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JOSE MARIA IRABURU Evangelio y utopía: Introducción

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Evangelio y Utopías cristianas romper cadenas

 

«Veinte años llevaba el director de la línea férrea de Z. B. J. deseando disponer de un rato para sentarse a la mesa de su escritorio y coger la pluma, hasta que anteayer tuvo ocasión de hacerlo» (Anton Chejov).

«Evangelio y utopía»

Evangelio y utopía viene a ser una continuación de mi libro De Cristo o del mundo (1997 = Cto.-M); pero también de otros escritos míos recientes, como Sacralidad y secularización (1996), El matrimonio en Cristo(1996), y Caminos laicales de perfección (1996). Todos los cuales, a su vez, son desarrollos de temas que ya aparecen más o menos en el libro que escribí con José Rivera (+1991), Síntesis de espiritualidad católica(19944 = Sint. EspCat). Por eso, en la obra presente aludiré a veces, sin mayores desarrollos, a enseñanzas de la espiritualidad católica, que en otros lugares he tratado con más amplitud.

Evangelio y utopía es un tema que vengo meditando, estudiando y conversando desde hace muchos años. Como cursillo de licenciatura, lo he expuesto varias veces en Burgos, en la Facultad de Teología. Pero solamente ahora me ha concedido Dios ponerlo por escrito. Deo gratias.

Utopía

Utopía es una palabra llena de sugerencias, un verdadero calidoscopio de acepciones diversas. Es, en primer lugar, el título de un libro escrito por el inglés Tomás Moro en 1516. Y en seguida, la utopía vino a ser un género literario bastante abundante, dedicado a criticar la sociedad presente y a diseñar otras ideales, no realizadas.

Entre los sociólogos actuales hallamos una nueva significación: ellos hablan de «comunidades utópicas» o de «experiencias sociales utópicas». Se trata en este caso de asociaciones humanas, libremente constituídas, que, en uno u otro grado de convivencia, intentan formar ya ahora dentro de la sociedad, sin pretender reformarla, un microorden social distinto y mejor.

Este último sentido parte de una etimología legítima y muy sencilla. Topos significa en griego «lugar». Las ideas y costumbres prevalentes en un cierto tiempo y lugar formarán, pues, el mundo tópico. Por el contrario, utopía significa «no lugar» o, si se quiere, «situación inexistente». Utópicos serán, por tanto, los modos de pensar, de obrar y de organizar la vida distintos del mundo tópico, y supuestamente mejores. Todo este planteamiento se adapta, en principio, perfectamente al impulso evangélico renovador, que han de vivir las comunidades cristianas dispersas por el mundo tópico.

Utópico, como irrealizable: acepción prohibida

Con frecuencia, sin embargo, utopía significa hoy un sueño de perfección imposible, y utópico viene a ser para muchos sinónimo de irrealizable. Esta acepción, sin embargo, no será usada nunca en el libro presente. Es, por supuesto, legítima, pero en el contexto de estas páginas no puede servirnos, pues nos llevaría a muchas ambigüedades y equivocaciones.

En efecto, en el mismo orden natural de la sociedad humana, ¿qué ha de considerarse utópico, es decir, irrealizable? Hace uno o dos siglos, por ejemplo, en ciertos lugares la jornada laboral de ocho horas podría ser considerada como una reivindicación social utópica, es decir, irrealizable. Hoy se ha conseguido esa meta sobradamente, de tal modo que habría sublevaciones sociales durísimas si se pretendiera hacer trabajar ocho horas diarias a los obreros... ¿Qué es, pues, para la sociedad humana una utopía o una posibilidad real?

De hecho, en la historia de la humanidad, cuántas ideas fueron tenidas por irrealizables y tachadas de utópicas... hasta que se vieron realizadas bajo el impulso de unos pocos que, obstinadamente, creían en su posibilidad. Y cuántos altos proyectos -por ejemplo, la eliminación del hambre en el mundo- no se realizan hoy y se tachan de utópicos, no porque técnicamente sean imposibles -son perfectamente posibles-, sino porque no se quiere hacer todo aquello que llevaría ese sueño a la realidad.

Karl Mannheim (1883-1947), en su famosa obra Ideología y utopía, considera estas cuestiones en una clave predominantemente política, que aquí, como he dicho, no nos interesa. Para él, como dice Ruyer (54), «ideología y utopía son igualmente míticas: la ideología expresará el mito justificador de la situación presente y de la clase que está en el poder; la utopía, el mito revolucionario de las clases que quieren cambiar el presente y hacer el porvernir».

