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La Renovación de la Parroquia por medio de la Liturgia

 

CUARTA PARTE
LA LITURGIA Y LA PARROQUIA

CAPÍTULO I
LA PIEDAD DE LA GRACIA Y EL MINISTERIO


1. Digamos algo sobre la gracia, no de un modo cien-tífico, como en la teología dogmática, sino de una manera práctica para la vida y el ministerio pastoral. Es mi pro- pósito presentar la diferencia entre esa piedad, en la que se nos ha formado y que es la que hemos venido cultivando en nuestro ministerio -a la que llamo piedad de los mandamientos-, y esa otra piedad basada en la gracia, la piedad de la gracia.

En la presencia de Dios las criaturas están en la si-tuación de siervos respecto de su amo. "Las criaturas fueron creadas al imperio de su palabra" (Salmo 148, 5). Estas relaciones son las que el hombre tenía con Dios en el Antiguo Testamento. El israelita era el siervo de Dios. La base de su pacto con Dios era la obediencia a la ley y a los mandamientos divinos. Era el orden natural. Esta antigua Alianza consistía, pues, en una especie de lazo jurídico entre el hombre y Dios: los hombres debían guardar los mandamientos y Dios, por su parte, les protegería y colmaría de bienes temporales. Este orden natural podría formularse así: evita el pecado y guarda la ley de Dios.

Pero al venir Cristo ha inaugurado con su muerte una nueva Alianza. No se hizo carne el Verbo divino ni murió en la cruz para devolvernos el paraíso perdido, ni sólo para desterrar de esta vida el pecado, ni para que observáramos más religiosamente la ley divina. No es éste el objeto de su redención. Jesucristo ha querido crear por medio de su obra redentora algo completamente nuevo, ha querido establecer un orden nuevo sobrenatural en lugar del orden natural; ha querido establecer nuevas relaciones entre Dios y el hombre: en lugar de las viejas relaciones jurídicas ha fundado otras más estrechas basadas en la gracia; antes cada una de las partes daba y recibía, ahora sólo Dios da y el hombre recibe. 

Jesucristo quiso realmente fundar una nueva Alianza que inauguró relaciones filiales y amistosas con Dios. En una palabra, la muerte de Cristo en la cruz ha venido a traer al hombre el inmenso beneficio de la gracia. Cristo nos ha colocado en un plano totalmente nuevo, en el plano sobrenatural. Ya no somos siervos, sino hijos y amigos de Dios: "Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su Señor, sino que os llamo amigos" (San Juan, XV-15). El fundamento de estas relaciones no es ya la ley, los mandamientos de Dios, sino algo más íntimo, cual son las relaciones del amor y de la gracia. ¡Qué gran diferencia se da en una familia entre el hijo y el criado! En el hijo las relaciones son amorosas, en el criado jurídicas. Si el criado no obedece, no trabaja, se terminan sus relaciones con la familia, y si el hijo no obedece se le hace obedecer, mas esto no cambia en nada sus relaciones filiales. Interesa, pues, conocer claramente estas nuevas relaciones sobrenaturales, relaciones de amor a las que hemos sido sublimados.

Preguntémonos aquí qué cosa es la gracia. Damos por descontado que la gracia no es esa cosa grande, pero imaginaria, que no existe más que en el terreno teórico dogmático y de la que ningún uso podemos hacer en el ministerio y en la predicación. La palabra "gracia" está tomada del lenguaje corriente porque los conceptos sobrenaturales carecen de expresiones propias. Gracia viene a ser el amor condescendiente de un superior hacia un inferior, por ejemplo, de un dueño para con su criado, de un rey para con un súbdito.

Se trata, por tanto, de una complacencia, de la complacencia particular y gratuita del superior a su subordinado; un rey, por ejemplo, que hace a su vasallo consejero y amigo. En este sentido la gracia representa un favor y un amor demostrado libremente por Dios a sus criaturas sin mérito alguno por parte de éstas; de este modo las criaturas quedan elevadas por encima de su naturaleza y niveladas, como quien dice, con Dios.

Tal es el primer elemento para comprender la gracia: es un regalo gratuito que eleva al hombre por encima de su naturaleza.

Mas no creamos que con esto queda explicada plenamente la esencia de la gracia. Pongamos una comparación: un rey concede a su favorito grandes beneficios, puede incluso hacerle su amigo, pero interiormente no puede hacerle mejor. Este favorito podría ser incluso un malvado que después haber gozado durante años del favor real termina por traicionar a su rey.

No sucede así con la gracia divina; por parte de Dios no es simplemente un favor exterior y una señal de su amor, sino que, además, penetra inmediatamente en el alma, haciéndola sobrenaturalmente amable y bella; la transforma, la asemeja a la naturaleza divina, de tal modo, que refleja la imagen misma de Dios.

Tal es la gracia con respecto al hombre. El favor y amor divino producen en el alma un estado de santidad y belleza sobrenatural; por eso se llama gracia santificante; le hace al hombre santo. El Catecismo Romano describe la gracia de la siguiente manera: La gracia no sólo consiste en el perdón de los pecados (esto sería el orden natural), ni en un favor externo que nos hace Dios (esto sería sólo por parte de Dios), sino que es una cualidad divina que se adhiere al alma como un brillo y como una luz que borra todas las manchas del alma, embelleciéndola y haciéndola esplendorosa. Es preciso que entendamos esto bien: el alma queda sublimada, re-creada y cambiada del todo por la gracia. No encontrando la Sagrada Escritura expresiones adecuadas, para decir lo que es la gracia, emplea símiles y figuras para dar a conocer con claridad esta propiedad esencial de la gracia. La llama:

a) luz, en contraposición a las tinieblas del pecado (examínense los abundantes textos de San Juan y San Pablo: "Esta era la verdadera luz, que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre" (San Juan, 1-9); "Fuisteis por algún tiempo tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor. Andad, pues, como hijos de la luz. El fruto de la luz es todo bondad, justicia y verdad" (Efesios, V, 8-9).
b) vida, vida eterna,
c) nuevo nacimiento,
d) nueva creación, etc...

Observemos que todas estas imágenes y comparaciones nos muestran con claridad que la gracia no es una cosa natural como la moralidad, la virtud, ni tampoco algo negativo como la ausencia de pecado, ni siquiera una cosa de pensamiento o de voluntad, sino más bien una realidad más alta, aun cuando no podamos verla ni palparla. Estamos en un terreno sobrenatural, en el que sólo se encuentra Dios. San Pedro, refiriéndose a la gracia, tiene una expresión terminante: "para hacernos así partícipes de la naturaleza divina" (San Pedro, 2.8, 1, 4). Con la gracia nos elevamos sobre el orden natural y de las relaciones todas naturales que tienen las criaturas con su Dios, hasta el mundo sobrenatural. Participamos además de las cualidades y perfecciones que sólo Dios posee, a diferencia de las criaturas y por las que se distingue de las mismas. La gracia nos diviniza, nos hace partícipes de la eternidad de Dios, nos inmortaliza; nos hace conocedores de la ciencia divina ("nadie conoce al Padre, fuera del Hijo y de aquel a quien el Hijo quiera manifestárselo"), nos conduce a la dicha eterna y, sobre todo, a la santidad. ¿Qué es un santo? Santo no sólo es ser bueno, moralmente perfecto. La santidad no forma parte de la moralidad; es algo divino. Sólo Dios es tres veces santo.

En el Antiguo Testamento, los hombres podían llegar a ser moralmente buenos, pero no santos. Sólo es santo el que ha recibido la gracia, por participar así de la divina naturaleza. Las palabras de San Pedro nos permiten adivinar el hondo sentido de la gracia: se trata de una divinización, de una unión íntima y profunda con la divinidad. Si no nos hubiera sido revelado todo esto, no comprenderíamos el que nosotros pudiéramos relacionarnos tan estrechamente con nuestro Dios. Nos convertimos en Hijos de Dios y podemos llamar a Dios Padre. La verdadera criatura de Dios es hija de Dios. Dios nos adopta como hijos suyos. 

Pero, mientras que en la adopción humana, los hijos adoptivos no son de la sangre del padre, por la gracia recibimos la naturaleza divina y, por lo mismo, nos convertimos en verdaderos hijos de Dios. Por otra parte, nos hermanamos con Cristo y nos hacemos miembros de su cuerpo; de una manera especial, entramos en íntimas relaciones con el Espíritu Santo, que habita en nuestra alma y nos hace sus templos vivos. El espíritu Santo se imprime en nuestra alma como un sello y se adhiere a nosotros. Es decir, que por la gracia, como dice Cristo, albergamos en nuestra alma a la Santísima Trinidad: «... y haremos en él nuestra morada» (San Juan, XIV, 23). Toda la Sagrada Escritura abunda en ideas y figuras, que nos describen lo grande y magnífico de la gracia. La gracia es el tesoro y la perla preciosa; Cristo es el mercader que ha buscado y encontrado esta perla, luego ha ido, lo ha vendido todo, ha derramado hasta la última gota de su sangre, para comprar esa perla y regalárnosla. El valor de una piedra preciosa se adivina por su precio. La perla es la gracia, su precio la sangre y la vida humana de Jesús. Era preciso pagar con una vida divina la vida divina de la gracia.

