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La Renovación de la Parroquia por medio de la Liturgia

 

CAPÍTULO IV
LA LITURGIA Y LA MÚSICA RELIGIOSA

¿Cuál es la postura del movimiento litúrgico frente a la música religiosa actual, y qué exige ese movimiento a los directores de coros y organistas? Quiero desde ahora advertir que mis teorías no les han de agradar y que espero encontrar resistencia. Con todo, mi opinión es que las divergencias de criterio, cuando se exponen con objetividad, contribuyen a la búsqueda del verdadero camino y ayudan a hacer luz y a encontrar la solución del problema. Obligan a reflexionar, a cambiar o a reafirmarse en sus decisiones.

Para aclarar los términos quiero, antes que nada, establecer la distinción entre movimiento litúrgico y movimiento litúrgico popular.

La liturgia es el culto oficial de la Iglesia. El movi­miento litúrgico trata de cultivar de nuevo este culto ofi­cial de la Iglesia. A partir de la Edad Media fue decayendo la vitalidad de la liturgia más y más; aunque se siguió practicando de una manera oficial en la Iglesia, ni los sacerdotes ni los fieles comprendían su significado, ni su contenido, ni su poder vivificador. Nada de extraño, pues, que se la fuera descuidando cada día más.

Paralelamente el culto no litúrgico fue desarrollándose cada vez más en sus dos formas de piedad privada subjetiva y de devoción popular.  El movimiento litúrgico en­seña a todos los católicos a mejor apreciar los tesoros encerrados en la liturgia. La misa para el movimiento litúrgico es el sacrificio, y no una devoción más o un rato pasado piadosamente y en el que puede uno entregarse a piadosas meditaciones y a gozar del arte. Los cristianos, merced al movimiento litúrgico, gustan de seguir el des­arrollo litúrgico de la misa con su misal, reconocen el sentido y el valor educativo del Año Litúrgico, y se familiarizan y valoran el breviario, libro de oraciones de la Iglesia, y los sacramentos, fuentes de la vida divina. En una palabra, un mundo nuevo se abre ante los ojos de muchos. Todo aquello que hace ya tiempo se venía mirando como un fárrago trasnochado de ceremonias y de fórmulas oracionales, vuelve nuevamente a ser vida y a tener su genuino sentido.

De todas estas oraciones añejas ha surgido un espíritu nuevo, el espíritu y la piedad de la primitiva Iglesia, sus­ceptibles de ejercer en nuestra piedad una influencia fecundísima. Este ha sido el resultado benéfico del movimiento litúrgico que no es, de ningún modo, un artículo de moda pasajero, sino que está llamado a ejercer un influjo definitivo y aun revolucionario en los próximos tiempos.

El movimiento litúrgico popular constituye una moda­lidad particular dentro del gran movimiento litúrgico; se propone idénticos fines, pero insiste de un modo especial en el papel que al pueblo toca desempeñar en la acción litúrgica.

¿Cuál es ese papel que ha de ejercer el pueblo en la liturgia? No es la liturgia católica una liturgia exclusiva­mente sacerdotal: no es únicamente el sacerdote quien tie­ne derechos y deberes en el terreno de la liturgia; éste es, simplemente, el guía litúrgico; el mystagogo. Todos los fieles son capaces y tienen a su cargo el ejercicio de la liturgia. El movimiento litúrgico popular, pues, ha establecido como uno de sus principios más importantes la siguiente afirmación: LOS FIELES DEBEN PARTICIPAR DE UNA MANERA ACTIVA EN LA LITURGIA, en la medida, naturalmente, que ésta se lo permita.

Entre los diversos medios de participación activa, pro­cesiones, ofrendas, sagrada comunión, oración colectiva, el más importante es el canto, pero el canto de toda la comunidad y no de un «solo».

El canto es un medio esencial de la participación ac­tiva. Al coro de cantores toca el dirigir y asumir con ello el principal papel activo. Característico en la primitiva Iglesia era el emplazamiento de la «schola» entre el altar y el pueblo, servía de puente entre el pueblo y el clero y llevaba la iniciativa en el canto.

Si examinamos un poco la historia veremos que la «schola» fue infiel a su finalidad de educadora y conductora del pueblo, y que cometió, por decirlo así (hablo en sentido figurado), dos pecados, uno venial y otro mortal. El venial lo cometió ya en el siglo VII durante el período clásico de la liturgia. La «schola» comenzó a ejecutar piezas cada vez más melismáticas y, por ende, difíciles, con lo cual el pueblo no pudo ya unirse a esos cantos. La «schola» se reservó las piezas variables y los fieles se convirtieron automáticamente en meros oyentes. El arte del canto se fue imponiendo en la liturgia romana, abrien­do paso a su evolución ulterior. El golpe cayó de rechazo en la participación activa del pueblo, aunque la «schola» continuó dándose cuenta de su papel de directora del canto litúrgico y, como tal, conservó su clásico puesto tradi­cional delante del altar y siguió dirigiendo los cantos que aún eran del dominio de los fieles. A estos avances de la «schola» los llamo yo por analogía pecado venial, porque no llegaban a afectar a la participación activa.

Sin embargo, quedaba lanzada la primera semilla del aislamiento del pueblo y aún hoy estamos sufriendo las ' consecuencias, realmente funestas. Esas melodías gregorianas complicadas y melismáticas que recogieron nuestros actuales libros de coro resultan tan difíciles que sólo pue­den cantarlas algún grupo selecto de seglares y unos pocos coros monásticos. Poseemos un repertorio gregoriano que, por lo que se refiere al propio, es prácticamente inasequi­ble para un noventa  y nueve por ciento de nuestras parroquias. He aquí una dificultad que han tenido muy poco en cuenta los representantes profesionales del movimiento musical.

A partir del siglo XVII los cantores cometieron ya el «pecado mortal» contra la participación activa del pueblo. Se alejaron del altar y se situaron en un rincón del templo atribuyéndose el monopolio del canto. Excluyeron cons­ciente y sistemáticamente del canto al pueblo, se instalaron en la tribuna del órgano —como en un escenario de con­cierto— y no vivieron más que para el arte, desentendiéndose más o menos de la asamblea. Allí, en medio de la iglesia, estaban sentados los pobres fieles...; los cantores detrás ejecutaban su programa; en el altar el sacerdote, de espaldas a los fieles y con frecuencia muy lejos de la nave, celebraba los divinos misterios. La asistencia, de acuerdo con sus disposiciones religiosas, podía edificarse o entregarse simplemente al goce artístico. Tales fueron las ventajas de la música religiosa polifónica.

