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POEMAS SOBRE ISRAEL Y JUDÁ 28-35:  Comentario al profeta Isaías


Emiliano Jiménez


 

Los hombres quieren realizar sus planes sin contar con el Señor. Se dedican a la buena vida tanto Israel, el reino del norte (28,1-4), como las mujeres frívolas (32,9-14). Hacen pactos con poderes humanos, prescindiendo del Señor (30,1-7) 31,1-6), ocultándoles sus planes (28,14-19). El Señor, que desea instruirlos, les da su palabra por medio de sus profetas, pero ellos rehúsan escuchar a los enviados de Dios (28,7-13; 30,8-17). Dios entonces recurre al castigo a ver si con él escarmientan (28,15-22; 29,1-12). Dios hace igualmente fracasar los planes humanos, las alianzas con otros pueblos, la sabiduría humana (29,14; 30,5.16). Dios mismo, al final, se encarga de destruir al enemigo, juzga a su pueblo y crea un reino nuevo con los convertidos. Así el final de todo, tras el juicio de Dios con la derrota de sus enemigos, es la inauguración de su reino.

Esta sección comienza con un oráculo contra el reino del Norte, cuya capital es Samaría. La ciudad es el orgullo del reino, su muralla se alza como corona sobre la colina. En ella festejan con banquetes y ricos licores los desaprensivos habitantes o jefes de Samaría. Pero de improviso aparece Asiria, como un gigante robusto, que se enfrenta a la ciudad y a sus habitantes. Su ímpetu es irresistible como un aguacero que arrastra escombros ladera abajo. En el aguacero se muestra el Señor, que se sirve de Asiria como ejecutor de su sentencia (28,1-4). La ciudad es conquistada con la misma facilidad con que es arrancada una breva madura, que excita el apetito del primero que pasa. Este la arranca y la devora en un momento (28,4).

Del castigo se salva un resto, que tendrá al Señor como su corana. Entonces el Señor enviará su espíritu para guiar a su pueblo por sendas de paz y garantizar la justicia (28,5-6).

Los festejos de la ciudad conducen a la vergonzante borrachera, que lleva a los habitantes a burlarse del profeta. Sacerdotes y profetas se unen en la orgía que les hace tambalearse, dando traspiés. Es inútil consultarles, pues no atinan con la respuesta justa (28,7-8). A todos los profetas verdaderos les ha tocado enfrentarse a los falsos profetas (Cf Mi 4-5). En la descripción de la borrachera que hace Isaías se encuentra un parecido con la ironía con que es descrita en el libro de los Proverbios: “¿Para quién los ojos turbios? Para los que se eternizan con el vino, los que van en busca de vinos mezclados. No mires el vino: ¡Qué buen color tiene! ¡cómo brinca en la copa! ¡qué bien entra! Pero, a la postre, como serpiente muerde, como víbora pica. Tus ojos verán cosas extrañas, y tu corazón hablará sin ton ni son. Estarás como acostado en el corazón del mar, o acostado en la punta de un mástil. Me han golpeado, pero no estoy enfermo; me han tundido a palos, pero no lo he sentido. ¿Cuándo me despertaré...?, me lo seguiré preguntando” (Pr 23.29-35).

En la borrachera se burlan del profeta, que pretende enseñarles como a niños de escuela. Burlonamente le remedan repitiendo los oráculos como si fueran una lección elemental, sin traducción: “¿A quién se instruirá en el conocimiento? ¿a quién se le hará entender lo que oye? A los recién destetados, a los retirados de los pechos. Porque dice: Sau la sau, sau la sau, cau la cau, cau la cau, zeer sam, zeer sam. Sí, con palabras extrañas y con lengua extranjera hablará a este pueblo” (28,9-11). El profeta les retuerce la burla, anunciando al pueblo que Dios se comunicará con ellos en un lenguaje extraño, extranjero.

