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APOCALIPSIS DE ISAÍAS 24-27: Comentario al profeta Isaías:  a


Emiliano Jiménez


                                              

 

Isaías se siente inquieto ante los preparativos de la rebelión contra Asiria. Para él la rebelión no traerá la libertad, sino la destrucción, porque se realiza sin tener en cuenta la voluntad de Dios. Judá envía mensajeros a Egipto pidiendo ayuda. Isaías lo condena, pues la alianza con Egipto equivale a desconfiar de Dios. Para él se trata de un pecado de idolatría.

En un cierto momento se da un cambio en Isaías respecto a Asiria. Primero ha considerado a Asiria como un instrumento en manos de Dios (5,26-29; 10,5-6; 28,2). El año 701 Senaquerib invade Judá y desde Laquis exige la rendición de Jerusalén. Para ello envía al Copero Mayor que, comienza desmontando las confianzas humanas basadas en meras palabras, en la estrategia militar y en la ayuda de Egipto. Es algo con lo que Isaías está de acuerdo, pues lo ha repetido cientos de veces.

Pero luego Senaquerib ataca la última seguridad de Judá, diciendo: “Que no os engañe Ezequías diciendo: El Señor nos librará. ¿Acaso los dioses de las naciones libraron a sus países de la mano del rey de Asiria?” (36,18). Isaías no soporta esta blasfemia. Desde este momento comienza a atacar a Asiria por su orgullo y arrogancia (10,5-15; 14,24-27; 30,27-33; 37, 21-29). Con la condena de Asiria Isaías anuncia la salvación de Jerusalén (31,5-6; 37,33-35). Y efectivamente Senaquerib tuvo que levantar el cerco de Jerusalén, conformándose con imponer a Judá un fuerte tributo.

En cuatro capítulos (24-27) Isaías nos presenta su gran escatología. Con todos sus recursos expresivos nos describe el juicio de Dios, seguido de la recreación de un orden nuevo. Comienza invitándonos a contemplar al Señor que celebra su juicio sobre la tierra. El juicio raja la tierra en dos mitades (24,1). Todo queda dividido, situado de un lado o del otro. No cuentan las fronteras de las naciones, sino las categorías de las personas: sacerdotes y pueblo, esclavo y señor, esclava y señora, comprador y vendedor, acreedor y deudor (24,2).

La tierra está asociada a sus habitantes, ligada a la suerte del hombre. El pecado del hombre sume a la tierra en la maldición. Es la experiencia constatada desde el principio, desde el pecado de Adán hasta el presente. Por la idolatría del hombre languidece la tierra, desfallece el orbe, el cielo y la tierra. La maldición empapa la tierra y lo pagan sus habitantes (24,3-5). Como en el diluvio universal, la humanidad es sumergida en las aguas de muerte, pero no es totalmente aniquilada, sino reducida a un pequeño resto (24,6).

El horizonte se estrecha y reduce a las dimensiones de una ciudad sin nombre, puede ser cualquier ciudad, hostil a Dios y que, en el juicio, queda desolada, reducida a escombros. Sin el Señor el hombre, la ciudad, queda sin vino, sin fiesta, sin esperanza (24,7-12).

En medio de la desolación universal siempre se salva un pequeño resto. Es una constante en Isaías. El pueblo escogido, probado por Dios, se reduce a un resto, pero ellos dan continuidad a la historia. Ellos son la semilla de la que germinara el pueblo del futuro (24,13). Están dispersos por el mundo entero, pero unidos en el Señor. Desde todos los rincones de la tierra aclaman al Señor: “Ellos levantan su voz y vitorean la majestad de Yahveh. Aclaman desde poniente; responden desde oriente, glorificando a Yahveh; desde las islas del mar aclamad el nombre de Yahveh, Dios de Israel. Desde el confín de la tierra se oye el cántico: ¡Gloria al justo!” (24,14-16)

            El profeta expresa su dolor, pues la maldad de los hombres sigue con el ritmo implacable de las calamidades. Diluvio terremoto asolan la tierra, que se remueve y vacila hasta desplomarse (24,17-20). Aquel día el Señor juzgará a cielos y tierra y el Señor reinará en el monte Santo, en Jerusalén (24,21-23).

