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ORÁCULOS ANTERIORES 1-5: Comentario al profeta Isaías


Emiliano Jiménez


 

 

El primer período del su ministerio, Isaías lo ejerce durante el reinado de Yotán (740-734). Isaías constata la numerosas injusticias, las arbitrariedades de los jueces, la corrupción de las autoridades, la codicia de los terratenientes, la opresión de los gobernantes. Todo esto pretenden enmascararlo con una falsa piedad y abundantes prácticas religiosas (1,10-20). Isaías denuncia esta situación con suma energía. Jerusalén no es ya la esposa fiel del Señor, sino que se ha convertido en una prostituta (1,21-26). La viña, que ha cultivado el Señor, produce frutos amargos.

Por otra parte el lujo y el bienestar han provocado el orgullo, como se manifiesta en las mujeres (3,16-24). Este orgullo a veces tiene una expresión aún más grave, pues lleva al olvido de Dios. Isaías responde a esta actitud narrando su experiencia de la santidad de Dios, que tanto le impactó en el momento de vocación (2,6-22).

Isaías denuncia la situación del pueblo, trata de sacudir la conciencia dormida. Busca, en última instancia, la conversión del pueblo (1,16-17; 9,12). Desea que el pueblo practique la justicia y se muestre humilde ante el Señor. Aunque amenace repetidamente con el castigo (2,6-22; 3,1-9; 5,26-29), no quiere que Jerusalén sea destruida, sino que vuelva a ser la ciudad fiel, convirtiéndose al Señor.

 

a) El buey y el asno conocen a su amo... (1,2-9)

 

El libro de Isaías comienza con tres oráculos en los que denuncia el pecado del pueblo de Dios. Dios interpela a Israel, poniendo como testigos al cielo y a la tierra. El pueblo ha abandonado a Dios y, como consecuencia, ha brotado la injusticia humana. Ya el salmista citaba como testigos al cielo y a la tierra (Sal 50,4). También lo hace el Deuteronomio (Dt 32,1). El pecado del hombre, que abandona a Dios, queda patente ante Él y ante su creación. El cielo y la tierra pueden atestiguar contra el hombre.

Dios se ha ligado a su pueblo con lazos familiares que agravan su pecado. Israel es un hijo para Dios. Es un hijo de adopción (Ex 4,23; Os 11), que Dios “ha criado y educado” (1,2) a través de una historia de atenciones paternas. Dios espera un comportamiento filial, pero “ellos, los hijos, se han rebelado contra mí”. Es la queja dolida de Dios.

Los animales, en concreto el buey y el asno, le dan una lección a Israel. Ellos establecen una relaciones con el hombre, su amo. Le reconocen, se le someten. Israel es más torpe que estos animales, no reconoce a su Señor (1,3). El salmista habla del hombre que “en su opulencia no comprende, asemejándose a las bestias mudas” (Sal 49,21; 73,22). Este texto de Isaías ha dado origen a la tradición del burro y el buey en los nacimientos. Es una llamada plástica a reconocer el amor de Dios Padre en el niño pequeño que nace en Belén.

  Para corregir a su pueblo en su necedad, Dios recurre a la “vara” (Pr 26,3) del castigo. Con los golpes espera hacer recapacitar al hombre. Al fallar uno, se ha visto obligado a añadir otros (Am 4,6-13). El pueblo al final ha quedado como un cuerpo herido y enfermo, “la cabeza es una llaga, el corazón está agotado, de la planta del pie a la cabeza no queda parte ilesa” (1,5-6). El Señor no sabe ya donde seguir hiriendo, mientras el pueblo sigue acumulando delitos. En el cuarto canto del Siervo aparece el Servidor del Señor cargando todas las heridas del pueblo (53,5). En la tradición cristiana se han aplicado ambos textos a Jesucristo en la cruz.

El castigo sobre Israel afecta al pueblo y también a la tierra. Es probable que Isaías haga alusión a la devastación de las campañas de Senaquerib. Pero la evocación de Sodoma y Gomorra, destruidas por el fuego del Señor, estremece a los oyentes de Isaías. Aunque se hayan salvado de la catástrofe, se ven al borde del abismo y un escalofrío les recorre los huesos:


-Si el Señor no nos hubiera dejado un resto, seríamos como Sodoma, nos pareceríamos a Gomorra (1,9).

