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La Renovación de la Parroquia por medio de la Liturgia

 

CAPÍTULO III
LA PIEDAD LITURGICA


Con mucha frecuencia me he preguntado seriamente si realmente existe un tipo de piedad litúrgica. ¿No será ésta una ilusión? ¿No nos falta la objetividad necesaria? Y, sin embargo, siempre he tenido que comprobar que la diferencia existente entre los fieles imbuidos del espíritu litúrgico y los que no lo están es un hecho. Hay que hacer notar que cada uno de estos dos grupos se sitúa de una manera determinada respecto de los dos elementos esenciales que constituyen nuestra religión. Por no citar más que algunos ejemplos, uno de esos dos grupos hace de la Eucaristía, ante todo, el sacrificio y el alimento del alma, y el otro, el culto de su adoración; el primero basa su vida cristiana en la gracia, el otro en el decálogo; el primero prefiere la oración común, el segundo gusta más de las devociones particulares... y así podríamos ir señalando toda una serie de divergencias. Por supuesto que ambos grupos están dentro de la ortodoxia; sólo es cuestión de acentuar de modo diverso los mismos elementos esenciales, lo cual nos hace ver que esa diversidad produce dos formas distintas de piedad. Tratándose en ambos grupos de inadmisiones y de aceptaciones dentro de un plano muy determinado, hay que admitir que semejantes posturas están muy enraizadas y se remontan a un origen común. Porque no se trata de que el grupo de los litúrgicos haya recibido una consigna o un programa debido a la iniciativa de un "líder", sino que suele suceder que cuando se encuentran dos amantes de la liturgia originarios de puntos muy distantes el uno del otro, coinciden inmediatamente en la mayoría de las cuestiones discutidas, sin haberse podido influenciar el uno al otro.

Hay que concluir, por tanto, que realmente existe un tipo de piedad litúrgico muy distinto de la de otros siglos.

1. Me doy perfecta cuenta de que voy a encontrar resistencia. Es cosa notable: puede uno discutir de todas las cuestiones religiosas, pero en cuanto se empieza a tratar de divergencias en la piedad, a muchos se les enervan los ánimos. ¿No es esto señal de que con ello se toca un punto neurálgico en la vida religiosa de ciertos sectores? He de reconocer que la expresión "piedad subjetiva y objetiva" no es del todo significativa -no me agrada el emplearla-; lo interesante no es la expresión, sino el sentido y el contenido.

Reconozco que no poseo una formación filosófica y científica lo bastante profunda para penetrar en razones más hondas y en los orígenes de esa diferencia entre ambos tipos de piedad. Lo que nosotros los liturgistas sentimos instintivamente deben los hombres de ciencia investigarlo y demostrarlo. Sin embargo, creo que vamos por buen camino...

Y ahora se nos podría hacer esta objeción: ¿es posible crear una nueva clase de piedad a base de la liturgia? ¿Ocupa en la Iglesia la liturgia un lugar tan predominante para que pueda informar y abarcar toda la vida religiosa? A esto respondemos; No tratamos de delinear una nueva forma de piedad, sino solamente de volver a la piedad de la primitiva Iglesia; se trata, pues, de una "reforma" en verdadero sentido de la palabra. La liturgia no es simplemente un conjunto de fórmulas y de textos sin alma y sin vida; bajo el cuerpo de la liturgia late un alma que hemos vuelto a descubrir. Esta alma posee manifestaciones vitales determinadas e igualmente una piedad claramente definida. Por eso podemos asegurar que la primitiva Iglesia respiraba un espíritu determinado -el espíritu de Cristo, el espíritu de la Biblia, el espíritu de San Juan y el de San Pablo- y este espíritu se plasmó en un cuerpo que es precisamente la liturgia de la Iglesia. La Iglesia ha depositado todo su pensamiento, todas sus plegarias, toda su fe, toda su esperanza y todo su amor en la liturgia. La liturgia es un monumento elocuente de la piedad de la antigua Iglesia (en esta palabra de piedad supongo toda la manifestación de la vida humana en sus relaciones para con Dios).

Al principio de la edad media, se produjo un trastorno en la piedad. Más adelante veremos en qué consistió y cuáles fueron sus causas. Cuando el alma se separa del cuerpo queda éste en el silencio de la muerte. Esto mismo sucedió con la liturgia: se quedó fría, y en las edades media y moderna vino a ser como un cadáver fosilizado. Con todo, por benévola disposición celestial, este cuerpo congelado se conservó durante siglos en la Iglesia. Entre tanto, nacía una piedad de características especiales. Mas "la joven no estaba muerta, sino dormida..." Esperaba a Aquel que la dijera: "Joven, yo te lo mando, levántate".

