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La Renovación de la Parroquia por medio de la Liturgia

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CAPÍTULO V  EL SACERDOTE Y EL BREVIARIO

Siempre que se habla a los sacerdotes de renovación litúrgica es imprescindible hablar del breviario, el libro que, juntamente con el misal, debe acompañarles a todas partes.

El breviario es, en la Iglesia, «el pariente pobre.. ». En los últimos diez años ha adquirido tal desarrollo y avance nuestra literatura religiosa, teológica y ascética, que hoy día es ya casi imposible mantenerse al corriente de cada una de las disciplinas teológicas. Y, sin embargo, nadie se decide a tratar del breviario. Hasta el presente no existe un comentario de importancia sobre este asunto. Cuando se oye hablar a algunos sacerdotes del breviario, cuando com­prueba uno la poca estima en que se le tiene y lo poco que se comprende, es preciso convenir conmigo en que el breviario es «el pariente pobre...». Francamente, son gran cantidad los sacerdotes que jamás se han preocupado d entender el breviario, nunca han sabido apreciarlo y siem­pre lo han considerado como una carga. Se le reza rutina­riamente y sin hacer esfuerzo alguno por lograr su com­prensión. Nos solemos atener muy bien a aquello de la moral: basta la oración vocal. Pero esto tiene un aspecto peligrosísimo. Más de un sacerdote al rezar de esta mane­ra el Oficio Divino —si es que se puede llamar a esto re­zar— ha ahogado su vida de oración y ha llegado a olvi­dar el rezo auténtico. ¿No es esto realmente triste? ¿No es una pena, querido hermano sacerdote, que un hombre que ha recibido una formación literaria y teológica rece, quie-ras que no, una oración sin darse cuenta de lo que ella propiamente significa? ¿Es posible que haya sacerdotes que durante toda su vida jamás hayan traducido entera-mente los salmos? Desde el día de nuestra ordenación has-ta la muerte nos acompaña un amigo, diariamente tenemos que estar con él al menos una hora; ¿no es un absurdo que no le miremos nunca a la cara y no tratemos de introducirnos en su corazón? Y, sin embargo, ya sabemos todo lo que debemos a este amigo desconocido; ¿qué no nos daría él si le conociéramos real y totalmente? No se le aprecia porque no se le conoce, y si se habla de él es para sacar a cuento sus flacos y defectos. Pero nadie se preocupa de conocer su hermosura y nadie hace aprecio de ella. ¿No es un absurdo que este libro, devocionario del sacerdote, permanezca cerrado con siete sellos durante toda la vida? ¿Merece el breviario este desprecio? Nadie podrá negar que bajo el punto de vista histórico, teológico, ascético y estético tiene un enorme interés. Una ojeada a su historia nos muestra que se trata del libro de oración más antiguo de la Iglesia, tan antiguo en su esencia  como la misma Iglesia. Los primeros cristianos «perseveraban en la oración» (Actos, I, 14), y ya sabemos de qué se componía esta oración: salmos, himnos, lecturas sacadas del Antiguo Testamento, o sea, las partes principales de nuestro breviario.

Ante todo, he de significar inmediatamente que no quiero caer en el defecto de dar por bueno y hermoso todo lo que se encuentra en el breviario... También tiene sus fallos; pero en comparación de todo su conjunto estos fallos son cosa de poca monta y fáciles de eliminar. Es más. nosotros mismos somos indirectamente responsables de que existan algunos de estos fallos, porque si nosotros no hubiéramos relegado el breviario al papel de «pariente pobre», los trabajos de reforma estarían hoy día mucho más avanzados.

I. Para apreciar el breviario en su justo valor hay que conocer su constitución interna. El breviario tiene como fin: 1, ser la oración de la Iglesia, y 2, ser el guía del alma sacerdotal.

1.    El breviario es, ante todo, la oración de la Iglesia, la que hacemos en su nombre. Es preciso que comprendamos bien la gran diferencia que existe entre la oración privada y la litúrgica. En la primera soy yo el que ora, generalmente, por mí y por los míos. Yo soy el centro: es, pues, una oración más o menos egocéntrica. En la se­gunda —por tanto en el breviario— no soy yo el que ora principalmente, es la Iglesia, la Esposa de Cristo, que re­comienda al Padre los grandes intereses del reino de Dios en la tierra. En esta oración me siento como un miembro de la gran «Ecclesia», como una hoja del árbol gigantesco de la Iglesia y participo de su vida y de su acción. La estima y el amor del breviario será para nosotros un hecho cuando le recemos con este espíritu eclesial. Entonces lo comprenderemos mejor y al pensar que la Iglesia nuestra Madre ora por boca nuestra, encontrarán un eco en nuestro corazón todos sus sentimientos. De este modo nuestras plegarias ganarán en contenido.

Con esta idea base tenemos ya la clave para acomodar muchísimos salmos a nuestra vida de oración. Rezando el breviario nos sentiremos verdaderos pastores de almas, haremos nuestros los intereses de la Iglesia y los intereses redentores de Cristo. De este modo podremos ejercer nuestro apostolado sin salir de nuestra habitación, desde por la mañana hasta por la noche. Para impregnar nuestra alma de esta idea fundamental escribámosla en el registro del breviario y digámonos al empezar el rezo de cada hora: «la Iglesia va a alabar ahora a Dios por mi boca, va a luchar por mis manos a favor de las almas». El rezar así el Oficio Divino es un verdadero apostolado, santo y eficaz.

