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HISTORIA DE LA IGLESIA PRIMERA: 1. Nacimiento de la Iglesia

Emiliano  Jiménez Hernández

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a) La Iglesia nace de Cristo y del Espíritu

b) El Espíritu forma el cuerpo de Cristo

 

 

a) La Iglesia nace de Cristo y del Espíritu

La Iglesia, “pueblo reunido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (LG 4), nace y vive de dos “misiones”, la de Cristo y la del Espíritu Santo. “Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, a fin de que recibiéramos la adopción filial” (Ga 4,4-5). Y en el versículo siguiente se dice: “Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo”. El Padre envía al Hijo y al Espíritu Santo para fundar la familia de sus hijos. Jesús nos invita a orar a Dios, diciéndole: “Padre nuestro” y el Espíritu testifica a nuestro espíritu que somos hijos, haciéndonos exclamar: “¡Abba, Padre!”. San Ireneo lo expresa con la imagen de las dos manos de Dios, la del Verbo y la del Soplo: “Dios será glorificado en la obra modelada por El cuando la haya hecho conforme y semejante a su Hijo. Ya que por las manos del Padre, es decir, por el Hijo y el Espíritu, el hombre se hace a imagen y semejanza de Dios”.[1]

La vida y obra de Jesús son el fundamento de la Iglesia. Dado que sus palabras son pronunciadas para todos los tiempos (Mt 24,35) y él mismo promete estar con los suyos hasta el fin del mundo (Mt 28,20; Jn 15,1; 8,12), todo lo que él es, dice y hace es la base de la Iglesia, que él mismo funda. Jesús, tras su bautismo, comienza el anuncio del Reino llamando a los primeros apóstoles, destinados a continuar su obra (Mc 1,16-20). Esta primera llamada la completa con la elección de los Doce (Mc 3,13-19), a quienes constituye apóstoles “para que estén con El y enviarles a anunciar el Evangelio del Reino” (Mc 6,7-13). Los apóstoles prolongan la misión de Cristo, pues “es preciso que el Evangelio sea predicado a todas las gentes” (Mc 13,10). El tiempo de la predicación del Evangelio es el tiempo de la Iglesia.

El Hijo, cumplida su misión, vuelve al Padre para que descienda el Espíritu en Persona. Pentecostés es la culminación salvífica. San Atanasio ve la obra de Cristo como una preparación de la venida del Espíritu Santo a los hombres: “El Verbo asumió la carne para que nosotros pudiéramos acoger al Espíritu Santo. Dios se ha hecho sarcóforo para que el hombre llegara a ser pneumatóforo”.[2] Por ello dice Cristo: “Es mejor para vosotros que yo me vaya... Yo rogaré al Padre y El os dará otro Paráclito” (Jn 16,7). La ascensión de Cristo es la gran epíclesis, en la que el Hijo pide al Padre que envíe al Espíritu Santo y el Padre, como respuesta a la oración del Hijo, envía el Espíritu con toda la fuerza de Pentecostés. Ascendido al cielo, Cristo, sumo Sacerdote, cumple eternamente su intercesión sacerdotal. Su epíclesis hace de la Iglesia un Pentecostés continuado en la evangelización y los sacramentos. El día de Pentecostés, la Iglesia nace y se manifiesta en la predicación apostólica y en la Eucaristía de la comunidad convocada por el Espíritu Santo.

La Iglesia no se puede pensar sin Cristo o al margen del Espíritu. “El Espíritu Santo es la memoria viva de la Iglesia” (CEC 1099). “En la liturgia de la Palabra, el Espíritu Santo recuerda a la asamblea todo lo que Cristo ha hecho por nosotros. De este modo, el Espíritu Santo despierta la memoria de la Iglesia, suscitando la acción de gracias y la alabanza” (CEC 1820; 1716-1724). El origen de la Iglesia en el Espíritu es el misterio de Pentecostés. Por irremplazable que sea la fundación institucional de la Iglesia por Cristo mismo, -elección de los apóstoles, designación especial de Pedro, educación progresiva de los Doce y envío a la misión (LG 9)-, la Iglesia no  sería lo que Jesús quería, sin la misión del Espíritu Santo (Jn 16,7-15). Los Hechos testimonian que nada se hace hasta que el Espíritu da a la institución eclesial su vida “de arriba” (Hch 1,6-11).