Quisiera demostrar todavía con un texto del Evangelio lo mucho que sobrepasa el orden sobrenatural de la gracia, al orden natural del Antiguo Testamento. Nuestro Señor, después de dar en cierta ocasión ese magnífico testimonio de San Juan Bautista: «En verdad os digo que de entre todos los nacidos de mujer, ninguno ha habido más grande que Juan Bautista», nos dice inmediatamente esta frase tan impresionante: «Pero el más pequeño en el reino de los cielos, es mayor que él», significando que el orden de la gracia no puede compararse con el de la naturaleza y que no puede alcanzarse ni con la máxima perfección moral.

2. La gracia y el ministerio pastoral. Siendo el concepto de la gracia tan grave y tan hondo, desde el punto de vista dogmático, hemos dejado, en la medida de lo posible, hasta este momento, la cuestión de la gracia en el ministerio.

Si queremos ejercer nuestro ministerio debidamente, tenemos que confesar que toda nuestra vida pastoral debe basarse sobre la gracia. ¿Qué quiere decir ministerio pastoral? ¿Significa formación moral de buenos cristianos? No, el ministerio cristiano no es eso. Eso sería más propio del Antiguo Testamento. Mas, por desgracia, hay que reconocer que muchos sacerdotes se limitan a este aspecto natural. Su labor pastoral puede resumirse en estas dos frases: "no pecar" y "guardar los mandamientos". A eso se reduce su predicación; las más de las veces, enfocan un tema moralizador y sólo de cuando en cuando hablan de ciertas verdades de la fe. Estamos oyendo sus sermones, domingo tras domingo, durante años y apenas oiremos hablar de la gracia. Son los jueces de las costumbres y casi nunca lo que deberían ser: celadores de la vida de la gracia.

¿Qué es, pues, el ministerio? No es llenar las iglesias..., ni edificar y organizar cristianos... El ministerio consiste en trabajar de tal suerte, que los fieles posean la gracia y la posean abundantemente. El gran objetivo del ministerio es dar, conservar y desarrollar la vida de la gracia.

Examinemos ahora el concepto de Iglesia. ¿Qué es la Iglesia? Si consideramos el conjunto de leyes eclesiásticas, de rúbricas, la jerarquía y organización eclesiásticas, tendremos entonces la Iglesia jurídica; si consideramos su fuerza espiritual y su trabajo cultural, tendremos su aspecto civilizador; si consideramos su personalidad histórica, con todo su elemento humano y sus fallos, tendremos la Iglesia histórica. Pero esto no es todavía el verdadero aspecto de la Iglesia. La Iglesia, según lo ha querido su fundador, es la sociedad de los que han recibido la gracia: esta sociedad puede aún formar y edificar el segundo cuerpo terrestre de Cristo: el Cuerpo Místico. Sólo por la gracia nace la Iglesia. Aunque en toda la tierra no hubiera ni prelados, ni sacerdotes, ni cristianos, y allí, en una remota isla, vivieran dos hombres en estado de gracia, estos dos hombres constituirían la Iglesia. La gracia es la que únicamente da existencia a la Iglesia.

Con esto queda más al claro la noción de parroquia. Considerar a la parroquia como un término de geografía eclesiástica, no es más que considerar el exterior. La parroquia y cada comunidad (sea o no sea parroquia canónicamente), es la sociedad de los que están en gracia y forman plena y totalmente la Iglesia. Los que no están en gracia, no pertenecen ciertamente a la parroquia (en virtud de su carácter sacramental pertenecen, ciertamente a la Iglesia, pero como miembros muertos). Solamente la gracia crea una parroquia. Por tanto, la labor más importante del ministerio es la de conservar y llenar de gracia el vaso de la parroquia. Aquella mujer que, por orden del profeta Eliseo, reunió todos los recipientes que pudo para llenarlos de aceite hasta los bordes, es una figura hermosísima del ministerio parroquial. El aceite es la gracia que nos da Cristo (el Ungido).

Los medios deben responder al fin. ¿Cuáles son esos medios de que dispone el ministerio? Comienzo por indicar tres de los medios para obtener la gracia: la oración, la predicación y la liturgia.

a) La oración: es un medio esencial para obtener la gracia; la oración abre los diques del cielo. El párroco debe ejercer su ministerio primero de rodillas, debe orar mucho. Recordemos a Moisés, con las manos levantadas, rogando al cielo por su pueblo, para que lograra éste vencer a sus enemigos. Sin la bendición de la oración, el párroco estará trabajando sin parar y "no cogerá nada"... El breviario es un ministerio importante.

b) La predicación es otro medio esencial para despertar la gracia en las almas. San Pablo se gloría de ser, por su predicación, el padre espiritual de sus hijos: "Aunque tengáis diez mil pedagogos en Cristo, pero no muchos padres, que quien os engendró en Cristo por el Evangelio fui yo" (1.a a los corintios, IV, 15). La predicación, por tanto, es el medio instituido por Cristo para inyectar la gracia en el alma humana. De ahí que Nuestro Señor compare la palabra divina a una semilla que se echa en el campo del alma para que dé fruto abundante, es decir, la gracia. De aquí se sigue el que en nuestra predicación no debamos detenernos en el terreno natural de la conciencia del pecado, sino que tengamos que tomar como tema de nuestras actuaciones en el púlpito el terreno sobrenatural y el de la gracia. Evidentemente no se puede estar predicando exclusivamente de la gracia, pero no deberíamos salirnos del plano sobrenatural.
c) Otro medio importantísimo para cultivar e implantar la vida de la gracia entre los fieles, es el gran patrimonio de nuestra liturgia, el culto sacramental.

Con frecuencia no se comprende bien lo que la liturgia representa en este aspecto. Se piensa más en la cuestión rubricista y en las formas exteriores del lenguaje y de las ceremonias y se cree que la liturgia no tiene ningún recurso para el ministerio. Las formas exteriores no son sino el vestido, el alma de la liturgia es algo muy distinto.

La liturgia se propone dos grandes cosas: la primera, ser el culto que ofrecen a Dios los que han recibido su gracia y están unidos a El por la Iglesia; por consiguiente, el verdadero culto divino. Segunda, ser el organismo por el que Cristo nos concede sus gracias. La liturgia es el gran sacramento, o sea, un conjunto de signos exteriores respaldados por una realidad santa y que proporciona la gracia a los hombres. De este modo la liturgia es el "admirabile commercium" entre Dios y los hombres: Dios nos da su gracia y el hombre devuelve a Dios el honor que El le hace.

Es sumamente importante el que los sacerdotes tengamos una idea exacta de la liturgia: ella es nuestra profesión y nuestra ocupación específica. Es el medio ordinario establecido por Dios para dispensar, mantener y desarrollar la gracia. La Iglesia no sólo es una religión moral ni un sistema dogmático, sino una religión del culto y de la gracia.

La liturgia y la gracia están unidas indisolublemente.
El que se sitúa en el plano de la gracia, si quiere mantenerse en el terreno del cristianismo eclesiástico, tiene que cultivar la liturgia. Comprendemos perfectamente por qué muchos sacerdotes no captan el sentido de la liturgia. Los primitivos cristianos se basaban ante todo en la vida de la gracia; el culto, la liturgia, el bautismo y la misa. eran el eje de su vida. Más tarde, la Edad Media echó en olvido la gracia y se colocó en el plano de la moral y de la conciencia del pecado. Nada de extrañar tiene que la liturgia haya sido mal comprendida desde el momento en que se relegó a un segundo plano el Bautismo y la Eucaristía, para dar mayor relieve al sacramento de la penitencia.

Estos dos aspectos suben o bajan como las columnas de un barómetro; una época que se sitúa en el plano de la moral, cultiva la conciencia del pecado y emplea mucho el sacramento de la penitencia. Una época que vive el espíritu de la gracia, cultiva más la conciencia de la gracia y frecuenta la mesa eucarística. Un ejemplo del espíritu de la edad media lo tenemos en Santa Isabel de Hungría, que, confesándose todos los días, no comulgaba más que algunos días al año.

Alabemos a Dios porque esos tiempos pasaron ya; más mérito tiene el movimiento litúrgico por haber vuelto a encontrar el tesoro escondido de la gracia, que por haber resucitado los antiguos textos y fórmulas litúrgicas. Con esto ha prestado a la Iglesia el mayor de los servicios.

Esto explica el por qué tantos sacerdotes dejan a un lado el movimiento litúrgico: no consiguen elevarse hasta la piedad y el ministerio de la gracia, ni conocen otro principio pastoral que el de no pecar y observar la ley de Dios. Cuando este principio es el único que priva en los sacerdotes, entonces la liturgia no se mira más que como un piadoso artificio, o, a lo más, como un medio educativo. Ni la misma misa tiene para ellos un valor supereminente. Una novena, una exposición del Santísimo, un Vía Crucis, les parece tiene tanto valor y ventaja...