La gran orgía termina en el derrumbamiento por tierra, donde caen de espaldas. Dios se burla de los burlones, que con cinismo proclaman que han hecho alianza con la muerte y el abismo; su refugio es el engaño y el cimiento sobre el que edifican su vida es la mentira. De este modo, ellos mismo se han tendido una trampa y caen en ella. Se someten a la muerte y caen víctima de ella. Frente al autoengaño del hombre que se crea falsas seguridades, Isaías proclama que Dios es el único refugio y fundamento (28,14-15).

Dios en persona anuncia su intervención salvadora en favor de quienes ponen su confianza en él. En vez de la muerte y la mentira, Dios levanta en el monte Sión un nuevo templo (Sal 87). La piedra colocada como cimiento lleva una inscripción: “Quien se apoya en ella no vacilará” (28,16). San Pedro, llamado él mismo Piedra, aplica este verso a Cristo, “piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios” (1P 2,4). Por la incorporación a Cristo, la Roca firme, mediante la fe la Iglesia vence el poder de la muerte (Mt 16,17-19).

Dios, con su intervención, “con el granizo y el aguacero”, arrasa el falso refugio, las alianzas con las potencias extranjeras o con los poderes ocultos, muerte y abismo (28,17-19). Si se burlan del profeta, se burlan de Dios. Si no escuchan la palabra del profeta que les invita a poner su confianza en Dios y no en las alianzas humanas, ellos mismos experimentarán que “la cama será corta para estirarse y la manta será estrecha para taparse” (28,20). Los refugios humanos donde esperan cobijarse no sirven, no podrán protegerlos en el día en que el Señor se vuelva de aliado en enemigo. Como “en el monte Perasim” y “en el valle de Gabaón” Dios dio la victoria a David contra los filisteos (2S 5,17-25), así volverá a intervenir ahora en una forma sorprendente a favor de quienes en su debilidad confían en Él (28,21-22).

Con una parábola agrícola Isaías invita a abrir los ojos interiores para comprender el misterio de la actuación de Dios en la historia. El labrador atento prepara la tierra, selecciona las semillas, siembra cada una en su terreno apropiado, trilla los granos en su forma adecuada y goza de cuanto Dios le ha comunicado (28,23-29). Jesús invita en el Evangelio a mirar al campo para discernir el actuar de Dios con los hombres (Mt 6,28).

El actuar de Dios es siempre sorprendente y, a veces, extraño. El oráculo actual se sitúa  entre dos asedios de Jerusalén. En primer lugar está el asedio, que llevó a David a conquistarla, arrebatándosela a los jebuseos, para convertirla en su residencia, capital de su reino y centro del culto a Dios. El segundo es el que está a las puertas, cuando el Señor sitie la ciudad de su residencia mediante el ejército asirio. Entro los dos asedios está la vida de cada día, el fluir del tiempo con sus trabajos y sus fiestas, sin nada de particular. Pero el tiempo no se detiene, avanza a su desenlace, cuando el llanto sustituya a los cantos de las fiestas: “¡Ay, Ariel, Ariel, villa que sitió David! Añadid año sobre año, las fiestas completen su ciclo, y asediaré a Ariel, y habrá llantos y gemidos” (29,1-2).

Ariel es Jerusalén. Con el asedio de Senaquerib se interrumpen las fiestas, callan los cantos, y la ciudad silenciosa, humillada, se vuelve como un fantasma donde los pasos resuenan como un eco en el vacío. Las palabras, las plegarias, no suben al cielo, se arrastran como un susurro por el suelo (28,3-4). El tropel del ejército cerca la ciudad, la envuelve como nube de tamo en torbellino. La ciudad está a punto de morir por asfixia. Pero, de repente, el Señor en el momento de angustia extrema interviene con su auxilio y salva la ciudad. Un vendaval arremete y dispersa la polvareda y acaba con el ejército enemigo (29,5-7). 

