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Síntesis de espiritualidad católica: La Santidad III Fidelidad Gracia Libertad

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JOSE RIVERA-JOSE MARIA IRABURU
Síntesis de espiritualidad católica
2ª PARTE
La santidad III



5. Fidelidad a la vocación

6. Gracia y libertad



5. Fidelidad a la vocación
Vocación laical.- AA.VV., Laicità, Milán, Vita e Pensiero 1977; R. Goldie, Laici, laicato e laicità: bilancio di trent’anni di bibliografia, «Rassegna di Teologia» 22 (1981) 295-305, 386-394, 445-460; J. M. Iraburu, Caminos laicales de perfección, Pamplona, Fund. GRATIS DATE 1996; B. Jiménez Duque, Santidad y vida seglar, Salamanca, Sígueme 1965; B. Kloppenburg, Laicos en apostolado, «Medellín» 7 (1981) 312-352.

Vocación apostólica.- J. Esquerda, Teología de la espiritualidad sacerdotal, BAC 382 (1976); G. Kittel, akoloutheo, KITTEL I,210-216/I,567-582; K. L. Schmidt, kaleo, ib. III,487-502/IV,1453-1490; R. Thysman, L’étique de l’imitation du Christ dans le N.T., «Ephemerides Theologicæ Lovanienses» 42 (1966) 138-175.

Fidelidad a la vocación.- AA.VV., La fidelidad, «Vida religiosa» 32 (1972) 3-104; G. Greganti, La vocazione individuale nel N.T., Roma, Corona Lateranensis 1969; J. M. Iraburu, Fidelidad a la vocación, «Teología del sacerdocio» (Burgos) 5 (1973) 329-350; L. Petrosino, Fidelidad a la voc. sacerdotal según San Alfonso, «Riv. di Ascetica e Mística» 48 (1979) 218-244.

Unidad de las vocaciones cristianas
El concilio Vaticano II enseñó que «una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, y obedientes a la voz del Padre, adorándole en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, a fin de merecer ser hechos partícipes de su gloria» (LG 41a). Pero esta genérica vocación cristiana a la santidad se desarrolla en diversas vocaciones específicas, que aquí reduciremos a dos: la vocación laical y la vocación apostólica.

Vocación laical
«Creó Dios al hombre a imagen suya, y los creó varón y mujer; y los bendijo Dios, diciéndoles: «procread y multiplicáos y henchid la tierra [familia]; sometedla y dominad [trabajo] sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, y sobre los ganados y todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra»» (Gén 1,27-28).

La familia y el trabajo se vieron degradadas por el pecado, y quedaron sumidas en la sordidez de la maldad y el egoísmo. Pero Cristo sanó y elevó la familia y el trabajo, elevó maravillosamente estas dos coordenadas fundamentales de la vida humana, haciendo que vinieran a ser el marco de una vida santa y santificante, destinada a crecer hasta la perfección evangélica.

El concilio Vaticano II, más que ningún otro concilio precedente, trazó los rasgos peculiares de la vocación laical. «Los esposos y padres cristianos, siguiendo su propio camino, mediante la fidelidad en el amor, deben sostenerse mutuamente en la gracia a lo largo de toda la vida, y deben inculcar la doctrina cristiana y las virtudes evangélicas a los hijos amorosamente recibidos de Dios»; así, dignificados y fortalecidos por el sacramento del matrimonio, se hacen «signo y participación del amor con que Cristo amó a su Esposa y se entregó a sí mismo por ella» (LG 41d). «Los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortalecidos y como consagrados por un sacramento especial, con cuya fuerza, al cumplir su misión conyugal y familiar, animados del espíritu de Cristo, que penetra toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua santificación, y, por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios» (GS 48b). El matrimonio y la familia son, pues, camino de perfección.

Por otra parte, toda la actividad secular en sus diversos modos, el trabajo, el arte, la cultura, la política, la vida comunitaria y asociativa, que tan profundamente está herida por el pecado, es santificada por Cristo en los cristianos, y ellos deben con Cristo santificarla en el mundo. «Es obligación de toda la Iglesia trabajar para que los hombres se vuelvan capaces de instaurar rectamente el orden de los bienes temporales, ordenándolos hacia Dios por Jesucristo. A los pastores atañe manifestar claramente los principios sobre el fin de la creación y el uso del mundo, y prestar los auxilios morales y espirituales para instaurar en Cristo el orden de las cosas temporales. Pero es preciso que los laicos asuman como obligación suya propia la restauración del orden temporal, y que, conducidos por la luz del Evangelio y por la mente de la Iglesia, y movidos por la caridad cristiana, actúen directamente y en forma concreta» (AA 7de). En el capítulo del trabajo volveremos sobre el tema.

Vocación apostólica
Cristo «llamó a los que quiso, vinieron a él, y designó doce para que le acompañaran [compañeros] y para enviarlo a predicar [colaboradores]» (Mc 3,13-14). En esta vocación apostólica hallamos el origen de todas aquellas vocaciones -sacerdotales, religiosas, misioneras o asistenciales- que implican seguimiento de Jesús, dejándolo todo. En efecto, en el Evangelio aparece el seguimiento discipular de los apóstoles como una vocación especial, diferente de la laical, y se muestra con unos rasgos -como señala Thysman (145-146)- perfectamente caracterizados:

«Si se intenta extraer de los evangelios las notas que definen originariamente el seguimiento de Jesús como discípulo, es preciso subrayar en primer lugar que el seguimiento comienza por iniciativa de Jesús, en una llamada que él dirige a algunos, para que corten los lazos de la familia, la propiedad, la profesión, y entren en una comunidad estable de vida con él. Esta comunidad ininterrumpida de vida con él implica, a la manera de aquella de los talmidim (discípulos) con su rabbí, una formación por enseñanza, un caminar tras el maestro en sus viajes, una actitud de servicio hacia él. La relación con el rabbí mesiánico supone además la obligación absoluta y definitiva de colaborar con palabras y obras en su misión de instaurar el reino de Dios, ejercitando su propia potencia, e implica la promesa de participar de alguna manera en el señorío de Cristo sobre el nuevo Israel. Implica, finalmente, para el futuro discípulo el consentimiento a participar en el destino de su Maestro hasta la muerte». Analicemos todo esto por partes.

Iniciativa de Cristo. Lo normal entre los talmidim era que ellos eligieran su maestro. Pero el Maestro mesiánico cambia este punto: es él quien elige sus discípulos (Jn 15,16), es él quien señala las condiciones del seguimiento (Mt 19,21; Rc 9,57-62), es él quien llama: «Sígueme» (Mt 9,9). Ya desde el comienzo -Abraham, Moisés (Gén 12; Ex 3-4)-, y siempre después -María, Saulo (Lc 1,26-28; Hch 9; 22; 26)- la iniciativa de la llamada es siempre del Señor. Se trata, pues, de una vocación divina, que implica una especial llamada del mismo Dios.

Dejarlo todo. La vocación apostólica no implica sólamente un desprendimiento espiritual, un tener como si no se tuviera (1 Cor 7,29-31), sino supone un desprendimiento también material, un no tener. Para seguir a Jesús como discípulo es preciso dejarlo todo, padres, mujer, hermanos, casa, tierras, negocios, barcas y redes, por amor a Cristo y a su reino (Mt 4,18-22; Lc 5,11.28; 9,23.58; 14,26.33; 18,29). Los que respondiendo a la llamada divina toman este camino, siguen el mismo camino que, para irse al servicio de Dios, siguieron Abraham o Eliseo, que dejaron su tierra y su parentela (Gén 12,1; 1 Re 19,19-21), y han de hacerlo ahora en unos despojamientos aún mayores. Estos son hombres que, expropiados de sí mismos, han sido apropiados por Dios (Jn 10,29; 17,2-12), para entregarlos al servicio del bien espiritual de los hombres.

Vivir con Jesús. Es el rasgo esencial de la vocación apostólica. Los apóstoles pudieron dejar mujer e hijos porque entraban a vivir como «compañeros» de Jesús (veremos esto más despacio al tratar del celibato). A ellos les ha dicho Jesús: «Seguidme, y yo os haré pescadores de hombres» (Mt 4,19; +Lc 5,10). Y ellos, dejando su familia y su oficio, han entrado en una nueva familia y un nuevo oficio. Siguiendo al Maestro, ellos reciben catequesis especiales, más claras que las recibidas por el pueblo (Mt 13,10. 36; Mc 4,34), y sobre todo ellos aprenden por la misma convivencia con él.

Unidos a Jesús por una amistad muy profunda, han de seguirle siempre, en la adversidad como en el éxito, y también cuando no le entiendan (Jn 6,66-69; 11,16), de modo que él pueda decirles al final: «Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas» (Lc 22,28). Como bien señala Santo Tomás, la santidad no está tanto en dejarlo todo, sino en seguir a Jesús, viviendo con él y para él: «El abandono de las riquezas es una vía [un medio] para llegar a la perfección, la cual consiste [fin] en el seguimiento de Jesús» (Contra doctrinam retrahentium... 6).
Colaborar con Jesús. La vocación apostólica implica una especial y exclusiva dedicación a colaborar con el Señor en su propia misión, en la que él recibió del Padre. El apóstol va a ser un elegido-llamado-consagrado-enviado, como lo fué Moisés: «Ve, yo te envío para que saques a mi pueblo de Egipto» (Ex 3,10). Como María: «Darás a luz un hijo» (Lc 1,31). Como Pablo: «Es éste un instrumento elegido por mí, para que lleve mi Nombre ante las naciones» (Hch 9,15). La vocación apostólica llama a estas concretas obras buenas propias de la misión de Cristo, no a otras obras buenas, por nobles que sean. Los apóstoles son enviados al mundo para cumplir la misma misión que Cristo recibió por mandato de su Padre (Jn 17,18; +Mt 28,18-20).

Sufrir con Jesús. «Una espada atravesará tu alma» (Lc 2,35). «Si me persiguieron a mí, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15,20). «Yo le mostraré cuánto habrá de padecer por mi Nombre» (Hch 9,16). Es evidente -y la historia lo confirma- que los apóstoles han de completar de un modo especial la pasión de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia (Cor 1,24; +2 Cor 11,23-33). Entra en su vocación este ministerio de expiación.
Especial confortación del Espíritu Santo. Es natural que el hombre llamado-enviado por Dios sienta temor o confusión ante la grandeza de la misión que recibe y ante las enormes dificultades que implica. «¿Quién soy yo para ir al Faraón y sacar de Egipto a los hijos de Israel?» (Ex 3,11). «¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?» (Lc 1,34). Es necesaria una especialísima confortación divina, la cual precisamente es el elemento constitutivo de la vocación apostólica: «Yo estaré contigo» (Gén 26,24; Ex 3,12; 4,15; Dt 31,23; Jos 1,5.9; 3,7; Juec 6,12s; Is 41,10s; 43,1s; Jer 1,4-18s; 15,20; 30,10s; 42,11; 46,28; Lc 1,28; Hch 18,9-10). «Yo estaré con vosotros hasta la consumación del mundo» (Mt 28,20). «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1,35). «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Hch 1,8).

La palabra «vocación» ha llegado a centrarse en la vocación apostólica. Y esto comenzando por el mismo uso bíblico. Como observa A. Richardson, «la Biblia no conoce ningún caso en que un hombre sea llamado por Dios a una profesión terrenal. San Pablo, por ejemplo, es llamado a ser apóstol; no es llamado a ser tejedor de tiendas» (The Biblical Doctrine of Work, Londres SCM Press 1958, 35-36).

Lo mismo vino a decir Juan XXIII: «Cuando se habla de vocación, es muy natural que el pensamiento se dirija a aquella alta y nobilísima misión a la que el Señor llama con impulso particular de la gracia: a la que es la vocación por antonomasia, incluso en el habla corriente del pueblo cristiano, es decir, la llamada al estado sacerdotal, religioso y misionero» (14-VII-1961).

La vocación laical halla su raíz primera en la misma naturaleza del hombre, que se inclina al matrimonio y al trabajo. Pero la vocación apostólica, para dejarlo todo y seguir a Jesús, requiere «un impulso particular de la gracia» de Dios. Cuando ésta vocación llega, no queda sino aquella aceptación fiel de María: «He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).

Vocaciones, naturaleza y gracia
Laicos y apóstoles tienen elementos comunes de santificación -como caridad, oración, sacramentos, abnegación, trabajo, cruz-, pero tienen también elementos peculiares que conviene señalar para conocer mejor la fisonomía propia de cada vocación.
1.-La caridad laical suele ejercitarse según la inclinación natural del amor: es natural que los esposos se amen, es natural que amen a sus hijos y que trabajen con dedicación sus tierras. En cambio, la caridad apostólica se inclina hacia donde señala el Espíritu Santo, normalmente hacia desconocidos, hoy éstos, mañana quizá otros, ahora aquí, después allá. Por eso mismo esta modalidad de la caridad suele tener un área más extensa de ejercicio y una motivación más puramente sobrenatural.

Esto explica que entre cristianos carnales un padre suele entregarse a sus hijos más que un sacerdote a sus feligreses; la misma naturaleza le inclina a ello. Pero entre cristianos espirituales con relativa frecuencia la caridad apostólica produce una plenitud de entrega que es más rara en la caridad laical.

2.-Los laicos han de sobrenaturalizar realidades entitativamente naturales, como matrimonio, hijos, trabajos temporales. Y por sobrenaturalizar entendemos sanar, elevar, santificar, vivir con una motivación habitual de caridad sobrenatural todas las realidades naturales. En cambio los apóstoles han de dedicarse con espíritu sobrenatural a realidades que ya de suyo son sobrenaturales, por su origen y su fin, como predicar el Evangelio, celebrar los misterios sagrados, perdonar los pecados, dar el pan de vida. Las realidades laicales, para ser elevadas al nivel espiritual y sobrenatural, son más pesadas que las realidades habituales del apóstol. Por eso, de suyo, la vivencia sobrenatural de realidades sobrenaturales (celebrar la eucaristía) es más fácil que la vivencia sobrenatural de realidades en sí mismas naturales (arar un campo). Y en este sentido la vocación apostólica, dejarlo todo y seguir a Jesús, es la mejor, la más santificante (Mt 19,20; 1 Cor 7,35).

Adviértase, sin embargo, que es más grave pecado vivir naturalmente las realidades apostólicas, que vivir naturalmente la realidades laicales. En esto hay deficiencia, pero en aquello fácilmente puede haber profanación y sacrilegio. Mal está que un laico haga su trabajo temporal principalmente motivado por el amor al lucro, sin apenas motivación de caridad. Pero que un apóstol haga la predicación o la misa más por la ganancia material que por otra cosa, eso es profanar lo sagrado, eso es sacrilegio. Por eso para cristianos carnales el camino apostólico es mucho más peligroso que el laical. Y eso explica que la Iglesia disponga en los seminarios y noviciados una formación espiritual muy especialmente intensa, y que las exigencias que prevé para las órdenes sagradas o los votos religiosos sean mayores que las previstas para el matrimonio.

3.-Aunque falle en un laico la vida de gracia, sigue normalmente adelante su existencia secular, es decir, sigue amando a su esposa y a sus hijos, sigue cuidando su trabajo. Son éstas realidades naturales que conservan su sentido aunque falle la caridad, incluso aunque se pierda la fe. Eso sí, no pocos aspectos de su vida podrán verse seriamente dañados. En cambio, cuando en la vida del apóstol falla el espíritu sobrenatural, toda ella se vacía de sentido, se desvía hacia metas seculares, disminuye hasta límites vergonzosos, produce incontables sacrilegios, o cesa completamente por el abandono de la vocación. La vida apostólica halla únicamente en Cristo su origen, fundamento y sentido; por eso debilitada o perdida la vida en Cristo, la vida apostólica se disminuye, se corrompe o cesa completamente. Y es que no tiene en sí misma fundamentación natural alguna.

Los laicos y la perfección cristiana: preceptos y consejos
Ya sabemos que todos los cristianos estamos llamados a la perfección. La llamada a la santidad es universal. Por tanto, la vocación de los laicos es ciertamente camino de perfección y santidad. Los laicos que viven en el Señor hacen diariamente de sí y de su familia -con caridad, oración, trabajo, sacramentos- un templo santo para Dios, y son «en medio de esta generación mala y perversa, como antorchas en el mundo, llevando en alto la palabra de vida» (Flp 2,15-16).

