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Hombre en Fiesta: VI. Fiesta del Tiempo

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 VI FIESTA DEL TIEMPO

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1. DE FIESTA EN FIESTA

Adviento: el hoy de la liturgia

Tiempo litúrgico

2. DEL ALELUYA AL MARANATHA

La espera en la esperanza

Esperanza contra toda esperanza

Esperanza desde la presencia

3. PARUSIA: FIESTA SIN FIN

Dios: promesa para el hombre

Liturgia de las horas

La muerte del cristiano

De la fiesta del tiempo a la fiesta eterna

                                                  

VIFIESTA DEL TIEMPO

1. DE FIESTA EN FIESTA

Adviento: el hoy de la liturgia

            Adviento es el final y el comienzo del tiempo litúr­gico. La escatología es la culminación de la protología. «El principio» (Gen 1,1) termina en el «vengo pronto» del Apocalipsis (22,20). Cristo, el Hijo eterno del Pa­dre, entrando en la historia, ensarta el tiempo del hom­bre, dando unidad en el hoy salvífico el pasado y el futu­ro. El es «Alfa y Omega, el Primero y el Ultimo, el principio y el fin» del tiempo y de la historia (Ap 22,13). El arco de la historia, en Cristo, piedra angular, abraza los tres tiempos humanos: pasado, presente y futuro: «Aquél que es, que era y que viene» (Ap 1,4.8;4,8;11,17;16,5). El que «es», como presencia actual en el hoy de la liturgia, es el que «era en el principio» (Jn 1,1), antes de la creación del mundo, «estaba» en el principio de la creación, entró en la historia hecho carne, murió en la cruz, resucitó, subió al cielo y «está» sentado a la derecha del trono de Dios. El presente está en continuidad con el pasado. Y está en tensión hacia el futuro: «vendrá con gloria y poder». La escatología está anclada en la historia, pero no es el fruto del desarrollo de la historia; vendrá a la historia, como don del cielo en la Parusía final.[1]

            La visión bíblica del tiempo evidencia que la historia no está sometida a la ley del eterno retorno cíclico del tiempo cósmico, sino orientada por el designio de Dios, que se manifiesta en ella. Una línea ascendente traza el camino de la humanidad desde el principio creador de Dios hasta la plena y definitiva realización al final de los tiempos. La historia salvífica es única y unitaria gracias al plan de Dios y a su fidelidad inquebrantable (Ef 1,3‑14).

            El tiempo cósmico mide la duración de las cosas, re­gulándose por los ciclos rítmicos de la naturaleza: luz y tinieblas para el día, las fases de la luna para la semana y el mes, la rotación del sol para el año. Es el tiempo cíclico del calendario. Dios, creador del cielo y de la tie­rra, regula y gobierna el tiempo cósmico. Pero reina so­bre el tiempo y lo transforma con la irrupción de sus acontecimientos salvíficos. El tiempo cósmico se hace tiempo histórico. Así tiempo cósmico y tiempo histórico se orientan a una misma meta, al tiempo salvífico: a la plenitud del tiempo en Cristo. Cristo es la plenitud del tiempo, el que le lleva a su cumplimiento (Sal 4,4), a su realización plena. Al entrar Cristo en el tiempo, éste ya no es una sucesión de hechos y cambios, sino la presen­cia de Dios en la historia. El tiempo en Cristo es kairos. El kairos, con la irrupción salvadora de Cristo, rompe el círculo del kronos, y abre el tiempo en la espiral ascen­dente, que le lleva hasta el eschatón, como término de la historia.[2]

            Por ello, el año litúrgico no es un círculo cerrado que se repite según el eterno retorno de las estaciones Es un tiempo que se repite en una espiral progresiva; que se eleva hacia la Parusía, celebrando la encarnación, muerte, resurrección y glorificación de Cristo cada año con un sabor nuevo, un impulso nuevo, correspondiente a la nueva situación eclesial y personal y siempre en la expectativa de la sorprendente manifesta­ción del Señor del tiempo y de la historia. La liturgia hace presente en el hoy de la Iglesia el misterio de la salvación en Cristo. Es el hoy sacramental, que significa y hace presente en el tiempo la eternidad de Dios.

            El tiempo, como medida del fluir de la existencia del hombre y del universo, en la liturgia se transforma en lo que realmente es: tiempo de Dios. El año litúrgico evoca en un crescendo continuo los encuentros con Dios, que se manifiesta y  salva, que manifestándose sal­va y salvando se revela. De año en año, el pueblo de Dios celebra en novedad constante las sorpresas mirabilia Dei- de la historia de la salvación, que se encami­na a un final de plenitud. El fluir del tiempo, marcado por el calendario anual o jubilar, tiene sus ritmos natu­rales: meses, semanas, días, horas: son estaciones del co­rrer de la existencia ante Dios, que el creyente vive como tiempos de Dios; como kairós y no sólo como kronos, como tiempos de salvación y no sólo como medi­da cronológica del tiempo que pasa, devorando la vida. En el tiempo linear y cíclico, tiempo que avoca el hombre a la muerte, con Cristo ha entrado el tiempo eterno de Dios, rompiendo el círculo y dando plenitud al tiempo.[3] Así este tiempo de Dios dentro del tiempo humano se abre desde el presente hacia el futuro escatológico.[4]

            El Adviento prepara a los cristianos a celebrar la venida de Cristo en la carne, como inicio de la redención, que culmina en el misterio pascual, y a celebrar la espera de la segunda venida del Señor, en la que vendrá a recoger el fruto maduro del mundo redimido (Cfr SC 102). La celebración de la Encarnación de Cristo, ac­tualizada en el misterio litúrgico, se hace esperanza de la manifestación gloriosa del Señor en la Parusía.[5]

            El acontecimiento escatológico ha perforado la historia para madurarla desde dentro y conducirla a su término. El eschaton, implantado con la encarnación, vida, muerte y resurrección de Jesucristo, se desarrolla en un arco temporal de duración indeterminada, que puede ser llamado «la última hora», «los últimos días», el «nuevo eón», y se consuma con la Parusía gloriosa del Señor Jesucristo.

            Este don escatológico, «nueva creación», aparecido en Jesucristo asumiendo carne, tiempo y mundo, los rebasa, los delata como incapaces de contenerlo en su forma definitiva. Cuando alcance su forma plena comportará el desbordamiento de la caducidad inherente a la historia y, por tanto, iniciará una forma inédita de duración, no temporal, que llamamos eternidad.

            Pero, para que la historia y el mundo cobren sentido, es menester que su génesis en el tiempo aboque a una apocalipsis. Solamente el hijo nacido justifica el período de gestación. La parusía cierra la historia, la concluye consumándola. De este modo, constituye el dies natalis del hombre y del mundo transfigurados. La Parusía, pues, en cuanto último acto de la historia de salvación, es la resurrección de los muertos, la aparición la nueva creación y la vida eterna. Es la pascua del mundo de la muerte a la vida  nueva; la comunicación a los hombres y al universo de lo acaecido a Jesús en su pascua. Así aparecerá Jesús en la gloria, como Señor del universo.

            El adviento eclesial es la entrada del hombre, por la fe, la esperanza y la caridad, en el proceso de renovación que comenzó con la entrada de Dios mismo en la historia del mundo y la hizo su propia historia. Dios se ha puesto en camino, está ya ocultamente presente en lo hondo de nuestra vida y de nuestra realidad y la revelación -manifestación, apocalipsis, epifanía, parusía- de su presencia está viniendo. En Cristo resucitado se ha realizado la salvación, se ha anunciado y anticipado la nueva creación; en consecuencia, el hombre, y el mismo cosmos, ha sido ya tocado y participa de es transformación.[6]

Adviento desde la Pascua

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            El hombre vive en tensión entre el tiempo de Dios y el tiempo del mundo. De fiesta en fiesta, pasa del tiempo que le consume, le desgasta, le va deshaciendo su morada terrena, al tiempo de Dios, que le reconstruye por dentro en el amor eterno y en la esperanza incorruptible. El hombre vive de pascua en pascua. Esta tensión la ha vi­vido Cristo y la ha apurado hasta la última gota. El com­bate decisivo se ganó en la cruz, la glorificación la vivió en la exaltación de la cruz. La resurrección es la victoria de Dios y el triunfo de Cristo. La lucha que pareció aca­bar con la muerte no había terminado. Faltaba aún el re­sultado final; el árbitro no era el hombre, sino Dios, y El dio la victoria al que parecía vencido; el condenado re­sultaba inocente, el ejecutado recobraba la vida, vida victoriosa sobre la muerte, vida gloriosa, eterna.