Sí nos interesa, en cambio, recordar cómo explica Mannheim esa instintiva aversión que todo conservador experimenta hacia la utopía. A su entender, se da, en efecto, «una ceguera hacia las utopías» en quienes representan el orden vigente, pues son incapaces de comprender que «es posible que las utopías de hoy se conviertan en las realidades de mañana: "las utopías, a menudo, no son más que verdades prematuras" (les utopies ne sont souvent que des verités prématurées, Lamartine). Siempre que una idea es motejada de utópica, lo es, por lo general, por el representante de una época que ya ha pasado... Es siempre el grupo dominante, que está completamente de acuerdo con el orden existente, el que determina lo que debe ser considerado como utópico» (Ideología 273. 280).

Lo imposible se hace posible en Cristo

Pero, sobre todo, cuando entramos en el orden de la gracia, es decir, de la vida nueva en Cristo, el nuevo Adán de la nueva humanidad, ¿dónde podemos situar los límites de lo posible y de lo irrealizable? ¿Qué bien, personal o comunitario, por grande que sea, podrá ser considerado peyorativamente como utópico, en el sentido de irrealizable?

Ya en el comienzo mismo de la plenitud de los tiempos, el ángel Gabriel le dice a la Virgen María: «nada hay imposible para Dios» (Lc 1,37). Se ha abierto la puerta de la gracia, que introduce el cielo en la tierra. A la Virgen y a todos nos dice siempre el Evangelio: «lo que es imposible para los hombres es posible para Dios» (18,27), y es posible para sus hijos, llamados por Él a vivir la suprema novedad de su gracia.

En tiempos de Cristo, por ejemplo, a los mismos apóstoles les pareció algo imposible el matrimonio monógamo e indisoluble, puesto que entonces ni judíos ni paganos lo vivían (Mt 19,3-12). Luego se ha visto que millones de laicos cristianos, sin ser todos unos héroes, eran capaces de vivirlo con la gracia de Cristo. O la esclavitud: ¿quién podría tener antiguamente la audacia de esperar -y de procurar- que la esclavitud, vigente en todas las naciones, desapareciera? ¿No sería algo utópico? ¿El mismo Aristóteles no juzgaba que la esclavitud era conforme a la naturaleza humana?... Sin embargo, la Cristiandad medieval acabó con la esclavitud, por la gracia de Cristo. Y actualmente los mismos que todavía practican la poligamia o que tienen de hecho esclavos, viven vergonzantemente su realidad aberrante, vieja, históricamente superada, y no se atreven a presentarse en el mundo «civilizado» con sus concubinas y siervos.

Ascética, utópica y política

Aunque no soy aficionado a los neologismos -no pocas veces innecesarios y pedantes-, al menos en este libro, y sin pretensión alguna, me permito distinguir entre la ascética, que busca la perfección de la persona, la política, que pretende el mayor bien de la sociedad, y, a un nivel intermedio, la utópica, que trata de la vida perfecta de los grupos formados en libre asociación: un cierto número de personas o familias asociadas.

La adscripción a la sociedad, en efecto, se produce en modos que pueden considerarse necesarios. Mientras que la afiliación a grupos, asociaciones y movimientos, se produce en una libre elección, por la que se busca al mismo tiempo el perfeccionamiento personal, el bien de la comunidad que así se forma, y a través de todo ello, el bien de la sociedad global.

En modo alguno aspiro a que este uso, un tanto neologista, de la tríada ascética, utópica y política haga fortuna. No lo deseo y, por supuesto, no lo espero. Me sirvo en este libro de la noción de utopía -sólamente en este libro: sin que siente precedente ni siquiera para mí- porque creo hallar en ella un centro sugestivo, en torno al cual podemos tratar de una constelación de temas, relacionados entre sí.

Por lo demás, como podrá advertirse fácilmente, a lo largo de este estudio doy con cierta frecuencia al vocabulario de la utopía un sentido bastante amplio y flexible, para referirme con él a todas las coordenadas mentales y conductuales, aunque sólo afecten a una persona, que entran en contraste patente con las ideas y costumbres del mundo tópico.

