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 Ética: Cuestiones fundamentales

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Robert Spaemann 

Robert Spaeman filósofo

 

ÍNDICE

I.      Ética filosófica o ¿son relativos el bien y el mal?

II.    Educación o el principio del placer y de la realidad

III.   Formación o el propio interés y el sentido de los valores

IV.   Justicia, o yo y los otros

V.    Convicción y responsabilidad o ¿el fin justifica los medios?

VI.   El individuo o ¿hay que seguir siempre la conciencia?

VII.  Lo absoluto o ¿qué convierte una acción en buena?

VIII. Serenidad o actitud ante lo que no podemos cambiar

 

 

I. Ética filosófica o ¿son relativos el bien y el mal?

 

La pregunta por la significación de los términos bien y mal, bueno y malo, pertenece a las cuestiones más antiguas de la filosofía. Pero, ¿no pertenece también a otras disciplinas? ¿No se va al médico para preguntarle si se puede fumar? ¿No hay psicólogos que aconsejan en la elección de profesión? ¿Y no le dice a uno el experto en finanzas: es bueno que cierre Ud. un contrato de ahorro para la construcción; el próximo año estará peor el asunto de las primas, y será más largo el período de espera? ¿Dónde surge exactamente lo ético, lo filosófico?

Prestemos atención al modo cómo se emplea la palabra bueno en el contexto citado. El médico dice: "es bueno que Ud. se quede un día más en la cama". Estrictamente, al usar la palabra bueno debería añadir dos cosas; debería decir: "es bueno para Ud. y añadir: "es bueno para Ud. en el caso de que lo que quiera ante todo sea ponerse bueno". Estas añadiduras son importantes, pues en el caso de que alguien planee, por ejemplo, un robo con homicidio para un determinado día, entonces, consideradas todas las cosas, resulta sin duda mejor, si "pesca" una pulmonía que le impide acometer su empresa. Pero puede ocurrir que, por tener que llevar a cabo un día algo importante e inaplazable, no hagamos caso al médico que nos manda hacer reposo en cama, y aceptemos el riesgo de una recaída en la gripe. A la pregunta de si es bueno actuar así, el médico, como tal, no puede pronunciarse en absoluto. "Bueno" significa para él, según su modo de hablar, que es bueno si de lo que se trata ante todo es de su salud. Decir eso es de su competencia. Como persona, pero ya no en su calidad de médico, puede decir que, en mi caso, debo tener en cuenta ante todo la salud.

Y si yo quiero despilfarrar el dinero, o dárselo a un amigo que lo necesita de modo apremiante, en lugar de colocarlo en un contrato de ahorro para la construcción, el experto financiero no puede decir nada al respecto. Si él dijera "bueno", entonces estaría pensando: bueno para Ud. si es que se trata ante todo de agrandar su peculio a plazo más largo.

En todos estos buenos consejos, la palabra "bueno" significa tanto como: "bueno para alguien en un determinado sentido", y entonces puede ocurrir que la misma cosa resulte, bajo diversos aspectos, buena o mala para la misma persona. Hacer muchas horas extraordinarias es bueno, por ejemplo, para subir el nivel de vida, pero es malo para la salud. Puede ser también que la misma cosa sea buena para uno y mala para otro; así la construcción de una carretera puede ser buena para los automovilistas y mala para los vecinos, etc.

Pero también usamos la palabra "bueno" en un sentido, por así decir, absoluto, o sea, sin añadir un "para", o "en determinado sentido". Este significado cobra actualidad siempre que se da conflicto de intereses o de puntos de vista; también cuando se trata del interés o de los puntos de vista de una misma persona, por ejemplo, los del nivel de vida, la salud o la amistad. Surgen entonces dos cuestiones: ¿qué cosa es realmente y de verdad buena para mí? ¿Cuál es la jerarquía exacta de los puntos de vista? La otra cuestión es: en caso de conflicto, ¿qué bien o qué interés debe prevalecer? Para decirlo ya de antemano: una verdad pertenece a las ideas fundamentales de la filosofía de todos los tiempos, a saber, que a la hora de su solución ambas cuestiones no son independientes. Pero de ello hablaremos más tarde. En cualquier caso, decimos que la reflexión sobre estas cuestiones es de carácter filosófico.

Pero lo primero que debemos dejar bien claro es la justificación de tales preguntas, precisamente por ser éstas impugnadas una y otra vez. Siempre nos encontramos con la misma afirmación de que los problemas éticos no tienen sentido porque no se les puede dar respuesta. Las proposiciones de la Ética no serían susceptibles de verdad. En el campo de lo "bueno para Juan desde el punto de vista de la salud, o de lo "bueno para Pablo desde el prisma del ahorro de impuestos" se pueden hacer razonamientos de validez general; pero cuando la palabra   bueno se toma en un sentido absoluto, entonces, por el contrario, las afirmaciones se hacen relativas, dependientes del ámbito cultural, de la época, del estrato social y del carácter de los que usan esas palabras.Valores - buscar lo que me gusta Y, presuntamente, esta opinión puede apoyarse en un rico material de experiencia: ¿no existen culturas que tienen por buenos los sacrificios humanos? ¿No hay sociedades que mantienen la esclavitud? ¿No concedieron los romanos al padre el derecho de exponer al hijo recién nacido? Los mahometanos permiten la poligamia, mientras que en el ámbito de la cultura cristiana sólo se da como institución el matrimonio monógamo, etc.

Que los sistemas normativos son en gran medida dependientes de la cultura, es una eterna objeción frente a la posible exigencia de una Ética filosófica, es decir, una objeción a la discusión racional sobre el significado absoluto, no relativo, de la palabra "bueno".

Pero esta objeción desconoce que la Ética filosófica no descansa en la ignorancia de esos hechos. Todo lo contrario. La reflexión racional sobre la cuestión de lo bueno con validez general comenzó, precisamente, con el descubrimiento de esos hechos; en el siglo V antes de Cristo eran ya ampliamente conocidos. Procedentes de viajes, corrían entonces en Grecia noticias que contaban cosas fantásticas de las costumbres de los pueblos vecinos. Pero los griegos no se contentaron con encontrar esas costumbres sencillamente absurdas, despreciables o primitivas, sino que algunos de ellos, los filósofos, comenzaron a buscar una medida o regla con la que medir las distintas maneras de vivir y los diversos comportamientos. Quizá con el resultado de encontrar unas mejores que otras. A esa norma o regla la llamaron "fisis", naturaleza. De acuerdo con esa medida, la norma, por ejemplo, de las jóvenes escitas que se cortaban un pecho resultaba peor que su contraria. He aquí un ejemplo particularmente sencillo y sugestivo. El concepto no era, en absoluto, adecuado para resolver, sin dar lugar a dudas, cualquier cuestión en tomo a la vida corriente. Por el momento nos basta constatar que la búsqueda de una medida, universalmente válida, de una vida buena o mala, del buen o mal comportamiento, brota de la diversidad de los sistemas morales, y que, por lo tanto, hacer ver esa diversidad no constituye un argumento contra dicha búsqueda.

Ahora bien, ¿qué abona esa búsqueda? ¿Qué es lo que mueve a aceptar que las palabras bueno y malo, bien y mal, tienen no sólo un sentido absoluto, sino un significado universalmente válido? Esta pregunta está mal planteada. No se trata, en efecto, de una suposición o de tener que aceptar algo; se trata de un conocimiento que todos poseemos, mientras no reflexionamos expresamente sobre ello. Narciso - enamorarse de sí mismoSi oímos que unos padres tratan cruelmente a un niño porque se ha hecho por descuido en la cama, no juzgamos que esa manera de proceder sea satisfactoria y por tanto "buena  para los padres, y, "mala" por el contrario para el niño; sino que desaprobamos sin más el proceder de los padres, ya que nos parece malo en un sentido absoluto que los padres hagan algo que es malo para el niño. Y si oímos que una cultura acostumbra a hacer esto, juzgamos entonces que esa sociedad tiene una mala costumbre. Y cuando un hombre se comporta como el polaco P. Maximiliano Kolbe que se ofrece libremente al bunker de hambre de Auschwitz para, a cambio, salvar a un padre de familia, no pensamos que lo que fue bueno para el padre de familia y malo para el Padre Kolbe sea, considerada en abstracto, una acción indiferente, sino que en ella vemos a un hombre que ha salvado el honor del género humano que sus asesinos habían deshonrado. La admiración surge allí donde se cuente la historia de este hombre, sea entre nosotros, o sea entre los pigmeos de Australia. Ahora bien, no necesitamos buscar casos tan dramáticos y excepcionales. Las coincidencias en las ideas morales de las distintas épocas son mayores de lo que comúnmente se cree.

Sencillamente, estamos sometidos de modo habitual a un error de óptica. Las diferencias nos llaman más la atención porque las coincidencias son evidentes. En todas las culturas existen deberes de los padres hacia los hijos, y de los hijos hacia los padres. Por doquier se ve la gratitud como un valor, se aprecia la magnanimidad y se desprecia al avaro; casi universalmente rige la imparcialidad como una virtud del juez, y el valor como virtud del guerrero. La objeción que se hace de que se trata de normas triviales, que además se deducen fácilmente por su utilidad biológica y social, no es ninguna objeción. Para quien tiene una idea de lo que es el hombre, las leyes morales generales que pertenecen al hombre serán naturalmente algo trivial; y lo mismo decir que sus consecuencias son útiles para el género humano. ¿Cómo podría resultar razonable para el hombre una norma cuyas consecuencias produjeran daños generales? Lo decisivo es que el fundamento para nuestra valoración no es la utilidad social o biológica; lo decisivo es que la moralidad, es decir, lo bueno moralmente, no se define así. Daríamos también valor al proceder del P. Kolbe aunque el padre de familia hubiera perdido la vida al día siguiente; y un gesto de amistad, de agradecimiento, sería algo bueno aunque mañana el mundo se fuera a pique. La experiencia de estas coincidencias morales dominantes en las diversas culturas, de una parte, y el carácter inmediato con que se produce nuestra valoración absoluta de algunos comportamientos, de otra, justifican el esfuerzo teórico de dar razón de la norma común, absoluta, de una vida recta.

Pero son precisamente las diferencias culturales las que nos obligan a preguntarnos por la existencia de un criterio o medida para juzgar.Pensador - atado a un peso

 ¿Existe esa medida? Hasta ahora hemos considerado sólo argumentos provisionales, indicios iniciales. Ahora queremos acercarnos a una respuesta más definitiva a la cuestión, examinando los dos puntos de vista extremos, que sólo en una cosa se muestran de acuerdo: en negar validez universal a cualquier contenido moral. Se trata pues de dos variantes del Relativismo moral. La primera tesis dice: Todo hombre debe seguir la moral dominante en la sociedad en que vive. La segunda: Cada uno debe seguir su propio capricho y hacer lo que le venga en gana. Ninguna de las dos resiste un examen racional. Consideremos en primer lugar la tesis: Cada uno debe vivir de acuerdo con la moral dominante en la sociedad en que vive. Esta máxima incurre en tres contradicciones.

Se incurre en la primera contradicción cuando quien plantea la máxima quiere fijar al menos una norma universalmente válida, justamente aquella que dice que debe seguirse siempre la moral dominante. Se podrá objetar que no se trata de una norma de contenidos, sino, por así decir, de una metanorma que no puede entrar en colisión con las normas de la moral. Pero las cosas no son tan sencillas. Puede ocurrir, por ejemplo, que una parte de la moral dominante lo constituya el pensar mal de otras sociedades, condenando a los hombres que siguen las morales dominantes en ellas. Si yo sigo esa moral  dominante en mi ámbito cultural  debo entonces participar de ese juicio condenatorio de las otras morales. Puede incluso pertenecer a la moral dominante en una cultura determinada un impulso misionero que le lleva a penetrar en las demás culturas y a cambiar sus normas. En este caso es imposible seguir tal regla, es decir, no es posible afirmar que todo hombre debe seguir la norma dominante en su entorno: si yo sigo esa norma, debo entonces intentar precisamente disuadir a otros hombres de que vivan de acuerdo con su moral. En una tal cultura no se puede vivir de acuerdo con la máxima propuesta.

En segundo lugar hay que decir que no existe en absoluto esa moral dominante. Precisamente en nuestra sociedad pluralista concurren distintas concepciones morales. Una parte de la sociedad, por ejemplo, condena el aborto como un crimen; otra lo acepta, e incluso lucha contra el sentimiento de culpa que con él se relaciona. El principio de atenerse a la moral dominante no nos enseña a favor de qué valores dominantes debemos optar.

Tercero. Hay sociedades en las que el proceder de un fundador, profeta, reformador o revolucionario  de un hombre que no se acomoda a la moral de su tiempo, sino que la ha cambiado  tiene carácter de modelo. Ahora bien, puede ocurrir que tengamos por válidas sus normas y no nos parezca necesario un cambio fundamental.Cuestionamiento sobre los valores Eso sucede precisamente porque estamos convencidos de la rectitud de sus prescripciones desde el punto de vista de los contenidos, y no porque tengamos corno cosa recta la simple acomodación al modo común de proceder, ya que, en el caso en cuestión, tiene valor de modelo para nosotros una persona que, por su parte, no se acomoda. En ese caso, ¿a qué se debería adaptar quien tiene por principio el acomodarse? Esto por lo que respecta a la primera tesis. En ella se otorga un carácter absoluto a la respectiva moral dominante y se definen las palabras "bueno" y "malo" de acuerdo con dicha moral, cayendo así en las contradicciones apuntadas.

La segunda tesis condena cualquier moral vigente como represión, sojuzgamiento, y exige que cada uno actúe como quiera y sea feliz a su manera. Según esto, pertenece al código penal y a la policía hacer que las acciones contra el bien común sean tan perjudiciales para quien las realiza que las omita por su propio interés. Podíamos denominar la primera tesis como autoritaria; ésta como anarquista o individualista. Examinémosla también. A primera vista nos parece más falta de sentido que la primera, y se encuentra en inmediata oposición a nuestro sentir moral. Teóricamente sin embargo es más difícil de refutar, precisamente porque con frecuencia reviste el carácter de un amoralismo consecuente, para el que no existe otro sentido de bueno o malo que el de "bueno para mí en un determinado sentido". A quien no reconoce una diferencia de valor entre la fidelidad de una madre a su hijo, la acción de Kolbe y la de su verdugo, la falta de escrúpulos de un traidor o la habilidad de un especulador de bolsa, le faltan algunas experiencias fundamentales o posibilidades de experiencia, que no son reemplazables por argumentos. Aristóteles escribe: La gente que dice que se puede matar a la propia madre no merece argumentos, sino azotes. Se podría decir quizás que necesitaría un amigo. La cuestión es si sena capaz de amistad. Pero el hecho de que quizá no sea capaz de prestar oídos a los argumentos, no quiere decir que no haya argumentos contra él.

Estrictamente, la tesis según la cual cada uno debe actuar como quiera, resulta algo trivial. Cada uno actúa como le gusta. El que obra según su conciencia tiene a bien actuar así, y quien obedece a una norma moral tiene a bien proceder de ese modo. ¿Qué es lo que entonces se quiere decir exactamente cuando se plantea, con intención crítico moral, la tesis de que cada uno debe hacer lo que quiera? Evidentemente parte de que en el hombre existen distintos impulsos; aboga por unos y está contra otros. Detrás está de algún modo la idea de que unos son más interiores y naturales al hombre que otros: precisamente los llamados impulsos morales. Estos impulsos morales, por el contrario, son considerados como una especie de heterodeterminación, como un dominio interiorizado del que es preciso librarse. Pero al abogar por la autodeterminación, por lo natural frente a lo extraño, resulta que la protesta antimoralista desemboca directamente en la tradición de la filosofía moral. Esta, ante la variedad de los usos sociales, había comenzado por preguntarse por lo que propiamente es natural al hombre, y pensaba que sólo se podría llamar libre a quien hiciera lo que le es natural. Ahora bien ¿qué es "lo natural" al hombre? Quien diga que cada uno debe hacer lo que quiera se mueve en un círculo vicioso. Ignora el hecho de que el hombre no es un ser acuñado de antemano por los instintos, sino alguien que debe buscar primero y encontrar después la norma de su comportamiento. Ni siquiera poseemos por naturaleza el lenguaje; debemos aprenderlo. Ser hombre no es tan sencillo como ser animal; ni se vive espontáneamente la vida humana. Como afirma el dicho, debemos   dirigir nuestra vida. Tenemos deseos e impulsos contrapuestos. Y la afirmación: haz lo que quieras, presupone que uno sabe lo que quiere.

Pero no podemos formar una voluntad en armonía consigo misma sin considerar lo que significa la palabra "bueno". Palabra que designa el punto de vista bajo el que se ordenan los demás puntos de vista, que son la causa de que queramos esto o aquello. Sin mostrar aquí en qué consiste, podemos decir en qué no consiste: no en la salud, ya que en ocasiones puede ser bueno estar enfermo; ni en el éxito profesional, ya que puede en ocasiones ser bueno tener un poco menos de éxito; ni en el altruismo, pues circunstancialmente puede ser bueno pensar en uno mismo. El filósofo inglés Moore denomina "falacia naturalista" al hecho de reemplazar por otra la palabra "bueno"; dicho de otro modo, al hecho de reemplazarla por algún punto de vista particular. Si se sustituyese "bueno" por "sano", entonces no se podría decir ya que la salud es, por lo general, algo bueno, ya que con ello sólo se afirmaría que la salud es sana.

Vivir rectamente, vivir bien, significa ante todo establecer una jerarquía en las preferencias, Los antiguos filósofos pensaron que podían ofrecer un criterio para una adecuada jerarquía; es correcta aquella ordenación de acuerdo con la cual el hombre, vive feliz y en paz consigo mismo. Esto es precisamente lo que no puede ocurrir con cualquier ordenación de moda, de manera que el consejo "haz lo que te guste" no basta para responder a la cuestión "¿qué es lo que debe gustarme?". Pero tampoco es suficiente partir de otra base. No existen sólo mis gustos, existen también los de los demás. Es por eso una norma ambigua el decir que cada uno debe hacer lo que le gusta. Puede significar que cada uno tiene que habérselas con los gustos de los demás como le apetezca, amigable y tolerantemente, o de manera violenta e intolerante. Pero puede también significar que cada uno debe respetar los gustos de los demás. Una tal exigencia general de tolerancia limita justamente los propios gustos. Se debe dejar claro que la tolerancia no es de ningún modo, como se dice a veces, una consecuencia evidente del relativismo moral. La tolerancia se funda más bien en una determinada convicción moral que pretende tener validez universal. El relativismo moral, por el contrario, puede decir: ¿por qué debo ser yo tolerante? Cada cual debe vivir según su moral y la mía me permite ser violento e intolerante.