Los preceptos evangélicos impulsan a todos los cristianos a una perfección total: amar a Dios con todo el corazón y al prójimo como Cristo nos amó. No hay, pues, en el Evangelio de Cristo una llamada de «precepto», cuya entrega tuviera un límite, y una llamada de «consejo» que fuera más allá, sino que todos los cristianos están llamados a darse en caridad totalmente, y el más allá no podrá ser referido a la perfección misma, sino sólo a la posición de ciertos medios aconsejados por el Señor para alcanzarla.

En el afecto, en la disposición de ánimo, todos los cristianos han de estar prontos a hacer todo cuanto Dios les dé hacer, hasta la entrega de su vida en el martirio. Y ahí, en esa real disposición de ánimo, que no es una mera veleidad insustancial, está precisamente la perfección espiritual. Es ésta una enseñanza propuesta por Santo Tomás con especial fuerza: «la perfección de la caridad consiste sobre todo en la disposición del ánimo» (De perfectione... ib.). Recuérdese en esto que «hay dos tipos de perfección. Una exterior, que consiste en actos externos, los cuales son signo de los internos, como la virginidad y la pobreza voluntaria... Y otra es interior, y consiste en el amor a Dios y al prójimo» (In epist. ad Heb. c.6 lect.1). Pues bien, en lo interior del hombre está la perfección evangélica, en la verdad de su corazón.
En realidad, los laicos están llamados a vivir espiritualmente los consejos evangélicos, aunque no puedan ni deban vivir ciertos aspectos materiales externos de los mismos. «La perfección consiste en que el hombre tenga el ánimo dispuesto a practicar estos consejos siempre que fuera necesario» (De perfectione... 21, ant.18).

Esto implica mucho más de lo que puede parecer a primera vista. En efecto, la perfección cristiana está en la caridad, y ésta, que radica fundamentalmente en la disposición interior del ánimo y del afecto, no ha de confundirse con el estado de perfección, expresión que hacía referencia a la realización concreta de los consejos evangélicos. Por eso «en el estado de perfección hay quienes tienen una caridad sólamente imperfecta o en absoluto nula, como muchos obispos y religiosos que viven en pecado mortal..., mientras que hay muchos laicos, también casados, que poseen la perfección de la caridad, de tal modo que están dispuestos a dar su vida por la salvación de los prójimos» (De perfectione spir. vitæ 27, ant.23). Y adviértase que el Doctor común no piensa aquí de casos extremos, pues habla de muchos.

Según esto, el matrimonio cristiano ha de llevar en sí mismo el espíritu de la virginidad, y la posesión cristiana de las cosas debe implicar realmente la pobreza evangélica. Y esto, que está muy lejos de ser un pura entelequia, se muestra con especial claridad en ciertos casos extremos. Por ejemplo, Cristo da su gracia a los cónyuges cristianos para que, llegado el caso, cuando deben abstenerse de la unión sexual periódica o totalmente, puedan hacerlo con cruz, pero con toda paz y amor mutuo. Aquí se hace patente que el verdadero matrimonio cristiano lleva en sí mismo con toda realidad (en la disposición espiritual del ánimo) el consejo evangélico de la virginidad. Del mismo modo, los laicos que poseen cristianamente bienes de este mundo están viviendo espiritualmente, con toda realidad, el consejo de la pobreza, pues en el momento oportuno están dispuestos a dar lo que sea en cuanto Dios así lo quiera. Santo Tomás, tan enamorado de la pobreza religiosa, entendía esto claramente cuando escribía: «Puede ocurrir que alguien, siendo dueño de riquezas, posea la perfección por adherirse a Dios con caridad perfecta; y así es como Abraham, en medio de sus riquezas, fue perfecto, teniendo el afecto no apegado a las riquezas, sino unido totalmente a Dios... Caminó ante Dios amándolo con toda perfección, hasta el desprecio de sí mismo y de todos los suyos, como lo demostró sobre todo en la inmolación de su hijo» (De perfectione... 8, ant.7).

Para los laicos cristianos es, pues, posible en Cristo, gozosamente posible, «poseer como si no se poseyese» (1 Cor 7,29-31). Como ya vimos al hablar del crecimiento de las virtudes, el cristiano verdadero tiene en sí mismo en hábito muchas más virtudes que aquéllas que, por su vocación propia, está en condiciones de ejercitar en actos concretos.
Los que tienen bienes de este mundo, y con ellos trabajan, reciben del Espíritu de Jesús la capacidad espiritual de poseerlos «como si no poseyesen». Esto, que parece imposible para la naturaleza humana, en Cristo resulta posible, e incluso fácil y grato. Basta con su gracia (2 Cor 12,9).

Y los que tienen esposa reciben igualmente de Cristo la posibilidad de «vivir como si no la tuvieran», en completa abnegación, en total libertad espiritual. Esto, que parece imposible para el hombre, «es posible para Dios» (Lc 18,27), y aún es fácil para ellos, si de verdad están viviendo de la gracia de Cristo.

Eso sí, en el camino de la perfección los laicos tendrán dificultades de las que en buena parte están libres aquellos que por don de Dios lo dejaron todo para seguir a Cristo (+1 Cor 7,32-35). Y junto a esas dificultades peculiares de su situación, los laicos cristianos «tendrán tribulaciones en su carne» (1 Cor 7,28), si de verdad tienden a la santidad. En efecto, cuando los laicos cristianos se asemejan en todo a los mundanos, no tendrán penalidades particulares. Pero si procuran la perfección evangélica, es inevitable que sufran un verdadero y propio martirio, pues con el testimonio de su palabra y de su vida han de confesar a Cristo en el mundo, en el que están por vocación inmersos, y que no es todo él sino «concupiscencia de la carne, codicia de los ojos y arrogancia del dinero» (1 Jn 2,16). Los laicos podrán vivir, ciertamente, misión tan grandiosa, pero no podrán vivirla sin especiales contradicciones (Mt 10,34-36; 2 Tim 3,12). Por eso, en un cierto sentido, puede decirse que la santidad laical es más dolorosa que la santidad apostólica, pues se desarrolla en unas condiciones menos idóneas.

((Sobre la perfección cristiana en los laicos hay actualmente muchos errores, unos antiguos, otros recientes, y convendrá que señalemos algunos.

Algunos pensaron que sólo quienes siguen materialmente los consejos evangélicos pueden llegar a la perfección, y que por tanto los laicos quedan excluídos de ella. Argumentaban su tesis citando el Evangelio: «Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y ven y sígueme» (Mt 19,21). El que no hiciera esto, y el laico -según ellos- no lo hace, él mismo se cierra el camino de la perfección. Ignoraban éstos que la santidad, en su ser y en sus formas, es siempre gracia de Dios, y que «no todos entienden esto, sino aquéllos a quienes ha sido dado» (Mt 19,12). Pero sobre todo ignoraban éstos que, como ya hemos visto, los laicos, si cumplen los preceptos, cumplen espiritualmente los consejos evangélicos.

Otros hay que, sin caer doctrinalmente en el error anterior, incurren prácticamente en él, pues no llaman a perfección a los laicos, es decir, autorizan su mundanización, como si fuera inevitable, más aún, como si estuvieran obligados a ella por su misma secularidad. Estos tales no señalan a los laicos los medios ordinarios de la santificación cristiana: meditación de la Palabra divina, oración, frecuencia de sacramentos, mortificación, sentido espiritual del trabajo, alejamiento de las ocasiones próximas de pecado, etc., como si todo esto fuera sólo para sacerdotes y religiosos. Estos mismos, aún en el caso de que se declaren convencidos de que Dios llama a los laicos a la santidad (fin), no parecen convencidos de que Dios les llame a todo aquello que ordinariamente conduce a ella (medios).

Permiten, pues, más aún, exigen que los seglares «se configuren a este siglo» (Rm 12,2), como si ello viniera obligado por su secularidad. Dejan y procuran que en ellos el vino nuevo del Espíritu se corrompa en los odres viejos de la vida mundana (Mt 9,17). Autorizan e incluso exhortan a los laicos para que entren por «la puerta ancha y el camino amplio», que es el que les correspondería, y les disuaden, llegado el caso, de entrar por «la puerta angosta y el camino estrecho», que correspondería a los monjes (Mt 7,13-14). Ya se ve, pues, que éstos no creen que los laicos estén llamados a la perfección evangélica, aunque digan otra cosa -que a veces ni lo dicen-.

Otros hay que equiparan en orden a la perfección cristiana el camino apostólico y el laical, desvirtuando así las enseñanzas de Cristo, de los apóstoles y de la tradición católica. Santo Tomás, por ejemplo, que afirma la perfección superior de la virginidad sobre el matrimonio, enseña sin embargo que «nada impide que para alguno en concreto este último [el matrimonio] sea mejor» (Summa C. Gentes III, 136, n.3113; +STh II-II, 152, 4 ad 2m). Decir eso es la verdad; pero algo muy diferente e inadmisible es afirmar que «la vida religiosa no es una vocación mejor y más segura que las otras vocaciones cristianas. Es simplemente tan buena y tan segura como todas ellas. Manifiesta, sí, mejor que otras ciertos aspectos de la realidad de Dios y de su obra en el mundo, como también manifiesta menos bien otros ciertos aspectos» (T. Matura, Célibat et communauté, París, Cerf 1967, 125).

En fin, también se alejan del Evangelio los que al tratar de la vocación laical ignoran o niegan las peculiares dificultades espirituales de quienes tienen familia, posesiones y negocios seculares. Estas dificultades, señaladas por el Señor (Mt 13,22; Lc 14,15-20) que cuando son reconocidas, son perfectamente superadas por los cristianos fieles con los recursos maravillosos de la vida cristiana, cuando son ignoradas o negadas, hacen de la condición laical un camino de mediocridad o de perdición.))

Discernimiento vocacional
El cristiano sabe su vocación genérica, conoce su norte: entregar su vida en caridad a Dios y al prójimo. Pero si no conoce todavía su vocación específica, es como un hombre que caminara hacia el norte atravesando campos y bosques sin camino. Encontrar la propia vocación es para el hombre encontrar su propio camino, por el que avanza con mucha más facilidad y rapidez, con mayor seguridad y descanso. Por eso conocer la propia vocación es una inmensa gracia que Dios da a los que le buscan con sincero corazón -y en ocasiones también a los que no le buscan-.

La vocación es una gracia, o mejor, una serie de gracias -oraciones, trabajos, lecturas, experiencias, amigos, sacerdotes- que, si no se ve frustrada por la infidelidad, cristaliza suavemente en una opción definitiva.
Signos indicativos de la vocación concreta son principalmente tres: 1.-La recta intención de la voluntad. 2.-La idoneidad suficiente. 3.-El sello público puesto por la Iglesia, sea en el sacramento del matrimonio, sea en los votos religiosos o en el sacramento del orden.

Pío XI decía de la vocación sacerdotal algo que vale también para las otras vocaciones: La vocación «más que un sentimiento del corazón, o una sensible atracción, que a veces puede faltar o dejar de sentirse, se revela en la rectitud de intención del aspirante al sacerdocio, unida a aquel conjunto de dotes físicas, intelectuales y morales que le hacen idóneo para tal estado» (enc. Ad catholici sacerdotii 20-XII-1935, 55). Intención recta es aquella que está formada según los criterios de la fe y que tiene verdadera motivación de la caridad sobrenatural.

Fidelidad receptiva
Ya hemos visto que normalmente la vocación es una larga serie de gracias que, sin que apenas sepa el cristiano cómo, cristaliza en una opción vocacional o, sin enterarse quizá, se frustra o se desvía. Pues bien, no acerca de la vocación dudosamente conocida, sino de aquella vocación discernida con un conocimiento moralmente cierto, nos hacemos la siguiente grave pregunta: ¿Tiene el cristiano obligación moral de recibir la vocación que Dios quiere darle?

((Comencemos por notar que para bastantes autores «es sin duda difícil sostener que la vocación, hablando estrictamente, sea un deber que oblique gravemente» (Greganti 312-313). Cristo invita al joven rico a dejarlo todo y seguirle: «Si quieres»... (Mt 19,21). Pero es sólo un consejo, no un mandato.

Doctores tan autorizados como San Alfonso Mª de Ligorio afirman que no seguir la vocación religiosa «per se no es pecado: los consejos divinos per se no obligan bajo culpa». Esta doctrina sorprendente, se ve notablemente matizada en seguida cuando añade: «Sin embargo, en razón de que el llamado pone en peligro su salvación eterna, al elegir su estado no según el beneplácito divino, no podrá estar exento de alguna culpa» (Theologia Moralis IV,78). Y el mismo autor en otra ocasión dice: «El que no obedece a la vocación divina, será difícil -más bien moralmente imposible- que se salve» (Respuesta a un joven: +Petrosino 234).))

Es cierto que el Señor, como hemos dicho, suele llamar gradualmente, por una serie de gracias (Jn 1,39; Mt 4,21; 10,2), y es indudable que el cristiano puede romper ese proceso vocacional con muy poca culpa, incluso sin darse cuenta. Pero supuesto que haya conciencia clara de lo que Dios quiere, entendemos que hay obligación moral grave de seguir la vocación divina. Expresa ésta una voluntad divina -Jesús «llamó a los que quiso» (Mc 3,13)-, manifestada en términos inequívocamente imperativos: «Sígueme». En efecto, Cristo dispone de cada uno de los miembros de su Cuerpo, y nosotros en caridad debemos hacer nuestro su designio. Y esto tanto por el amor que le debemos, como incluso en justicia, pues realmente no nos pertenecemos, sino que él nos ha adquirido al precio de su sangre (1 Cor 6,19-20; 7,23; 1 Pe 1,18-19). ¿Con qué derecho podemos rechazar sin culpa grave la llamada de Cristo si la captamos con certeza?

Especial gravedad tiene rechazar la vocación apostólica, por ser esta una gracia tan grande para la persona y para la Iglesia. Por ella el Señor hace del cristiano un compañero y un colaborador suyo (Mc 3,14). Pues bien, si Cristo nos llama a ser compañeros suyos, a entrar a convivir con él, ¿cómo podremos rechazar tal gracia sin ofenderle gravemente? Si Cristo nos llama para que seamos colaboradores suyos en la salvación del mundo, ¿cómo podremos negarnos sin grave culpa? Jesús miró al joven rico con especial amor (Mc 10,21), y le invitó a seguirle, pero él no quiso: «Se oscureció su semblante, y se fue triste, pues tenía muchas posesiones» (10,22). ¿No es esa la tristeza del pecado, la tristeza de una gracia divina rechazada?

Si «la voluntad del padre» es que vayamos a trabajar su viña (Mt 21,31), nosotros debemos obedecerla. ¿Qué será de nuestra vida si la dirigimos por un camino distinto de aquel que el Padre quería darnos con todo amor? ¿Y qué será de los hermanos que en la providencia de Dios habían de recibir nuestra ayuda?
Por otra parte, cuando un padre llama a un hijo para enviarlo en ayuda de otros hijos gravemente necesitados, ¿será tal llamada sólo un consejo, o será más bien un mandato?... También la Iglesia Madre llama al ministerio apostólico. Pues bien, cuando la patria está en peligro y llama a sus hijos, éstos se saben obligados en conciencia a acudir, aun en el caso de que no sientan ninguna inclinación por el servicio de las armas, y dejándolo todo, acuden, con riesgo de sus vidas. Igualmente, cuando la Iglesia llama con urgencia a personas para que le sirvan y procuren la salvación de los hombres, es preciso acudir. Y el que, sabiéndose llamado, no acude, es un mal hijo que pone en perigro su salvación eterna, pues «el que busca guardar su vida, la perderá, y el que la perdiere, la conservará» (Lc 17,33).

Cuando tratamos de la respuesta pronta que debe darse a la llamada a la santidad, citábamos un texto de Santo Tomás que conviene recordar también ahora: «Nadie debe resistirse a la locución interior con la que el Espíritu Santo inspira la mente. Definitivamente, se la debe obedecer sin lugar a dudas» (Contra doctrinam retrahentium a religionis ingressu cp.9).

Fidelidad perseverante
El amor natural de suyo tiende a la totalidad en la entrega, en la posesión y en la duración. Pero la naturaleza humana, debilitada y enferma por el pecado, a duras penas alcanza -por ejemplo, en el matrimonio- esta perduración del amor -hay muchos adulterios y divorcios-.

Pues bien, la Iglesia ha entendido siempre que el amor de las vocaciones cristianas participa de la entrega perseverante del amor de Cristo, y que por eso los compromisos vocacionales -matrimonio, sacerdocio, votos religiosos perpetuos- son entregas de amor total e irreversible.