Cualquiera que esté al corriente de la situación sabe muy bien cuán poco ha salido ganando en el aspecto reli­gioso la «schola» en estas circunstancias. Con mucha frecuencia no es el espíritu religioso de participación en el santo sacrificio el que reina en la tribuna del coro. Si los cantores estuvieran en la nave no se portarían, sin duda, con tanta despreocupación como arriba en el coro... Por regla general en las actuales corales se juntan elementos de idéntica tendencia artística que no se encuentran catalogados necesariamente, salvo honrosas excepciones, entre los más fervorosos católicos.

He exagerado intencionadamente la situación para acen­tuar más el contraste. Hay naturalmente casos en que la situación es bastante mejor que la que yo he descrito.

Vamos ahora a los resultados prácticos. De modo general podemos decir que hay que volver de nuevo al ca­mino que hemos abandonado. Voy a exponer tres principios que resumen el ideal del movimiento litúrgico popular:

1.° La música polifónica actual, en la que el pueblo no puede tomar parte y en la que la «schola» canta sus piezas al final de la nave, no tiene cabida en una iglesia que quiere adoptar la renovación litúrgica. No queremos decir con esto que la polifonía ha de descartarse del culto litúrgico ni que la «schola» deba desaparecer. Precisa­mente se trata de abrir camino a la composición de nue­vas misas en las que se buscase una armoniosa unión del canto artístico con el popular. Creo que la coral puede cantar ciertas partes polifónicas alternando con el canto popular. Lo que no admito de ninguna manera es el que la «schola» se atribuya el monopolio del canto.

La finalidad del canto litúrgico no es el cultivar el gran arte, ni siquiera edificar a los oyentes, sino hacer que el pueblo participe en el santo sacrificio. El arte debe ser un humilde servidor de la Iglesia, sin querer absorberlo todo egoístamente. El santo sacrificio de la misa es eso: un sacrificio, y no un acto edificante. El sentido literal de la palabra sacrificio indica ya una función ejecutada con sacrificio y con esfuerzo.

La coral no es cosa superflua en una parroquia que tiene espíritu litúrgico; es una parte importantísima de la comunidad agrupada en torno del altar. Pero esa «schola» tiene que ser muy distinta de la actual: una «schola» que cante junto al altar, pero no sólo materialmente, sino en espíritu y en verdad. Este tipo de «schola» debe estar inte­grada por los mejores elementos de la parroquia, para que pueda cantar dignamente las divinas alabanzas en nombre de toda la comunidad parroquial.

2.° Si la coral quiere cultivar la gran música de Igle­sia, tiene aún un vasto campo de acción con sólo volver al punto de donde partió el avance de la «schola»: debe cantar con fervor el canto litúrgico. Ahí está el arte y la belleza verdaderas.

En cuanto los cantores estén ya familiarizados con el canto coral surgirá un nuevo espíritu y desaparecerán in­mediatamente del canto de la Iglesia muchos defectos que se han introducido, los cantores no se quedarán atrás en la tribuna y habrá preocupación de buscar cantores con verdaderos sentimientos religiosos. No se crea ni se diga que el pueblo no aprecia el canto coral: eduquemos y enseñemos al pueblo a escuchar y a cantar el buen canto. Por supuesto que la labor tiene que ser gradual y no hay que pensar que todo se va a hacer de la noche a la mañana.

3.° De lo dicho en el principio anterior se desprende que el movimiento de renovación litúrgica no deja inactivo al director de la coral. Aquí, en el tercero, se refuerza esta afirmación. Tanto los directores como los organistas deben ser los educadores del pueblo en lo referente al canto litúrgico. Con esto se les abren horizontes y perspectivas completamente nuevas.

¿En qué estado se encuentra muchas veces hoy el canto del pueblo en la iglesia? Los directores de coral y las mis­mas corales van generalmente a la misa para el gran arte... Lo que pasa en la iglesia no les interesa; lejos de eso no tienen más que una mirada despectiva para lo que canta el pueblo...

Hagamos un poco de estadística: en las grandes pa­rroquias de las ciudades los domingos suele haber, por término medio, unas ocho misas, de las cuales sólo una es cantada y no la más frecuentada. El resto de la semana es raro el oficio cantado por la coral, sin contar los demás oficios en los que la coral casi nunca toma parte. Por con­siguiente, ¡cuán poco contribuye hoy la coral al culto y qué contacto más débil tiene con la parroquia!

Valdría la pena que el director de la coral tomara en serio el problema del canto de la parroquia y le diera una nueva orientación. La labor sería inmensa. Comience con los jóvenes cultivando el canto popular. Podría surgir con esto todo un movimiento. No olvide, sin embargo, el director que debe contar siempre con el clero de la parro­quia. Cada semana debería entrevistarse con el párroco para puntualizar el programa de los cantos según el ciclo litúrgico.

Sería preciso el tener ensayos en la iglesia o en un salón de la parroquia.  El sacerdote puede explicar el canto a modo de homilía, lo cantan primero los cantores y luego lo repiten todos. De este modo en poco tiempo se irá enriqueciendo el repertorio de cantos para los fieles. El director de la coral ha de ser amplio en la apreciación del canto religioso. Actualmente se vuelven a apreciar las costumbres y los cantos populares. Es preciso que el artista se haga cargo de esta nueva situación.

Una palabra todavía: el movimiento litúrgico popular trata de encontrar nuevas formas de participación en la misa ante las cuales no deben permanecer indiferentes tan­to los directores de corales como los organistas. La misa dialogada y con cantos es una fórmula que justifica para el futuro las más bellas esperanzas. Ofrece ésta posibilidades a propósito para interesar tanto a los cantores como al pueblo. El director de la coral debería familiarizarse con estas nuevas fórmulas y posibilidades y saber dirigirlas. Por desgracia no siempre sucede así hoy. Los organistas y los directores de corales se sienten muchas veces incapaces de comprender y solos ante estas novedades... Los compositores de música religiosa podrían tam­bién ejercitar sus facultades creadoras escribiendo piezas nuevas para las misas dialogadas con cantos.

Al director de la coral, por su parte, le falta aún por cumplir un cometido importante, el de formar un coro de niños o de muchachos. Este coro ha de constituir el núcleo del nuevo canto de la iglesia.

Se comprende que no piensen de este modo los mú­sicos de iglesia profesionales. Mas, desde el momento que se adopta el punto de vista del movimiento litúrgico, no es posible discutir las consecuencias de esta doctrina.

Sin embargo, manteniéndome firme en los principios, comprendo que debo ser comprensivo en la manera de aplicarles. Hay que ir avanzando por pasos sin desligarse de lo bueno que todavía exista; no demos al traste con las cosas viejas mientras no tengamos otras mejores con que sustituirlas. Trabajando con paciencia y tenacidad conse­guiremos el ideal del renacimiento litúrgico popular.