Así pues, para que resulte obvia la idea de la tolerancia se debe tener ya una idea determinada de la dignidad del hombre. Por lo demás, el exigir tolerancia no basta en absoluto para resolver los conflictos entre los deseos propios y los ajenos: muchos de esos deseos son sencillamente irreconciliables. Lo mismo que se dan en mí deseos encontrados de distinto rango, así también los deseos de las diversas personas pueden ser de diverso rango; y no siempre es bueno el preferir los propios deseos o hacerlo siempre con los de los demás. También aquí es preciso saber cuáles son los deseos de uno que colisionan con los de otros. Una solución exigible a ambos tan sólo es posible si existe algo común, es decir, si existe una verdadera medida para juzgar los deseos. El relativismo ético parte de la observación de que esas medidas son conflictivas; pero ese argumento demuestra lo contrario de lo que pretende, ya que en toda disputa teórica subyace la idea de la existencia de una verdad común; si cada cual tuviera su propia verdad, no habría disputas. Sólo la recíproca seguridad hace que se produzca el conflicto. Pero ocurre que el conflicto no se resuelve gracias a una reflexión racional, o disputando sobre la norma correcta, sino merced al derecho físico del más fuerte que impone sin más su voluntad. La zorra y la liebre no discuten entre sí sobre el recto modo de vivir: o sigue cada una su camino, o la una devora a la otra.

La disputa sobre el mal y el bien demuestra que la Ética es campo de litigios. Pero eso es también lo que demuestra justamente que no es algo puramente relativo, que el bien puede estar siempre en lo singular y que es difícil decidir en los casos límites. Esa disputa demuestra que determinados comportamientos son mejores que otros, mejores en absoluto, no mejores para alguien o en relación con determinadas normas culturales. Todos lo sabemos. El sentido de la Ética filosófica es arrojar más luz sobre este conocimiento y defenderlo frente a las objeciones de los sofistas.

 

 

II. Educación o el principio del placer y de la realidad

 

En el primer capítulo se trató de algo que todos sabemos: que existe una diferencia entre lo mejor y lo peor, entre lo bueno y lo malo; una diferencia que hace relación no sólo a las necesidades de un individuo, de una persona determinada, sino que expresa una valoración absoluta, totalmente independiente de la correspondiente referencia. Y lo que todos sabemos ya de modo espontáneo es que esta diferencia tiene un valor general, a pesar de todas las diferencias históricas y culturales que se dan en un individuo. Ciertamente podemos comparar una vez más los comportamientos estándar de las diversas culturas. Y podemos además dar una mejor calificación a los estándares morales de otras culturas que a los nuestros.

Se trataba ante todo de defender ese conocimiento primario frente a las objeciones escépticas y relativistas. Una mejor comprensión de lo que entendemos exactamente por una vida auténtica o falsa, por bien o mal, bueno o malo, supone alguna reflexión más, que ahora iniciamos.

Tenemos costumbre de unir las susodichas cuestiones morales con la palabra deber, con la idea de exigencia, mandato. Las exigencias se dirigen a nuestra voluntad. Para hacer algo, debemos quererlo. Si tenemos un deber, entonces eso quiere decir que debemos quererlo.

   “Yo hago lo que quiero”, como tal, es una manera de hablar completamente banal, pues como vimos en el capítulo primero, cada uno hace lo que quiere. La pregunta es: “¿porqué yo quiero algo?". El que obedece al médico que le prohíbe el placer de comer carne asada, lo hace porque quiere curarse o porque quiere continuar sano. Quien entrega su cartera a un asaltante, lo hace porque quiere salvar su vida o sus huesos. A quien nada quiere no se le puede plantear ninguna exigencia. Si uno se encuentra en un estado de apatía, de falta de voluntad, entonces cualquier deber cae en el vacío.

Cuando, hace 2.500 años, comenzó la reflexión filosófica sobre la Ética  es decir, sobre la vida recta, no se inició con la pregunta sobre lo que debemos hacer, sino con la pregunta sobre lo que propiamente y en el fondo queremos, pues la mayor parte de lo que queremos no lo queremos propiamente en sí ni por sí mismo, sino que gracias a eso pretendemos lograr una cosa distinta; es lo que muestran los ejemplos del atracador y del médico. Todo deber tiene que fundarse en un querer previo, de otro modo no tendríamos razón alguna para hacer propio ese deber. Si supiésemos lo que queremos verdaderamente y en el fondo  pensaban los griegos, entonces sabríamos lo que tenemos que hacer, y sabríamos en qué consiste la auténtica vida. Lo que verdaderamente y en el fondo queremos, causa de cualquier otro deseo y acción, lo denominaron los griegos "el bien" o "bien supremo".

La pregunta: "¿cuál es el supremo bien?", sobre la que giraba toda la Ética antigua, no significa: "¿qué es lo moralmente justificado?", sino: "¿cuál es propiamente el último fin de nuestras tendencias?". Si se conociese, entonces se podrían diferenciar también las morales atendiendo a si son naturales o no naturales y represivas. Naturales serán aquellas que nos ayuden a alcanzar lo que de verdad y en el fondo queremos; y serán no naturales las que no lo hacen. Los sistemas normativos pueden ser antinaturales de dos maneras: por entregar al hombre en manos de otro, o por hacerlo al propio capricho.

También la heterodeterminación se apoya en la propia voluntad; pero quien tiene la fuerza puede hacer depender el logro de nuestros deseos del previo cumplimiento de los suyos, aunque éstos se opongan a aquéllos; lo mismo que en el caso del atracador que nos permite vivir a condición de que le entreguemos nuestra cartera. En este sentido, se nos pueden inculcar normas morales que, en sí mismas, no sirven en absoluto a nuestros intereses, precisamente en cuanto que tan sólo podemos alcanzar lo que queremos si cumplimos esas normas. Tales morales son "dominación interiorizada". Pero también es no natural una moral que nos entregue en manos de nuestro capricho, es decir, en manos de nuestros deseos y gustos del momento, que nos hacen errar sobre lo que propiamente queremos por falta de conocimiento o de autodominio.

Ahora bien, ¿existe un deseo fundamental del ser humano, un deseo tal que se puedan medir con él todos los deseos particulares y todas las aspiraciones, lo mismo que las normas vigentes en una sociedad? Si es así, ¿en qué consiste?

La respuesta más antigua a esta pregunta, y aún hoy muy extendida, dice así: lo que nosotros queremos de verdad en el fondo, y aquello por lo que queremos todo lo demás, es lograr el placer y evitar el dolor, o dicho de otro modo más simple: sentirnos a gusto. Lo que contribuya al logro de ese objetivo será bueno, y malo lo que lo dificulte. Esta concepción se denomina "hedonismo", de la voz griega "hedoné", placer. El hedonismo fue la primera explicación de la razón de nuestra actividad y, a la vez, el primer principio de una moral sistemática. Más adelante veremos que este principio no es suficiente. Pero es bueno aclarar que contiene un descubrimiento, el descubrimiento del que hablábamos al comienzo: antes de tener el deber de hacer algo, debemos desearlo. Si tengo que hacer algo que es bueno en sí mismo, eso debe ser, en algún sentido, bueno para mí, ya que debe ser un motivo de mi actuación, y debo encontrar en él, de algún modo, una satisfacción; de lo contrario, no lo podría querer en absoluto.

Pero el hedonismo interpreta a la vez falsamente este descubrimiento: del hecho de que todo logro de un objetivo de la voluntad vaya unido a una satisfacción, concluye que el verdadero fin de nuestra actividad es esa satisfacción. Todo lo demás se quiere sólo en razón de ese fin. Ahora bien, tal afirmación carece de cualquier fundamento. Naturalmente que me alegra el poder salvar la vida a un hombre, o mostrar mi agradecimiento a quien me ha ayudado, ya que le doy una alegría. Pero es totalmente falso afirmar que lo haya hecho sólo para conseguir una satisfacción. Esta es más bien una interpretación posterior hecha por un espectador aj . eno, o fruto de una reflexión en la que, por decirlo así, nos hacemos espectadores de nuestros propios deseos, en lugar sencillamente de desear o hacer algo.

No siempre cayeron en este error los filósofos hedonistas. Muchos de ellos, por ejemplo Epicuro, sabían muy bien que el hombre no se mueve en general por estados de placer, sino por múltiples cosas de la vida, importantes y poco importantes, buenas y malas. Pero Epicuro tenía esto por un estado de autoalienación del hombre, por una situación, además, en la que uno se hace permanentemente desgraciado al no alcanzar nunca lo que desea. Por eso no afirmaba que todos los hombres fueran hedonistas, sino que les recomendaba serlo. Debían aprender que el bien supremo no está en las cosas ni en el hombre, sino tan sólo en el placer que en ellos encontramos.

Dos variantes podemos distinguir en este hedonismo: positiva una y negativa la otra. Mientras que una trata sobre todo de lograr un máximo de placer, la otra se ocupa de evitar el dolor. La primera es a menudo propia de las clases dominantes de una sociedad, que pueden permitirse el lujo de alargar sus deseos, ya que piensan tener los medios para lograr su satisfacción. La otra variante tiene más bien un corte ascético: tiene pocos apetitos, para reducir al máximo, desde el principio, las posibles frustraciones. Esta última fue ¡apostura de Epicuro, y por lo general va unida al cuidado de la salud: el logro del placer a largo plazo supone la salud.

Todavía una tercera reflexión. El grado de la sensación de felicidad que se experimenta depende, y no en último lugar, del horizonte de la esperanza. Quien se ha acostumbrado a la satisfacción de múltiples y variadas necesidades, no logra a la larga más placer que quien tiene unas necesidades más modestas, siendo su placer más difícil de conseguir. Su preparación requiere más tiempo de vida del que tampoco un hombre rico dispone en mayor cuantía; y además están expuestos a más peligros. Por eso es razonable, al parecer de Epicuro, reducir los deseos.

Finalmente, para Epicuro, también las virtudes de la benevolencia, liberalidad y amistad, pertenecen a la buena vida, ya que estas cualidades son una fuente de alegría para quien las posee. La frase de Jesús: “dar es mejor que recibir" se puede fundamentar también hedonísticamente. El hedonismo contiene bastantes ideas que pertenecen a la ciencia de la vida; pero, a la vez, las echa a perder porque, como veremos, al centrarse en la obtención del propio placer estorba a la verdadera felicidad.

Pero, en primer lugar, conviene aclarar lo siguiente: incluso si partimos de que el hombre desea ante todo el placer, muy pronto en el desarrollo de cada hombre otro impulso sustituye a aquél: el apetito de la autoconservación. En los animales el instinto de conservación, propio y de la especie, va unido al de satisfacción y al de obviar las situaciones de malestar. Entre las condiciones del medio ambiente al animal le gustan las que son necesarias para su conservación. Y tampoco necesita pensar en la conservación de la especie. El mismo se cuida de satisfacer el instinto sexual. También el hombre posee los instintos del hambre y de la sed, y el instinto sexual. Pero reflexionando expresamente sobre la satisfacción de esos impulsos puede separarlos de su fin natural, que es la conservación propia y de la especie. El mundo no nos sitúa frente al ambiente de una manera determinada ya por el instinto, sino frente a un reino abierto a innumerables posibilidades de satisfacción y también a innumerables amenazas, ya que no podemos realizar sin castigo todos nuestros deseos.

Por eso, Sigmund Freud ha descrito el desarrollo inicial del niño con la ayuda de estos dos conceptos: principio de placer y de realidad. El lo vio así: al principio, el niño está dotado tan sólo con una libido indeterminada, con un impulso hacia el placer, el contacto corporal y la unión. Pero el niño experimenta la realidad como algo que no corresponde a voluntad, automáticamente y sin límites, a ese impulso. La naturaleza no se acomoda a nosotros; somos nosotros los que tenemos que acomodamos a ella. Debemos por tanto renunciar a una parte de nuestros deseos para que se puedan realizar otros, incluso para podernos mantener en la existencia. Freud vio en el principio de realidad el origen de la razón. En un país de jauja donde todos los deseos se cumplieran inmediatamente y sin esfuerzo, y no debiésemos tener en cuenta ninguno de los condicionamientos que no dependen de nosotros, no se desarrollaría algo como la razón. Freud vio toda la vida humana como un compromiso y ello en razón de la autoconservación  entre lo que podernos  la realización sin límites de la libido  y la adaptación a la realidad que se opone a esa realización. Visto así, el hombre es, por así decir, un hedonista frustrado. Ahí reside la causa de todas las neurosis; pero también la de todas las más altas realizaciones culturales que brotan de la así llamada sublimación de los impulsos primarios.

Freud descubrió fenómenos ocultos hasta entonces. Pero, ¿los interpretó correctamente? Para responder a esa pregunta hagamos el siguiente experimento mental: imaginemos un hombre que está fuertemente atado sobre una mesa en una sala de operaciones. Está bajo el efecto de los narcóticos. Se le han introducido unos hilos en la cubierta craneal, que llevan unas cargas exactamente dosificadas a determinados centros nerviosos, de modo que este hombre se encuentra continuamente en un estado de euforia; su rostro refleja gran bienestar. El médico que dirige el experimento nos explica que este hombre seguirá en ese estado, al menos, diez años más. Si ya no fuera posible alargar más su situación se le dejaría morir inmediatamente, sin dolor, desconectando la máquina. El médico nos ofrece ponemos de inmediato en esa misma situación. Que cada cual se pregunte ahora si estaría alegremente dispuesto a trasladarse a ese tipo de felicidad.

¿Qué se sigue de nuestra negativa a aceptar esa oferta? Se sigue que lo que de verdad y en el fondo queremos no es, en absoluto, el placer, ya que el hombre que está sobre la mesa disfruta de la más alta sensación de placer; y sin embargo no queremos cambiamos por él. Preferimos continuar con nuestra mediocre vida. ¿Por qué no queremos cambiarnos? Porque ese hombre se encuentra al margen de la vida verdadera, de la realidad. Ciertamente que no siente nada, y que su sueño está seguramente poblado de gentes amables; pero preferimos gentes mediocres y, por lo mismo, reales. No es exacto de ningún modo que la realidad sea ante todo lo contrario y opuesto a nosotros; algo a lo que debamos acomodarnos por fuerza. También es aquello de lo que no podemos prescindir. En la realidad dolor y placer aparecen mezclados. El dolor, si no es excesivo, tiene una importante función: nos muestra los peligros de la vida y está así al servicio de la autoconservación; el instinto de conservación limita en efecto el apetito de placer, pero no en el sentido de un perezoso compromiso; la obtención de placer no es evidentemente lo principal, lo que de verdad y en el fondo deseamos, sino un deseado aspecto que acompaña. La experiencia de la realidad, al contrario, muy lejos de ser un impedimento para la realización de la vida, es más bien su contenido más genuino. El hecho de que nuestra conservación esté siempre en juego  incluso sabiendo del mortal desenlace final, por curioso que resulte, pone sentido en nuestra vida.

Hagamos otro experimento mental. Imaginemos que nos enteramos en este momento de que nunca moriremos. No pasaremos después de la muerte a un más elevado modo de vida, como nos enseña la fe cristiana; sino que siempre viviremos tal cual ahora somos, sin dolor y sin hacernos viejos. Quien tenga la suficiente fantasía para imaginar lo que esto significa, comprenderá enseguida que sería una catástrofe. Alguno quizá podría vivir a gusto hasta los doscientos años; pero al ser infinito, cada momento, cada alegría y cada encuentro humano caería poco a poco en la intrascendencia. Todo lo que ahora hacemos, podríamos hacerlo igualmente mañana o pasado mañana; todo daría completamente igual. Pero el momento presente tiene justamente valor porque nunca volverá. En una vida sin fin nada sería valioso. Tenemos así una situación paradójica: sin la preocupación por una vida amenazada por el final no cabe una existencia plena. Ni la autocoservación ni el placer son el verdadero sentido de la vida, ya que, de una parte, deberíamos desear vivir eternamente, y de otra, esa vida no sería valiosa. Por lo demás, ni la conservación ni el placer los queremos a cualquier precio. Uno puede sacrificar su vida por otro, y puede, como dice Brecht, "tener más miedo a su mala vida que a la muerte". En la historia, junto a las morales hedonistas  y como reacción frente a ellas  hay morales de la autoconservación, sistemas normativos que subordinan todo a ese punto de vista, se trate de la conservación del individuo o de un sistema social.

Puesto que este punto de vista no considera qué es lo que debe ser mantenido, y sacrifica la cuestión que se pregunta por una vida valiosa en favor de la que plantea las condiciones para su conservación, no encontramos en tales morales el significado pleno de la palabra bueno. No se pueden separar el punto de vista de la conservación de la vida y el de la vida en plenitud; lo cual vale también para el mundo de la política. La sociedad que elabora los derechos de la libertad y la ¡limitada satisfacción subjetiva de los ciudadanos, sin considerar las condiciones de su conservación y seguridad, probablemente dará pronto al traste con la libertad y el bienestar; y al revés: allí donde la seguridad de un sistema de libertades se perfecciona tanto que todo se subordina a la conservación, se sacrifica lo que debe ser mantenido y lo que el sistema hace digno de conservarse. Se trata aquí, por así decirlo, de las variantes, derecha e izquierda, de la posibilidad de destruir una vida buena.

Por lo demás, cualquier sistema se mantiene merced tan sólo a determinados cambios y trabajos de acomodación al ambiente. Si el sistema es poco dúctil, fracasa. Si la acomodación y el cambio van demasiado lejos, pierde su identidad y se va a pique igualmente. El endurecimiento del instinto de conservación, bien por medio de un continuismo rígido, bien por un excesivo acomodo, impide una vida lograda. Se da una dialéctica entre conservación y realización. Que uno se incline más por una o por otra es una cuestión de carácter. A ambas posturas las caracteriza el miedo a desaprovechar algo y el miedo a perderlo. La izquierda y derecha políticas enlazan tipológicamente, como se ha dicho, ambos temores y tendencias, el principio de placer y el de realidad, el de realización y el de conservación.

Hace un decenio, el por entonces mentor espiritual de los movimientos de izquierda, Herbert Marcuse, defendió la tesis de que el principio de realidad, que Freud tuvo por inevitable, podría perder fuerza, a la vista de la posible llegada de una sociedad de la abundancia. "La fantasía al poder"  en el sentido estricto en que hablaba Marcase apareció en las paredes de la Sorbona de París en 1968. Para quienes se entregaron a esa esperanza, la crisis del petróleo y todo lo que vino detrás debió resultarles una profunda desilusión. Pero las desilusiones son siempre buenas por ser malas todas las ilusiones. Sólo tendrá a la realidad como enemiga quien considere al hombre como alguien a quien, a fin de cuentas y en el fondo, se trata tan sólo de proporcionar un máximo de placer subjetivo. Quien comprenda que lo que deseamos es esa realidad, de modo que en la experiencia de la realidad y en la activa contraposición a ella alcanzamos a ser nosotros mismos, verá las cosas de otro modo; comprenderá que el bien tiene que ver con la experiencia de la realidad, con el hacer justicia a la realidad.