Si queremos liturgizar nuestra vida pastoral, debemos poner en juego todos los resortes. Para esto, el párroco debe hacer de su parroquia una comunidad basada en la vida de la gracia: sólo entonces tendrán su valor la misa comunitaria y la comunión frecuente. La formación litúrgica, la misa de la comunidad parroquial y todas las demás iniciativas populares perderán su gran eficacia, tras un interés pasajero, si no están implantadas en el terreno de una formación fundada en la gracia divina. Sin esta formación la misa no será eficaz para el apostolado ni habrá renovación litúrgica. ¡Qué pocos sacerdotes predican sobre la gracia! Todo el ministerio, en el confesonario, en la iglesia, en el catecismo, en el púlpito, se limita al terreno de la formación, de los mandamientos, de la psicología y de la pedagogía. Rara vez se desliza algún rayo de luz sobrenatural y alguna alusión a la gracia. Ya no nos extraña esto por habernos formado todos de ese modo. 

El tratado "de gratia" en la teología dogmática, nos ha dado tan poca impresión de vida, que después hemos procurado no tocar semejantes ideas y verdades. También a mí me ha pasado esto y solamente estos últimos años me he dado cuenta de esta deficiencia... Al comenzar el Año Litúrgico me preguntaba sobre qué tema podría predicar en él. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que no había hablado mucho a mis feligreses de los sacramentos. Pero no quise abordar inmediatamente este tema, sin dar antes unas nociones sobre la gracia. Tengo la costumbre de acudir para todo a la sagrada Biblia. ¿Habla la Sagrada Escritura de la gracia? Creía que no iba a encontrar gran cosa, pues la misma palabra gracia se encuentra rara vez en la Sagrada Escritura. Sin embargo, pude ver que la Sagrada Escritura casi no habla de otra cosa. La gracia es la "buena nueva". Las parábolas del Reino de Dios, del Reino de los Cielos, nos hablan de la gracia; todo el Evangelio de San Juan tiene a la gracia y a la verdad como tema predominante. En los otros libros ocurre otro tanto; las Epístolas de San Pablo hablan exclusivamente de lo sobrenatural y de la gracia. Pude predicar a base de esto unas veinte pláticas sobre la gracia y luego otras tantas sobre los sacramentos. Este ciclo de sermones me ha enseñado más que todos mis demás estudios dogmáticos sobre la gracia.

3. Digamos algo sobre la vida espiritual del sacerdote. Si nosotros los sacerdotes no poseemos la gracia y si no estamos influenciados enteramente por ella, no llegaremos a guiar, como pastores que somos de las almas, a nuestros fieles a los pastos de la vida de la gracia ni haremos de ella el eje de nuestro ministerio. No podremos predicar sobre la gracia o, al menos, situar nuestra predicación en el terreno sobrenatural, si es que no estamos penetrados de ella. Hay que predicar aquello de lo que está lleno el corazón, de lo contrario seremos bronce que suena y campana que repica. No llegaremos a formar a los demás en la vida de la gracia si nosotros mismos no la llevamos en nuestro corazón convencidos de que es el mejor de los bienes. Y conste que no hablo aquí de los sacerdotes que viven en pecado, sino de aquellos en los que la conciencia de pecado se destaca fuertemente en el primer plano, mientras que la conciencia de la gracia languidece semiapagada. Empecemos nosotros formándonos. ¡Qué distintos serán entonces los sentimientos y pensamientos con que celebraremos el santo sacrificio de la misa! La Eucaristía será entonces el pan cotidiano de nuestra vida divina, el breviario no será un yugo pesado sino la conversación del hijo con el padre y el combate en pro de la vida de la gracia en nuestra parroquia. Igualmente, la Sagrada Escritura nos resultará como un mundo nuevo que nos hablará de lo sobrenatural. Entonces la alegría del vivir penetrará en nuestra vocación convencidos como estaremos de ser los hijos dichosos de Dios. Bien sabemos lo cargados que estamos de miserias y defectos como consecuencia del pecado original; no importa.

Solamente cuando nos mantenemos en el terreno de la moral es cuando podemos desanimarnos ante nuestra falta de progreso... Pero la gracia es más fuerte que el pecado original. "Donde abundó el pecado -escribió San Pablo -- sobreabundó la gracia" (Romanos. 5. 20). Antes de comenzar nuestra labor pastoral entre las almas practiquemos y vivamos la piedad de la gracia.


CAPÍTULO II
INTENSIVA O EXTENSIVAMENTE


En agricultura se emplean dos sistemas de cultivo: el intensivo y el extensivo. El primero trata de obtener con poco terreno un producto abundante empleando mucho dinero y trabajo; el segundo economiza el trabajo y el capital y se contenta con un rendimiento más escaso por hectárea. Ambos métodos se fundan en los gastos y en los resultados. Uno logra en intensidad lo que el otro en extensión; el primero dispone sólo de un terreno reducido y el otro de una gran superficie.

Nuestro Señor compara a su Iglesia con un campo que deben cultivar los pastores de las almas. Nada dice El de estos dos métodos de trabajo extensivo e intensivo, mas no por eso se nos prohibe aplicar este punto de comparación. En efecto, en ministerio o con más exactitud, en el ministerio pastoral la Iglesia ha habido y hay una explotación extensiva e intensiva. No hay más que dejar hablar a la historia eclesiástica. Cuando a los primeros cristianos se les exigía actos heroicos como el martirio, la renuncia al mundo y la severa disciplina penitencial, el cristianismo era más puro y perfecto. Pero cuando se incorporaron a la Iglesia los pueblos bárbaros y tuvo ésta que extender su campo de acción considerablemente, los sacerdotes con cura de almas debieron modificar su método de trabajo: se trabajó entonces extensivamente. De una sola vez se admitían en el seno de la Iglesia millares de personas y se bautizaban pueblos enteros. Con esto fue imposible a los misioneros dar a los nuevos cristianos una formación catequística a fondo: el ministerio se ejercía extensivamente.

En la época moderna podemos nosotros registrar una evolución semejante. Después de aquel cristianismo desa-brido del "siglo de las luces" y del josefinismo se comenzó en nuestro país una gran misión de renovación interior y se empezó de nuevo a atraer a los fieles a la Iglesia. Sin embargo, no se siguió el procedimiento del método intensivo. Se contentaban con un programa mínimo: cumplir con Pascua, con el precepto dominical y abstenerse de carne los viernes. El que cumplía todo esto era considerado como un buen cristiano. Se levantaron grandes iglesias, se lanzaron a la conquista de las masas y se creyó que el éxito había que buscarle en la organización... Se copiaron los métodos materialistas de los socialistas, se establecieron ficheros y se creyó que con esto se ejercía una gran influencia en amplios sectores. Mas pronto se percataron de que existía un procedimiento todavía mejor; la organización por sí sola no bastaba, y se dirigieron las miradas al organismo vivo de la Iglesia. Y esto... caló más hondo. Reconocieron que la Iglesia se basa esencialmente en la vida de la gracia, lo cual les indujo a crear la "parroquia viva". Los cristianos, efectivamente, no son fichas de archivo... sino miembros del Cuerpo Místico de la Iglesia que se manifiesta concretamente en la parroquia.

Hemos llegado con esto al punto en que podemos pasar del cultivo extensivo al intensivo. No es sola la fe la que nos hace cristianos, antes que ella se necesita la gracia. De este modo hemos dado con el hogar de la parroquia: la vida supone el alimento. La Sagrada Eucaristía es el hogar, y el altar el eje de toda la vida parroquial. De él ha de brotar la Iglesia, no tanto como organización, sino como un organismo vivo.

Estas son las ideas sobre las que trabajaba el ministerio pastoral antes de 1938. Fueron providenciales para los años de angustia que vinieron con la guerra en la que fracasaron todas las posibilidades exteriores de organización. Se mantuvo la posesión espiritual de la parroquia en torno al hogar eucarístico. Además se encontró el camino de las dos grandes fuentes de vida religiosa: la Biblia y la liturgia. Con estas armas lograron los cristianos austríacos mantenerse firmes durante sus siete años de persecución, demostrando con ello el maravilloso temple de esas armas. Es esta una lección que no debemos olvidar para el futuro: la Biblia y la liturgia han mantenido siempre a la Iglesia fuerte e invencible.

Por esos mismos caminos debemos orientar la labor intensiva de nuestro ministerio. Hay que reconocer que debemos dejar el programa mínimo por el máximo. Antes se intentaba la fe, ahora la gracia; antes la comunión pascual, hoy la comunión en cada misa; antes el mandamiento era oír misa entera, hoy se trata de participar activamente en la misa.

Una nueva reflexión nos ayudará a comprender mejor este nuevo método de trabajo pastoral. Antes se solía considerar a la Iglesia como una institución jurídica, como un monumento histórico y visible, por lo que se comprende que se la midiera por el número de sus miembros. Hoy día nos gusta más ver en la Iglesia al Cuerpo Místico de Cristo, y, por lo mismo, más la gracia que el número de los miembros. Estamos ya sobre otro terreno. Pero tal vez no hemos comprendido en toda su profundidad el misterio del Cuerpo Místico de Cristo.

Muchas veces nos hemos preguntado de dónde proceden esos poderosos progresos de la secularización en la Iglesia: los cristianos caminan hacia unas ideas y actuaciones cada vez más paganas. Semejante plaga se ha extendido hasta las parroquias más apartadas.