            Cristo ha entrado así en la gloria del Padre. Y si con El irrumpió el reino para todos los hombres en el tiempo e historia humana, su persona ha adquirido un significado definitivo e inderogable para todo el mundo. Tras haberse entregado definitivamente por todos los hombres, recibió la confirmación de la resurrección y se vio entronizado en la gloria para siempre. Su resurrección nos dice que la gloria ha comenzado ya. ¡Y lo que ha comenzado se está cumpliendo! Por eso, con la fiesta de Pascua, decimos la última palabra de nuestra fe: creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna. Creo que el principio de la gloria ha venido ya a nosotros; creo que nosotros, aparentemente tan perdidos y desca­rriados, siempre en búsqueda y lejanos, estamos envuel­tos ya por la bienaventuranza infinita. Porque el fin ha comenzado ya. ¡Y es gloria!

            Dios ha resucitado a su Hijo. Dios ha vivificado la carne. El Señor resucitó en su cuerpo y eso quiere decir que empezó ya a transformar este mundo; aceptó este mundo para siempre, glorificándole, transformándolo, liberándole de sus límites y caducidad, redimiéndolo del pecado y la muerte. El ha transformado definitivamente el cuerpo en templo glorioso del Dios vivo y de su Espí­ritu vivificante. «Su resurrección es como la primera erupción de un volcán, que muestra que en el interior del mundo arde ya el fuego de Dios, que llevará todas las cosas al incendio bienaventurado de su luz. El Señor resucitó para hacer ver que ello ha comenzado. Ya ope­ran desde el corazón del mundo, al que Cristo descen­dió por la muerte, las nuevas fuerzas de una tierra glo­rificada, y sólo es menester un breve tiempo para que aparezca y se manifieste» (K. Rahner). Esta es la expectación de toda la creación, que espera la participación en la glorificación  del cuerpo de los hijos de Dios (Rom 8,1 8ss). Cristo está en medio del mundo, en el centro del tiempo, en el núcleo del pecado, como la mi­sericordia del amor eterno que es paciente hasta el fin (2Pe 3,8‑10). Caro cardo salutis. La carne es el quicio de la salvación y la resurrección de Jesús es su comienzo, las primicias de la resurrección de la carne.

            Con la resurrección de Cristo comienza la nueva creación, el cielo nuevo y la tierra nueva. El es el pri­mer sillar del universo renovado. La muerte, abismo de desesperanza, alejamiento de Dios, ruina de la exis­tencia, privación de la vida, fracaso supremo del hom­bre, gracias a Cristo se convierte en esperanza de vida y felicidad, en puerta del Reino de Dios. La destrucción es semilla de resurrección; la debilidad, semilla de fuerza; la debilidad, semilla de gloria. Cristo recapitula en sí la vida y el Espíritu para derramarlos sobre todo viviente. Con la resurrección de Cristo comienza, por tanto, la nueva era del mundo, el nuevo eón. La antigua era, el tiempo de la decadencia, del pecado y de la muerte, se ha visto invadido por el nuevo tiempo, el tiempo del reino de Dios, de la inmortalidad y de la vida eterna. El tirano de la primera edad, de la mino­ría de edad era el pecado y el tutor, la ley; el principio impulsor de la nueva era, de la plenitud de los tiempos es el Espíritu de Dios, derramado por Cristo Glorificado sobre los fieles.    

            Existe aún una superposición de las dos edades, que durará hasta la desaparición definitiva del mundo viejo. Esta tensión pascual caracteriza la época entre la resurrección de Cristo y la renovación final del univer­so. La nueva era ha comenzado, sin suprimir del todo la antigua. Como efecto de la señoría de Cristo, el nue­vo tiempo hace presión sobre el antiguo, la nueva creación avanza. El hombre y el universo están todavía suje­tos a las consecuencias del pecado, arrastran las cicatrices y consecuencias del pecado, de lo viejo; pero el Espíritu renovador y vivificante está presente y va creando vida nueva entre las ruinas antiguas, que se van removiendo y desplazando, acumulando para ser abrasadas por el fuego.[7]

            Día a día, el creyente en Cristo, va despojándose del velo con que le cegó Satanás, dios de este mundo, y así brilla para él «el resplandor del Evangelio de la gloria de Cristo, que es imagen de Dios» y él mismo «irradia el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo». «Pero llevamos este tesoro en vasos de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no nuestra. Atribulados en todo, mas no aplastados; perplejos, mas no desesperados; perseguidos mas no abandonados; derribados, mas no aniquilados. Llevamos siempre en nuestros cuerpos el morir d Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo... Pues sabemos que quien resucitó al Señor Jesús, también nos resucitará con Jesús y nos presentará ante El. Por eso, aunque el hombre exterior se va desmoronando, el hombre interior se va renovando de día en día» (2Cor 4).

            La muerteresurrección de Cristo es el cumplimien­to de todas las promesas de Dios y la garantía de su re­alización plena en el futuro escatológico. «Con esta es­peranza nos ha  salvado» (Rom 8,24).

            De este modo, la muerte‑resurrección de Cristo se constituye en el centro y punto de inflexión de la histo­ria humana. Lo anterior se dirige a El; lo sucesivo es despliegue de su espíritu. Para los judíos, el ápice de la historia se colocaba en su desenlace, en la manifestación del Reino de Dios al final de los tiempos. En el cristia­nismo, el ápice ocupa el punto medio de la historia, que es la plenitud de los tiempos. La manifestación del Rei­no de Dios no será simplemente el cumplimiento de la promesa, sino el florecimiento de una realidad presente desde ahora. Todo el Antiguo Testamento se dirige a ese centro, es adviento, espera y preparación de la ma­nifestación del Señor. La revelación, que empieza con el origen del hombre y el mundo, se estrecha primero a la historia de Israel, luego al resto de Israel, hasta que aparece la figura del siervo de Dios, que se realizará en Cristo, salvación del hombre y de la humanidad entera. Oscar Cullmann denomina esta convergencia y diver­gencia el principio de la concentración hacia Cristo y la dilatación a partir de Cristo.[8]

            Esta soberanía de Cristo sobre el universo ya es visible y operante en la Iglesia, que la celebra en la liturgia y la realiza en la vida de los fieles.

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Tiempo litúrgico

            El tiempo litúrgico no es una noción, es vida, es dar espacio vital al Espíritu de Cristo, presente en la vida del cristiano, dando el auténtico sentido al tiempo humano. El tiempo cósmico, en el que se desenvuelve la historia de la humanidad, es en realidad «tiempo de Dios». El tiempo litúrgico es el tiempo en su sentido real: tiempo de Dios en Cristo, es decir, vivido en el cuerpo eclesial de Cristo.

