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Segundo y tercer cántico del Siervo: Comentario al profeta Isaías   


Emiliano Jiménez


                                                      Segundo y tercer cántico del Siervo

 

a) Segundo cántico del Siervo

El siervo de Yahveh habla en primera persona. Se presenta ante las naciones como el elegido de Dios. Como Jacob, a quien Dios ya en el seno de su madre prefirió, rechazando a su hermano gemelo Esaú (Gn 25,23; Ml 1,2-5; Rm 9,9-13), también Dios llama por su nombre al siervo antes de nacer:

-¡Escuchadme, islas, atended, pueblos lejanos! Yahveh me llamó desde el seno materno; en las entrañas de mi madre pronunció mi nombre (49,1).

El siervo es llamado en primer lugar a ser profeta de Dios. Dios pone en su boca una palabra, afilada como una espada (Hb 4,12; Ap 1,16; Ef 6,17) o como flecha bruñida (Sal 57,5; 64,4; 127,4). Es una palabra que alcanza a los que están cerca y a los lejanos. El siervo, de momento escondido, actuará en Babilonia y en las costas lejanas:

-Hizo mi boca como espada afilada, me escondió en la sombra de su mano; me hizo saeta aguda, me guardó en su carcaj (49,2).

Antes de que salga de su corazón el lamento, mientras se dice en su interior “por poco me he fatigado, en vano y nada he gastado mis fuerzas”; antes de que se formule su duda “¿De veras Yahveh se ocupa de mi causa?” (49,4), ya Dios le testimonia:

- Tú eres mi siervo (Israel), en quien me gloriaré (49,3).

Los siervos de Dios, sus profetas, han fracasado en su misión de mantener a Israel y Judá unidos entre sí y con el Señor. El destierro es la prueba de ese fracaso. Los lamentos se oyen en boca de Jeremías (Jr 15,10-18; 20, 17-18) y en Ezequiel (Ez 2,4-6; 3,4-9; 33,30-33). Pero la misión, vista desde Dios, sigue en pie. El calendario de Dios no tiene los días contados como el de los hombres. La misión se alarga y dilata. Lo que Dios va a realizar en favor de Israel le glorificará ante todas las naciones. La luz de la salvación brillará para todos los hombres:

-Ahora, pues, dice Yahveh, el que me plasmó desde el seno materno para siervo suyo, para hacer que Jacob vuelva a él, y que Israel se le una: “Es poco que seas mi siervo para restablecer las tribus de Jacob y hacer volver los preservados de Israel. Te pongo como luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra” (49,5-6).

Dios no abandona a su Siervo, aunque le toque pasar por el sufrimiento. Se puede recordar a José en Egipto y, más tarde, a todo el pueblo, liberado de la esclavitud de Egipto. También ahora Dios se hace presente con la salvación en la cautividad de Babilonia. Dios, por fidelidad a su amor, salva a su siervo y los exalta por encima de reyes y príncipes. El rey, que está sentado en su trono, se levanta; los nobles, que están en pie, se postran:

-Así dice Yahveh, el que rescata a Israel, el Santo de Israel, a aquel cuya vida es despreciada, y es abominado de las gentes, al esclavo de los dominadores: Te verán los reyes y se pondrán en pie, y los príncipes se postrarán por respeto a Yahveh, que es fiel, al Santo de Israel, que te ha elegido (49,7).

Dios salva a su Siervo, con el que lleva a cabo su obra salvadora. Se trata de un nuevo éxodo con sus tres etapas: salir, caminar y entrar. Salir de Babilonia, caminar de vuelta por el desierto, transformado en jardín, y entrar en la tierra. Babilonia y Sión se unen por un camino allanado por el Señor. Desde Sión ven llegar a los rescatados del Señor y les acogen con exultación:


-Así dice Yahveh: En tiempo favorable te escuché, y en el día favorable te asistí. Yo te formé y te he destinado a ser alianza del pueblo, para levantar la tierra, para repartir las heredades desoladas,  v9 para decir a los presos: “ Salid”, y a los que están en tinieblas: “Venid a la luz”. Por los caminos pacerán y en todos los calveros tendrán pasto. No tendrán hambre ni sed, ni les dará el bochorno ni el sol, pues el que tiene piedad de ellos los conducirá, y los guiará a manantiales de agua. Convertiré todos mis montes en caminos, y mis calzadas se nivelarán. Mira, unos vienen de lejos, otros del norte y del oeste, y aquéllos de la tierra de Sinim (49,8-12).