Entonces los redimidos entonarán un himno de alabanza al Salvador. Los desvalidos ensalzan al Señor por que ha realizado sus planes admirables, derrotando a los potentes y convirtiéndose en defensa del pobre (25,1-5).

El Señor, vencedor en su combate contra insolentes y malvados, invita a todos los pueblos a un banquete de manjares exquisitos y vinos generosos. Se trata de un banquete abundante y regio, que se celebrará en el Monte del Señor. En el rey honra a sus invitados con su presencia. El Señor quita el velo a los hombres para que puedan contemplarlo. Y para que el banquete sea banquete alegre y eterno el Señor aniquila la muerte y enjuga las lágrimas de todos los rostros. Una vida sin dolor ni lágrimas es lo que Cristo ofrece a sus seguidores. Pablo anuncia esta victoria de Cristo sobre la muerte (1Co 15,54) y el Apocalipsis identifica el lugar del banquete, donde Dios enjuga todas las lágrimas con la Jerusalén celeste (Ap 21,4). Isaías ante la sublimidad de su promesa concluye con la expresión “lo ha dicho el Señor” (25,6-8).

En un nuevo himno Isaías canta la victoria del Señor: “Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara: celebremos y festejemos su salvación” (25,9). En esta ocasión se canta la protección de Dios sobre el Monte Sión, al mismo tiempo que se da un nombre a la ciudad enemiga: Moab. Es ciertamente un nombre simbólico. Son muchos y diversos los nombre que recibe la ciudad enemiga. Isaías en otra ocasión la llama Edom (c. 34). Joel la llama Filistea (Jl 4). Ezequiel la llama Gog. Babilonia se la llama en tantas ocasiones, como en el Apocalipsis (Ap 17-18).

La victoria de Dios es ante todo salvación de su pueblo. El que era esperanza es salvación; la esperanza no ha defraudado. El canto contrapone manos y pies del Señor. Las manos se posan sobre el Monte de Sión, para protegerlo. Los pies, en cambio, alcanzan al enemigo, para pisotearlo (25,10-12).

Sigue un tercer canto o una estrofa nueva del canto anterior. En él se opone a la ciudad rebelde la ciudad santa con sus murallas y baluartes, como defensa del pueblo santo del Señor. Al esfuerzo vano del hombre se contrapone la confianza en el Señor, que vela por la paz de quienes confían en Él. Él es la Roca firme y segura para sus fieles (26,1-6).

Isaías sabe que Dios es Señor de la historia, pero su actuar no siempre coincide con lo que el hombre se espera. Sus designios superan la mente del hombre y, con frecuencia, van en contra de los pensamientos humanos. Jeremías llamaba a juicio a Dios: ¿por qué la indulgencia de Dios con los malvados, cuando éstos hacen sufrir a los inocentes? (Jr 15,15). Isaías también se pregunta sobre el actuar de Dios en la historia. Las sendas de Dios, su estilo o modo de conducir la historia de los hombres y las naciones, sus juicios sobre los reyes de los pueblos, es conto menos sorprendente. Ciertamente el que sigue el camino del Señor, el justo, no tropieza, camina por “una senda recta” (26,7).

Pero esto no siempre es evidente a primera vista. El justo necesita aguardar a que pase la noche, a que termine el apuro de la angustia, para ver la luz al otro lado del túnel. Pasada la prueba el hombre aprende que la fidelidad al Señor no defrauda, que la paciencia desemboca en la paz, que la justicia compensa los sufrimientos (26,8).

Sin embargo, la clemencia del Señor lleva a los malvados a endurecerse en el mal. No aprenden de la bondad del Señor. Cuando Dios alza la mano, ellos ni la miran, se centran más en su mismos. Cuanto más retrasa Dios el castigo más se ensañan ellos con los débiles, más oprimen a los inocentes. Esto es lo que pone a prueba la constancia del justo. En la paciencia muestra su fidelidad. Acepta entrar en el ritmo y tiempo de Dios, sin tomarse la venganza por su cuenta. Espera que el Señor le haga justicia (26,9.