            El tiempo, como eterno retorno cíclico, aplasta al hombre, sometiéndolo a los ritmos de la naturaleza. Pero aún es más aplastador y esclavizante el tiempo de la civilización técnica. Esta ha creado su ritmo de vida, racionaliza y colectiviza la vida, encarcelándola en pla­nes trienales o quinquenales, con sus evaluaciones co­rrespondientes en cifras de producción y de consumo. Acelera el tiempo, sometiendo al hombre al ritmo de la máquina y, con la ilusión de liberar al hombre, en reali­dad lo esclaviza con la programación continua de la vida y sus horarios. El tiempo cerrado en sí mismo, sin apertura a la eternidad, asfixia al hombre. El hombre corre y nunca tiene tiempo, porque el tiempo sin un apoyo no temporal se le escapa, se le escurre, o mejor, es su vida la que se le escapa a través del tiempo. De aquí, la angustia existencial, la náusea de la vida, el absurdo de la existencia, la tentación del suicidio, de evasión, de revolución como salida de la temporalidad anodina e insensata (sin sentido).

            El tiempo de Dios, en su unicidad, se desenvuelve y desarrolla en la economía de salvación en acontecimien­tos únicos, que no se repiten ni se pierden, es decir, que no pasan, pues quedan en la «memoria‑anamnesis» de la liturgia con su propia virtualidad y aficacia salvífica. En la liturgia, los eventos salvíficos, superando el tiem­po, son siempre actuales, presentes en el hoy del memo­rial litúrgico. Así el tiempo litúrgico  testimonia que la salvación es una realidad que se actualiza continuamen­te. El tiempo litúrgico es el tiempo de la actuación de Cristo mediante su Espíritu presente en la Iglesia. El tiempo litúrgico pertenece a Cristo, Dios y hombre, tiempo y eternidad, principio y fin simultáneamente. En la liturgia Cristo está presente y actúa. El es el liturgo en la Iglesia, en su cuerpo eclesial. Así el tiempo para el cristiano, encuentra en Cristo un apoyo eterno, no tem­poral, que le da su sentido pleno. Los siglos, el año, la semana, el día, las horas, los instantes son kairos para el cristiano, porque pertenecen a Aquel que vive «en los siglos de los siglos»; a Aquel que da sentido al año es­tando El en su centro; al que ritma las semanas con el día que hasta tal punto es suyo que se llama Domingo (día del Señor); a Aquel que es el hoy en el que la Iglesia celebra los sacramentos y la liturgia de las horas; a Aquel que llena «cada latido rítmico del corazón de los fieles».[9] El tiempo pertenece al cristiano, como el cris­tiano pertenece a Cristo. Por eso, el cristiano reposa en el Señor, sabiendo que el Señor le da el tiempo para hacer todo lo que El desea que haga. Nunca le falta el tiempo, como a quien vive como dios de su vida.

            Nosotros, en realidad, «hemos venido a ser partícipes de Cristo» (Heb 3,14) desde el momento en que El «se ha hecho partícipe de nuestra carne y sangre» (Heb 2,14), in­troduciéndonos en su hoy, que constituye el cumplimien­to en el tiempo de la salvación, que El traía a los hom­bres y que se realiza siempre que ese hoy es proclamado en la liturgia. La liturgia es el momento que continúa la historia de la salvación. Como dice la constitución de Liturgia del Vaticano II: «Las riquezas de las acciones salvíficas del Señor se hacen presentes en todos los tiempos, para que los fieles puedan entrar en contacto con ellas y ser colmados de la gracia de la salvación» (SC 102). Mediante la liturgia, toda la Iglesia con Cristo recorre año tras año, de fiesta en fiesta, el propio camino hasta la victoria final, actualizando el misterio de Cristo en cada celebración, y percorriendo una a una las fases principales del mismo, para conformarse así, progresivamente, con su imagen. «Lo que aconteció una vez en la realidad histórica, la solemnidad litúrgica lo celebra de modo recurrente y así lo renueva en el corazón de los creyentes» (S Agustín).

            El tiempo litúrgico transfigura, elevándolos, todos los días del creyente, convirtiéndolos en momento favorables de configuración con el Señor que vive y reina por los siglos de los siglos. El hoy litúrgico ritma la existencia rescatada y redimida del cristiano. Es un memorial continuo de los acontecimientos de salvación que, al actualizarse, se transforman en encuentros con Cristo, Señor del tiempo y de la historia. El memorial del futuro anticipado y del pasado vivido se hace eficaz en el presente litúrgico. Es el hoy de la gracia.[10]

 2. DEL ALELUYA AL MARANATHA

La espera en la esperanza

            Cristo ha venido en nuestra carne, se ha manifestado vencedor de la muerte en su resurrección y ha de­rramado su Espíritu sobre la Iglesia, como el don de bodas a su Esposa. Y la Iglesia, gozosa y exultante, canta el Aleluya pascual. Pero el Espíritu y la Esposa, en su espera impaciente por la consumación de las bodas, gritan: ¡Maranathá! (Ap 22,17).

            La Iglesia, en su peregrinación, vive continuamente la tensión entre el Aleluya por la salvación ya cumplida plenamente en Cristo y el Maranathá, el grito an­helante por la manifestación de su Señor en la gloria de su retorno. Ahora ya vemos al Señor entre nosotros, pero «vemos como en un espejo» y anhelamos que se rompa el espejo para «verle cara a cara» (1Cor 13,12). Ahora «ya somos hijos de Dios, pero aún no se ha ma­nifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se ma­nifieste, seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es» (1Jn 3,1‑2).

En efecto, todos los que son guiados por el espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibis­teis un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace excla­mar: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para testimoniarnos que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos, herederos de Dios y cohere­deros de Cristo, ya que sufrimos con El, para ser tam­bién con El glorificados. Porque estimo que los sufri­mientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros. Pues la ansio­sa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidum­bre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primi­cias del espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo. Porque hemos sido salvados en esperanza (Rom 8,14‑24).

            Con Cristo se ha puesto en marcha la nueva era de la historia de la salvación: la plenitud de los tiempos. En Cristo, don del Padre al hombre y al mundo, el hombre y la creación entera encuentran su plenitud escatológica. Por su unión a Cristo muerto y resucitado, el cristiano, por su bautismo, no vive ya en la condición de la «carne», sino bajo el régimen nuevo del Espíritu de Cristo (Rom 7,1‑6). Con Cristo -con su amén al Padre- toda la humanidad, y cuanto está relacionado con ella, ha sido definitivamente integrada en la aceptación de la voluntad del Padre. Esta realidad ya no podrá ser arrancada jamás de la historia humana. La Iglesia, en su fase actual, es sacramento de salvación, es decir, encarna la salvación de Cristo, que se derrama de ella sobre toda la humanidad y sobre toda la creación. Pero aún la Iglesia, y con ella la humanidad y la creación, espera la manifestación de la gloria de los hijos de Dios en el final de los tiempos. El «hombre nuevo» y la «nueva creación», inaugurada en el misterio pascual de Cristo, mientras canta el aleluya, vive los dolores del par­to y grita maranatha, anhelando la consumación de la «nueva humanidad» en la resurrección de los muertos en la Parusía del Señor de la gloria. La Iglesia se siente Reino de Dios solamente en su fase germinal. Por eso tiende a la consumación gloriosa de este Reino, anunciándolo y estableciéndolo entre los hombres. La Iglesia vive así su misterio en Cristo Jesús. Pertenece a la etapa de la histo­ria abierta por la Pascua y orientada a la consumación de todas las cosas en la gloria de la Parusía. Su tiempo es tiempo de  camino hacia la plenitud. Tiempo del Espíritu, que la impulsa a actuar la salvación en el mundo. El Es­píritu Santo, que habita en ella, la comunica la vida de Cristo, implantando en ella el germen de la gloria, pero siempre dentro del dinamismo de la Pascua, haciéndola pasar por la muerte a la vida. Por ello vive en posesión radical de las realidades futuras y en esperanza de su po­sesión definitiva. Esta es su tensión, nuestra tensión: go­zar y cantar lo que ya somos y sufrir y anhelar por aquello que seremos, a lo que estamos destinados: «Por tanto, mientras habitamos en este cuerpo, vivimos pere­grinando lejos del Señor» (2Cor 5,6) y, aunque posee­mos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro inte­rior (Rom 8,23) y ansiamos estar con Cristo (Fil 1,23).[11]