En Jerusalén, al ver confluir a sus hijos desde todos los rincones de la tierra, se eleva un himno de gloria, en el que participan el cielo y la tierra:

-¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra! Prorrumpan los montes en gritos de alegría, pues Yahveh ha consolado a su pueblo, y se ha compadecido de sus pobres (49,13).

Sin embargo, al escuchar las palabras de consuelo que Dios dirige a Sión, esposa de su alma, ella se ve como esposa abandonada, que no ha podido proteger a sus hijos; el enemigo se los ha arrebatado, llevándoselos como cautivos de guerra:

-Pero dice Sión: “Yahveh me ha abandonado, el Señor me ha olvidado” (49,14).

La respuesta de Dios se carga de pasión materna:

-¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella llegase a olvidar, yo no te olvido. Mira, en las palmas de mis manos te tengo tatuada, tus muros están ante mí perpetuamente. Apresúrense los que te reedifican, y salgan de ti los que te arruinaron y demolieron. Alza en torno los ojos y mira: todos ellos se han reunido y han venido a ti. ¡Por mi vida! ‑ oráculo de Yahveh ‑ que con todos ellos como con velo nupcial te vestirás, y te ceñirás con ellos como una novia. Porque tus ruinas y desolaciones y tu tierra arrasada van a ser ahora demasiado estrechas para tus habitantes, mientras se alejarán los que te  devoraban. Los hijos que dabas por perdidos te dirán al oído: El lugar es estrecho para mí, Cédeme sitio para alojarme (49,15-20).

Es como si Dios ofreciera a Sión un nuevo noviazgo, en el que la colma de joyas y le da un cinturón nuevo. Dios la corteja de nuevo (Os 2,16). Es la renovación en la madurez, como la celebración de las bodas de plata o de oro, pues el cinturón lo forman en este momento los hijos recobrados. Ese es el adorno más glorioso para una madre. La corona de los esposos son sus hijos en torno a la mesa de casa. Y son tantos los hijos recobrados que la casa, la ciudad, resulta pequeña, estrecha para albergar a tantos.

De nuevo, ante el anuncio maravilloso, cruza la duda por la mente de la incrédula Sión, como en sus orígenes dudó Sara al anunciarla que en su vejez tendría un hijo (Gn 18,12):

-Pero tú dirás para ti misma: “¿Quién me ha dado a luz éstos? Pues yo había quedado sin hijos y estéril, desterrada y aparte, y a éstos ¿quién los crió? He aquí que yo había quedado sola, pues éstos ¿de dónde vienen?” (49,21).

Dios, que ha engendrado y cuidado de esos hijos (1,2), para vencer la incredulidad surgida del gozo, que se desea creer y resulta increíble, responde:

            -He aquí que yo con mi mano hago señas a las naciones, y levanto mi bandera hacia los pueblos; traerán a tus hijos en brazos, y tus hijas serán llevadas a hombros. Reyes serán tus tutores, y sus princesas, tus nodrizas. Rostro en tierra se postrarán ante ti, y lamerán el polvo de tus pies. Y sabrás que yo soy Yahveh que no defraudo a los que esperan en mí (49,22-23).

Israel no acaba de creerse lo que se le anuncia. El enemigo se llevó a sus hijos como botín de guerra, sigue siendo fuerte, ¿quién se los arrebatará? Y además, ¿no fue Dios mismo quien los entregó en manos del enemigo como castigo por sus pecados?:

-¿Se arrebata al valiente la presa, o se escapa el prisionero del guerrero? (49,24).