El título de este capitulo es: Educación, o el principio de la realidad y del placer. Hasta ahora no ha aparecido la palabra educación; no obstante, se ha estado hablando de ella continuamente. En el comienzo de toda Ética, de todo consciente preguntarse por la vida recta, se sitúa el proceso en el que el niño, desde la parcialidad de su subjetivo mundo de sentimientos, es introducido cuidadosa y resueltamente en la realidad; realidad que es como es, independientemente de nosotros. Rousseau recomendó una vez a las madres que, cuando el niño que tienen en brazos tienda la mano a una manzana, no deben buscarle la manzana, sino que deben llevar al niño a la manzana. Así aprende el niño que las cosas no se dejan dar órdenes y que debemos determinarnos a nosotros mismos. Y Matthias Claudius escribe a su hijo Juan: "la verdad, querido hijo, no se acomoda a nosotros, sino que somos nosotros los que debemos acomodarnos a ella". Conviene ver que esto es así felizmente y no por desgracia. Pues  solamente ante una realidad que nos ofrece resistencia podemos desarrollar nuestras fuerzas. Y las alegrías más profundas de la vida se relacionan con el desarrollo de nuestras fuerzas y capacidades. El educador tiene ante sí la tarea de introducir al niño en la realidad que está frente a él y es independiente de él. La madre es en general la primera realidad independiente con que el niño se encuentra. Se ha cuidado así que la realidad se experimente ante todo como algo amistoso y favorable. La formación de esta primera experiencia  la psicología habla de confianza originaria  es lo más importante que la educación tiene que hacer. Quien puede recurrir al recuerdo de un mundo sano, está más preparado para el contacto con el que está viciado.

 

 

III. Formación o el propio interés y el sentido de los valores

 

¿Qué es lo que de verdad y en el fondo querernos9, ésta era la pregunta de que tratábamos en el capitulo anterior y merced a la cual entroncamos con el planteamiento de la cuestión en la tradición filosófica clásica. Hemos discutido la respuesta que se insinúa cuando el mundo de las normas éticas pierde por primera vez su inmediata y evidente validez: la respuesta del hedonismo que afirma que lo que propiamente y en el fondo deseamos es el placer, el bienestar. Hemos reconocido los límites de esa respuesta y hemos visto que, en general, queremos todavía algo más, precisamente esto: mantenernos en el ser. El principio del placer encuentra su limite en el de realidad, como afirma Freud; pero hemos visto que tampoco da en el blanco lo que enseña Freud sobre el hombre como un hedonista frustrado que debe amoldarse, lo quiera o no, a la realidad, si quiere sobrevivir. Lo que deseamos es justamente realidad; y salvo que estemos enfermos o seamos toxicómanos, no deseamos ninguna euforia ilusoria, sino una felicidad que se apoye en la realidad.

Damos un paso más en nuestras reflexiones sobre lo que hace buena una vida. La verdad es que tanto el principio de placer como el de realidad son dos 'abstracciones que, ni aisladamente ni en su mutua relación, describen adecuadamente en qué consiste nuestro último fin.

En un diálogo platónico, Sócrates responde así a su interlocutor, que sostiene que el placer es el único fin apetecible: es de suponer entonces que será intensamente feliz aquel que siempre tiene sama y puede rascarse de continuo. El interlocutor se enfada con esta grosería: al fin y al cabo existen otras especies de placer más altas que las de rascarse. ¿Qué diferencia entonces las más altas especies de placer de las más bajas?

Ya el mismo uso lingüístico las diferencia. Así hablamos generalmente de alegría y no de placer. Resulta curioso que a pesar de los estados corpora­les placenteros, podemos encontrarnos al mismo tiempo en una situación depresiva, y que, al revés, podemos vivir intensamente alegres teniendo a la vez dolores físicos, supuesto que el dolor no sea tal que absorba toda nuestra atención. En un caso problemático nadie duda tampoco qué clase de bienestar es más importante, pues el depresivo no saca provecho del placer obtenido, mientras que quien se alegra, se alegra sin que tenga sentido preguntarse qué provecho saca de la alegría. De la alegría no se saca nada; sacar provecho de algo significa justamente alegrarse de algo. La alegría es lo máximo que se puede sacar de una cosa. Ahora bien, no es por casualidad por lo que decimos que nos alegramos con algo o de algo. Las sensaciones placenteras las causa algo; la alegría tiene, en cambio, un objeto, un contenido; y así, estrictamente, existen tantos tipos de alegría como conteni­dos de esa alegría se den. El gozo que producen los Rolling Stones es distinto del que producen los Beatles; es distinto el que produce la sonata para pianoforte de Beethoven del que produce la sonata “Waldstein”; la presencia de un amigo determinado o la de otro; etc.

Llamamos valores a los objetos o contenido de los sentimientos apuntados. El contenido valioso de la realidad se nos patentiza en los actos de alegría y tristeza, veneración y respeto, amor y odio, temor y esperanza. La paradoja reside en que, quien con­vierte el placer y el bienestar subjetivo en el tema de su vida y en el fin de su actividad, no experimentará en absoluto aquel bienestar más profundo que llamamos gozo. Lo experimentará en cambio aquel a quien se le manifieste en toda su riqueza el con­tenido valioso de la realidad, y esté en disposición de prescindir de sí para poder, como decimos, go­zar de algo y con algo.

Tales contenidos valiosos no nos resultan todos accesibles a la vez y desde el principio. Se nos manifiestan paulatinamente y en la medida tan sólo en que uno aprende a objetivar sus intereses. Hay que aprender a escuchar y entender la buena música para poder gozar con ella; a leer atentamente un texto, a comprender a los hombres, a diferenciar, incluso, los buenos vinos. También el placer que experimenta el experto en vinos ‑y del que el no experto no puede hacerse una idea‑ supone un proceso de formación del gusto.

Formación llamamos al proceso de sacar al hombre de su encierro en sí mismo, típicamente animal; a la objetivación y diferenciación de sus intereses, y, con ello, al aumento de su capacidad de dolor y de gozo. Hoy se escucha con frecuencia que la educación tiene como tarea el que los jóvenes aprendan a defender sus intereses. Pero hay una tarea más fundamental: la de enseñar a los hombres a tener intereses, a interesarse por algo; pues quien ha aprendido a defender sus intereses, pero en realidad no se interesa nada más que por él, no puede ser ya más feliz. Por eso la formación, la creación de intereses objetivos, el conocimiento de los valores de la realidad, es un elemento esencial para una vida lograda.

La captación de los valores tiene la particularidad de que no es posible captar aisladamente cada uno de ellos, sino tan sólo en los actos de preferir o preterir. Existe pues algo así como una jerarquía objetiva que se revela a quien comprende de alguna manera determinados valores. Si uno no tiene relación con Bach o Telemann puede pensar que es cosa de capricho el valorar más o menos a uno de los dos compositores. Quien los conozca no puede pensar eso de ningún modo. Tendrá a Bach por mejor, aunque incluso él, personalmente, prefiera a Telemann.

Especial importancia tiene esa jerarquía cuando se trata de valores de distinta clase. Nadie puede apreciar de algún modo el valor que encierra el perseverar en algo justo, y encontrar como igualmente valioso el valor, sin duda alguna real, que supone la capacidad de placer; sería una contradicción. El intrépido es aquel que prefiere perseverar en lo justo antes que un tranquilo placer. Si el placer que produce algo justo resultara igualmente valioso, entonces el valor sería, sencillamente, algo irracional; la valentía no tendría valor alguno. O no se le reconoce valor alguno o se le debe reconocer más valor que al placer. O no se pueden captar los valores más altos o se capta a la vez su más alto valor. La formación del sentido de los valores, del sentido de su jerarquía, de la capacidad para distinguir lo más importante de lo menos, es una condición para el éxito de la vida individual y para la comunicación con los demás.

La vida individual se compone de una serie de estados que se suceden en el tiempo. Si la vida debe tener éxito, no pueden esos estados ser como trozos separados, como sucede en los esquizofrénicos. Ser feliz significa armonía y amistad consigo mismo; y esto supone que debo continuamente poder querer. Yo debo poder comenzar hoy algo sabiendo que mañana, si nada lo impide, lo proseguiré; y debe resultarme hoy plausible lo que ayer encontraba bueno. Cuando nuestros estados y comportamientos son sólo función de estímulos casuales y externos, y de los humores interiores; y cuando no se fundan en el conocimiento de un orden objetivo, entonces falta la base para conseguir la unidad y el acuerdo con nosotros mismos. Pero en ese caso tampoco habrá armonía con los demás. Cuando los intereses subjetivos se establecen de manera totalmente egoísta y sólo sobre la naturaleza de los correspondientes individuos, entonces no pueden producir la armonía con los demás. Si cada uno se ocupa de sus gustos, y no existe una medida común que sitúe los intereses en una jerarquía, en un orden según su rango y urgencia, entonces no se puede superar la contraposición de intereses. Tampoco podrán superarla el discurso, las conversaciones, las discusiones, a pesar de ser una idea tan extendida. Los interlocutores serán incapaces de ordenar y relativizar sus intereses según un punto de vista objetivo. Siempre estarían diciendo tan sólo, como los niños pequeños: "yo quiero esto".

Ahora bien, día a día tienen lugar en la realidad innumerables acuerdos gracias a que los interlocu­tores disponen de ciertos conocimientos o ideas comunes sobre el rango y peso de los intereses que están en discusión, y merced a que no plantean tan sólo la cuestión "de quién" son los intereses en juego, sino también la cuestión "qué interesa". Si por ejemplo colisionan los derechos de fumadores y no fumadores que están en una misma habitación, y el conflicto se resuelve a favor de los no fumadores, eso no ocurre porque éstos sean mejores personas ‑cosa que con todo derecho discutirían los fumado­res‑, sino porque el valor que invocan los no fumadores tiene preferencia sobre el placer de fumar. Y el fumador se somete incluso a este juicio, aun cuando le desagrade, por la sencilla razón de que comprende que es así.

Quien está dispuesto a aceptar esa manera de entender el valor que se opone a su inmediata satisfacción, es capaz de lo que se llama una acción valiosa. La capacidad de conocer valores crece si uno está dispuesto a someterse a ellos, y disminuye cuando no se da esa disposición. Ese conocimiento de los valores no se alcanza ante todo por el discurso, o la enseñanza, sino por la experiencia y la práctica. Quien recorre por primera vez una exposi­ción de arte moderno quizás haga rápidamente un juicio global. Descubrirá verdaderas diferencias de calidad si es que ha aprendido el lenguaje de ese arte, es decir, si ha visto muchos ejemplos. Es cierto que también entre las personas formadas en ese sentido existen disputas sobre las cuestiones de rango, pero esa discusión es menos fundamental.

En la literatura científica de hoy existe la tendencia a orillar las cuestiones de valor y a poner en el mismo nivel "El rey Lear" de Shakespeare y una novela de diez céntimos. Esto puede justificarse cuando en ambos textos se juzga sobre cuestiones completamente determinadas, especializadas, for­males, por ejemplo, cuestiones lingüísticas, de es­tructura gramatical, o de frecuencia estadística de algunos vocablos. Ahí no hay diferencias, tanto si responde un hombre culto como uno que no lo es. Pero si se trata de criterios de elección de textos para la escuela, o para la propia lectura, entonces sí que viene bien un criterio de valor. Al fin y al cabo no está la lectura al servicio de la ciencia, sino ésta al servicio de aquélla. Los poetas y escritores no escriben para la ciencia sino para los lectores. Se equivoca quien afirme que no hay criterios para establecer un ranking de cualidades. Existe un criterio muy preciso que es la intensidad del gozo que se experimenta, por ejemplo, con la lectura de determinados libros. Puede suceder que uno no goce leyendo a Shakespeare, y sí lo haga leyendo novelas policíacas. Este naturalmente no puede dialogar; y mucho menos el que no ha leído con gusto ni siquiera una novela policíaca. Pero quien haya gozado leyendo tanto una novela policíaca como a Shakes­peare, tiene la experiencia de que su gozo posee una mayor intensidad, hondura, duración y reiterabili­dad que el otro, aunque sea a la vez más exigente, menos apremiante y no se le pueda captar o invo­car en cada momento.

El carácter apremiante de los valores está casi siempre en razón inversa a su altura, porque preci­samente los más altos, los que producen más gozo, requieren una cierta disciplina para ser captados. Requieren una atención más profunda, y la atención es actividad; y todo lo que está ligado con una actividad causa mayor y más profundo gozo. Así, ver la televisión supone una actividad mínima. Investigaciones estadísticas llevadas a cabo muy inteligentemente han deducido de ahí que las per­sonas que ven mucha televisión causan una impre­sión más triste ‑en sus manifestaciones comunes de sensibilidad vital‑ que quienes son proclives más bien a leer un libro.

Hay dos propiedades o características que son obstáculos para los valores y que, a primera vista, parecen opuestos. Una es la apatía; la otra la ceguera de la pasión. Un ejemplo de ceguera para los valores por motivo de apatía nos lo cuenta el Antiguo Testamento en la Historia de Esaú que vendió a Jacob la primogenitura por un plato de lentejas. Estimulado por su madre, Jacob es bastante inteligente para, en el momento justo, aprovecharse de la apatía del hambriento Esaú y su preferencia por el plato de lentejas; y sólo mucho después descubre Esaú que ha sido burlado. De momento el plato de lentejas le parecía como algo concreto y codiciable, y la primogenitura como algo abstracto y de poco valor. El apático no capta en su verdad la jerarquía de valores.

Por otra parte, tampoco el cegado por la pasión capta esa jerarquía. También aquí tenemos un ejemplo bíblico. El rey David ‑con seguridad un hombre poco apático‑ es arrastrado por su pasión por Betsabé hasta el punto de enviara su marido aun puesto de batalla donde perecerá con seguridad. El amor a Betsabé le hace ciego a la bajeza que supone comportarse así. En cierto modo la pasión le hace ver, le abre los ojos para una cualidad valiosa, aquí por ejemplo, la belleza de esa mujer. Una vida desapasionada no es, por tanto, una vida buena. Quien no puede airarse ante una injusticia está falto de algo esencial. La pasión nos manifiesta un valor o desvalor. Pero a la vez nos desfigura las proporcio­nes en que deben ser contemplados. Así, quien actúa por pasión, no actúa movido por los valores, sino por su egoísmo. Se afinca en su perspectiva de las cosas, en vez de ponerse en el lugar de las cosas. Dice así una canción de moda: " ¿Puede ser pecado el amor?" Naturalmente que no; el amor que puede descubrir­nos el valor de una persona, su belleza, es algo que nos sobreviene. Pero la belleza de Betsabé era conocida también por su marido; y el motivo, por tanto, por el que David debía obtenerla, el motivo por el que fue asesinado Urías, no fue la belleza de Betsabé, sino el hecho de que al rey le pareció que era él quien debía poseerla. Y poseerla era más importante que el que Urías siguiera viviendo. Pero eso no se sigue de ninguna manera de la belleza de Betsabé; y no sirve como disculpa invocar en este caso la pasión, invocar que se ha sido irresponsable en un determinado caso, es decir, ciego para otros datos del asunto. Porque esta ceguera no es legítima. El hombre no es un animal; puede cegarse artifi­cialmente; puede actuar como si no viese. Pero tiene la responsabilidad de su ceguera; también ante los tribunales, como se sabe.

La pasión nos descubre valores, pero no su jerarquía. Esa es la razón que aconseja no obrar a impulsos de la ira. La ira puede estar justificada y ser necesaria para sacamos de la apatía ante una injusticia. Pero la ira no nos enseña qué hay que hacer. Nos seduce para una nueva injusticia, ya que no nos hace ver a la vez las proporciones. La actuación humana es siempre compleja y tiene casi siempre múltiples consecuencias. Lo mismo se puede decir de la compasión: nos hace ver el sufrimiento ajeno, pero no nos enseña lo que hay que hacer; así, por compasión, se puede hacer algo enteramente irracional, algo que en realidad no hace bien al que sufre.

A esto se añade algo más: la pasión viene y va. Pero permanecen las cualidades de los valores que se nos revelan gracias al sentimiento, a menudo pasional, de los valores. Quien sólo puede actuar por pasión no hará justicia a la realidad. La ira desaparece, pero quizá es necesario aún pelear durante años contra una determinada injusticia; también, por lo tanto, cuando la ira que me mantenía atento hace ya tiempo que se ha transformado en una honda y tranquila convicción. Aquél cuya disposición a ayudar a los hombres en sus necesidades está ligada con el actual sentimiento de compasión, abandonará en breve esa disposición: los medios de comunicación nos abruman con imágenes de la miseria, de modo que, las más de las veces, la capacidad de compasión se atrofia rápidamente en nosotros. Importa pues que la conciencia de la necesidad de ayudar a los demás sobreviva al arrebato pasional de la compasión. Algo similar vale para el amor. La misma pasión que motiva el crimen por amor, puede motivar también el rápido final del amor. Después de que Enrique VIII diese muerte a su mujer por amor a Ana Bolena, asesinó a ésta por amor a otra mujer. La relación entre amor y fidelidad descansa en que lo que, al comienzo, era tan sólo una pasión, capta poco a poco lo profundo de la persona y compromete su libertad en lugar de darle alas. La relación pierde el carácter de fortuna casual y los enamorados no están ya abocados a esperar si su amor les abandonará o se reforzará. Saben que esto no ocurrirá porque no lo desean y porque el amor se ha apoderado de su libre querer, o bien porque su libre querer ha captado el amor. La pasión nos pone tan sólo en una primera relación con el valor, pero no por eso crea ya la adecuada respuesta a ese valor.

 

 

IV.  Justicia, o yo y los otros

 

Tres son las objeciones que se hacen a la fundamental importancia que el sentido de los valores tiene para el éxito de una vida. La primera dice así: "Invocar la evidencia de los valores no contribuye ni a superar los conflictos ni a lograr un acuerdo; quien aduce unos valores de los que no puede en modo alguno hacer partícipe a los demás, está promoviendo más bien un conflicto". La res­puesta a esta objeción es como sigue: juzgar una Ética sólo o preferentemente desde el punto de vista de la superación de los conflictos, procede ya de una valoración que, ciertamente, no parece claro en absoluto que alguna vez se haya dado. Que Bach, Bartók, Alban Berg han escrito música formidable, que no merece caer en el olvido, es verdad aunque no sean muchos los que la entienden; sólo una minoría la comprende; igualmente ocurre con el valor y la importancia de la física cuántica. Los valores pueden crear conflictos, pero constituyen un presupuesto necesario para la superación de los mismos, ya que es imposible un acuerdo cuando los intereses chocan frontalmente y no existe posibili­dad de determinar su rango.

La segunda objeción afirma: "hablar de los valores tiene algo de dogmático, de apodíctico. Un discurso responsable y científico debe limitarse a ser hipotético. También nuestras valoraciones debemos entenderlas como hipótesis que estamos dispuestos a revisar en cualquier momento, contrastándolas con la experiencia". A lo cual habría que responder: ¿qué significa aprender de la experiencia? Significa que una determinada manera de actuar es más apropiada que otra para alcanzar un fin. Pero, ¿y si se trata de valorar el fin mismo? Entonces significa que se puede aprender que una cosa es más útil que otra para lograr la autoconservación, o que es más útil para la comunicación, o que lleva consigo un placer, etc. Pero siempre se presupone la valoración del correspondiente fin. Quien no quiere algo ‑conservación, comunicación, placer‑, aquél a quien no se le ha revelado la importancia que algo tiene, el valor, ése no puede aprender. Por eso la evidencia de los valores no es una hipótesis, sino presupuesto para la formación de hipótesis. No podemos decir qué instancia es la que nos podría instruir con relación a la inteligencia de algo mejor. Sólo se da una tal instancia, y podemos sólo señalaría, si ya nos ha instruido con una nueva inteligencia más grande y honda de los valores, que se presenta de repente: se trata de nuevo de una evidencia y no de una hipótesis; la superioridad del nuevo modo de entender consiste en que no hace inútil el anterior, sino que lo sitúa mejor en un contexto más amplio.