 

b) El culto que Dios no soporta (1,11-20)

 

Isaías plantea una cuestión fundamental para el pueblo de Dios de su tiempo y de siempre: la relación entre el culto y la vida. La vida puede viciar el culto en su raíz. Dios no se deja sobornar (Si 35,14) por un culto al que no corresponde una vida de fidelidad a Él y de amor a los hombres. La multitud de prácticas de culto o el número de ofrendas no cierran los ojos de Dios. Son inútiles nuestros intentos de corromper a Dios. Peor aún, Dios ve la perversión del corazón, precisamente ahí en su santo templo. Sacrificios, oblaciones y plegarias no le importan a Dios. Está arto de los holocaustos. No le agrada la sangre ni la grasa de los animales. Ni siquiera pide que se le visite, sobre todo si se va al templo con dones vacíos (1,13; Ex 23,15). El aroma del incienso le resulta execrable. Detesta, le cansan las fiestas. No escucha las plegarias. Y cierra los ojos o los vuelve a otras parte cuando ve alzarse hacia él manos manchadas de sangre. Dios penetra en el interior del hombre y descubre la sangre, que no han lavado las abluciones rituales. Santiago también habla a los cristianos de la inutilidad de multiplicar sin freno las plegarias (St 1,26-27).

Isaías, que se atreve a insultar a los jefes del pueblo y al mismo pueblo, dándoles el título de príncipes de Sodoma y pueblo de Gomorra, acumula todas las formas de culto para incidir en la conciencia del pueblo. Dios no rechaza el culto, sino el culto perversos de quienes en su vida le niegan con sus actos de injusticia y opresión del prójimo y luego tienen la osadía de presentarse ante Él. Dios pleitea con su pueblo, pero no para rechazarle, sino para atraerle a sí. Si hay una lita completa de actos de culto que Dios rechaza, hay también una serie de llamadas urgentes a la conversión, que culminan con el décimo imperativo “venid a mí”:

-Lavaos, limpiaos, quitad de mi vista vuestras malas acciones, desistid de obrar mal, aprended a hacer el bien, buscad lo justo, dad sus derechos al oprimido, haced justicia al huérfano, proteged a la viuda. Entonces venid..., dice Yahveh” (1,16-17).

Dios, mediante su palabra, busca llevar al hombre a tomar conciencia de su pecado, a confesarlo, arrepentido, para experimentar la acción transformadora de Dios. El perdón de Dios es fuego que acrisola al hombre:

-Aunque vuestros pecados sean como la grana, quedará como la nieve. Aunque sean rojos como escarlata, quedarán blancos como lana (1,18).

 

c) La ciudad infiel (1,21-28))

 

Isaías comienza este poema con un grito de dolor. La ciudad santa, “donde estaban los tribunales de justicia” (Sal 122,5), se ha vuelto una prostituta (1,21). La ciudad fiel se ha hecho adúltera. La ciudad donde David y Salomón ejercieron fielmente la justicia ha caído en todas las expresiones de injusticia. Lo precioso se ha vuelto vil, la plata se ha convertido en escoria, el vino se ha aguado, los jefes en lugar de reprimir a los ladrones se asocian con ellos. Al aceptar sobornos comporten con los bandidos el botín de sus robos. Como siempre que se pervierten los jefes y jueces, lo pagan los pobres; los huérfanos y las viudas quedan desvalidos (1,22-23).

Ante esta situación Dios, defensor de los pobres, interviene dictando su sentencia en favor de los oprimidos. Dios escucha el clamor de los pobres y les hace justicia. Dios se venga de sus enemigos, pues Dios toma como enemigos suyos a quienes desprecian o maltratan al prójimo (1,24-25).


Dios, para arrancar la ganga de la injusticia, meterá a la ciudad en el crisol y la purificará de toda su escoria. Ezequiel habla que toda la ciudad es escoria, sin nada de plata (Ez 22,18-22). Isaías anuncia que Dios purificará a Jerusalén y volverá a ser la ciudad fiel, con jueces justos como David, su siervo fiel, “que gobierna a los hombres con justicia” (2S 23,3). Hasta el nombre de la ciudad será nuevo:

-Se te llamará Ciudad de Justicia, Villa‑fiel (1,26).

La fidelidad de la ciudad purificada se mostrará en el amor al prójimo y en el amor a Dios. La justicia en favor de los pobres acerca a Dios. Y ante Dios caen todos los ídolos. El culto a Dios es incompatible con la injusticia y con el culto a los ídolos (1,29-31).