Ante la intervención del Señor, Senaquerib levanta el sitio de Jerusalén. El asedio se esfuma como una pesadilla. Todos los preparativos para el asalto resultan inútiles (Sal 73,20; Jb 20,8). Los sueños de conquista no son sino sueños, “como sueña el hambriento que come y se despierta con el estómago vacío; como sueña el sediento que bebe, y se despierta con la garganta reseca” (29,8). Era el Señor quien cercaba la ciudad para abatir su orgullo. Una vez humillada, se vuelve en su auxiliador y protege al Monte de Sión (2R 18-19).

La acción sorprendente de Dios, que llama al ejército asirio a cercar la ciudad santa y con una simple noticia le obliga a levantar el asedio y a volverse a su tierra, es una palabra clara para el hombre de fe. Pero sin fe no se comprende. Para quien vive aletargado, con los sentidos interiores embotados, es una palabra sellada, incomprensible, “como palabras de un libro sellado, que se da al que sabe leer, diciéndole: ‘Ea, lee eso’; y él dice: ‘No puedo, porque está sellado’; y luego se pone el libro frente a quien no sabe leer, diciéndole: ‘Ea, lee eso’; y él dice: ‘No sé leer’” (29,11-12). No sirve de nada un libro para quien no sabe leer, ni vale saber leer si el libro está sellado.

Tampoco vale el culto y la plegaria de los labios, si no brota del corazón. El Señor se lamenta constantemente de su pueblo, que le honra con los labios, pero su corazón está lejos de Él (29,13). Labios y corazón concordes es la alabanza que agrada a Dios. La hipocresía es odiosa a Dios. Es una farsa que no soporta. En Dios hay conformidad entre la palabra y el actuar. Entre el dicho y el hecho no hay ningún trecho. Dabar es palabra y hecho. Así Dios promete “seguir realizando prodigios maravillosos” (29,14).

Dios escruta el corazón del hombre y descubre hasta los pensamientos más ocultos. Es inútil que el hombre intente ocultarle los planes. Se engaña a sí mismo cuando se dice: “¿Quién nos ve? ¿Quién se entera?” (29,15). Dios penetra en las tinieblas más oscuras. Pensar que Dios no conoce lo íntimo del hombre es tan absurdo como que la vasija diga del alfarero: “No entiende” (29,16).

Sigue el anuncio de la restauración que Dios realizará en el tiempo final. Es el tiempo de Dios, tiempo escatológico. Un tiempo inminente. El tiempo de Dios es siempre inminente. El hombre, que no sabe ni el día ni la hora, está llamada a vivir siempre en espera, en vigilancia. La naturaleza es símbolo de esta espera y escenario del actuar de Dios: “Muy pronto el Líbano se hará un vergel” (29,17). Los sentidos del hombre serán restaurados. Sordos y ciegos oirán y verán el milagro de la nueva vida: “los sordos oirán las palabras del libro y los ciegos verán sin tinieblas ni oscuridad (29,18). Desaparecen los opresores y “los oprimidos festejan al Señor; los pobres se alegran con el Santo de Israel” (29,20-21).

Las promesas hechas a los patriarcas son la garantía de la salvación que Dios anuncia a su pueblo. El Señor no olvida su palabra y es fiel a ella. Dios se muestra en la historia. Los que tienen iluminados los ojos de la fe reconocen la acción de Dios y confiesan la santidad de Dios. Imprevisible el actuar de Dios supera la mente del hombre, pero el creyente vislumbra en toda situación la bondad de Dios. La experiencia del Señor es muestra en el gozo que provoca en quienes se entregan, confiadamente a Él. Al final aprenderán la lección hasta los impíos y los necios, que habían perdido la cabeza, oponiéndose a Él (29,22-24).