2.    Tiene además el breviario otra finalidad: en unos horizontes tan vastos no podemos dejar olvidada nuestra propia alma. Es el aspecto subjetivo: el breviario debe ser para el que lo reza un báculo, un guía y una escala que le lleve al cielo. La Iglesia acompaña con este libro a sus sacerdotes a través de su vida. Podríamos compararle con el arcángel San Rafael que condujo con toda felicidad al joven Tobías a través de todos los obstáculos de su viaje. El breviario nos conduce también a nosotros a través del Año Litúrgico; ningún libro mejor para esto; casi cada día nos proporciona un guía especial y nos pone como modelo un héroe: el santo del día. Apenas podríamos asimilarnos la gran riqueza de ideas que en un solo día nos proporciona el breviario. Además nos guía durante toda la jornada, gracias a esa admirable institución de las horas canónicas. Por medio del breviario la Iglesia nos facilita para cada momento del día una espada y un instrumento con que defendamos y trabajemos el templo de nuestra alma. Este libro, por ser la oración de cada hora y la de todo el año litúrgico es, en el sentido más elevado de la palabra, el director de nuestra alma: a nosotros nos toca conocerle y dejarnos guiar por él.

Tales son las dos características principales del breviario: en él se juntan y compenetran la oración apostólica, que abarca el mundo entero, y la oración personal. La primera nos constituye en pastores de las almas, y la otra nos santifica. En el breviario oran la «ecclesia» y el «anima», unas veces aquélla, otras ésta, pero generalmente las dos a la vez, puesto que son la una para con la otra como la madre y la hija.

3. Otra sugerencia: el breviario y la misa forman un todo que es el día litúrgico, la jornada litúrgica del sacerdote. Podemos compararlos al sol y sus planetas: la misa es el sol de la jornada sacerdotal y en torno a este sol se mueven los planetas que son las horas canónicas. Estas horas son una preparación para la misa, giran en su derredor y tienden a mantener su fruto a lo largo del día.

II. Considerada esta parte fundamental, se impone ahora esta cuestión: ¿Cómo disponernos para rezar el breviario con inteligencia y con fruto?

De entre los múltiples medios creo que, para empezar, bastará echar mano de los dos más importantes.

1. El primero de éstos es el prestar más atención a la idea de cada hora canónica. El breviario ha de ser para raí la oración de todas las horas, un guía a través de la diaria jornada. Para comprender mejor la idea de cada hora canónica examinemos rápidamente su origen.

Entre los primeros cristianos se celebraba, aparte la misa, lo que llamaban vigilia: Era ésta un oficio dividido en tres partes, que contenía oraciones y lecturas y que se celebraba durante la noche inmediata a la fiesta. Esta vi­gilia dió origen a las horas canónicas de vísperas, maitines y laudes. Las vísperas se decían al anochecer y los laudes en las primeras horas del día siguiente, o de la fiesta. Ya en tiempos remotos (San Hipólito, s. III) se rezaban tres horas diurnas, y esta cifra de tres se fué manteniendo en una gran parte del Oficio Romano. De ahí que al dividirse la vigilia tripartita en vísperas, maitines y laudes, los mai­tines, a su vez, en los domingos y en las fiestas, se des­doblaran en otras tres partes. Estas tres partes son los tres nocturnos, y a ellos corresponden las tres horas diurnas de tercia, sexta y nona. Tenemos, pues, tres nocturnos, tres diurnos, una oración de la mañana y otra de la noche. De este modo el día entero se encuentra realmente santifi­cado en sus divisiones principales. Antiguamente los cristianos rezaban todas estas horas en su momento preciso. Prima y completas se originaron posteriormente en los monasterios. Los monjes rezaban los maitines durante la no­che, y los laudes al amanecer. Volvían a acostarse y, una vez levantados, no querían dedicarse al trabajo sin haberse antes juntado para orar: tal es el origen de la hora canó­nica de prima, la segunda oración de la mañana. Las vís­peras se decían bien entrada la tarde, pero antes de acos­tarse tenían lugar, en el mismo dormitorio, ciertos ejercicios religiosos (lecturas, confesión y bendición del abad) que se convirtieron en las actuales completas. De este modo se terminó la evolución de las horas canónicas. Te­nemos, pues, actualmente tres horas nocturnas, tres diur­nas, dos oraciones de la mañana y otras dos de la tarde. En total diez. Ocho de entre éstas son la consagración de las tres horas que siguen y están divididas en el Breviario Romano en tres partes, de tal forma que, en realidad, cada hora del día tiene su oración especial. Únicamente vísperas y laudes están divididas en cinco partes, ya que como oraciones de la mañana y de la tarde sirven de introducción y de conclusión a la jornada.

Se trata ahora de la manera de sacar provecho del rezo canónico para nuestra vida religiosa. También para nuestra vida sacerdotal el breviario continúa siendo la oración de cada hora, la consagración del día. Debe ser además el guía que nos conduzca a través del día y de la vida, y, por tanto, debemos aprovechar lo más posible la idea de cada una de las horas. Dos son las ideas que nos ayudarán a lograr esto en cada hora: 1, la idea misma de la hora, y 2, en algunas al menos, el telón de fondo del misterio de la redención.

La idea de la hora es el pensamiento particular o disposición de alma que responde a las necesidades de esa hora: es la intención de cada hora.

El telón de fondo es el acontecimiento que tuvo lugar esa misma hora en el misterio de nuestra redención y que debemos tener presente al rezar esa hora canónica. Ha de ser como un cuadro suspendido ante nuestros ojos; el pensamiento de este misterio o de ese acontecimiento favorecerá ciertamente la piedad (por ejemplo, para la hora de tercia la venida del Espíritu Santo).