El matrimonio establece una alianza conyugal indisoluble, a imagen de la unión de Cristo con la Iglesia. Un matrimonio ad tempus, con posibilidad de divorcio, aunque durase siempre, no es sino una caricatura de lo que Dios quiso crear en el principio, y desde luego no sería imagen de la unión de Cristo y la Iglesia, es decir, no podría ser sacramento.

La ordenación sacerdotal hace del cristiano un signo sagrado del amor del Buen Pastor, que entrega su vida, toda su vida, por sus ovejas, y que no huye aunque venga el lobo. Un sacerdocio ministerial ad tempus tampoco podría ser sacramento, esto es, no podría significar a Cristo sacerdote, que dio su vida por los hombres hasta el final, hasta la cruz.

La vida religiosa, igualmente, establece una alianza peculiar con el Señor, que viene a reforzar la alianza bautismal y a expresarla con más fuerza. El celibato es tal cuando implica una entrega esponsal irrevocable a Cristo Esposo. Y «la consagración será tanto más perfecta cuanto, por vínculos más firmes y estables, represente mejor a Cristo, unido con vínculo indisoluble a su Iglesia» (LG 44a).

Casarse por una temporada, entrar en el claustro o hacer de sacerdote por unos años, o hasta que venga el aburrimiento y el cansancio, no tiene sentido. El amor de las diversas vocaciones cristianas crece y se perfecciona en la fidelidad perseverante. «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (Lc 21,19). «Sé fiel hasta la muerte, y te daré la corona de vida» (Ap 2,10).

((En los últimos decenios, sin embargo, hombres oscuros han dicho que no debe el cristiano atarse a compromisos definitivos. Matrimonio, sacerdocio y votos, entendidos como opciones irrevocables, serían algo inadmisible, inconciliable con la necesaria apertura permanente de la libertad personal a posibles opciones nuevas. «Cristo nos redimió de la maldición de la ley. Cristo nos ha hecho libres» (Gál 3,13; 5,1). «El viento sopla donde quiere» (Jn 3,8). La misma docilidad al Espíritu exige que el cristiano esté siempre abierto a un posible cambio. Por otra parte, la autenticidad personal está por encima de todo, y si no es posible la perseverancia con autenticidad, si la verdad personal exige un cambio de camino, hay que tener entonces el valor de cambiar... Todo esto es falso. La revelación divina nos introduce en un ámbito mental completamente diverso.))

En la Biblia la fidelidad del hombre está permanentemente sostenida por la fidelidad de Dios. Dios es fiel, es fiel a su alianza, a su amor, a las gracias, a las vocaciones y dones que concede (Jer 31,3; Sal 88,29; 2 Tim 2,11-13); por eso sabemos con certeza que «los dones y la vocación de Dios son irrevocables» (Rm 11,29). Cristo es el fiel, el amén de Dios (Ap 3,14), el que nos reviste de fidelidad por su gracia, confortando así la debilidad e inconstancia de nuestro corazón (1 Jn 1,9; 1 Cor 1,9; 10,13; 1 Tes 5,24; 2 Tes 3,3). Y así el justo vive por su fidelidad (Hab 2,4; Rm 1,17; Gál 3,11; Heb 10,38). Es «como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón, y no se marchitan sus hojas» (Sal 1,3). Su casa esta construída sobre roca, y resiste las tormentas (Mt 7,24-25). No es una caña agitada por el viento (11,7), no está abandonado a los variables deseos de su corazón (Rm 1,24; Ef 2,3), ni está tampoco a merced de toda doctrina de moda (4,14). Y es que tiene sus ojos puestos no en las cosas visibles, sino en las invisibles, pues las visibles son temporales, pero las invisibles son eternas (2 Cor 4,18). El cristiano, pues, es un hombre que persevera en la fidelidad a su amor vocacional, es un hombre temporal revestido de eternidad por la gracia de Dios. Por eso se puede y se debe exhortarle: «Cada uno ande según el Señor le dio y según le llamó. Persevere cada uno ante Dios en la condición en que por él fue llamado» (1 Cor 7,17.24).

Para perseverar en la fidelidad vocacional hace falta una ascética, siempre alerta, que guarde el amor. La fidelidad vocacional implica muchas fidelidades pequeñas y continuas. «El que es fiel en lo poco es fiel en lo mucho» (Lc 16,10). La fidelidad exige imprimir en el corazón no pocas veces aquellas «correcciones de trayectoria» que necesite. Como dice Juan Pablo II: «Todos debemos convertirnos cada día. Y convertirse significa retornar a la gracia misma de nuestra vocación, meditar la inmensa bondad y el amor infinito de Cristo, que se ha dirigido a cada uno de nosotros, y llamándonos por nuestro nombre, ha dicho: «Sígueme»» (Cta.a sacerdotes 8-IV-1979, 10). Hace falta «revivir la gracia de Dios» puesta en nosotros por el sacramento de nuestra vocación (1 Tim 4,14; 2 Tim 1,6). Pero sobre todo la fidelidad requiere orar en todo tiempo, para no desfallecer (Lc 18,1). Es preciso pedirle continuamente al Señor: «Tú que eres inmutable, danos siempre firmeza a los que vivimos sujetos a la sucesión de los tiempos y de las horas» (Vísp. miérc. I sem.)

Dios permite a veces que se quiebre la fidelidad vocacional, incluso de modo irreversible, como en el abandono del ministerio sacerdotal... Pablo VI habla «con gran estremecimiento y dolor» de aquellos que han sido «desgraciadamente infieles a las obligaciones contraídas al tiempo de su consagración», y considera con pena su «lamentable estado» (enc. Sacerdotalis coelibatus 24-VI-1967, 83-90). Quienes trivializan los abandonos vocacionales no saben nada del amor, de ese amor que sólo puede forjarse en el fuego del tiempo. San Alfonso decía de quien entró sin vocación al sacerdocio que es «como un miembro dislocado, fuera de su lugar; por eso tendrá que obrar su salvación con muchos esfuerzos y trabajos» (De la voc. sacerdotal 1: BAC 113, 1954). Y lo mismo hay que decir de quien la abandonó indebidamente... Y cuando así ocurre ¿qué sucede entonces? Es la hora de la misericordia de Dios, la hora de la contricción, de la expiación y de la ascesis más dolorosa -la propia de un «miembro dislocado»-. Es, pues, la hora de la confianza filial, de la paz y de la alegría en el Espíritu. La hora en que Cristo sigue llamando a la santidad, pues «si nosotros le fuéramos infieles, él permanecerá fiel, que no puede negarse a sí mismo» (2 Tim 2,13).

6. Gracia y libertad
F. Canals Vidal, En torno al diálogo católico protestante, Barcelona, Herder 1966; R. García-Villoslada, Martín Lutero, BAC maior 3-4 (1976) I-II; L. F. Mateo Seco, Martín Lutero: sobre la libertad esclava, Madrid, Magist. Español 1978; M. Lutero, Weimarer Ausgabe, Weimar 1883s (=WA); E. Pacho-J. Le Brun, quiétisme, DSp 12 (1986) 2756-2805, 2805-2842.

El Catecismo ofrece una preciosa síntesis de gracia y libertad (1987-2005).

Gracia y libertad
Como decía San Agustín, «hay algunos que tanto ponderan y defienden la libertad que osan negar y hacer caso omiso de la gracia de Dios, mientras otros hay que cuando defienden la gracia de Dios, niegan la libertad» (ML 44,881). La espiritualidad cristiana, toda ella, depende de cómo se entienda este binomio, gracia-libertad, acción de Dios y colaboración del hombre.

En otro capítulo vimos qué es la gracia. Ahora diremos que la libertad es la potestad del hombre sobre sus propios actos. Pueden distinguirse varias clases de libertad -externa, física, social-. Aquí trataremos de la libertad interior, del libre albedrío, de ese atributo fundamental de la voluntad humana por el que tiene poder para determinarse por sí misma a obrar o a no obrar, a hacer esto o lo otro, sin verse determinada a ello por ninguna fuerza externa o interna (GS 17).

Libertad, pues, es elección, es responsabilidad personal de los propios actos u omisiones, digna de premio si se ha obrado bien (mérito) o de castigo si se ha hecho el mal (culpa, pecado). El grado de libertad está en proporción al grado de conocimiento y espontaneidad. Hay, sin duda, muy diversos grados de libertad según las personas y según las circunstancias. La ignorancia, la pasión, el miedo, la violencia, pueden disminuir o anular totalmente la libertad personal y, por tanto, la responsabilidad. Según esto, hay hombres interiormente más o menos libres.

Recordado esto, vamos a estudiar las posiciones fundamentales que sobre la conexión entre gracia y libertad se han dado en la historia, y que con unas u otras modalidades siguen vigentes.

Libertad - gracia:
Somos libres, no necesitamos gracia
-(pelagianismo y voluntarismo).

Libertad - Gracia:
No somos libres, necesitamos gracia
-(luteranismo y quietismo).

Libertad - gracia:
Ni somos libres, ni necesitamos gracia
-(incredulidad moderna).

Libertad - Gracia:
Somos libres y necesitamos gracia
-(espiritualidad católica).
Somos libres, no necesitamos gracia
(pelagianismo)

El mundo pre-cristiano no tuvo claro conocimiento de la libertad del hombre, y predominaron en él los fatalismos deterministas de una u otra especie. Partiendo de la Revelación, y con muy pocos apoyos culturales, fue la Iglesia la que descubrió la libertad del hombre, y la enseñó a los pueblos. De ahí nació la cultura occidental, la que se manifestó en la historia como la más potente para transformar los pueblos y el mundo visible.

En los siglos IV y V, tras la conversión de Constantino, se vió la Iglesia invadida por multitudes de neófitos, lo que trajo consigo un descenso espiritual en relación con los precedentes siglos martiriales y heroicos. En esos años surge Pelagio (354-427), de origen británico, un monje riguroso y ascético, que ante la mediocridad espiritual imperante, predica un moralismo muy optimista sobre las posibilidades éticas del hombre: «Cuando tengo que exhortar a la reforma de costumbres y a la santidad de vida, empiezo por demostrar la fuerza y el valor de la naturaleza humana, precisando la capacidad de la misma, para incitar así el ánimo del oyente a realizar toda clase de virtud. Pues no podemos iniciar el camino de la virtud si no tenemos la esperanza de poder practicarla» (ML 30,16). Sus doctrinas fueron en principio aprobadas por varios obispos -Jerusalén, Cesearea, sínodo de Dióspolis (a.415)-, e incluso por el papa Zósimo.

Pero pronto la Iglesia rechazó el pelagianismo con gran fuerza, en cuanto sus doctrinas fueron mejor conocidas, sobre todo en las enseñanzas de Celestio y Julián de Eclana (Indiculus 431, Orange II 529, Trento 1547, Errores Pist. 1794: Dz 238-249, 371, 1520s, 2616), con la colaboración de San Jerónimo, del presbítero hispano Orosio, de San Agustín, de San Próspero de Aquitania.

San Agustín resume así la doctrina pelagiana: «Opinan que el hombre puede cumplir todos los mandamientos de Dios, sin su gracia. Dice [Pelagio] que a los hombres se les da la gracia para que con su libre albedrío puedan cumplir más fácilmente cuanto Dios les ha mandado. Y cuando dice «más fácilmente» quiere significar que los hombres, sin la gracia, pueden cumplir los mandamientos divinos, aunque les sea más difícil. La gracia de Dios, sin la que no podemos realizar ningún bien, es el libre albedrío que nuestra naturaleza recibió sin mérito alguno precedente. Dios, además, nos ayuda dándonos su ley y su enseñanza, para que sepamos qué debemos hacer y esperar. Pero no necesitamos el don de su Espíritu para realizar lo que sabemos que debemos hacer. Así mismo, los pelagianos desvirtúan las oraciones de la Iglesia [¿Para qué pedir a Dios lo que la voluntad del hombre puede conseguir por sí misma?]. Y pretenden que los niños nacen sin el vínculo del pecado original» (ML 42,47-48).

El pelagianismo es una herejía permanente que, al paso de los siglos, se produce en la Iglesia con formulaciones y palabras renovadas. Los pelagianos actuales, aunque no suelen derivar su optimismo antropológico hacia un ascetismo vigoroso, son fieles a las tesis fundamentales del pelagianismo. Es fácil comprobar que ciertas manifestaciones -no todas, claro- de la teología de la secularización y de la liberación llevan más o menos marcado el sello pelagiano.

Puede decirse, en general, que hay pelagianismo cuando la predicación apremia la conducta ética de los hombres, sin mayores alusiones a la necesidad de la gracia de Cristo, como si ellos por sí solos pudieran ser buenos y honestos, y también eficaces en la transformación de la sociedad, con tal de que se empeñen en ello. Hay pelagianismo cuando el cristianismo cae en el moralismo y se dejan a un lado los grandes temas dogmáticos, la Trinidad, la presencia eucarística, etc. La moral individual y social, en ese planteamiento, no aparece como la consecuencia necesaria de vivir en Cristo, en la fe y en la gracia, sino como el motor decisivo de la vida cristiana. Y así, la inhabitación trinitaria, la Presencia divina vivificante, el acceso litúrgico al manantial de la gracia, la misma fe, en una palabra, el Misterio, quedan devaluados, como elementos accesorios, no estrictamente necesarios para la salvación del hombre y de la sociedad.

Hay pelagianismo cuando ya no se habla del pecado original, y de los destrozos que causó en la raza humana. Hay pelagianismo allí donde la oración, concretamente la oración de petición, pasa a un segundo plano, se olvida o se niega; y allí donde falta el espíritu de acción de gracias y la alegría cristiana, humilde y esperanzada. Hay pelagianismo cuando se adula al hombre (la juventud, la mujer, el obrero, el universitario, el intelectual), y cuando el olvido sistemático del pecado original permite ignorar prácticamente que todo hombre (también si es joven, mujer, obrero, universitario o intelectual) es indeciblemente miserable, falso, débil, sujeto al influjo del Maligno, y necesitado de salvación por gracia sobrenatural de Cristo.

Hay pelagianismo cuando los sacramentos y el culto litúrgico dejan de ser la clave de la transformación en Cristo de hombres y también de sociedades... Los que creen que su salvación es ante todo gracia de Cristo jamás se apartan de los manantiales litúrgicos de la gracia; pero los que esperan salvarse por sus propias fuerzas malviven alejados de estas fuentes -lo que, por otra parte, no alarma especialmente a los pastores pelagianos-. El paso que sigue al alejamiento crónico es la simple apostasía.

Es pelagiano, en fin, el cristianismo que se limita a proponer valores morales enseñados por Cristo -verdad, libertad, justicia, amor al prójimo, unidad, paz, etc., en buena parte admitidos por el mundo, al menos teóricamente-, pero que no afirma que Cristo mismo es «la verdad», y que sin él se pierde el hombre en el error (Jn 14,6); que sólo él «nos ha hecho libres» (Gál 5,1); que sólo por la fe en él alcanzamos «la justicia que procede de Dios» (Flp 3,9); que sólo él ha difundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo la fuerza del verdadero amor fraterno (Rm 5,5); que sólo él es capaz de reunir a todos los hombres que andan dispersos, pues para eso dio su vida (Jn 11,52); y en fin, que sólamente «él es nuestra paz» (Ef 2,14).

Si hay pelagianismo cuando se dan los signos aludidos, debemos concluir que actualmente el naturalismo pelagiano o semipelagiano es entre los cristianos la más fuerte tentación de error, al menos en el ambiente de los países ricos descristianizados. «Podemos reconocer -escribía el profesor Canals en los años del Vaticano II- que en nuestros días, tras siglos de pensamiento y cultura ya emancipados de la inspiración cristiana, y mientras sería muy difícil advertir en los católicos el peligro de un pesimismo jansenista o de un predestinacionismo fatalista, es bastante general la ignorancia sobre los puntos más centrales de la salvación del hombre por la gracia de Jesucristo» (68). En efecto, según el cardenal de Lubac, «nunca como hoy, a partir de los tiempos de san Agustín, que fueron también los de Pelagio, la idea de la gracia fue más ignorada». Es también ésta la opinión del cardenal Ratzinger: «El error de Pelagio tiene muchos más seguidores en la Iglesia de hoy de lo que parecería a primera vista» («30 Días» I-1991).