La respuesta del Señor es inmediata y tajante:

-Sí, al valiente se le quitará el prisionero, y la presa se le escapará al guerrero; yo mismo defenderá tu causa, yo mismo salvaré a tus hijos. Haré comer a tus opresores su propia carne, como con vino nuevo, con su sangre se embriagarán. Y sabrá todo el mundo que yo, Yahveh, soy el que te salva, y el que te rescata, el Fuerte de Jacob (49,25-26).

El pueblo sigue desahogando ante Dios todas sus quejas, mostrando todas sus cavilaciones y dudas. En el exilio se ha creído abandonado por Dios. Le nace la duda de que Dios ha sido infiel a Israel, su esposa.. Dios ofendido por la sospecha se defiende y replica a los hijos de Israel:


-¿Dónde está esa carta de divorcio de vuestra madre a quien repudié? o ¿a cuál de mis acreedores os vendí? Mirad que por vuestras culpas fuisteis vendidos, y por vuestras rebeldías fue repudiada vuestra madre (50,1).

Por sus pecados Dios entregó a sus hijos al exilio, no para pagar ninguna deuda. Dios, en su bondad, para disipar toda duda, apela a su poder:

-¿Por qué cuando he venido no había nadie, cuando he llamado no hubo quien respondiera? ¿Acaso se ha vuelto mi mano demasiado corta para rescatar o quizá no habrá en mí vigor para salvar? He aquí que con un gesto seco el mar, convierto los ríos en desierto; quedan en seco sus peces por falta de agua y mueren de sed. Yo visto los cielos de crespón y los cubro de sayal (50,2-3).

 

b) Tercer cántico del Siervo

 

El siervo de Dios, en su misión profética, nos narra su vocación a llevar una palabra de paste del Señor a los abatidos y cansados. El profeta es siempre el hombre de la palabra. Pero la palabra cumple tareas diversas. Jeremías, en quien se cumple este tercer canto del Siervo, recibe una palabra “para destruir y edificar”. El Siervo que nos presenta ahora Isaías recibe la palabra para consolar. Esta palabra no es suya, Dios se la confía cada mañana:

-El Señor Yahveh me ha dado lengua de discípulo, para que sepa decir al cansado una palabra alentadora. Mañana tras mañana despierta mi oído, para escuchar como los discípulos;  el Señor Yahveh me ha abierto el oído. Y yo no me resistí, ni me hice atrás (50,4-5).

Dios modelala totalmente a su Siervo. Le da lengua de iniciado, le abre el oído para que escuche como un discípulo. Antes de hablar recibe la palabra del Señor. El Siervo, como Isaías (6,8), no opone resistencia a la llamada de Dios (Mc 10,32ss), aunque la palabra de Dios signifique para él, como para Jeremías, cargar con el rechazo de todos:

            -Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi barba. Mi rostro esquivó insultos y salivazos (50,6).

El Siervo que carga con el pecado del mundo los señala Juan Bautista al encontrarse con Jesucristo (Jn 1,29), y nos lo describe Mateo en su cumplimiento pleno (Mt 26,67; 27,30). El Siervo de Dios entra en el sufrimiento pues en medio de él experimenta la ayuda de Dios, que lo hace más fuerte que todo dolor (Jr 1,18; Ez 2,8):

-Yahveh me ayuda, por eso no me acobardaba, por eso endurecí mi cara como el pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado. Cerca está el que me justifica: ¿quién disputará conmigo? Presentémonos juntos: ¿quién es mi demandante? ¡Que se llegue a mí! He aquí que el Señor Yahveh me ayuda: ¿quién me condenará? Pues todos ellos como un vestido se gastarán, la polilla se los comerá (50,7-9).