Quisiera dar una explicación que no todos la aceptarán precisamente por lo influenciados que estamos por el espíritu del siglo: el Cuerpo de la Iglesia se asemeja a un hombre desnutrido, exhausto, que no puede resistir enfermedad alguna. ¿Por qué este cuerpo de la Iglesia se encuentra desnutrido? Porque han sido muchos siglos los que ha estado privado del suficiente alimento de la gracia: la Eucaristía y la palabra divina. ¿No es lógico el que la Iglesia sufriera las consecuencias desastrosas del hecho de haber padecido la falta de calorías eucarísticas durante más de mil años? Cualquier organismo falto de calorías no puede sobrellevar tal estado sin que peligre su salud. De esto estoy tan persuadido que no cambiaría fácilmente de parecer. Esta es, pues, la razón principal de esa horrorosa secularización de la vida cristiana. Si procuramos devolver al Cuerpo de la Iglesia el alimento necesario entonces se irá curando poco a poco, desaparecerán los gérmenes infecciosos y volverá a su antigua robustez. Y con esto hemos llegado al punto cumbre: esta curación no se manifestará en la gran masa de los cristianos ni saldrá de ella, sino de las pequeñas minorías sanas y robustas. En otras palabras: esforcémonos por cultivar profundamente en cada parroquia esa minoría cristiana; trabajemos menos la superficie que el fondo, o por decirlo de otro modo, no olvidemos el cultivo intensivo por el extensivo.

Creo que esta concepción del apostolado representa un avance con respecto al ideal de 1938. Pero no podemos detenernos aquí. Por aquellos años se decía: necesitamos parroquias vivas. Hoy nuestro lema es: Trabajo intensivo con los miembros sanos y vivos del Cuerpo Místico. Hemos hallado con ello una nueva idea fundamental del ministerio cuyo alcance apenas podemos sospechar.

Fijémonos en el ministerio de Cristo. ¿De qué manera lo ejerció Nuestro Señor? Ciertamente quiso ser ante todo el Salvador de la humanidad y llamar al Reino de Dios a todos los hombres. Pero adoptó en seguida otro método pastoral. Predicaba al pueblo, pero sólo por medio de parábolas. Entretanto se escogió un grupo de hombres -los Apóstoles y discípulos- a los que quiso formar intensivamente. "A vosotros se os ha concedido conocer los misterios del Reino de Dios; a los demás sólo en parábolas" (San Lucas, 8, 10). Cada vez se iba quedando Cristo más aislado; eran solamente algunos íntimos los que permanecieron junto a El y a quienes formó para que fueran luego los fundamentos de su Iglesia universal. Los que estamos habituados a los métodos de organización modernos nos preguntamos extrañados: ¿No hubiera podido reunir el Señor en torno suyo un grupo mucho más grande? ¿No fue acaso mínimo el éxito de su ministerio? Con todo su poder taumaturgo y con toda su personalidad de Hombre-Dios, ¿no pudo reunir más que 120 testigos de su Ascensión y 500 discípulos en su última aparición en Galilea? Y sin embargo, como lo demostró después su obra, fue éste el método más acertado: así se llegó a fundar la Iglesia universal. Mientras la Iglesia mantuvo este sistema pastoral se dilató y se conservó sana en su interior. Las verdaderas reformas de la Iglesia no se han operado por psicosis masiva, sino por individualidades, siguiendo el proceso del "grano de mostaza" y del "fermento en la masa"...

Pero preguntará el párroco sorprendido: ¿Voy a dejar abandonada a sí misma toda la masa cristiana para dedicarme exclusivamente al cultivo de las almas selectas? No por cierto. El párroco es para todos los fieles y ha de hacerse todo para todos a fin de salvarlos a todos. Pero también debe hacerse todo para las almas más interiores. Examínese sobre este punto y verá que quizás tiene muy poco cuidado de esas almas.
El principio de la pastoral debe permanecer siempre inalterable, pero el ministerio pastoral nada tiene que ver con el igualitarismo. No deja de ser una ventaja el hecho de que la parroquia actual no se halle fragmentada en mil asociaciones, pero pregunto: ¿Se procura que los cristianos "esotéricos" encuentren en la parroquia su alimento correspondiente? ¿No se asemeja la parroquia a estos círculos concéntricos que se aprietan en torno a un hogar caliente y luminoso? Es preciso, pues, que la parroquia pueda ofrecer a los fieles que tienen más vida interior la alimentación necesaria. ¿Es esto un hecho? ¿No son estos cristianos verdaderos donantes de sangre para todo ese organismo sin sangre de la parroquia? Estos cristianos deben dar de lo que a ellos les sobra, y, de ese modo, contribuir a una nueva robustez y a un nuevo florecimiento de todo el cuerpo parroquial. Y ¿no son éstos muchas veces el rigor de las desdichas porque la predicación se dirige siempre a la asistencia media y la misa se celebra de modo que la puedan seguir la mayor cantidad posible de gente? ¿No debieran los sacerdotes esforzarse por trabajar de una manera más intensa la parcela del Reino de Dios a ellos confiada? Se debiera pensar en las posibilidades que tiene el sacerdote para la creación de una selección dentro de su parroquia. El ejemplo de Jesucristo nos muestra que no se logrará un éxito fácil, como sería el tener las iglesias llenas, sino que hay que trabajar a largo plazo; pero el verdadero éxito será seguro.


Nueva idea base del ministerio parroquial: intensificar el trabajo entre la selección.



CAPITULO III 
EL SENTIDO LITURGICO DE LA CASA DE DIOS


La casa de Dios es ante todo un lugar de servicio, es decir, un lugar en el que se reúnen los cristianos para celebrar los divinos oficios, para celebrar el santo sacrificio, para escuchar la divina palabra, para orar con toda la Iglesia y para recibir los sacramentos.

Es además la casa de Dios el símbolo, la personificación de una idea que debemos conocer antes de enfilar el objeto práctico y antes de interesarnos en la formación de una iglesia. ¿Cuál es esa idea? La casa de Dios representa la unión mística de Cristo con su Iglesia. Es esto lo que hace de la Iglesia (quiero decir de la ecclesia) una Iglesia, es decir, lo que hace crecer en Cristo a la comunidad de los fieles, lo que la hace vivir en Cristo, enraizarse en El y lo que hace que la casa de Dios sea la representación visible de Cristo; en una palabra: la Iglesia es Cristo.

Tres son las parábolas bíblicas que nos hablan de la Iglesia en este sentido. En la primera es Cristo mismo el que habla: "Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en Mí y Yo en él, ése da mucho fruto, porque sin Mí nada podéis hacer. El que no permanece en Mí, es echado fuera como el sarmiento y se seca" (San Juan, 15, 5-6). Así es la Iglesia. El sarmiento recibe su alimento de la vid, que es Cristo; de El recibe la savia y por El produce los frutos. No puede un sarmiento subsistir y prosperar por sí solo, su crecimiento depende de la vid: ésta es la figura de la Iglesia incorporada a Cristo.

La segunda figura, que se refiere al matrimonio, era ya conocida en el Antiguo Testamento, pero Jesucristo la ha dado un sentido más hondo. Cristo es el esposo, la Iglesia es la esposa; los dos forman un solo cuerpo. Cristo ama a su esposa, por ella ha dado su vida y su sangre, la alimenta y la cuida. La esposa vive de Cristo su esposo. También en esta figura aparece la Iglesia incorporada a Cristo.

San Pablo, fiel discípulo de su Maestro, nos da la tercera comparación que es la idea favorita de su teología: la Iglesia cuerpo de Cristo. Cristo es la cabeza, la Iglesia el cuerpo, los cristianos los miembros. Estos han de estar unidos al cuerpo, de lo contrario perecerían; los miembros desempeñan diversas funciones, pero todos sirven al cuerpo. El más insignificante de ellos desempeña su papel en el cuerpo: otra vez tenemos aquí la figura de la Iglesia unida a Cristo.

Estas tres comparaciones las vemos expresadas en las piedras del edificio del templo que no es sino una representación de la Iglesia unida a Cristo. La casa de Dios tiene todavía otro significado: por la consagración Dios establece su presencia y sus gracias en esta Iglesia; la Iglesia es el tabernáculo de Dios en medio de los hombres. Pero el simbolismo más hondo de una iglesia católica es el de Cristo que, desde el altar, alimenta, edifica y guía hasta el cielo a su comunidad.

De esta idea fluyen tres consecuencias que son de una importancia enorme para el moderno arte cristiano.

1. Cristo constituye en la iglesia el centro dominante. Podría alguno objetar que esto ya era un hecho en nuestras antiguas iglesias. Cristo era desde el sagrario el "Rey callado" y, al mismo tiempo, el "prisionero de amor...", ideas que alcanzaban su máxima expresión en aquellos templos en que, desde el trono de exposición, dominaba a los fieles... No. No es esto lo que queremos decir. Esta manera de enfocar la cuestión excluye el significado esencial de la Sagrada Eucaristía. La Eucaristía es, ante todo, el sacrificio, continuación y reproducción del sacrificio de Cristo; debe ser un alimento sacrificial que nutra nuestra vida sobrenatural. Que la Sagrada Eucaristía sea ante todo un objeto de adoración y la continuación de la presencia de Jesús en nuestros templos, no aparece por ningún lado como fin de la institución de la misma ni en la Sagrada Escritura ni en la tradición eclesiástica primitiva. Este aspecto de la Eucaristía que sólo apareció en la Iglesia a partir de la edad media, no puede ser considerado como el predominante. Con otras palabras: ni el trono de exposición, ni el sagrario son el centro de la Iglesia. El verdadero centro lo constituye sólo y exclusivamente el altar como mesa de sacrificio, no el retablo con todas sus complicaciones... He ahí la novedad, la revolución que el mordimiento litúrgico impone al arte cristiano: la nueva forma del altar.