El nuevo conocimiento de la liturgia y del movimiento litúrgico nos lleva a la piedad de la primitiva Iglesia, y de este modo podremos decir que la liturgia nos ha beneficiado singularísimamente conservándonos la piedad de la antigua Iglesia. Esta desarrolló su espíritu y su alma dentro de la liturgia. En nuestro caso el proceso es inverso: nosotros partimos de este cuerpo así formado hacia el alma de la antigua Iglesia, hacia su piedad.

2. Hay voces escépticas que objetan inmediatamente: ¿se puede hablar de un trastorno en la piedad al principio de la Edad Media? ¿No sucedió más bien que esa liturgia ya trasnochada se hizo ajena al pueblo? Y respondo con toda decisión que no. El principio formal es el alma y el espíritu; el cuerpo no puede crearse un alma. Hay que reconocer que la liturgia puede llegar a envejecer y que sus elementos primitivos pueden perder su actualidad, como, por ejemplo, el catecumenado que ha desaparecido ya, aunque por otra parte pueden desarrollarse otros elementos. Pero la cuestión no es esa; el espíritu es el que da la vida. Si la edad media hubiera mantenido el espíritu cristiano hubiera éste seguido desarrollando su cuerpo, la liturgia. Pero fue incapaz de tal desarrollo porque ya había perdido su espíritu. La liturgia de la Edad Media no sólo no tuvo evolución, sino que fué marcha atrás. Solamente han quedado algunos rudimentos. Con esto queda resuelta por sí misma esta otra objeción: ¿se debe re-actualizar una liturgia, caduca a fuerza de tanto tiempo, y que en nada responde a nuestro siglo? Nuestra principal labor es la de volver al alma partiendo del cuerpo. Debemos tomar de la liturgia existente el espíritu del cristianismo primitivo, la piedad de la primitiva Iglesia; esa es la labor principal. Sería una torpeza y hasta un crimen el querer transformar la liturgia sin más ni más adaptándola a las necesidades de nuestra época. Con esto tendríamos un cuerpo con un espíritu pseudo-cristiano. Cuando nos hayamos imbuido del espíritu que fluye de la liturgia entonces estaremos capacitados para desarrollar nuestra liturgia. De semejante cosa sólo será capaz otra nueva generación. Lo que urge en nuestros tiempos no es tanto la reforma de la liturgia cuando la asimilación del espíritu del primitivo cristianismo a base de un cultivo realmente ferviente de la liturgia actual: esa es la piedad litúrgica.

3. Y ahora bien: ¿Cuáles fueron las causas profundas de tan funesto y fatal trastorno? No fueron otras que el haberse apartado del centro de gravedad en la mentalidad y actividad humanas.

Vuelvo a decir que no me siento llamado a decir la última palabra sobre esta cuestión. Hablo intuitivamente. No puedo llegar a las razones profundas más que a base de los fenómenos.

Esta transformación se produjo en una época en que agonizaba el espíritu del mundo antiguo y en la que los pueblos sajones adquirieron hegemonía sobre el mundo civilizado. Quizás se debió a que la cristianización de esos pueblos no fue total, o bien que esos nuevos cristianos no comprendían la lengua de la liturgia romana; aunque no creo que sean estas las razones más hondas de este trastorno.

Me inclino más a pensar que la verdadera revolución se efectuó en la mentalidad con la salida del centro de gravedad más catastrófica que puede uno imaginarse: la de dejar de girar en torno a Dios para convertirse el hombre a sí mismo en su centro. No quiero decir que Dios fuera destronado por los hombres. Esta ha sido la última consecuencia a la que nos ha tocado asistir en esta época moderna y contemporánea. En la Edad Media floreció ciertamente la piedad y hasta se dio el tipo del estado cristiano; pero el hombre se fue convirtiendo más y más en el centro de todos los intereses y de todos los conatos. De la misma manera en el plano religioso el hombre se constituyó en su mismo centro. Ya no era tanta la preocupación por que el nombre de Dios fuera santificado, por que el reino de Dios fuera una realidad y por que se cumpliera su santa voluntad. La inquietud se cifraba más bien en cómo el hombre serviría a Dios, cómo lograría entrar en su reino y cómo debería cumplir la voluntad divina. Y así pasaron a primer plano los actos humanos dejando a un lado los intereses divinos. Desde esa época en adelante van a ser los mandamientos los que, como en el Antiguo Testamento, tengan la preeminencia, al revés de los primeros siglos del cristianismo, cuya piedad se centraba en la gracia y en la adopción divina. Aquí creo yo que se encuentra el cambio más lleno de consecuencias: el paso de la conciencia de la gracia a la conciencia del pecado, aunque me inclinaría más a denominar a estas dos formas de piedad, la piedad de la gracia y la piedad de los preceptos, porque así podrían explicarse muchas de las manifestaciones de esos dos tipos de piedad: por un lado Dios y la gracia, y por otro el hombre y los mandamientos (el pecado).