El Espíritu es el don pascual de Cristo a la Iglesia. Cristo, el esposo divino, hace a la Iglesia, su esposa, el gran don de su Espíritu. “El día de Pentecostés estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse” (Hch 2,1-4). Así nace la Iglesia. Unos treinta y cinco años antes, el Espíritu Santo había descendido sobre la Virgen María y ella había concebido en su seno al Hijo de Dios. Ahora el Espíritu Santo desciende de nuevo sobre María, sobre los Apóstoles y sobre todos los discípulos reunidos en el Cenáculo y, con estos hombres, forma la Iglesia, el Cuerpo de Cristo.

La Iglesia es Iglesia de Cristo en cuanto es la Iglesia del Espíritu de Cristo: “Porque Cristo, levantado sobre la tierra, ha atraído hacia sí a todos los hombres” (Jn 12,33); habiendo resucitado de entre los muertos (Rm 6,9), envió su Espíritu vivificante a los discípulos y por El constituyó su cuerpo, que es la Iglesia, como sacramento universal de salvación; estando sentado a la derecha del Padre actúa sin cesar en el mundo para llevar a los hombres a la Iglesia y para unirlos más estrechamente consigo por medio de la misma y hacerles partícipes de su vida gloriosa, al darles en alimento su cuerpo y sangre. Así, pues, la restauración prometida, que esperamos, ya empezó en Cristo, está impulsada por la misión del Espíritu Santo y por El se continúa en la Iglesia” (LG 48).

La misión del Espíritu Santo consiste principalmente en la actualización dinámica y en la interiorización en las personas, a través del tiempo y el espacio, de lo que Cristo hizo una vez por todas. Cristo ha salvado a los hombres, nos ha revelado al Padre, ha instituido los sacramentos... Y el Espíritu Santo actualiza, realiza, interioriza en nosotros todo esto. Por ello, la Iglesia depende de la acción del Espíritu Santo, pues es El quien hace posible la presencia de Cristo en el tiempo, y comunicables su salvación y su gracia (Cf CEC 1104-1107).

La Lumen gentium, describiendo, desde el principio al término final, la misión del Espíritu en la vida de la Iglesia, nos dice: “Terminada la obra que el Padre había encomendado al Hijo realizar en la tierra (Jn 14,4), fue enviado el Espíritu Santo, el día de Pentecostés, para que santificara constantemente a la Iglesia y de este modo tuviesen acceso al Padre los creyentes por Cristo en un solo Espíritu (Ef 2,18). El es el Espíritu de vida o la fuente del agua que salta hasta la vida eterna (Jn 4,14;7,38-39), por medio del cual el Padre vivifica a los hombres que estaban muertos por el pecado hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo (Rm 8,10-11). El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo (1Co 3,16; 6,19), y en ellos ora y da testimonio de la adopción de hijos (Ga 4,6; Rm 8,15-16.26). A esta Iglesia, a la que introduce en toda verdad (Jn 16,13) y unifica en la comunión y el ministerio, la instruye y dirige mediante los diversos dones jerárquicos y carismáticos y la adorna con sus frutos (Ef 4,11-12; 1Co 12,4; Ga 5,22). Rejuvenece a la Iglesia con el vigor del Evangelio y la renueva perpetuamente y la conduce a la perfecta unión con su Esposo. Pues el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ¡Ven! (Ap 22,17). Así la Iglesia universal se nos presenta como ‘un pueblo reunido por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’” (n.4).

 

Esta síntesis muestra cómo, desde Pentecostés a la Parusía, el Espíritu Santo despliega la amplitud evangélica y salvífica, sacramental e interior, escatológica y trinitaria de sus dones. Con la expresión final, tomada de San Cipriano,[3] el Concilio coloca a la Iglesia en relación con la Trinidad. El misterio de la Iglesia reproduce el misterio de Dios, Uno y Trino. La LG no podía tener una presentación mejor que esta evocación del plan de salvación que el Padre decreta para nosotros y realiza por la encarnación de su Hijo y la misión del Espíritu Santo.