¿Qué es el altar según el espíritu de la liturgia? Es el lugar sobre el que se ofrece el sacrificio redentor. Es todavía más, es el símbolo del Rey divino, Cristo, el símbolo en el verdadero sentido de los antiguos, un símbolo lleno de realidad que encierra a la realidad misma. Al altar se le honra como al mismo Cristo.

De esta manera comprendemos por qué el altar debe ocupar en el templo el lugar preferente en cuanto mesa del sacrificio. El moderno arte cristiano deberá hacer desaparecer los accesorios del altar y poner más de relieve lo esencial. En la medida en que la Eucaristía fue perdiendo su carácter sacrificial y de alimento, en esa misma medida fue desdibujándose el altar como lugar del sacrificio de la comunidad.
En la Iglesia primitiva era sencillamente eso: la mesa del sacrificio. En la edad media el altar se convierte en un verdadero monumento, cambia de orientación y se le retira hacia el muro. Al aparecer el barroco los retablos adquieren proporciones gigantescas, la mesa del altar desaparece casi completamente. Aparte de esto se multiplican los altares dentro de las iglesias, distrayendo la atención y la dignidad del altar mayor. Las iglesias quedan de esta manera descentradas por no haber acertado a poner en el puesto que le corresponde al sacrificio de Cristo. Por eso las iglesias modernas deben concebirse partiendo del altar, ya que no son más que su marco y su envoltura.

El ideal es, pues, un solo altar situado en medio de la iglesia, y, en cuanto sea posible, sin aditamentos inútiles. Los altares laterales han de ser los menos posibles y situados de tal modo que no resten preeminencia al altar mayor. La iglesia debe volver a ser el escenario del sacrificio de la misa.

2. La Iglesia en Cristo. La segunda consecuencia se refiere a la Iglesia, a la ecclesia. La íntima relación de la iglesia -edificio-- con la Iglesia -sociedad de los cristianos- se revela ya en el empleo de la misma palabra para las dos acepciones. El edificio -la casa de Dioses el marco; lo que encierra -la parroquia- es lo esencial. Pero la Iglesia no adquiere su verdadera realidad sino en la parroquia reunida en la casa de Dios. Ahí, dentro del templo, es donde se encuentra la Iglesia. Ahí se manifiesta con más intensidad la vida de nuestra Madre la Iglesia. Si el templo es una figura de la Iglesia, de la Iglesia que vive la vida de Cristo y que está enraizada en Cristo, debe ser esencialmente una casa familiar y un lugar de reuniones de primer orden. Una Iglesia no está para servir a la devoción privada de un individuo, sino para congregar a todos los fieles cristianos y para hacer de todos ellos la Iglesia. Por eso una iglesia ha de ser un lugar de reunión confortable y no un cobijo para reunión de masas; una sala familiar íntima que aun exteriormente tenga un efecto agradable, con calefacción, con bancos cómodos y adornada con tapicerías, etc. Todo lo que sea de devoción privada, imágenes, estatuas, Vía Crucis, altar de la Virgen, deben colocarse en sus propias capillas de modo que no resten importancia a la gran acción litúrgica de la comunidad.

De la misma manera que la comunidad debe estar orientada hacia Cristo, el altar debe también ocupar el

centro de la asamblea. Con esto tocamos el punto de las nuevas disposiciones con respecto al altar. El altar no debe estar retirado en el muro del ábside, sino que su sitio es en medio de los fieles para que éstos sean otra vez los "circunstantes". Debe estar de cara al pueblo, o sea, que el sacerdote no debe dar las espaldas a los fieles, sino celebrar el santo sacrificio mirando a la asamblea. Es éste un postulado de la participación activa del pueblo en la santa misa.

En este punto vamos en contra de costumbres que han adquirido un derecho centenario. Nos damos perfecta cuenta de la resistencia que va a encontrar esta revolución en la jerarquía eclesiástica y en el clero. Sin embargo. esta vuelta a lo antiguo se impone. La legislación eclesiástica no está en contra nuestra.

El altar vuelto hacia el pueblo crea otro problema: el de la guarda de la Sagrada Eucaristía y colocación del sagrario. En este punto la historia presenta diversas soluciones. Al principio se guardaba la Eucaristía en la sacristía en una caja; luego se la puso suspendida sobre el altar dentro de una cápsula (paloma eucarística). Más tarde se adoptó el sagrario mural que se convirtió en la Edad Media en una especie de armario-sagrario. La colocación del sagrario sobre el altar tuvo origen en Inglaterra en el siglo XV, costumbre que prevaleció luego en toda la Iglesia por obra de San Carlos Borromeo. En Alemania persistió, sin embargo, el sagrario mural hasta el siglo XVIII, y en otros países incluso hasta el XIX. Esto, no obstante, el tabernáculo fijo al altar no fue prescrito canónicamente hasta 1863 y no apareció esta prescripción en el Codex juris canonici hasta el año 1918. Efectivamente, los cánones 1268 y 1269 prescriben que la Sagrada Eucaristía se guarde en un sagrario colocado sobre el altar y ordinariamente en el altar mayor. Con todo, el tenor de esta disposición da margen a excepciones, puesto que dice que "la Eucaristía debe guardarse... ordinariamente en el altar mayor, a menos que haya otro sitio más a propósito y digno para la veneración y culto de tan santo sacramento".

Parece, pues, que con está decisión no pretende la Iglesia de un modo absoluto que se tenga el sagrario en el altar mayor, sino que da margen a cierta evolución razonable. En consecuencia, nos atrevemos a proponer que el sagrario del altar mayor se traslade a su altar especial dedicado al Santísimo Sacramento, o junto al muro, al lado, o detrás del altar mayor.

3. Nos queda aún por tratar una de las ideas fundamentales del movimiento litúrgico y sacar de ella las consecuencias necesarias para la construcción de las iglesias: la participación activa del pueblo en la sagrada liturgia.

El sacerdote pagano entraba en el templo solo y ofrecía el sacrificio en nombre del pueblo. Esto mismo, al menos en parte, sucedía en el Antiguo Testamento. No ocurre lo mismo en nuestra Iglesia. Sin duda Jesucristo ha instituido su sacerdocio particular, pero éste tiene por misión simplemente el dispensar los divinos misterios y preparar el sacrificio por medio de la consagración, es el pueblo cristiano el que completa y enteramente toma parte en el sacrificio. No hay más que un sacrificador, Cristo; pero El hace que toda la Iglesia y todos sus miembros tomen parte en su sacerdocio. El cuerpo de un sacerdote es un cuerpo sacerdotal, y sus manos son manos sacerdotales. El sacerdocio universal de los fieles fluye del dogma del Cuerpo Místico de Cristo. Consecuencia práctica de todo esto es la participación activa de los cristianos en la liturgia, sobre todo en la santa misa.

La liturgia es un drama sacro en el que toman parte todos los fieles. Los sacerdotes y arquitectos deben tener en cuenta esta nueva concepción. El sacerdote ha de educar litúrgicamente a sus fieles con miras a una participación más activa y crear una schola que se encargue de los cantos litúrgicos. Todo esto supone ciertos cambios de orden material: los cantores, en vez de cantar desde el coro alto, deben hacerlo junto al altar, ya que son actores principales del drama litúrgico. Su misión es conducir y animar el canto de los asistentes. Hoy día todavía son muchos los coros polifónicos que no dejan tomar parte a los fieles en las piezas litúrgicas. La nueva schola, nacida al calor del movimiento litúrgico, formada por jóvenes vestidos litúrgicamente, deberá cumplir con dignidad su honroso cargo delante del altar. Por tanto deberá también descender el órgano de las alturas... y situarse junto al altar.

La predicación, a su vez, debe formar parte de la liturgia de la misa y estar unida al sacrificio. Antiguamente el obispo predicaba desde su trono; más tarde se puso un ambón en los extremos de la barandilla del altar. Finalmente se colocó el púlpito en la nave y, con frecuencia, muy alto. El moderno arte litúrgico ha vuelto al ambón junto al altar, y son muchas las iglesias que tienen dos ambones para las lecturas litúrgicas y para la predicación.

La colocación de los asistentes dentro de la iglesia debe ser objeto de un atento estudio, teniendo en cuenta que debe estar en estrecha relación con el altar.

Del mismo modo que el cuerpo tiene diversos miembros y que éstos están armoniosamente unidos al cuerpo, así también los fieles deben ser distribuidos en el interior de la iglesia de manera análoga. En nuestra iglesia de Santa Gertrudis, de Klosterneubourg, los fieles están distribuidos jerárquicamente como en la primitiva iglesia. Tenemos un atrium para los catecúmenos y para los penitentes, una parte para los cristianos completos y otra para el clero; en el centro de la iglesia el lugar destinado al sacrificio de la misa y delante del atar el destinado a los cantores. En la entrada el baptisterio. En el atrium la pila de agua bendita; pueden también colocarse los confesonarios. En la nave hay sillas para los hombres y para las mujeres. Los niños se colocan en bancos especiales delante. El clero tiene sus sitiales detrás del altar. Pero el altar ocupa el centro de toda la iglesia, como punto culminante de todo el edificio.