La piedad de la gracia es gozosa y se basa en las alegres relaciones filiales con Dios considerado como Padre. La piedad de los mandamientos vive en un continuo temor de pecar. En la primera el hombre es un hijo, en la segunda un siervo. La primera enfoca el cristianismo más positivamente: la felicidad de encontrarse en gracia de Dios, la felicidad del cielo, la Comunión de los santos, el Cuerpo místico de la Iglesia, y hasta el mismo dolor se transfigura en Cristo. La segunda tiene una orientación más negativa: infierno, juicio ("Dies irae"), purgatorio (dogma muy traído precisamente en la Edad Media como efecto del temor al pecado y que sofocó el anhelo de la parusía de la primitiva Iglesia) y el pecado. Todo se centra en los mandamientos y a los cultos se les impone el yugo del pecado: el precepto dominical, la ley del ayuno, la confesión, la comunión pascual, la obligación del rezo canónico. Y con esto se empieza a pesar con onzas y a examinar hasta dónde llega lo permitido o lo prohibido. La casuística se convierte en una ciencia y el estudio de las rúbricas se empotra en la teología moral. Al pasar la gracia a segundo plano, sus medios y sus fuentes ya no se echan de menos y hasta se les llega a preferir. La Sagrada Eucaristía deja de ser un alimento y se convierte en un objeto de contemplación; la misa no pasa de ser una devoción privada, mientras que, por el contrario, se empiezan a multiplicar los actos de penitencia, como la confesión y las indulgencias. Realmente toda la liturgia, en cuanto fuente de gracias, llega a petrificarse. Puede decirse que la liturgia se mantiene firme y que se desmorona juntamente con la primacía de la gracia 'y de su piedad.

Por ser el hombre, el individuo, el centro de gravedad llega a preferirse la oración privada a la común; la liturgia, que es precisamente la oración de la comunidad cristiana, se la va relegando cada día más debido a las devociones privadas.

Con la época moderna aparece todo un sistema de ejercicios religiosos que nos hacen ver la orientación antropocéntrica de la piedad: retiros y ejercicios espirituales, examen particular, examen de conciencia, meditación, confesiones de devoción, dirección espiritual, etc... Todo esto, bueno, por supuesto, en sí mismo, fue tenido muy por encima del "Opus Dei" de la liturgia. Este tipo de piedad descubrió al hombre su pobreza, sin poder llegar a comprender que el cristianismo es "el mensaje de la alegría de la gracia". No sintiéndose el hombre ciudadano del cielo (Filipenses, II, 20), se construyó aquí abajo un castillo roquero en la Iglesia de la tierra y trabajó con los medios humanos de la propaganda y de la organización para agrandar numéricamente el reino de Dios en la tierra. Por lo demás, la piedad de los mandamientos da más importancia al número que a la cualidad; a sus ojos lo que cuenta es el número de actos, de misas, de Padrenuestros, de años de indulgencias, de buenas obras y hasta la cantidad de fieles que asiste a las iglesias....

En este cuadro en que hemos pintado la diferencia entre los dos tipos de piedad, quizás nos hayamos pasado de severos y es posible que hayamos descrito con rasgos poco favorables la piedad de los mandamientos. Ruego que se me disculpe. Para que no haya malas interpretaciones, debo manifestar expresamente que en ambos tipos de piedad existen aspectos legítimos y tanto el uno como el otro deben evitar las exageraciones. La piedad de la gracia ha de preocuparse también de guardar los mandamientos, debe adquirir conciencia de lo que es el pecado y de los motivos de temor. Desde luego, el ideal sería armonizar la piedad objetiva, la de la gracia, con la santificación subjetiva por medio de las obras. Este equilibrio se ha roto hace ya siglos con detrimento de la piedad de la gracia; el movimiento litúrgico es el correctivo providencial contra el subjetivismo de estos últimos siglos.