 

 

CAPÍTULO V
LAS DEVOCIONES POPULARES

Todos estamos de acuerdo en que los ejercicios de piedad de la tarde son una parte esencial de las actuales funciones parroquiales. Y, por otra parte, es igualmente evidente que necesitan una reforma. Muchas veces la forma habitual y tradicional de estas funciones no resulta lo bastante atrayente para el hombre moderno. Los domingos por la tarde, con frecuencia también los sábados, y en algunos meses como mayo, junio y octubre todos los días, tienen lugar los ejercicios de piedad. La exposición y ben­dición con Su Divina Majestad constituye una parte esencial de estas funciones. En todos estos ejercicios de piedad entran la exposición y la bendición del Santísimo, lo mismo se trate del mes de las flores, de un ejercicio piadoso en honor de un santo o de una oración en favor de las bendi­tas ánimas. Estos ejercicios se componen generalmente de una oración las más de las veces de letanías, después se canta alguna pieza alusiva a la Eucaristía o al santo. Con frecuencia a estos ejercicios se añade una plática o sermón. En algunas partes incluso se suelen cantar las vísperas en latín. Ahora bien, aunque es cierto que la asistencia a esta clase de cultos piadosos es cada vez más escasa, sobre todo en las ciudades, con todo eso hay que reconocer que existe en los fieles una especie de necesidad de algún ejercicio piadoso por la tarde.

Si nos preguntamos cuál es el origen de las devociones populares, tendríamos que responder que sus orígenes se remontan a los primeros siglos cristianos. Ya el libro de los Hechos de los Apóstoles nos dice que los primeros fieles practicaban un doble culto divino: el culto eucarístico y el culto de la oración. Este último lo practicaban primitivamente juntamente con los judíos. Todos sabemos que este culto dio origen a la ante-misa. Más tarde los cristianos rezaban fuera de la misa y en común la oración de la mañana y la de la tarde que sólo omitían en tiempos de persecución. Mas desde que el cristianismo hubo salido de las catacumbas, la comunidad de los fieles volvió a practicar la oración de la mañana y la de la tarde. La noche precedente a los domingos y fiestas celebraban la vigilia, ejercicio compuesto de lecturas y oraciones, como nuestros actuales maitines. Pero cuando el oficio divino en la Edad Media se hizo incomprensible para el pueblo convirtiéndose en monopolio del clero, fue necesario crear algo acomodado a los fieles: los ejercicios populares de piedad. En la Edad Media estos últimos conservaban el dramatismo de la liturgia y con frecuencia estaban íntimamente unidos a ella. A partir de la contra-reforma estas devociones tomaron un cariz eucarístico con la exposición y bendición del Santísimo. Más tarde perdieron su carác­ter vivo y su unión con el Año Litúrgico y quedaron me­ros actos de adoración. Es la situación actual.

Podemos formular dos objetivos preliminares para la renovación de nuestros ejercicios de piedad: l.° liberar esos ejercicios de devoción popular de la hasta ahora demasiada exclusiva dependencia del culto eucarístico, con lo cual obtendremos una gran libertad de movimiento y una gran vitalidad en estos ejercicios, y 2.° encuadrar esas devociones en el ciclo litúrgico.

Examinemos el modo cómo se celebran esos ejercicios piadosos. Es una cosa bien sencilla: se comienza  exponiendo el Santísimo, se rezan luego ordinariamente leta­nías o una oración en común seguida de algunas otras recitadas por el sacerdote. Terminase todo con un canto y la bendición del Santísimo. Tal es, en términos generales, la forma de estos ejercicios piadosos.

En vista de que esta forma de piedad no resultaba satisfactoria en todos sus aspectos, ha sido reemplazada recientemente, bajo la influencia del movimiento litúrgico, por lo que hemos dado en llamar «ejercicios litúrgicos» que se caracterizan por los siguientes puntos: textos inspirados en las oraciones litúrgicas, ordinariamente del breviario, vinculación al Año Litúrgico, dramatismo y variedad. Llenan por lo mismo ampliamente las dos aspiraciones a que antes aludíamos.

El punto débil de estos ejercicios reside en su complejidad. Por una parte requieren que los fieles tengan textos disponibles a policopia o impresos en pequeños folletos distribuidos entre los asistentes. Además, muchas veces exi­gen demasiado del pueblo, que acostumbrado a la pasivi­dad, no sabe qué hacer. Otra de las cosas que puede acha­carse a estos «ejercicios litúrgicos» es su falta de forma y de plan regular. Creen algunos que basta juntar unos cuan­tos textos litúrgicos para obtener uno de estos ejercicios. Cualquier sacerdote joven se considera capacitado para esta labor. Y sucede que, si bien es de desear el que nues­tra época salga de todos esos caminos trillados y vuelva a la actividad creadora, sin embargo, no deja de haber un peligro en esa profusión y abundancia de proyectos de ejercicios. Se impone, pues, una mayor vigilancia del estilo y del plan general. Muy pocos han sido los sacerdotes que se han dado cuenta de esto.

Recientemente el eminente liturgista Jungmann, jesuita, nos ha hecho un gran servicio al exponer claramente las leyes referentes a la forma de la oración litúrgica. Conocemos las leyes por las que debe regirse la composición litúrgica de un ejercicio de devoción popular. Cada ejercicio debe ser un oficio litúrgico, o, al menos, debe inspirarse en las leyes litúrgicas.

Quisiera añadir, sin embargo, que el esquema trazado por el P. Jungmann no es el único y que existe otro. El plan que él propone está basado en la piedad objetiva de la antigua Iglesia; la piedad, en cambio, que parte del hombre procede de una manera algo distinta en la composición del oficio litúrgico. Pero lo principal es que hayamos reconocido los elementos que integran el oficio litúrgico y nos demos cuenta de que esos mismos elementos pueden utilizarse ventajosamente en nuestros ejercicios de piedad popular.

Según el P. Jungmann un oficio litúrgico se compone de los siguientes elementos: primeramente la palabra de Dios y después un responsorio que nos invita a meditar esa palabra divina. El hombre abre su corazón a Dios por la oración, la cual es primero oración de la comunidad y luego, para terminar, oración del liturgo.

Creo que este esquema sería una hermosa base y un modelo apropiado para los cultos de piedad populares. Daría a la vez estilo y forma, simplificaría su estructura y les ofrecería grandes posibilidades de variedad.