Dios es el defensor de su Siervo. Confiando en Él puede afrontar tranquilo el juicio de los hombres. Dios demostrará su inocencia. El Padre mandará a su abogado defensor, el Espíritu Paráclito, a demostrar la inocencia de su siervo Jesús condenado a muerte por los hombres en un juicio inicuo (Jn 8,33-34). También el discípulo de Cristo puede confiar en que nadie le condenará (Rm 8,31-39). Apoyado en su experiencia, el Siervo de Dios puede anunciar una palabra de ánimo para cuantos, como él, ponen su confianza en el Señor:

-El que tema a Yahveh oiga la voz de su Siervo. Aunque camine en tinieblas y carezca de la luz, que confíe en el nombre de Yahveh y se apoye en su Dios. ¡Atención vosotros, los que encendéis fuego, los que sopláis las brasas! Id a la lumbre de vuestro propio fuego y a las brasas que habéis encendido. Así os tratará mi mano: en tormento yaceréis (50,10-11).

A la palabra de aliento para quienes confían en Dios acompaña la amonestación para quienes ponen su confianza en sí mismos, en la lumbre de su mente. Su luz se les transformará en incendio que les devorará.


A cuantos buscan a Dios el Siervo les invita a hacer memoria para encontrar la esperanza en la historia. Del pueblo sólo queda un resto que vive lejos de Jerusalén, con la ciudad arrasada y el templo incendiado. A este pueblo desconsolado le invita a mirar a Abraham, de quien descienden. En ellos, aunque sean pocos, sigue viva la promesa de Abraham 

-Mirad la roca de donde fuisteis tallados, la cavidad de donde fuisteis excavados.  Mirad en Abraham vuestro padre, y a Sara, que os dio a luz; cuando lo llamé era uno solo, pero lo bendije y lo multipliqué (51,1-2).

Dios les multiplicará de nuevo, pues Él es fiel a la promesa. Y también cumplirá la promesa hecha a Abraham en relación a la tierra. La ciudad santa, ahora arrasada, se volverá un paraíso donde se celebrarán de nuevo las fiestas del Señor. La restauración del culto en el templo es el símbolo y garantía de la renovación de la tierra:

-Yahveh consolará a Sión, consolará todas sus ruinas y cambiará el desierto en un edén y la estepa en paraíso de Yahveh; allí habrá gozo y alegría, alabanzas y canciones al son de instrumentos (51,3).

Dios urge a su pueblo a acoger su palabra, pues desea salvarlo. Pero quiere además que la salvación llegue a todas las naciones y la salvación para el mundo procede de Jerusalén, de Dios presente en su pueblo. Las costas remotas, aún desconocidas, están aguardando que alguien les anuncie la salvación de Dios:

-Préstame atención, pueblo mío; nación mía, escúchame; pues de mí sale una instrucción, y mi ley es luz para las naciones. Inminente, cercana está mi justicia, saldrá mi liberación, y mis brazos juzgarán a los pueblos. Las islas me están esperando y ponen su esperanza con mi brazo (51,4-5).

El cielo y la tierra, signo de estabilidad, en comparación con la salvación de Dios parecen algo que se tambalea, su caducidad es manifiesta. Igual de caducos parecen los hombres vistos desde la altura divina:

-Alzad vuestros ojos a los cielos, mirad abajo, a la tierra; los cielos se disipan como humareda, la tierra se gasta como un vestido y sus habitantes mueren como mosquitos. Mi salvación, en cambio, dura por siempre, y mi justicia se mantiene intacta por siempre (51,6).

Por esta salvación, presente en el corazón del mundo, es decir, en el pueblo de Dios, es necesario sufrir afrentas y persecuciones. Acoger los oprobios es un honor para el siervo de Dios:

-Escuchadme, sabedores de lo justo, pueblo que lleva mi ley en el corazón. No temáis las injurias de los hombres, y no os asustéis de sus ultrajes; pues como un vestido se los comerá la polilla, y como lana los comerá la tiña. Pero mi justicia durará por siempre, y mi salvación por generaciones de generaciones (51,7-8).