 

d) Sión, centro del reino de Dios (2,1-5)

 

Frente a la visión oscura de la ciudad infiel (c. 1), Isaías ofrece la visión luminoso del monte Sión transfigurado por la presencia de Dios. El monte se ve como el centro del reino escatológico de Dios. Es la visión del final de los tiempos. Isaías, con los ojos de la fe, contempla el designio de Dios sobre Jerusalén, plan de Dios ya en marcha. Sión es el punto en el que se unen cielo y tierra. Dios lo ha elegido para hacer de él su morada entre los hombres. Esa presencia le da estabilidad: “estará firme el monte de la casa del Señor” (2,2).

El templo de Dios, edificado sobre el monte Sión, hace de Sión el centro de la tierra prometida y del mundo entero. Sión descuella sobre todos los montes, pues el templo le eleva hasta el cielo. El sueño de los hombres que, en Babel, intentaron llegar al cielo, se cumple en Sión, pues Dios baja el cielo hasta tocar su cima. Hacia Sión confluirán en peregrinación todas las naciones. Se animarán unas a otras: “Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob” (2.3).

De Sión saldrá la palabra de Dios y alcanzará a todos los pueblos, hasta los confines de la tierra. Y hacia Sión afluirán en busca de la palabra de Dios, que ilumine el camino de la vida. Al caminar hacia Sión cantarán los salmos de “ascensión”, mientras experimentan la fuerza de atracción del Señor. Al volver llevarán en el corazón la palabra que disipa las tinieblas, cambia las armas en instrumentos de cultivo de la tierra y siembra la paz entre los hombres (2,4).

La visión de Isaías se comienza a cumplir en Pentecostés, con la afluencia de numerosos pueblos que comprenden la nueva lengua del Espíritu (Hch 2). En Cristo Dios pone su morada entre los hombres y nos ofrece la vida y la paz. La casa de Jacob, el pueblo de Dios, encabeza la peregrinación “a la luz del Señor” (2,5). Cristo, Palabra del Padre, “es la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1,9), “el que le siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12).

 

e) El que se ensalza será humillado (2,6-21)

 

Dios se muestra en Sión para abatir la arrogancia humana. Dios exalta, como promete en los oráculos anteriores, al humillado, pero abaja a los que se ensalzan sobre los demás. La codicia y la ambición ciegan al hombre y endurecen su corazón, por lo que “Dios desecha a su pueblo..., pues su país se ha llenado de plata y oro..., además de ídolos ante los que se postran” (2,6-8).

El hombre que confía en sí mismo o en la obra de sus manos, excluye a Dios y se vuelve idólatra. Y el ídolo es ídolo, algo vacío siempre, no se sacia nunca ni satisface a quien pone en él su confianza. Por ello los idólatras necesitan acumular y acumular ilimitadamente. En vez de esperan en la bendición de Dios, acumulan carros, caballos y armas militares, que nunca les podrán garantizar la vida. Mientras firman pactos humanos, rompen la alianza con Dios. Se pierden el auxilio de Dios al busca la ayuda fuera de él.


El libro de los proverbios dice que “la soberbia del hombre lo humillará” (Pr 29,23). Isaías, a quienes confían en los tesoros acumulados y en los ídolos de sus manos, en vez de abandonarse en Dios, les amenaza igualmente con la humillación: “serán doblegados, serán humillados y no podrán levantarse” (2,9). En una serie de repeticiones rítmicas lo anuncia una y otra vez: “Los ojos orgullosos serán humillados, será doblegada la arrogancia humana. Sólo el Señor será exaltado” (2,11).

Dios “bajó” a ver la torre de Babel para juzgar a los hombres que buscaban hacerse un nombre famoso (Gn 11,1-9). Dios, dice Isaías, baja para abatir “todo lo orgulloso y arrogante, todo lo empinado y engreído” (2,12). Y en una estrofa de diez versos Isaías nos muestra a Dios talando cuando se yergue sobre lo demás: cedros del Líbano, encinas de Basán, montes elevados, colinas encumbradas, altas torres, murallas inexpugnables, naves de Tarsis, navíos opulentos... Y concluye “será doblegado el orgullo del hombre, será humillada su arrogancia” (2,13-17).