¿Cómo componer según este esquema un ejercicio de piedad popular? Yo no empezaría inmediatamente por la divina palabra, sino que, como lo hace la Iglesia, comenzaría con un introito o un invitatorio. Es preciso disponer el alma a recibir la palabra de Dios. Esto se puede lograr con un canto. Luego la palabra divina a base de un trozo bíblico. Pueden tenerse dos lecturas para obtener más vida y efecto dramático. Seguidamente sería oportuno un comentario o predicación sobre el texto sagrado. Entre las lecturas deberá cantarse una pieza. Viene luego un verdadero responsorio y un canto con varias estrofas que sean como el eco de la palabra divina. Con esto los fieles que­dan ya dispuestos a la oración; oración que al principio será colectiva y que puede consistir en letanías u otras oraciones en las que todos tomen parte activa y que termina­rá con la oración del sacerdote.

Un esquema como éste ofrece un gran número de ven­tajas:

1. Salimos, en primer lugar, de ese caos de las antiguas fórmulas de devoción; la nuestra tiene más profundas raíces en la sicología y en la liturgia.


 

2.      Se tienen en cuenta los dos desiderata precedentes: sencillez y conexión con el ciclo litúrgico. Estos ejercicios litúrgicos los puede practicar el pueblo sin ensayos y hasta sin textos; por otra parte son innumerables las posibilidades de variedad en lo tocante a las lecturas, cantos y oraciones que pueden fácilmente enmarcarse en las ideas del Año Litúrgico.

3.      El mismo sacerdote puede sin dificultad ejercitar sus facultades creadoras. Puede seleccionar las lecturas se­gún las circunstancias, acomodar su predicación a los tex­tos leídos, señalar los cantos y, por fin, escoger las oraciones. Puede también seleccionar lo bueno que encuentre en los libros corrientes de oraciones de la diócesis y de esta manera tendrá todos los días algo nuevo sin abandonar del todo lo conocido y familiar a sus fieles.

No hay duda de que todo esto requiere ciertas condiciones previas. La primera es el principio de actividad. Hay que sacar al pueblo de su somnolencia pasiva y hacerle ver su obligación de participar. Es además necesaria una «schola», un grupo de personas que lleve la iniciativa del canto y de las oraciones. No le sería difícil al párroco el agrupar con este fin de 10 a 20 personas de su parroquia, mayores o jóvenes, según las circunstancias. De este modo, el párroco debe irse formando un grupo de cooperadores con los que pueda preparar los ejercicios, ensayar los can­tos y formarle, sobre todo, a base de conferencias bíblicas y religiosas. También es necesario un organista que guste del canto religioso, y, en cuanto sea posible, uno que ento­ne los cantos e inicie las oraciones. Esto es imprescindible, pero basta y sobra. El párroco, el organista y el lector han de trabajar los tres juntos secundados por la «schola», con lo cual les será posible organizar un culto conforme al es­quema antes trazado sin que los fieles dispongan de textos especiales.

Quiero aún poner de relieve algunas partes de esta forma de ejercicios:

a) En nuestros ejercicios se ha introducido un elemento

 totalmente nuevo, pero muy importante y que había estado del todo olvidado: la lectura, o sea, la lectura de la Sagrada Escritura y su explicación. Nuestros cultos han venido siendo tan monótonos y soporíferos por estar com­puestos sólo de oraciones, tanto más cuanto que la mayo­ría de las veces estas oraciones tenían lugar delante del Santísimo. De esta manera el pueblo volverá de nuevo a oir la Biblia, digo oir, sin necesidad de leer al mismo tiempo. Con esto volvemos a la tradición de la primitiva Iglesia, en la que se leía con gran frecuencia la divina palabra. Evidentemente hay que ir con mucho método presentando primero trozos fáciles de entender y explicaciones cortas. Resulta muy provechoso el añadir a cada ejercicio litúrgico una lectura bíblica. Esto contribuirá a poner de nuevo al alcance del pueblo la sagrada Biblia.

b)       El segundo elemento es el canto. Entre nosotros los católicos el canto ha venido ocupando un lugar secundario. La coral lo estima muy poco por no pertenecer al gran arte... Además los cantos del Año Litúrgico no pue­den desarrollarse completamente durante la misa porque no están adaptados a sus partes. Hasta ahora no había en ella lugar alguno para los cantos. Actualmente tienen ya su momento adecuado en los ejercicios piadosos. Hecha la lectura bíblica cantará el pueblo el responsorio con todas sus estrofas y no con una o dos, ya que el canto es una verdadera plegaria y un ejercicio de devoción. Pronto se verá la necesidad de disponer de un repertorio abundante y variado para todo el Año Litúrgico. Esta iniciativa es también propia de los cantores.

c)        El tercer elemento es la oración de la comunidad, es decir, una oración a la que el pueblo responde con aclamaciones. Modelo de este tipo de oración son las letanías. Las hemos de utilizar. Pero también hay que buscar y encontrar otras fórmulas. A este propósito quisiera hablar aquí de una idea que vengo acariciando hace ya años. Siempre me ha dado pena que el pueblo conozca tan poco los salmos siendo, como son, las más sublimes plegarias de la Iglesia. ¿Por qué los salmos no se han hecho populares?

Porque la manera de recitarlos con antífonas resulta demasiado complicada para el pueblo y porque necesitaría que los fieles tuvieran el texto entre sus manos. Hay que pro­ceder de distinta manera.

Dos son los modos de salmodiar: a base de dos coros que reciten alternativamente los versículos. Es de notar que esta manera no estuvo nunca en uso entre el pueblo porque para ello se precisa un coro organizado como en los monasterios.

Pero hay otra manera de recitar los salmos: un «solo» recita los versículos mientras que el pueblo, después de cada uno de ellos, repite siempre la antífona: así se hacía en la primitiva Iglesia y yo la propongo como la oración de la comunidad parroquial. La ventaja estaría en que los fieles no necesitarían libros. Y así, poco a poco, irá echan­do raíces entre nuestros fieles un pequeño repertorio de hermosos salmos.

Un ejemplo: el salmo 22 es el salmo del Buen Pastor. Los fieles lo pueden entender perfectamente. El sacerdote o un lector, o bien la «schola», dice: «Es Yavé mi pastor; nada me falta. Me pone en verdes pastos...» Los asisten­tes repiten el verso. Continúa el sacerdote o el lector diciendo el verso siguiente: «Me lleva a las frescas aguas: recrea mi alma». Los asistentes repiten el primer verso: «Es Yavé mi pastor...». Y así hasta el Gloria Patri. De este modo el tesoro de los salmos y otras muchas hermo­sas oraciones dialogadas podrían quedar vinculadas a la oración popular.

d)        La oración que el sacerdote pronuncia al final pue­de igualmente escogerse sin ninguna dificultad entre las oraciones litúrgicas.

e)         Algo más todavía. En esta oración alternada entre el sacerdote y la asamblea cabe muy bien el papel de un intermedio, cual es el del cantor o lector. Este puede ayu­dar al sacerdote en muchas cosas. Podría, por ejemplo. pronunciar las aclamaciones que anuncian el tema de las lecturas o de los cantos. Estas aclamaciones darán a la ora­ción nueva vida y más orden. Se necesita para estos ejer-cicios un atril colocado en mitad del templo y un reclinatorio entre el altar y el pueblo. El lector ha de situarse, rodeado del coro, en medio de la iglesia.