Efectivamente, en el proceso de descristianización de los últimos siglos, se ha ido produciendo una reducción del Evangelio a un eticismo voluntarista, de estilo pelagiano, que dio lugar primero a un moralismo individual y ascético, y que ahora se ha ido haciendo un moralismo social, muy poco ascético. En todo caso, antes y ahora, se trata de un moralismo propio de «los enemigos de la gracia de Cristo -como dice San Agustín-, que confían en su propia fuerza» (ML 33,764), y que ven más a Cristo como ejemplo que como causa de salvación. Estos neopelagianos consideran estéril el cristianismo de la unión con Cristo, el del abandono atento a las iniciativas de su gracia -que es el que históricamente ha hecho santos y pueblos cristianos-, y propugnan en cambio un cristianismo centrado en la fuerza del hombre para cambiarse a sí mismo, y en la eficacia de sus iniciativas para mejorar la sociedad -que es un cristianismo absolutamente estéril, que sólo ha producido secularismo y apostasía-. Ellos ya no captan la gratuidad de la gracia, no ven tampoco que sólo el Espíritu Santo puede renovar la faz de la tierra, ni pueden entender muchos textos de la Escritura, como aquel de San Pablo que dice: «Estáis salvados por la gracia y mediante la fe. Y no se debe a vosotros, sino que es un don de Dios; y tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda presumir» (Ef 2,8-9).

Por otra parte, la nueva evangelización del mundo moderno secularizado, apóstata de la fe cristiana, exige hoy sin duda superar en la proclamación de la Buena Nueva todos estos moralismos de corte pelagiano. El Evangelio no fue escrito ante todo como un código de doctrinas morales, sino casi exclusivamente como una presentación de Cristo destinada a suscitar la fe en él: «estas cosas fueron escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y con esta fe tengáis vida gracias a él» (Jn 20,31). Del mismo modo, la Buena Nueva no fue ofrecida al mundo antiguo por los apóstoles primordialmente como un bloque sistemático moralista, sino como gracia de Cristo, como una fuerza positiva, liberadora del mal, suscitadora de todo bien, a la que el hombre y los pueblos debían abrirse por la gracia de la fe. En la carta a los Romanos, por ejemplo, le bastan a San Pablo dos capítulos para mostrar la podredumbre moral insuperable de la humanidad, sea pagana o judía (1-2), y para llegar a la conclusión de que «todos pecaron y están privados de la presencia de Dios» (3,23). Pero en seguida se extiende en una exposición grandiosa de la salvación humana como gracia de Cristo Salvador, a la que se accede fundamentalmente por la fe (3-11). Y termina el Apóstol exponiendo breve, pero suficientemente, la vida moral nueva, propia de los que viven según el Espíritu de Jesús (12-16).

Hoy no habrá nueva evangelización del mundo moderno, secularizado y apóstata, si sólo fuéramos capaces de denunciar una y otra vez sus miserias morales, proponiéndole al mismo tiempo unos ideales éticos que sin Cristo no puede vivir, y ni siquiera entender. Sería una nueva edición del fariseísmo judío, al que se refería San Pablo al decir: «el código [moral] da muerte, mientras el Espíritu da vida» (2 Cor 3,6). Hoy evangelizaremos realmente en la medida en que, al modo del Apóstol de los gentiles, seamos capaces de decirle al hombre actual que está perdido, que está angustiado, que está muerto, y que sólo en Cristo puede hallar por gracia la verdad, la bienaventuranza y la vida.

Voluntarismo
Entendemos aquí por voluntarismo una actitud práctica según la cual la iniciativa de la vida espiritual se pone en el hombre, quedando así de hecho la gracia reducida a la condición de ayuda, de ayuda necesaria, ciertamente, pero de ayuda. Los cristianos que se ven afectados por esa actitud pueden ser doctrinalmente ortodoxos, pero en su espiritualidad práctica, que aquí describiremos, viven como si no lo fueran.

Describimos, pues, aquí el voluntarismo no tanto como un error doctrinal -que en sentido estricto sería el semipelagianismo, ya rechazado por el II concilio de Orante (a.529)-, sino más bien como una desviación espiritual, que está más o menos presente en todas las épocas, y por la cual, en una cierta fase de su vida interior, pasan no pocos cristianos, al menos de entre aquéllos que buscan sinceramente la perfección. En este sentido, no es raro apreciar que algunos santos, en sus comienzos, fueron voluntaristas por carácter personal o por una formación incorrecta; pero pronto, todos ellos, descubrieron la primacía absoluta de la gracia, pues de otra manera no hubieran llegado a la santidad.

Entre los cristianos todavía carnales que tienden con fuerza a la perfección -y a ellos sobre todo se dirige nuestro libro- el voluntarismo suele ser el error más frecuente, pues si la pereza a veces, muchas veces, les daña, todavía hace en ellos peores estragos la soberbia, que unas veces es perezosa y otras activa, pero que siempre tiende a poner en el hombre la iniciativa, quitándosela a Dios, aunque sea inconscientemente. Por eso nos ocuparemos aquí en denunciar los rasgos principales de la espiritualidad voluntarista.

La esencia del voluntarismo está en que pone la iniciativa de la vida espiritual en el hombre, y no en Dios. El voluntarista, partiendo de sí mismo, de su leal saber y entender, y normalmente según su carácter personal, va proponiéndose ciertas obras buenas concretas, dando por supuesto que, ya que son buenas, Dios le dará su gracia para hacerlas. Así va llevando adelante, como puede, su vida espiritual, siempre a su manera, según su propio modo de ser, sin ponerse incondicionalmente en las manos de Dios, sin tratar de discernir la voluntad de Dios -que a veces nos reserva no pequeñas sorpresas- para cumplirla. En esta concepción, muchas veces de modo inconsciente, va implícito el error doctrinal al menos semi-pelagiano, según el cual lo que hace eficaz la gracia de Cristo es, en definitiva, la fuerza de la voluntad del hombre, es decir, su libre arbitrio, su propia iniciativa.

En esta concepción práctica del voluntarismo va más o menos implícito el error doctrinal semi-pelagiano. Según éste, Dios ama por igual a todos los hombres, y a todos ofrece igualmente sus gracias, de modo que es el hombre, es su generosidad, es la fuerza de su voluntad, su libre arbitrio, su propia iniciativa, quien hace eficaz la gracia de Cristo. De esta manera, gracia y libertad se conciben no al modo católico -como dos causas subordinadas, en que la primera, divina, activa la segunda, humana-, sino como dos causas coordinadas, como dos fuerzas distintas quese unen para producir la buena obra.

El voluntarista, lógicamente, sobrevalora los métodos espirituales, y en el empeño de la santificación se apoya parte en Dios y parte en la virtualidad propia de tales o cuales métodos, medios, grupos o caminos peculiares. Haciendo esto, eso otro y lo de más allá, o integrándose en tal grupo, se llega a la santidad. Según esto, lógicamente, las esperanzas de santificación para aquellas personas que, por lo que sea, no pueden ajustarse a tales y cuales medios, son más bien escasas.

En el voluntarismo se produce una cierta subordinación de la persona a las obras concretas. En una vida espiritual sinergética, que da siempre la iniciativa a Dios y a su gracia, el florecimiento en la vida santa va de la persona a las obras, del interior al exterior, bajo el impulso del Espíritu Santo, en buena medida imprevisible; y así, el cultivo de la persona, de sus modos de pensar, de querer y de sentir, va floreciendo en buenas obras. En el voluntarismo, por el contrario, el crecimiento se pretende sobre todo por la prescripción de un conjunto de obras buenas, bien concretas, cuya realización se estimula y se controla con frecuencia. Es como si el cristiano sinergético, acercándose a Dios, regase, abonase y podase una planta, para que sea Dios quien en ella produzca el crecimiento en el modo, el tiempo y el número que él disponga. Mientras que el voluntarista, de lo exterior a lo interior, tirase de la planta para hacerla crecer, con peligro de arrancarla de la tierra.

De esta operosidad voluntarista se siguen malas consecuencias. Si las obras no se cumplen, es fácil que se hagan juicios temerarios («es un flojo; no vale», «puede, pero le faltó generosidad»); y si se cumplen, se harán también juicios igualmente temerarios («es un tipo formidable»). Otros frutos enfermos del árbol voluntarista son la prisa, que es crónica, la obra mal hecha, aunque la apariencia exterior de la misma sea buena; la tendencia a cuantificar la vida espiritual, el normativismo y legalismo detallista, pero sobre todo la mediocridad. Leyes y normas señalan siempre obras mínimas, que no pocos voluntaristas toman como máximos, contentándose con su cumplimiento: de ahí la mediocridad. El proyecto voluntarista, después de todo, parte de la iniciativa del hombre, y por eso, aunque incluya un hermoso conjunto de obras concretas buenas, suele hacerse proporcionado a las fuerzas del hombre y a sus modos y maneras personales: de ahí su mediocridad.

Piensa el voluntarista, sin mayores discernimientos, que lo más costoso a la voluntad es lo más santificante, ignorando que la virtud más fuerte es la que tiene un ejercicio más suave, y olvidando que cuanto más amor se pone en una acción, ésta es menos costosa y más meritoria. Pero es que el voluntarista pone la santificación más en su voluntad que en la gracia. Y eso explica su valoración errónea de lo costoso. Por eso mismo practica a veces el «agere contra» inadecuadamente, sin discreción («el hablador, que calle; el callado, que hable; el que quiere quedarse, que salga»). Y por eso también aprecia más los esfuerzos activos de la voluntad que los pasivos. Ve el valor santificante de la pobreza, por ejemplo, si alguno, costándole mucho, trata de vivirla. Pero no ve tanto ese valor si otro la vive con gozo y facilidad, porque la ama y posee su espíritu -por gracia de Dios-. Tampoco ve apenas su valor si esa pobreza no procede de iniciativa voluntaria, sino que le vino impuesta por las circunstancias. Olvida que el despojamiento mayor, el más meritorio, fue el de la pasión de Cristo, es decir, fue pasivo.

Por todo esto, el voluntarismo es insano, tanto espiritual como psicológicamente. El voluntarismo no capta la vida cristiana como un don constante de Dios, «gracia sobre gracia» (Jn 1,16), sino como un incesante esfuerzo laborioso. Centra en sí mismo al hombre, en lugar de centrarlo en Dios. Si todo va «bien», lleva, más que a la acción de gracias, a la soberbia, y si va «mal», al cansancio, a la frustración, y posiblemente al abandono de la vida espiritual. El voluntarismo crea un clima malsano, en el que crecen muy bien la ansiedad, los escrúpulos, y eventualmente la angustia neurótica. El voluntarismo no aprecia las personas débiles, en su constitución psíquica o somática, por razones obvias, y más bien las aleja -lo que es muy malo-; pero, sin embargo, para algunas personas frágiles, inseguras, resulta sumamente atractivo -lo que es aún peor-. En él se destrozan.

La manera de hablar voluntarista centra siempre la vida espiritual en la iniciativa y el esfuerzo de la voluntad del hombre («si quieres, puedes», «es cuestión de generosidad»). Con frecuencia aparece Dios como sujeto de los verbos «pedir» o «exigir» («Dios te pide que hagas más oración»). Los santos han hablado siempre de muy diverso modo («Dios quiere darte la gracia de que hagas más oración»). En el lenguaje de los santos -recordemos, por ejemplo, la Vida de Santa Teresa- lo que Dios hace siempre es dar, conceder, mostrar, regalar, donar, perdonar...

Y en este modo de hablar se manifiesta la experiencia de Dios que ellos tienen; en efecto, «todo buen don y todo regalo perfecto viene de arriba, desciende del Padre de las luces» (Sant 1,17). Por eso dice la Santa Doctora: «Recibir, más me parece a mí eso, que no dar nosotros nada» (Vida 11,13). Y así habla siempre la liturgia: «Señor, Dios nuestro, tú mismo nos das lo que hemos de ofrecerte» (Or. dom.VIII t. ordinario). Por eso nosotros «te ofrecemos, Dios de gloria y majestad, de los mismos dones que nos has dado»... (Misal rom. I anáf.).

No somos libres, necesitamos gracia (luteranismo)

Todos tenemos conciencia de que somos libres, de que «podemos» elegir, y si obramos mal, sentimos el peso de nuestra culpa. Pero también es cierto que todos tenemos conciencia de que nuestra libertad está enferma, atada, de que «no podemos» muchas veces obrar como hubiéramos querido (Rm 7,15). Pues bien, si en Pelagio prevaleció el primer convencimiento, hasta oscurecer la necesidad de la gracia, en Lutero (1483-1545), después de luchas morales angustiosas, predominó el segundo.

La doctrina teológica de Lutero tiene unas profundas raíces biográficas, que conviene conocer. De los agustinos de Erfurt había recibido una mala formación filosófica, nominalista, y una mala teología de la gracia, voluntarista o semipelagiana. La morbosidad de su vivencia espiritual consecuente queda reflejada en confesiones personales como ésta: «Yo, aunque mi vida fuese la de un monje irreprochable, me sentía pecador ante Dios, con una conciencia muy turbada, y con mi penitencia no me podría creer en paz; y no amaba, incluso detestaba a Dios como justo y castigador de los pecadores; me indignaba secretamente, si no hasta la blasfemia, al menos con un inmenso resentimiento respecto a Dios» (WA 54,185). «Al solo nombre de Jesucristo, nuestro Salvador, temblaba yo de pies a cabeza» (44,716). «Yo recuerdo muy bien qué horriblemente me amedrentaba el juicio divino y la vista de Cristo como juez y tirano» (44, 775)... Así, desde luego, no se puede vivir. ¿Qué salida hay para escapar de esta captación nefasta de Dios y de sí mismo?... El remedio de Lutero fue casi peor que la enfermedad, fue un inmenso y múltiple error.

El hombre está totalmente corrompido por el pecado, y lo mejor es reconocerlo con todas sus consecuencias. «El hombre peca siempre, aun cuando intente obrar el bien. El hombre está tan corrompido que ni siquiera Dios puede rescatarle de su podredumbre: lo único que es posible a Dios es no tener en cuenta sus pecados, no imputárselos legalmente» (Mateo Seco 18). La justificación cristiana, por tanto, será sólamente declarativa, pasiva, «imputativa» (WA 56,287).

El hombre no es libre, perdió su libertad al corromperse, y es inútil que siga atormentándose la conciencia con la ilusión psicológica de su pretendida libertad. Lutero, en sus primeras obras, aún creía en la libertad del hombre (4,295), comenzó a ponerla en duda a partir de 1516, y vino a negarla furiosamente en 1525, en una de sus obras preferidas, De servo arbitrio, polemizando con Erasmo. La libertad humana es incompatible con Dios, que todo lo preconoce y predetermina; con Satanás, que domina verdaderamente sobre el hombre; con la realidad del pecado original, que corrompió todo lo que es el hombre, también su libertad; con la redención de Cristo, que sería supérflua si el hombre fuera libre (18,786). La expresión libre arbitrio debiera desaparecer del lenguaje humano; sería «lo más seguro y lo más religioso» (18,638; ya Lúcido negó la libertad, y su error fue condenado en Arlés 473: Dz 331).

Por tanto el cristiano se salva por la fe, no por las obras. Las buenas obras son convenientes, como expresión de la fe, pero en modo alguno son necesarias para la salvación. Incluso pueden ser peligrosas, cuando debilitan la fe fiducial, y la persona trata, procurándolas, de apoyarse en su propia justicia. El cristiano debe aprender a vivir en paz con sus pecados. Debe reconocer que es «simultáneamente pecador y justo (simul peccator et iustus): pecador en realidad y justo en la reputación de Dios» (WA 56,272).

En efecto, «en nada daña ser pecadores, con tal que deseemos con todas nuestras fuerzas ser justificados». Pero el diablo, con mil artificios, tienta a los hombres «a que trabajen neciamente esforzándose por ser puros y santos, sin ningún pecado, y cuando pecan o se dejan sorprender de alguna cosa mala, de tal manera atormenta su conciencia y la aterroriza con el juicio de Dios, que casi les hace caer en desesperación... Conviene, pues, permanecer en los pecados y gemir por la liberación de ellos en la esperanza de la misericordia de Dios» (56,266-267).

Lo mismo que el pelagianismo, el luteranismo es una herejía permanente, que, desde luego, extiende su tentación más allá del campo protestante. Cuando un católico, por ejemplo, teniendo por irremediable su atadura al pecado -por tanto, sin arrepentimiento verdadero-, va al sacramento de la penitencia, es evidente que busca en Cristo una justificación al estilo luterano («soy pecador, e inevitablemente lo seguiré siendo, pero pongo toda mi fe en Cristo, Dios me perdona, y me seguirá perdonando»). Claro está que la pérdida actual de fe en la propia libertad, como veremos, parte de unas premisas muy diversas de las de Lutero. Pero el efecto final es semejante.