La perfección evangélica en religiosos y laicos

Las comunidades cristianas de religiosos, a lo largo de los siglos, han mostrado en la práctica la inmensa fuerza utópica del Evangelio de Cristo; aunque, integradas por hombres, hayan estado sujetas tantas veces a infidelidades y mediocridades. Pero es sobre todo en el campo de los laicos donde las posibilidades utópicas del Evangelio se han visto muy insuficientemente exploradas y realizadas. Todo hace pensar que, con gran frecuencia, hasta los laicos que pretenden asociadamente la perfección aceptan en una medida excesiva las formas de vida del mundo, frenando así -inconscientemente, pero con gran eficacia- la fuerza renovadora del Espíritu Santo.

Pues bien, en Evangelio y utopía pretendo considerar esta grave cuestión. Es éste un libro que tiene sentido por sí mismo, pero en realidad, como ya he dicho, es una continuación de mi anterior obra De Cristo o del mundo. En ella recordé con insistencia que los cristianos «no somos del mundo», como no lo es Cristo, y que, por tanto, no hemos de configurar nuestra vida según las ideas y las costumbres del mundo, sino según los pensamientos y los caminos de Dios, que son muy distintos (+Jn 15,19; Rm 12,2; Is 55,8). La vida cristiana, también la de los laicos, no ha de ajustarse, pues, al mundo tópico, sino al Evangelio utópico.

También allí traté de deshacer con todo empeño la gran trampa mental en la que caen aquellos laicos que se sacuden las enseñanzas evangélicas de Cristo alegando que ellos «son seculares y no religiosos». Desde el nacimiento mismo de los religiosos, en el siglo IV, funciona con frecuencia esta trampa, ya denunciada entonces por San Juan Crisóstomo (+407) y otros maestros espirituales. Estos laicos rechazan así preciosos impulsos del Evangelio, quedando, sin embargo, en buena conciencia (Cto.-M 50ss).

A estos seglares, por ejemplo, les parece muy bien que los religiosos lo posean todo en común -para eso «son religiosos»-; pero, al menos si disfrutan de una buena situación económica, en modo alguno aceptan que también Dios les llama a ellos a alguna manera habitual de comunicación de bienes materiales. Esta comunicación, como sabemos, es recomendada por Cristo y por los Apóstoles, y practicada por las primeras comunidades cristianas -en las que, por cierto, no había propiamente «religiosos», sino laicos-; pero a ellos les parece utópica y se sienten excusados de pretenderla. Ellos «son seculares» y, según su entender, eso les autoriza -más aún, les obliga en conciencia- a aceptar los modos de propiedad usuales en el «sæculum», esto es, en el mundo. Y como en la propiedad de bienes, en casi todo lo demás.

A quien esté afectado por tales sofismas todas las páginas que siguen en esta obra le van a parecer «utópicas», en el peor sentido del término: algo «irrealizable», «una exageración», un atentado a «la vocación secular» de los laicos, una traición, incluso, a su deber de «encarnarse» en el mundo tópico, tal como es, para obrar precisamente como «fermento» en la masa... ¿Pero, Señor mío, qué acción tendrán sobre la masa los laicos que no son fermento, distintos de la masa, sino pura masa?

Los males del mundo

El impulso utópico nace en buena parte de una crítica profunda del mundo presente. Tienen razón Moos y Brownstein cuando dicen:

«La especulación utópica no se da en un vacío histórico. Los escritores utópicos tienen una aguda conciencia de los defectos de las estructuras sociales existentes. Una utopía es la crítica del sistema social vigente. En la mente del escritor utópico, la función crítica sobrepasa a veces la función de diseño social» (25-26).

Ahora bien, ¿es posible medir de alguna manera los males del mundo? ¿Hay alguna posibilidad de hacerlo o todo queda sujeto en esto a optimismos o pesimismos subjetivos?... Toda medida se hace siempre por comparación.

1º.- Podríamos, pues, comparar la realidad presente con lo que debería ser: así en la tierra como en el cielo; pero de ahí no sacamos mucho, ya que, aunque es cierto que existen en la historia humana épocas mejores y peores, todas ellas distan tanto del Reino celeste, que vienen a resultar todas semejantemente malas. Por decirlo con un ejemplo: los hombres altos y los bajos están del sol a una distancia semejante.

2º.- Podríamos establecer la comparación con lo que ha sido en otros tiempos; pero si nos es difícil evaluar los males presentes, aún más difícil nos es considerar la gravedad de los males pasados; y además, es difícil evitar la tentación de pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor (Ecl 7,10).