Hagamos un rápido recorrido por las diversas horas canónicas poniendo de relieve estas ideas:

a) Maitines. Es de noche. Se han ido apagando los ruidos del día. Todo está ya en silencio. La Iglesia ora imitando a su divino Esposo que pasaba las noches en oración e imitando las vigilias nocturnas de los primeros cristianos en las catacumbas. Aunque los tiempos han cambiado, sin embargo la Iglesia sostiene firmemente que la noche no sólo es para descansar, sino también para entregarse a la oración. Primitivamente los maitines eran la oración con que la Iglesia se preparaba a la parusía y con la que esperaba el retorno de Cristo. La noche es símbolo de esta vida terrestre. Durante ella, como las diez vírgenes, esperamos al Esposo con la lámpara del amor divino en las manos... Escuchemos lo que los cristianos de Roma decían de los maitines hacia el año 200 (San Hipólito, La tradición Apostólica, cap. 32, 19-27): «Hacia la media noche levántate, lava tus manos y ora. Si tienes es­posa, orad los dos juntos. Si no es aún cristiana, retírate a otra habitación a orar y vuelve luego a tu lecho. No tengas pereza para orar. El que está ligado al matrimonio no es impuro...» Es preciso que oremos durante esos momentos, pues nuestros mayores, de los que hemos recibido esta tradición, nos han enseñado que en estas horas des­cansa toda la creación para alabar al Señor; las estrellas, los árboles y las aguas se detienen un momento, y todo el ejército angélico sirve y alaba a Dios juntamente con las almas de los justos. Por eso también los fieles creyentes deben preocuparse de orar en esta hora. Y así, refirién­dose a esto ha dicho el Señor: «He aquí que se ha oído un grito a medianoche: ¡Ya viene el Esposo! ¡Salid a re­cibirle!». Y termina diciendo: «Vigilad, porque no sabéis la hora en que va a llegar».

A pesar de todo tenemos que confesar que los maiti­nes, tal cual los tenemos hoy día, son la hora canónica que tiene menos relación con la hora, pues no están muy ligados con la hora de la noche...; pueden, efectivamente, decirse sin gran detrimento para la piedad la víspera o el mismo día de madrugada. En vez de la idea de la hora suele ser más frecuente la de la fiesta expresada en las lecciones y en las otras partes variables del oficio. En las fiestas los maitines son la meditación y el drama sacro de la fiesta. Si queremos analizar una fiesta debemos de examinar los maitines. Muchos oficios de maitines de las grandes festividades son verdaderas obras maestras de ora­ción, como, por ejemplo, los del Triduo sacro de Semana Santa, los de difuntos, Corpus Christi y Dedicación.

Los salmos de maitines feriales son casi siempre una magnífica meditación sobre el reino de Dios que debe pre­parar el día de salvación.

Los maitines tienen una magnífica Introducción, que es el invitatorio, y en las fiestas, domingos y Tiempo Pascual una grandiosa conclusión, el Te Deum. El invitatorio que hace de introducción con el impresionante salmo 94, es una obra maestra de literatura litúrgica. Para captar la impresión emocionante del invitatorio hay que oírlo en todo su esplendor, y, por lo mismo, cantado y durante la noche. Entonces es cuando vibra, por ejemplo, el alegre mensaje Christus natus est nobis como una jubilosa aclamación, un verdadero evangelio en el silencio de la noche y una es-pléndida introducción a las solemnidades navideñas.

El Te Deum es el cántico de alabanza de toda la Iglesia a la Santísima Trinidad y, en especial, a Cristo, y ter-mina con una fervorosa súplica de protección. Este himno es además una hermosa manera de pasar de los maitines a los laudes.

b) Laudes. Los laudes son una hora de alegría, fresca como el rocío. Profundicemos su simbolismo. La noche, la naturaleza y el hombre están dormidos. En el lejano horizonte se va tiñendo la aurora. Aparece el alba mensajera del día y la naturaleza entera empieza a despertar. En la historia de la redención todos estos símbolos tienen su más brillante cumplimiento: es la hora en que el Salvador rompió las cadenas de la muerte, es la fiesta de la Resurrección y, por asociación de ideas, el momento de un tercer despertar: la resurrección espiritual del hombre.

Una triple resurrección: la naturaleza que despierta, el Señor que triunfa de la muerte y el hombre que celebra su resurrección espiritual; tal es el telón de fondo delante del cual rezamos los laudes. Laudes es, según lo indica su mismo nombre, una oración de alabanza y por tanto la alabanza constituye el espíritu propio de esta hora. El que se compenetre bien de todas estas ideas y figuras, se ponga en espíritu de «resurrección», ore, alabe y cante con la naturaleza, y rece esta hora bastante temprano y, en cuanto sea posible, al aire libre, se sentirá poderosamente impresionado por la naturaleza. Los laudes son un ejemplo gráfico de lo que es para la piedad la idea de la hora y del telón de fondo. Sus salmos son también cantos laudatorios escogidos a propósito. La idea de la resurrección se manifiesta sobre todo en las antífonas que enmarcan los laudes en las que resuena constantemente el alleluia. No­table es a este respecto, sobre todo, el domingo, que es el día de la Resurrección. En él concurren precisamente el día y la hora de la Resurrección. El punto cumbre de laudes lo constituye el cántico Benedictus. Es un canto de alabanza a la redención, un saludo al día de salvación que ha de ser un nuevo paso hacia la realización de esa redención; la Iglesia ora por boca del santo sacerdote Zacarías; cada día vuelve hasta nosotros el Señor y la Iglesia lo saluda como al «sol divino que se alza sobre los altozanos».