Tercera objeción: "en realidad se trata de una cuestión de lenguaje o de análisis de lenguaje: tenemos un vocabulario para los valores y estamos ligados a él". Yo no veo aquí ninguna objeción, ya que sólo podemos hacer análisis de significado en las palabras que aceptamos como dotadas de un significado. El lenguaje nos da acceso, en efecto, a las cualidades. Tendríamos dificultades para diferenciar las distintas cualidades del gusto si no tuviéramos determinadas palabras para cada una de ellas. Los lenguajes particularmente diferenciados en relación con las diversas cualidades posibilitan una experiencia, también particularmente diferenciada, de esas cualidades. Ahora bien, la experiencia de las cualidades es algo distinto del uso adecuado de la expresión pertinente. El placer diferenciado del catador de vinos está sin duda en estrecha relación con un vocabulario que está a su disposición y que se emplea a la hora de formar el gusto. Pero el placer es algo diferente del uso de un vocabulario. Lo mismo vale para los predicados de valor, especialmente para la palabra "bueno". Sólo si uno saca fuerza para su acción de lo que esta palabra significa, se puede al fin y al cabo saber si se ha comprendido lo que significa. Sócrates enseñaba en este sentido que uno no sabe lo que la palabra "bueno" significa, si ese saber no tiene consecuencias para él.

Tal como hemos visto en las anteriores consideraciones, vivir rectamente significa hacer justicia a la realidad, objetivar nuestros intereses, formarlos mediante el contenido valioso de la realidad. Como ya vimos, la educación debe hacer al hombre capaz de librarse de la sensación del momento, capaz de hacer lo que quiera. Debe aprender a conducir su vida, más que a dejarse llevar. Tarea de la formación es esclarecer el contenido valioso de la realidad, formar los diversos intereses objetivos. Objetivar nuestros deseos e intereses significa en primer lugar sujetarlos a una medida común, compararlos entre sí; sólo así será posible que nos podamos poner de acuerdo con nosotros mismos y con los demás acerca de los intereses en conflicto.

Este es un elemento más de la vida recta y lograda, pues la realidad a la que debemos hacer justicia es, ante todo, los demás hombres. No hay ser humano sin los demás. El lenguaje, los pensa­mientos y sentimientos sólo se desarrollan en la comunicación. La riqueza de la realidad sólo se desvela mediante el lenguaje que nos une con los demás. Incluso el camino recto lo aprendemos por imitación. Nadie puede vivir sin dar a su actuación, a su comportamiento, un sentido que sea compren­sible hasta cierto punto por los demás; comprensible no significa aquí explicable teoréticamente, sino susceptible de aprobación, de justificación, preci­samente frente a los que son afectados por las consecuencias de nuestras acciones. Denominamos justicia la disposición a someter la propia actuación a esa medida o norma justificativa.

Ciertamente hablamos de situaciones justas, de conclusiones justas, etc. Pero primeramente y ante todo, la justicia es una virtud, es decir, una actitud del hombre. La justicia puede ser exigida a todos, en todo momento y respecto de toda persona, ya que la exigencia de la justicia no requiere más que la relativización de las propias simpatías, deseos, preferencias e intereses. Cuando mi acción afecta los intereses de otro, no basta para justificarla el hecho de que sirva a mis propios intereses. Puede ser que mis intereses tengan preferencia; pero entonces no será porque sean míos sino porque son más importantes de acuerdo con su contenido. Lo cual significa que si los intereses de otro fueran más importantes, son ellos los que deberían tener la preferencia. Llamamos justo a aquel que, en los conflictos de intereses, examina de qué intereses se trata y está dispuesto a pasar por alto de quién son los intereses que están en liza. Y puesto que siempre tenemos la tentación de engañarnos a nosotros mismos y de privilegiamos en la valoración de los intereses, pertenece a la justicia la disposición de someterse, en caso de duda, a una instancia impar­cial; esto significa, por ejemplo, someterse a las leyes del Estado y a la jurisdicción pública.

El fenómeno en que se apoya toda justicia es el de la distribución o necesidad de bienes que son escasos. La distribución de bienes que son abundan­tes no requiere criterio alguno de justicia. La peculiar visión del futuro en Marx es que no se trata de hacer justicia, sino de crear un estado que no necesite de justicia, de un estado de abundancia en el que no se necesite más que coger: la tarifa univer­sal cero. La producción de abundantes bienes debe exigir tan poco tiempo que se pueda renunciar a los criterios de justicia a la hora de repartirlos. Este estado se llama comunismo, y en él vale el principio: a cada uno según sus necesidades.

Marx pone bajo el dictado de la eficiencia el camino que conduce a ese fin; en él no cabe más medida que el principio de la eficiencia: a cada uno según sus capacidades, a cada uno según su eficien­cia o rendimiento. Antes de considerar este princi­pio desde el punto de vista de la justicia, debemos preguntarnos qué entendemos exactamente por jus­ticia. Justicia es el reconocimiento de una simetría fundamental en relación con los hombres, justa­mente allí donde se trata de repartir bienes que son escasos. Simetría que no consiste en la simple igualdad de todos, sino en que las asimetrías deben ser justificadas. Y la justificación debe ser tal que cualquiera que esté dispuesto a pensar justamente esté de acuerdo con esa asimetría. Cuando una persona está sometida a medidas discriminatorias que no pueden ser justificadas ante él, ni justificadas en absoluto; cuando es perjudicado como ciudadano por ser, por ejemplo, judío, negro o hijo de un latifundista, entonces se lesiona esa simetría fundamental, sin la cual no existe justicia. Justicia, de acuerdo con lo dicho, no significa que cada uno reciba lo mismo o contribuya lo mismo; o lo que es lo mismo, significa que el reparto de cargas y beneficios, y su uso, no se haga de antemano, corno siempre da la impresión, en favor de determinadas personas o grupos. Por eso una cinta cubre los ojos de la justicia. Justicia significa imparcialidad.

Ahora bien, no siempre y en todo momento debemos ser imparciales, ya que no todas nuestras acciones están sometidas a la justicia. Aristóteles conocía dos clases de acciones interhumanas sometidas a las exigencias de la justicia: el intercambio de bienes y el reparto de cargas y beneficios hecho por la autoridad.

Por lo que respecta a la justicia de los intercambios, debe atenderse siempre, pensaba Aristóteles, a la igualdad en el valor de los objetos del intercambio, o también al precio justo. Ahora bien, el valor de los objetos depende considerablemente de la apreciación de los interesados y ésta, a su vez, entre otras cosas, de la escasez del bien en cuestión. El precio en un mercado que funcione se rige, como es sabido, por la ley de la oferta y la demanda. ¿Por qué debería ser injusto, en una subasta, dar una cosa al mejor postor por el precio que tiene para él? De ahí que haya variado el planteamiento de la justicia conmutativa; nos preguntamos: ¿por qué uno está dispuesto a pagar esa suma desorbitada? ¿Se trata de una persona amante de las antigüedades, de alguien sediento en el desierto que da toda su fortuna por un vaso de agua? En este segundo caso se da una fundamental asimetría entre ambas partes y exigir un precio muy alto sería una injusticia que clama al cielo. Hablarnos de usura. La injusticia consiste en aprovecharse de una necesidad, de una posición de dominio en el mercado que permite exigir ese precio, o de la ignorancia del comprador o vendedor. Por eso la justicia exige a los estados que contrarresten esa asimetría. La virtud de la justicia la necesitan los individuos particulares sólo cuando la situación es de tal modo asimétrica, que están en disposición de utilizar la fuerza a la hora de fijar el precio del intercambio.

La justicia es precisamente la virtud de los que disponen de poder: la virtud del más fuerte. El débil no necesita virtud para estar interesado por la simetría; se interesa simplemente porque es la manera de mejorar su posición. Pero, por ser el más débil, no crea la simetría. Donde domine la igualdad, como en un mercado libre que funcione perfectamente, no será dañada la justicia si cada cual toma lo que puede recibir. Es privilegio de los más poderosos proporcionar medidas distintas a las del propio provecho; es decir, poder repartir. Quien ha de subastar un Stradivarius, y no es tan pobre como para que tenga que venderlo sin condiciones al mejor postor, está en una situación privilegiada, y actúa justamente si lo vende no al rico coleccionista, sino al destacado violinista que, quizá, pague la mitad, pero a cuyas manos en realidad pertenece.

La justicia es, ante todo, un punto de vista en la distribución de los bienes escasos, en el ámbito de relaciones ya institucionalizadas; pero la justicia no crea esas relaciones. Nadie está obligado a prometer fidelidad a otro; pero si lo ha hecho, el otro tiene derecho a confiar en su fidelidad. Ningún país debe dar cuenta a los extranjeros de las normas y medidas que sirven para adquirir la ciudadanía; pero cada ciudadano puede exigir que no se le prive de ella sin fundamento legal y sin culpa. Cierto, no obstante, que cada hombre tiene unos deberes fundamentales de justicia para con los demás por el simple hecho de pertenecer al género humano.

La unidad que designamos como género humano fue inicialmente una unidad muy abstracta, la pura unidad de una especie cuyos miembros estaban unidos nada más que por la mutua semejanza. En el mundo actual, desde hace tiempo, existe un conjun­to de relaciones, particularmente económicas, entre los diversos grupos humanos. Si este conjunto de relaciones fuera aproximadamente simétrico, no habría problemas de justicia. Pero en la medida en que en el interior del sistema, ante todo del mercado mundial, se da una auténtica posición de poder ‑sobre todo en los países industriales y exportado­res de petróleo‑ se invoca a la justicia frente a los que detentan esas posiciones. Son algo más que partes en este intercambio; son repartidores o dis­tribuidores, y como a tales se les debe exigir que tengan en cuenta el criterio de la justicia distributiva.

Pero no basta con eso. Aun cuando siempre se den diferencias de poder y sea por eso siempre exigible la justicia, pertenece a esta virtud colaborar para hacerse a sí misma superflua; va, en efecto, contra la exigencia fundamental de la simetría que unos hombres estén absolutamente a merced de otros y dependan de que éstos sean hombres justos. Por eso pertenece a la justicia, como estado o situación, el control de la fuerza y la división de poderes, y pertenece a la justicia de los fuertes su disposición para un acuerdo sobre la limitación de su poder merced a instituciones de derecho.

Si preguntamos más exactamente en qué consis­te la justicia distributiva, la respuesta resulta de nuevo muy formal. Por eso, también los represen­tantes de la escuela neoliberal defienden que no existe una justicia distributiva. Desde el punto de vista de los contenidos, los criterios para hacer la distribución serían tan distintos que siempre habría disputas. Conviene que esta disputa sea facilitada por las instituciones de derecho estatal y que toda solución esté abierta a correcciones; al contrario de lo que pasa en los países totalitarios que dificultan enormemente la revisión de los criterios de distribu­ción, asegurando así los indebidos privilegios de una capa social privilegiada en un momento determina­do. Al criticar los representantes de tal escuela el carácter invariable de tales privilegios, y al exigir que la discusión sobre las cuestiones distributivas sea abierta, demuestran que ese tipo de justicia existe en realidad, aunque ellos la nieguen, y que tienen muy probablemente por injustas algunas soluciones del problema de la distribución de los bienes; por ejem­plo, la solución que se basa en aprovecharse de la debilidad política de una determinada clase no privilegiada. Cuando hablan de que es preciso discutir sobre distribución, hay que preguntarles: ¿cómo se presenta esa disputa? No parece suficiente que uno diga: "yo quiero tanto", y el otro "y yo tanto”; sino que ambos deben fundamentar su postura, presentar puntos de vista relevantes, hablar de exigencias, etc. La disputa es, incluso, un medio esencial para el hallazgo de lo justo.

Precisamente porque los abogados, en los proce­sos civiles, exponen sus encontradas posiciones para lograr un juicio recto, y hacen sus parciales propuestas, y desde puntos de vista parciales, al final el juez tiene delante todos los aspectos relevan­tes para llegar a un dictamen justo. De nuevo pues, ¿cuáles son los criterios distributivos más relevan­tes? Veamos ante todo las dos respuestas extremas. La primera dice: no hay más que un criterio relevante, el de la fuerza que se impone; es decir, el criterio del más fuerte. La segunda dice: la distribu­ción puede hacerse con criterios a gusto de cada uno. La justicia sólo exige imparcialidad en el uso de la norma correspondiente.

Consideremos en primer lugar el derecho del más fuerte, que ya en el siglo V antes de Cristo fue formulado teórica y prácticamente en Atenas. Los sofistas, maestros de la ciencia política del tiempo, enseñaban precisamente que la justicia es lo que hace el más fuerte, lo que le resulta útil. Pero Platón replicaba: ¿es justo lo que le conviene al justo, o lo que él piensa que le conviene?; y seguía preguntan­do: ¿qué es lo que de verdad le resulta provechoso al hombre? Para saberlo es necesario conocer qué es el hombre. El fuerte no puede comer más que hasta saciarse. Puede suceder incluso que le sea útil, es decir, que favorezca su humanidad, el hacer justicia a la realidad, contemplarla en su valioso contenido, aprender a amar. El derecho del más fuerte sería entonces quizás el derecho y la posibili­dad ‑que el débil no posee en el mismo grado‑ de pasar por alto sus propios intereses y poder ser justo. En toda manada de animales el más fuerte utiliza su fuerza, de una parte, para establecer su autoridad; pero, de otra, para defender a los más débiles del rebaño, y los intereses de éste frente al ambiente hostil. También en la sociedad humana es inevitable que los más fuertes tengan el poder; si no fueran los más fuertes, los más favorecidos por la suerte, los más hábiles, inteligentes, elocuentes, etc., ¿cómo lo hubieran alcanzado? Hablar por tanto del derecho del más fuerte es una trivialidad. La cuestión está en qué hace con el poder el que ha demostrado con su fuerza ser el más fuerte; ¿subordina su actuación a una jerarquía de valores objetivos o sólo a sus interesados criterios subjetivos?

La otra respuesta extrema dice: los criterios de distribución son a voluntad; justicia tan sólo significa que tienen validez general y que no son dictados por intereses subjetivos. Escoger la dirección - escoger los valoresTambién aquí se encuentra algo correcto. Si los tibetanos eligen Dalai Lama al niño que tenga una determinada señal de nacimiento, no tiene sentido declarar de antemano injusto ese modo de proceder. Mientras exista el convenci­miento general de que el poder divino permite conocer de esa manera al portador del poder espiri­tual y temporal, se podrá discutir al máximo la verdad de esa creencia, pero no la justicia del criterio de elección. Sólo será injusto si los sacerdotes que buscan al niño proclaman como Lama al hijo de una determinada familia aunque no tenga la marca. La justicia, en efecto, reside ante todo en la imparcialidad.

No obstante, en una civilización ilustrada ‑y en la mayoría de los ámbitos de cualquier civiliza­ción‑ existe la posibilidad de distinguir los criterios distributivos relevantes de los no relevantes. ¿Quién debe estudiar medicina? Ni la riqueza de los padres, ni la condición de funcionario del partido que el padre tiene, ni la actividad política en una organiza­ción estatal de juventud, ni el certificado del COU son, evidentemente, criterios relevantes. Por eso hoy se piensa en los test de aptitud. Relevante podría ser la prueba como enfermero en un hospital, junto con la inteligencia debida. Incluso el hecho de que el padre o la madre sean médicos podría ser un criterio adicional no injusto; en todo caso no tan injusto como sería la cualidad de ganar en una lotería. Con frecuencia los criterios chocan entre sí y es difícil establecer una jerarquía. Tomemos como ejemplo la discusión sobre si es mejor dar un dinero por hijo o dejar libre de impuestos una cantidad. Los defensores de la primera posición afirman que la gente adinerada recibe por sus hijos mucho más, con su cantidad libre de impuestos, que los menos favorecidos, y que, sin embargo, todos los niños valen lo mismo; además, la gente más pobre necesita ese dinero para los hijos con mayor urgencia que los ricos. La otra opinión defiende que la gente adinera­da paga más impuestos que los más pobres, no sólo si se habla en absoluto, sino también considerado relativamente; que el ahorro de impuestos por los hijos no es un regalo sino la reducción de una carga, y, por último, que los gastos por hijo de los ricos son inevitablemente más altos ya que, en general, esos niños participan del nivel de vida de sus familias; sin esa partida libre de impuestos se obliga a la gente con recursos a la pena de reducir, de manera no pro­porcional, el nivel de vida de sus familias. No discuto ahora estos puntos de vista; sólo hago ver que los dos diversos principios de igualdad chocan entre sí.

Esta colisión llamó la atención a los filósofos antiguos. Ellos hablaron de una igualdad aritmética y de otra proporcional. Igualdad aritmética signifi­caría que cada uno recibe lo mismo. Por tanto, no el mismo salario por el mismo trabajo, sino el mismo salario para todos, sin consideración alguna para el trabajo en sí mismo; y para todos la misma oportu­nidad de desempeñar un oficio público sin atender a su cualificación. Es obvio que esto resultaría injusto. Nadie podría vivir en un estado en que ya no se cualificase a los médicos por sus estudios, que re­quieren gran esfuerzo, sino por el hecho de que han ganado en una lotería en la que pudieron tomar parte.

El principio contrario es el de la igualdad proporcional, que Marx expresa con la fórmula: a cada uno según su capacidad y según su trabajo. Este principio de dar a cada uno lo suyo, y no a todos lo mismo es, en cierto modo, más justo que el principio aritmético; pero él sólo tampoco satisface, ya que la cuestión de cómo valorar el trabajo queda abierta: ¿según el esfuerzo empleado, la comodi­dad, la cualificación necesaria? o si no, ¿según qué? Persiste el hecho de que incluso la cualifica­ción para las tareas más valiosas es parcialmente fruto de la suerte, desde el talento hasta el hecho de que alguien puede estar impedido física o psíquica­mente para prestar un servicio, y otro sin embargo no. Por eso escribe Platón que únicamente Dios podría actuar de acuerdo con la justicia proporcio­nal, puesto que sólo El puede juzgar el valor absoluto de cada uno y de cada una de sus presta­ciones. Los hombres en cambio deberían mitigar las diversas normas en conflicto con el ingrediente de la igualdad aritmética, puesto que, de lo contrario, la justicia se convertiría muy fácilmente en injusticia. La pura sociedad de trabajo es tan injusta como la que lo ignora y no lo premia.

Pero además de la igualdad aritmética y de la proporcionalidad del trabajo, existe otra proporcio­nalidad que corresponde a una sociedad justa: la que está en relación con las necesidades de una persona. Fue merced al cristianismo como este principio entró por primera vez en el mundo. Sostiene que quien no puede ayudarse a sí mismo debe serlo por los demás en la medida de sus necesidades; no es pues injusto exigir a la mayoría que corra con esos gastos, y esto no en una sociedad de la abundancia de un hipotético futuro, sino aquí y ahora. Esta pro­porcionalidad tiene que ver con lo que llamamos amor al prójimo; en cierta medida, el amor al prójimo ha penetrado en nuestro concepto de jus­ticia. Lo que hizo el misericordioso samaritano cuando, a sus expensas, atendió a aquel malherido en una venta, está sin duda más allá de la justicia. Pero el sacerdote y el levita que vieron al herido y pasaron de largo serían llevados a juicio, según nuestro código penal, por no prestar su ayuda. Esto es ya un progreso.