El Espíritu Santo introduce al cristiano en la vida trinitaria. Este misterio es el que vive la Iglesia y el cristiano en ella. La presencia del Dios Uno y Trino en la Iglesia nos envuelve en la circular fuerza de su amor. Cristo nos mantiene unidos al Padre en el impulso de Amor por el que se da enteramente a El: “Por medio de Cristo tenemos acceso, en un solo Espíritu, al Padre” (Ef 2,18). San Ireneo en diversas ocasiones señala esta doble dirección de la historia de la salvación: desde el Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo llega la salvación a la Iglesia y, en ella, al cristiano; y en la Iglesia, el Espíritu nos une a Cristo que nos presenta con El al Padre.[4]

Hay, pues, que afirmar que la Iglesia tiene como principio interno de unidad y de vida la persona del Espíritu Santo. El Espíritu Santo suscita la comunión eclesial desde el interior. Pero debe quedar claro que la renovación pneumatológica no es más que la renovación cristocéntrica; porque el Espíritu Santo es el Espíritu de Cristo. Su misión consiste en configurar a la Iglesia y a cada cristiano con Cristo. El Espíritu Santo no nos atrae hacia sí. El reúne, congrega la Iglesia y la centra en Cristo. Nosotros no pertenecemos al Espíritu Santo como pertenecemos a Cristo; pero pertenecemos a Cristo por el Espíritu Santo: “Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Cristo” (Rm 8,9; Cf CEC 689-690;1108). Es el mismo Espíritu el que habita y anima a Cristo y a la Iglesia. La Iglesia es el pueblo de Dios, modelado conforme a Cristo crucificado y resucitado, mediante la operación constante del Espíritu Santo (Cf 2Co 3,18).

El Espíritu que anima la Iglesia es el Espíritu de Cristo, maestro y esposo de la Iglesia. Es el mismo Espíritu en la cabeza y en los miembros del cuerpo de Cristo. La obra misma de Cristo está ligada a la unción del Espíritu. Sólo por el Espíritu se ha efectuado la encarnación de Cristo, “concebido del Espíritu Santo” (Lc 1,35). El Espíritu Santo está también en el origen de su ministerio: en el bautismo el Espíritu Santo “desciende” sobre El (Mt 3,16; Jn 1,33), y le impulsa a dar comienzo a su predicación: “El Espíritu está sobre mí” (Lc 4,21). Está “lleno”, “revestido” del Espíritu (Lc 4,1.14). Mediante la efusión del Espíritu en el bautismo, es constituido Cristo, Ungido de Dios, Mesías. Y la acción del Espíritu resplandece en todo su ministerio (Jn 5,21; Lc 11,20...); y sólo por el Espíritu tiene lugar su resurrección (Cf Rm 8,11).

Los Padres insisten en la relación íntima que une a la Iglesia con el Espíritu Santo. San Ireneo afirma: “Donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia”.[5] San Agustín no cesa de repetir que no se puede tener el Espíritu y vivir del Espíritu si no es en la Iglesia: “Sean el cuerpo de Cristo, si quieren vivir del Espíritu de Cristo. No vive del Espíritu de Cristo quien no es del cuerpo de Cristo”, dice a los donatistas.[6]  Y ya en el símbolo apostólico se confiesa el lazo estrechísimo entre el Espíritu Santo y la Iglesia: “Creo en el Espíritu Santo en la Santa Iglesia”. El Espíritu Santo no puede ser separado de la Iglesia, ni la Iglesia del Espíritu Santo. El Espíritu Santo mora en la Iglesia, creándola, renovándola, santificándola, guiándola y obrando a través de ella.

 

b) El Espíritu forma el cuerpo de Cristo

El nacimiento de la Iglesia es una nueva creación (Ef 2,15). Cristo resucitado, apareciéndose a los Apóstoles, “sopla sobre ellos”, dándoles el Espíritu Santo, como en la primera creación el soplo del Padre dio la vida al hombre. Este Pentecostés anticipado del día de Pascua, en el interior del Cenáculo, se hace público el día de Pentecostés, cuando Jesús, “exaltado por la diestra de Dios, recibe del Padre el Espíritu Santo prometido y lo derrama sobre los Apóstoles” (Hch 2,33). Entonces, por obra del Espíritu Santo, se realiza la nueva creación.