Los laudes del domingo y de las fiestas poseen una be­lleza clásica. Son el despertar de la naturaleza, cantan al Rey divino que se sienta en el trono terrestre de la crea­ción, cantan al vencedor del diluvio (Salmo 92), nos llevan después hacia el Santuario (Salmo 99), son la oración ma­tutina, el beso que da el alma por la mañana a su divino Esposo (adhaesit anima mea post te, me suscepit dextera tua, salmo 62); y, por fin, la magna sinfonía del Benedic­tus y de los Laudates.

e) Prima es la segunda oración de la mañana, muy distinta de la de Laudes. Estos últimos son la oración típi­ca de la mañana, la oración de la resurrección y de la creación, la oración de toda la Iglesia. Pero la de Prima es la oración de la mañana del hombre pecador, una oración más subjetiva. La idea de esta hora es el ofrecimien­to de obras, la preparación al combate diario. Esta idea es la que prevalece en toda ella. No me ha sido posible en­contrar para ella un telón de fondo inspirado en la histo­ria de nuestra redención. La idea de la hora, que no es otra que la idea de la jornada, absorbe de tal modo la aten­ción que aun en los días de fiesta la idea propiamente de la fiesta permanece en la penumbra.

El himno, siguiendo esta consigna, consagra y ofrece al Señor todos los sentidos y facultades del que lo reza y le pone en guarda contra los peligros del día.

En prima hay una parte fija y larga que figura como una bellísima plegaria para la mañana. Después de los salmos viene la conclusión común para todas las horas menores (desde prima hasta nona): capítula, responsorio, verso y oración. La capítula «Al Rey de los siglos» es un juramento de fidelidad al soberano Señor del reino celestial; la que comienza «Amad la paz y la verdad» es un programa para el día que empieza. El responsorio es una fervorosa súplica ante la convicción de nuestra debilidad: el ciego de Jericó, sentado al borde del camino, grita con todas sus fuerzas cuando pasa Jesús... También yo soy un mendigo ciego y Jesús pasa hoy delante de mí.

La oración no cambia nunca y encierra todos los elementos de una bella oración de la mañana: agradecimiento, petición, buen propósito, disposición para la lucha diaria y, sobre todo, la hermosa súplica: «que no cometamos hoy pecado alguno». Con esta oración concluye la primera parte de prima y el propiamente dicho oficio de coro; los monjes iban en este momento a la sala capitular para leer el capítulo diario de la Regla y rezar el oficio capitular. Tenían allí lugar, como orden del día, cuatro puntos que aun hoy día están perfectamente definidos en esta segunda parte de prima:

1)    Lectura del Martirologio, catálogo oficial de los personajes que han sido declarados como santos por la Iglesia. Ciertamente es un toque finamente psicológico el poner ante nuestra vista desde por la mañana los héroes que nos han de servir de modelos luminosos todo el día, sobre todo en el momento en que comienza el diario combate...

2)    Distribución y designación del trabajo; el abad señalaba a sus monjes la tarea que tenía que desempeñar cada cual ese día. Las oraciones y versillos que siguen hacen referencia a esto y encierran hermosos pensamientos para resolverse a hacer buenos propósitos. ¡Qué magníficas oraciones!

3)    Lectura de un «capítulo» de la Regla o de un pasaje de la Sagrada Escritura. En los monasterios benedictinos, aun hoy día, se sigue leyendo en este momento la Regla.

4)    Bendición del Padre (Abad); antes de entregarnos al trabajo recibimos la paternal bendición divina. Esta ben­dición se repite también al terminar la jornada.

La hora canónica de prima es al mismo tiempo una oración para las tres horas siguientes (de 6 a 9). Reparemos también en la bella oración que se dice antes de la capítula y que, breve y diáfanamente, nos señala la idea base de prima: «Que el Señor omnipotente disponga nuestros días y acciones en su paz».

d)       Tercia, 9 de la mañana. La Iglesia quiere que en medio de nuestro trabajo cotidiano elevemos a Dios durante unos instantes nuestro corazón. Tal es el significado de las horas menores; son paréntesis que abre el alma y oasis en la travesía del desierto de esta vida. No debiéramos rezar estas tres horas menores seguidas, sino por se­parado y en el momento preciso para santificar así las diversas partes del día. Estas horas menores son breves porque el día es sobre todo para trabajar.

El telón de fondo de esta hora de tercia en la historia de la redención representa la venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés sobre la primera comunidad cristiana hacia la hora tercera (9 de la mañana). Toda la semana de Pentecostés cantamos como himno de tercia el «Veni Creator Spiritus». La Iglesia nos hace pensar en este misterio de salvación; tercia es, pues, el primer refuerzo que recibimos en el diario bregar; es un «Veni, Sancte Spiri­tus» para la diaria tarea. La idea de la hora es, pues, la invocación al Espíritu Santo. El himno de las horas me­nores explica la idea de la hora.

e)        Sexta. Mediodía. Su idea es: el combate de la jornada está en su punto álgido. Las pasiones están en pleno ardor, el infierno influye poderosamente en los hombres..., el hombre inferior se impone.

El telón de fondo en la historia de la salvación nos presenta al Salvador crucificado (de 12 a 3 de la tarde); el infierno despliega toda su fuerza contra El. Es la escena del Viernes Santo. En primer plano figura la lucha contra el pecado en nosotros mismos y en la Iglesia. «No nos dejes caer en la tentación», he ahí la idea que contiene esta hora de sexta.

f)          Nona. De 3 a 6 de la tarde. El día santificador va lentamente hacia su fin, pensamos en el atardecer de la vida... y nos preguntamos ante ese futuro: ¿Permaneceré firme hasta el fin? La idea de esta hora es la perseverancia; no encuentro un telón de fondo apropiado, a lo sumo un fondo escatológico: las postrimerías.

g)        Vísperas. Las vísperas son la oración vespertina de toda la Iglesia. Tienen un gran parecido a los laudes en su estructura y en lo que se refiere a la idea fundamental. La Iglesia lanza una mirada sobre todo el día que va ya a terminar con todas sus gracias santificadoras y manifiesta su ferviente gratitud. Las vísperas son, pues, una oración de acción de gracias. La idea principal es el agradecimiento y su punto culmen lo constituye el «Magnificat», el gran cántico de acción de gracias de la Iglesia. La Iglesia o el alma hablan por boca de la Santísima Virgen manifestando sus sentimientos de gratitud. La idea completa de la hora es esta: reconocimiento agradecido por esta jornada santificadora, tanto para las almas como para la Iglesia, y gratitud por todas las gracias redentoras.