De lo que se deduce que el sentido litúrgico lleva consigo una completa renovación del arte cristiano, tanto en lo que se refiere a la construcción misma del edificio como a su distribución interior.

 

CAPÍTULO IV
LA LITÚRGIA Y LA MÚSICA RELIGIOSA


¿Cuál es la postura del movimiento litúrgico frente a la música religiosa actual, y qué exige ese movimiento a los directores de coros y organistas? Quiero desde ahora advertir que mis teorías no les han de agradar y que espero encontrar resistencia. Con todo, mi opinión es que las divergencias de criterio, cuando se exponen con objetividad, contribuyen a la búsqueda del verdadero camino y ayudan a hacer luz y a encontrar la solución del problema. Obligan a reflexionar, a cambiar o a reafirmarse en sus decisiones.

Para aclarar los términos quiero, antes que nada, establecer la distinción entre movimiento litúrgico y movimiento litúrgico popular.

La liturgia es el culto oficial de la Iglesia. El movimiento litúrgico trata de cultivar de nuevo este culto oficial de la Iglesia. A partir de la Edad Media fue decayendo la vitalidad de la liturgia más y más; aunque se siguió practicando de una manera oficial en la Iglesia, ni los sacerdotes ni los fieles comprendían su significado, ni su contenido, ni su poder vivificador. Nada de extraño, pues, que se la fuera descuidando cada día más.

Paralelamente el culto no litúrgico fue desarrollándose cada vez más en sus dos formas de piedad privada subjetiva y de devoción popular. El movimiento litúrgico enseña a todos los católicos a mejor apreciar los tesoros encerrados en la liturgia. La misa para el movimiento litúrgico es el sacrificio, y no una devoción más o un rato pasado piadosamente y en el que puede uno entregarse a piadosas meditaciones y a gozar del arte. Los cristianos, merced al movimiento litúrgico, gustan de seguir el des-arrollo litúrgico de la misa con su misal, reconocen el sentido y el valor educativo del Año Litúrgico, y se familiarizan y valoran el breviario, libro de oraciones de la Iglesia, y los sacramentos, fuentes de la vida divina. En una palabra, un mundo nuevo se abre ante los ojos de muchos. Todo aquello que hace ya tiempo se venía mirando como un fárrago trasnochado de ceremonias y de fórmulas oracionales, vuelve nuevamente a ser vida y a tener su genuino sentido.

De todas estas oraciones añejas ha surgido un espíritu nuevo, el espíritu y la piedad de la primitiva Iglesia, sus-ceptibles de ejercer en nuestra piedad una influencia fecundísima. Este ha sido el resultado benéfico del movimiento litúrgico que no es, de ningún modo, un artículo de moda pasajero, sino que está llamado a ejercer un influjo definitivo y aun revolucionario en los próximos tiempos.

El movimiento litúrgico popular constituye una modalidad particular dentro del gran movimiento litúrgico; se propone idénticos fines, pero insiste de un modo especial en el papel que al pueblo toca desempeñar en la acción litúrgica.

¿Cuál es ese papel que ha de ejercer el pueblo en la liturgia? No es la liturgia católica una liturgia exclusiva-mente sacerdotal: no es únicamente el sacerdote quien tiene derechos y deberes en el terreno de la liturgia; éste es, simplemente, el guía litúrgico; el mistagogo. Todos los fieles son capaces y tienen a su cargo el ejercicio de la liturgia. El movimiento litúrgico popular, pues, ha establecido como uno de sus principios más importantes la siguiente afirmación: LOS FIELES DEBEN PARTICIPAR DE UNA MANERA ACTIVA EN LA LITURGIA, en la medida, naturalmente, que ésta se lo permita.

Entre los diversos medios de participación activa, procesiones, ofrendas, sagrada comunión, oración colectiva, el más importante es el canto, pero el canto de toda la comunidad y no de un "solo".

El canto es un medio esencial de la participación ac-tiva. Al coro de cantores toca el dirigir y asumir con ello el principal papel activo. Característico en la primitiva Iglesia era el emplazamiento de la "schola" entre el altar y el pueblo, servía de puente entre el pueblo y el clero y llevaba la iniciativa en el canto.

Si examinamos un poco la historia veremos que la "schola" fue infiel a su finalidad de educadora y conductora del pueblo, y que cometió, por decirlo así (hablo en sentido figurado), dos pecados, uno venial y otro mortal. El venial lo cometió ya en el siglo VII durante el período clásico de la liturgia. La "schola" comenzó a ejecutar piezas cada vez más melismáticas y, por ende, difíciles, con lo cual el pueblo no pudo ya unirse a esos cantos. La "schola" se reservó las piezas variables y los fieles se convirtieron automáticamente en meros oyentes. El arte del canto se fue imponiendo en la liturgia romana, abriendo paso a su evolución ulterior. El golpe cayó de rechazo en la participación activa del pueblo, aunque la "schola" continuó dándose cuenta de su papel de directora del canto litúrgico y, como tal, conservó su clásico puesto tradicional delante del altar y siguió dirigiendo los cantos que aún eran del dominio de los fieles. A estos avances de la "schola" los llamo yo por analogía pecado venial, porque no llegaban a afectar a la participación activa.

Sin embargo, quedaba lanzada la primera semilla del aislamiento del pueblo y aún hoy estamos sufriendo las ' consecuencias, realmente funestas. Esas melodías gregorianas complicadas y melismáticas que recogieron nuestros actuales libros de coro resultan tan difíciles que sólo pueden cantarlas algún grupo selecto de seglares y unos pocos coros monásticos. Poseemos un repertorio gregoriano que, por lo que se refiere al propio, es prácticamente inasequible para un noventa y nueve por ciento de nuestras parroquias. He aquí una dificultad que han tenido muy poco en cuenta los representantes profesionales del movimiento musical.

A partir del siglo XVII los cantores cometieron ya el "pecado mortal" contra la participación activa del pueblo. Se alejaron del altar y se situaron en un rincón del templo atribuyéndose el monopolio del canto. Excluyeron consciente y sistemáticamente del canto al pueblo, se instalaron en la tribuna del órgano -como en un escenario de con-cierto- y no vivieron más que para el arte, desentendiéndose más o menos de la asamblea. Allí, en medio de la iglesia, estaban sentados los pobres fieles...; los cantores detrás ejecutaban su programa; en el altar el sacerdote, de espaldas a los fieles y con frecuencia muy lejos de la nave, celebraba los divinos misterios. La asistencia, de acuerdo con sus disposiciones religiosas, podía edificarse o entregarse simplemente al goce artístico. Tales fueron las ventajas de la música religiosa polifónica.

Cualquiera que esté al corriente de la situación sabe muy bien cuán poco ha salido ganando en el aspecto religioso la "schola" en estas circunstancias. Con mucha frecuencia no es el espíritu religioso de participación en el santo sacrificio el que reina en la tribuna del coro. Si los cantores estuvieran en la nave no se portarían, sin duda, con tanta despreocupación como arriba en el coro... Por regla general en las actuales corales se juntan elementos de idéntica tendencia artística que no se encuentran catalogados necesariamente, salvo honrosas excepciones, entre los más fervorosos católicos.

He exagerado intencionadamente la situación para acentuar más el contraste. Hay naturalmente casos en que la situación es bastante mejor que la que yo he descrito.
Vamos ahora a los resultados prácticos. De modo ge-neral podemos decir que hay que volver de nuevo al ca-mino que hemos abandonado. Voy a exponer tres principios que resumen el ideal del movimiento litúrgico popular:

1.° La música polifónica actual, en la que el pueblo no puede tomar parte y en la que la "schola" canta sus piezas al final de la nave, no tiene cabida en una iglesia que quiere adoptar la renovación litúrgica. No queremos decir con esto que la polifonía ha de descartarse del culto litúrgico ni que la "schola" deba desaparecer. Precisamente se trata de abrir camino a la composición de nuevas misas en las que se buscase una armoniosa unión del canto artístico con el popular. Creo que la coral puede cantar ciertas partes polifónicas alternando con el canto popular. Lo que no admito de ninguna manera es el que la "schola" se atribuya el monopolio del canto.

La finalidad del canto litúrgico no es el cultivar el gran arte, ni siquiera edificar a los oyentes, sino hacer que el pueblo participe en el santo sacrificio. El arte debe ser un humilde servidor de la Iglesia, sin querer absorberlo todo egoístamente. El santo sacrificio de la misa es eso: un sacrificio, y no un acto edificante. El sentido literal de la palabra sacrificio indica ya una función ejecutada con sacrificio y con esfuerzo.

La coral no es cosa superflua en una parroquia que tiene espíritu litúrgico; es una parte importantísima de la comunidad agrupada en torno del altar. Pero esa "schola" tiene que ser muy distinta de la actual: una "schola" que cante junto al altar, pero no sólo materialmente, sino en espíritu y en verdad. Este tipo de "schola" debe estar integrada por los mejores elementos de la parroquia, para que pueda cantar dignamente las divinas alabanzas en nombre de toda la comunidad parroquial.