En fin, si la tentación predominante del catolicismo actual está en Pelagio, no es tampoco despreciable el peligro de Lutero. En realidad, hay que decir que experimenta al mismo tiempo las dos tentaciones. Así, en ciertos ambientes, hallamos una extraña especie híbrida de cristianismo, pelagiano ante la multitud, es decir, optimista ante la juventud, los obreros, el hombre moderno, y luterano ante el individuo, es decir, muy pesimista -por ejemplo, en el sacramento de la penitencia- respecto a las posibilidades reales de la persona para salir efectivamente de su pecado y entrar de verdad en una vida santa. Es una especie de pelagianismo luterano o bien de luteranismo pelagiano. Cualquier cosa se puede esperar de quienes se alejan de la doctrina de la Iglesia.

Notemos, en fin, que loque subyace a la herejía de Lutero no es, como se ha afirmado frecuentemente en el catolismo postridentino, el error de atribuir todo a la misericordia divina, pues, efectivamente, a Dios hay que atribuir toda gracia y salvación. Lo contrario, pretender que la salvación viene realizada en parte por la misericordiosa gracia divina, y en parte por la fuerza de la libertad humana, que viene a completarlo que le falta a la acción gratuita de Dios, es puro semipelagianismo. El error que subyace al pensamiento de Lutero es, aunque parezca paradójico, el mismo que ha contaminado con frecuencia de naturalismo semipelagiano a sus oponentes católicos: el error de pensar que la acción de la gracia es extrínseca a la acción de la naturaleza humana libre, el enorme error de ignorar que la acción de la gracia divina es precisamente causa de la acción libre del hombre buena, salvífica y meritoria de vida eterna. Atribuir, pues, todo a la gracia de Dios no deja excluida en modo alguno la libertad humana, pues ésta se ve precisamente causada por aquélla.

Un correcto diálogo ecuménico exige tener bien en cuenta estas verdades. Según esto, cuando los luteranos acusan a los católicos de ser semipelagianos, y de que no atribuimos a la misericordia de la gracia divina toda la salvación del hombre, sino parte de ella, sería un error muy grave contestarles que atribuir toda la salvación a la misericordia divina equivale a anular la libertad humana. Diciendo tal cosa sólo conseguimos confirmarles en su convencimiento de que somos semipelagianos. Por el contrario, desde la fe católica hemos de afirmar al luterano que, efectivamente, todo es gracia, pero que precisamente la misericordia de Dios es mayor cuando su gracia renueva verdaderamente al hombre en su ser, y cuando potencia realmente sus facultades, haciéndole instrumento activo y operante de obras sobrenaturales. Y al católico temeroso de que una acentuación total de la gracia implique la anulación de la libertad, hay que afirmarle que la gracia divina no actúa en la naturaleza humana desde fuera, extrínsecamente, sino desde dentro, sanándola y potenciándola activamente en su misma entidad natural, como hemos de ver en seguida con más detenimiento.

Quietismo
El luteranismo niega la libertad. El quietismo no niega la libertad, Pero propugna que se esté quieta, que no actúe. En la historia de la espiritualidad se registran tendencias quietistas de muy diverso estilo -maniqueos y gnósticos, cátaros y fraticelli, hermanos del libre espíritu, beguardos y beguinas, alumbrados españoles del XVI-, pero el más caracterizado quietismo -el que aquí consideramos- es el que se produce a fines del siglo XVII en torno a Miguel de Molinos (+1696; Dz 2201-2268; +2181-2192), Fenelón (+1715), el padre Lacombe (+1715) y Madame Guyon (+1717; Dz 2351-2373). El camino interior de Molinos no es idéntico al amor purísimo de Fenelón, pero coinciden en algunas orientaciones. La Iglesia, al condenar el quietismo radical y típico, lo esquematizó en varios rasgos característicos:

Pasividad total. «Querer obrar activamente es ofender a Dios, que quiere ser él el único agente; por tanto es necesario abandonarse a sí mismo todo y enteramente a Dios» (Dz 2202). «La actividad natural es enemiga de la gracia, e impide la operación de Dios y la verdadera perfección; porque Dios quiere obrar en nosotros sin nosotros» (2204).

Quietud en la oración, nada de devociones activas. «El que en la oración usa de imágenes, figuras, especies y conceptos propios, no «adora a Dios en espíritu y en verdad» (Jn 4,23)» (2218). La concepción quietista de la oración recuerda al zen: «En la oración hay que permanecer en fe oscura y universal, en quietud y olvido de cualquier pensamiento particular..., sin producir actos, porque Dios no se complace en ellos» (2221).
Aniquilación personal, muerte mística. «No conviene a las almas de este camino interior que hagan operaciones, aun virtuosas, por propia elección y actividad; pues en otro caso, no estarían muertas» (2235).

Indiferencia total. El alma no debe interesarse ni por cielo o infierno (2207), ni por su propio estado espiritual, «sino que debe permanecer como un cadáver exánime» (2208). «Resignado en Dios el libre albedrío, al mismo Dios hay que dejar el pensamiento y cuidado de toda cosa nuestra, y dejarle que haga en nosotros sin nosotros su divina voluntad» (2213).

Impecabilidad. «Con ocasión de las tentaciones, por furiosas que sean, no debe el alma hacer actos explícitos de las virtudes contrarias, sino que debe permanecer en el sobredicho amor y resignación» (2237). Las caídas que sobrevinieren «no son pecado, porque no hay consentimiento en ellas» (2241), ni es conveniente confesarlas (2248, 2260).

Tanto el luteranismo como el quietismo parten de una pésima teología de la relación entre naturaleza y gracia. La Iglesia afirma que la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona y eleva; pero el quietismo piensa que la gracia, para divinizar la naturaleza, la aniquila. Felizmente, el quietismo del XVII apenas dejó huellas en la espiritualidad cristiana. Lo que habrá siempre es la pereza; pero se trata de otra cosa.

Ni somos libres, ni necesitamos gracia (incredulidad moderna)

Dice San Juan que «nosotros hemos conocido y creído la caridad que Dios nos tiene» (1 Jn 4,16). Esta es, ciertamente, la identidad más profunda de los cristianos. En efecto, «cuando apareció [en Cristo] la bondad y el amor de Dios hacia los hombres» (Tit 3,4), nosotros, entre todos los hombres, llegamos por la fe al conocimiento sublime de ese amor que Dios nos tiene.

Según esto, olvidar o negar aquel amor de Dios que se ha expresado en el don supremo de Jesucristo es la raíz más profunda de todas las deformaciones del cristianismo y es lo que explica, en último término, la apostasía de la incredulidad moderna, producida principalmente en los países ricos de antigua filiación cristiana. Jesús le dice a la samaritana: «Si conocieras el don de Dios» (Jn 4,10)... Pues bien, la incredulidad moderna rechaza el don de Dios, rechaza a Cristo, y se cierra así al amor de Dios y a la acción sobreabundante de su gracia. Y este rechazo, que reviste tantos modos y maneras, incluso a veces dentro del campo que se tiene por cristiano, se verifica por dos vías fundamentales:

-El amor de Dios en Cristo es rechazado por innecesario. El hombre se basta a sí mismo, no necesita del don de Dios para salvarse. El hombre puede salvarse a sí mismo, pero no lo hará si pretende hacerlo con Dios, es decir, si no asume en el mundo su condición adulta. Es el naturalismo, que en cada época recibe formas y expresiones peculiares: pelagianismo, secularismo, humanismo autónomo...

-El amor de Dios en Cristo es rechazado por ineficaz. Todas las variantes del determinismo coinciden en la convicción de que Dios -supuesto que exista- nada puede hacer por cambiarnos, pues estamos absolutamente condicionados, y no somos libres. Tampoco ha de pensarse que ese cambio sea apremiante. Lo que sí urge es ir cambiando el mundo que nos condiciona negativamente. Por su parte el luteranismo, negando que la gracia opere una regeneración intrínseca del pecador, está afirmando, de hecho, que la omnipotencia de la misericordia de Dios queda impotente frente al pecado del hombre, y que por eso mismo el hombre, después de justificado, continúa no siendo libre, sino esclavo del pecado. La verdad católica, por el contrario, afirma que la gracia de Cristo realiza el milagro de que el hombre sea verdaderamente libre al menos en las obras más decisivas, es decir, en aquellas que scn salvíficas y meritorias de vida eterna.

Algunas veces el rechazo del amor de Dios revelado y ofrecido en Cristo se produce de modo explícito en una herejía o simplemente en la apostasía de la fe, lo que para los creyentes no suele significar una tentación inmediata. Pero el rechazo del amor de Dios ofrecido en Cristo se produce, sin embargo, en forma mucho más frecuente e insidiosa, de modo implícito: se trata aquí de una actitud vital en la que se considera que «la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador». Sin duda que, en el plano teórico, «no hay creyente alguno que ignore la falsedad envuelta en tales palabras» (GS 3sc), pero en el plano práctico son innumerables los creyentes que aceptan este liberalismo secularista, este humanismo autónomo, y no sólo estiman lícito pensar y obrar, sobre todo en las cosas de la vida pública, como si Dios no existiese, o como si no fuera preciso reconocer su soberanía real sobre lo mundano, sino que estiman necesario pensar y obrar así, para procurar honestamente el bien común de los hombres y para poder colaborar con los no creyentes. Por esta vía la incredulidad moderna va produciendo ese pueblo descristianizado, que apenas logra mantener algunos ritos y costumbres propios de una vida de fe ya perdida.

Pensemos concretamente en el tema de la libertad. Hoy la libertad humana se niega porque con ello se rechaza el don de la gracia de Dios. La idea de que el hombre es libre recibió, en la historia cristiana, su primer ataque grave con las tesis del luteranismo. Posteriormente, y desde premisas intelectuales muy diversas, la negación de la libertad se ha generalizado tanto en la cultura moderna, que hoy la Iglesia está sola para afirmar la libertad del hombre. En efecto, la negación de la libertad del hombre, o el agnosticismo sobre el misterio de esa libertad, invade el mundo de la filosofía moderna: está presente en el determinismo físico-matemático, en el positivismo filosófico, en el evolucionismo y la filosofía del progreso, en el historicismo dialéctico marxista. Y tampoco las escuelas de psicología hoy más vigentes -psicoanálisis, conductismo, antropología neurofisiológica o endocrinológica- están exentas de un fondo determinista y mecanicista, que les lleva a negar la libertad del hombre, o a mantenerse escépticas respecto de ella.

Como señala G. Piovene, «entre la diversidad de las filosofías actuales se descubre una constante: ninguna se presenta como una filosofía de la libertad. Se intenta sobre todo establecer los mecanismos por los que el hombre está condicionado: económicos, psicológicos, derivados de la estructura del lenguaje o de la situación histórica en que vive. En la visión científica del hombre actual estos determinismos tienen como meta ideal la ocupación total del cuadro del comportamiento humano, de tal modo que la persona como sujeto está en vías de desaparecer, para venir a ser un trámite, un instrumento, un centro de combinaciones» (Elogio della libertà, dir. D. Porzio, Milán 1970, 287).

Quedamos así enfrentados en nuestro tiempo a una inmensa contradicción, que aun siendo tan patente, pasa inadvertida para muchos. Por un lado, se afirma incesantemente que «el hombre no es libre», no es responsable de sus actos, sino un ser absolutamente condicionado; y por otro lado, al mismo tiempo, se afirma con igual énfasis que «el valor primario del hombre es vivir libre», o se habla de «la libertad de nuestra época»... ¿Cómo explicar tal contradicción patente? Necesariamente ha de haber ahí un equívoco, un uso simultáneo de la palabra libertad en dos sentidos completamente diversos. Y eso es lo que sucede, en efecto.

-La libertad verdadera es la que corresponde al concepto tradicional cristiano, que viene enseñado también por la recta filosofía natural. En seguida hemos de considerar la naturaleza de la libertad más detenidamente, pero baste ahora trazar los rasgos fundamentales de la misma. La libertad es una capacidad original de la persona humana para autodeterminarse hacia el bien entre diversas opciones posibles. La libertad se perfecciona eligiendo el bien, y se deteriora y esclaviza ejercitándose en el mal. Por otra parte, el bien es anterior a la elección de la voluntad humana, y no viene producido por ésta; pero ningún bien creado, ninguna criatura, tiene capacidad de atraer necesariamente el querer libre del hombre... Ésta es la libertad humana verdadera.

-La libertad falsificada por el pensamiento moderno es otra, muy distinta. En realidad el sentido nuevo de la libertad humana se mantiene siempre en el equívoco, pasa inadvertido para la mayoría, y sólo es conscientemente conocido por una minoría de iniciados, que recuerda los misterios esotéricos de la Antigüedad. Este sentido nuevo-falso de la libertad está explícitamente formulado por los pensadores más significativos de la modernidad. Filósofos como Spinoza, Fichte, Hegel, Marx, Engels o Freud -y tantos otros- no han tenido ningún miramiento a la hora de afirmar que el hombre no es libre, en el sentido de que no tiene capacidad real para autodeterminarse. Y al mismo tiempo han afirmado que el único sujeto en el que radica la libertad, y que determina absolutamente el pensamiento y la conducta de los hombres, es aquello que, siendo inmanente al mundo, es algo divino, y ha de ser concebido como lo absolutamente incondicionado: la Naturaleza para Spinoza, la Idea para Hegel, un dinamismo que se despliega dialécticamente en la historia; la Lucha de clases para Marx, en su materialismo dialéctico...

Según esto, la diferencia radical entre una y otra libertad, o al menos una de las diferencias más decisivas, está en que el sujeto de la libertad nueva-falsa no es ya el hombre personal, sino Algo inmanente al mundo, que se concibe como absolutamente incondicionado y absolutamente condicionante del pensar y del obrar de los hombres. La persona humana, el hombre singular concreto, no es libre, sólo posee una conciencia ilusoria de ser libre. Pero, en realidad de verdad, quienes son libres son «las ideas que debe tener el hombre actual», libres son «los tiempos en que vivimos», «la ética médica sin prejuicios», «el sexo sin tabúes», .da moral creativa y abierta», «la autoeducación», «la soberanía popular», «la voluntad mayoritaria», «el matrimonio libremente disoluble», «el aborto libre», «la preferencia personal hetero u homo sexual,....

Todos estos principios de pensamiento y acción son libres, en el sentido de que no están sujetos a nada, a ninguna ley divina o humana, ni siquiera a la pretendida realidad natural de las cosas, y al mismo tiempo son principios que deben imponerse a todos y cada uno de los hombres, en nombre precisamente de la libertad, esto es, para hacerlos libres. Por tanto, estos son principios libres en cuanto que, al erigirse a sí mismos en absolutos niegan a un tiempo la soberanía de Dios sobre el mundo y la libertad real de la persona humana.

Según, pues, lo señalado, hay que concluir que la incredulidad moderna no cree ni en la gracia de Dios ni en la libertad del hombre; es decir, no cree ni en Dios ni en el hombre. De quienes comenzaron negando a Dios cabía esperar con seguridad que acabarían negando al hombre, que es su imagen. Y, por supuesto, toda la espiritualidad cristiana se derrumba si cae la fe en la gracia y si cae ese preámbulo necesario de la fe, que es el reconocimiento de la libertad humana. En efecto, todo acto de fe es puro don de Dios, pero es un don que sólo el ser humano, por su naturaleza libre, está en disposición de recibir. Pues bien, en esta atmósfera espiritual, apenas logra el cristiano mundanizado mantener su fe en Dios (gracia) y su fe en el hombre (libertad). Precisemos esto un poco más:

-El cristiano mundanizado mantiene como puede su fe en Dios, y aunque sea a veces en un precario fideísmo, supera malamente en la teoría esos ateísmos y agnosticismos que en nuestra época hallan una difusión generalizada, no conocida anteriormente (GS 7c). De todos modos, en la práctica viene a ser un ateo práctico, o si se quiere, un cristiano no-practicante (+J. M. Iraburu, De Cristo o del mundo, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 1997).

-El cristiano mundanizado, igualmente, apenas mantiene su fe en la libertad del hombre. Negar la libertad es de suyo una enfermedad de la razón, pues la razón puede conocer la existencia de la libertad humana; pero inevitablemente afecta a la misma fe. En efecto, los cristianos descristianizados, aunque quizá mantengan sobre la libertad un convencimiento teórico, en la práctica, en su vivencia cotidiana, no creen ser libres, no asumen su responsabilidad, no se sienten culpables, ni creen en su posibilidad de cambiar realmente -se entiende, con el auxilio de la gracia-. Y es que la atmósfera mental que los cristianos actuales respiran cada día, creada por filósofos, políticos, sociólogos, periodistas y escritores de todo género, suscita siempre, de modo convergente, el convencimiento de que el hombres de tal modo está condicionado, que no es libre. No es, pues, el hombre un pecador, sino un enfermo. La antigua concepción cristiana del hombre-pecador se basaba en una visión del hombre-libre, y por tanto responsable de sus males personales y sociales.