Israel es el pasillo inevitable entre Egipto y Asiria o Babilonia, es el puente obligado entre Occidente y Oriente. Por ello, cuando se siente atacado por una de esas potencias siente la tentación de aliarse con la potencia de la otra parte. Al verse amenazado por Asiria bajan a Egipto en busca de “sombra y refugio”, atributos y funciones del Señor. Al atribuírselos a Egipto está idolatrando el imperio humano. Dios se lamenta de ello, pues quienes eso hacen son “sus hijos”, aunque sean “rebeldes”. Ellos saben que están actuando contra la voluntad de Dios, pues hacen sus planes de defensa sin contar con Él ni con su profeta, “añadiendo pecado a pecado” (30,1-2).

Dios espera que su pueblo, con quien se ha unido en alianza, ponga Él su total confianza, excluyendo toda otra alianza. Al buscar el apoyo del faraón de Egipto se muestran como hijos rebeldes y Dios les anuncia que Egipto, como todo ídolo, les defraudará. Es inútil recurrir a “quien no puede auxiliar ni servir”. El fracaso y la decepción es obligada (30,3-5).

Es inútil atravesar el desierto, cruzando la tierra poblada por leones y leonas, áspides y dragones, para llevar dones a lomo de asno o a giba de camello hasta Egipto, “el pueblo cuyo auxilio es vano y nulo” (30,6-7).

Isaías recibe la orden de escribir y sellar sus oráculos para un tiempo más propicio. Como testigo del Señor, su testimonio supera los límites de su vida. Es el testamento que Isaías deja a la posteridad. Moisés, antes de morir, también dejó un canto como testimonio para los israelitas (Dt 31,19-29). El testimonio, que deja Isaías, como el de Moisés, comienza con una denuncia de la rebelión de los hijos de Israel (30,8-9).

Dios acompaña a Israel, marcándole el camino con la palabra de sus enviados. Los profetas de Dios son como la conciencia del pueblo. Con su palabra no dejan al pueblo en paz, no le permiten dormir sobre el engaño. Pero el pueblo prefiere el halago de la mentira al aguijón de la verdad (2T 4,3). Por ello, buscando engañarse a sí mismos, los hombres invitan a los videntes a no ver y a los profetas a no hablar con verdad, “decidnos cosas halagüeñas, profetizadnos ilusiones” (30,10-11). En el camino del hombre la voz de los profetas muestra la presencia de Dios, la recuerda, la hace consciente, insobornable. El hombre tantas veces prefiere seguir su camino, ignorando las huellas que Dios le marca con su paso. Aunque se sepa perdido, no desea que el profeta ilumine esas huellas del camino del Señor (30,11).

En realizad, el hombre rechaza al profeta, porque le molesta el Señor. Prefiere el camino de la opresión y de maldad a la senda de la justicia y de la bondad. El hombre no busca la vida en Dios, sino que confía alcanzarla en otros poderes. Pero esos poderes están agrietados como una muralla que comienza a ceder. Apoyarse en ella es arriesgarse a quedar sepultado entre sus escombros cuando se desplome. El que pone su confianza en los ídolos se expone a quedar hecho añicos como una jarra estrellada contra las piedras (Jr 19). En el pecado está la pena (30,12-14).

El Señor no se cansa de repetir a su pueblo: “Vuestra salvación está en convertiros y tener calma, vuestro valor consiste en confiar y estar tranquilos” (30,15). Es a Dios a quien le toca actuar y salvar. Al hombre sólo le toca convertirse de sí mismo a Dios, poniendo la confianza no en las propias fuerzas, sino en Dios. Esto es lo que el hombre tantas veces no acepta. O busca alianzas con los poderosos de este mundo o intenta huir de Dios, cerrando los oídos a su palabra. En forcejeo con Dios, le dice:

-No, huiremos a caballo.

Y Dios les replica:

-Está bien, tendréis que huir.

-Correremos a galope, le replican.

Y Dios confirma su sentencia:

-Huiréis mil ante el reto de uno, hasta quedar como asta en la cumbre de un monte, como enseña sobre una colina (30,16-17).