En la última Cena podemos ver el telón de fondo del oficio de vísperas. Fué a la hora de vísperas cuando Jesús se sentó para celebrar la última cena con sus Apóstoles; de ahí que podamos relacionar las vísperas con la sagrada Eucaristía. Efectivamente, muchos de los salmos que se dicen en vísperas son cantos eucarísticos o al menos admiten fácilmente una interpretación eucarística, sobre todo los salmos llamados de «hallel» (112-117) que fueron rezados en la última Cena. Los salmos graduales (119-131) son cantos para la peregrinación al templo. La misma Cena es una imagen del banquete celestial. Las vísperas tienen la desventaja de que sus salmos se atienen a un orden numérico, mientras que los de laudes están seleccionados con más cuidado, y por eso los salmos de vísperas no son ex­clusivamente, como hubiéramos podido esperar, cantos de acción de gracias.

h) Las completas son la segunda oración vespertina de la Iglesia; a diferencia de las vísperas son una oración subjetiva del alma pecadora para ponerse en paz con Dios. Esta hora canónica, compuesta por San Benito, es real­mente una obra maestra y se la puede presentar como la oración ideal de la noche.

Tiene un simbolismo magnífico: comienza directamente, sin oración introductoria, deteniéndose inmediatamente para examinar la conciencia y hacer un acto de contrición.

Tanto en la Sagrada Escritura como en la liturgia la luz y el sol simbolizan la divinidad, la persona de Cristo y la vida divina. Cristo es el sol divino: es éste un pensa­miento frecuente en el Oficio Divino. De la misma manera la Biblia y la liturgia se complacen en designar a las potencias tenebrosas del infierno con el término opuesto a la luz: la noche, las tinieblas. Este pensamiento de las tinie­blas es el dominante en todo el oficio de completas. El que reza esta hora canónica no puede por menos de ver en las tinieblas el elemento diabólico: la noche es la capa del príncipe de este mundo. El hijo de Dios, por ser hijo de la luz, teme la noche, como un polluelo se refugia bajo las alas de su madre para estar al abrigo de la rapiña diabó­lica. Hay que advertir que en la oración litúrgica no oramos sólo por nosotros, sino también por nuestros hermanos a los que también llega la noche, la noche de la ten­tación, del pecado y de la muerte... ¿No es un hecho que el enemigo gusta de aprovechar las tinieblas para tentar? Parece como si al acercarse la noche soltara el infierno sus ministros y los enviara a la tierra para tender sus lazos  a los hombres. ¡Qué cantidad más enorme de pecados encubre con su velo la noche! El sacerdote reza esta oración de la noche para defenderse a sí mismo y defender también a todos sus hermanos de las fuerzas infernales.

También el sueño tiene su simbolismo. Representa la muerte. Antes de dormirnos solemos pensar instintiva-mente en la muerte. Por eso las completas son la oración «del atardecer de nuestra vida», la oración para alcanzar una buena muerte. En torno a estas ideas las completas contienen magníficos pensamientos. Este doble sentido de la oración de la noche está condensado de una manera vigorosa en la bendición del comienzo: «Que el Señor todopoderoso nos conceda una buena noche y un fin feliz». Podemos colocar como telón de fondo histórico del oficio de completas la escena de la agonía de Jesús en el huerto de los olivos. Encomendemos al Señor cuando las rezamos las horas de nuestra última agonía y la del prójimo. Es, pues, una austera oración de penitencia: contrición, súplica de protección, profunda confianza, tales son sus principales elementos. Lo que sigue a los salmos es de una belleza especial. Después del himno decimos un hermosísimo capítulo: «Tú, Señor, estás en medio de nosotros...». Jesús está con nosotros. En su nombre nos hemos reunido nosotros. «No nos abandones», tal es la idea maestra, la súplica principal del responsorio siguiente. Vienen luego dos imágenes de la muerte. La primera está contenida en el responsorio: Jesús está en la cruz y pronuncia sus últimas palabras: «¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!», y nosotros repetimos estas fervorosas palabras: Salvador mío, os encomiendo mi alma en esta noche de la vida y del alma... El verso que se dice inmediatamente nos muestra dos figuras de la noche:

a)      «Guárdanos como a la niña de tus ojos». Tengo tanta necesidad de protección como el ojo, y, por mi parte, quisiera serte tan fiel y tan querido como el ojo.

b)      Nos acogemos como polluelos bajo vuestras alas protectoras.

Después, en el cántico del evangelio en que el anciano Simeón lanza al aire su canto de cisne, aparece la segunda imagen de la muerte: el anciano Simeón tiene en sus manos a Jesús, se ha realizado su ardiente deseo, ha visto al Mesías y ahora pide a Dios ser relevado de servicio...

El que reza el Oficio Divino se encuentra en análogas circunstancias; también él lleva en sus manos y en su corazón al Cristo místico y las gracias redentoras de la jornada; sus ojos han contemplado la salvación, la luz divina ha prendido en su alma y Cristo ha sido su gloria. En estos momentos pide a Dios ser relevado de servicio, es el des­canso del día, es tal vez el descanso de la vida... Somos los jornaleros de Dios y debemos estar dispuestos todos los días a ser despedidos por El. Estas dos figuras de la muerte resultan grandiosas. Igualmente la antífona del cántico de Simeón es en extremo sugestiva: se juntan en ella la vigilia y el sueño del cuerpo y del alma: «Protegednos cuan­do estamos despiertos (durante el día) y protegednos tam­bién cuando dormimos (durante la noche) para que vele­mos con Cristo (con la gracia durante la vida) y descansemos en paz» (con una muerte feliz). Por esto podemos ver que las completas son a la vez una oración nocturna y una oración funeraria.