Me propongo componer un devocionario a base de es­tas sugerencias. Seré todo lo sencillo y lo más variado que pueda. No tendrán los fieles necesidad de más devocionario que el de la diócesis. No haré más que ofrecer los elementos; el sacerdote se encargará de disponerlos a su gusto. La parte principal la formarán las lecturas seguidas de un comentario que el sacerdote podrá leer, o, mejor, adaptar a su manera. De este modo, durante todo el año, podrá el párroco hacer fácilmente estos ejercicios a tenor de las fiestas y del ciclo litúrgico.

 

 

Quinta Parte
LITURGIA POPULAR Y LA CELEBRACIÓN DE LA MISA

CAPÍTULO I
EXPLICACIÓN DE LA MISA

Toda la formación de nuestros fieles hay que orientarla hacia la santa misa. Es ésta una labor nueva que se nos impone a los sacerdotes en nuestra vida de ministerio y de la que hasta hace unos pocos años apenas si se hablaba. Débese insistir en este tema para atraer la atención del clero y del pueblo cristiano, ya que precisamente en este punto existen grandes lagunas.

1. Condiciones indispensables.

Cuando uno se dispone a dar conferencias sobre la mi­sa, y más si son una serie sistemática de instrucciones con miras a la formación de los fieles, pronto se echará de ver que hay que construir todo ese edificio sobre bases sólidas, o, con otras palabras, hay que presuponer una serie de principios necesarios para un conocimiento fructífero de la misa. Quizás haya que atribuir a esto el hecho de que lo que se predica sobre la santa misa no llega a dar el fruto fulminante apetecido. Es que estábamos construyendo sobre arena.

El santo sacrificio de la misa no puede ser bien comprendido sino por aquellos que posean una sólida formación  religiosa y sean —ni que decir tiene católicos— católicos prácticos. Podríase medir el nivel religioso de un in- dividuo por su posición con respecto a la misa. En las  parroquias esto es evidente. Basta asistir un domingo a una parroquia para conocer inmediatamente su vida cristiana. La misa del domingo y un cristianismo auténtico son dos cosas paralelas. Y, a la inversa, puede afirmarse que si se quiere reformar la parroquia o los individuos, hay que empezar por la misa.

Quisiera destacar algunos puntos relativos a la misa que juzgo indispensables para la formación cristiana.

a) Jesús crucificado. Cuando se lee a San Pablo encontramos frecuentemente esta idea: Cristo es todo para nosotros, no tenemos más acceso al Padre que por El, y su muerte de cruz es el centro de nuestra vida religiosa. Cristo crucificado es el tema constante de su predicación: «Nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna sino a Jesucristo, y éste crucificado» (1.a a los de Corinto, 2, 2). «¡Oh, insensatos gálatas! ¿Quién os fascinó a vosotros ante cuyos ojos fue presentado Jesucristo como muerto en la cruz?» (a los de Galacia, 3, 1).

Creo que los cristianos modernos hemos olvidado esta teología de la cruz. Una inmensa mayoría de cristianos sólo piensa en Dios y no en Cristo. Otros, los más piadosos, no conocen más que las relaciones sentimentales que tienen con Jesús (su misericordia, su amor, por ejemplo, en la devoción del Sagrado Corazón), y la comunión para ellos no es tanto el sacrificio. completo de la misa cuanto una unión amorosa con Jesucristo. Para ellos lo más importante de la misa no es el sacrificio, que no comprenden, sino la comunión. Por eso es preciso que Cristo crucificado vuelva a ser el centro de nuestra vida religiosa, no en el sentido de que el recuerdo de su Pasión constituya el objeto principal, sino que lo esencial y céntrico debe ser para nosotros el Cristo Mediador. El tradicional Per Dominum nostrum Jesum Christum debe inocularse nuevamente en la carne y sangre de la cristiandad.

El culto del Sagrado Corazón acentúa el amor de Nuestro Señor, el de Cristo Rey insiste en su dominio universal y su imperio sobre los corazones; seria interesante considerar a Cristo como Sumo Sacerdote, sin que se quiera decir con eso que sería de desear una nueva devoción especial con fiesta, etc., del Sacerdocio de Cristo. En la cruz Cristo es al mismo tiempo Sacerdote y Víctima: ésta es la parte más íntima de toda nuestra religión. Pero si reflexionamos tenemos que confesar que es muy poco lo que se predica sobre este misterio central de nuestra fe y que casi nunca le hacemos objeto de nuestras oraciones. ¡Cuán a gusto nos inclinamos a lo accesorio creyendo que con esto tenemos lo principal! He aquí una de las causas por la que los cristianos de hoy día no llegan a comprender el sacrificio de la misa. El sacrificio de Jesús en la cruz no constituye para ellos el misterio central.

b)      El sacrificio. Los cristianos actuales no tienen el sentido del sacrificio. El sacrificio, en cuanto acto de culto, les es algo extraño. Creen que nunca se unen mejor a Dios que cuando oran y piensan en El, e ignoran que el sacrificio, «la acción», es el medio más sublime de unirnos con Dios. La muerte de Cristo como sacrificio les es poco familiar y es mucho menos aún lo que comprenden del sa­crificio de la misa. A lo más la misa es para ellos una devoción, un ejercicio de piedad —el más piadoso— por el que gozamos de la presencia de Cristo en el altar; una mayoría ignora que es —y de qué forma— la misa un sacrificio. La labor especial de los años próximos ha de ser el reavivar en el pueblo cristiano la conciencia del sacrificio. ¿Cómo se llegará a esto? Valiéndonos de los ejemplos de la antigua Alianza: los sacrificios de Caín y Abel, de Noé y de Abraham que expresan ante todo el abandono en las manos de Dios. Después las relaciones del sacrificio con el pecado, la satisfacción por medio de los sacrificios de ani­males. Y por fin, el objeto de todo sacrificio: la unión con Dios expresada en el banquete sacrifical.