Dios, clemente y compasivo, no deja impune la culpa, sino que la castiga hasta la cuarta generación, pero su misericordia se extiende por mil generaciones (Ex 34,6; Dt 5,9s). Dios espera siempre que el hombre se convierta a Él para darle el perdón y colmarle de bendiciones. Aunque llegue el castigo del pecador, siempre queda un resto del que se apiada y le hace gustar la dicha. La paciencia de Dios busca suscitar la esperanza confiada en Él. Dios tiene el oído abierto para escuchar el llanto y el gemido de quienes implorar su auxilio. Desde el nacer del pueblo en Egipto (Ex 3,7; 6,5), Dios no ha cerrado sus oídos a los gritos del pueblo (30,18-19).

Aunque “el Señor dé el agua y el pan medidos, aunque haga pasar a sus fieles por la criba del dolor, el sufrimiento es siempre medicinal, educativo (Dt 8,1-5). En medio del sufrimiento, a través del sufrimiento, el hombre llega a ver a Dios. Precisamente con el sufrimiento, Dios abre los ojos y hace recuperar el oído para el hombre le contemple y le escuche (30,20). Con el oído abierto el hombre puede escuchar la voz de Dios que le marca el camino (30,31). Y con los ojos abiertos por el Señor verá como el oro y la plata, al ser idolatrados, han quedado manchados y profanados; será fácil, por ello, abandonarlos (30,22).

La renuncia a los ídolos es el camino para acoger las bendiciones del Señor: lluvia, semilla y ganados se multiplicarán como don de Dios (30,23-24). Hasta se dará el milagro de ver los montes elevados cruzados por acequias y cauces de aguas para regar los sembrados. La luna brillará como el sol y el sol será fuente de vida y alegría (30,25-26).

Isaías ve al Señor que viene de lejos. La teofanía nocturna recuerda la gran liberación de la esclavitud de Egipto. Ahora el enemigo es Asiria. La teofanía del Sinaí, las plagas o golpes del Señor alcanzan proporciones cósmicas. La ira del Señor levanta una humareda impresionante, pues la lengua del Señor es una hoguera. Los pueblos parecen granos en la criba que Dios mece entre sus manos (30,27-28).

El acontecimiento de salvación se celebra en una fiesta nocturna, con música y danzas, en peregrinación hacia el Monte Santo, hacia la Roca de Israel (30,29). El pueblo, al ver la manifestación potente de su Dios, tiembla de regocijo, viendo que se acerca su liberación. Y en la noche el Señor deja oír su voz, permite contemplar su brazo que descarga sobre el enemigo la tormenta con rayos, aguacero y granizo (30, 30). Mientras Israel se alegra y lo celebra, Asiria tiembla y se estremece. La vara, que Dios ha usado para corregir a su pueblo (10,5s), ahora se vuelve vara vengadora de los excesos de su violencia. Asiria experimenta cómo Dios, que se ha servido de ella, ahora se vuelve contra ella (30,31-32). La Gehenna será el lugar del castigo escatológico. Isaías, lo mismo que Jeremías (Jr 7,31-34; 19,3-9), siente horror por este lugar execrado porque allí se han pasado por el fuego víctimas humanas (30,33).

Es el Señor quien exalta y quien humilla, quien salva y quien condena. Por eso Isaías denuncia la alianza con Egipto. Es una infidelidad a Dios buscar la confianza en el poderío de su caballería, en sus numerosos carros y fuertes jinetes (31,1). Quienes buscan el apoyo de Egipto divinizan la potencia humana, suplantando a Dios. No se dan cuenta que todo hombre es carne frágil, perecedera (Ez 28,6-9). Eso son los egipcios y sus caballos. Sólo el Espíritu del Señor puede salvar de los malvados, haciéndolos perecer: “El Señor extenderá su mano, tropezará el protector y caerá el protegido, los dos juntos perecerán” (31,2-3).Es cuanto el Señor le dice a Isaías.