Sería un error creer que en la piedad de la gracia no se cotizan los mandamientos de la Ley de Dios y que incluso se creería uno dispensado de su cumplimiento. La conversión debe preceder a la gracia: si decimos que la piedad de los mandamientos es una especie de catecumenado -el primer grado del cristianismo- y con la que nos quedamos a medio camino, debemos de continuar nuestra trayectoria hacia la letificante convicción de que somos hijos de Dios.

Hagamos un parangón basándonos en la vida de familia. Para que una familia sea feliz es indispensable que el hijo, en su casa, cumpla, como es natural, la voluntad de sus padres, y, por tanto, que obedezca sus mandatos. Pero cuando los hijos no quieren obedecer a sus padres, éstos tendrán que estar castigándoles y repitiéndoles sus órdenes. Este último caso es el que podríamos asemejar a la piedad de los mandamientos que no sabe salir del temor al pecado y del miedo a los mandamientos. Por el contrario, si el hijo sabe cumplir la voluntad de sus padres teniéndola como norma natural de la vida familiar, entonces se verá tratado como miembro legítimo de esa familia, amado de sus padres y gozando de la felicidad y de la paz en el seno de la familia. No es preciso que los padres le impongan una orden cualquiera: eso cae de su peso. Este hijo no hace cálculos para ver hasta dónde puede llegar para no faltar a la obediencia, sino que procura complacer siempre a sus padres. De este modo el mandato pierde sus espinas. A esta conducta podríamos comparar la piedad de la gracia.

Esa es, pues, la piedad litúrgica, el fruto más maduro del movimiento litúrgico. Su razón última es la soberanía divina. El hombre queda destronado para ceder de nuevo la preeminencia a su Dios.

Persuadámonos que nos ha tocado vivir en una encrucijada de la historia, en una época de gigantesca transformación que nos trae lo que perdimos al finalizar la era antigua. Entonces se destronó a Dios para exaltar al hombre, pero ahora vuelve Dios a reinar sobre el mundo. Y no pensemos que esta revolución se está produciendo solamente en el terreno religioso; se está haciendo sentir en todos los sectores de la vida, en la vida política, social y económica, aunque aún no se llegue a definir con claridad. Bah este punto de vista podemos llegar a comprender el derrumbamiento de todas las supremacías y valores terrenos. El mundo actual se deshace en ruinas. Se desplomó bajo nuestros pies destruido por los bombardeos, sacudido por esas doctrinas sociales más desastrosas que las mismas epidemias, y se ve amenazado a ser reducido a polvo con esas bombas atómicas que sobrepasan toda fuerza destructora. El hombre que se había proclamado Dios, ha destruido su mundo por sentirse incapaz de dominarlo. Con esto ha dejado un lugar a los grandes planes de reconstrucción divina. Ahí está precisamente el aspecto gigantesco e incomparablemente magnífico de nuestra época, pues es cosa sabida que Dios actúa donde ha habido una humillación y es precisamente en nuestra común humillación en donde Dios comienza su obra; y aún podemos afirmar que su obra ha comenzado ya y sus planes son de una profundidad cuyo alcance apenas podemos sospechar. La cuestión social ha de encontrar nuevamente su solución en Cristo; los dos sistemas del período "humanista", liberalismo y colectivismo, han fracasado y es preciso que Cristo reine otra vez sobre las naciones. La palabra que encierra la solución es: amor.

Y yo añado que si Dios debe volver al mundo, ha de volver para reinar y por eso no conviene que el hombre se haga el centro de este mundo. Por eso en el terreno religioso, la piedad de la gracia debe prevalecer en la vida de la Iglesia y en las almas de los cristianos.

El vivir esta nuestra época es una suerte y una verdadera ventaja. No hay que lamentarse de lo que nuestra época tiene de mala. Solamente los viejos lamentan los platos de antes de la guerra. Nosotros estamos orgullosos de nuestra generación. Tenemos el honor y la responsabilidad de poner los fundamentos del nuevo templo donde Dios debe reinar y donde sólo Dios, y no el hombre, ha de ser adorado. Los liturgistas estamos en primera fila dispuestos a trabajar y viendo lo que otros siglos no han visto. Hemos vuelto a encontrar las "perlas preciosas" de la Iglesia: Eucaristía, sacrificio de la misa, oficio divino, Cuerpo Místico de la Iglesia, sacerdocio real, la palabra de Dios, la liturgia y sobre todo la grandeza de la gracia. Vayamos a vender todas esas obras humanas, que hemos ido amontonando trabajosamente, para poder poseer ese tesoro. El movimiento litúrgico no es algo pasajero, sino que ha de vivificar la faz de la Iglesia.



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