Estas tres ideas: ofrenda, satisfacción y unión con Dios son una condición indispensable para la inteligencia de la misa (ofrenda, sacrificio y comunión). Es también muy importante que tengamos en nuestra vida plena conciencia del sacrificio y que hagamos de todos los sacrificios persona­les de cada día un solo sacrificio con  el de la santa misa.

c)       Por fin, como cristianos, debemos cultivar una ter cera idea fundamental: convencimiento de nuestra incorporación como miembros al Cuerpo Místico de Cristo. No creamos que esto es solamente cuestión de teología científi­ca y sin valor vital para nuestro cristianismo. El cristiano debe sentirse como un sarmiento en la cepa, como un miembro del Cuerpo Místico de Cristo. Sólo así comprenderemos la vida de la gracia, el organismo de la Iglesia, el sacerdocio real, el misterio de la cruz, la esencia de la co­munidad parroquial, el principio de la participación activa, el dogma de la Comunión de los Santos; en una palabra, nos adentraremos en el gran misterio del culto que la misa nos enseña plenamente. Esta es la explicación de por qué en la Edad Media la misa sufrió un vacío espiritual. Con la evangelización demasiado rápida de los pueblos germanos se limitó la formación cristiana al efecto moral y pedagógico de los mandamientos y la disciplina eclesiástica, mien­tras que el aspecto litúrgico y sacramental permaneció in­comprendido.

Estas tres condiciones indispensables y fundamentales son necesarias para una inteligencia más honda del sacrificio de la misa. Pero todos los pastores de almas saben muy bien el gran trabajo que exigen...

2. Instrucciones sobre la misa.

Quien quiera que se disponga a dar instrucciones sobre la misa ha de comprobar que semejante tarea tiene sus dificultades. Por otra parte, podemos observar que la predi­cación sobre la misa es, generalmente, muy rara e incompleta. Los efectos de todo esto son palpables: una ignoran­cia lamentable del pueblo sobre la misa. Repito lo que ya he expresado muchas veces: ¿qué decir de un maestro cuyos discípulos no han llegado a saber leer ni escribir? ¿Qué decir de los pastores de almas cuyas ovejas no comprenden el principal acto de culto de su religión? Podría contar con los dedos de la mano las iglesias en las que estos últimos años se  ha dado un ciclo de predicación sobre la misa. Esto se aplica también al catecismo en el que se ha venido abandonando tanto la doctrina sobre la misa. Por eso nada de extraño tiene el que esos jóvenes, terminados los años de su instrucción religiosa, no vuelvan más a misa los días de precepto, porque jamás se les enseñó ni a entenderla ni a apreciarla.

En realidad cada sacerdote debería, por su propio interés, preparar y dar un ciclo de sermones sobre la misa, puesto que él mismo debe conocer a fondo esa materia. Pero... esa es precisamente la razón por la que los sacerdotes no se entregan de buen grado a este tipo de predicación: les da miedo el trabajo que ello supone...

Desde hace veinte años me he tomado el trabajo de dar instrucciones sobre la misa; y siempre compruebo que hay algo que falta. Por un lado abarca este tema una ma­teria inmensa que no hay más remedio que limitar; por otra parte, hay que esforzarse por lograr el espíritu inte­rior y las ideas. Me propongo, pues, dar aquí algunas ideas de orientación para la predicación sobre la santa misa.

a)    El plan: En la primera instrucción hablo de la esencia de la misa partiendo de las palabras del mismo Jesucristo, o de la anámesis (Unde et memores). La misa es un memorial, un sacrificio y un alimento.

Después suelo trazar un ligero esbozo sobre la historia de la misa desde la última Cena hasta la época en que aparece ya la estructura actual, como nos la presenta San Justino hacia el año 150. Termino luego con el siguiente resumen: en la misa oramos, escuchamos, damos, sacrificamos y recibimos.

En las siguientes pláticas trato de ahondar cada uno de esos cinco elementos: oraciones, lecturas, ofertorio, canon y comunión.

b)    Las grandes líneas: Creo de gran importancia el que los cristianos capten la estructura y las grandes líneas de la misa. Con los siglos la misa actual ha sufrido tal cantidad de añadiduras que los fieles se pierden en ese bosque de oraciones y ceremonias. El movimiento litúrgico, con exceso de celo, ha puesto a disposición de los fieles el  texto completo de la misa sin hacer la conveniente separación entre lo esencial y lo accesorio. De este modo a los fieles les resulta difícil el dar con el verdadero camino. las instrucciones deben proceder, por consiguiente, de una manera concéntrica partiendo de las grandes divi­siones. Primitivamente la misa era sencilla. Hoy debemos de nuevo volver a la sencillez sacando lo esencial de entre la exuberancia de nuestro tiempo.

c)      Aunque ciertamente hay que abordar la explicación detallada de las diversas oraciones y ceremonias, lo más importante es exponer su significado.

Finalmente las oraciones y ceremonias no son más que la envoltura y el cuerpo de las ideas en ellas encerradas. Por eso no doy tanta importancia a las palabras cuanto a su significado. Considero más importante el espíritu de contrición al empezar la misa que las palabras del Confi­teor. Para mí el punto de partida lo constituyen las gran­des ideas de las distintas partes de la misa: palabra de Dios y sacrificio (antemisa y misa-sacrificio); palabra del hombre en la oración y palabra de Dios en la lectura de la Escritura (oraciones y lecturas de la ante-misa). Sólo cuan­do estas ideas quedan bien claras paso a encuadrarlas en las ceremonias.

d)      En ciertos pasos suelo hacer alguna digresión. A propósito de las oraciones hablo de la diferencia enorme que existe entre la oración privada y la de la Iglesia. Con ocasión de las lecturas insisto en la sublimidad de la pa­labra divina. Considero esto de particular importancia des­de que las misas privadas han dejado tan reducida la ante-misa : los fieles no sienten todo lo que hay de emocionante en la palabra de Dios; es para ellos una lectura que no comprenden o que comprenden a medias y con -la que de ordinario no saben qué hacer... Y, sin embargo, la ante-misa no recuperará su valor si no vuelve a ser de nuevo el encuentro con Dios por medio de su palabra.

La parte más oscura de nuestra misa es el ofertorio. Después de la Edad Media se perdió lo que esta parte de la misa tenía de esencial: la ofrenda. En su lugar se puso un ante-canon (llamado también pequeño canon). De ahí que sea tanto más necesario  el hacer ver el hondo sentido de la ofrenda, como tal, y como introducción al sacrificio de Cristo. Este es el momento de hablar de la participación activa en el sacrificio que tiene su máxima expresión en la ofrenda.

La explicación del canon siempre la he abordado con temor y con temblor. Empiezo por explicar dónde y cómo se origina el sacrificio. No consiste en las oraciones, sino en el acto de la consagración, en la consagración de las dos especies separadas. En este momento Cristo es a la vez Sacerdote y Víctima. Esto es lo que quiere significar la reproducción de la Cena, con las mismas palabras e incluso los mismos gestos de Cristo. Esto quiere decir que no es el sacerdote sino. Jesucristo quien ofrece el sacrificio; el sacerdote no hace sino prestarle su apariencia externa. Las oraciones que se dicen en torno a la consagración sig­nifican que la Iglesia con todos sus miembros toma parte en este sacrificio y percibe sus frutos. «Cuando sea levan­tado de sobre la tierra atraeré todas las cosas a Mí». He aquí las palabras que me sirven para trazar un ligero es­bozo del canon. Hago pasar todas las intenciones delante de la cruz.