 

Esperanza contra toda esperanza

            Juan Bautista es la palabra del Adviento, de la expectación de lo visto y todavía por llegar. ¡Ha visto y confesado al Mesías y se encuentra en la cárcel! Pero en la prueba del absurdo, Juan no es una caña que quiebra el viento. Cree a pesar de todo, espera contra toda espe­ranza. Es el mensajero, que prepara a Dios el camino, ante todo, en su propia vida y en el propio corazón; prepara el camino a un Dios que tarda en manifestar­se, que no tiene prisa, aunque él está a punto de perecer. Su corazón estaba en apuros y su cielo encapotado. La pregunta de su corazón suena a angustia de parto: «¿Eres tú el que ha de venir?». Pero es una pregunta di­rigida a Dios, al Cordero de Dios que ha conocido y confesado. En un corazón orante queda siempre fe, aun­que se encuentre en prisión. Parece tener razón el mundo. «El mundo reirá y vosotros lloraréis», dijo el Señor. En la prisión de la muerte, de las preguntas sin respuesta, de la propia flaqueza, de la propia miseria, el cristiano, peregrino de la Pascua a la Parusía, espera contra toda esperanza, enviando mensajeros de su fe y oración a Aquel que ha de venir. Estos mensajeros volverán con la respuesta: «He aquí que vengo presto; bienaventurado el que no se escandalice de mí».

            La osadía (parresia) del cristiano, del discípulo de Cristo, pasa por la purificación, por la prueba del escánda­lo del mismo Cristo que anuncia. Es verdad lo que dice E. Simons: «La inaudita provocación de los profetas veterotestamentarios y especialmente de Jesús de Naza­reth y de sus enviados no es la pretensión de hablar sobre el nombre de Dios, ni la de hablar en nombre de  Dios sino la convicción de que Dios mismo habla en sus palabras, y por cierto de tal manera que para lo oyentes de la predicación y para el predicador mismo la salvación o condenación depende de la atención y respuesta a la comunicación verbal de Dios a través de ellos... Este acontecimiento de la palabra en cuanto evento salvífico es proclamación de la salvación como venida real del reino de Dios (Mt 4,23;Lc 9,12), gracia (He 20,32), reconciliación (2Cor 5,19). Como «palabra de Cristo» (Rom 10,17) le hace presente como Kirios y Salvador, de manera que fundamenta la comunidad como comunión de aquellos que escuchan la palabra y la siguen (Mt 8,12). El Kerigma es el mismo Señor, que ha realizado su obra como Jesús de Nazareth, vive en los suyos como Espíritu, y vendrá como Señor en la gloria».[12]

            En la palabra y en los sacramentos, Cristo nos da la seguridad de que vino para nosotros, que murió y fue resucitado para nosotros y que envía al espíritu Santo para que nos santifique, convirtiéndonos en signos de su presencia salvadora para el mundo. Es Cristo quien nos inspira el gozo agradecido que hace que nuestra fe se desborde en evangelización, en respuesta agradecida a la  Palabra que nos da vida: «¡Ay de mí si no anunciara el evangelio!» (1Cor 9,16). Pero, «cuando los apóstoles y sus sucesores y cooperadores son enviados para anunciar a los hombres el Salvador del mundo, se apoyan sobre el poder de Dios, que manifiesta la fuerza del evangelio en la debilidad de sus testigos» (GS 76) Esta fragilidad del vaso de barro está siempre amenazada de quebrarse, de escandalizarse de su propia debili­dad, de la precariedad de su fe y de la fragilidad de su vida. «¿Qué haces tú ahí, si no eres el Mesías espera­do?». El hombre tiene sed de Dios, espera en El, espe­ra que pronto instaure su reino, que lo absoluto, la verdad radiante aparezca y con su resplandor queme toda duda del espíritu, anhela que la bondad radical destierre todo temor. Y he aquí que sólo vienen pre­cursores, sólo aparecen heraldos con la verdad de Dios siempre en palabras humanas que la oscurecen; como mensajeros de Dios sólo vienen hombres con cualida­des humanas y con todos los defectos de los hombres; sólo se dan acciones simbólicas, sacramentales, siempre bajo ceremonias humanas. Y todo esto precursorio confiesa una y otra vez: «Yo no soy lo auténtico, lo real, lo definitivo; lo verdadero y real está oculto en todo lo impropio de las palabras, de los hombres, de los signos».      

            Ante la propia pobreza, la debilidad de los mensajeros y la insignificancia de la palabra y los signos, el hombre, en su impaciencia, es tentado a creer que pue­de hallar a Dios, lo real, fuera de los hombres, de las palabras y signos de la Iglesia: en la naturaleza, en la infinitud del propio corazón, en la política que quiere erigir ya de una vez para siempre el Reino de Dios sin Dios sobre la tierra... Pero esta huída sólo puede llevar al desierto del propio corazón vacío, donde moran los demonios y no Dios; al desierto de la naturaleza ciega y cruel, que sólo es benéfica como creación de Dios en la alegría del reposo dominical; al árido desierto del mun­do en que las aguas de los ideales se escurren tanto más cuanto más se penetra en él; al desierto desolador de una política, que en lugar del reino de Dios, sólo instaura la tiranía de la violencia.

            Con Juan Bautista es preciso confesar: «Yo no  soy». La Iglesia es sólo la voz del que clama en el de­sierto, voz que anuncia que lo definitivo, el Reino glo­rioso de Dios está aún por venir. No puede desoírse  esta voz por razón de que suena con todos los ecos  humanos. No puede dejarse de lado al mensajero de la  Iglesia porque «no es digno de desatar las sandalias  del Señor» a quien precede. La Iglesia, no puede me­nos de decir: «No soy yo», pero tampoco puede dejar  de decir: «Preparad el camino al Señor que viene». Y  entonces, escuchado esta pobre palabra, Dios viene ya.  Los fariseos, que no escucharon al precursor del Mesías porque él no era el Mesías, tampoco reconocieron  al Mesías.[13]

Esperanza desde la presencia

            La salvación le llega al hombre como criatura y  como pecador sólo por la libre e inmerecida gracia de  Dios, es  decir, por la autocomunicación libre de Dios  en Jesucristo, el crucificado y resucitado. La relación del  hombre con Dios, que significa su salvación, no puede  fundarse o sostenerse a partir del hombre mismo, desde  su propia iniciativa personal, sino que siempre viene establecida por la acción soberana de Dios. No hay «obras meritorias» por las que el hombre pueda hacerse  propicio a Dios. Toda acción salvífica del hombre sólo tiene carácter de respuesta; e incluso esa respuesta, en cuanto capacidad y acción real, tiene una vez más por fundamento a Dios, quien dándosenos, nos da la capaci­dad de aceptarlo y el que lo hagamos de hecho. La misma acción libre por la que el hombre responde a Dios es también don de la gracia divina, que nos libera de la limitación inherente a la criatura y del egoísmo pecaminoso.

            Este don divino, en el que Dios se comunica a sí mismo al hombre pecador, es un acontecimiento por el que el pecador se convierte en justo y la gracia de Dios llega realmente al hombre, le santifica y le hace herede­ro efectivo de la vida eterna, le convierte en alguien que antes no era y ahora es realmente. Tal acontecimiento, el hombre lo experimenta en la fe y en el reconocimiento esperanzado del juicio misericordioso de Dios sobre él. Este acontecimiento es, a su vez, portador de una nueva promesa de que la transformación real ya experi­mentada no es aún la definitiva, sino que nos encamina a la consumación plena; así infunde un dinamismo continuo de conversión en la vida del creyente, que se rea­liza en la historia y en el tiempo como fe y esperanza en el amor de la presencia.[14]

            La esperanza nace de la presencia y el amor. Allí donde dos seres insignificantes, como María e Isabel, se encuentran y se sienten unidas en la esperanza que, por la Palabra de Dios, ha penetrado en su corazón, Aquel a quien esperan está ya presente. Cuando una mujer es­pera un niño, lo espera, porque ya está presente en ella. Así también en la asamblea que dice «maranatha», que espera al Señor, allí está ya presente el Señor. Donde se acepta la promesa, se da ya el cumplimiento en quien la recibe. Espera solo su manifestación.