En Pentecostés, Cristo bautiza a los Apóstoles en “Espíritu Santo y fuego” (Mt 3,11), según la promesa de Jesús: “Seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días” (Hch 1,5). En Pentecostés, cuando los Apóstoles “quedan llenos del Espíritu Santo” (Hch 2,4), “se da la revelación del nuevo y definitivo bautismo, que obra la purificación y santificación para una vida nueva: el bautismo, en virtud del cual nace la Iglesia”.[7]

De las lenguas de fuego del Espíritu nace la Iglesia, cuerpo de Cristo; el Espíritu hace de cada bautizado un miembro de Cristo; del vino y del pan hace la sangre y el cuerpo del Señor, que nutre y hace perennemente la Iglesia, cuerpo de Cristo. El Espíritu forma el cuerpo de Cristo uniendo a los miembros entre sí y con la Cabeza. En la unidad del cuerpo, fruto del mismo Espíritu en todos, el Espíritu Santo crea la diversidad de miembros con la multiplicidad de sus dones: “Las lenguas de fuego se dividen y se posan sobre cada uno de ellos” (Hch 2,3). “Nosotros somos como fundidos en un solo cuerpo, pero distintos singularmente, personalmente”, dice San Cirilo de Alejandría.[8]

El día de Pentecostés, la Iglesia, surgida del costado abierto de Cristo en la cruz, se manifiesta al mundo, por obra del Espíritu Santo. Cristo, transmitiendo a los Apóstoles el Reino recibido del Padre (Lc 22,29; Mc 4,11), coloca los cimientos para la construcción de la Iglesia. Pero estos cimientos, los apóstoles y profetas, reciben en Pentecostés la fuerza para anunciar y realizar el Reino, mediante la efusión del Espíritu Santo. Cristo, dice Juan Pablo II, anuncia la Iglesia, la instituye y, luego, definitivamente la “engendra” en la cruz. Sin embargo, la existencia de la Iglesia se hace patente el día de Pentecostés, cuando desciende el Espíritu Santo y los Apóstoles comienzan a dar testimonio del misterio pascual de Cristo. Podemos hablar de este hecho como de un nacimiento de la Iglesia, como hablamos del nacimiento de un hombre en el momento en que sale del seno de la madre y “se manifiesta” al mundo.[9] “Fue en Pentecostés cuando empezaron los Hechos de los Apóstoles” (AG 4). De este modo la Iglesia nace como misionera. Bajo la acción del Espíritu Santo, “las lenguas de fuego” se convierten en palabra en los labios de los Apóstoles: “Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas según el Espíritu les concedía expresarse” (Hch 2,4).

El Espíritu desciende sobre los apóstoles reunidos en el cenáculo, impulsándolos a la evangelización del mundo, y es “derramado en el corazón de los cristianos”. San Ireneo, une los dos aspectos, presentando a los apóstoles instituyendo y fundando la Iglesia al comunicar a los creyentes el Espíritu que ellos habían recibido: “Instituyeron y fundaron la Iglesia distribuyendo a los creyentes este Espíritu Santo que ellos habían recibido del Señor”.[10] Juan Pablo II lo dice en su encíclica Dominum et vivificantem: “El día de Pentecostés se manifiesta en el exterior, ante los hombres, lo que el domingo de Pascua había ocurrido en el interior del Cenáculo, estando las puertas cerradas. En Pentecostés se abren las puertas del Cenáculo y los Apóstoles se dirigen a los habitantes y a los peregrinos venidos a Jerusalén, para dar testimonio de Cristo por el poder del Espíritu Santo. De este modo se cumplía el anuncio: El Espíritu Santo dará testimonio de mí; pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio (Jn 15,26s). La era de la Iglesia empezó con la venida, es decir, con la bajada del Espíritu sobre los Apóstoles reunidos en el Cenáculo junto con María, la Madre del Señor (Hch 1,14). Dicha era empezó en el momento en que las promesas y las profecías, que explícitamente se referían al Paráclito, el Espíritu de la verdad, comenzaron a verificarse con toda su fuerza y evidencia sobre los apóstoles, determinando así el nacimiento de la Iglesia” (n. 25).