No hay dificultad en hacer comprender la comunión. Basta con subrayar que es el complemento necesario del sacrificio y que, como la ofrenda, es la expresión de la participación activa en el sacrificio. Sacrificio y comunión van juntos. Esta verdad ha de tardar en echar hondas raí­ces en la mentalidad del pueblo. Han pasado ya siglos des­de que se perdió esta práctica y la generalidad de los fieles no conoce más que una misa sin comunión.

Otro pensamiento: la comunión no forma un todo en sí misma. Son muchas las almas piadosas e incluso de religiosos que prefieren comulgar antes de la misa para poderse entretener durante la misma con el divino Esposo. Para todas estas almas el sacrificio no significa nada: la comunión lo es todo.

Por fin la conciencia del pecado excesivamente cultiva­da hace que algunas personas, sobre todo entre los ancianos, no se atrevan a comulgar sin haber antes confesado.

Sin embargo, este género de almas se va haciendo cada vez más raro. Los cristianos deben tener por principio que cada vez que asisten a la misa deben comulgar en ella. La comunión forma parte de la misa.

e) Para terminar quisiera exponer mis ideas sobre la conexión sicológica de las diversas partes de la misa.

¿De qué medios se valen dos hombres unidos espiritualmente, pero separados por la distancia, para expresar su unión? De dos medios: de la palabra y del obsequio. Hay, pues, un doble modo de ponerse en relación. No es difícil entender lo que estas dos cosas significan. ¡Con qué impaciencia se esperan las cartas, con qué alegría se reciben y se leen! ¡Cuántas veces se las vuelve a leer y cómo, a veces, se las lleva uno consigo! Mas las palabras tienen una fuerza mayor si van acompañadas por el obsequio. ¿Qué significa el obsequio del amante para la persona amada? Recordemos los regalos de Navidad que unen aún más a los miembros de una familia. Bajo este punto de vista es como nosotros debemos entender la misa: la carta del hombre en la oración, la carta de Dios en las lecturas de la ante-misa, el regalo del hombre en el ofertorio, el obsequio de Dios en la Sagrada Comunión. Los que se aman se sienten unidos por la verdad sublime de la misa. sobre todo, al pensar en las palabras de Cristo: «El que come mi carne... permanece en Mí y Yo en él». En la misa hay, pues, regalos y aceptación mutuos.

Todo esto, aunque muy instructivo para los fieles, no es el corazón de la misa. Es sólo la figura de un acontecimiento mucho más profundo que se oculta en el mismo sacrificio. Por su sacrificio en la cruz Cristo ha lanzado un puente entre los hombres y Dios. Por su muerte voluntaria Cristo se ha constituido «paz para los hombres de buena voluntad». Por su sacrificio de la cruz se realiza lo que el mismo Cristo dijo: «Veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre». Cristo  colocado en medio del atar reúne a los dos participantes: los hombres y Dios. Ambos expresan su unión por medio de palabras y de dones. La esencia de la misa está, pues, incluida en el sacrificio. El culto oral es ya de por sí una unión, fin de todo sacrificio.

3. Participación.

Hasta aquí no hemos recorrido más que la primera etapa de la formación sobre el sacrificio de la misa. La segunda y también importante parte es la que se refiere a la participación real. Hasta hace poco era éste un punto que no solía inquietar a los sacerdotes. No se prestaba atención al modo como los fieles tomaban parte en el sacrificio de la misa. Durante la misa mayor se dejaba al pueblo sin hacer nada y en las misas rezadas se le hacía rezar el rosario. En una misa con cantos se entona­ban piezas más o menos oportunas. Ahora han cambiado las cosas y la preparación a la participación en el sacri­ficio de la misa la consideramos como parte importantí­sima de nuestra labor pastoral.

Antes que nada vamos a poner bien en claro este principio: el cristiano no debe conducirse de un modo pasivo en la misa; no ha de contentarse con oírla, no ha de ser un oyente mudo, sino que está llamado a tomar parte activa, puesto que es capaz de ello. He aquí un principio que encierra gran importancia y que debe hacerse realidad viva en la Iglesia, en la parroquia y en cada cristiano. Esta participación activa se basa en el dogma del sacerdocio universal de los fieles y aún con más profundidad en la doctrina del Cuerpo Místico de Cristo; se basa ade­más en el hecho real de que la Iglesia, y por tanto cada cristiano, participa real y verdaderamente en el sacrificio de la misma y, por lo tanto, toma parte en el sacrificio.

En este punto es donde se separan los caminos de la actividad religiosa de ayer y la del futuro. El cristiano de ayer se acostumbró a quedarse tranquilamente sentado para escuchar, para recibir y para replegarse en su propio «yo». No conocía el «nosotros», la comunidad y la intervención en los divinos oficios. Su actitud era una actitud completamente pasiva y por eso se dejaba llevar renunciando en el  terreno religioso a toda independencia y dejando a sus pastores toda la responsabilidad. Recordemos solamente dos escenas típicas: Primeramente la misa solemne en la que los ministros sagrados celebran la ceremonia (le es­paldas a los fieles mientras que el coro, en el otro extremo de la iglesia y arriba, interpreta desde la tribuna su repertorio; mientras los fieles, sentados entre ambos, practican sus devociones particulares... O bien esas vísperas canta­das en latín por el sacerdote y los cantores, mientras que los asistentes rezan en sus bancos el rosario...

Completamente distinta será la actitud de los fieles del mañana. Aparecerá entonces un tipo distinto del cristiano, el tipo del cristiano consciente de su real sacerdocio, par­tícipe de su responsabilidad y constructor del Reino de Dios. El ministerio no es monopolio del sacerdote; por la confirmación el cristiano participa del ministerio mesiánico de Cristo y es igualmente pastor de almas. Entra también en el santuario y la Iglesia le ofrece tres libros: la Biblia, el breviario y el misal. Tiene un papel activo en la liturgia y es actor del drama sacro. Deja al sacerdote consagrado lo que es de la exclusiva incumbencia del sacerdote: la consagración y la administración de los sagrados misterios. Para todo lo demás el cristiano interviene activa­mente: misa comunitaria con oraciones, cantos colectivos, ofrenda, comunión, actos religiosos y lectura de la Biblia en la que todos toman parte. De esta nueva postura nace una verdadera comunidad cristiana, una comunidad de oración, de sacrificio y de amor. Sólo de ese modo puede nacer una familia parroquial viviente.