3º.- En fin, también se podría hacer la comparación con lo que podría ser, dadas las presentes circunstancias de naturaleza y de gracia; pero ¿cómo saber lo que hoy podría ser? Lo que hoy es, de hecho, ¿no parece denunciar como ilusorio lo que gratuitamente consideremos que podría ser?

No es fácil, como se ve, esta cuestión. Por otra parte, la evaluación del mal del mundo depende de la visión que se tenga del hombre.

Si el hombre es bueno, si el mito de «el buen salvaje», tan frecuente entre los utopistas no cristianos, es real, entonces el mundo aparece como una situación inadmisible: «¿cómo ha podido el mundo venir a una situación tan mala, siendo el hombre en el fondo bueno? El mal del mundo es intolerable. La culpa la tienen las estructuras. La revolución es urgente».

Verdad es que una cierta intolerancia alérgica hacia el mundo malo denota a veces un fondo de ingenuo optimismo rousseauniano: desconocimiento del pecado original. En este sentido, nuestro siglo es más bien pesimista. En otros tiempos hubo más alegría de vivir. Los hombres de hoy no pierden ocasión de echar pestes del mundo actual. Es casi una moda.

Pero si el hombre es malo, por el contrario, los males del mundo no parecen tan espantosos: «¿qué otra cosa se esperaba, siendo el hombre como es?... Y después de todo, si hay criminales, son más los hombres honrados; si hay violentos, son más los pacíficos, etc. La sociedad cuida de los pobres, de los inválidos, de los ancianos. No está tan mal el mundo».

Los males del mundo moderno

La fuerza espiritual del utopismo nace al mismo tiempo del rechazo del mundo presente, considerado inadmisible, y del impulso esperanzado hacia un mundo mejor, que es visto como posible, por la gracia de Cristo. Por eso, concretamente, ninguna renovación cabe esperar de quienes ven como tolerables los males del mundo moderno, o de aquellos que incluso lo ven con relativa aprobación: «vamos bien; no todo está bien, por supuesto, pero podremos superar los males avanzando más por el mismo camino que seguimos: vamos bien». De éstos decía Unamuno, en la conclusión de Don Quijote en la tragicomedia europea contemporánea: «los únicos reaccionarios son los que se encuentran bien en el presente».

Pues bien, en la casi imposible tarea de evaluar los males del mundo actual hemos de atenernos a los juicios históricos del Magisterio apostólico (+Cto-mundo 133-134, 145, 155-156). Y también al juicio de los santos, teniendo en cuenta en esto, eso sí, que los santos han considerado siempre con horror los males del mundo de su tiempo. Así Santa Teresa de Jesús (+1582):

«¡Qué señorío tiene un alma que el Señor llega aquí [a la luz de la contemplación], que lo mira todo sin estar enredada en ello!; ¡qué corrida está del tiempo que lo estuvo, qué espantada de su ceguedad, qué lastimada de los que están en ella, en especial si es gente de oración y a quien Dios ya regala! Querría dar voces para dar a entender qué engañados están... Ve que es grandísima mentira y que todos andamos en ella... No hay ya quien viva, viendo por vista de ojos el gran engaño en que andamos y la ceguedad que traemos... ¡Oh, qué es un alma que se ve aquí, ver esta farsa de esta vida tan mal concertada! Todo la cansa, no sabe cómo huir; vése encadenada y presa; anda como perdida en tierra ajena» (Vida 20,25-26; 21,4.6).

Es común en los santos una captación muy viva de los males del mundo. Ellos ven lo que muchos otros no alcanzan a ver en esto. En todo caso, yo ahora no quiero describir aquí los grandes males del mundo actual -ateísmo, abortos, guerras, injusticias, lujuria, filosofía necia, leyes perversas-, pues bastante he tenido que tratar de ellos en De Cristo o del mundo (VI p.). Pero sí he de recordar y mantener aquí brevemente lo allí afirmado: «la depravación es hoy mayor que nunca» (San Claudio La Colombière, +1682: 120); «nunca ha estado el mundo tan corrompido como hoy» (San Luis María Grignion de Montfort, +1716: 123).