La oración condensa todas las ideas de la plegaria en una breve e insistente súplica y encierra las cuatro ideas siguientes: 1) invitamos a Dios a morar entre nosotros con la presencia de su gracia y su protección. Dígnese Dios visitarnos y permanecer con nosotros del mismo modo que habitaba en el arca de la Alianza cuando conducía a su pueblo por el desierto. 2) Dios además es el defensor de la ciudadela de nuestra alma y no dejará entrar en ella al enemigo. 3) Es más, los ángeles buenos, los ángeles cus­todios han de morar en esta casa. Sin querer pensamos en el sueño de Jacob y en la escalera cuyos últimos peldaños se pierden en el cielo; los ángeles suben y bajan llevando nuestras oraciones y buenas obras y trayéndonos las gracias divinas. 4) Permanezca sobre nosotros toda la noche la bendición de nuestro Padre celestial. Ya se va terminando esta oración de la noche, decimos aún unos versillos y luego la bendición del Padre celestial, del Padre de familia.

Saludamos por última vez a nuestra Madre del cielo la Virgen María con una de sus antífonas a cual más bella, y luego reina el silencio en el coro. Rézase en particular el «Pater», «Ave» y «Credo». Con el símbolo de los Apóstoles terminamos el Oficio Divino y le empezamos en maitines: la fe es el principio y el fin de toda nuestra vida ((1) Con las variantes o cambios introducidos en el Breviario por los Decretos de la Sagrada Congregación de Ritos del 23 de-marzo y 11 de julio del año 1955 el Oficio Divino ha quedado exonerado de ciertos aditamentos postizos, como el «Pater», «Ave María» y «Credo», que no datan precisamente de la mejor época litúrgica. (N. del T.)

 

¡Cuánto ganaría nuestra piedad si los sacerdotes nos atuviéramos con fervor a esta idea de las horas!

Podría adivinar la respuesta de los sacerdotes que leen esto: «Todo esto está muy bien y sería el ideal, pero no es posible para un sacerdote sobrecargado de ministerio».

Me gustaría dar algunos consejos prácticos. Si no se pueden rezar todas las horas en su momento propio, al menos se debiera hacer esto con las más características de la mañana y de la tarde. Ante todo hay que guardarse de hacer del breviario una ocupación accesoria, un pasatiempo, diciéndonos: «Ahora que dispongo de unos minutos voy a rezar en seguida una hora menor...». El breviario debe ocupar el centro de la vida sacerdotal. Debemos re-zar las horas con santo respeto, como uno de los más importantes asuntos del día. Sería un gran error poner todo el interés en una devoción particular cualquiera y desembarazarse lo más rápidamente posible del breviario; no, el breviario debe ser la copa de oro en la que hemos de depositar los mejores frutos de nuestra oración diaria.

Por otra parte no debiéramos rezar el breviario todo seguido de una vez. Tanto mejor será esta oración cuanto más tratemos de rezarla en su hora propia. El ideal será siempre decir cada hora aisladamente en cuanto sea posible: el rezo del Oficio Divino debe santificar el día y debe acompañarnos a través de él proporcionándonos alimento y medicina para cada una de las horas. Mas este fin no se

logrará si no se reza el Oficio Divino en cada hora conveniente y cada parte por separado.

Por eso proponemos lo siguiente: l.° Por lo menos re­zar el oficio litúrgico de la mañana y de la tarde en el momento preciso (aun cuando se interrumpa el orden de las horas, pues esto está permitido). Según esto: Laudes y prima por la mañana y vísperas y completas por la tarde (mucho mejor todavía sería decir vísperas antes de cenar y completas antes de acostarse). Con esto no se necesitan más oraciones de la mañana y de la noche, las de estas horas son las más hermosas.

2.° Separar las tres horas menores diurnas diciendo tercia antes de misa, a mediodía sexta y después de la sobremesa nona.

3.° Los maitines se pueden anticipar con toda tranqui­lidad, pero sin juntar laudes, pues estos son propios de la mañana.

Si rezáramos así, aun a pesar de que tengamos dificul­tades para entender ciertas cosas del breviario, sería éste para nosotros una incomparable fuente de santificación. Con un poco de buena voluntad encontraremos el tiempo necesario; y por supuesto que hay que tener un poco más de ideal y desterrar todo lo que sea mecanismo y rutina.

2. Abordemos ahora un segundo medio importantísimo para rezar debidamente el Oficio Divino: la inteligen­cia de los salmos.

Lo más hermoso y también lo más difícil del breviario son los salmos. Para rezar con fruto el breviario hay que ver primero la manera de rezar los salmos. Son éstos unas oraciones y cánticos pertenecientes a una época lejana y a un mundo de ideas totalmente distinto del nuestro. Aun­que, en realidad, los salmos son de inspiración divina, el problema de su adaptación sigue subsistiendo. Ningún ali­mento puede resultar nutritivo si no se le asimila.  ¿Cómo podremos asimilar los salmos como alimento de nuestra oración? No se puede negar que el problema encierra serias dificultades. De hecho más de un sacerdote ha habido que al rezar los salmos sin entenderlos ha arriesgado su vida de oración. Sin embargo, yo sostengo que estas dificultades pueden superarse. Hay que admitir que ciertos salmos se pueden asimilar con más facilidad que otros en nuestra vida de oración. Con todo su conquista es posible, más aún, es una obligación; son y serán siempre el arpa en cuyas cuerdas volquemos nuestra necesidad de oración. Pero hay para esto una condición previa: tenemos que aprender a tocar ese arpa: ningún maestro se improvisa.