2.° Si la coral quiere cultivar la gran música de Iglesia, tiene aún un vasto campo de acción con sólo volver al punto de donde partió el avance de la "schola": debe cantar con fervor el canto litúrgico. Ahí está el arte y la belleza verdaderas.

En cuanto los cantores estén ya familiarizados con el canto coral surgirá un nuevo espíritu y desaparecerán in-mediatamente del canto de la Iglesia muchos defectos que se han introducido, los cantores no se quedarán atrás en la tribuna y habrá preocupación de buscar cantores con verdaderos sentimientos religiosos. No se crea ni se diga que el pueblo no aprecia el canto coral: eduquemos y enseñemos al pueblo a escuchar y a cantar el buen canto. Por supuesto que la labor tiene que ser gradual y no hay que pensar que todo se va a hacer de la noche a la mañana.

3.° De lo dicho en el principio anterior se desprende que el movimiento de renovación litúrgica no deja inactivo al director de la coral. Aquí, en el tercero, se refuerza esta afirmación. Tanto los directores como los organistas deben ser los educadores del pueblo en lo referente al canto litúrgico. Con esto se les abren horizontes y perspectivas completamente nuevas.

¿En qué estado se encuentra muchas veces hoy el canto del pueblo en la iglesia? Los directores de coral y las mismas corales van generalmente a la misa para el gran arte... Lo que pasa en la iglesia no les interesa; lejos de eso no tienen más que una mirada despectiva para lo que canta el pueblo...

Hagamos un poco de estadística: en las grandes parroquias de las ciudades los domingos suele haber, por término medio, unas ocho misas, de las cuales sólo una es cantada y no la más frecuentada. El resto de la semana es raro el oficio cantado por la coral, sin contar los demás oficios en los que la coral casi nunca toma parte. Por con-siguiente, ¡cuán poco contribuye hoy la coral al culto y qué contacto más débil tiene con la parroquia!

Valdría la pena que el director de la coral tomara en serio el problema del canto de la parroquia y le diera una nueva orientación. La labor sería inmensa. Comience con los jóvenes cultivando el canto popular. Podría surgir con esto todo un movimiento. No olvide, sin embargo, el director que debe contar siempre con el clero de la parroquia. Cada semana debería entrevistarse con el párroco para puntualizar el programa de los cantos según el ciclo litúrgico.
Sería preciso el tener ensayos en la iglesia o en un salón de la parroquia. El sacerdote puede explicar el canto a modo de homilía, lo cantan primero los cantores y luego lo repiten todos. De este modo en poco tiempo se irá enriqueciendo el repertorio de cantos para los fieles. El director de la coral ha de ser amplio en la apreciación del canto religioso. Actualmente se vuelven a apreciar las costumbres y los cantos populares. Es preciso que el artista se haga cargo de esta nueva situación.

Una palabra todavía: el movimiento litúrgico popular trata de encontrar nuevas formas de participación en la misa ante las cuales no deben permanecer indiferentes tan-to los directores de corales como los organistas. La misa dialogada y con cantos es una fórmula que justifica para el futuro las más bellas esperanzas. Ofrece ésta posibilidades a propósito para interesar tanto a los cantores como al pueblo. El director de la coral debería familiarizarse con estas nuevas fórmulas y posibilidades y saber dirigirlas. Por desgracia no siempre sucede así hoy. Los organistas y los directores de corales se sienten muchas veces incapaces de comprender y solos ante estas novedades... Los compositores de música religiosa podrían también ejercitar sus facultades creadoras escribiendo piezas nuevas para las misas dialogadas con cantos.

Al director de la coral, por su parte, le falta aún por cumplir un cometido importante, el de formar un coro de niños o de muchachos. Este coro ha de constituir el núcleo del nuevo canto de la iglesia.

Se comprende que no piensen de este modo los músicos de iglesia profesionales. Mas, desde el momento que se adopta el punto de vista del movimiento litúrgico, no es posible discutir las consecuencias de esta doctrina.

Sin embargo, manteniéndome firme en los principios, comprendo que debo ser comprensivo en la manera de aplicarles. Hay que ir avanzando por pasos sin desligarse de lo bueno que todavía exista; no demos al traste con las cosas viejas mientras no tengamos otras mejores con que sustituirlas. Trabajando con paciencia y tenacidad conseguiremos el ideal del renacimiento litúrgico popular.


CAPÍTULO V
LAS DEVOCIONES POPULARES


Todos estamos de acuerdo en que los ejercicios de piedad de la tarde son una parte esencial de las actuales funciones parroquiales. Y, por otra parte, es igualmente evidente que necesitan una reforma. Muchas veces la forma habitual y tradicional de estas funciones no resulta lo bastante atrayente para el hombre moderno. Los domingos por la tarde, con frecuencia también los sábados, y en algunos meses como mayo, junio y octubre todos los días, tienen lugar los ejercicios de piedad. La exposición y bendición con Su Divina Majestad constituye una parte esencial de estas funciones. 

En todos estos ejercicios de piedad entran la exposición y la bendición del Santísimo, lo mismo se trate del mes de las flores, de un ejercicio piadoso en honor de un santo o de una oración en favor de las benditas ánimas. Estos ejercicios se componen generalmente de una oración las más de las veces de letanías, después se canta alguna pieza alusiva a la Eucaristía o al santo. Con frecuencia a estos ejercicios se añade una plática o sermón. En algunas partes incluso se suelen cantar las vísperas en latín. Ahora bien, aunque es cierto que la asistencia a esta clase de cultos piadosos es cada vez más escasa, sobre todo en las ciudades, con todo eso hay que reconocer que existe en los fieles una especie de necesidad de algún ejercicio piadoso por la tarde. 

Si nos preguntamos cuál es el origen de las devociones populares, tendríamos que responder que sus orígenes se remontan a los primeros siglos cristianos. Ya el libro de los Hechos de los Apóstoles nos dice que los primeros fieles practicaban un doble culto divino: el culto eucarístico y el culto de la oración. Este último lo practicaban primitivamente juntamente con los judíos. Todos sabemos que este culto dio origen a la ante-misa. Más tarde los cristianos rezaban fuera de la misa y en común la oración de la mañana y la de la tarde que sólo omitían en tiempos de persecución. Mas desde que el cristianismo hubo salido de las catacumbas, la comunidad de los fieles volvió a practicar la oración de la mañana y la de la tarde.

La noche precedente a los domingos y fiestas celebraban la vigilia, ejercicio compuesto de lecturas y oraciones, como nuestros actuales maitines. Pero cuando el oficio divino en la Edad Media se hizo incomprensible para el pueblo convirtiéndose en monopolio del clero, fue necesario crear algo acomodado a los fieles: los ejercicios populares de piedad. En la Edad Media estos últimos conservaban el dramatismo de la liturgia y con frecuencia estaban íntimamente unidos a ella. A partir de la contra-reforma estas devociones tomaron un cariz eucarístico con la exposición y bendición del Santísimo. Más tarde perdieron su carácter vivo y su unión con el Año Litúrgico y quedaron meros actos de adoración. Es la situación actual.

Podemos formular dos objetivos preliminares para la renovación de nuestros ejercicios de piedad: l.° liberar esos ejercicios de devoción popular de la hasta ahora de-masiada exclusiva dependencia del culto eucarístico, con lo cual obtendremos una gran libertad de movimiento y una gran vitalidad en estos ejercicios, y 2.° encuadrar esas devociones en el ciclo litúrgico.

Examinemos el modo cómo se celebran esos ejercicios piadosos. Es una cosa bien sencilla: se comienza exponiendo el Santísimo, se rezan luego ordinariamente letanías o una oración en común seguida de algunas otras recitadas por el sacerdote. Terminase todo con un canto y la bendición del Santísimo. Tal es, en términos generales, la forma de estos ejercicios piadosos.

En vista de que esta forma de piedad no resultaba satisfactoria en todos sus aspectos, ha sido reemplazada recientemente, bajo la influencia del movimiento litúrgico, por lo que hemos dado en llamar "ejercicios litúrgicos" que se caracterizan por los siguientes puntos: textos inspirados en las oraciones litúrgicas, ordinariamente del breviario, vinculación al Año Litúrgico, dramatismo y variedad. Llenan por lo mismo ampliamente las dos aspiraciones a que antes aludíamos.

El punto débil de estos ejercicios reside en su complejidad. Por una parte requieren que los fieles tengan textos disponibles a policopia o impresos en pequeños folletos distribuidos entre los asistentes. Además, muchas veces exigen demasiado del pueblo, que acostumbrado a la pasividad, no sabe qué hacer. Otra de las cosas que puede achacarse a estos "ejercicios litúrgicos" es su falta de forma y de plan regular. Creen algunos que basta juntar unos cuantos textos litúrgicos para obtener uno de estos ejercicios. Cualquier sacerdote joven se considera capacitado para esta labor. Y sucede que, si bien es de desear el que nuestra época salga de todos esos caminos trillados y vuelva a la actividad creadora, sin embargo, no deja de haber un peligro en esa profusión y abundancia de proyectos de ejercicios. Se impone, pues, una mayor vigilancia del estilo y del plan general. Muy pocos han sido los sacerdotes que se han dado cuenta de esto.