Pero el pensamiento no-cristiano de hoy cree que el hombre, aunque guarde una ilusión psicológica de libertad, en realidad no es libre, sino que está sujeto, desde que nace y siempre, a mil condicionamientos determinantes -psíquicos, somáticos, genéticos, educacionales, sociales, económicos, políticos, culturales- quehace de él no un pecador, sino un producto del ambiente, o si se quiere, una víctima de una culpabilidad colectiva, anónima, impersonal, estructural. Sólo el atavismo ignorante y retrógrado mantiene su convicción ingenua y contraria a la ciencia de que el hombre es libre. Pero el pensamiento moderno progresista ya ha descubierto que la libertad humana es una ilusión, un mito en buena parte creado por las autoridades religiosas para culpabilizar morbosamente al hombre, y de este modo dominarlo.

Por otra parte, la incredulidad moderna produce un humanismo autónomo que cierra el mundo humano a la acción de la gracia divina, pues está convencido de que «debe negarse todo género de acción de Dios en el hombre y en el mundo» (Syllabus 1864: Dz 2902), esto es, que debe negarse por completo la intervención de la providencia de Dios en lo grande y en lo mínimo. De este modo la misericordia divina ya no puede descender en auxilio de la miseria humana, perdida y abatida por el pecado. Este humanismo autónomo, que deja al hombre sumergido en la esclavitud del pecado, se presenta a sí mismo como superador de la conciencia mítica de tiempos antiguos, pues libera la conciencia humana de las angustias inherentes a una pretendida condición libre-responsable, y la libera al mismo tiempo también de reconocer la soberanía absoluta de un Dios personal, transcendente al mundo, y encarnado misericordiosamente para salvarlo.

Así las cosas, superada la idea primitiva de un Dios tapa-agujeros, la humanidad debe saluarse a sí misma, por las fuerzas a ella inmanentes. Será el hombre quien salve al hombre -y no una salvación mítica venida de lo alto, algo sobrenatural, recibido a modo de gracia-. Y por otra parte, puesto que no hay realmente libertad personal, y en consecuencia no existe realmente el pecado, el hombre no habrá de ser salvado del pecado, sino de la ignorancia, de la enfermedad, de la injusticia social. La salvación de la humanidad vendrá, por tanto, de hombres que actúan sobre las estructuras. Son, pues, necesarios médicos, ingenieros, científicos, políticos, que transformando las estructuras de la vida humana, produzcan un hombre nuevo y mejor; pero son innecesarios para la salvación humana Cristo, la gracia, la Iglesia, las vocaciones apostólicas, los sacramentos, la oración de súplica, la intercesión de María y de los santos... Algo pueden valer, ocasionalmente, estos mitos en la medida en que actúen como estímulos de esa potencia de liberación inmanente al hombre. Pero tienen una eficacia muy dudosa, y a veces son más bien peligros porque distraen al hombre del ejercicio de su propia fuerza, y pueden debilitarle en la convicción de su poder autónomo.

Este humanismo autónomo tiene como principio una soberbia blasfema. No admitiendo otra salvación que la que proceda de las mismas fuerzas inmanentes al hombre, cierra a la humanidad en su propia miseria, y se ve obligado a considerar virtudes sus más vergonzosos vicios (Rm 1,32). Rechaza así a Cristo, la salvación «que nace de lo alto», y que procede «de las entrañas de misericordia de nuestro Dios» (Lc 1,78). Nacido y desarrollado este principio sobre todo en países de antigua filiación cristiana, ha conducido históricamente, sobre todo en la vida pública, a la apostasía de lo que llamamos Occidente, y ha contaminado más o menos múltiples actitudes y concepciones actuales no sólo en el mundo secularista, sino también en el campo cristiano, por ejemplo, en lo referente a la moral de la sexualidad y a la moral de la acción social liberadora.

Pues bien, como es lógico, todos los campos de la vida cristiana quedan completamente estériles cuando falla la fe en la gracia de Dios y la fe en la libertad del hombre:

La ascética se debilita indeciblemente cuando se duda de la fuerza de la gracia divina, e igualmente -y en esto nos fijamos más ahora- cuando el hombre duda de su propia libertad. El cristiano entonces padece sus pecados, pero en el fondo no se siente responsable de ellos, y menos aún intenta la conversión de vida, pues no creyendo en la gracia ni en la libertad, se experimenta a sí mismo como irremediable, al menos en tanto no cambien las estructuras que le condicionan negativamente. En fin, no intenta la conversión porque no la cree posible, ni tampoco necesaria, y menos urgente.

La acción apostólica, en esta perspectiva, no se atreve a intentar la conversión de los hombres -lo que exigiría una fe descomunal en la gracia y la libertad-, y deriva hacia el empeño por mejorar las estructuras. Disminuyen notable y persistentemente las vocaciones apostólicas, sacerdotales, religiosas, misioneras, cuya actividad peculiar se dirige inmediatamente al hombre, a su libertad personal, para que ésta supere con la gracia de Cristo todos los condicionamientos estructurales negativos, sin esperar a que éstos sean vencidos.

La pedagogía familiar, escolar, pastoral, sufre la tentación inevitable del permisivismo, pues la exhortación y, más aún, la corrección, sólo es posible si está fuerte la fe en la libertad.

El derecho penal no castiga en el hombre la culpa, en nombre de la justicia, sino que sólo pretende ejercitar la necesaria defensa social. Ya Dostoyevsky lamentaba en 1879 que en buena parte de Occidente el castigo penal había perdido su dimensión de expiación moral: «El criminal extranjero, según dicen, rara vez se arrepiente, porque hasta los mismos intelectuales contemporáneos lo corroboran en la idea de que el crimen no es tal crimen, sino tan sólo la protesta contra la fuerza [social] que injustamente le oprime. La sociedad lo aparta de sí, de un modo totalmente mecánico, triunfando de él por la violencia» (Los hermanos Karamásoui I,II, cp.5).

Las leyes no intentan configurar y enderezar las costumbres, esforzando las libertades de los ciudadanos, sino que se adaptan a lo que los hombres hacen en mayoría, legalizando así -positivismo jurídico- «lo que está en la calle». No se admiten tensiones entre la ley y la conducta colectiva mayoritaria, al menos en ciertos campos de la vida social.

Las opciones libres definitivas e irreversibles -matrimonio indisoluble, votos perpetuos, sacerdocio para siempre-, fundamentadas en una decisión de la libertad personal, se consideran imposibles y nefastas. No se le puede exigir al hombre que mantenga a fuerza de libertad una decisión tomada hace tiempo. (Excepción: este principio no vale en el mundo moderno cuando trata de contratos económicos).

En fin, el cielo y el infierno, desde esta misma perspectiva, entendidos como premio o castigo de conductas humanas libres, resultan simplemente inconcebibles. Creer que los actos humanos, por muchos que sean en una vida, tan infinitamente condicionados y contingentes, van a tener una repercusión eterna de premio o de castigo, exige el reconocimiento indudable de la existencia de la liberad humana. Si se duda de la libertad o se niega, cielo e infierno desparecerán sistemátimente de la predicación cristiana, y ésta se alejará así indeciblemente de la predicación de Cristo, tal como aparece en el evangelio.

Somos libres
La libertad humana puede ser conocida por la misma razón. Podemos dar pruebas convincentes de que el hombre es libre partiendo tanto de consideraciones metafísicas, como psicológicas y sociales.

-Prueba metafísica. La voluntad es una potencia racional de querer, cuyo objeto es el bien en general. Pero las cosas objeto de su elección no pueden ser sino bienes limitados y parciales. De ahí esa ontológica indeterminación del querer voluntario, en el que se fundamenta la libertad. Ninguno de los bienes de este mundo, siendo finitos, puede llegar a atraer necesariamente el querer libre del hombre. Sólo Dios, el sumo Bien, al ser perfectamente conocido, como sucede en los bienaventurados, puede atraer necesariamente la voluntad del hombre. Y es entonces cuando la libertad humana llega a ser perfecta, cuando su adhesión al verdadero bien es absoluta, sin posible desviación o falla alguna. Ninguno de los bienes de este mundo, por fascinantes que sean, y tampoco ningu de los númerosos ídolos que el Occidente ha fagricado y sigue fabricando en su creciente descomposición, ninguna de las divinidades inmanentes que propone -la Idea o el Estado totalitario hegeliano, la democracia liberal de Espinoza, etc.-, puede exigir la obediencia necesaria de nuestra libertad. Por eso únicamente la adhesión a un Dios verdadero ypersonal, infinitamente transcendente a todo lo mundano, puede garantizar la genuina libertad del hombre, y es inevitable -podemos afirmarlo a priori, pero también a posteriori- que la falta de fe en Dios traiga consigo la negación de la libertad verdadera de la persona humana.

-Prueba psicológica. Antes del acto, somos conscientes de nuestra capacidad de deliberación, considerando unos y otrosvalores y condicionamientos. En la decisión, nos sabemos dueños de nuestro acto, que no se produce necesariamente, y quepodría ser otro. También durante la ejecución nos conocemos capaces de cambiar el acto, prolongarlo o suprimirlo. Pascal Jordan dice que para Heisenberg la libertad es el hecho experimental más seguro que existe, y él mismo añae que «tenemos que considerar la libertad como un hecho demostrable y demostrado» (El hombre de ciencia ante el problema religioso, Madrid, Guadarrama 1972, 420 y 431).

-Prueba moral y social. Sabemos que las responsabilidades y las obligaciones no son ilusiones morbosas, sino vínculos reales. Y de esto la conciencia es universal en la geografía y en la historia. Sabemos que los premios y castigos, las exhortaciones, elogios y correcciones, las leyes cívicas y la exigencia real de los contratos, todo está dando un testimonio evidente de que el hombre es libre, y que su conducta general y sus decisiones concretas no están determinadas. Es tan absurda la negación de la libertad, que quienes sostienen esta negación siguen tratando a los hombres en la práctica «como si fueran libres».

Pablo VI decía: «Cuando se hace la relación de los motivos [que influyen en la voluntad] se ve que son tan irrefutables y numerosos que constituyen una especie de jaula, que no permite a la voluntad humana moverse como quiere, sino que la obligan, casi sin saberlo ella, a decidir mecánicamente de una forma concreta, y no de otra. Admitamos la existencia y la importancia de los motivos que solicitan la voluntad a orientarse en un sentido determinante, y que su efecto puede asemejarse a un resultado mecánico. Existe (sin embargo) en el hombre un margen, un amplio margen, su verdadero Yo, de indeterminación, que él solo resuelve en una decisión autónoma propia. Por restringida, por asediada e ilusa que sea, existe la libertad psicológica y moral del hombre» (16-VIII-1972).

Pero la Iglesia conoce sobre todo la libertad por la revelación de la Biblia. San Agustín afirma que Dios «reveló por sus santas Escrituras que hay en el hombre libre arbitrio de la voluntad» (ML 44,882). Es ésta en la Biblia una enseñanza constante, explícita o implícita: «Dios hizo al hombre desde el principio, y le dejó en manos de su albedrío. Si tú quieres, puedes guardar sus mandamientos» (Sir 15,14-15; +Dt 30,15-18). Por eso, porque el hombre es libre, el Señor le exhorta, le corrige, le anima, le amenaza (Is 5,4-5; Sal 7,12-13). Si el hombre no fuera libre, la Biblia entera resultaría ininteligible. En ella Dios llama a conversión, pone a prueba a los hombres (Gén 22,1-19; Ex 15,25; 16,4; 20,20; Jue 2,22; Jdt 8,25-27; Sab 3,5; Sir 2,1). ¿Qué sentido puede haber en todo eso si el hombre está determinado en su línea conductual, si no tiene poder de libertad sobre ella? El Señor premia a los fieles (Sant 1,12; Ap 3,21), reprocha a los pecadores, a los que resisten al Espíritu Santo (Hch 7,51), anuncia castigos a los malvados (Mt 23;25). ¿A qué todo eso, si no es libre el hombre?

Verdad es que la libertad del hombre admite muchos grados de perfección, y que no en todos es igual. Los no-creyentes, aunque sea a veces de modo imperfecto, son libres, pues poseen luz de razón y conciencia moral (Rm 2,14-16; LG 16). Los pecadores tienen la libertad disminuída por sus vicios, y sujeta en algún grado al Maligno (Jn 8,44; Rm 6,11; Gál 4,21-31; 2 Pe 2,19). Los justos son libres, pero no gozan de absoluta libertad (Rm 7,15-19), sino que están llamados a «la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (8,21; +Jn 8,36; Gál 5,1.13).

Hoy, como al comienzo del cristianismo, la Iglesia católica afirma ella sola la libertad del hombre, negada por el luteranismo, y rechazada o considerada con un escepticismo agnóstico, más bien inclinado a la negación, por las diversas escuelas filosóficas y psicológicas del pensamiento moderno. Una vez más cumple la Iglesia su misión de defensora de los valores humanos naturales que se ven amenazados por el error o el pecado. Cuando, por ejemplo, el mundo duda del poder de la razón para un conocimiento objetivo, la Iglesia lo afirma. Cuando la razón se oscurece en el conocimiento de ciertos aspectos de la ley natural, la Iglesia acude en su ayuda desde la fe, pues Cristo constituyó a los Apóstoles y a sus sucesores «intérpretes auténticos de toda ley moral, es decir, no sólo de la ley evangélica, sino también de la natural» (Pablo VI, enc. Humanæ vitae 25-VII-1968, 4). Ahora a la Iglesia le toca afirmar la libertad del hombre ante un mundo que habla de libertad a todas horas, pero que no cree en ella.

Que no cuenten con nosotros, los cristianos, para afirmar una libertad entendida como «individualismo, irresponsabilidad, capricho o anarquía», pero, como dice Pablo VI, si se habla de libertad «considerada en su concepto humano y racional, como autodeterminación, como libre arbitrio, estaremos entre los primeros para exaltar la libertad, para reconocer su existencia, para reivindicar su tradición en el pensamiento católico, que ha reconocido siempre esta prerrogativa esencial del hombre. Baste recordar la encíclica Libertas, de 1880, del papa León XIII. El hombre es libre, porque está dotado de razón, y como tal, es juez y dueño de las propias acciones. Contra las teorías deterministas y fatalistas, tanto de carácter interno y psicológico, como de carácter externo y sociológico, la Iglesia ha sostenido siempre que el hombre normal es libre y, por ello, responsable de las propias acciones. La Iglesia ha aprendido esta verdad no sólo de las enseñanzas de la sabiduría humana, sino también y sobre todo de la Revelación; ella ha reconocido en la libertad una de las señales primitivas de la semejanza del hombre con Dios. Cada uno ve cómo de esta premisa se deriva la noción de responsabilidad, de mérito y de pecado, y cómo a esta condición del hombre está vinculado el drama de su caída y de la redención reparadora. Así pues, la Iglesia católica ha sostenido que ni siquiera el abuso inicial que el primer hombre hizo de su libertad, el pecado original, ha comprometido en sus infelices herederos de modo total, como defendió en otro tiempo la reforma protestante, la capacidad del hombre de obrar libremente» (9-VII-1969).

Necesitamos gracia
Yavé enseña a Israel que el hombre es malo, es pecador, está inclinado al mal. Ya en los comienzos de la humanidad, vió el Señor «cuánto había crecido la maldad del hombre sobre la tierra, y cómo todos sus pensamientos y deseos sólo y siempre tendían al mal» (Gén 6,5). Por eso, cuando quiso Dios hacer un pueblo santo, comenzó por separar a Abraham de su mundo familiar (12,1), y después por sacar a Israel del mundo egipcio (Ex 3). Pero ni así, ni con exilios y desiertos, llega Israel a la santidad. «Eres infiel -le dice Yavé-, y tu nombre es Rebelde, desde que naciste» (Is 48,8). Los judíos piadosos tienen profunda conciencia de su pecado (Jer 14,7-9; Dan 3,26-45; 9,4-19), y conocen la necesidad de la gracia para salir del mal y mantenerse en el bien. Por eso la piden una y otra vez, con súplica incesante (Sal 118,10. 32-34. 133. 146).