Los juicios de Dios son con frecuencia perdón gratuito. Algunos lo comprenden y lo agradecen. Otros, con el perdón, se cierran en el mal. Por ello se hace necesario el castigo, como medicina para el malvado y como justicia del oprimido (26,10-11). El justo ora y espera en el Señor, que es quien lleva adelante la vida del fiel. Por eso, al final, confiesa: “nosotros invocamos solamente tu nombre” (26,12-13).


b) Canto a la resurrección (26,14-19)

Este canto juega con la antinomia “Los muerto no viven... Vivirán los muertos”. El contraste entre la vida y la muerte domina el movimiento del profeta, que se enfrenta con la muerte y espera el triunfo de la vida. “Los muertos no viven, son sombras”, sin capacidad para volver a la vida, pues Dios mismo ha ejecutado su sentencia de muerte con ellos. Ni siquiera queda memoria de ellos, una descendencia que mantenga vivo su apellido (26,14).

Frente a los muertos están los vivos, a quienes el Señor da vida multiplicada, pues les hace fecundos. La fecundidad, que hace fuerte al pueblo, es gloria de Dios. El Dios de la vida es glorificado en la vida de su pueblo. San Ireneo dice en frase tantas veces repetida que “la gloria de Dios está en el hombre vivo”. Isaías ve esa gloria de Dios en la multiplicación de la vida por la fecundidad (26,15).

El esfuerzo del hombre no es más que el retorcimiento de la parturienta que al final todo su afán y jadeo da a luz ... viento. La vida y la salvación no es fruto del esfuerzo humano, sino don de Dios (26,17-18). Y Dios puede hacer resurgir la vida hasta de la muerte. El rocío del cielo fecunda la tierra que devuelve a la vida a sus muertos: “Porque el rocío de Dios es rocío de luz, y la tierra dará a luz de las sombras” (26.19).

Ahora es el tiempo en que la muerte recorre la tierra. El pueblo de Dios, como en la noche que pasó el exterminador por las casas de Egipto (Ex 12,21-23), debe esconderse mientras pasa la cólera del Señor. Debe entrar con Noé en el arca (Gn 7) para salvarse del diluvio, pues la sangre no tapada en la tierra clama al cielo, pidiendo venganza (Gn 4,10). El homicidio es la gran culpa, es un atentado contra la vida y contra el Dios de la vida. El Señor se enfrenta con el enemigo antigua, con la serpiente, mentirosa y asesina desde el principio, enemiga de la vida y del hombre. El Señor sale de su morada para darla muerte con su espada (26,20-7,1).

 

c) Canción de la viña

Aquel día se cantará a la viña del Señor: “Yo el Señor, soy su guardián, la riego con frecuencia, para que no le falte su hoja, día y noche la guardo”. Es un canto de amor como el del capítulo quinto (5,1-6), aunque ahora el Señor, en vez de destruir la viña, destruye las infidelidades de la amada y la reconcilia consigo. Dios le dice: “Ya no estoy irritado. Si me diera cardos y zarzas, me lanzaría contra ella para quemarlos todos; si se acoge a mi protección, hará las paces conmigo” (27,2-5).

Esta restauración futura va precedida de la expiación del destierro, en el que Israel será dispersado entre los pueblos paganos. Crecerá y se expandirá el pueblo hasta cubrir la tierra, pero será podado y reducido a un resto. El castigo será grave, pero Israel no será aniquilado como los otros pueblos rebeldes. El juicio será como un viento que separa el trigo de la paja, aunque aquí la imagen se cumple al revés. La paja arrebatada por el viento son los que se quedan en Canaán, mientras que el trigo, los que se salvan, son los que van al destierro (Cf Jr 24). El castigo tiene un valor curativo, expiatorio, para arrancar la idolatría, que llevó al pueblo al adulterio o infidelidad a Dios (27,6-9).

En contraste con la esperanza de Israel aparece la desolación de la ciudad enemiga. Un pueblo insensato, que no ha reconocido a Dios se reduce a un erial. Dios es creador de todos los pueblos y sólo en él encuentran la vida. Sin Dios sólo queda pasto para los novillos hasta que secan el ramaje y llegan las mujeres y lo queman (27,10-11).

Con Israel, en cambio, el Señor no actúa así. Va por las naciones a buscarles y les recoge uno a uno: “vosotros seréis espigados uno a uno” desde el Éufrates al Nilo, desde Asiria a Egipto. Al toque de la trompeta del Señor comenzará la gran peregrinación de todos los dispersos “para postrarse ante el Señor en el monte santo de Jerusalén” (27,12-13).


 

 

 

 





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