros, ¿qué te ofreceremos? Nosotros te ofrecemos una Virgen Madre.[36]

            El don de María, la nueva Eva, la nueva tierra del paraíso, inicia la restauración del cosmos y de la histo­ria. Todo mira hacia el Mesías: la creación, la historia, los pueblos. Y El viene para consagrar el mundo con su venida:

Verbo invisible, apareció visiblemente en nuestra car­ne; engendrado antes de los siglos, comenzó a existir en el tiempo, para asumir en sí todo lo creado y levantarlo de su caída; para reintegrar en tu designio el universo y reconducir a Ti la humanidad dispersa (Prefacio II).

            En Cristo, manifestación del amor de Dios, la gloria de Dios aparece en el ocultamiento de su majestad. La exaltación, la glorificación pasará por el revestimien­to de la desfiguración del hombre por el pecado; es la kénosis del Hijo de Dios, que nos abre el camino de la gloria (Filp 2,5‑9). Tomó sobre sí toda nuestra miseria: «No tenía apariencia ni presencia; lo vimos y no tenía aspecto que pudiéramos apreciar. Despreciable y deshe­cho de los hombres» (Is 53,2‑3). El pecado privó al hombre de la gloria de Dios, que como imagen suya se reflejaba en él. Cristo, plenitud de la gloria del Padre, se humilló hasta la ignominia para devolvernos la gracia de la participación en la gloria del Padre. Jesucristo nos da el «Espíritu de gloria» (1Pe 4,14). Este Espíritu de gloria hace que la Iglesia «se presente ante El toda glo­riosa, sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada» (Ef 5,27), superando la belleza de «una esposa adorna­da para su esposo» (Apo 21,2). En su consumación, como don que desciende del ciclo, la santa Jerusalén, «su esplendor será como el de una piedra preciosa, como jaspe cristalino» (Apo 21,10‑11). «No necesitará ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la iluminará la gloria de Dios y su lámpara será el Cordero» (Apo 21,23‑24). Bella y resplandeciente celebrará las bodas con el Cordero, «engalanada y vestida de lino deslum­brante de blancura» (Apo 19,6‑8). María, figura y pleni­tud anticipada de la Iglesia, es ya vista por la misma Iglesia en el simbolismo de la "mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas so­bre su cabeza" (Apo 12,1).

            Navidad, celebrada a la luz de la pascua, como inicio de la restauración escatológica, provoca el canto a la gloria de Dios manifestada en la encarnación de su Hijo. Toda la liturgia es un canto a la gloria de Dios manifestada en sus obras. Los salmos de laudes, plegaria matinal de la Iglesia, rezuman la admiración amorosa por la creación y continúan resonando en la celebración eucarística. La bendición a Dios ante el pan, el vino, el agua..., exalta la maravilla de la creación y la más ad­mirable aún recreación en Cristo.

            Ya la piedad bíblica, con sus fiestas y salmos, exal­ta el esplendor de la gloria de Dios, visible en la crea­ción, portentosa en la historia de la salvación. Los sal­mos del hallet ensalzan con reconocimiento y admiración las obras de Dios para con su pueblo escogido. Desde los primeros tiempos del culto cristiano, estos salmos fueron la base de la oración eclesial de la tarde, las vís­peras de la Iglesia. Y esta historia de salvación culmina en Jesucristo. Su epifanía, el brillo de su esplendor en la obra de la redención, hace de la vida del cristiano una eucaristía, una perenne alabanza a Dios, pues hasta el dolor es salvador.[37]

            La gloria del Resucitado, la fiesta y canto de los ángeles y santos en la liturgia celeste, se anticipa aquí en la tierra, para quienes tienen los ojos de la fe, en los signos y belleza de la liturgia, pregustación de la liturgia celestial. San León Magno dirá: «La radiante visibilidad de Cristo, ascendido al cielo, ha sido transferida a la sacramentos».[38] Y según E. Sourian, «la belleza en la dimensión teológica de la gloria de Dios lleva a una vida para gloria de Dios, vida moral de una belleza que refleja la propia gloria de Dios en la glorificación total del ser humano a la luz del Señor de la gloria».[39]