 

 

V. Convicción y responsabilidad o ¿el fin justifica los medios?

 

¿Qué significa hacer justicia al hombre? Es lo que comenzamos por preguntarnos. Todavía no hemos respondido a esa cuestión, y no hemos señalado más que la primera condición con que caracterizamos la palabra "justicia". Entendemos con ella el proceder de quien está dispuesto a prescindir de sí mismo y de sus preferencias personales cuando se  trata de distribuir los bienes que son escasos, o cuando se trata de exigencias de esa escasez; el proceder de quien está dispuesto a utilizar en su lugar una medida que pueda justificar se ante todos los afectados. Si éste es el caso, decimos que la desigualdad de la distribución tiene que ser fundamentada. Debe estar en proporción a cualidades relevantes y no basarse en una discriminación de personas o grupos con la que éstos nunca podrán estar de acuerdo. Justicia significa reconocer que todo hombre merece respeto por sí mismo.

Pero no basta la justicia para hacer justicia al hombre. Un gobierno que prohibiera a todos, incluso a sus miembros, oler las rosas, no actuaría injustamente, ya que no discriminaría a nadie por motivos extraños. Pero, a pesar de ello, esa prohibición sería una estupidez. Un impresionante ejemplo de que existe algo más alto que la justicia se da en la historia del juicio de Salomón. Dos mujeres disputan ante el rey Salomón sobre a cuál de las dos pertenece el hijo superviviente. Salomón, incapaz de aclarar el hecho, decide dividir en dos al niño con la espada. La mujer que protesta esa decisión y está dispuesta a entregar su hijo a la otra antes que dejarlo morir, es reconocida, precisamente por eso, como la verdadera madre. Renunció a la justicia porque quería a su hijo. La arcaica historia prescinde de que incluso un niño es ya objeto de exigencias de justicia. Se trata tan sólo de justicia entre las dos mujeres, pero tiene validez general. Es inmoral preferir aniquilar los bienes cuya partición es imposible antes que darlos a uno cualquiera de acuerdo con un criterio cualquiera. Y donde no se da ningún criterio relevante, queda siempre la suerte o el derecho de quien, casualmente, ya los posee.

Hacer justicia al hombre y a la realidad va más allá de la justicia. Exige dos cosas distintas: conocimiento y amor. Sin saber qué es el hombre ni qué le hace bien, actuaremos en falso. Quien alimenta a su hijo con bombones, e incluso con televisión, puede que lo ame, pero hace lo mismo que haría quien quisiera hacerle daño. Conocimiento con amor es lo mejor. Si alguien quiere hacer daño, entonces el saber es ciertamente malo, ya que cuanto más se sepa más daño se puede hacer. Por su parte, el amor no debe ser entendido como simpatía, tenerla o no, no está en nuestras manos. Amor significa aquí tanto como benevolencia, querer dar al otro lo que es bueno para él. Y tal benevolencia se dirige no sólo a los hombres, sino a todo lo viviente. Causar daño sin necesidad a un animal significa igualmente no hacerle justicia. El dolor entraña de modo inmediato que no se lo pueda querer, ya que no se puede querer para uno mismo.

Ahora bien, se plantea la siguiente cuestión: ¿qué exige esa disposición general de hacer justicia a la realidad, particularmente a la realidad de los demás hombres? ¿Qué exige la benevolencia sin la que no existe vida buena? ¿Qué medida, más allá de la justicia, hemos de satisfacer para ser buenos? Hay aquí, desde hace tiempo, una controversia filosófica a la que debemos ahora dedicamos. El gran sociólogo Max Weber ha caracterizado las dos posiciones  a su modo de ver irreconciliables  como ética de convicción y ética de responsabilidad.

Entendía por ética de responsabilidad la actitud de una persona que, en sus acciones, considera el conjunto de las previsibles consecuencias, y se pregunta cuáles son  desde el punto de vista del contenido de valor de la realidad  las consecuencias mejores en conjunto, y entonces actúa en consecuencia; y eso aunque tenga que realizar lo que, aisladamente considerado, deberíamos considerar como malo. Según Weber, actúa responsablemente el médico que, por ejemplo, no dice la verdad sobre su salud a un paciente porque teme que no soporte la verdad; responsablemente actúa el político que fortalece el potencial de guerra, incluso la disposición para conducir la guerra en caso necesario, con el fin de conseguir un efecto disuasorio y reducir así las posibilidades de guerra.

Según la ética de convicción, por el contrario, actúa el pacifista que no está dispuesto a matar en ninguna circunstancia, tampoco incluso si la extensión de la idea pacifista aumenta de un lado el peligro de guerra. Argumenta que si todos fueran pacifistas, no habría guerra y que, en definitiva, alguien tiene que empezar alguna vez. Y frente al argumento de que el pacifismo no progresa y se hace general, sino que lo que se logra así es debilitar las propias posiciones, de modo que se provoca un enemigo potencial, responde que eso no es culpa suya; aun cuando fuese muerto, no querría al menos participar en ello.

Max Weber piensa que se trata de posiciones extremas y que su oposición no puede dirimirse con argumentos; él se inclina a designar la ética de la política como ética de responsabilidad, y la ética de los santos como ética de convicción, desconociendo ciertamente el hecho de que, aunque raramente, ha habido políticos a una santos y con éxitos políticos.

En la Ética actual se debate a menudo el problema bajo el lema de la oposición entre moral deontológica y teleológica. Deontológica es denominada la moral que llama buenos o malos ciertos comportamientos en general y sin tener en cuenta las consecuencias; y teleológica aquella otra que deduce el valor de las acciones del que revista el conjunto de las presuntas consecuencias. A la moral teleológica o ética de la responsabilidad se le llama también utilitarismo.

La alternativa ética de convicción ética de responsabilidad, lo mismo que la alternativa deontología utilitarismo, contribuye más bien a oscurecer las cosas de que se está tratando. Ante ella, se acuerda uno de las palabras de Hegel: "el principio que lleva a despreciar las consecuencias de los actos y el que conduce a juzgarlos por sus consecuencias, convirtiéndolas en norma de lo bueno y de lo malo, son, por igual, principios abstractos".

En efecto, no hay ética alguna que prescinda absolutamente de las consecuencias de los actos, ya que es absolutamente imposible definir un acto sin considerar sus precisos efectos. Actuar significa producir efectos. Quien tiene como reprobable toda mentira, por ejemplo, no es que prescinda de sus consecuencias, sino que considera justamente una de ellas: la que hace a la mentira ser tal; el engaño y el inducir a error a otra persona. Sin esta consecuencia no hay mentira, pues de lo contrario cualquier cuento sería lo mismo que la mentira. No se trata de convicción o de responsabilidad, ni de considerar o no las consecuencias, sino de la cuestión: de qué consecuencias se trata y hasta qué consecuencias se extiende la responsabilidad de una acción. Se trata de saber si determinadas consecuencias nunca pueden ser causadas, o si, al revés, está permitido cualquier acto con tal de que a la larga quede justificado por el conjunto de las consecuencias positivas. Se trata, a fin de cuentas, de la vieja cuestión de si el fin justifica los medios cuando es un fin bueno que compensa el mal producido por los medios empleados.

No hay duda de que la mayor parte de nuestros actos se fundan en un sopesar los efectos o los bienes que son afectados positiva o negativamente por las consecuencias de nuestros actos. Sopesamos los logros y las pérdidas. El médico amputa una pierna o extirpa un riñón en ocasiones, para salvar el resto del hombre; o prohíbe al paciente el placer del vino, para preservarlo de una incomodidad mayor de la que le supone esa renuncia. Aquí sin duda el fin justifica los medios: ética de responsabilidad.

Pero, ¿qué pasa cuando continuamos arbitrariamente con esta manera de pensar? Aceptamos que el médico tiene que velar por la salud de un malvado que se enerva a sí mismo y a los demás o incluso por la salud de un criminal. ¿Debe el médico, atendiendo a la responsabilidad que le incumbe por el conjunto de las consecuencias de su acción, aconsejar al paciente una terapia que lo lleve lo antes posible a la tumba? Según esta ética de responsabilidad actuaban los psiquiatras soviéticos cuando encerraban en clínicas a los disidentes a los que consideraban seres dañinos  y los trataban con drogas para destruir su voluntad. Nuestra manera de concebir la responsabilidad contradice radicalmente este modo de ser. Para nosotros, la responsabilidad del médico termina justamente con el objetivo final de hacer lo mejor para la salud del paciente. Subordinar esos cuidados a una responsabilidad más amplia en atención a las consecuencias que entrañan sería irreconciliable con la ética médica.

Tampoco es conciliable con la ética médica, por ejemplo, el que en las pruebas de medicamentos a un determinado grupo de control, se prive a los pacientes de esos medicamentos, cuando el médico que los trata sabe, ya antes del término de la prueba, que ese medicamento salvaría la vida de alguno de ellos; la relación médico paciente descansa en el contrato tácito de que ningún bien superior o consecuencias más amplias jueguen un papel más importante que la restitución de la salud al paciente. Otra cosa sería si entrase en juego la escasez de los medios. Si, por ejemplo, no está a disposición de todos los solicitantes una máquina de pulmón corazón o un riñón artificial, entonces debe decidirse de acuerdo con los criterios de la justicia distributiva; es decir, en esas circunstancias deben sopesarse las vidas de acuerdo con criterios objetivos e imparciales.

Con frecuencia se aducen tales ejemplos para demostrar que el sopesar los bienes o valores es la manera habitual de comportarnos moralmente; pero esta consecuencia es falsa. El utilitarismo que la defiende es insostenible desde diversos puntos de vista. Esto es lo que pretendemos demostrar en las reflexiones siguientes.

El utilitarismo choca en primer lugar con la complejidad y el carácter imprevisible de las consecuencias a largo plazo que tienen nuestros actos. Si debiéramos atender al conjunto de las consecuencias de nuestros actos nunca actuaríamos antes de un sincero cálculo. La disminución de la mortalidad infantil en los países pobres tiene a menudo consecuencias catastróficas a largo plazo, pero a la vez da la impresión de mejorar el conjunto de las condiciones de vida; si lo logra o no, es una cuestión abierta. Pero, ¿quién puede juzgar lo que prevalece al final? Nadie podría actuar si antes hubiera de llegar a un tal juicio.

Y al contrario, el bien, con frecuencia, es el resultado a largo plazo de un mal. Jesús afirmó expresamente que la traición de Judas no se justificaba porque fuera efectivamente un medio para la salvación de la humanidad. Todo crimen quedaría justificado si quien lo perpetra persigue un fin que hace bueno ese medio. Por lo demás, nos encontramos aquí con una dialéctica completamente singular. Una ética radical de responsabilidad en el sentido de Max Weber no es en realidad otra cosa que la ética radical de la convicción. Según ésta, no se puede juzgar un acto por sí mismo, sino que hay que tratar de comprender cuál es la convicción, la intención del agente, la manera y el fin de la historia, tener todo ello en cuenta, y absolverle, de acuerdo con esa convicción, de los actos que normalmente se tienen por un crimen. La ética de convicción se entiende a sí misma como ética radical de la responsabilidad. La verdad es que andamos a tientas en lo que concierne al conjunto de las consecuencias, y si la moralidad de nuestro comportamiento dependiera de ese juicio, deberíamos decir con Hamlet: ¡Ah, que yo venga al mundo para arreglarlo!

El segundo argumento es el siguiente: el utilitarismo entrega el juicio moral del hombre corriente en manos de la inteligencia técnica de los expertos; las normas morales se hacen técnicas ya que, según el utilitarismo, no se puede ver, en ella misma, la cualidad moral de la acción, sino que se requiere tener presente la función universal de su utilidad; y obtener ésta es cosa de los expertos que se reconocen a sí mismos como tales. Cuando en el nazismo se mandó a las juventudes de las SS matar a los niños judíos, pudo removerse la conciencia de muchos. Para hacerla callar se la degradó con teorías como aquélla de que la existencia de los judíos era, en su conjunto, dañina para la humanidad. Aceptemos que el hombre es tan necio, o que puede cegarse hasta no comprender la falta de sentido de esta teoría. Lo que en cualquier caso debería haber conservado era la sencilla idea de que no se pueden matar niños inocentes.

Pero el utilitarismo no permite que tengan vigencia ideas tan sencillas; pone la conciencia bajo la tutela de ideólogos y tecnócratas. Para que nadie piense que se trata de un ejemplo demasiado extremo como para tener sentido            para nosotros, recuerdo un experimento que hizo la radio bávara hace unos años. Se buscó al azar unas cuantas personas de la calle, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, y se les animó a participar en un experimento que debía ser de mucha importancia para el desarrollo de los métodos de aprendizaje. En el desarrollo de ese experimento, los colaboradores que se habían buscado debían enviar descargas eléctricas a una persona  objeto del experimento que se encontraba encerrada en una habitación. Debían presionar un botón y enviar las descargas con intensidad creciente. Hay que decir que todo era simulado, que nadie recibía en realidad aquellos impulsos. Pero aquella gente lo creyó. ¡Ellos mismos eran las personas del experimento! Se quería ver hasta dónde llegaba su disposición a colaborar en una cosa así. Lo terrible fue que la disposición llegó demasiado lejos. Cuando la supuesta persona que sufría la prueba comenzó a gritar, cuando los supuestos impulsos alcanzaron casi un limite mortal, algunos no quisieron continuar; pero se les explicó que entonces todo aquel costoso proyecto se vendría abajo; del éxito del experimento, por el contrario, se esperaba una importante mejora en los métodos de aprendizaje de todos los hombres. La mayoría se dejó desarmar por este argumento utilitarista y actuaron como torturadores.

¿Qué se deriva de ahí? Que orientar nuestros actos según el conjunto de sus consecuencias los deja sin dirección, los entrega a cualquier experiencia y manipulación. Como esto no conduce con seguridad a un mundo mejor, el utilitarismo cae en una contradicción ya que pretende lograr el mejor mundo posible. Pero ese mundo no se consigue por el hecho de que cada uno se lo proponga como un objetivo. Incluso la orientación utilitarista de nuestras acciones resulta perjudicial desde su propio punto de vista.

Todavía hay que explicar un tercer argumento. No es sólo que los expertos puedan engañar fácilmente al utilitarista; es que resulta que el criminal puede también chantajearle con facilidad, creciendo así el peligro de extorsión. Naturalmente que en muchas ocasiones es correcto, también por consideraciones utilitaristas, oponerse a la extorsión; sin embargo, siempre es cosa de sopesar los males que están en juego, por si se debe ceder o no. Un particular está más dispuesto, y con razón, a ceder, que el político, ya que éste viene obligado a reflexiones de largo alcance. La actividad del político, más que la de los otros utilitaristas, debe seguir el punto de vista de la ética de la responsabilidad. El problema moral se plantea en toda su crudeza cuando el chantajista exige actuaciones criminales, como, por ejemplo, la muerte de un inocente o la entrega de un huésped bajo la amenaza de un mal mayor. El utilitarista debería aquí ceder, argumentando que es mejor que muera un hombre que no cien. Quien, por el contrario, participa de la idea de que la muerte de un inocente es siempre un crimen, no se someterá a esa lógica. Si se sabe que se está firme en esa idea, el extorsionador no lo intentará en absoluto; de manera que el utilitarismo es, en algunas circunstancias, contraproducente, es decir, da lugar a las consecuencias que pretendía evitar.

El resultado de nuestras reflexiones hasta este momento, parece ser el siguiente: nuestra responsabilidad moral es concreta, determinada, y no es manipulable a voluntad, con tal de que esté limitada, es decir, con tal de que no se parta de la idea de que debemos responder de todas las consecuencias de cada acto y de cada omisión. Sólo bajo este presupuesto se puede definir el concepto de omisión. La omisión culpable es la omisión de algo que yo tenía que haber hecho. Si en cada momento debiéramos responder de lo que no hacemos precisamente en ese momento; si en cada instante debiéramos examinarlas posibles alternativas de nuestros actos, y elegir las mejores, se nos estaría exigiendo entonces mucho más de la cuenta.

Determinar hasta dónde se extiende la responsabilidad de los actos correspondientes seria muy largo. La del médico, por ejemplo, es mucho más determinada que la del político, a quien se le debe exigir y permitir reflexionar sobre la amplísima y compleja red de posibles consecuencias. Pero su deber de procurar lo mejor se relaciona, ante todo, con aquel país preciso del que tiene una verdadera responsabilidad. El no tiene que cuidar de otras tierras o pueblos, en el sentido de hacer lo mejor para ellas. Frente a ellas tiene un deber de justicia.

La pregunta continúa. ¿Existe una responsabilidad del hombre como tal, una responsabilidad propia de todo hombre? ¿Existen comportamientos que la lesionan? Kant formula así la exigencia que se dirige a toda persona: en ningún acto podemos usarnos o usar a los demás como puros medios. Se le ha objetado que necesitamos continuamente unos de otros como medios, si queremos lograr determinados fines. Toda la vida humana descansa ahí a fin de cuentas. Cosa que, como es natural, también sabía Kant. Lo que él quería decir es lo siguiente: podemos usar de los demás como medios, pero sólo parcialmente; nos aprovechamos de ciertas capacidades y prestaciones de los demás. Pero no se puede desconocer que los otros son, por su parte, un fin en sí mismos y que, en todo caso, tienen el derecho de exigir los servicios de los demás. No se les niega por tanto como personas. Se niega que sean un fin en sí mismos cuando, por ejemplo, se les esclaviza o se les tortura, o se les mata siendo inocentes, o se abusa sexualmente de ellos. Kant pensaba que también cuando se les miente, pero no discutiremos ahora este punto.

Es importante el hecho de que se dé una asimetría entre los comportamientos buenos y malos. No hay modos de proceder que sean siempre y en cualquier lugar buenos. Que una acción sea buena depende siempre de un conjunto de circunstancias. A no ser que entendamos por bueno sencillamente la omisión de una acción mala. Se dan, por el contrario, modos de proceder que, al margen de cualquier circunstancia, son siempre y en todas partes malos, porque con ellos se le niega inmediatamente al hombre su carácter de persona y de fin en sí mismo. En tales actos cesa el cálculo de consecuencias; esto quiere decir que no nos cabe responsabilidad alguna en las consecuencias que se derivan de la omisión de una acción mala en sí misma. Quien se niega a fusilar a una joven judía, que le suplica por su vida, no tiene la responsabilidad de que su jefe fusile acto seguido a diez hombres, acción con la que le había previamente amenazado. Todos debemos morir a la postre, pero a nadie le es lícito matar.

La responsabilidad por la omisión de una acción que no nos es lícito realizar nos afecta lo mismo que la responsabilidad por aquello que no podemos realizar físicamente. Un buen hombre sería aquél cuya conciencia de que "no me es lícito hacer esto" se cambia en "no puedo (físicamente) hacerlo". El antiguo legislador romano formuló esta misma idea con la lucidez que le caracteriza: "lo que va contra la piedad, contra el respeto debido al hombre, dicho brevemente, contra las buenas costumbres, debe ser considerado como imposible".