No es preciso tratar aquí el valor estético de los salmos; los hay tan bellos que figuran con gran honor en la Literatura Universal; y tampoco es preciso subrayar que deben de ser apreciadísimos por todos los cristianos, por haberlos rezado nuestro Señor y los apóstoles, y porque ellos constituyen la parte más antigua de la liturgia. No hace falta recordar que están inspirados y que, por lo mismo, son la palabra de Dios y fórmulas de oración dictadas por el Espíritu Santo. Hay que tener presente todo esto para que tengamos gran estima y un gran concepto de los salmos.

Resultaría interesante seguir la historia del rezo de los salmos y de su comprensión. En los primeros siglos de la Iglesia los salmos eran casi la única expresión de la vida de oración; de estos tiempos data sin duda el clásico principio de la Iglesia de que cada semana debería rezarse todo el salterio. Cuando leemos que en tiempo de San Jerónimo, los labriegos tras de su carro y los obreros en sus talleres cantaban los salmos, nos parece hoy día algo inaudito. Y es que entonces los salmos no eran una mera fórmula mecánica, sino vida, como podemos verlo en las homilías que sobre los salmos compusieron Orígenes, Eusebio, San Gregorio Niseno, San Hilario, San Juan Crisóstomo, San Ambrosio y San Agustín. Y aunque, según estos ilustres Padres de la Iglesia, el rezo y la inteligencia de los salmos iba siendo cada vez menor, con todo eso, la Iglesia quiso que su oración oficial fuera la de los salmos. ¿Han utilizado los salmos los obligados al rezo eclesiástico como medios de expresión de su íntimo sentimiento de plegaria? No me atrevería a afirmarlo de un modo general. Es cierto que estimaron el Oficio Divino como oración de la Iglesia, pero su vida personal de oración revistió con frecuencia otras formas. Aun hoy día una gran parte de los sacer­dotes reza los salmos de un modo maquinal y sin entenderlos; cuando quieren orar fervorosamente y con piedad, recurren al Rosario o a otras prácticas de devoción. Es frecuente encontrar quienes además del rezo obligatorio del breviario se empeñan en hacer sus oraciones de la ma­ñana y de la noche. Esto demuestra que no se dan cuenta de que el breviario es precisamente la oración de las dis­tintas horas del día. No necesita el sacerdote buscar fuera del breviario fórmulas para revestir su vida de oración; en él encontrará lo suficiente para satisfacer de la forma más ideal todas sus necesidades de oración; lo único que nece­sita es aprender a rezar el Oficio Divino bien y a su tiem­po. Fuera del breviario no tendrá necesidad de rezar ni si­quiera un Padrenuestro. Debemos volver a injertar nuestra vida de oración en el breviario y en los salmos.

Mas, ¿cómo es posible utilizar una forma de oración que pertenece a un mundo de ideas totalmente distinto cual es el Antiguo Testamento, como medio de expresión de nuestra vida interior? Los salmos encierran toda una gama de plegarias y se pueden utilizar de un modo perso­nal si se tienen en cuenta dos cosas:

1.• El abstraer de ellos las circunstancias concretas y aplicarlas de un modo general y personal (o sea, hacer de la historia judía la historia de nuestra alma o del reino de Dios).

2.* El trasladarles al mundo de las ideas y pensamientos cristianos.

Esto es factible puesto que entre el Antiguo Testa­mento y el Nuevo no hay ningún abismo infranqueable y además es el mismo Espíritu Santo el que habla en estos cantos y ora en nuestro corazón. Atengámonos firmemente a este principio: procurar captar lo mejor posible el sen­tido literal de los salmos para sacar de él todo lo que podamos y,  si tenemos verdadero empeño, encontraremos mucho aprovechable.

A muchos les asusta tanta cantidad de salmos impetratorios, elegíacos, dolientes e imprecatorios. A primera vista nos parece que es imposible encontrar en ellos punto alguno de apoyo para nuestra alma por no verse actual-mente expuestos a las mismas persecuciones y hostilidades a que se vieron sus compositores.

Se trata de abstraer estos salmos de su marco histórico y personal: representan la lucha del infierno contra el reino de Dios en las almas y en la Iglesia. En todos los tiempos ha existido esta lucha contra Dios y su reino, y en todos los tiempos la Iglesia ha rezado en su breviario las tres últimas peticiones del Padrenuestro. No olvidemos que rezamos en nombre de la Iglesia.

Y ahora digamos una palabra de los salmos imprecatorios que son los que presentan más dificultad para el lector cristiano.

Los lamentos y las peticiones están revestidos con frecuencia en los salmos de la forma natural y primitiva de la maldición. El hombre natural expresa precisamente bajo esta forma su aversión al mal. Pero de suyo cae que nos-otros, los cristianos, no podemos desear mal alguno al pecador que puede enmendarse. Las hostilidades personales no encuentran plaza en los salmos. El argumento o tema de nuestras oraciones es el reino de Dios y el pecado; las maldiciones de los salmos no son más que la expresión primitiva de nuestra protesta absoluta contra el pecado y contra el infierno. Cambiemos, pues, el optativo de la maldición en un indicativo; de este modo la maldición será una expresión de la justicia divina que no pondremos en nuestra propia boca, sino en la de Cristo y en la de la Iglesia. Estas maldiciones equivaldrán así a la expresión de «malditos» que usaba el Señor contra los fariseos. Precisamente yo encuentro en esos pasajes imprecatorios algo de grandioso y conmovedor: el juez divino se presenta ante nos-otros y nos pone en guardia contra el infierno. Al rezar estos salmos pensemos que no se trata aquí de pequeñeces terrenas y egoístas de nuestro pequeño círculo sino de la gran lucha entre el infierno y el reino de Dios.