 

Misterioso intercambio

            Se trata del «admirabile commercium», el misterioso intercambio de nuestra redención. En la Navidad aparece el amor de Dios a los hombres. El Nacimiento del Señor constituye el «anuncio gozoso» de una gran alegría. Todo grita como una anticipación de la alegría escatológica. El Verbo se ha hecho carne y a cuantos le reconocen les da el poder de hacerse hijos de Dios. Es el principio de la economía divina por la cual Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios. El hombre recupera su imagen, es recreado y regenerado en el Verbo. La divino‑humanidad de Cristo abre el ca­mino a la que será la divino‑humanidad del cristiano, la participación de la naturaleza divina.

            La liturgia lo canta:

"De modo admirable nos has creado a tu imagen y de modo más admirable nos has renovado y redimido; haz que podamos compartir la vida divina de tu Hijo, que hoy ha querido asumir nuestra naturaleza humana" (colecta de la misa del día). "En El resplandece en plena luz el misterioso cambio que nos ha redimido, nuestra debilidad es asumida por el Verbo, el hombre mortal es elevado a una dignidad perenne, y nosotros, unidos en comunión admirable, compartimos tu vida inmortal" (Prefacio III).

            Este es el culmen de la alegría de Navidad, que hace a la asamblea cristiana exultar en cantos y hace de la liturgia una celebración. En la celebración litúrgica el tiempo queda en suspenso al manifestarse la presencia de Dios entre los hombres: el Enmanuel. Esta manifes­tación es la que suscita la respuesta del hombre como gracia y don agradecido. Es en esta celebración donde brota el canto y donde el canto halla su verdadera significación.

            No existe fiesta sin cantos ni celebración sin música y menos aún en la liturgia cristiana. La celebración cris­tiana se mueve en el ámbito de lo inefable, del misterio; por ello, su lenguaje adecuado es el canto que, gracias a la musicalización de sus textos, dilata, amplía el significado de la palabra y de este modo rastrea lo innombrable, el misterio. Por otro lado, sondea lo más profundo de la interioridad y saca fuera los sentimientos más hondos del hombre. El canto rompe la mudez que crea la presencia de Dios (Ex 4,10) y quiebra también la suficiencia del discurso racional, conceptualista, liberando a la palabra de la hybris intelectualista. El permitir hacer que la voz propia se funda con la de los demás es una forma da abdicar de sí mismo y abrirse a los otros. Surge entonces la unanimidad en el sentido de que mediante la «una voce» (Rom 15,16) se llega al «cor unum et anima una» (He 4,32). Como dice san Juan Crisóstomo:

Desde que baja en medio de nosotros el salmo, reúne las  voces más diversas y forma con todas ellas un cántico armonioso; jóvenes y viejos, ricos y pobres, mujeres y hombres, esclavos y libres, hemos sido arrastrados a una misma melodía. Si un músico haciendo sonar con arte las diversas cuerdas compone con ellas un solo canto a pesar de ser múltiples sus sonidos, ¿nos asom­braremos de que nuestros salmos y nuestros cantos ten­gan el mismo poder? Habla el profeta y todos nosotros respondemos, todos mezclamos nuestra voz con la suya. Así formamos todos un solo coro... En una Iglesia es necesario que se eleve una sola voz, como proveniente de un solo cuerpo. Ved por qué es uno solo el lector que se hace escuchar mientras el obispo está sentado en silencio; uno solo es el salmista que canta. Y cuando todos responden son como una sola voz y una sola boca.[40]

            El canto expresa la unidad de la asamblea. Con su ritmo y melodía crea la concordia y reúne todas las vo­ces en la sinfonía de una sola voz (Rom 15,6).[41]