 

 

VI.  El individuo o ¿hay que seguir siempre la conciencia?

 

Hasta ahora se ha hablado de los distintos puntos de vista que entran en juego a la hora de llamar a una acción buena o mala, verdadera o falsa, lograda o fallida. Hemos preguntado por lo que en realidad deseamos, y hemos intentado comprender el bien como la realización de ese deseo. Hemos hablado de valores, de consecuencias de los actos y de justicia. No obstante, parece como si existiese una sencilla respuesta que haría inútiles todas las demás consideraciones; esa respuesta sería: la conciencia dice a cada uno lo que debe hacer.

La respuesta es correcta y, a la vez, conduce a error en su misma simplicidad. Nos vamos a ocupar de ella, y nos preguntamos, ¿qué es exactamente eso que llamamos conciencia?, ¿qué hace la conciencia?, ¿tiene siempre razón?, ¿debemos seguirla siempre?, ¿hay que respetar siempre la conciencia de los demás?

Es claro que el significado de la palabra "conciencia" no resulta evidente de antemano. Se utiliza en contextos muy variados; hablamos así de personas concienzudas que se caracterizan por el exacto cumplimiento de sus deberes diarios; pero hablamos también de conciencia cuando uno se evade de esos deberes y se resiste a ellos. Denominamos conciencia a algo sagrado existente en todo hombre y que debe respetarse incondicionalmente; algo que es defendido también por la constitución, aunque condenemos a fuertes penas a los que actúan en conciencia. Unos tienen la conciencia por la voz de Dios en el hombre, otros como producto de la educación, como interiorización de las normas dominantes, originariamente exteriores. ¿Qué ocurre con la conciencia?

Hablar de conciencia es hablar de la dignidad del hombre, hablar de que no es un caso particular de algo general, ni el ejemplar de un género, sino que cada individuo como tal es ya una totalidad, es ya "lo universal".

La ley natural según la cual una piedra cae de arriba abajo es, por así decirlo, exterior a la piedra misma, que no sabe nada de esa ley. Quienes la observamos consideramos su caída como ejemplo de una ley general. Tampoco el pájaro que hace un nido tiene la intención de realizar algo para la conservación de la especie, ni de tomar medidas para el bien de sus futuras crías. Un impulso interior, un instinto, le lleva a hacer algo cuyo sentido se le oculta. Esto se manifiesta en el hecho de que también cuando están encerrados, cuando los pájaros no esperan tener crías, comienzan a hacer su nido.

Los hombres, por el contrario, pueden saber la razón de lo que hacen. Actúan expresamente y en libertad con respecto al sentido de su acción. Si tengo ganas de hacer algo cuyas consecuencias dañan a un tercero, entonces puedo plantearme esas consecuencias y preguntarme si es justo obrar as¡ y si puedo responder de ese acto. Podemos ser independientes de nuestros momentáneos y objetivos intereses y tener presente la jerarquía objetiva de valores relevantes para nuestros actos. Y no sólo teóricamente y de manera que esa idea siga siendo totalmente exterior a nosotros, sin cambiar en absoluto nuestras motivaciones, de modo que digamos: "Ciertamente es injusto actuar así, pero para mí es preferible". En realidad, no es verdad en absoluto que lo que en el fondo y de verdad deseamos esté en una fundamental contradicción con lo que objetivamente es bueno y correcto. Lo que ocurre más bien es que, en la conciencia, lo universal, la jerarquía objetiva de los bienes y la exigencia de tenerlos en cuenta vale como nuestra propia voluntad. La conciencia es una exigencia de nosotros a nosotros mismos. Al causar un daño, al herir u ofender a otro, me daño inmediatamente a mí mismo. Tengo, como se dice, una mala conciencia.

La conciencia es la presencia de un criterio absoluto en un ser finito; el anclaje de ese criterio en su estructura emocional. Por estar presente en el hombre, gracias a ella y no por otra cosa, lo absoluto, lo general, lo objetivo, hablamos de dignidad humana. Ahora bien, si resulta que, por la conciencia, el hombre se convierte en algo universal, en un todo de sentido, entonces resulta que también es válido decir que no hay bien, ni sentido, ni justificación para el hombre, si lo objetivamente bueno y recto no se le muestra como tal en la conciencia.

La conciencia debe ser descrita como un movimiento espiritual doble. El primero lleva al hombre por encima de sí, permitiéndole relativizar sus intereses y deseos, y permitiéndole preguntarse por lo bueno y recto en sí mismo. Y para estar seguro de que no se engaña, debe producirse un intercambio, un diálogo con los demás sobre lo bueno y lo justo, en una comunión de costumbres. Y deben conocerse razones y contrarrazones. No puede pasar por objetivo y universal quien afirma: no me interesan las costumbres y razones, yo mismo sé lo que es bueno y recto. Lo que llama conciencia no se diferencia mucho del capricho particular y de la propia idiosincrasia.

No hay conciencia sin disposición a formarla e informarla. Un médico que no está al tanto de los avances de la medicina, actuará sin conciencia. Y lo mismo quien cierra ojos y oídos a las observaciones de otros que le hacen fijarse en aspectos de su proceder, que quizá él no ha notado. Sin tal disposición, sólo en casos límite se podrá hablar de conciencia.

Pero también el segundo movimiento pertenece a la conciencia; por él, vuelve de nuevo el individuo a sí mismo. Si, como decía, el individuo es potencialmente lo universal, incluso un todo de sentido, entonces no puede abdicar en otros su responsabilidad, ni en las costumbres del tiempo, ni en el anonimato de un discurso o de un intercambio de razones y de contrarrazones. Naturalmente que puede sumarse a la opinión dominante, cosa que incluso es razonable en la mayoría de las ocasiones. Pero es totalmente falso reconocerle conciencia sólo a quien se aparta de la mayoría. No obstante, es cierto que, al fin y al cabo, es el individuo quien goza de responsabilidad; puede obedecer a una autoridad, y aun ser esto lo correcto y lo razonable; pero es él a la postre quien debe responder de su obediencia. Puede tomar parte en un diálogo y sopesar los pros y los contras, pero razones y contrarrazones no tienen fin, mientras que la vida humana, por el contrario, es finita. Es necesario actuar antes de que se produzca un acuerdo mundial sobre lo recto y lo falso. Es, pues, el individuo el que debe decidir cuándo acaba el interminable sopesar y finaliza el discurso, y cuándo procede, con convicción, actuar.

La convicción con la que termina nuestro discurso la denominamos conciencia, conciencia que no siempre posee la certeza de hacer objetivamente lo mejor. El político, el médico, el padre o la madre, no siempre saben con seguridad si lo que aconsejan o hacen es lo mejor, atendiendo al conjunto de sus consecuencias. Lo que sí pueden saber es que ésa es la mejor solución posible en ese momento y de acuerdo con sus conocimientos; esto basta para una conciencia cierta, pues ya vimos que lo que justifica una acción no está de ninguna manera, ni puede estar, en el conjunto de sus consecuencias.

En la conciencia parece que nos sustraemos por completo a una dirección externa; pero, ¿lo hacemos realmente? Se plantea aquí una importante objeción. ¿Cómo ha entrado en nosotros el compás que nos guía?, ¿quién lo ha programado?, ¿no es en realidad esa dirección interna tan sólo un control remoto que procede de atrás, del pasado? Ese timón fue programado por nuestros padres. Poseemos, interiorizadas, las normas que se nos inculcaron en la niñez y que tuvimos que obedecer. Y las órdenes que nos dieron se han trocado en órdenes que nos damos a nosotros mismos.

En relación con lo que estamos diciendo, Sigmund Freud ha acuñado el concepto de "super ego", que, junto al así llamado "ello" y al “yo” forman la estructura de nuestra personalidad. El "super ego" es, por así decir, la imagen del padre interiorizada; el padre en nosotros... En Freud este pensamiento no tenia todavía el carácter de denuncia que en la crítica social neomarxista tiene el discurso sobre la interiorización de las normas de dominio. Freud, como psicoanalista, observó que el yo se forma sólo bajo la dirección del   “super yo", y se libera en el "ello" de su prisión en la esfera de los instintos. Cierto que para llegar a un "yo" verdadero ha de liberarse también del poder del "super yo".

Por lo que respeta, no obstante, a las descripciones de Freud es falso equiparar sin más lo que llamamos conciencia con el "súper yo" y tenerla por un puro producto de la educación. Esto no puede ser exacto, porque los hombres siempre se vuelven contra las normas dominantes en una sociedad, contra las normas en medio de ¡as cuales han crecido, incluso aun cuando el padre sea un representante de esas normas. A menudo puede ocurrir que detrás no esté más que el impulso de emancipación del "yo", el sencillo reflejo de querer ser de otra forma. Pero este reflejo no es la conciencia, como tampoco lo es el reflejo de acomodación.

Sin embargo, en la historia de quienes obraron o se negaron a hacerlo en conciencia, se puede ver que eran hombres que de ningún modo estaban inclinados de antemano a la oposición, a la disidencia; sino hombres que hubieran preferido con mucho cumplir sus deberes diarios sin levantar la cabeza. "Un fiel servidor de mi rey, pero primero de Dios", era la máxima de Tomás Moro, Lord canciller de Inglaterra, que hizo todo lo posible para no oponerse al rey y evitar así un conflicto; hasta que descubrió algo que no se podía conciliar en absoluto con su conciencia. No le guiaba ni la necesidad de acomodación ni la de rechazo, sino el pacífico convencimiento de que hay cosas que no se pueden hacer. Y esta convicción estaba tan identificada con su yo que el "no me es lícito" se convirtió en un "no puedo".

Si la conciencia no es sin más un producto de la educación ni se identifica con el "súper yo", ¿es quizá entonces algo innato?, ¿una especie de instinto social innato? Tampoco es éste el caso, puesto que un instinto se sigue instintivamente; pero el yo-no-puedo-actuar-de-otro-modo de quienes obran por instinto se diferencia como el día y la noche del yo no puedo actuar de otro modo del que obra en conciencia. Aquél se siente arrastrado, privado de libertad. Bien que querría actuar de otro modo, pero no puede. Está en discordia consigo mismo. El “aquí estoy yo, no puedo obrar de otro modo" del que actúa en conciencia es, por el contrario, expresión de libertad. Dice tanto como: "No quiero otra cosa". No puedo querer otra cosa y tampoco quiero poder otra cosa. Ese hombre es libre. Corno afirmaban los griegos, ese hombre es amigo de si mismo.

Entonces, ¿de dónde viene la conciencia?; pero lo mismo podríamos preguntar, ¿de dónde viene el lenguaje?, ¿por qué hablamos? Decimos naturalmente que porque lo hemos aprendido de nuestros padres. Quien no ha oído nunca hablar sigue mudo, y si uno no se comunica de ninguna manera, entonces, no llega ni siquiera a pensar. No obstante, nadie afirmará que el lenguaje es una heterodeterminación interiorizada.

Y ¿qué sería una heterodeterminación? Seguramente no se puede decir que el hombre sea, por sí mismo, una esencia que habla o que piensa. La verdad es la siguiente: el hombre es un ser que necesita de la ayuda de otros para llegar a ser lo que propiamente es. Esto vale también para la conciencia. En todo hombre hay como un germen de conciencia, un órgano del bien y del mal. Quien conoce a los niños sabe que esto se aprecia fácilmente en ellos. Tienen un agudo sentido para la justicia, y se rebelan cuando la ven lesionada. Tienen sentido para el tono auténtico y para el falso, para la bondad y la sinceridad; pero ese órgano se atrofia si no ven los valores encarnados en una persona con autoridad. Entregados demasiado pronto al derecho del más fuerte, pierden el sentido de la pureza, de la delicadeza y de la sinceridad. Para ellos, la palabra es ante todo un medio de transparencia y de verdad. Pero cuando, por miedo a las amenazas, aprenden que hay que mentir para librarse de ellas, o experimentan que sus padres no les dicen la verdad y emplean la mentira en la vida diaria como normal instrumento de progreso, desaparece el brillo de sus conciencias y se deforman: la conciencia pierde finura. La conciencia delicada y sensible es característica de un hombre interiormente libre y sincero, cosa que nada tiene que ver con el escrupuloso que, en lugar de contemplar lo bueno y lo recto, se observa siempre a sí mismo y observa con angustia cada uno de sus propios pasos. He aquí una especie de enfermedad.

Ahora bien, hay personas que tienen por enfermedad la mala conciencia. Consideran tarea del psicólogo quitar a una persona esa mala conciencia, el así llamado "sentido de culpabilidad". Pero en realidad, lo que es una enfermedad es no poder tener una mala conciencia o sentimiento de culpabilidad, cuando se tiene realmente una culpa. Lo mismo que es una enfermedad y un peligro para la vida el no poder sentir dolor. El dolor es una señal al servicio de la vida ante lo que representa una amenaza para ésta. Sólo aquel que siente dolor sin una causa orgánica, está verdaderamente enfermo; lo mismo que el escrupuloso que tiene, sin que haya culpa, una mala conciencia. Para el que está sano, la mala conciencia es señal de una culpa, de un comportamiento que se opone al propio ser y a la realidad.

La revisión de esa actitud la denominamos arrepentimiento. Como ha demostrado el filósofo Max Scheler, no consiste en un hozar sin sentido en el pasado, cuando lo más adecuado sería simplemente tratar de hacerlo mejor en el futuro. Y no se puede hacer algo mejor si persiste el mismo planteamiento que llevó a actuar mal en anteriores ocasiones. El pasado no se puede reprimir: hay que mirarlo conscientemente, es decir, hay que variar conscientemente una mala actitud. Y como no se trata de algo puramente racional, sino que interviene también la constitución emocional, el cambio de actitud significa una especie de dolor por haber actuado injustamente. El psicólogo Mitscherlich habla del papel de la tristeza. En el fondo esperamos ese arrepentimiento. No confiaríamos en un hombre que, tras atormentar a un niño lisiándolo psíquicamente, explicara luego riéndose que basta con una víctima, y que a los demás los tratará bien. Si el dolor por el pasado no le conmueve y cambia su mala conciencia, eso significa que seguirá siendo el que era.

¿Lleva siempre razón la conciencia? Es lo que preguntábamos al comienzo. ¿Hay que seguir siempre la conciencia? La conciencia no siempre tiene razón. Lo mismo que nuestros cinco sentidos no siempre nos guían correctamente, o lo mismo que nuestra razón no nos preserva de todos los errores. La conciencia es en el hombre el órgano del en y del mal; pero no es un oráculo. Nos marca la dirección, nos permite superar las perspectivas de nuestro egoísmo y mirar lo universal, lo que es recto en sí mismo. Pero para poder verlo, necesita de la reflexión de un conocimiento real, un conocimiento, si se puede decir, que sea también moral. Lo cual significa: necesita una idea recta de la jerarquía de valores que no esté deformada por la ideología.

Se da la conciencia errónea. Hay gente que, actuando en conciencia, causa claramente a otros una grave injusticia. ¿También éstos deben seguir su conciencia? Naturalmente que deben. La dignidad del hombre descansa, como vimos, en que es una totalidad de sentido; lo bueno y correcto objetivamente, para que sea bueno, debe ser considerado también por él como bueno, ya que para el hombre no existe nada que sea tan sólo "objetivamente bueno". Si no lo reconoce como bueno, entonces justamente no es bueno para él. Debe seguir su conciencia; lo cual tan sólo quiere decir que debe hacer lo que tiene por objetivamente bueno, cosa que en el fondo es algo trivial: realmente bueno es sólo lo que tanto objetiva como subjetivamente es bueno.

¿No hay entonces ningún criterio que nos permita distinguir una conciencia verdadera de una errónea?; pero, ¿cómo podría haberlo? Si lo hubiera, nadie se equivocaría. Una prueba segura de que uno sigue su conciencia y no su capricho es la disposición a controlar, a confrontar el propio juicio sopesándolo con el de los demás. Pero tampoco es éste un criterio seguro; se da también el caso de que, al contrario de los hombres que le rodean y que están convencidos intelectualmente o teóricamente, puede uno tener no obstante la segura sensación de que esa gente no tiene razón. No como si creyese que los  demás tienen mejores razones. Piensa solamente que no es quién para hacer valer las mejores razones. Piensa que el hecho de que los más inteligentes estén en el lado falso se basa en lo contingente de esa situación. Este cerrarse a las razones puede ser, en tal situación, un acto de conciencia.

¿También hay que respetar siempre la conciencia de los demás? Eso depende de lo que entendamos por respetar. En ningún caso se puede decir que uno debe poder hacer lo que le permita su conciencia, ya que entonces también el hombre sin conciencia podría hacerlo todo. Y tampoco quiere decir que uno deba poder hacer lo que le manda su conciencia. Cierto que ante sí mismo tiene el deber de seguir su conciencia; pero si con ella lesiona los derechos de otros, es decir, los deberes para con los demás, entonces éstos, lo mismo que el Estado, tienen el derecho de impedírselo. Pertenece a los derechos del hombre el que no dependan del juicio de conciencia de otro hombre. Así, por ejemplo, se puede discutir sobre si los no nacidos son dignos de defensa, aun cuando la Constitución de nuestro país responda afirmativamente. Pero es demencial el slogan de que ésta es una cuestión que cada uno debe resolver en su conciencia. Pues, o los no nacidos no tienen derecho a la vida  y entonces la conciencia no necesita tomarse ninguna molestia, o existe ese derecho, y entonces no puede ponerse a disposición de la conciencia de otro hombre.

La obediencia a las leyes de un estado de derecho, que la mayoría de los ciudadanos tiene por justo, no puede limitarse en todo caso a la de aquellas personas cuya conciencia no les prohíbe, por ejemplo, pagar los impuestos. Quien no los paga, y, a costa de otros, se aprovecha de los caminos y canales, será encarcelado o multado justamente. Y si se trata de alguien que actúa en conciencia aceptará la pena.

Sólo en el caso de servicio de guerra, tiene el legislador que encontrar la regulación que asegure que nadie pueda ser obligado al servicio de armas en contra del dictado de su conciencia. En el fondo, lo que hace el legislador es algo trivial, ya que si la conciencia le prohíbe a uno luchar, no luchará. Por lo demás, tampoco aquí se da un criterio para decidir, en última instancia y desde fuera, si se trata de un juicio de conciencia o no. Ni siquiera los interrogatorios de un tribunal son adecuados para facilitar una decisión. Tales interrogatorios, a fin de cuentas, priman sólo al orador que está dispuesto a mentir con habilidad.

No hay más que un indicio para comprobar la autenticidad de la decisión de conciencia, y es la disposición del encartado a atenerse a una desagradable alternativa. La conciencia no es herida si se le impide a uno hacer lo que ella manda, ya que ese obstáculo no cae bajo su responsabilidad. Por eso se puede encerrar a un hombre que quiere mejorar el mundo por medio del crimen. Otra cosa es cuando a uno se le obliga a actuar en contra de su conciencia. Se trata de una lesión de la dignidad del hombre. Pero, ¿es eso de verdad posible? Ni siquiera la amenaza de muerte obliga a uno a actuar contra su conciencia, como documenta la historia de los mártires de cualquier tiempo.