El Señor aparece como un león que no se intimida ante las voces de los pastores ni ante el tumulto de un tropel que se envalentonan contra él. El Señor baja a combatir sobre la cima del monte Sión. Como una inmensa ave aletea sobre Jerusalén, protegiéndola de todos sus enemigos (31,4-5). Ante ese revoloteo protector del Señor, Isaías invita a Israel a convertirse a Él, a cobijarse bajo sus alas, abandonando a los ídolos inútiles, que no pueden salvar (31,6-7).

Si Israel se vuelve al Señor, Dios no le defraudará: “Asiria caerá a espada no humana”, y si algunos asirios escapan a la espada, serán hechos prisioneros. Frente al estandarte del Señor, los jefes asirios y sus dioses protectores, su Peña, huirán espantados (31,8-9).

En la restauración del reino de Israel, un nuevo rey gobernará con justicia y sus jefes actuarán según el derecho. En nombre de Dios servirán realmente al pueblo, que encontrará en ellos “abrigo del viento, reparo del aguacero”, serán “como acequias en secano, sombra de roca en tierra reseca” (32,1-2). Esto es algo que la Escritura lo dice de Dios. Pero Dios puede hacerlo a través de sus siervos, los gobernantes. Reflejo del actuar de Dios no juzgarán de oídas ni se regirán por las apariencias, sino que tendrán bien abiertos ojos y oídos; la sensatez de la mente se mostrará en el hablar claro y con soltura (32,3-4).

Es lo contrario del necio o malvado, que con frecuencia coinciden en una misma persona. En sus palabras y en sus obras muestran la maldad y la necedad: “Porque el necio dice necedades y su corazón medita el mal, haciendo impiedad y profiriendo contra Yahveh desatinos, dejando vacío el estómago hambriento y privando de bebida al sediento. En cuanto al desaprensivo, sus tramas son malas, se dedica a inventar maquinaciones para sorprender a los pobres con palabras engañosas, cuando el pobre expone su causa” (32,5-7). El noble, en cambio, tienes planes nobles (32,8). Se puede ver una contraposición entre el “necio” Nabal y David (1S 25).

Sigue un oráculo contra las mujeres ricas y confiadas. Isaías se dirige a ellas llamando su atención. La falsa confianza que ponen en las riquezas, en las cosechas del trigo y en la vendimia del vino, despreocupándose del Señor, se cambiará en miseria, la alegría se cambiará en luto; sus casas lujosas serán sustituidas por cuevas, los campos fértiles por áridos desiertos (32,9-14).

Pero esta aridez sólo durará hasta que el Señor derrame sobre nosotros el espíritu de lo alto. El hálito de Dios transformará “la estepa un vergel, y el vergel será considerado como selva. Reposará en la estepa la equidad, y la justicia morará en el vergel; el fruto de la justicia será la paz, el fruto de la equidad, una seguridad perpetua. Y habitará mi pueblo en casa de paz, en moradas seguras y en posadas tranquilas... Dichosos vosotros, que sembraréis junto a las corrientes de agua y dejaréis sueltos el buey y el asno”(32,16-20).

Isaías ve en Asiria el asalto de las naciones contra Sión. Asiria, Babilonia o cualquier otro imperio que se alza con intención de devastar a Israel tiene su tiempo para ejercer su dominio en la historia, pero le llega su hora de pagar el abuso de su poder. El devastador nunca devastado, cuando acaba de devastar es devastado, cuando se casa de saquear es saqueado (33,1).

En forma de plegaria, haciendo memoria de las intervenciones de Dios en el pasado, el pueblo de Dios pide al Señor que tenga piedad y extienda sus brazo contra los opresores y los desbarate con su fuerza. El Señor, que habita en lo alto, es excelso y puede salvar su monte santo de Sión. La mañana, en la hora de la oración, es el momento propio en que Israel espera la salvación de Dios (Sal 5,4; 30,6; 46,6...). Es la hora en que, pasada la noche, Dios se levanta a juzgar y a luchar contra los enemigos de Israel (Nm 10,35; Sal 68,2). Es la hora de recibir el tesoro de la salvación, como botín arrebatado a los enemigos (33,2-6).

