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¿HAY ALGUNA RAZÓN TEOLÓGICA PARA SER PUNTUALES A LAS CELEBRACIONES LITÚRGICAS?

 

 

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GERARDO-LUIS MARTÍN SÁNCHEZ
XXXV 3(Liturgia y Espiritualidad)141-146


Cuando he lanzado esta pregunta a mis hermanos y hermanas en la vida monástica, con el fin de reflexionar juntos sobre alguna razón de peso que nos anime y motive para llegar a tiempo a cualquier celebración comunitaria, generalmente sonríen. ¿Qué monje o monja puede tirar la primera piedra y decir que nunca ha llegado tarde a una hora litúrgica o a la celebración de la eucaristía? Plantear esta cuestión sobre nuestra puntualidad también suscita interés en otras comunidades y parroquias porque toca de lleno nuestra vida.

Puntualidad en las nubes



El diccionario define la puntualidad como el cuidado y diligencia en hacer las cosas a su debido tiempo, sin dilatarlas. Puntual es el que es pronto, diligente y exacto en la ejecución de algo; especialmente se dice de lo que se cumple a la hora o plazo convenido. En el ámbito de las relaciones personales, sobre la falta de puntualidad, se ha llegado a escribir que es un mal social, extendido por todas partes, y aunque cause tristeza y duela admitirlo, se afirma que se tiene que aceptar como parte de la cultura de algún país. Lo interesante del caso es que son siempre las mismas personas las que han hecho de esta práctica su estilo de vida. Para algunos pertenece ya a su personalidad; lo dan por algo común y corriente y ni tratan de justificar su falta de responsabilidad.

Los que seguimos la Regla de san Benito (=RB) sabemos de sobra que hay un capítulo titulado: Los que llegan tarde a la obra de Dios o a la mesa. Es el 43. En relación con nuestro tema dice así: A la hora del oficio divino, tan pronto como se haya oído la señal, dejando todo cuanto tengan entre manos, acudan con toda prisa, pero con gravedad, para no dar pie a la disipación. Nada se anteponga, por tanto, a la obra de Dios.

El que llegue a las vigilias nocturnas después del gloria del salmo 94, que por esta razón queremos que se recite con gran lentitud y demorándolo, no ocupe el lugar que le corresponde en el coro, sino el último de todos o el sitio especial que el abad haya designado para los negligentes, con el fin de que esté a su vista y ante todos los demás, hasta que, al terminar la obra de Dios, haga penitencia con una satisfacción pública.Puntualidad - liturgia Y nos ha parecido que deben ponerse en el último lugar o aparte para que, vistos por todos, se enmienden al menos ante el bochorno que han de sentir...

El que en los oficios diurnos llegue tarde a la obra de Dios, esto es, después del verso y del gloria del primer salmo que se dice después del verso, ha de colocarse en el último lugar, según la regla establecida, y no tenga el atrevimiento de asociarse al coro de los que salmodian mientras no haya dado satisfacción, a no ser que el abad se lo autorice con su perdón, pero con tal que satisfaga como culpable esta falta.

Este texto de hace quince siglos todavía ejerce su atractivo en la vida benedictina. San Benito, en muchas de las indicaciones y advertencias de su Regla, se ha ganado fama de hombre práctico y realista, que por serlo es comprensivo y acogedor, según el espíritu de las bienaventuranzas. El salmo 94 de las vigilias desea que se recite "con gran lentitud y demorándolo" y no considera llegar tarde hasta después del gloria de este invitatorio, por atención a los soñolientos.

A veces, por razones muy humanas, es inevitable no estar a la hora en una celebración litúrgica. Pero también otras causas, que se pueden superar, favorecen nuestros retrasos, por más advertencias que hayamos oído de los superiores y de los animadores de la liturgia, y a pesar de que todos estamos de acuerdo en que la impuntualidad no hace bien a nadie. Así lo indican ciertas llamadas de atención amables, e incluso artísticas, en algunos de los tablones de anuncios parroquiales, pidiendo llegar a tiempo a la celebración de la eucaristía. Entre otras cosas por las molestias que a veces causamos a los hermanos, debido a ciertos inconvenientes prácticos de lugar y rito que sería largo detallar.