Existe no obstante un modo de forzar la actuación contra conciencia: la tortura, que convierte a un hombre en instrumento sin voluntad de otro. De ahí que la tortura pertenezca a los pocos modos de obrar que, siempre y en toda circunstancia, son malos; toca directamente el santuario de la conciencia, del que ya el precristiano Séneca escribió: "Habita en nosotros un espíritu santo como espectador y guardián de nuestras buenas y malas acciones".

 

 

VII. Lo absoluto o ¿qué convierte una acción en buena?

           

Hemos visto  que nada de lo que se haga contra la conciencia puede ser bueno, aunque vimos también que no todo lo que se hace en conciencia es bueno; la conciencia, en efecto, no es un oráculo, sino un órgano. Y como tal puede estar mal orientada. Además, ninguna introspección, ninguna inmersión en nuestro interior nos dice si es nuestra conciencia la que ahí nos habla. Ningún juez externo puede informarnos de si alguien actúa realmente en con­ciencia, y tampoco nosotros estamos libres de duda al respecto. La conciencia es la mirada que el hombre dirige al bien, pero el ojo no puede verse a sí mismo. Debemos seguir aquello que nos parece ver.

 Kant escribe: "No se puede pensar que exista algo, dentro o fuera del mundo, que pueda ser tenido sin limitación por bueno, a no ser una buena voluntad". Si nos atenemos a la literalidad de este principio, debemos preguntar a continuación: ¿qué es entonces una buena voluntad? Seguramente, aquella voluntad que desea el bien. Pero, según eso, la pregunta por el bien ya no se responde señalando la buena voluntad. Si la sabiduría de todos los tiempos no hubiera llegado a fin de cuentas más que a esta buena intención, no por eso sería algo inocuo, como puede parecer. La buena intención se podría convertir fácilmente en justificación para todo tipo de injusticias y maldades.

            Todo el que actúa tiene, en cierto modo, una buena intención. Nadie quiere el mal como tal. Todo el mundo desea algo positivo, algún valor, sea que se trate del placer, de una satisfacción espiritual, incluso de la felicidad de los demás, de la justicia, o de lo que sea. Platón, y de acuerdo con él toda la filosofía antigua y los filósofos del medioevo, afirmaba que nadie puede obrar si no es por amor de un bien, de un valor. El mal consiste en que, al perseguir ese bien de una manera que no se puede justificar, se cause o se acepte a cambio un mal. Sobre todo, si hace que otros paguen el precio; esto es lo que hace el que roba para poder ser después un benefactor a lo grande. Pero la buena intención no cambia en nada la injusticia del acto.

Justificar actuaciones por la así llamada buena intención constituye además una escuela de inautenticidad. Ya hemos dicho que no queremos el mal por el mal, sino que lo queremos como medio y lo aceptamos como precio para conseguir un fin que no es malo en sí mismo. Pero si todo acto se justificara por esa buena intención, entonces el más inocente sería el que lograse con mayor perfección expulsar de su conciencia los aspectos negativos de su comportamiento. Cada uno puede verlo en si mismo. Quien pretende hacer algo que no debe hacer, ni tampoco puede querer hacer, intenta por lo general desviar la atención de los aspectos negativos de su acción y dirigirla a los positivos.

La conciencia dificulta esa expulsión y nos recuerda el conjunto de los aspectos de nuestra acción. La conciencia es una llamada de atención. Sólo se puede llamar buena la voluntad que se deja obligar por la conciencia y considera la realidad total de su proceder; la que no se engaña a sí misma refugiándose en la susodicha buena intención. El mal se puede definir como renuncia a prestar atención. Quien actúa mal, se podría decir, no sabe lo que hace. Lo que ocurre sencillamente es que no quiere saberlo. Y precisamente ahí, y no en una intención expresamente mala, está el mal.

Así tendríamos un primer acceso a la respuesta de la pregunta: ¿qué es lo que hace que una acción sea buena? La bondad de un acto tiene que ver con la atención, con una mirada limpia a la realidad. ¿Qué es lo que puede enturbiarla? La fuerza del sentimiento momentáneo, la sensibilidad, la ambición, los ideales. También los ideales. ¿Qué pasa con la muerte de¡ hereje en el caso de un inquisidor?, ¿y con el modo de vivir de un terrorista que extiende el terror? Sirven a un ideal. Y se niegan a dirigir la atención a lo que su acción significa para los afectados. Esto no vale sólo para el inquisidor o el terrorista, sino para cualquiera de nosotros que en su celo ‑que en ese momento le inspira‑ por hacer algo útil, caritativo, afectuoso, no presta atención a que está haciendo pagar a los demás por su noble proceder. Que lo que proporciona a uno se lo debe a otro, en razón, por ejemplo, de una promesa de fidelidad.

Pero, ¿acaso no es el bien como un ideal? Y si lo fuera, ¿en qué consistiría? La confusión surge cuando se plantea la imprudente pregunta por aquello en lo que el bien consiste. Platón acostumbraba a decir que el buen comportamiento es bueno gracias a su bondad. Se trata evidentemente de una tautología. Pero en cierto modo es inevitable. El filósofo inglés Moore, muerto en 1958, se ha ocupado expresa­mente del intento de significar con otros contenidos lo que nosotros pensamos cuando llamamos a algo bueno. El denominó tales intentos corno "falacia naturalista". Son tan engañosos como los que intentan reducir a otros conceptos aquello que pensamos con las palabras azul, silencioso, o dolor. Ni la salud, ni el bien de la patria, ni el máximo estado de placer, ni el egoísmo o el altruismo son simplemente el bien. Esto surge de la reflexión. lógica que hicimos ya en el capítulo primero.

Se puede pensar efectivamente en situaciones en las que algo que, por lo general es bueno, ahora no lo es. Tampoco el altruismo es siempre bueno. Se dan situaciones en que, sin ser egoísta, y de acuerdo con una medida justa e imparcial, es no sólo justo sino obligatorio posponer los deseos de los demás a los propios. El "ama a tu prójimo como a ti mismo" no significa: "ámalo sobre todo", sino: no hagas dife­rencia entre el amor a ti mismo y al prójimo. Quien lo hubiere logrado, habría llegado ya muy lejos. La falacia naturalista consiste en sustituir el bien por otro contenido cualquiera. Pero esto no funciona porque el punto de vista moral, el punto de vista del bien, es un punto de vista absoluto. También esto lo vimos ya en el primer capítulo. No tiene ningún sentido decir: seria bueno hacer esto, pero en este momento el bien debe esperar. El bien es precisa­mente lo que no debe ni puede nunca dejar paso a otras cosas. En cambio, cualquier valoro contenido, en determinadas circunstancias, frente a valores más altos, debe ‑así parece‑ dejar paso a tareas más urgentes o deberes más fundamentales. De ahí que el punto de vista moral no sea un punto de vista accidental, que se añade a los otros muchos que orientan nuestra actividad. No es cosa distinta del recto orden, adecuado a la realidad, de los puntos de vista.

En este sentido, moralidad es ciertamente lo mismo que realidad, tal como escribe el filósofo H.E. Hengstemberg. La acción buena es la que hace justicia a la realidad. Respuesta que parece muy formal, por no decir vacía. No parece que nos haga más perspicaces en relación con lo que en concreto tenemos que hacer. Pero la respuesta no exige eso en absoluto. Señala el sentido de los valores que ha desarrollado en nosotros el proceso educativo y los conocimientos que hemos adquirido. El deber del médico se lo enseña, la mayoría de las veces y ante todo, la misma medicina. Lo enseña por lo demás la ética médica, que brota por sí misma de la natura­leza de las relaciones de confianza entre el médico y el paciente.

El mayor obstáculo cuando se trata de juzgar objetivamente lo que tenemos que hacer reside en la falta de disposición para poner entre paréntesis nuestros propios intereses. Por eso, la regla moral quizá más antigua y extendida dice: "No hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti". En el Evangelio, la así llamada regla de oro dice: "Debéis hacer a los demás lo que queréis que los demás os hagan a vosotros". Y el célebre imperativo categó­rico de Kant no es otra cosa, a fin de cuentas, que un refinamiento de esa regla. Nos exige que sigamos ese principio, sin considerar que somos nosotros mismos los que actuamos de esta o aquella manera y que otros son los afectados. Nos exige preguntarnos si desearíamos que todos los hombres siguieran esa regla, siendo nosotros entonces los afectados. No puedo discutir ahora la trascendencia y la capacidad operativa de la regla de oro o de otras reglas de carácter generalizante. Bernard Shaw escribió una vez: “No hagas a otro lo que quieres que se te haga a ti, pues podría ser que tuviera un gusto distinto del tuyo”. Lo que las reglas universales prueban es sencillamente la imparcialidad de juicio en algunas cosas. El texto, sin embargo, es solamente negativo; por tanto, no todo proceder que esté de acuerdo con él es, por esa razón, bueno. En el fondo, lo que con él excluye es un egoísmo primitivo.

Para que una actividad sea buena es decisiva otra cosa: que en relación con las cosas, con los animales, las plantas y los hombres, e incluso nosotros mismos, se comporte uno de acuerdo con su valor propio; es decir, que hagamos justicia a la realidad. Esto significa en primer lugar y ante todo, que tratemos a cada hombre corno un ser que, como nosotros, es un fin en sí mismo. Naturalmente que nosotros necesitarnos constantemente de los demás corno medios para otros fines. Toda civilización de distribución de trabajos descansa ahí. Decisivo es sólo que, en este sistema, nadie sea solamente medio sin ser al mismo tiempo un fin, es decir, sin que en esas relacione de trato pueda uno perseguir su propio fin.

La filosofía características y divisiones y metas
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Por eso decía Kant que el hombre no tiene valor sino dignidad, ya que cualquier valor es conmensu­rable y puede entrar en un cálculo comparativo. Llamamos "dignidad", por el contrario, a aquella propiedad merced a la cual un ser es excluido de cualquier cálculo, por ser él mismo medida del cálculo. La dignidad del hombre depende, como dijimos en el primer capítulo, de que es una totalidad de sentido, de que es, incluso, lo universal. Su dignidad radica en que no es una parte, junto a otras, de la realidad, sino que en su conciencia percibe que debe hacer justicia a la realidad como a un todo: como ser potencialmente moral, la persona merece un respeto incondicional.

De ahí que también debamos respetamos a nosotros mismos. Precisamente este respeto exige además hacer justicia a la realidad extrahumana. Quien, por ejemplo, retiene animales para su utilidad o su placer, debe posibilitarles, mientras vivan, una vida apropiada. Destruir objetos que son susceptibles  de un uso más alto, o infrautilizarlos, requiere, al menos, una justificación. La mera propiedad no es una justificación. La propiedad sustrae unas cosas al uso de los demás y deja en manos del propietario la decisión sobre su uso, pero eso no significa que su uso no pueda ser moral o inmoral. Arrojar algo que otros pueden necesitar es siempre inmoral. Muchos hombres tienen una cierta reticencia, casi mágica, a tirar el pan. Reticencia que se puede explicar porque antes el pan era escaso. Pero, ¿qué se sigue de ahí? Lo que podemos concluir es que un cierto grado de abundancia no es bueno para los hombres, porque los ciega para apreciar el valor de las cosas.

¿Qué es lo que hace buena una acción?, pregun­tábamos. La respuesta es ahora: que tenga en cuenta la realidad. Este tipo de respuestas tiene, siempre, algo de insatisfactorio. No significan casi nada y no son operacionales. No nos permiten saber qué es lo que tenemos que hacer. Pero tampoco esto es necesario ya que, la mayor parte de las veces, sabemos de antemano qué debemos hacer. Las reflexiones de este tipo sirven ante todo como justificación de lo que ya sabemos‑ Lo que hemos de hacer se deduce en la mayoría de los casos de la “naturaleza de las cosas".

A la naturaleza de una promesa pertenece el deber de mantenerla. La otra persona descansa en ella. Y justamente para eso se ha hecho la promesa. De la naturaleza de los niños pequeños se deriva que sus padres deben proporcionarles lo que necesiten, mientras la miseria no se lo impida. Dejar que los niños propios vayan de acá para allá como niños-­llave* y estudiar sociología, o escuchar una lección sobre niños‑llave durante ese tiempo, no hace justicia a la naturaleza de las cosas.

Dijimos que en la mayoría de los casos se comprende por sí mismo lo que hay que hacer. Pero se dan casos conflictivos, conflictos de deberes. Hay ocasiones en que es correcto no mantener la palabra dada porque lo justifica algo más urgente o más importante. En algunas sencillas situaciones‑tipo es fácil saber lo que hemos de hacer. Pero la mayoría de las situaciones en las que nos encontrarnos son complejas: las diferentes exigencias se superponen, lo mismo que las diversas responsabilidades que uno tiene. A una persona con capacidad de juicio y de recto pensamiento, le resulta evidente, también aquí, la jerarquía de importancias y apremios. Pero no siempre. Entendemos ante todo que el ámbito en el que tenemos verdadera responsabilidad no está fijado de una vez por todas, y ya vimos que es de locos identificar ese ámbito con el mundo y con el género humano, y responsabilizarnos de todas las consecuencias de nuestros actos y omisiones. Aque­llo de lo que efectivamente debemos dar cuenta depende de múltiples circunstancias; depende entre otras de lo que uno es para otro. De manera que no se puede fijar definitivamente el límite superior de lo que hace buena una acción. Casi siempre es posible algo mejor que lo que uno hace. Y sería falso decir que estamos obligados siempre a hacer lo mejor de lo posible. Esto, en general, no es verdad.

Pero seguramente se puede dar un límite inferior. Y es que hay acciones que lesionan la dignidad del hombre, que afectan a su carácter de fin, y que no pueden ser justificadas por deberes más altos, o responsabilidades más amplias. Esto se debe a que la persona humana no es meramente un ser espiri­tual, sino que se manifiesta de modo natural gracias a su cuerpo y a su lenguaje. Cuando no se los respeta como representaciones de la persona, sino que se los utiliza como medios para alcanzar otra cosa, enton­ces la persona resulta utilizada sólo como un puro medio. De ahí deriva, en concreto, que son siempre malos la muerte directa e intencionada de un hombre, la tortura, la violación, o el uso de la sexualidad como medio para determinados fines. Tampoco puede justificar su acción quien engaña a un hombre que confía razonablemente en él: instru­mentaliza el lenguaje y desaparece como persona que se revela en él; quita además al otro la posibili­dad de hacer justicia a la realidad puesto que voluntariamente rompe ese contacto con la realidad. Así, por ejemplo, nadie tiene el derecho de mentir a un enfermo, que seria y confiadamente pregunta por su estado, quitándole así la posibilidad de enfren­tarse con su muerte.  Las fronteras inferiores de lo permitido no definen el proceder bueno. No todo el que dice la verdad actúa ya por eso bien. Puede decirla con amor, con benevolencia, o puede utilizarla corno un arma, con una intención infame‑ Ya vimos que la buena intención no basta para hacer buena una acción, aunque ésta no es posible si no hay buena intención.La ética y sus campos de influencia Efectivamente se dan buenas acciones, buenas sin limitación, en mucho mayor grado de lo que pensarnos. Debemos agudizar la vista para verlas, ya que nada anima más que tales ejemplos. Y no se piense sólo en ejemplos heroicos. Pensemos en cosas sencillas: en el joven a quien pregunto por un camino que no es fácil de encontrar, y que interrumpe sus planes para acompañarme cinco minutos y mostrarme el camino. Es una pequeñez de la que no vale la pena hablar, pero es algo bueno sin restricción. Y cada uno de esos comportamientos justifica la existencia del mundo. Ese joven no ha hecho ninguna gran reflexión moral; ha hecho lo que sentía; pero eso le vino a la cabeza porque es corno es.

Hay una vieja máxima de los filósofos antiguos: agere sequitur esse, el obrar sigue al ser. A fin de cuentas, lo que hay son hombres buenos y no buenas acciones. Lo que hace bueno a un hombre tiene un nombre en la tradición cristiana: amor. Es una actitud de fundamental afirmación de la realidad; de ahí brota una universal benevolencia que ya no nos pone en el centro del mundo, pero que se extiende también hasta nosotros: para poder vivir bien, es necesario habérselas bien con uno mismo. Medidos por esta medida del amor, sólo somos, con todo, condicionalmente buenos.

Ya antes dijimos que lo que en una determinada situación es bueno depende, entre otras cosas, de las peculiaridades de quien se encuentra en ella. Cuando hay un herido en un barco se pregunta: “¿hay un médico a bordo? Y si hay un médico debe prestarle ayuda. Y lo mismo vale para otras cualidades humanas. Hay personas que tienen más perspicacia que otras; en alguna circunstancia, deben dar a los demás un buen consejo. Otras tienen un sentido muy bien educado de los valores, y lo que quizás a otras no se les puede reprochar, ellas no pueden hacerlo u omitirlo sin incurrir en falta. Hay quienes, sin que nadie les obligue a ello, deben tomar la responsabi­lidad de otros, por la única razón de que ellos ven lo que los demás no alcanzan a ver.

El obrar sigue al ser. Sin duda que existen diferencias de rango, incluso entre los hombres. Hay hombres que tienen más altura moral que otros; y no es que les estén permitidas más cosas que a los demás; más bien tienen más obligaciones porque pueden, ven y entienden más que los demás. En general no aparecen como mejores que los demás, sino que la discrepancia entre lo que ven y lo que hacen es tan grande que más bien les hace sufrir. Sencillamente, ellos tienen una conciencia delicada. Siempre se le objeta al cristianismo el haber incul­cado a los hombres el sentimiento de culpa. Esto es tan verdadero como falso. La verdad es que el cristianismo ha acrecentado el sentido de los valores, nos ha hecho más perspicaces para la realidad, y con ello ha limitado naturalmente las posibilidades de hacer algo injusto, o de omitir, sin culpa, algo bueno. Donde hay más luz, se destacan también más claramente las sombras. Todos rechazamos las sombras. "Nadie es justo sino sólo Dios", se dice en el Nuevo Testamento. Pero esto ya lo sabia el filósofo griego Anaximandro, que vivió siglos antes, cuando escribía: "las cosas desaparecen en el lugar de donde proceden, según el orden del tiempo; mutuamente penan su culpa". Lo que quería decir es que cada cosa ocupa el sitio que otra deja. Su simple existencia es ya culpable; y, tras un cierto tiempo, paga por su culpa dejando su lugar a otra.

Si no podemos secundar el pensamiento mítico de una culpa de todas las cosas por el simple hecho de su existencia, sigue siendo verdad que ningún hombre logra alzarse por completo por encima de su visión egocéntrica del mundo. Todos tenemos nues­tros puntos flacos, una especie de inadvertencia constitucional; de alguna manera, nos pisamos to­dos unos a otros. Nadie puede trazar con claridad la línea entre lo que es culpable e inocente, porque la inadvertencia que fundamenta el mal descansa precisamente sobre la no consideración de algunos aspectos de nuestra acción. ¿Se trata de un olvido voluntario o involuntario? En cualquier caso cada uno es deudor de su prójimo.