Al final sólo Dios queda en alto (2,18). Y como el culmen del pecado del hombre ha sido la multiplicación de los ídolos, ante la presencia de Dios, los ídolos muestran su inutilidad, ni protegen ni salvan. Por ello van a parar a los animales inmundos, topos y murciélagos, que habitan en la oscuridad. Lo vacío, lo impuro y lo tenebroso terminan unidos, pues son una misma cosa (2,19-20). Si el hombre no se convierte al Señor, terminará con sus ídolos “en las grutas de las rocas y en las hendiduras de las peñas” (2,21). Es lo que afirma el salmista: “Como ellos (los ídolos) serán los que los hacen, cuantos en ellos ponen su confianza” (Sal 115,8).

 

f) Anarquía en Jerusalén (3,1-15)

 

g) Vanidad y lujo femenino (3,16-24)

 

Isaías pone en boca de Dios una descripción sarcástica de la vanidad de las mujeres de su pueblo. La plasticidad de los gestos da fuerza a la sátira: “Caminan con el cuello estirado, guiñando los ojos; caminan con paso menudo, sonando las ajorcas de los pies” (3,16). Con estos gestos, expresión de vanidad, quizás también intentan provocar y seducir, haciéndose entonces infieles a sus maridos. El Señor interviene, humillándolas: “rapará el Señor el cráneo de las hijas de Sión, y Yahveh destapará su desnudez” (3,17).

Isaías enumera los objetos de lujo con que las hijas de Sión se adornan. Quizás haya una pizca de ironía en la acumulación del atuendo femenino, que nombre en el momento en que el Señor las despoja de él: “Aquel día quitará el Señor el adorno de las ajorcas, las diademas y las lunetas; pendientes, lentejuelas y cascabeles; los peinados, las cadenillas de los pies, los ceñidores, los pomos de olor y los amuletos,  v21 los anillos y aretes de nariz;  los vestidos preciosos, los mantos, los chales, los bolsos, los espejos, las ropas finas, los turbantes y las mantillas” (3,18-23).

El castigo lo llevan en el mismo pecado. Dios deja al descubierto lo que intentaban cubrir con sus adornos: “En vez de perfume, tendrán hedor; en vez de cinturón, soga; en vez de rizos, calva; en vez de sedas, saco; en vez de belleza, vergüenza” (3,24).

 

h) Jerusalén, la ciudad sin hombres (3,25-4,6)

 

Jerusalén, la esposa infiel, en la guerra pierde a sus hombres. Queda viuda de hombres. Por ello hace los ritos del duelo; vestida de luto, exhala gemidos y se sienta por tierra (3,25-26). Y, ante la escasez de hombres, las mujeres, en grupos de siete, se agarra a un mismo hombre, para pedirle que les de al menos un hijo. No le piden ni comida ni vestido, sólo que les haga madres (4,1), que les quite el “oprobio” de la esterilidad (Gn 30,23).


El Señor responde a la angustia del pueblo con una palabra de esperanza. A la escasez de hombres, muertos en guerra, Dios responde con la promesa del “vástago del Señor” (4,2). “Vástago” es un título con resonancias mesiánicas, se trata del heredero de David, su hijo, el Mesías (Cf Jr 23,5; 33,15; Za 3,8; 6,12). El país estéril, por la fuerza del Señor, dará un fruto, que será su gloria. Es el Hijo de Dios, que brota de la tierra, del seno bendito de María: “Bendito el fruto de tu vientre” (Lc 1,42), exclama Isabel al oír la voz de María y sentir a su hijo saltar de gozo en su vientre.

Los supervivientes de Israel, el pequeño resto que se salva del castigo, gozarán de la santidad de Dios: “se les llamará santos”, “se les inscribirá en el libro de los vivos” (4,3). Con ellos Dios continúa la historia de salvación. “Pueblo santo” era el pueblo con el que Dios se unió en alianza (Ex 19,6; Dt 7,6; 14,2-21); el pueblo santo era el “ornamento del Señor” 26,19). Estos supervivientes son inscritos en el libro como “vivos”, porque viven con el Señor (Ez 13,9; Ex 32,32; Sal 69,29; 87,6).

Dios purificará a mujeres de toda su inmundicia “con el fuego abrasador” de su espíritu, con el viento de justicia (4,4). Lucas, en la era mesiánica, anuncia un bautismo “con Espíritu y fuego” (Lc 3,16). Y Pedro dice que este baño “no consiste en limpiar una suciedad corporal, sino en impetrar de Dios una conciencia pura, por la resurrección de Cristo Jesús” (1P 3,22). El viento y el fuego, el Espíritu y el agua realizan la purificación del corazón.