            Con la predicación se inaugura el tiempo del Reino, que irrumpe sobre la tierra (Lc 16,16). Pero e. Reino de Dios es como una semilla que brota, crece y se hace árbol (Lc 13,18). Está presente en el mundo, como levadura en la masa, hasta transformar toda la humanidad (Lc 13,20). María, el prototipo de la huma­nidad redimida, como su fruto más excelso, nos anuncia la manifestación gloriosa del Señor en nosotros. En ella, como canta el prefacio de la fiesta de la Inmaculada, Dios "ha señalado el comienzo de la Iglesia, es­posa de Cristo sin mancha ni arruga, esplendente de belleza".

            María, como icono escatológico de la Iglesia, nos testimonia que Dios ha sido fiel a la promesa. María, como imagen de la Iglesia, testimonia a la Iglesia aún peregrina que la salvación anunciada se ha cumplido de verdad; que la esposa  ha sido fiel al Esposo, que Dios ha sido fiel y su gracia eficaz. La sangre de Cristo no se ha derramado en vano. La gloria a la que María ha sido elevada está destinada a toda la Iglesia. La asunción de María es el comienzo, la prefiguración de lo que será toda la Iglesia. San Pablo, hablando de la resurrección, nos presenta a Cristo como el nuevo Adán, el celestial, cuya imagen llevamos del mismo modo que llevamos la imagen del primero (1Cor 15,45‑49). «Y como en Adán hemos muerto todos así seremos tam­bién todos vivificados. Pero cada uno a su tiempo, el primero Cristo; luego los de Cristo, cuando El venga» (v.22‑23). Toda la Iglesia tendrá que esperar hasta la Parusía, pero María, la nueva Eva, ya está unida íntimamente al Esposo. Y mientras el pueblo de Dios ca­mina, en la espera del adveni­miento del día del Señor, la virgen María alienta nuestra esperanza, como signo escatológico del Reino.[15]

Espera en la vigilancia

            La esperanza cristiana despierta en el creyente la vigilancia (Ef. 5,14‑18), la espera vigilante al momento presente, al kairós del paso de Dios, que está viniendo a la historia cada día. Ilumina el momento presente a la luz de los memoriales del pasado y de la esperanza es­catológica, a la luz de la hora en que Cristo nos redimió, a la luz del misterio pascual y a la luz de la hora de la venida final de Cristo. A su luz se iluminan los aconte­cimientos, quizás oscuros, del presente; la cruz de cada día se hace gloriosa, «luz radiante del rostro del Padre».

            La vigilancia deriva de la tensión entre el «ya» y «todavía no», percibido y aceptado con agradecimiento y con esperanza. La vigilancia está simbolizada por las vírgenes del evangelio que, invitadas a las bodas, espe­ran con olio la llegada del Señor. Su invitación a las bodas nos alcanza «aquí y ahora», en el kairós del presente. La esperanza cristiana -en oposición a la espe­ranza marxista- supone la inserción de una realidad nueva en la historia, de manera que se quiebra el círcu­lo cerrado del presente y se abre a lo nuevo. Es una esperanza escatológica, que viene, que no es fruto de la programación o del determinismo de la evolución histó­rica o del progreso humano, sino don sorprendente, que viene como un ladrón, inesperadamente, cuando menos se lo espera y que, por ello, exige la espera vigilante.[16]

            La muerte, presente siempre en la vida misma como su posibilidad última, impone al hombre el dile­ma entre un esperar confinado por la barrera de la muerte y un esperar,  -como don pues no está a su al­cance-, algo que le haga pasar la frontera de la muer­te. Pero, si el fin de la vida es la caída de la persona en la nada, es también el hundimiento de todo el esperar y de todas las esperanzas del hombre; si lo último de la vida es la nada, toda la cadena de las esperanzas preci­pita con el último eslabón en el vacío; el esperar huma­no sería solamente un espejismo, una ilusión. Ante esta situación límite no le quedan al hombre sino dos opciones: la aceptación de la muerte como caída en la nada o la aceptación de esperar el don de una vida nueva, don de algo transcendente respecto al hombre y al mundo. Algo que viene a él. Esta es la esperanza cris­tiana.[17] La esperanza cristiana se funda en la fe en la resu­rrección de los muertos y en la plenitud -vida eter­na- por venir, como gracia absoluta de un Dios que está ya viniendo y que vendrá. La esperanza cristiana se inserta en la historia como llamada a lo nuevo, «a la nueva creación» del Dios que resucita los muertos y que vendrá para darse en plenitud de vida.

            Esta novedad de vida, ya presente, garantía de la vida eterna futura, es el don del Espíritu, como venida permanente y presencia dinámica de Cristo en la histo­ria, que crea en el corazón del hombre la comunión de vida con El y la comunión en el amor con los miembros de su cuerpo eclesial, vida nueva anticipadora de la re­surrección por‑venir; el hombre vive ya «con‑resucita­do» con Cristo; está ya brotando en él «el manantial que salta hasta la vida eterna» (Jn 4,14;7,39).

            La esperanza cristiana, por ello, no es una ilusión: tiene sus garantías; y no es una alienación, pues, hace vivir al cristiano vigilante al momento presente, atento a los signos de los tiempos, a la irrupción del Espíritu que sopla en su vida como el viento cuando quiere y como quiere. El Dios, que ha venido en Cristo, sigue viniendo en el Espíritu, y vendrá en la nueva total donación de Sí mismo.[18]

            La salvación cristiana es salvación en la esperanza. Tiene lugar en un encuentro de amor y, por eso, de libertad. Es el encuentro de la libertad trascendente de Dios y la libertad defectible del hombre. La libertad humana puede rehusar la salvación de Dios. Corre el riesgo siempre de la perdición: la posibilidad de la res­puesta negativa es inseparable de la posibilidad de la respuesta afirmativa. Ante la salvación gratuita de Dios en Cristo el cristiano vive cada día su riesgo supremo. El amor de Dios no condiciona jamás la libertad del hombre, pues es absolutamente gratuito. La esperanza cristiana, por tanto, vive en el combate constante entre confiar en la autosuficiencia humana o abrirse al don gratuito de la vida del Dios que vendrá y le salvará.

            La esperanza vigilante, finalmente, se manifiesta en el amor. «Dios es amor y quien no ama no ha conocido a Dios» (1Jn 4,8). La fe y la esperanza tienen su verdad interior y su autenticidad en el amor que Dios derrama sobre nosotros. Sólo cuando amamos nos encontramos en la longitud de onda de la esperanza en el Dios que es amor. San Agustín lo explica  concisamente: «El que no ama, en vano cree, aunque sea verdad lo que cree; en vano espera, aunque sea cierto que lo que espera pertenece a la verdadera felicidad, a no ser que crea y espere también que el amor le puede ser concedido por la plegaria».[19] Y san Juan dirá aún más brevemente: «Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos» (1Jn 3,14). Esta es la garantía de nuestra esperanza.

            Quien ama al hombre y está convencido de su futuro, quien realmente estima al hombre y considera que al hombre hay que amarlo hasta dar la vida por él, ése está creyendo en Jesucristo, pues cree en una posibilidad que sólo en Jesucristo puede hacerse realidad. Ahora bien, quien cree en Cristo, cree también en Dios, crea­dor de los hombres y del mundo, y espera la nueva creación y la nueva humanidad, como don del Dios de la vida: «El que es, el que era y que vendrá».