Pero hay algo más que la inexorable rueda de la justicia que hace pagar a los hombres y a las cosas. Existe la posibilidad de que el hombre reconozca la culpa de su propia limitación, apunte la de los demás a su ignorancia y los perdone. No sólo existe la justicia, existen también la reconciliación y el perdón. Todas las buenas acciones juntas no pueden cambiar el que no haya una sola vida humana que merezca, como un todo, ser denominada sin más corno buena. Todos necesitamos indulgencia, e incluso quizás, perdón. Pero sólo puede exigirlo quien, sin cerrar los ojos a la injusticia, está dis­puesto a perdonar sin reservas. Indulgencia, perdón reconciliación son algo más alto que la justicia. A eso se refieren las Palabras de Hegel: "Las heridas del espíritu curan sin dejar cicatriz".

 

 

VIII.   Serenidad o actitud ante lo que no podemos cambiar

 

            El tema que ahora tratamos aparece raramente en la Ética moderna. Tampoco parece que el tema del destino pertenezca a la Ética. La Ética tiene que ver con los actos que dependen de nosotros. Aquello que es como es sin intervención nuestra, no parece que pueda ser objeto de la reflexión ética. Y sin embargo, pensadores de todos los tiempos han tenido por cosa muy importante el que el hombre man­tenga una correcta relación con aquello que, sin su intervención, es como es. Al comienzo de su tesis de habilitación escribe Hegel: "el comienzo, el princi­pio de la ciencia moral es el respeto que debemos tener al destino". Principium scientiae moralis est reverentia fato habenda.

¿Cómo debemos entender esto? ¿Por qué aque­llo sobre lo que no podemos influir es objeto de una reflexión práctica, siendo así que ésta no parece tener consecuencias prácticas? Ensayemos la si­guiente respuesta: como hemos visto, la dignidad del actuar humano reside en que no forma parte de un acontecer más amplio, como si fuese un simple elemento inconsciente. Cada vida humana es más bien un todo de sentido. Es el mismo individuo quien tiene que responder de su comportamiento en un sentido absoluto. Incluso si actúa a manera de prueba, experimentalmente, o no quiere prever las consecuencias de su acción, lo que aquí y ahora ha hecho o dejado de hacer es algo irrevocable y forma ya parte de su vida para siempre. Corno tal tiene que responder de ello.

Pero, ¿cómo podemos responder de ello si sabemos a la vez que todos nuestros actos no son más que momentos parciales de un más amplio acontecer que para nada está en nuestras manos? Si entendemos la libertad como simple independencia, entonces no nos queda más que una cosa: suicidarnos, sustrayéndonos así a la marcha del mundo. Pero este acto niega en ese mismo momento la libertad que realiza. Constituye un ejercicio de la libertad, pero, después, ésta desaparece.

Por lo demás, el que actúa no tiene la posibilidad de elegir entre relacionarse o no con la realidad. Lo hace al actuar. Al comenzar a actuar ha aceptado ya el destino, tanto el pasado como el futuro. ¿Cómo es esto? Puesto que para el hombre no existe acción alguna que no tenga presupuestos, que venga de la nada y conduzca a la nada, eso significa ya haber aceptado unas condiciones dadas. Tomemos como ejemplo la política. Hay políticos así llamados que explican no poder hacer de momento su política, porque no se dan las condiciones para ello. Esas personas no saben lo que significa la acción política. Lo que significa es: hacer algo lleno de significado, algo razonable en las actuales condiciones, que nosotros no hemos escogido, es decir, lo mejor que permiten esas circunstancias, y que quizás puede consistir en intentar cambiar esas condiciones.

A diferencia de los animales, los hombres, al actuar, modifican a la vez las condiciones que enmarcan su comportamiento. Esto es lo que llamamos historia. Pero eso sólo lo pueden hacer a condición de que acepten previamente determinado marco de su actividad. Quien no puede o no quiere hacerlo sigue siendo un niño. A esas condiciones dadas de antemano pertenece no sólo el cuadro exterior de nuestra actividad, sino también nuestro modo de ser, nuestra naturaleza, nuestra biografía. No sólo la realidad es como es, sin nosotros, sino que, en alguna medida, nosotros mismos somos como somos sin poderlo modificar. Sin duda, constatar simplemente "es que yo soy así", cuando uno se ha comportado injustamente, es una mala excusa. Nuestro "ser‑así" no es una magnitud fija que determina nuestra actividad, sino que, al contrario, viene configurado continuamente por nuestras acciones. Pero es cierto que tampoco nuestra actividad comienza de cero. Y no podemos hacerlo todo en cada momento.

Sólo en el transcurso de nuestra vida descubrimos las fronteras que nuestra naturaleza nos traza de antemano. Y si es cierto que cada una de nuestras acciones ejerce un influjo indirecto sobre nosotros mismos configurándonos, eso significa también que nuestra actividad anterior reviste para nosotros el carácter de destino. Es importante reflexionar sobre esto, porque pertenece a una vida justa tener la clara conciencia de que todo lo que hacemos ‑cada palabra, cada gesto, cada lectura, cada emisión de televisión, cada omisión‑ nos modela de manera irrevocable. Puede cambiar la valoración de lo sucedido, podemos abrir un nuevo camino, pero nunca será ya como antes. La propia actividad a lo largo del tiempo adopta la forma de destino. Quien no desee esto no podrá actuar. Pero esto tampoco le servirá de nada porque la omisión se le convertiría en destino.

Todavía es más irritante para una conciencia autónoma el hecho de que quien actúa tampoco tiene el futuro en la mano, sino que, por el contrario, sólo puede obrar si está dispuesto, también con relación al futuro, a someterse al dolor del destino. Es fácil de comprender. Se sigue del sencillo hecho de que no podemos controlar las consecuencias a largo plazo de nuestra actividad. Tampoco el juga­dor de ajedrez puede prever la marcha del juego cuando se enfrenta a un adversario de calidad similar. Cada uno de sus movimientos exige de su adversario un contramovimiento que no es un simple momento de su propia estrategia. No sabe­mos lo que a la larga se sigue de nuestras acciones. Podemos esperar que los que vienen detrás de nosotros acepten y prosigan de alguna manera nuestras intenciones. Nosotros mismos somos para ellos destino, lo mismo que ellos para nosotros. Y no tenemos en la mano este destino.

Por eso, actuar significa siempre desasirse de sí, despreocuparse de sí y de las propias intenciones. En esa medida, la actividad finita es, a la vez, una ejercitación de la muerte. En realidad no existe una frontera clara entre actuar y sufrir. Aquél incluye inmediatamente éste. Si es verdad, y, con todo, debemos seguir aceptando que la vida de cada hombre es un todo de sentido, es sólo porque lo contrario también es verdad, es decir, porque el mismo sufrimiento es también una forma de acción. O nuestra actividad es absorbida y neutralizada por la exterioridad del destino como las ondas concén­tricas que produce una piedra en un gran lago, o nos situamos en una consciente y expresa relación con lo que sucede y lo incorporamos así al sentido de nuestra vida.

¿Cómo sucede esto? ¿En qué relación podemos situarnos con lo que sucede? En mi opinión, caben tres posibilidades. Las denomino: fanatismo, cinis­mo, y serenidad.

El fanático es aquel que está afincado en la idea de que no existe más sentido que el que nosotros damos y ponemos. Si conoce el hecho de que quien actúa se enfrenta a la hegemonía del destino, entonces se niega a aceptarlo. Quiere variar las condiciones ambientales o irse a pique. Michael Kohlhaas se convierte en un fanático. No está dispuesto a aceptar su impotencia ante la injusticia que sufre, y pone fuego al mundo para que el derecho vuelva a ser implantado. Fanático es el revolucio­nario que no reconoce límites morales a su proceder, porque parte de la idea de que sólo gracias a éste adquiere sentido el mundo; el punto de vista moral parte en cambio de que el sentido está ya ahí, precisamente en la existencia de cada hombre, y de que, si no fuera así, serían vanos todos los esfuerzos de hacer algo con sentido. El fanático es aquel que exclama con Hitler: si fracasamos, la historia mun­dial ha perdido su sentido.

Lo contrario del fanático es el cínico, aunque de un parecido tan sorprendente que, en la práctica, se confunden. El cínico no adopta el partido del sentido contra la realidad, sino el de realidad contra el sentido; renuncia al sentido. Considera la acción bajo el aspecto del acontecer mecánico. Cree en el derecho del más fuerte. Cínicos serían los atenien­ses, que querían extorsionar a la pequeña isla de Melos para que fuese su aliada frente a Esparta. Amenazaron con matar a todos los hombres y reducir a esclavitud a las mujeres y niños. Los de Melos les hicieron ver la injusticia de ese modo de proceder, pero los atenienses contestaron: ¿"qué significa aquí justicia? Justicia sólo existe entre los que tienen fuerzas semejantes. Vosotros sois débiles y nosotros fuertes; de ahí se sigue todo lo demás". Este es un cinismo no edulcorado por ninguna ideología, pues la ideología es, al menos, un recono­cimiento formal de normas morales tales como la justicia, aunque ésta se desvíe en dirección a los intereses particulares. Pero se puede discutir, sobre esa desviación; se la puede desenmascarar y criticar; a las ideologías se les puede coger la palabra. El cínico es inaferrable porque ha tomado de antemano el partido de la realidad falta de sentido. El fanático tiene, por así decir, espuma en la boca; el cínico, ironía. A menudo, después de algún tiempo, el fanático se convierte en cínico, justamente cuando ha experimentado el poder de la realidad que él combate. En el fondo, ambos están de acuerdo, desde el principio, en que la realidad que rodea nuestras acciones, que les sirve de presupuesto y en la que desembocan, no tiene sentido.

Estas reflexiones nos muestran que una acción con sentido sólo puede darse si nos situamos en una relación positiva con la realidad que nos depara el marco de nuestra acción. Al fanático, que quiere sentido, se le puede quizá explicar; al cínico, natu­ralmente, no. Lo mismo que al escéptico radical al cínico tampoco se le puede abordar con argumentos; sólo se le puede abandonar a sí mismo. Cuando otros se convierten en sus víctimas, se le debe combatir. Puede ayudarle sobre todo quien le abre un mundo de sentido en un modo distinto al argumentativo; quien le hace experimentar los va­lores. Quizás puede ayudarle el amor, pero sólo si él quiere y ve que el cinismo es una enfermedad que priva al hombre del sentido de la vida.

La actitud razonable del hombre frente al desti­no, tal como lo ha señalado la filosofía de todos los tiempos, la denominamos serenidad. La expresión procede del lenguaje de la mística alemana de la Alta Edad Media; pero su realidad es muy sencilla. Con la palabra serenidad entendemos la actitud de aquel que acepta voluntariamente, como un límite lleno de sentido, lo que él no puede cambiar; la actitud de quien acepta los límites. Parece una cosa trivial: lo que no podemos modificar ocurre de todos modos, lo aceptemos o no. Exacto. Y precisamente por eso debemos estar a buenas con ello, pues de otra manera tampoco podemos estar a bien con nosotros mismos, ya que nuestra propia existencia e idiosin­crasia es destino. Quien no acepta el destino, no puede aceptarse a sí mismo. Y sin amistad consigo mismo, no puede darse una vida recta.

Fueron los filósofos de la Stoa quienes primero desarrollaron la doctrina sobre la serenidad. Epicteto y Séneca alabaron la aceptación del destino como la liberación definitiva del hombre. A quien asume voluntariamente, decían, lo que de todos modos sucede, nada le puede suceder contra su voluntad. Es tan libre como lo es Dios. El ideal supremo del sabio estoico era la apatía, la ausencia de dolor y de pasión. Contra esta actitud se puede ciertamente objetar que recorta más bien una dimensión decisiva de la actividad humana, precisamente la dimensión del compromiso apasionado. Los estoicos enseñaban a no tener pasiones y condenaban incluso la compasión: hay que actuar exclusivamente por pura razón moral. Ahora bien, las pasiones pertenecen a la naturaleza del hombre, y los estoicos querían también aceptar la naturaleza; por tanto debían aceptar igualmente la propia naturaleza. Además, sólo el que actúa comprometido de verdad puede dar fe de los límites de lo posible. Si capitula ante lo imposible, él sabe que efectivamente era imposible. Su capitulación es ciertamente más dolorosa que la de los estoicos, ya que renuncia a aquello con lo que está efectivamente encariñado.

La doctrina cristiana sobre la vida se diferencia en este punto de la de los estoicos. Ella, lo mismo que todas las doctrinas de sabiduría del mundo, enseña también la serenidad ante el destino. Pero se diferencia de cualquier otra, de una parte, por su mayor realismo, y de otra, por una motivación nueva: el realismo consiste en que los límites de la subjetividad natural son delimitados de acuerdo con la realidad. La persona serena en el sentido indicado no engaña, por así decir, a los dioses, explicando que las uvas que se le ofrecen están demasiado verdes para ella. No se queda impasible, ni le da lo mismo el éxito o fracaso de sus propósitos, como enseñaban los estoicos. Por eso son más dramáticos sus fracasos. En el Antiguo Testamento se describen las disputas de Job y sus desesperadas reclamaciones frente a Dios; ahora bien Job, a diferencia del cínico, se apoya en que la realidad, como obra de Dios, debe estar llena de sentido. Pero él no puede descubrirlo. Al final tenemos sencillamente la capitulación ante el poder de Dios, que le muestra cómo El y no Job ha hecho, en definitiva, el cocodrilo y el hipopótamo. Evidentemente también Jesucristo es muy distinto de un sabio estoico, cuando, en su angustia mortal, ruega por su vida añadiendo después: "no se haga mi voluntad sino la tuya".

La resignación ante lo inevitable es verdaderamente humana sólo si lo inevitable se muestra realmente como tal. Y sólo puede mostrarse a aquel que ha llegado efectivamente hasta el límite y no ha dejado de intentar llegar más allá de las fronteras de lo imposible por miedo a darse un golpe. De ahí que la resignación no sea un fatalismo. La disposición de quien actúa es la de aceptar también como llenos de sentido sus fracasos. Esto presupone que no trazamos por principio una frontera entre nuestra actividad y la realidad, que, por una parte, posibilita esa actividad y, por otra, la hace fracasar.

Es una propiedad de la religión ver en ambas el mismo fundamento. Dios es, de un lado, origen y garante de las exigencias morales; pero, de otro, es señor de la historia; dicho de otro modo, Dios es honrado también con nuestros fracasos y, además ‑y esto es lo principal‑, garantiza la armonía definitiva de nuestras intenciones con la marcha del mundo. He dicho: y esto es lo principal. Podíamos pensar, en analogía con el espíritu engañador universal inventado por Descartes, en un genio maligno que se cuidara sistemáticamente de trocar siempre todos nuestros buenos propósitos en lo contrario; de que todas nuestras buenas acciones tuvieran siempre malas consecuencias. En un mundo así no podríamos actuar bien.

Al buen comportamiento pertenece por eso la confianza en que ese caso no se da; la confianza en que el bien lleva al bien, al menos en general y a largo plazo. Solamente entonces tiene sentido la acción buena; solamente así no se destruye su sentido inmanente con la marcha del mundo. ro sólo podemos creer esto si creemos a la vez qu e mal no consigue imponerse; que es el bien quien se impone, ya que de otro modo quedaría definitiva­mente frustrada toda buena intención. La fe en Dios incluye por eso la idea de que las malas intenciones deben trocarse a la larga en su contrario y colaborar al bien. Por lo demás, éste es el núcleo de la filosofía de la historia de Kant, Fichte, Hegel o incluso Marx. Y en este sentido dice Mefistófeles, en el Fausto de Goethe: "Yo soy una parte de aquella fuerza que quiere siempre el mal y hace siempre el bien".

La persona serena actúa con firmeza, pero ha aceptado la marcha de las cosas, que posibilita a la vez su actividad y su posible fracaso, ya que sabe que no es por él y por su actividad por lo que el sentido penetra en el mundo. Martín Lutero menciona una vez a un misionero que quiere convertir un país y en realidad no convierte ni siquiera a una persona, por lo cual comienza a lamentar su suerte. Lutero lo censura con esta anotación: "La señal clara de una mala voluntad es que no puede sufrir su fracaso".

En este sentido, serenidad no significa pasividad, renuncia a cambiar el mundo, sino afirmación de una realidad que merece se le ayude modificándola. Si lo sustancial sobre el mundo quedara expuesto con decir que es malo, entonces no merecería la pena ayudar a los hombres a nacer. Cada hombre es un nuevo modo de hacerse consciente el mundo. Pero un mundo malo en general no merecería alcanzar una y otra vez la conciencia, ser reflejado siempre. Ninguna ayuda, ninguna actividad social puede tener otro sentido que ayudar a los hombres a descubrir que vale la pena vivir. Porque se dan condiciones de vida en que ese descubrimiento es casi imposible.

La serena aceptación de la realidad es, como vimos, la condición para que el hombre pueda vivir amistosamente con sus semejantes y consigo mismo; la condición por tanto de una vida feliz, y la condición para que el sentido subjetivo de la vida no sea desmentido por la realidad. Una última idea debe explicar esto. Ya he dicho que las generaciones son destino unas para otras. Aceptamos el mundo tal como nos lo entregaron los mayores, y hemos mostrado ya cómo los jóvenes reciben de alguna manera la herencia que se les entrega, y prosiguen nuestros propósitos. La amistad entre las genera­ciones es condición para que el destino, que rodea nuestra actividad, no se muestre como algo enemigo. Los mayores tienen la tarea de introducir a los jóvenes en su mundo de valores hasta que puedan comprenderlo, de modo que desarrollen sus capaci­dades de identificación, y puedan entender su acti­vidad independiente como un proseguir la tarea de los anteriores. Los mayores tienen igualmente la tarea de dejar a los que vengan después un mundo tal que ellos puedan comenzar con esa herencia, de modo que no se enfrenten a él como a una poderosa infraestructura a la que no se pueden acomodar, y de manera que no tengan que recibir una herencia diezmada y expoliada. Los jóvenes sólo pueden actuar con sentido si se sitúan en una relación positiva con la realidad inacabada con que se encuentran.

No existe sustitutivo alguno para la serenidad, nunca y bajo ninguna circunstancia, sobre todo bajo las malas; pero existen muchas circunstancias que dificultan vivirla. Y pertenece a las fundamentales obligaciones del hombre para con sus iguales, el facilitarles la serena aceptación del destino. Por lo demás, deber es aquí una palabra falsa. La persona feliz tiene la necesidad natural de comunicar su felicidad. Y la alegría participada es, como se sabe, doble felicidad. La serenidad es una propiedad del hombre feliz. El filósofo Wittgenstein llega a escri­bir: “o soy feliz o desgraciado. Se puede decir que no hay Bien ni Mal". Esto es agudo y equívoco. Lo que Wittgenstein piensa lo formuló, quizá con mayor claridad, el filósofo y pulidor de lentes Espinosa: "La felicidad, escribe, no es el premio de la virtud, sino la virtud misma".

 

 

 

 

 

 



* En Alemania reciben ese nombre los niños cuyos padres ‑‑padre y madre‑ trabajan fuera de casa durante todo el día. no pudiendo recibir as¡ la debida atención. Tras la segunda guerra mundial era frecuente ver a esos niños por la calle con la llave de la casa colgada del cuello; de donde el nombre de niños‑llave. Hoy es una práctica casi extinguida.

 

 

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