Por algo de esto, san Benito llama negligente al impuntual y le pide "que no ocupe el lugar que le corresponde en el coro, sino el último de todos o el sitio especial que el abad haya designado para los negligentes". Aunque este capítulo de su Regla trata con bastante detención de los que llegan tarde a la liturgia, podríamos esperar alguna explicación más detallada que rompiera este cerco de lo meramente disciplinar: "nos ha parecido que deben ponerse en el último lugar o aparte para que vistos por todos, se enmienden al menos ante el bochorno que han de sentir". Es verdad que la razón más espiritual, y podríamos decir de más peso teológico, que da san Benito para tener que llegar a tiempo a las celebraciones litúrgicas aparece en la pequeña introducción de capítulo en cuestión: "nada se anteponga a la obra de Dios". Por eso hay que acudir rápido, sin correr, dejando todo cuanto se tenga entre manos, porque nada se debe anteponer a la liturgia.

Cierto que la puntualidad constituye un elemento principal del orden; éste no subsiste sin puntualidad. Hay que ser puntuales porque a pesar del trabajo que se esté haciendo, al dar la señal para cualquier hora litúrgica debe dejarse todo, pues la importancia que san Benito da a las celebraciones litúrgicas supera cualquier ocupación monástica. Al igual que desea que el monje no difiera " la realización inmediata de una orden tan pronto como ésta emana del superior, igual que si la mandara el mismo Dios" (RB 5,4), en términos semejantes se refiere al oficio divino, al que hay que acudir "con toda prisa" (RB 43,1). Es más, usa los mismos términos que al hablar de Cristo. Nada se debe preferir fuera de la obra de Dios y "nada absolutamente antepondrán a Cristo" (RB 72,11). Esta célebre sentencia benedictina ha sido muy comentada, creemos que no se puede exagerar con ella, sin sacarla de su contexto, simplemente indica que el principal trabajo del monje es el oficio divino (cf. RB 50,4; 18,24).

Este protagonismo de Cristo, centro de la vida del monje, lo llena todo en la RB, lo mismo en los enfermos: "se les sirva como a Cristo en persona" (RB 36, 1); huéspedes: "adorarán en ellos a Cristo" (RB 53,7); que en el abad: "hace las veces de Cristo" (RB 2,2).

Desde esta primacía, buscando una lectura actualizada del capítulo 43, nos atrevemos a proponer como razón teológica de la puntualidad littirgica (si se nos permite hablar así) lo que podríamos llamar uno de los temas fundamentales de la teología del Vaticano II y tema esencial de la cristología litúrgica: la presencia del Señor en la comunidad cultual'.

En el monacato antiguo, como en la tradición litúrgica de los Padres de la Iglesia, no encontramos una teología sobre la presencia de Cristo en la liturgia, o más en concreto sobre la presencia del Señor en la comunidad celebrante. La reflexión racional sobre esta presencia comenzó con el movimiento litúrgico renovador. Esta teología está recogida en la encíclica Mediator Dei et hominum y en la Sacrosancturn Concilium del Vaticano II. Hoy se continúa esta elaboración teológica, siendo todavía actual, en la teología litúrgica, el concepto de presencia del Señor, en relación con su misterio pascual, que nació de la intuición de O. Case] sobre la "presencia de los misterios". En el cuadragésimo aniversario de la Sacrosatictuna Concilium, Juan Pablo II en la carta apostólica que ha escrito con motivo de los cuarenta años de la reforma litúrgica, como síntesis y recuerdo afirma que "Cristo se hace presente, de modo especial, en las acciones litúrgicas, asociando a sí a la Iglesia" (núm. 2). Nos parece que desde esta presencia del Señor en su Iglesia, el papa plantea a modo de definición que la liturgia es "la voz unísona del Espíritu Santo y la Esposa, la Santa Iglesia, que claman al Señor Jesús: "Ven", y también "la fuente pura y perenne de "agua viva" a la que todos los que tienen sed pueden acudir para recibir gratis el don de Dios" (núm.I).