            Los primeros cristianos no hicieron más que seguir la exhortación de san Pablo para hacer del canto la ex­presión de la oración litúrgica: «Cantad en vuestros co­razones a Dios, con gratitud, salmos, himnos y cánticos espirituales» (Col 3,16). El canto aparece como signo de alegría y agradecimiento: "¿Está alegre alguno de entre vosotros? Que cante himnos" (Sant 5,13). De este modo, también la Iglesia celeste expresa con el canto su reconocimiento por la redención y su alabanza al Señor (Apo 4,8-11;5,9‑10;15,3‑4;19, 1‑8).[42]

            ¿Qué sería la vida sin fiestas ni celebraciones? ¿Qué significaría la fiesta sin cantos, sin danzas, sin po­esía, sin arte? La esperanza cristiana se orienta a la fiesta plena y sin fin en los nuevos cielos y en la nueva tierra. Pero ya, mientras esperamos la fiesta eterna, ce­lebramos en el camino la alegría de sus inicios en la Navidad del Señor de la gloria entre nosotros.

 

Navidad es también Epifanía

            La fiesta de Navidad, la aparición de Dios en carne humana sobre la tierra, es su epifanía como Dios, como Cristo salvador y como Esposo unido en una sola carne con los hombres.[43]

            La epifanía de Dios es gloriosa porque su gloria, de la cual es signo la estrella que guía a los magos, se posa donde Cristo está presente y es adorado. La gloria de Dios que envuelve como una nube Jerusalén en la pro­fecía, ahora se posa sobre la última de las grutas donde está recostado el Niño con la Madre. Esta gloria revela la realidad de Cristo «luz de las gentes», que ilumina a los magos, los primeros iluminados de los paganos, a quienes seguirán todos los bautizados a través de los si­glos de la Iglesia.

            La liturgia interpreta en su oración el sentido de los dones ofrecidos a Cristo por los magos: oro como a Rey, incienso como a sacerdote y mirra para su sepultura. En el Bautismo, Jesús es revelado plenamente por el Espíritu con la misión sacerdotal, profética y real, de la que participa todo bautizado, ungido con la fe y el don del Espíritu. Así la Epifanía se prolonga en la historia como fiesta de la Evangelización. El bautizado con  Cristo, partícipe de su triple misión, es llamado a testimoniar, a anunciar a todos la buena nueva del Reino, inaugurado en Cristo.

            Cristo, sacramento original de salvación, extiende su sacramentalidad a la Iglesia, uniéndose a ella como su esposo, para enviarla, como El fue enviado por el Padre, a hacer visible su amor que abarca a todos y a anunciar su Evangelio, dando así a conocer a Dios como Padre. La antífona del Benedictus, con una extraor­dinaria belleza, muestra el vínculo de los tres misterios de la Epifanía, desarrollando el tema de las bodas de Cristo y la Iglesia:

Hoy la Iglesia se ha unido con su celestial Esposo. Cristo en el Jordán la ha lavado de sus pecados. Los magos acuden con los regalos a las bodas reales. Y el  agua convertida en vino alegra a los invitados, Aleluya.

 


     [1] B. PASCAL, Pensée, n.548.

     [2] SAN AGUSTIN, La ciudad de Dios XIV, 28: PL 41, 436;O. CULLMANN, La salut dans l'histoire, Neuchatel 1966.

     [3] S. GAROFALO, Tierra, en NDTB, Milano 1988, p.1552;H. BRAUN, Jesús, el hombre de Nazareth y su tiempo, Salamanca 1975;R. ARON. Así rezaba Jesús de niño, Bilbao 1988.

     [4] J. RATZINGER, La figlia di Sion, Milano 1979. En la Escritura, el hombre aparece como una unidad, aunque se le designe con diversas palabras, que en su diversidad revelan diversos aspectos de la persona y no partes de la misma. Las palabras hebreas basar, nefesh y ruah, como las griegas sart, soma, psiché, pneuma indican siempre al hombre concreto, que es efímero y caduco, sujeto de una vida espontánea, que piensa, ama, quiere y se siente atraído por Dios para escuchar y acoger su voz.