El monte de Sión recobrará su esplendor. En él la nube de la gloria del Señor abrazará a la asamblea santa. Como en la marcha por el desierto, Dios protegerá a su pueblo día y noche. Es su pueblo, separado de las gentes, consagrado a Él (4,5-6). El templo se ha transformado en baldaquino nupcial, donde Dios se une con su pueblo, la asamblea santa (Jl 2,16; Sal 19,6).

 

i) Canción de la viña (5,1-30).

 

El profeta, amigo del esposo, entona este canto en nombre del amigo. Isaías es el cantor de esta canción de amor de Dios a la casa de Israel. La esposa, en la alegoría, recibe el nombre de viña, como aparece también en el Cantar de los cantares (Ct 1,6; 7,9; 8,12). El esposo espera disfrutar del vino de la viña, del amor de la esposa. Para ello multiplica sus trabajos. La ha plantado en un fértil collado (5,1); la cava, la limpia de piedras, pone en medio un lagar para recoger las uvas. Y coloca una atalaya, para defenderla de todos los depredadores (5,2).

Con estos trabajos el esposo nutre la esperanza de ser correspondido. Espera que la esposa le devuelva el amor con amor agradecido; aguarda el fruto sabroso de la viña, espera saborear el buen vino. Pero la vid le da frutos amargos (5,2).

El amigo del esposo interrumpe su canto e interpela a los oyentes, que en realidad son “los habitantes de Jerusalén, los hombres de Judá” (5,3), “la viña del Señor” (5,7). La palabra se hace interpelación, llamada a la conciencia personal de cada oyente. Dios enfrenta a sus elegidos con dos interrogantes: “¿Qué más podía hacer yo por mi viña que no lo haya hecho?” y “¿Por qué, esperando que diera uvas, dio agrazones?” (5,4). Es el amor que busca ser correspondido y, por ello, se queja al ver la ingratitud de la amada.

El cantor responde a las dos preguntas con una amenaza, expresión del amor celoso del Señor: dejará la viña sin protección, a merced de los animales, que la pisotearán: “quitaré su seto, y será quemada; desportillaré su cerca, y será pisoteada. Haré de ella un erial que ni se pode ni se escarde, crecerá la zarza y el espino, y prohibiré a las nubes llover sobre ella” (5,5-6).

Por si alguien no había entendido la canción, un verso final aclara su significado. Los oyentes, que han juzgado a la viña, quedan burlados al ver que son ellos la viña. En el Evangelio, Jesús se aplica a sí mismo la imagen de la vid. En él se injertan los hombres para dar frutos de amor y no uvas amargas (Jn 15,1-17).


El canto de la viña, que no da frutos de justicia, se prolonga en seis resonancias amargas, seis ayes o reproches contra los ricos terratenientes que añaden casa a casa, campos a campos, hasta apropiarse de toda la tierra (5,8-10); contra quienes sólo piensan en divertirse con toda clase de lujos de bebidas y comidas (5,11-16); contra quienes no ven la mano de Dios actuando en la historia, atrayéndose las desgracias sobre sí mismos (5,18-19); contra los que confunden el bien y el mal: “llaman al mal bien y al bien mal, tienen las tinieblas por luz y la luz por tinieblas, consideran dulce lo amargo y amargo lo dulce” (5,20); contra los que se tienen por sabios y prescinden de la sabiduría de Dios (5,21); y, finalmente, para quienes se sienten “campeones en beber vino, los valientes para escanciar licor, los que absuelven al culpable por soborno y niegan al justo su derecho” (5,21-23). Todos ellos llevan la pena en su pecado (5,24-25).

Se puede completar esta serie de ayes con el séptimo de más adelante (10,1-4), donde resuena la lamentación por los jueces que pervierten la justicia. La justicia en el plan divino está instituida sobre todo para defender a los pobres y oprimidos, huérfanos y viudas; los jueces malvados, en cambio, abusan de su cargo para oprimir y enriquecerse a cuentas precisamente de los más pobres y desvalidos. Isaías, al mismo tiempo que denuncia esta injusticia, apela en nombre de los oprimidos a otro tribunal, frente al que no valdrán las argucias de los abogados defensores ni el soborno de las riquezas injustamente acumuladas.

La primera sección del libro de Isaías termina con la evocación del ejército enemigo que invade el reino de Judá. Dios convoca a Asiria para castigar a su pueblo. Impresiona la rapidez con que avanza apenas Dios, con su silbido potente, le llama al combate. El galope de sus caballos es irresistible. Su grito de guerra resuena como el rugido de leones y cachorros (5,26-30).

 

 

 

 

 





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