Recientemente el eminente liturgista Jungmann, jesuita, nos ha hecho un gran servicio al exponer claramente las leyes referentes a la forma de la oración litúrgica. Conocemos las leyes por las que debe regirse la composición litúrgica de un ejercicio de devoción popular. Cada ejercicio debe ser un oficio litúrgico, o, al menos, debe inspirarse en las leyes litúrgicas. 

Quisiera añadir, sin embargo, que el esquema trazado por el P. Jungmann no es el único y que existe otro. El plan que él propone está basado en la piedad objetiva de la antigua Iglesia; la piedad, en cambio, que parte del hombre procede de una manera algo distinta en la composición del oficio litúrgico. Pero lo principal es que hayamos reconocido los elementos que integran el oficio litúrgico y nos demos cuenta de que esos mismos elementos pueden utilizarse ventajosamente en nuestros ejercicios de piedad popular.

Según el P. Jungmann un oficio litúrgico se compone de los siguientes elementos: primeramente la palabra de Dios y después un responsorio que nos invita a meditar esa palabra divina. El hombre abre su corazón a Dios por la oración, la cual es primero oración de la comunidad y luego, para terminar, oración del liturgo.

Creo que este esquema sería una hermosa base y un modelo apropiado para los cultos de piedad populares. Daría a la vez estilo y forma, simplificaría su estructura y les ofrecería grandes posibilidades de variedad.

¿Cómo componer según este esquema un ejercicio de piedad popular? Yo no empezaría inmediatamente por la divina palabra, sino que, como lo hace la Iglesia, comenzaría con un introito o un invitatorio. Es preciso disponer el alma a recibir la palabra de Dios. Esto se puede lograr con un canto. Luego la palabra divina a base de un trozo bíblico. Pueden tenerse dos lecturas para obtener más vida y efecto dramático. Seguidamente sería oportuno un comentario o predicación sobre el texto sagrado. Entre las lecturas deberá cantarse una pieza. Viene luego un verdadero responsorio y un canto con varias estrofas que sean como el eco de la palabra divina. Con esto los fieles quedan ya dispuestos a la oración; oración que al principio será colectiva y que puede consistir en letanías u otras oraciones en las que todos tomen parte activa y que terminará con la oración del sacerdote.

Un esquema como éste ofrece un gran número de ventajas: 

1. Salimos, en primer lugar, de ese caos de las antiguas fórmulas de devoción; la nuestra tiene más profundas raíces en la sicología y en la liturgia.

2. Se tienen en cuenta los dos desiderata precedentes: sencillez y conexión con el ciclo litúrgico. Estos ejercicios litúrgicos los puede practicar el pueblo sin ensayos y hasta sin textos; por otra parte son innumerables las posibilidades de variedad en lo tocante a las lecturas, cantos y oraciones que pueden fácilmente enmarcarse en las ideas del Año Litúrgico.

3. El mismo sacerdote puede sin dificultad ejercitar sus facultades creadoras. Puede seleccionar las lecturas según las circunstancias, acomodar su predicación a los textos leídos, señalar los cantos y, por fin, escoger las oraciones. Puede también seleccionar lo bueno que encuentre en los libros corrientes de oraciones de la diócesis y de esta manera tendrá todos los días algo nuevo sin abandonar del todo lo conocido y familiar a sus fieles.

No hay duda de que todo esto requiere ciertas condiciones previas. La primera es el principio de actividad. Hay que sacar al pueblo de su somnolencia pasiva y hacerle ver su obligación de participar. Es además necesaria una "schola", un grupo de personas que lleve la iniciativa del canto y de las oraciones. No le sería difícil al párroco el agrupar con este fin de 10 a 20 personas de su parroquia, mayores o jóvenes, según las circunstancias. De este modo, el párroco debe irse formando un grupo de cooperadores con los que pueda preparar los ejercicios, ensayar los cantos y formarle, sobre todo, a base de conferencias bíblicas y religiosas. También es necesario un organista que guste del canto religioso, y, en cuanto sea posible, uno que entone los cantos e inicie las oraciones. Esto es imprescindible, pero basta y sobra. El párroco, el organista y el lector han de trabajar los tres juntos secundados por la "schola", con lo cual les será posible organizar un culto conforme al esquema antes trazado sin que los fieles dispongan de textos especiales.

Quiero aún poner de relieve algunas partes de esta forma de ejercicios: 

a) En nuestros ejercicios se ha introducido un elemento totalmente nuevo, pero muy importante y que había estado del todo olvidado: la lectura, o sea, la lectura de la Sagrada Escritura y su explicación. Nuestros cultos han venido siendo tan monótonos y soporíferos por estar compuestos sólo de oraciones, tanto más cuanto que la mayo-ría de las veces estas oraciones tenían lugar delante del Santísimo. De esta manera el pueblo volverá de nuevo a oír la Biblia, digo oír, sin necesidad de leer al mismo tiempo. Con esto volvemos a la tradición de la primitiva Iglesia, en la que se leía con gran frecuencia la divina palabra. Evidentemente hay que ir con mucho método presentando primero trozos fáciles de entender y explicaciones cortas. Resulta muy provechoso el añadir a cada ejercicio litúrgico una lectura bíblica. Esto contribuirá a poner de nuevo al alcance del pueblo la sagrada Biblia.

b) El segundo elemento es el canto. Entre nosotros los católicos el canto ha venido ocupando un lugar secundario. La coral lo estima muy poco por no pertenecer al gran arte... Además los cantos del Año Litúrgico no pueden desarrollarse completamente durante la misa porque no están adaptados a sus partes. Hasta ahora no había en ella lugar alguno para los cantos. Actualmente tienen ya su momento adecuado en los ejercicios piadosos. Hecha la lectura bíblica cantará el pueblo el responsorio con todas sus estrofas y no con una o dos, ya que el canto es una verdadera plegaria y un ejercicio de devoción. Pronto se verá la necesidad de disponer de un repertorio abundante y variado para todo el Año Litúrgico. Esta iniciativa es también propia de los cantores.

c) El tercer elemento es la oración de la comunidad, es decir, una oración a la que el pueblo responde con aclamaciones. Modelo de este tipo de oración son las letanías. Las hemos de utilizar. Pero también hay que buscar y encontrar otras fórmulas. A este propósito quisiera hablar aquí de una idea que vengo acariciando hace ya años. Siempre me ha dado pena que el pueblo conozca tan poco los salmos siendo, como son, las más sublimes plegarias de la Iglesia.

¿Por qué los salmos no se han hecho populares? 

Porque la manera de recitarlos con antífonas resulta demasiado complicada para el pueblo y porque necesitaría que los fieles tuvieran el texto entre sus manos. Hay que proceder de distinta manera.

Dos son los modos de salmodiar: a base de dos coros que reciten alternativamente los versículos. Es de notar que esta manera no estuvo nunca en uso entre el pueblo porque para ello se precisa un coro organizado como en los monasterios.
Pero hay otra manera de recitar los salmos: un "solo" recita los versículos mientras que el pueblo, después de cada uno de ellos, repite siempre la antífona: así se hacía en la primitiva Iglesia y yo la propongo como la oración de la comunidad parroquial. La ventaja estaría en que los fieles no necesitarían libros. Y así, poco a poco, irá echando raíces entre nuestros fieles un pequeño repertorio de hermosos salmos.

Un ejemplo: el salmo 22 es el salmo del Buen Pastor. Los fieles lo pueden entender perfectamente. El sacerdote o un lector, o bien la "schola", dice: "Es Yahvé mi pastor; nada me falta. Me pone en verdes pastos..." Los asistentes repiten el verso. Continúa el sacerdote o el lector diciendo el verso siguiente: "Me lleva a las frescas aguas: recrea mi alma". Los asistentes repiten el primer verso: "Es Yahvé mi pastor...". Y así hasta el Gloria Patri. De este modo el tesoro de los salmos y otras muchas hermosas oraciones dialogadas podrían quedar vinculadas a la oración popular.

d) La oración que el sacerdote pronuncia al final puede igualmente escogerse sin ninguna dificultad entre las oraciones litúrgicas.

e) Algo más todavía. En esta oración alternada entre el sacerdote y la asamblea cabe muy bien el papel de un intermedio, cual es el del cantor o lector. Este puede ayudar al sacerdote en muchas cosas. Podría, por ejemplo. pronunciar las aclamaciones que anuncian el tema de las lecturas o de los cantos. Estas aclamaciones darán a la oración nueva vida y más orden. Se necesita para estos ejercicios un atril colocado en mitad del templo y un reclinatorio entre el altar y el pueblo. El lector ha de situarse, rodeado del coro, en medio de la iglesia.

Me propongo componer un devocionario a base de es-tas sugerencias. Seré todo lo sencillo y lo más variado que pueda. No tendrán los fieles necesidad de más devocionario que el de la diócesis. No haré más que ofrecer los elementos; el sacerdote se encargará de disponerlos a su gusto. La parte principal la formarán las lecturas seguidas de un comentario que el sacerdote podrá leer, o, mejor, adaptar a su manera. De este modo, durante todo el año, podrá el párroco hacer fácilmente estos ejercicios a tenor de las fiestas y del ciclo litúrgico.




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