Mientras el pueblo suplica a Dios llegan los mensajeros que Ezequías ha mandado al jefe del ejército asirio. Las condiciones impuestas son tan duras que provocan la lamentación de todos: “¡Mirad! Los heraldos se lamenta por las calles, los embajadores de paz lloran amargamente. Han quedado desiertas las calzadas, ya no hay transeúntes por los caminos. Han violado la alianza, han recusado los testimonios, no se tiene en cuenta a nadie. La tierra está en duelo, languidece; el Líbano está ajado y mustio. El Sarón se ha vuelto estepa, está pelados los montes Basán y Carmelo” (33,7-9). Ezequías rompe la alianza y provoca la desolación en las calles de la ciudad, en los campos, difundiéndose hasta alcanzar la cima de los montes.

Dios, invocado por los fieles, se pone en pie para juzgar a los lejanos y a los cercanos. El juicio de Dios se fuego que quema a los pueblos como cardos secos y paja. Consume a los lejanos y a los cercanos, abrasa a los pecadores y purifica a los justos. “Como se derrite la cera ante el fuego, así perecen los malvados ante Dios” (Sal 68,3). Pero para los justos es fuego purificador, como había anunciado antes: “La luz del Señor se convertirá en fuego; su Santo será llama” (10,17). Por ello, un fuerte temblor se apodera de los malvados, y los fieles se preguntan: “¿Quién

 de nosotros habitará en un fuego devorador? ¿quién de nosotros habitará en una hoguera eterna?” (33,10-14).

La respuesta da las condiciones para habitar en la casa del Señor. Son condiciones muy parecidas a las enumeradas en los salmos 15 y 24. El fuego de la casa de Dios implica una conducta que abarca todo el ser del hombre: manos y pies, ojos y oídos, y sobre todo la lengua, que es la más difícil de dominar (St 3): “El que anda en justicia y habla con rectitud; el que rehúsa ganancias fraudulentas, el que se sacude la palma de la mano para no aceptar soborno, el que se tapa las orejas para no oír hablar de sangre, y cierra sus ojos para no ver el mal. Ese morará en las alturas, subirá a refugiarse en la fortaleza de las peñas, se le dará su pan y tendrá el agua segura” (33,15-16). Este no tendrá ya el pan y el agua medida (30,20).

Dios será el rey de la ciudad reconstruida. Los rescatados del Señor la contemplarán con sus ojos y se maravillarán viéndola libre de sus opresores, “con sobresalto se preguntarán en su corazón: ¿Dónde está el que contaba, dónde el que pesaba, dónde el que contaba nuestras torres?”. La ciudad será transfigurada, libre de los invasores, “el pueblo audaz, pueblo de lenguaje oscuro, incomprensible, al bárbaro cuya lengua no se entiende”. La alegría de las fiestas vuelve a resonar por las calles: “Contempla a Sión, ciudad de nuestras solemnidades: tus ojos verán a Jerusalén, morada tranquila, tienda permanente, cuyas clavijas no serán removidas nunca y cuyas cuerdas no serán rotas. Allí Yahveh será magnífico para con nosotros; como un lugar de ríos y amplios canales” (33,17-20).

Los ríos y canales aseguran la fertilidad de Egipto; Babilonia es famosa por sus canales (Sal 137). El Salmo sueña la Jerusalén ideal cantando “el correr de las acequias alegra la ciudad de Dios” (Sal 46,5). Los ríos son siempre una añoranza de paraíso con el ríos dividido en cuatro brazos. Esta visión de la futura Jerusalén, cruzada por ríos y canales, muestra una ciudad donde reina la paz. Sus ríos no los cruzarán naves de guerra: “donde no ande ninguna embarcación de


 remos, ni navío de alto bordo”. “Porque Yahveh es nuestro juez, Yahveh nuestro legislador, Yahveh nuestro rey: él nos salvará... Entonces será repartido un botín numeroso: hasta los cojos tendrán botín, y no dirá ningún habitante: Estoy enfermo; al pueblo que allí mora le será perdonada su culpa (33,21-24).