Jesús ve igualmente a los hombres como gente mala, absolutamente necesitada de la gracia. El ha venido a salvar a los «pecadores» (Mt 9,13), y les dice abiertamente: «vosotros sois malos» (12, 34; Lc 11,13). El trae la misericordia del Padre, que «es bondadoso con los ingratos y los malos» (6,35). Los hombres, sujetos al influjo del Maligno (Jn 8,44), no podemos «nada» sin su gracia (15,5). Y también enseñan eso los Apóstoles de Jesús. Todos estábamos muertos por nuestros delitos y pecados, todos estábamos enemistados con Dios, impotentes para el bien (Rm 3,23; Ef 2,1-3; Tit 3,3). Y si dijéramos otra cosa, seríamos mentirosos, y llamaríamos mentiroso a Dios (1 Jn 1,8-10). Todos malos, pecadores, muertos; «pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros pecados, nos dio vida por Cristo: de gracia habéis sido salvados» (Ef 2,4-5).

((El pelagianismo antiguo o moderno, que niega la necesidad de la gracia para la salvación del hombre y de la humanidad, es la negación de Jesús, el Salvador, es algo horrible. «Maldito el hombre que en el hombre pone su confianza» (Jer 17,5)... Con todo, todavía hay gente que «cree en el hombre». Todavía hay cristianos que no ven a los hombres como pecadores necesitados de salvación por gracia sobrenatural, sino como gente de «buen fondo», como personas de «buena voluntad», que con un poco de empeño pueden salir adelante de sus miserias.))

San Agustín, como cualquiera de los Padres antiguos, capta vivísimamente la necesidad de la gracia, o lo que viene a ser lo mismo, la necesidad de la oración de petición, eso que los pelagianos no podían comprender: «¿Para qué pedir todas estas cosas, si ya nuestra naturaleza, creada con libre arbitrio, puede conseguirlas todas con su voluntad?» (ML 33,775). Y él les respondía desde la ingenuidad de la sagrada Escritura, en la que el Señor nos manda pedir, porque nosotros nada podemos sin la gracia divina. Y concluía orando: Señor, «toda mi esperanza está en tu inmensa misericordia. Da lo que mandas, y manda lo que quieras» (Confesiones X,29,40).

Quizá el mismo espanto del error pelagiano fue ocasión para que San Agustín comprendiera con especial claridad la necesidad de la gracia: «Es Dios quien nos despierta a la fe, nos levanta a la esperanza, nos une en vínculo de caridad. Dios, por quien vencemos al enemigo. Dios, por cuyo favor no hemos muerto totalmente. Dios, que nos exhorta a la vigilancia. Dios, por quien huímos el mal y seguimos el bien. Dios, por quien no cedemos ante las adversidades. Dios, que nos convierte, que nos desnuda de lo que no es y nos viste de lo que es. Dios, que nos hace dignos de ser oídos. Dios, que nos defiende, nos guía a la verdad, nos devuelve al camino, nos trae a la puerta, y hace que sea abierta a los que llama. Dios...» (ML 32,870-871). Dios, Dios, Dios...

La Iglesia antigua, junto a los dogmas trinitarios y cristológicos, establece muy pronto los grandes dogmas sobre la gracia de Cristo (Cartago XVI 416 y 418; Efeso 431; Arlés 475; II Orange 529: Dz 225-230, 238-249, 330-332, 398-400). Siempre, apasionadamente, el Magisterio apostólico ha enseñado la necesidad de la gracia: «Dios obra de tal modo sobre el libre albedrío en los corazones de los hombres, que el santo pensamiento, el buen consejo y todo movimiento de buena voluntad procede de Dios, pues por él podemos algún bien, y sin él nada podemos» (Indiculus 431: Dz 244). El gran concilio de Trento enseñó que la gracia da al hombre no sólo la facilidad, sino la posibilidad de ser buenos (Dz 1551). Aunque la libertad no se extinguió con el pecado original (1555), es imposible que con sus solas fuerzas el hombre se levante de la miseria del pecado (1521). La libertad, que puede resistir la gracia, puede y debe cooperar con ella (1554).

Es lo que la Liturgia nos enseña constantemente en sus bellísimas oraciones, concretamente en sus bellísimas oraciones colectas de los domingos del tiempo ordinario. Señor, danos «luz para conocer tu voluntad y la fuerza necesaria para cumplirla» (1), de modo que «podamos dar en abundacnia frutos de buenas obras» (3). «Oh Dios, fuente de todo bien, concédenos, inspirados por ti, pensar lo que es recto y cumplirlo con tua yuda» (10). «Señor, que tu gracia continuamente nos preceda y acompañe, de manera que estemos dispuestos a obrar siempre el bien» (28). «Mueve, Señor, los corazones de tus hijos, para que correspondiendo generosamente a tu gracia, reciban con mayor abundancia la ayuda de tu bondad» (34)... En fin, «concédenos la gracia, Señor, de pensar y practicar siempre el bien, y pues sin ti no podemos ni existir ni ser buenos, haz que vivamos siempre según tu voluntad» (Or. jueves I cuaresma). Éstas y otras muchas oraciones nos hacen pensar, una vez más, que la liturgia es el más perfecta Magisterio ordinario de la Iglesia. Eso que las oraciones dicen, eso es lo que el pueblo cristiano cree, y de esa fe es de la que vive.

Fe y obras
Las buenas obras son necesarias para la salvación. Dice Jesús: «en esto será glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto, y así seréis discípulos míos» (Jn 15,8). Así pues, nosotros hemos de «andar de una manera digna del Señor, procurando serle gratos en todo, dando frutos de toda obra buena» (Col 1,10). Por lo demás, al final de los tiempos vendrá el Señor «para dar a cada uno según sus obras» (Ap 22,12; +Mt 25,19-46; Rm 14,10-12; 2 Cor 5,10), y entonces «saldrán los que han obrado el bien para la resurrección de vida, y los que han obrado el mal para la resurrección de condena» (Jn 5,29).

El cristiano está destinado a la perfección, y ésta exige obras. En efecto, «la operación es el fin de las cosas creadas» (STh I,105,5), pues las potencias se perfeccionan actualizándose en sus obras propias. Por eso los cristianos, secundando la acción de la gracia divina, alcanzamos la perfección actuando las virtudes y dones en las obras que les son propias. Y si no nos ejercitáramos en las obras buenas, resistiríamos la gracia de Dios, que quiere fecundar nuestra libertad dándole una operosidad abundante, de modo que por ella lleguemos nosotros a perfección, y al mismo tiempo ocasionemos la de otros: «así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que viendo vuestras buenas obras glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos» (Mt 5,16).

Advirtamos, en todo caso, que cuando hablamos de obras nos referimos tanto a las obras externas que tienen expresión física, como a la realización de obras internas, de condición predominantemente espiritual -como, por ejemplo, orar, perdonar una ofensa, renunciar a una reclamación justa, etc.-.

((El peligro de tener muchas palabras, y pocas obras siempre ha sido denunciado por los maestros espirituales, comenzando por los mismos Apóstoles. «Dios no reina cuando se habla, sino cuando se actúa» (1 Cor 4,20). «No amemos de palabra ni de boca, sino con obras y de verdad» (1 Jn 3,18). San Juan de la Cruz advierte que «para hallar a Dios de veras no basta sólo orar con el corazón y la lengua, sino que también, con eso, es menester obrar de su parte lo que es en sí. Muchos no querrían que les costase Dios más que hablar, y aun eso mal, y por El no quieren hacer casi nada que les cueste algo» (Cántico 3,2). Santa Teresa insiste siempre: «Vosotras, hijas, diciendo y haciendo, palabras y obras» (Camino Perf. 32,8). El amor que tenemos al Señor ha de ser «probado por obras» (3 Moradas 1,7; +Cuenta conc. 51). «Obras quiere el Señor» (5 Moradas 3,11). Como dice Santa Teresa del Niño Jesús, «los más bellos pensamientos nada son sin las obras» (Manus. autobiog. X,5). Y en la más alta perfección cristiana no queda el cristiano inerte y quieto, sino que, por el contrario, es entonces cuando florece en cuantiosas y preciosas obras buenas. «De esto sirve este matrimonio espiritual, de que nazcan siempre obras, obras» (7 Moradas 4,6).

Por otra parte, la fe fiducial luterana, sin obras, o al menos no necesariamente acompañada de ellas, es una fe muerta, sin caridad, pues si la tuviera, florecería en obras buenas, y por tanto no es una fe salvífica: «la fe, si no tiene obras, es de suyo muerta» (Sant 2,17). Es, pues, una caricatura de la fe viva cristiana, que es «la fe actuada por la caridad» (Gál 5,6). En efecto, «no son justos ante Dios los que oyen la Ley, sino los cumplidores de la Ley, ésos serán declarados justos» (Rm 2,13). Tampoco basta con clamar al Señor, abandonándose pasivamente a su misericordia, pues «no todo el que dice «¡Señor, Señor!» entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 7,21). Pues bien, el campo católico de trigo no está hoy libre de la cizaña luterana. Cuando la comunión frecuente no va acompañada de la confesión frecuente, cuando la absolución sacramental se imparte y se recibe sin esperanza real de conversión, como una imputación extrínseca de justicia, cuando tantos creyentes viven tranquilamente en el pecado mortal habitual, confiados a la misericordia de Dios, que es tan bueno, ¿no estamos ante una vivencia fiducial de la fe, no se da una instalación pacífica en el simul peccator et iustus?))

Gracia y libertad
Al considerar el binomio gracia-libertad existe siempre el peligro de concebir la vida cristiana como la resultante de dos fuerzas distintas, la gracia divina y la libertad humana: cuando al impulso de la gracia se añade la energía de la voluntad libre del hombre, es cuando nace la obra buena, meritoria de vida eterna. Pero no es ésta la verdad, pues en realidad es la fuerza de Dios la que causa siempre toda la fuerza del hombre para el bien. Dios, que da continuamente a todas las criaturas el ser y el obrar, da al hombre no sólo el ser libre y el querer algo bueno, sino también el poder hacerlo y el acto en que lo realiza. En efecto, «es Dios el que obra en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 2,13). Es decir, el hombre se mueve a la obra buena cuando asiente a Dios que le mueve a ella. Pero «el que seamos obedientes y humildes [a la gracia] es don de la gracia misma», como declaró el II concilio de Orange contra los semipelagianos (a.529: Dz 377). Y por eso hemos de decir que «cuantas veces obramos bien, Dios obra en nosotros y con nosotros para que obremos» (a.529: Dz 379). Algunas explicaciones teológicas nos podrán ayudar un tanto a penetrar este misterio.

1. Dios causa todo el bien del hombre. El es la causa universal que mueve a todas las criaturas. «Dios es propiamente en todas las cosas la causa del ser mismo en cuanto tal, que es en ellas lo más íntimo de todo; y por tanto Dios obra en lo más íntimo de todas las cosas» (STh I,105,5). San Ignacio dice esto mismo cuando contempla a Dios en las criaturas, «en los elementos dando el ser, en las plantas vegetando, en los animales sintiendo, en los hombres dando entendimiento» (Ejercicios 235)...

2. La gracia de Dios es eficaz por sí misma, es decir, intrínsecamente, de tal modo que su eficacia no viene causada extrínsecamente por el acto de la voluntad humana que consiente a ella. En este sentido decía Billuart: «Que la gracia es eficaz por sí misma e intrínsecamente, con independencia del consentimiento de la criatura y de una ciencia media, lo propugnamos como un dogma teológico, conexo con los principios de la fe y próximamente definible. Y así lo sostienen con nosotros todas las escuelas, a excepción de la molinista» (De Deo, diss. VIII, a.5). En efecto, sabe la Iglesia -como ya vimos en II Orange- que obedecer a la gracia «es don de la gracia misma».

3. El hombre causa realmente sus obras. Por eso «si alguno dijere que el libre albedrío del hombre, movido y excitado por Dios, no coopera en nada asintiendo a Dios que le excita y llama para que se disponga para obtener la gracia de la justificación [o para hacer una buena obra], y que no puede disentir, si quiere, sino que, como un ser inánime, nada absolutamente hace y se comporta de modo meramente pasivo, sea anatema» (Trento 1547: Dz 1554). El hombre, bajo la acción de la gracia, es causa libre de su propia obra. El hecho de que no sea causa primera de lo que obra no significa que no obre, es decir, que no sea causa. Efectivamente, los hombres somos causas reales de cuanto obramos, pero siempre causas segundas (I,105,5 ad 1-2m).

4. La acción humana es libre. Cuando Dios da al hombre la libertad y la energía para ejercitarla bien, no está destruyendo en el hombre la libertad, sino que la está produciendo. «El libre albedrío es causa de su propio movimiento, pues el hombre se mueve a sí mismo a obrar por su libre albedrío. Ahora bien, la libertad no requiere necesariamente que el sujeto libre sea la primera causa de sí mismo; como tampoco se requiere, para que una cosa sea causa de otra, el que sea su primera causa. Dios es la causa primera que mueve, tanto a las causas naturales como a las voluntarias. Y de igual manera que al mover a las causas naturales no impide que sus actos sean naturales, así al mover a las voluntarias tampoco impide que sus acciones sean voluntarias [esto es, libres], sino más bien hace que lo sean, puesto que obra en cada cosa según su propio modo de ser» (I,83,1 ad 3m).

5. No hay, pues, contraposición alguna entre gracia y libertad. Más bien hay que decir con San Agustín que «la voluntad será tanto más libre cuanto más sana, y tanto más sana cuanto más sujeta a la misericordia y a la gracia de Dios» (ML 33,676). En el culmen de la perfección, «el hombre es libérrimo cuando únicamente Dios domina en él» (32,1320). Por eso sólo la Virgen María, por ser la Llena de gracia, es perfectamente libre. Y así, como ella, hemos de ser nosotros «libres del pecado y esclavos de Dios» (Rm 6,22).

6. El hombre es causa única del mal moral. Como dice Trento, puede no asentir a la gracia, «puede disentir, si quiere» (Dz 1554). Así pues, toda eficiencia de bien la causa el hombre con Dios, pero toda deficiencia de mal es causada sólo por la voluntad culpable del hombre, sin Dios. Todo el bien que hacemos lo realizamos los hombres bajo la moción de Dios, y lo único que podemos hacer solos, sin la asistencia divina, es el mal, es decir, el pecado. Y esta resistencia a la acción divina, por supuesto, sólo podemos hacerla en la medida en que Dios lo permite para conseguir bienes mayores. Por otra parte, mientras que en las criaturas irracionales el defecto de naturaleza ocurre las menos veces, en la especie humana el mal de culpa es lo más frecuente, ya que son más los que siguen las inclinaciones sensitivas que los que se guían por la razón (STh I,49, 3 ad 5m; 63,9 ad 1m; I-II, 71,2 ad 3m).

Vivir según la gracia de Cristo
Bajo la iniciativa continua del Señor, la vida cristiana es siempre vida de gracia, de gracia recibida y secundada por la libertad del hombre. Jamás habremos de realizar ningún bien en orden a la vida eterna sin que el Señor nos mueva interiormente a ello por su gracia. Jesucristo, nuestra Cabeza, está «lleno de gracia y de verdad», y nosotros, sus miembros, «recibimos todos de su plenitud gracia sobre gracia» (Jn 1,14.16). El Señor tiene su plan sobre nosotros, y lo va desarrollando en nosotros y con nosotros día a día, en una comunicación continua de su amor misericordioso. El nos ilumina, nos mueve, nos llama, nos trae, nos impulsa, nos guarda, nos concede, nos muestra, nos levanta, nos concede dar y hablar, o retener y guardar silencio...

Como dice el concilio II de Orange, «muchos bienes hace Dios en el hombre que no hace el hombre» -son las gracias operantes-, y «en cambio, ningún bien hace el hombre que no conceda Dios que lo haga el hombre» -son las gracias cooperantes- (Dz 390).
¿Y nosotros, qué hemos de hacer en la vida cristiana? Secundar con nuestros actos el influjo continuo de ese amor benéfico de nuestro Señor; cooperar con la gracia divina, de modo que nuestra libertad consienta siempre al impulso íntimo de su moción; dejar que ella nos lleve a donde no sabemos por donde no sabemos; abandonarnos incondicionalmente a los planes de Dios sobre nosotros, y hacerlo con toda docilidad y confianza, sin miedo alguno, sin otro miedo que el de fallar por el pecado a la acción divina en nosotros.

¿Qué he de hacer, Señor?
Es evidente que en esa perfecta fidelidad a la gracia de Cristo está el ideal de la perfección cristiana. Pero más concretamente podemos preguntarnos, como San Pablo, recién convertido: «¿Qué he de hacer, Señor?» (Hch 22,10). Este «discernimiento» espiritual habrá que hacerlo de modo diverso cuando se trate o no de obras obligatorias.