Si Cristo está presente en la Iglesia en su Misterio Pascual en todas las acciones litúrgicas comunicándonos su misma vida humana y divina, su existencia íntima unida al Padre y al Espíritu, toda vida cristiana es una experiencia de comunión con Cristo mediante los signos sacramentales, que nos identifican con Él y su misterio. Este primer signo sacramental de Cristo presente y comunicativo, es la Iglesia reunida en asamblea litúrgica, que da sentido a los demás signos sacramentales, éstos conllevan una acción operante, en un encuentro interpersonal de Cristo y los suyos, que forman su cuerpo. Hoy hay que seguir subrayando que afirmar la presencia de Cristo en la comunidad no supone disminuir el sentido de la presencia eucarística.

La Ordenación General del Misal Romano (=OGMR, teniendo como base el núm. 7 de la Sacrosanctum Concilium (=SC) del Vaticano II afirma que "Cristo está realmente presente en la misma asamblea congregada en su nombre", por aquello de "Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20). También ,,está presente, cuando la Iglesia suplica y canta salmos" (SC 7).

La comunidad reunida en el nombre del Señor es ya presencia viva del Resucitado. Presencia que debemos llevar a todas las manifestaciones de nuestra vida.

El elemento sacramental es muy humano y frágil. Somos nosotros con nuestros trabajos y prisas de la vida los que formamos la asamblea, el primer signo litúrgico, o sacramento de Cristo realmente presente y operante. Este encuentro comunión y comunicación se da en el amor, construyendo continuamente la comunidad, y es una tarea de todos. Desde el inicio de cada reunión litúrgica hay que "hacer Iglesia", hacer comunidad junto con los hermanos, bajo el ministerio de la presidencia de un hermano que representa y visibiliza a Cristo-Cabeza en medio de los suyos. Se da, por tanto, concreción y corporeidad a la comunidad como auténtica Iglesia, liberada de una idea vaga y abstracta que la ve solamente desde una perspectiva universalista.

"Tan pronto como se haya oído la señal" (RB 43,1), es decir, reunirse para las celebraciones litúrgicas es siempre una llamada nueva y libre en fe, expresada, a veces, con un signo como el de las campanas, que siguen todavía hoy presentes en las nuevas construcciones como signos litúrgicos con toda su belleza y funcionalidad.

Comenzar todos juntos no es algo práctico, o funcional, para lo que vendrá después. La puntualidad crea el "arte de saber empezar", porque nuestra presencia afecta ya a la naturaleza intrínseca de la Iglesia, nos reunimos y formamos el cuerpo de Cristo. Unos medios nos ayudan a vivirlo. Por ejemplo, la finalidad de los ritos introductorios de la misa "es hacer que los fieles reunidos constituyan una comunidad" (OGMR 24) También la finalidad del canto de entrada es "abrir la celebración y fomentar la unión de quienes se han reunido" (OGMR 25). En la celebración de la eucaristía el cuerpo de Cristo y koinonía-comunión están relacionados en el sentido eclesial y eucarístico. Se puede hacer eucaristía sólo allí donde hay una comunidad reunida; y es imposible no construir el cuerpo de la Iglesia allí donde se celebra y se recibe el verdadero cuerpo de Cristo.

Hay que saber traducir la rica teología de la comunidad que se reúne en asamblea en signos y gestos, en expresiones y experiencia concreta para todos los presentes. ¿No es acaso cierto que nuestra puntualidad lo expresa adecuadamente?


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