 

b) Juicio de los pueblos y vuelta de Israel a Sión

En un díptico aparece el contraste entre el juicio de Dios sobre los pueblos que han sometido a esclavitud a Israel y la liberación de Israel, a quien Dios conduce triunfalmente a su monte santo. En el capitulo 34, Isaías nos presenta solemnemente el juicio que llega para las naciones “en el día del Señor”. Se trata del “día de la matanza”, “día de la ira del Señor”, día en que “la espada de Dios” hace justicia a su pueblo o “venga” las injusticias de las potencias enemigas. La ira da vigor a la espada para ejecutar la sentencia de exterminio contra los reos, que se mostraron insolentes y arrogantes. Y si es día de venganza para la naciones, es día de salvación para Israel (So 1,15).

Las naciones en los profetas reciben diversos nombres: Asiria, Egipto, Babilonia. Ahora en este texto de Isaías recibe el nombre de Edom, el pueblo descendiente de Esaú, enemigo tradicional de Israel. En realidad Edom aquí aparece con un significado universal, que corresponde a cualquier imperio enemigo del pueblo de Dios, “porque el Señor está airado contra todas las naciones, enojado con todos sus ejércitos” (34,2). La sentencia de Dios cierra el libro de la historia. El cielo, tendido como una placa o como la piel de una tienda, se enrolla definitivamente. El cielo estrellado es como la copa de un árbol, cuyas hojas comienzan a marchitarse hasta caer secas al suelo (34,3-4).

Dios no sólo dicta sentencia contra las naciones, sino que la ejecuta. Destruye los reinos y convierte sus territorios en guarida de fieras. Todas las fieras pueblan las ciudades desiertas de habitantes humanos (34,10-15). En realidad todos esos animales inhóspitos, que nombra Isaías, pueden ser símbolo de otras fieras, los hombres que pusieron su orgullo en llamarse y comportarse como animales. Es como la creación pero al revés, en lugar de vida es muerte lo que se incuba, pues la serpiente empolla sus huevos y los machos de los animales salvajes se juntan con las hembras para que el mal y la muerte se sigan multiplicando (34,13-15).

Frente a este cuadro desolador, de repente se nos muestra el reverso de la medalla. Isaías entona el canto gozoso de la alegría por la salvación de Israel. Alegrías, gozo, júbilo y alborozo llenan el breve capitulo 35. Es el canto de los rescatados del Señor, que vuelven danzando a Sión.

La recreación abarca, en primer lugar, toda la creación: el desierto se regocija, el páramo florece y exulta de alegría. La vegetación expresa su alegría en la exultación de sus colores. La magnificencia de árboles y flores es el reflejo de la gloria y belleza del Señor (35,1-2). Los hombres se unen a la creación en el himno de alabanza al Señor. Los que han estado oprimidos y vejados experimentan la salvación, en primer lugar como curación: se fortalecen la manos débiles, se robustecen las rodillas vacilantes, a los ciegos se les abren los ojos y los oídos a los sordos, saltan los cojos, cantan los mudos (35,3-6)..., porque el Señor en persona acompaña a su pueblo en la vuelta a Sión (52,6).

Dios mismo irá delante del pueblo abriendo para ellos el camino del retorno: “Se abrirá  un camino, una senda... en la que no habrá león ni bestia salvaje; los rescatados la recorrerán. Por ella volverán los redimidos de Yahveh y entrarán en Sión entre aclamaciones, y habrá alegría eterna sobre sus cabezas. ¡Gozo y alegría les acompañarán! ¡Adiós, pena y aflicción!” (35,8-10).

 

 

 

 





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