-Cuando las buenas obras son obligatorias (por ejemplo, ir a misa los domingos), no hay particular problema de discernimiento. Si Dios, por la Escritura o la Iglesia, nos ha dado un claro mandato sobre un punto concreto, o si él nos ha concedido la gracia de pertenecer a un instituto que tiene prescritas ciertas obras, debemos suponer -mientras graves razones no hagan pensar otra cosa- que él nos quiere dar su gracia para que realicemos esas obras buenas. No se presenta entonces otro problema que el de aplicarse bien al cumplimiento de esas obras, es decir, hay que procurar hacerlas con fidelidad y perseverancia, con intención recta y motivación verdadera de caridad, en actitud humilde y con determinación firmísima.

-Cuando las buenas obras no son obligatorias, al menos en una medida y frecuencia claramente determinadas por Dios y la Iglesia, es ahí cuando surge propiamente la necesidad del discernimiento. Por ejemplo, en referencia a la oración: ciertamente hemos de orar, pero ¿cuánto, cómo, cuándo, en qué proporción cuantitativa con nuestro tiempo de trabajo y de descanso?... Cinco avisos podrán ayudarnos a resolver estas cuestiones, tan importantes y frecuentes al paso de los años, en el desarrollo diario de la vida espiritual.

1. -Iniciativa divina. Hemos de hacer todo y sólo lo que la gracia de Dios nos vaya dando hacer, ni más, ni menos, ni otra cosa. Es Dios quien tiene la iniciativa en nuestra vida espiritual. Es Dios quien habita en nosotros, nos ilumina y nos mueve desde dentro. «Hemos sido creados en Cristo Jesús para las buenas obras que Dios dispuso de antemano para que nos ejercitáramos en ellas» (Ef 2,10), no en otras, por buenas que sean, pues «no debe el hombre tomarse nada, si no le fuere dado del cielo» (Jn 3,27).

Por tanto, en la total sinergía de gracia y libertad está la perfección cristiana. Los niños que van de la mano de su padre, rara vez acomodan exactamente su paso al del padre: o se dejan remolcar, o van tirando para ir más a prisa, o intentan ir en otra dirección. Nosotros, hijos de Dios, hemos de caminar por la vida llevados de la mano por nuestro Padre celestial, y debemos andar exactamente al paso que él nos lleva, ni más aprisa, ni más despacio, ni por otro camino. En esto está la perfección y la paz.

((El apego a los planes propios suele ser uno de los obstáculos principales de la vida espiritual, por buenos que esos planes sean en sí mismos, objetivamente considerados. El cristiano carnal -hablamos, por supuesto, del que intenta la perfección cristiana- está apegado a un cierto proyecto propio de vida espiritual, compuesto por una serie de obras buenas, bien concretas. Uno, por ejemplo, que valora mucho la oración, está empeñado en orar tres horas al día. Otro, muy activo, apenas deja tiempo en su vida para la oración, pues está firmemente convencido de que debe hacer muchas cosas. Sin duda, estos proyectos personales pueden ser en sí mismos inobjetables, pero con harta frecuencia no coinciden con los designios concretos de Dios sobre la persona. De aquí viene la ansiedad, el cansancio, el poco provecho espiritual, y quizá el abandono. ¿Pero quién le manda al hombre tener planes propios? Lo que tiene que hacer es descubrir y realizar el plan de Dios sobre él. Esa es la única actitud que va haciendo posible una sinergía profunda entre gracia divina y libertad humana.))

2. -Humildad y conversión. Dios manifiesta claramente su voluntad a quien sinceramente quiere conocerla y cumplirla. Dios no se esconde del hombre; es el hombre el que se esconde de Dios (Gén 3,8; 4,14), porque no quiere que la Luz divina denuncie sus malas obras (Jn 3,20). El Señor ama al cristiano, y quiere por eso manifestarle sus designios sobre él para que cumpliéndolos se perfeccione. Es el hombre el que se tapa ojos y oídos con sus apegos desordenados -a ideas, a proyectos, a personas, a situaciones-, con sus deseos y temores, y así no alcanza a conocer la voluntad de Dios.

Pero si el hombre se convierte de verdad a su Dios, y no quiere otra cosa que hacer la voluntad divina, el Señor le muestra su voluntad, se la va manifestando, quizá día a día, permaneciendo ella en el misterio, pero se la muestra, al menos de modo suficiente como para que pueda cumplirla. Es decir, en la medida en que el hombre, llevado por la gracia, va adelante en el proceso de su conversión, en esa medida va adelante en el conocimiento fácil y seguro de la voluntad de Dios sobre él, y su vida se va estableciendo en la sinergía preciosa de gracia y libertad, en la que reside la santidad y la paz.

Por eso, cuando viene la duda, a veces angustiosa, no hallaremos la solución dándole mil vueltas al asunto, consultando ansiosamente a uno y a otro, considerando los pros y los contras en una labor interminable -aunque también habrá que hacer a veces todo eso, pero con mucha paz-, sino más bien procurando que nuestra voluntad en ese asunto esté libre de todo apego desordenado, atenta a Dios, entregada incondicionalmente a su voluntad, exenta de temores y deseos concretos. Las dudas, más que con ajetreos discursivos de la mente, se resuelven con abnegación de sí mismo y oración de súplica, pues, como dice San Juan de la Cruz, «el camino de la vida es de muy poco bullicio y negociación, y más requiere mortificación de la voluntad que mucho saber» (Dichos 57).

El cristiano se centra en sí mismo (egocentrismo) cuando polariza su atención espiritual en la producción de éstas o aquellas obras buenas. Y en cambio se centra en Dios (indiferencia espiritual) cuando todo su empeño se pone en guardar una fidelidad incondicional a la gracia de Dios, sea cual fuere. Entonces es cuando, apagado el barullo de ansiedades, temores y gozos vanos, va logrando el cristiano ese tan precioso silencio interior, en el que escucha con facilidad la Voz divina, su voluntad, su mandato. Oración y abnegación llevan, pues, al hombre, con el infalible instinto del amor, al seguro y exacto discernimiento, muchas veces «sin que él sepa cómo» (Mc 4,27).

3. -Paz. La misericordia entrañable de nuestro Dios guía nuestros pasos por el camino de la paz (+Lc 1,78-79). Nuestro «Dios no es un Dios de confusión, sino de paz» (1 Cor 14,38). Cristo «es nuestra paz» (Ef 2,14). Por eso todo lo que se hace en Cristo, bajo el impulso de su gracia, se hace con paz -eso sí, con gozo o con dolor, pero ésta es otra cuestión-. Por el contrario, siempre que el cristiano hace más, o menos, o algo distinto de lo que Dios quiere hacer con él, altera o pierde su paz.

Los maestros espirituales han visto siempre en la paz el criterio principal para el discernimiento. Y en ese sentido enseña San Juan de la Cruz: «no es voluntad de Dios que el alma se turbe de nada ni padezca trabajos» (Dichos 56). Y entiende aquí por trabajos aquellos esfuerzos que hace la voluntad del hombre sin la asistencia de la gracia de Dios. «Suave es Su yugo -decía Santa Teresa-, y es gran negocio no traer el alma arrastrada, sino llevarla con Su suavidad para su mayor aprovechamiento» (Vida 11,17). La paz está en la sinergía sagrada de gracia y libertad. Pero analicemos un poco más este delicado punto.

Cuando la gracia cooperante de Dios mueve la persona a una buena obra, mueve siempre su voluntad con interior impulso, ilumina normalmente su entendimiento (en ocasiones muy poco, aunque lo bastante para conocer que Dios quiere tal obra), y no siempre estimula la inclinación de su sentimiento. Según eso, cuando la conciencia nos dice que la gracia divina impulsa nuestra voluntad a una buena obra, debemos hacerla indudablemente, vea nuestro entendimiento claro u oscuro, y sienta gozo o dolor nuestro sentimiento; da lo mismo. Ahora bien, cuando, antes de intentar una obra, o aleccionados por su ejercicio, la conciencia nos dice que la gracia no asiste nuestra voluntad para realizarla, debemos no hacerla o cesarla, vea nuestro entendimiento lo que vea, y sienta nuestro sentimiento en ello dolor o gozo; da igual.

Santa Teresa, siempre armoniosa al unir gracia y libertad, nos podrá ilustrar estos principios con algunos testimonios suyos biográficos, referidos concretamente a la vida de oración.

-Hay que hacer una obra buena, aunque cueste cruz terrible, cuando hay conciencia de que la gracia nos mueve a ella, o lo que es lo mismo, cuando creemos que la voluntad de Dios quiere mover la nuestra a ello. Siguiendo con el ejemplo de la oración: «Muy muchas veces, algunos años, tenía [en la oración] más cuenta con desear se acabase la hora que tenía por mí de estar, y escuchar cuando daba el reloj, que no en otras cosas buenas; y hartas veces no sé qué penitencia grave se me pusiera delante que no la acometiera de mejor gana que recogerme a tener oración. Y es cierto que era tan incomportable la fuerza que el demonio me hacía, o mi ruin costumbre, que no fuese a la oración, y la tristeza que me daba entrando en el oratorio, que era menester ayudarme de todo mi ánimo (que dicen no le tengo pequeño) para forzarme, y en fin me ayudaba el Señor. Y después que me había hecho esta fuerza, me hallaba con más quietud y regalo que algunas veces que tenía deseo de rezar» (Vida 8,7; otro ejemplo similar, cuando se fue al monasterio: «no creo será más el sentimiento cuando me muera»: 4,1-2).

-No debe hacerse una obra buena, cuando la conciencia nos dice que la gracia no nos asiste para hacerla, o lo que es igual, cuando llegamos al convencimiento honesto de que no quiere Dios que la hagamos. Supongamos, por ejemplo, que «el maestro que enseña [oración] aprieta en que sea sin lectura; si sin esta ayuda le hacen estar mucho rato en la oración, será imposible durar mucho en ella, y le hará daño a la salud si porfía, porque es muy penosa cosa. [Yo] si no era acabando de comulgar, jamás osaba comenzar a tener oración sin un libro, y los pensamientos perdidos, con esto los comenzaba a recoger, y como por halago llevaba el alma. Y muchas veces en abriendo el libro, no era menester más; otras leía poco, otras mucho, conforme a la gracia que el Señor me hacía» (4,9). Y en ocasiones, ni con libro ni sin libro. Entonces, «no digo que no se procure [tener oración] y estén con cuidado delante de Dios, mas que si no pudieran tener ni un buen pensamiento, que no se maten. Siervos sin provecho somos, ¿qué pensamos poder?» (22,11).

4.-Discreción. Haya en todo discreción. Cuando la intención de hacer algo procede de Dios, «trae consigo la luz, y la discreción y la medida. Este es punto importante para muchas cosas, así para acortar el tiempo de la oración -por gustosa que sea- cuando se ven acabar las fuerzas corporales o hacer daño a la cabeza. En todo es muy necesario discreción» (Camino Perf. 19,13). Cierta impotencia para orar, al menos en buenos cristianos, «muy muchas veces viene de indisposición corporal. Entiendan que son enfermos; múdese la hora de la oración, pasen como pudieren este destierro. Con discreción, porque alguna vez el demonio lo hará; y así está bien que, ni siempre se deje la oración cuando hay gran distraimiento y turbación, ni siempre atormentar el alma a lo que no puede. Otras cosas hay exteriores, de obras de caridad y de lectura, aunque a veces no estará ni para esto. Nadie se apriete ni aflija. Ya se ve que si el pozo no mana, nosotros no podemos poner el agua. Verdad es que no hemos de estar descuidados, para que cuando la haya, sacarla» (Vida 11,16-18).

((El discernimiento espiritual nunca ha de realizarse en clave meramente cuantitativa, haciendo «de más» (como la oración es tan buena, cuanto más tiempo le dedique, mejor). Nunca el criterio cuantitativo, en cierto modo automático, es principio válido de discernimiento espiritual. En todo es preciso siempre la discreción, es decir, el discernimiento espiritual consciente y libre, que según los casos requerirá consulta, y siempre oración meditativa y suplicante. Si Dios quiere darnos una hora diaria de oración, y nosotros hacemos tres, nuestra oración es más o menos carnal durante al menos dos horas, pues entonces no viene del Espíritu, que para esas dos horas quiere darnos otras obras buenas, que nosotros resistimos y frustramos. Ya San Juan de la Cruz avisa: «¿Qué aprovecha dar a tu Dios una cosa, si él te pide otra? Considera lo que Dios querrá y hazlo, que por ahí satisfarás mejor tu corazón que con aquello a lo que tú te inclinas» (Dichos 72). «No pienses que el agradar a Dios está tanto en obrar mucho como en obrarlo con buena voluntad, sin propiedad», sin apego (58).))

5. -Cruz. En la duda, hemos de inclinarnos a lo que más nos une a la cruz de Cristo. El Señor nos dijo «es estrecha la puerta y angosta la senda que lleva a la vida, y que pocos son los que dan con ella» (Mt 7,14). Así pues, en la duda, debemos inclinarnos «más a lo dificultoso que a lo fácil, a lo áspero que a lo suave, y a lo penoso de la obra y desabrido que a lo sabroso y gustoso de ella, y no andar escogiendo lo que es menos cruz, pues es carga liviana; y cuanto más carga, más leve es llevada por Dios» (Cuatro avisos 6; +Avisos 162).

Unas veces la gracia de Dios nos impulsa a lo que nos es grato y otras a lo que nos disgusta y duele; por tanto no podemos hallar en lo grato y lo ingrato un criterio de discernimiento espiritual. En ese sentido, San Juan de la Cruz avisa: «jamás dejes las obras por la falta de gusto o sabor que en ellas hallares... ni las hagas por sólo el sabor o gusto que te dieren» (Cautelas 16). Ahora bien, tengamos en cuenta que somos pecadores, y que nuestra expiación penitencial suele ser vergonzosamente insuficiente; procuremos con amor participar más de la pasión del Señor para la redención de los hombres (+Col 1,24); reconozcamos que más peligro de afección desordenada solemos hallar en lo atractivo que en lo repulsivo; recordemos que Jesús prefirió la pobreza a la riqueza... Y así, por amor al Crucificado, cuando se nos presente realmente una duda entre dos caminos, uno ancho y otro estrecho, prefiramos el estrecho.

La infancia espiritual
«Hace ya mucho tiempo que no me pertenezco a mí misma -es la voz de Santa Teresa del Niño Jesús-; me entregué totalmente a Jesús. Por lo tanto, él es libre para hacer de mí lo que le plazca» (Manus. autobiogr. IX,23). A esta Santa, grande y mínima, le fue dado expresar con singular elocuencia la gratuidad de la gracia, la iniciativa continua del amor de Cristo, el abandono heróico y fecundo en la Providencia, siempre solícita y activa, la unión perfecta del amor con la humildad, la conciencia simultánea de la propia impotencia y de la potencia infinita de la misericordia de Dios, que se complace en obrar sus maravillas en los peque��os...

Teresa del Niño Jesús nos fue dada por Cristo como una medicina especialmente preparada por Él para curarnos de nuestro orgulloso voluntarismo, unas veces activista y otras perezoso, pero siempre egocéntrico; para librarnos de la fascinación de la «pléyade de teólogos nuevos y brillantes», o de la confianza puesta en la eficacia de los métodos («ver, juzgar y actuar», o cualquier otro), o de las esperanzas depositadas en «la nueva ola de jóvenes obispos», que van a provocar una «nueva primavera de la Iglesia»...

Teresa del Niño Jesús, completamente ajena a todo este imbécil triunfalismo de lo humano, «desde hace mucho tiempo ha comprendido que Dios no necesita de nadie para hacer el bien en la tierra» (IX,6). El Señor, al santificarnos y al hacernos apóstoles suyos, nos toma, sí, como instrumentos de su gracia, pero no porque nos necesite, sino por puro amor misericordioso, por asociarnos a su obra, por comunicarnos la dignidad de causas, que actuamos en nosotros mismos y en el mundo bajo la potencia de su gracia.

Pero entonces elige a los humildes, es decir, a los que son bien conscientes de ser causas segundas, a los que no esperan nada de su propio saber y poder, y en cambio lo esperan todo del amor misericordioso de Dios. Y no los elige porque son humildes, sino que les da la humildad, como primera gracia que abre a todas las otras. Santa Teresa del Niño Jesús puede ser hoy para los cristianos, como decía Pío XII, «un reencuentro con el Evangelio, con el corazón mismo del Evangelio» (radiom. 11-VII-1954), pues «quien no acepte el Reino de Dios como un niño, no entrará en él» (Mc 10,15).


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