 3. PARUSIA: FIESTA SIN FIN

Dios: promesa para el hombre

            La fe es la garantía de los bienes esperados, la presencia de las cosas que se espera. La fe se vincula a la esperanza. Creer es dirigirse a Dios y reconocer su misericordia y fidelidad a pesar de las apariencias de la muerte y del poder del mal. Así el creyente vive en continuidad con la vida eterna que surge del encuentro con Dios, superada la amenaza de la muerte. Por la fe, la vida de la tierra se hace promesa de una vida plena, eterna, sin posibilidad de muerte, a la medida de la misericordia de Dios y de las nostalgias del hombre. La fe abre paso a la esperanza porque es fe en un Dios creador, rico en misericordia, que se hace El mismo promesa para el hombre.

            La esperanza cristiana, por tanto, se orienta a la fiesta plena y sin fin en los nuevos cielos y en la nueva tierra. Pero ya, mientras esperamos la fiesta eterna, celebramos en el camino la alegría de vivir, la bondad de ser y convivir con los otros celebrantes de la fiesta. Y este reflejo de Dios que nos ama es la garantía de nuestra esperanza en la victoria con Cristo de la muerte. Conscientes de estar aún en camino y de los sufrimien­tos y males existentes en el mundo, celebramos la fiesta en la esperanza y certeza del triunfo de Cristo. El ver­dadero testimonio de Dios y la expresión auténtica de las posibilidades reales del gozo y de la gloria se encontrarán entre los que son capaces de cantar en el exilio, de regocijarse en la batalla y vislumbrar la gloria en la esperanza, aún frustrada, porque han descubierto que la infinita distancia de Dios es la medida del poder de su presencia y que el sufrimiento de Dios es la medida del poder de su imperturbable e invencible amor.

            Ya la fe de Israel está basada en las experiencias históricas, de las que hace memoria en sus celebracio­nes. Así, su esperanza, apoyada en esta fe, se dirige ha­cia un futuro cuyos horizontes se amplían constante­mente, aportando continuamente nuevas sorpresas. La fidelidad de Yahveh es el lazo de unión del pasado y del futuro en el presente de la liturgia y de la vida. La es­peranza se mantiene viva en el agradecimiento y en la alabanza.[20]

            En la esperanza de Israel se entronca la esperanza cristiana. Los dos prefacios de Adviento, en su alabanza a Dios, recogen esta inserción y su florecimiento. El pri­mero evoca las dos venidas de Cristo y el segundo cele­bra a Aquel «a quien todos los profetas anunciaron, la virgen esperó con inefable amor de madre, Juan lo pro­clamó ya próximo y señaló después entre los hombres». Y la oración entrecruza la celebración de la venida del Señor en la carne y la espera de su retorno glorioso:

Concédenos, Señor Dios nuestro, permanecer alertas a la venida de tu Hijo, para que cuando llegue y llame a la puerta nos encuentre velando en oración y cantando tu alabanza.

Liturgia de las horas

            Por llamamiento y gracia de Dios, la Iglesia es una «casa de oración» (Is 56,7;Mt 21,13p). La oración sacerdotal de la Iglesia es una de sus tareas fundamentales. Orar y transformar la vida en adoración a Dios en espíritu y verdad es su misión. Los primeros cristianos, fieles al Señor, perseveraban unánimes en la oración, lo mismo que en la fracción del pan, escuchar la Palabra y en la comunión fraterna (He 2,42). Jesús y sus discípulos oraron con los Salmos, como el pueblo de Israel al que pertenecían (Mt 24,46;Lc 23,46;Col 3,16). Como Israelitas, llevaban grabadas en la mente y el corazón, en la vida y en los labios las palabras del Deuteronomio: «Cuando te acuestes y cuando te levantes recitarás el Sema': Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,4.7;11,19). Según los comentarios rabínicos, estos dos tiempos de oración, vinculados en primer lugar al ritmo de la vida de los hombres -acostarse y levantarse-, fueron luego relacionados con el ritmo de la naturaleza en la oración de la comunidad: al atardecer y al amanecer. Pero la Escritura añadirá un tercer tiempo de oración entre los dos anteriores (Dan 6,11.14;Judit 9,1;12,5‑6;13,3), como recogerá el salmo: «Por la tarde, por la mañana y al mediodía clamo al Señor» (54,17‑18). A estos tres tiempos, se añade en momentos particulares la ora­ción nocturna (Lc 6,12;He 16,25), a la que Jesús habi­tuó a sus discípulos. Orígenes recogerá estos tiempos de oración, según una tradición ya común, diciendo:

Pablo, siguiendo las recomendaciones del Señor, nos dice: orad sin cesar. Sólo hay un modo de entender este precepto como posible. Si decimos que toda la vida del santo es una gran oración continua y que, de dicha oración, una parte es la oración en el sentido estricto del término, que debe hacerse por lo menos tres veces al día, como se ve en Daniel que oraba tres veces al día a pesar del peligro que le amenazaba. Y Pedro, que su­bió a la terraza a la hora sexta para orar cuando vio bajar del cielo la sábana sostenida por los cuatro lados; es la segunda de las tres oraciones de que habla David (Sal 54,17‑18), siendo la primera: "Oye mi voz, Señor, por la mañana, a la aurora te elevo mi oración y me quedo a la espera" (Sal 5,4), y la última es la que mues­tran estas palabras: "Mi elevación de manos, como la ofrenda de la tarde" (Sal 140,2). Pero incluso el tiempo de la noche, no lo pasamos sin oración, ya que David dice (Sal 118,62): "En medio de la noche me alzo para alabarte por tus justos decretos" y Pablo oraba en Fili­pos a medianoche con Silas y alababa a Dios, de modo que los demás presos los oían.[21]

            Al igual que la semana y el año, el día también queda santificado al ritmo de la liturgia: «Fiel y obe­diente al mandato de Cristo de que hay que orar siempre sin desmayar (Lc 18,1), la Iglesia no cesa un momento en su oración y nos exhorta a nosotros con estas pala­bras: 'Por medio de Jesús ofrezcamos continuamente a Dios un sacrificio de alabanza' (Heb 13,15). Responde al mandato de Cristo no sólo con la celebración eucarís­tica, sino también con otras formas de oración, princi­palmente con la Liturgia de las horas, que, conforme a la antigua tradición cristiana, tiene como característica propia santificar el curso entero del día y de la noche».[22]

            La Liturgia de las horas es liturgia, culto de la Iglesia, de todo el cuerpo eclesial de Cristo, que en ella se mani­fiesta y constituye (SC 26;PNLH 20). Y es liturgia de las horas, es decir, santificación del día y de la noche, santificación del tiempo. En la Laudis Canticum, Pablo VI es­cribe: «La liturgia de las horas se desarrolló poco a poco hasta convertirse en oración de la Iglesia local, viniendo a ser como un complemento necesario del acto perfecto de culto divino, que es la eucaristía, el cual se extiende así y se difunde a todos los momentos de la vida de los hombres... Como oración de la Iglesia es oración de todo el pueblo de Dios, algo que atañe a toda la comunidad cristiana».[23]       

            Laudes es la oración de la mañana, el tiempo que cierra la noche y abre el día. Es la voz de la esposa que se levanta con la aurora, buscando al Esposo (Sal 62), que se alza de la muerte victorioso antes del alba. Como cantan los himnos a Cristo, Sol naciente, El es la luz que ilumina el mundo, «visitándonos desde lo alto». Los laudes evocan también la creación, mañana del universo, en la que entra el hombre como liturgo que invita a toda la creación a alabar al Creador.

            Las vísperas, por su parte, están vinculadas a la tarde, que es conclusión del día y comienzo de la noche: «Las vísperas se celebran al atardecer, cuando el día ya declina, para dar gracias por todo lo que el Señor nos ha concedido durante la jornada» (PNLH 39). «Es bello salmodiar tu nombre: proclamar por la mañana tu misericordia y tu fidelidad en la noche» (Sal 92,2‑3). Las vísperas expresan la dichosa esperanza de la venida definitiva del reino de Dios, al final del tiempo cósmico. Tienen, pues, un sentido escatológico, refiriendo la vida a la última venida de Cristo, que nos traerá la gracia de la luz eterna en el «día sin noche» (PNLH 39).