Puede considerarse como parábolas una gran mayoría de los salmos. La clave para comprender una parábola nos la proporciona el mismo término de comparación. Este es el que nosotros debemos descubrir. Entonces encontrarnos inmediatamente lo que debemos asimilar para nuestra oración y lo que no es más que simple adorno del símil. Así como en una parábola no es preciso encontrar el sentido de todos los detalles del símil, de esta misma manera, en los salmos no hemos de pretender utilizar todos los versículos y todas las ideas. Si no tenemos esto en cuenta, nos encontramos con explicaciones forzadas que nos disgustarán... Una mirada al término de comparación nos preser­vará de tales errores. Por otra parte, este sistema tiene la ventaja de basarse en el sentido literal, porque solamente una comprensión íntegra del tipo original nos enseñará a captar la comparación. A veces el punto de comparación no es más que un sentimiento intenso y vehemente, que tiene como misión expresar la idea fundamental del salmo; por ejemplo, el salmo 135 «Super ilumina Babylonis» —grandiosa elegía del tiempo de la cautividad y cuyo término de comparación es el amor fiel y profundo para con Jerusalén— podemos aplicarlo a la Iglesia, a la sagra­da Eucaristía y al mismo Jesucristo. Así la maldición de los dos últimos versos no nos sorprenderá ya que pertenece al símil que debe expresar este sentimiento.

Otra recomendación: seamos francos cuando recemos los salmos: cuando pidamos, tengamos algo que pedir. Si pedimos amparo en la persecución cuando en realidad no la necesitamos, faltamos a la sinceridad. Cuando recemos un salmo, hagamos de él la expresión de una necesidad real ya de la Iglesia ya del alma; de lo contrario el salmo no será para nosotros más que «un bronce que suena y una campana  que repica...». Necesidades tenemos, si no nosotros, al menos la Iglesia; lo que hace falta es tenerlas presentes.

Todos nuestros esfuerzos para rezar los salmos serán infructuosos si no nos decidimos a estudiar a fondo el salterio. En realidad esto debería haberse hecho ya en el seminario. Antiguamente no se solía ordenar a nadie que no supiera el salterio de memoria; hoy no debería ser ordenado nadie sin comprender perfectamente todo el salterio.

Añadamos aún algunos consejos prácticos para el estudio del salterio: es preciso atenerse al principio lo más posible al texto original. El nuevo salterio de Pío XII es una traducción del original. Para este estudio es de aconsejar una de las muchas traducciones modernas que presentan su breve comentario. Desde hace mucho tiempo llevo aconsejando a mis oyentes el sistema de fichas: una ficha para cada salmo; en ella suelo indicar el título y el asunto del salmo; después la ocasión y situación histórica. Por fin, para una buena inteligencia del salmo es muy importante la trabazón de ideas: división del salmo (que suele corresponder con frecuencia a la división de las estrofas); si conozco la trabazón de las ideas no me desconcertará un término oscuro. Añádase además la explicación verbal y real. Todo esto en la primera página, y en la otra los pensamientos más bellos y su uso litúrgico. La utilidad de estos apuntes está en su facilidad para volverlos a repasar; gracias a estas fichas, recuerda uno con toda facilidad lo aprendido. Después de haber estudiado a fondo un salmo, lo rezo delante del sagrario, o contemplando la naturaleza que me rodea, con toda mi alma y como ex-presión de mis más íntimos sentimientos.

Todavía cabe hacer una indicación de orden práctico: hay una gran distancia entre la mesa de trabajo y el reclinatorio... ¿Quién no lo ha experimentado? El salmo cuando se le estudia se convierte en algo vivo, mas cuando se le reza se nos vuelve a esfumar. Yo os aconsejo que arregléis vuestro breviario del modo siguiente: con un lapicero de punta fina poned en él algunas notas de cuando en cuando. No podéis imaginaros lo mucho que ayuda una simple señal para la comprensión del texto. Subrayar las palabras principales, hacer una división de las diversas partes y hasta poner la traducción de las palabras que encie­rran dificultad. Yo suelo poner al principio de cada hora unas pocas palabras sobre el uso litúrgico de los salmos. Puedo deciros por experiencia que estos medios ayudan mucho a rezar convenientemente el Oficio Divino.

El pensamiento o idea de cada una de las horas y el estudio de los salmos son, según mi opinión, las dos condiciones fundamentales para rezar debidamente el Oficio Divino. No creamos, como puede comprenderse, que el tema del breviario queda con esto agotado. Podríamos de­dicar a él todo un tratado. En él habría que hablar de la importancia de las demás partes del Oficio Divino, de las antífonas, responsorios, oraciones, distribución del salterio semanal; también habría mucho que decir de los oficios de las fiestas. Donde mejor se manifiesta el Año Litúrgico es en el breviario.

Tratado aparte merecería el problema del rezo del bre­viario entre los seglares; los ensayos hechos hasta ahora nos dan pie para forjarnos las más bellas esperanzas.

Lo único que yo he pretendido en este capítulo ha sido revalorizar un poco el rezo eclesiástico y despertar el amor para con este compañero de nuestra vida.

Termino con aquello del poeta: «Recibe para poseerlo lo que has heredado de tus padres». Esa herencia sagrada, que es el tesoro de las oraciones de la Iglesia, está a nues­tra disposición. Debemos recibirla y hacer de ella nuestra propiedad intelectual si queremos proclamarla como nues­tro tesoro.

 





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