El pueblo despierta de su somnolencia con el anuncio de la salvación y se dirige a Dios, invitándolo a despertar, como si hubiera estado dormido durante su exilio. Pero “no duerme ni reposa el Santo de Israel” (Sal 121,3). El pueblo, hace memorial de las actuaciones de Dios en una noche en vela (Ex 14) y clama a Dios:

-¡Despierta, despierta, revístete de poder, brazo de Yahveh! ¡Despierta como en los días de antaño, en las generaciones pasadas! ¿No eres tú el que partió a Rahab, el que atravesó al Dragón? ¿No eres tú el que secó el Mar, las aguas del gran Océano, el que cambió las honduras del mar en camino para que pasasen los rescatados? (51,9-10).

Dios responde a la súplica del pueblo recordando su poder para reprimir al dragón. Frente a la debilidad y fragilidad del hombre resuena el “yo soy de Dios”:

-Los redimidos de Yahveh volverán, entrarán en Sión entre aclamaciones, y habrá alegría eterna sobre sus cabezas. ¡Regocijo y alegría les acompañarán! ¡Desaparecerán penar y suspiros!  Yo, yo soy tu consolador. ¿Quién eres tú, que tienes miedo del mortal y del hijo del hombre, que se asemeja al heno?


Dios no duerme, pero el hombre no siente su presencia y su acción porque se olvida de Él:

-Olvidaste a Yahveh, que te hizo, que extendió los cielos y cimentó la tierra; y temías todo el día la furia del opresor, cuando se disponía a destruir. Pero ¿dónde está esa furia del opresor?  Pronto saldrá libre el que está en la cárcel, no morirá en el calabozo ni le faltará el pan. Yo soy Yahveh tu Dios, que agito el mar y hago bramar sus olas; Yahveh Sebaot es mi nombre. Yo he puesto mis palabras en tu boca y te he escondido a la sombra de mi mano, cuando extendía los cielos y cimentaba la tierra, diciendo a Sión: “Tú eres mi pueblo” (51,11-16).

El Señor ha escuchado las quejas de su pueblo y se ha dejado conmover por ellas. Dios recoge en sus labios las lamentaciones y responde a ellas, aclarándolas y dando una palabra de consolación. Si Israel se queja de que no tiene a nadie a quien recurrir, Dios en persona se llega al pueblo para consolarlo. La voz amada del Señor, despertará a Israel de su sopor y, comprendiendo su pasado, se abrirá con esperanza al futuro.

-¡Despierta, despierta! ¡Levántate, Jerusalén! Tú, que has bebido de mano de Yahveh la copa de su ira. Apuraste hasta vaciarlo el cáliz del vértigo (51,17).

No es el Señor quien duerme, sino Jerusalén. Jerusalén está dormida, pero no con el sueño normal, reparador de fuerzas, sino con el sueño del vértigo y borrachera. Peor aún, no es borrachera de vino, sino de vino drogado. Y la droga es la ira del Señor, que Él mismo ha suministrado a Israel. Dios ha suministrado la droga a su esposa para calmarla, para curarla de sus infidelidades. Ahora el Señor la sacude para que se despabile y despierte:

-No hay quien la guíe de entre todos los hijos que ha dado a luz, no hay quien la tome de la mano de entre todos los hijos que ha criado. Estas dos cosas te han acaecido ‑¿quién te conduele? ‑ saqueo y quebranto, hambre y espada ‑¿quién te consuela?-. Tus hijos yacen desfallecidos en la esquina de todas las calles como antílope en la red, llenos de la ira de Yahveh, de la amenaza de tu Dios. Por eso, escucha esto, pobrecilla, ebria, pero no de vino. Así dice tu Señor Yahveh, tu Dios, defensor de tu pueblo. Mira que yo te quito de la mano la copa del vértigo, el cáliz de mi ira; ya no tendrás que seguir bebiéndolo (51,18-22).

Ha terminado la pesadilla del destierro, es hora de despertar y ponerse en camino hacia la patria. El Señor quita de Israel la copa de su ira y se la pasa a sus opresores:

-Yo lo pondré en la mano de los que te afligían, de los que te decían: “Póstrate para que pasemos”, y tú pusiste tu espalda como suelo y como calle de los que pasaban (51,23).