 

La muerte del cristiano

            La muerte, como término de la vida, con su carác­ter de agresión, es la manifestación de la esencia del pe­cado: «El salario del pecado es la muerte» (Rom 6,23).

            Pero el detalle más sorprendente de la revelación cristiana sobre la muerte es que Dios ha hecho de la muerte del hombre el misterio del amor de Cristo al Padre y, al mismo tiempo, el misterio del amor del Padre a Cristo y, a través de El, a todos los hombres. La muerte humana se ha convertido en acontecimiento de salvación, para Cristo y para el mundo.

            Ahora ya, para aquellos que viven su vida como un misterio de muerte y de vida con Cristo, la muerte se convierte en el punto culminante de la apropiación de la salvación inaugurada por la fe y los sacramentos. Más que límite, la muerte es cumplimiento, maduración y fructificación. Es pérdida de sí, pero para encontrarse con Dios y vivir en Dios.

            Ante la muerte, que en apariencia no es más que tiniebla absoluta, el hombre, por la fe cree que ese derrumbamiento desemboca en la vida y que vivirá eternamente. En la muerte, que es esperanza contra toda esperanza, el creyente se abandona al Dios de la promesa. La muerte vivida de este modo se convierte en encuentro con Dios en Jesucristo. Lo mismo que Cristo recibió el don de su glorificación por su confianza en el amor del Padre, el cristiano recibe la gracia de su resurrección abandonándose en las manos de Dios en Jesucristo. Por la esperanza el cristiano se proyecta en Dios y le confía su vida por toda la eternidad. Y, en la muerte, la caridad, que es amor a Dios por encima de todo, encuentra su expresión y su realización suprema. Por nuestros pecados hemos rechazado muchas veces la llamada de Dios; a menudo hemos sufrido por no poder darlo todo o por no dar más que con los labios. Ahora podemos recoger todo nuestro ser y ofrecérselo a Dios: «Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu».[24]

            Penetrando dentro de la muerte, estas tres fuerzas fundamentales de la vida cristiana -la fe, la esperanza y la caridad- transforman la muerte, cumplen el Semá, que lleva en sí la promesa de vida: «Haz esto y vivirás». El hombre muere, pero para vivir eternamente. Su muerte no es ya una muerte segunda, sino la victoria definitiva de la vida de Dios sobre la muerte.

            Culminación de la vida teologal, la muerte es asi­milación real con la muerte de Cristo, que el cristiano comenzó a vivir en su bautismo, alimentó en la Eucaris­tía y sella con la Unción de los enfermos. El bautismo es el comienzo de la muerte cristiana, ya que es la in­mersión del hombre de pecado en la muerte de Cristo (Rom 6,3) y el nacimiento a la vida nueva, que nutre la Eucaristía, en la participación al misterio pascual de Cristo, que nos pasa de la muerte a la vida de resucitados. Y esto, el cristiano lo vive hasta el final en la Igle­sia, que le acompaña desde el nacimiento hasta la culminación de su vida, ungiéndole para su entrada en el Reino. El sacramento de la Unción de los enfermos proclama y celebra la fidelidad de Dios tal como se ha manifestado en los sufrimientos y muerte de Cristo, una fidelidad que da significado a los sufrimientos, enferme­dad, vejez y muerte del cristiano y lo sostiene en su debilidad.

            La unción de los enfermos, como los demás sacramentos, tiene su fuente y su cima en el misterio pascual de Cristo, que apunta con su victoria sobre la muerte, al sellar el Padre su fidelidad con la resurrección, hacia la plenitud final en los nuevos cielos y en la tierra nueva. Recibido y celebrado con agradecimiento, implora­mos con toda la Iglesia, la gracia de nuestra fidelidad hasta el final de nuestra vida. Ante el misterio de la muerte se eleva el misterio de la esperanza: del Dios que resucita y hace nacer a la vida nueva.

 

De la fiesta del tiempo a la fiesta eterna

            Todo cuanto sucede, desde Dios, tiene aquella dirección que apunta desde la creación en el principio al reino eterno. Porque Dios no creó el mundo para la caducidad y la muerte, sino para su gloria y, por consi­guiente, para la fiesta eterna. La experiencia de la vida y del tiempo en la historia de Dios con el mundo está marcada por la creación, la promesa, la alianza, la libe­ración, la victoria sobre la muerte y el don de la vida eterna. El tiempo no es algo vacío, es siempre tiempo lleno de los acontecimientos de Dios.

            El acontecimiento determina el tiempo del instante favorable. La fidelidad de Dios garantiza el ritmo de los tiempos y el kairós de cada acontecimiento. En el tiem­po de la creación, Dios se manifiesta como Señor del tiempo con sus intervenciones gratuitas y salvíficas, que abren el tiempo a la historia y al futuro de Dios. «El acontecimiento es impensable sin su tiempo; y el tiem­po, sin su acontecimiento».[25] La historia se abre con la promesa y se llena de contenido con las experiencias de su cumplimiento: «Hubo historia para Israel sólo y en la medida en que Dios anduvo con él. Fue Dios quien trazó la continuidad en medio de la pluralidad de acon­tecimientos y creó la línea hacia una meta en la secuencia temporal de los acontecimientos».[26]

            El futuro está en continuidad con el pasado gracias a la fidelidad de Dios. Pero, para el hombre, la inter­vención de Dios, es creación, novedad, no la continua­ción o desarrollo de lo pretérito (Is 43,18). «La predicación profética se torna escatológica cuando los profetas arrancan a Israel del ámbito salvífico de los hechos aca­ecidos hasta entonces y desplazan el fundamento salvífi­co a un venidero evento de Dios».[27] La antigua actuación de Dios y la nueva no se encuentran ya en un mismo tiempo humano; la nueva actuación de Dios tiene lugar en «su tiempo», en el «tiempo nuevo».

            La apocalíptica hará patente esta novedad contra­poniendo los dos tiempos (eones) del mundo como dos poderes que configuran todo lo que está en su ámbito: se oponen como muerte y vida, perdición y salvación, infierno y cielo. Este tiempo es el tiempo de muerte, perdición e infierno; el nuevo tiempo es el de la vida, salvación y cielo.

            Cristo entra en el tiempo de muerte, y con su resurrección revela la eclosión del nuevo eón de la resurrección y de la vida eterna. Con su resurrección se abre, ya en me­dio de este mundo, el nuevo y eterno tiempo, para los que viven en El: «Por tanto, el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» (2Cor 5,17). La vie­ja existencia del hombre bajo el poder del pecado fenece y es sepultada por los creyentes con Cristo en su muerte (Rom 6,4). Nace la nueva existencia del hombre bajo el Espíritu para vida eterna. El nuevo tiempo se zambulle en este ca­duco tiempo del mundo y lo convierte en tiempo transito­rio del mundo, que pasa, que se acorta, que es escena, mientras aparece en su fulgor y esplendor el nuevo tiempo de la nueva creación.

            La eucaristía, los sacramentos y las fiestas del tiempo litúrgico manifiestan en este tiempo el tiempo nuevo de la manifestación de Dios y de la gloria de Jesucristo en su Espíritu, que exulta en el corazón de la Iglesia.