En las fórmulas más antiguas del Credo, la Iglesia aparece unida a la confesión de fe en el Espíritu Santo: “Creo en el Espíritu Santo en la santa Iglesia, para la resurrección de la carne”. Tertuliano explica esta unidad del modo siguiente: “Puesto que tanto el testimonio de la fe como la garantía de la salvación tienen por garantes a las Tres Personas, la mención de la Iglesia (en la confesión de fe) se encuentra añadida necesariamente a ella. Porque allí donde están los Tres, Padre, Hijo y Espíritu Santo, allí también se encuentra la Iglesia, que es el cuerpo de los Tres”.[11] Y San Agustín une siempre la santa Iglesia con el Espíritu Santo del que ella es el templo.[12] Este es el sentido de la confesión de fe apostólica y bautismal con su estructura trinitaria. Si la creación es atribuida al Padre, la redención al Hijo hecho carne, la santificación es fruto del Espíritu Santo. El tercer artículo engloba la Iglesia, el bautismo, la remisión de los pecados, la comunión de los santos, la resurrección y la vida eterna, todo ello como fruto del Espíritu Santo.

El Espíritu es la fuerza vital de la Iglesia. El la santifica y renueva constantemente (LG 7), en cuanto comunidad y en cada uno de sus miembros. El Espíritu realiza una tarea decisiva en la construcción de la Iglesia. La vida en Cristo es eclesial: “Todos fuimos bautizados en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo” (1Co 12,13). Espíritu y cuerpo eclesial se reclaman mutuamente. El que se une al cuerpo glorioso de Cristo, totalmente penetrado por el Espíritu, por la fe viva, el bautismo, el pan y el vino de la eucaristía, se convierte realmente en miembro de Cristo: forma un cuerpo con El. Este cuerpo de Cristo, que los fieles forman en la tierra, ha de ser construido (1Co 3,9; Ef 2,20; 4,12), para llegar a ser “una morada de Dios por el Espíritu” (Ef 2,22), una “casa espiritual” (1P 2,5ss; Flp 3,3).

El Espíritu es, como le llama Jesús mismo, el otro Paráclito, “Espíritu de la verdad” (Jn 14,17; 15,26), que “guía hasta la verdad completa” (Jn 16,13). El es, según los significados de Paráclito, defensor, ayuda, consolador, auxiliador, abogado, consejero, mediador, el que exhorta y hace los llamados apremiantes... El “estará siempre con y en los discípulos” (Jn 14,16), “les enseñará y recordará todo lo que Jesús ha dicho” (Jn 14,26), “dará testimonio de El” (Jn 15,26) y “convencerá al mundo de pecado” (Jn 16,8).

Así la vida de la Iglesia está siempre bajo el signo del Espíritu Santo Dominum et Vivificantem. Y de modo particular se atribuye al Espíritu Santo la fidelidad de la Iglesia a la fe recibida de los apóstoles. San Ireneo presenta la fe como habitando en la Iglesia como en su lugar propio de residencia, fundada sobre el testimonio de los profetas, de los apóstoles y de los discípulos, fe que “siempre, bajo la acción del Espíritu de Dios, como un licor exquisito conservado en vaso de buena calidad, rejuvenece y hace incluso rejuvenecer el vaso que lo contiene”. En este don de la fe confiado a la Iglesia se contiene “la intimidad de la unión con Cristo, es decir, el Espíritu Santo”, “porque allí donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios y allí donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia. Y el Espíritu es la verdad”.[13] El Espíritu es el principio y el garante de la fidelidad de la Iglesia. Por ello imputar a la Iglesia un error equivaldría a acusar de un desfallecimiento al Espíritu.[14] El Espíritu Santo confiere a los fieles el “sensus fidei” y “da a los que se encuentran a la cabeza de la Iglesia, que tienen una fe recta, la gracia perfecta de saber cómo tienen que enseñar y guardar todo”.[15]

En la Iglesia el Espíritu Santo nos conduce a la palabras de Cristo y a Cristo Palabra, en quien retornamos al Padre, incorporándonos a la vida trinitaria. El hombre creado a imagen de Dios, “clama por su origen”[16], tiende a Dios Padre por Cristo en el Espíritu Santo: “Nuestro regreso a Dios se hace por Cristo Salvador y tiene lugar sólo a través de la participación y la santificación del Espíritu Santo. Aquel que nos lleva y, por decirlo así, nos une a Dios es el Espíritu, que, cuando lo recibimos, nos hace partícipes de la naturaleza divina; nosotros lo recibimos por medio del Hijo y en el Hijo recibimos al Padre”.[17] Eternamente, en el ahora de Dios, el Espíritu es el Don permanente del Padre al Hijo y del Hijo al Padre. En ese ahora, con Cristo, entra la Iglesia, Cuerpo y Esposa de Cristo, participando del Don de Dios, que la recrea y santifica para poder responder al amor de Dios. Es el milagro inescrutable del bautismo y la Eucaristía, brotados del costado abierto de Cristo.