Dios sigue sacudiendo a Israel para que se despierte y vista su traje de gala. Es la hora de salir para la fiesta de la salvación. Comienza una etapa nueva y gloriosa. Es la etapa de la libertad recobrada tras la esclavitud:

-¡Despierta, despierta! ¡Revístete de tu fortaleza, Sión! ¡Vístete tu traje de gala, Jerusalén, Ciudad Santa! Porque no volverán a entrar en ti incircuncisos ni impuros (51,1).

Jerusalén, profanada por los impuros incircuncisos que la invadieron y arrasaron (Sal 74,7; 79,1), recupera su carácter santo. Será la Ciudad santa para siempre. Dios rescata a sus hijos de la cautividad de Babilonia, como lo hizo en Egipto:

-Sacúdete el polvo, levántate, cautiva Jerusalén. Desátate las ligaduras de tu cuello, cautiva hija de Sión. Porque así dice Yahveh: De balde fuisteis vendidos, y sin plata seréis rescatados. Sí, así dice el Señor Yahveh: A Egipto bajó mi pueblo en un principio, a ser forastero allí, y luego Asiria le oprimió sin motivo. Y ahora, ¿qué hago yo aquí pues mi pueblo ha sido arrebatado sin motivo? Sus dominadores profieren gritos, blasfemando mi nombre todo el día. Por eso mi pueblo conocerá mi nombre en aquel día y comprenderá que yo soy el que decía: “Aquí estoy” (51,2-6).

Los gritos de triunfo de los enemigos -Egipto, Asiria y Babilonia- han sonado en los oídos de Dios como blasfemias. Su santo nombre ha sido profanado (Rm 2,24) al humillar a su pueblo. Dios sale en defensa de su nombre. Para santificar su nombre, Cristo nos rescatará “no con oro ni plata, sino con su sangre” (1P 1,18).


“El aquí estoy” del Señor resuena en Jerusalén como una buena noticia que convierte toda la vida en una realidad gozosa. El mensajero que llega con la noticia transforma ya la muerte en vida, el llanto en alegría. Al oírle estalla un himno de júbilo:

            -¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae

 buenas nuevas, que anuncia salvación, que dice a Sión: “Ya reina tu Dios”! (51,7).

La noticia corre veloz, salta de monte en monte. Los centinelas de la ciudad ven los pies, el brazo, la cara; oyen el anuncio del mensajero al que responden a coro las ruinas de la ciudad:

-¡Una voz! Tus vigías alzan la voz, a una dan gritos de júbilo, porque con sus propios ojos ven cara a cara el retorno de Yahveh a Sión. Prorrumpid a una en gritos de júbilo, ruinas de Jerusalén, porque ha consolado Yahveh a su pueblo, ha rescatado a Jerusalén. Yahveh ha desnudado su santo brazo a la vista de todas las naciones, y verán los confines de la tierra la salvación de nuestro Dios (51,8-10).

El grito de los centinelas invita al júbilo y contagia la alegría a todos los habitantes de Jerusalén. La ruinas forman un coro de piedras resucitadas. El consuelo del Señor penetra hasta los corazones endurecidos... Y desde Jerusalén, donde resuena la buena noticia, volvemos a Babilonia donde suena el anuncio de la partida:

-¡Fuera, fuera salid de allí, no toquéis nada impuro! ¡Salid de ella, purificaos, portadores del ajuar de Yahveh! No saldréis apresurados ni os iréis a la desbandada, que va al frente de vosotros Yahveh, y os cierra la retaguardia el Dios de Israel (51,11-12).

El nuevo éxodo es como una procesión litúrgica superior al primer éxodo. Entonces salieron apresurados (Ex 12,33-34.39), ahora con calma; entonces les acompañaba el fuego y la nube (Ex 13,21-22), ahora es el Señor quien abre y cierra la procesión.

 

 

 

 





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