            A la celebración eucarística, la liturgia ha vincula­do la alabanza de las horas en que expresa la «alabanza perenne», santificación del tiempo. Según un triple ciclo -cotidiano, semanal y anual-, la liturgia manifiesta de qué modo el misterio de la salvación en Cristo penetra el tiempo cósmico por entero. Mientras en el ciclo anual, la historia de la salvación, desplegada desde el misterio pascual de Cristo, transforma en «misterio» el ritmo de las estaciones, el ciclo semanal, regido por las fases de la luna, traslada el mismo orden de la creación al plano del misterio de la salvación. Y el ciclo cotidia­no, estructurado según los ritmos de la luz, evoca las resonancias simbólicas del día y de la noche. Centrando en él la expresión de su contemplación, la Iglesia atestigua la paradoja de su situación en las fronteras del tiempo y la eternidad. Todavía retenida por las inquie­tudes  disipadoras de la existencia terrena, la Iglesia de la tierra -a la vez esposa y cuerpo de Cristo- entra en armonía con la Iglesia del cielo; ocupa su lugar en el coro de los bienaventurados, que cantan incesantemente con los ángeles: «Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del universo. Llenos están los cielos y la tierra de tu gloria».[28]

            La alabanza perenne de la Iglesia, la convierte en anticipación de la alabanza eterna más allá de la Paru­sía. La liturgia, en su materialidad sacramental y en su eficacia regeneradora, cesará en el Reino de los cielos, pero la alabanza perenne a Dios será el eterno oficio gozoso de la asamblea celeste. La liturgia de las horas introduce al hombre, en cuanto bautizado, nacido de lo alto, en el coro celeste de la alabanza divina (Ap 7,9ss;15,2ss;19,1ss). La salmodia de la Iglesia es «hija del canto que resuena incesante­mente ante el trono de Dios y del Cordero».[29]

            Podemos concluir con San Pedro:

Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien, por su gran misericordia, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, a quienes el poder de Dios, por medio de la fe, protege para la salvación, dispuesta ya a ser revela­da en el último momento. Por lo cual rebosáis de alegría, aunque sea preciso que todavía por algún tiempo seáis afligidos con diversas pruebas, a fin de que la cali­dad probada de vuestra fe, más preciosa que el oro perecedero que es probado por el fuego, se convierta en mo­tivo de alabanza, de gloria y de honor, en la Revelación de Jesucristo. A quien amáis sin haberle visto; en quien creéis, aunque de momento no le veáis, rebosando de alegría inefable y gloriosa, y alcanzáis la meta de vuestra fe, la salvación de las almas (1Pe 1,3‑9).

 



     [1] VARIOS, Cristo ieri oggi e sempre. L'anno liturgico e la sua spiritualità, Bari 1979;J. ORDOÑEZ MARQUEZ, Teología y espiritualidad del año litúrgico, Madrid 1978.

     [2] J. MOUROUX, Il mistero del tempo, Brescia 1965; (En cast, Barcelona 1965;O. CULLMANN, Cristo y el tiempo, Barcelona 1968;T.G. CHIFFLOT, Le Christ et le temps LMD 13(1948)26‑49;J. RATZINGER, Fe y futuro, Salamanca 1970.

     [3] M. BERCIANO, Kairós, tiempo humano y histórico‑salvífico en Clemente de Alejandría, Burgos 1976.

     [4] A.M. TRIACCA.‑A. PISTOIA, Le Christ dans la liturgie, Roma 1981, con textos de los sacramentarios y de los Padres: Cfr. Lc 6,20‑26;12,49ss;19,44;Mc 1,14s;Jn 16,21‑24;Rom 13,8ss; Gal 6,10;1 Cor 13,12;2Cor 6,1ss;Ef 5,16;Col 4,5;2 Tes 2,6ss;1Pe 1,3‑9).

     [5] J. HILD, L'Avent, LMD 59(1959)10‑24.

     [6] J. ALFARO, Esperanza cristiana y liberación del hombre, Barcelona 1972;Idem, Cristología y antropología, Madrid 1973.

     [7] S. MARSILI, Il tempo liturgico attauzione della storia della sal­veza, RivLit 57(1970)207‑235;B.G. BOSCHI, Tempo, storia e festa nella Bibbia, Sacra Doctrina 87(1978)191;J. RATZINGER,  Escatología, Muerte y vida eterna, Barcelona 1979

     [8] O. CULLMANN, o.c., p. 57‑65.

     [9] A.M. TRIACCA, Tempo e liturgia, en NDL, Roma 1984, p.1494‑1508;E. ALIAGA GIRBES, Teología del tiempo litúrgico, Valencia 1980.

     [10] T.J. TALLEY, Les temps liturgiques dans l'Eglise ancienne, LMD 147(1981)29‑60.

     [11] J. MOLTMANN, Teología de la esperanza, Salamanca 1977;L. BOROS, Somos futuro, Salamanca 1970.

     [12] E. SIMONS, Kerygma, en Sacramentum Mundi, Salamanca 1984, p.193-200.

     [13] H. DE LUBAC, El drama del humanismo ateo, Madrid 1967;K. BART, Adviento, Madrid 1970; P. TILLICH, La dimensión perdida. Indigencia y esperanza de nuestro tiempo, Bilbao 1970.

     [14] K. RAHNER, Justificación, en Sacramentum Mundi, Barcelona 1984, c.176‑186.

     [15] J. ESQUERDA, Significado salvífico de María como tipo de la Iglesia, en Ejemplaridad trascendente de María sobre la Iglesia, Madrid 1967, p.145‑192;F. HOFMANS, María y la Iglesia, Teología y Vida 5(1964)169‑179.

     [16] P.E. LANVEGIN, Jesus Seigeur et l'eschatologie, París 1967.

     [17] K. RAHNER, Sentido teológico de la muerte, Barcelona 1969;X. LEON‑DUFOUR, Jesús y Pablo ante la muerte, Madrid 1982;P. ARIÉS, L'homme dévant la mort, París 1977;L. BOROS, Mysterium mortis. El hombre y su última opción, Madrid 1972.

     [18] P. GRELOT, De la mort a la vie eternelle, París 1971;J. RATZINGER, Escatología, Barcelona 1979;E. BLOCH, El principio esperanza, Madrid 1975;R. LATOURELLE, El hombre y sus problemas a la luz de Cristo, Sala­manca 1984;P. TILLICH, La imagen cristiana del hombre del s. XX, en En la frontera, Madrid 1971,p.117‑128.

     [19] SAN AGUSTIN, Enchiridiun, sive de fide, spes et charitate CXVII,31: PL 40,286.

     [20] G. RAVASI, I canti d'Israele. Preghiera e vita de un popolo, Bologna 1986.

     [21] ORIGENES, De oratione 12: PG 11,452‑453;HIPOLITO, Tra­dición apostólica 41;TERTULIANO, De oratione 25;San CIPRIANO, De domenica oratione 35... Cfr. G. MARTIMORT. La Iglesia en oración, p. 1047‑1173.

     [22] PNLH=Principios y normas de la Liturgia de las horas de 1971, n.10;M. MAGRASSI, La Chiesa che prega nel tempo, Torino 1979;P. VISENTIN, Dimensione orante della Chiesa, en Liturgia delle Ore, Torino 1872, p.131‑159;V. RAFFA, La nuova liturgia delle Ore, Milano 1971.

     [23] PABLO VI, Const.Apost. Laudis canticum, AAS 63(1971) 527‑535;A. HAMMAN, La oración, Barcelona 1967;Ev. CASSIEN.‑B. BOTTE, La prière des heures, París 1963;T. DUPONT, Jésus et la prière liturgique, LMD 95(1968)16‑49.

     [24] P. FRANSEN, El ser nuevo del hombre en Cristo, en Mysterium salutis, IV/2, p.879‑938;L. DUSSANT, L'Eucharestie, paques de toute la vie, París 1972;H.M. FERET, L'Eucharestie, paque de l'univers, Paris 1966.

     [25] G.von RAD, Teología del AT II, Salamanca 1984, p.137.

     [26] Ibidem, p. 141.

     [27] Ibídem. n. 155.

     [28] I.H. DALMAIS, Teología de la celebración, en MARTI­MORT, p. 288‑290.

     [29] PIO X, Divino afflatu, AAS 3(1911)633‑638;V. VANNI, Apocalisse. Una assembla liturgica interpreta la storia, Brescia 1977;P. PRIGENT, Apocalisse, Roma 1985.

 


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