Años después, San Pablo de la Cruz (+1775): «¿qué podemos hacer de este mundazo, donde no se respira otra cosa que un aire de pecado que apesta?» (Cta. a hija de la Sra. Ercolani 19-VI-1762). «Les recuerdo, y quisiera escribirlo más con lágrimas de sangre que con tinta, que este pobre mundo está inundado casi por todas partes de iniquidad y que Dios se halla sobre manera ofendido [... ] ; se ve tan ofendido, despreciado y ultrajado por la mayor parte de los cristianos» (Cta. a hnas. Valerani 12-VII-1742). Y hace un siglo, lo mismo piensa de su tiempo San Antonio María Claret (+1870): «El mundo siempre ha sido mundo inmundo, pero en el día está asqueroso y puesto en entera malignidad. Nos amenazan grandes calamidades. España está fatal y cada día se pone peor... El carro del mal corre como el vapor [va como un tren], y el curso del bien está completamente paralizado» (Cta. al P. Galdácano 8-II-1858).

Recuerdo, pues, ahora esa verdad; pero también reafirmo aquí la actual necesidad urgente de expresar esta verdad respecto del mundo presente (156-157). Parte integrante del mal presente del mundo es el silencio actual de los cristianos sobre el mismo. Sin clara conciencia del mal del mundo moderno, los cristianos, y concretamente los laicos, no tendrán mayor inconveniente en hacerse cómplices en mayor o menor medida de sus ideas y costumbres. No tendrán discernimiento prudente a la hora de evitar las innecesarias ocasiones de pecado. Tampoco podrán buscar por la evangelización la salvación de un mundo extraviado, pues el Evangelio se inicia llamando con urgencia a conversión; pero no hay llamada a conversión si no hay conciencia viva de los pecados del mundo. Y desde luego, sin esa clara conciencia queda frenado todo impulso renovador del pueblo cristiano en su misma raíz.

Sin embargo, el Señor va mostrando a aquellos fieles y grupos cristianos más dóciles que, a medida que va degradándose la vida del mundo, se va haciendo cada vez más inviable un cristianismo tópico, y que dar acogida y realización al impulso utópico del Evangelio, en formas personales o asociadas, no es ya un lujo, sino una necesidad.

«Vino nuevo en odres nuevos»

«Al vino nuevo, odres nuevos» (Mt 9,17). Estas palabras de Cristo son siempre verdaderas, pero se hacen especialmente urgentes cuanto peor está el mundo. El utopismo de los religiosos es evidente: ellos, al dejar el mundo, dejan los odres viejos, y echan el vino del Espíritu en los odres nuevos de un nuevo régimen de vida. Es el utopismo evangélico de los laicos el que resulta mucho más problemático. Y por eso en este libro hemos de considerarlo con muy especial atención.

En efecto, los cristianos laicos están llamados por una altísima vocación divina a vivir una vida nueva, la vida en Cristo, no sólo en lo interior de sus conciencias, sino también en las formas exteriores de sus costumbres. El Espíritu Santo, que renueva la faz de la tierra, quiere que también ellos, como los religiosos, salgan del mundo tópico y entren de lleno en la maravillosa utopía del Evangelio. No será, por supuesto, una salida física, sino espiritual, pero producirá efectos bien reales, visibles y comunitarios.

Como siempre, y hoy más, es urgente que el pueblo cristiano salga de Egipto al desierto, camino de la Tierra Prometida. Es absolutamente necesario que el vino nuevo del Espíritu sea vertido en el odre de costumbres y formas de vida realmente nuevos, porque si no, se echan a perder el vino y los odres. Ya no es posible -ni lo ha sido nunca- vivir como los mundanos. «Se ha cumplido el tiempo, y el reino de Dios está próximo: arrepentíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). Mirad que «si no hiciéreis penitencia, todos igualmente moriréis» (Lc 13,3.5). Por tanto,

«no os unáis en yunta desigual con los infieles. ¿Qué tienen en común la justicia y la iniquidad, o la luz y las tinieblas? ¿Qué entendimiento puede haber entre Cristo y Belial? ¿O qué unión entre el creyente y el que no cree? ¿Qué acuerdo entre el templo de Dios y los ídolos? Pues vosotros sois templo de Dios vivo... Por eso, salid de en medio de esa gente y apartaos, dice el Señor; no toquéis nada impuro, y yo os acogeré, y seré para vosotros padre, y vosotros seréis mis hijos y mis hijas, dice el Señor todopoderoso» (2Cor 6,14-18).

 

 


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