     [5] JUAN PABLO II, Primer radiomensaje de Navidad al mundo, AAS 71(1979)66.

     [6] C. BAGAGGINI, Caro salutis est cardo. Corporeità. Eucarestia e liturgia, en Miscelanea liturgica in onore di S.E. il Cardinale G. LERCA­RO, I, Roma‑París 1966, p.73‑209.

     [7] SAN LEON MAGNO, Sermo 61; De ascensione Domini, 2,2:PL 54,398.

     [8] SAN AMBROSIO, Apo.Proph David, 5,8: PL 14,916.

     [9] O. CASEL, El misterio del culto cristiano, San Sebastián 1953, p.55.

     [10] T. TEODOROV, Theories du symbole, París 1977; L.M. CHAUVET, Du symbolique au symbole, essai sur les sacraments, París 1979; L. BENOIST, Signes, symboles et mythcs, París 1975; L. BOUYER, El rito y el hombre, Barcelona 1967.

     [11] E. KASEMANN, El culto en la vida cotidiana del mundo, en Ensayos teológicos, Salamanca 1978, p.21‑28; E. SCHILLEBEECKX, El culto secular y la liturgia eclesial, en Dios, futuro del hombre, Salamanca 1970, p.106-124.

     [12] A.G. MARTIMORT, La Iglesia en oración, p.113‑250.

     [13] La transparencia de los símbolos se oscurece cuando se mini­miza el signo mismo: ablución reducida a unas gotas de agua, unción que se limita al simple contacto de un dedo humedecido, incensación cuya humareda es casi invisible y cuyo perfume es imperceptible... Sin signo se pierde el simbolismo y el significado.

     [14] Símbolo=sym‑ballein, significa unión, conduce a la unidad; lo contrario del diablo=día‑ballein, que lleva a la división y confusión.

     [15] G. BRAUN, Religion and Alienation, Nueva York 1975, p. 251ss.

     [16] B. CAPELLE, Travaux liturgiques de doctrine et d'histoire I, Lovai­na 1955, p.40;H. LUBIENSKA DE LEUVAL, La liturgia del gesto, San Sebastián 1957.

     [17] K. LAMMERS, Oír, ver y creer según el Nuevo Testamento, Sala­manca 1967. Cfr. sobre la mirada de Jesús hacia lo alto, que precede a la bendición y fracción del pan: Mt 14,19;Mc 6,41;Lc 9,16;10,18...; sobre el tocar: Mt 17,7;8,3;Mc 1,41;Lc 5,13. La liturgia está llena de gestos del tacto: imposición de manos, signación, un­ción... Cfr. todo el n. de Communautes et liturgie 2(1981).

     [18] O. CLEMENT, Le visage interieur, París 1978, p.176‑177.

     [19] IDEM, Donner un sens a notre corps, Contacts 114(1981)103-­136.

     [20] P.F. BETLUME, Goutez comme est bon le Seigneur, Commu­nautes et liturgie, 6(1981)485‑491;IDEM, Une gestuelle qui vient du coeur, Ibidem 2(1981)115‑129;J. Y. QUELLEC, Sensibilité et vie li­turgique, Ibidem 6(1981)459‑471.

     [21] TERTULIANO, De resurrectione 8,3.

     [22] J HUIZINGA, Homo ludens, Madrid 1972;J.P. MANIGNE, De la fete et de ceux qui la font, LMD 109(1972)147-151;F.A.ISAMBERT, Note sur la fete comme célébration, LMD106(1971)101‑110.

     [23] TERTULIANO, De oratione 23; De corona 3,4; Concilio de Ni­cea, c. 20.

     [24] J. RATZINGER. Studia Moralia 15(1977)531.

     [25] J.J. WUNEENBERGER, La fete,le jeux et le sacre, Paris 1977;P.L. BERGER, Rumor de ángeles. La sociedad moderna y el descubrimiento de lo sobrenatural, Barcelona 1975;R. GARAUDY, Danzare la vita, Asís 1973.