El Espíritu Santo hace de todo el pueblo de Dios una comunión en el amor y el ministerio. El opera la variedad de dones en la unidad de la Iglesia. Pone de manifiesto lo que es común a todos los cristianos. Todo el cuerpo de Cristo, animado por el mismo Espíritu, es un pueblo sacerdotal, profético, real. Por ello todos los fieles del pueblo de Dios caminan unidos en fraternidad y se sienten solidarios y responsables. Todo cristiano, según sus carismas y funciones, está llamado a ser un signo de la presencia de Dios entre los hombres, participando de la misión salvadora de la Iglesia (LG 33).

Dentro de este único pueblo de Dios, el Espíritu Santo distribuye la variedad de sus dones y ministerios. San Pablo usa cuatro términos para indicar esta manifestación del Espíritu Santo en la Iglesia: dones espirituales, carismas, ministerios y operaciones varias (1Co 12,1-7). No son dones que se contrapongan los unos a los otros. La afirmación fundamental es que todos estos dones del Espíritu tienen una finalidad común: la edificación del cuerpo de Cristo en la caridad. La multiplicidad de carismas (Ef 4,11-13; 1Co 12,8-11) es expresión de la inagotable fecundidad del Espíritu y de la extraordinaria riqueza de la Iglesia. Más allá de los carismas singulares, san Pablo ve a la Iglesia como “pueblo carismático”, porque está habitada y santificada por el Espíritu Santo (LG 12). Y esto no para gloria de la Iglesia, sino para la salvación del mundo. Pues lo que es el Espíritu para la Iglesia, eso deben ser los cristianos para el mundo: principio de información y vitalización, es decir, alma del mundo (LG 7 y 38).

La Iglesia vive para la misión. Los Hechos de los Apóstoles son el testimonio del Espíritu Santo impulsando a la Iglesia en su misión. En la evangelización, el Espíritu Santo guía a los apóstoles hasta marcándoles el itinerario (Hch 16,6-7; 19,1; 20,3.22-23; 21,4.11). El Espíritu Santo interviene en cada uno de los momentos de la misión de los apóstoles. San Lucas va señalando una especie de pentecostés sucesivos: en Jerusalén (Hch 2;  4,25-31), en Samaría (8,14-17); en Cesarea (10,44-48; 11,15-17); en Efeso (19,1-6).



     [1] SAN IRENEO, Adv. Haer. V,6,1; V,28,4.

     [2] SAN ATANASIO, De incarnatione 8.

     [3] SAN CIPRIANO, De Or. Dom. 23; Pl 4, c.553.

     [4] Cf SAN IRENEO, Adv. haer. V,1,1. Para más textos patrísticos sobre la acción del Espíritu Santo, cf E. JIMENEZ HERNANDEZ, El Espíritu Santo. Dador de vida, en la Iglesia, al cristiano, Bilbao 1993.

     [5] Adv. haer III 24,1.

     [6] In Joan. Traet. XXVI, 6,13; Pl 35, c.1612.

     [7] JUAN PABLO II, Catequesis del 6-9-1989.

     [8] SAN CIRILO DE ALEJANDRIA, In Joan XI.

     [9] JUAN PABLO II, Catequesis del 3-9-1989.

     [10] SAN IRENEO, Demostración 41.

     [11] TERTULIANO, De baptismo 6.

     [12] SAN AGUSTIN, De fide et symbolo, c. X; De symbolo ad catechumenos 6,14; Enchiridion, c. LVI.

     [13] SAN IRENEO, Adv. Haer. III, 24,1.

     [14] TERTULIANO, De Praescriptione 28,1-3.

     [15] SAN HIPOLITO, Prólogo a la Tradición Apostólica.

     [16] SAN BUENAVENTURA, Hexaemeron,11,13.

     [17] SAN CIRILO DE ALEJANDRIA, Com. al Evangelio de Juan 9,10.

 

 





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