     [26] G. MARCEL, Le monde cassé, París 1933, p.284.

     [27] H. RAHNER, Der spielende Mensch, Einsiedln 1952, p.35

     [28] H.G. GADAMER, Verdad y método, Salamanca 1977, p.97; L. BOUYER, ¿Humano o cristiano?, Salamanca 1966;M. HEIDEGGER, Carta sobre el humanismo, Madrid 1970.

     [29] R. GUARDINI, El espíritu de la liturgia, Araluce 1962.

     [30] J. RATZINGER, a.c., p.533.

     [31] Ph. JERSCH, Estructura de la persona, Barcelona 1968.

     [32] SAN AGUSTIN, Enarrationes in Ps 14: PL 37,1964.

     [33] Ibídem 96: PL 37,1252.

     [34] B. PASCAL, Pensée, n.206.

     [35] SANTO TOMAS, De divinis nominibus, 4,5‑6.

     [36] L. MALDONADO Poesía litúrgica, Madrid 1980, p.210; O. CULLMANN, Navidad en la Iglesia antigua, en Estudios de Teología bíblica, Madrid 1973, p.1‑47.

     [37] Y.M. CONGAR, Cristo en la economía salvífica y en nuestros tratados dogmáticos, Concilium 11(1966)5‑28.

     [38] SAN LEON MAGNO, Sermo 72,4: PL 54,389;H.U. von BALTHASAR presenta en siete volúmenes su teología concebida en la perspectiva de la gloria: Gloria. Una estética teológica, Madrid 1988.

     [39] E.SOURIAN presenta algo similar a von Balthasar en teología moral con su obra: La couronne d'herbes, Paris 1975.

     [40] SAN JUAN CRISOSTOMO, In Epist I ad Cot. Homilia 36,6: PG 61,315.

     [41] SAN BASILIO, Homilia in Ps 1,2: PG 29,212.

     [42] SAN CLEMENTE, Primera carta a los Corintios 34,7.

     [43] B. BOTTE, Los orígenes de la Navidad y de la Epifanía, Madrid 1964;J. LAMARIE, Navidad y Epifanía. La manifestación del Señor, Salaman­ca 1966;B. BOTTE.-E. MELIA. Noel, Epiphanie, Retour du Christ, París 1967.

 


[_Principal_]     [_Aborto_]     [_Adopte_a_un_Seminarista_]     [_La Biblia_]     [_Biblioteca_]    [_Blog siempre actual_]     [_Castidad_]     [_Catequesis_]     [_Consultas_]     [_De Regreso_a_Casa_]     [_Domingos_]      [_Espiritualidad_]     [_Flash videos_]    [_Filosofía_]     [_Gráficos_Fotos_]      [_Canto Gregoriano_]     [_Homosexuales_]     [_Humor_]     [_Intercesión_]     [_Islam_]     [_Jóvenes_]     [_Lecturas _Domingos_Fiestas_]     [_Lecturas_Semanales_Tiempo_Ordinario_]     [_Lecturas_Semanales_Adv_Cuar_Pascua_]     [_Mapa_]     [_Liturgia_]     [_María nuestra Madre_]     [_Matrimonio_y_Familia_]     [_La_Santa_Misa_]     [_La_Misa_en_62_historietas_]     [_Misión_Evangelización_]     [_MSC_Misioneros del Sagrado Corazón_]     [_Neocatecumenado_]     [_Novedades_en_nuestro_Sitio_]     [_Persecuciones_]     [_Pornografía_]     [_Reparos_]    [_Gritos de PowerPoint_]     [_Sacerdocip_]     [_Los Santos de Dios_]     [_Las Sectas_]     [_Teología_]     [_Testimonios_]     [_TV_y_Medios_de_Comunicación_]     [_Textos_]     [_Vida_Religiosa_]     [_Vocación_cristiana_]     [_Videos_]     [_Glaube_deutsch_]      [_Ayúdenos_a_los_MSC_]      [_Faith_English_]     [_Utilidades_]