Tales son las dos posturas cristianas: pero la señal decisiva es el principio de la participación activa. Principio que debe iluminar plenamente nuestros ojos si queremos educar al pueblo con miras a la participación activa en la misa. Esto no es en modo  alguno un atentado a las prerrogativas sacerdotales, ni una manía litúrgica, sino un viejo principio cristiano de enorme valor que habíamos olvidado.

4. Método.

Es preciso distinguir el método pedagógico del princi­pio de la participación activa. Si, por una parte, mantenemos y defendemos el, principio en cualquier circunstancia, queremos, por otra, imponernos una gran moderación y paciencia en esta labor educacional. Tenemos que darnos cuenta de que el pueblo, habituado desde tantos siglos a la pasividad, no puede aceptar de una manera rápida y radical esta evolución. Muchas tentativas han fracasado por un mal método y por un celo exagerado. Hay que dar tiempo a la gente para que vaya cambiando, creando si­tuaciones de transición, y esto de una manera lenta. Apro­vechar lo existente en cuestión de participación activa e ir en aumento con discreción. No se debe pasar de golpe al principio opuesto sin dar tiempo a la reflexión. Ya pode­mos hacernos cargo de que ciertos sistemas de misa comu­nitaria tienen que resultar a los fieles penosos y molestos. Nunca hay que olvidar que cualquier forma de participa­ción activa ha de estar al alcance de todos los fieles. ¿De qué sirve el querer que toda la asamblea cante un coral sin captar su sentido y su contenido? La participación acti­va exige una formación litúrgica y un hondo conocimiento del texto y de la forma. De lo contrario el resultado sería completamente opuesto. Quotidiana vilescunt, el párroco nunca debe olvidar este principio a propósito de los textos que se recitan y cantan en común.

Otra idea importante que puede evitar muchos disgus­tos: En los primeros años del movimiento litúrgico, con sobra de celo, quisimos que los fieles recitaran casi todos los textos de la misa. Pensábamos que cuanto más rezara el pueblo en voz alta con el sacerdote, tanto más litúrgica sería la misa. Esto produjo tal desorden y precipitación que muchos fieles preferían no asistir a la misa comunita­ria. En estos últimos años hemos podido darnos cuenta de que la Iglesia con gran sabiduría ha decidido qué partes de la misa pueden recitar los fieles, cuáles están reservadas al sacerdote o deben decirse en voz baja. Basta seguir esta norma de la Iglesia para que todo marche en perfecto orden y armonía. Entonces aparecerá clara ante nuestra vista la línea pura y simple de la misa, mientras que antes los árboles nos impedían ver el bosque. Sólo entonces al­ternarán de un modo provechoso la actividad y la re­flexión.

Por lo que respecta al canto en la misa comunitaria atengámonos a la forma santificada por los siglos; esta forma nos da exactamente la medida de la actividad del pueblo. Lo que no canta el sacerdote ni el coro tampoco lo ha de cantar o recitar en alta voz el pueblo. Yo no permitiría ninguna excepción a esta regla a no ser en los comienzos, y esto por motivos puramente pedagógicos en el caso de que los fieles no supieran aprovechar los mo­mentos de silencio. En este caso podría permitirse al prin­cipio de la misa la recitación del Confiteor, en el ofertorio alguna de las oraciones que dice el sacerdote (aunque yo desearía aquí otra solución), y en el Canon podría reci­tarse el Memento. La experiencia dice que al principio los fieles no suelen saber utilizar con provecho los silencios, por eso es útil recurrir a estos medios en los momentos arriba indicados.

Muchos suelen lamentarse de la gran variedad de misas comunitarias: cada iglesia emplea textos y formas distin­tas. Si nos atenemos a esta regla fundamental, que no admite discusión, tendremos una forma única, sobre todo si adoptamos un texto común aunque no sea el que existe. Atengámonos, pues, a este principio fundamental: el canto de la misa es el ideal de la misa comunitaria.

Quisiera ahora hacer algunas indicaciones sobre el ofer­torio. Como es ya sabido es la ofrenda de los fieles la que da su sentido a esta parte de la misa. Podría afirmar­se que en este momento los fieles juegan el papel principal; con la ofrenda dan sentido al ofertorio y, al propio tiempo, expresan su participación en el sacrificio. Por desgracia este hermoso acto de participación se ha perdido quedando en su lugar unas oraciones del sacerdote que se anticipan al canon y que nada tienen que ver con la ofrenda de los fieles. Por añadidura estas oraciones no tienen ningún sentido en labios de los fieles y menos como oración de la comunidad. Menos mal que la liturgia ha cubierto con el silencio estas imperfecciones de la misa. Es preferible que, al menos en la celebración exterior, no se oiga nada de estas oraciones. Entonces, ¿qué es lo que debe hacer el pueblo durante este tiempo? El ideal sería hacer la ofren­da cantando algo propio del tiempo. Si el pueblo no puede hacer tal ofrenda convendría tener una colecta y enseñar de este modo al pueblo a hacer de su donativo la ofrenda y la participación en el sacrificio. Habrá que esperar aún bastante hasta que los fieles consideren la ofrenda como una parte de la liturgia de la misa. Por mi parte no haría nunca recitar al pueblo ni las oraciones del sacerdote en ese momento, ni tampoco las oraciones subjetivas que dice antes de la comunión. A lo más puede el pueblo rezarlas en voz baja como el sacerdote.

5. Géneros de misa comunitaria.

Ya hemos indicado antes la conveniencia de proceder de una manera pedagógica en la introducción de la misa comunitaria. El pueblo no puede pasar súbitamente de la pura pasividad a la más intensa actividad. De ahí mi con­sejo a todos los sacerdotes de poner manos a la obra con precaución y de no intensificar la actividad sino de una manera gradual. Porque podría muy bien suceder que el pueblo ni siquiera esté enterado que está en boga la acción litúrgica popular. La ventaja de este sistema está en que el párroco y los fieles pueden ir progresando paulatinamente en esta nueva postura y en que el sacerdote puede suspender en cualquier momento la labor si ve que el pueblo no responde. Siempre resulta peligroso el intro­ducir cosas nuevas y volverlas luego a dejar.

¿Cómo organizar esta ascensión gradual?

1. Hay que partir de lo que se hace ya en cuestión de participación activa, como la misa cantada; al pueblo le agrada tomar parte en ella. Empezar eliminando de esa misa cantada lo que no tenga razón de ser: me refiero a todos esos cantos a la Santísima Virgen, a San José. etcétera. Hacer cantar las piezas de la misa que correspon­den a sus diversas partes y añadir incluso, en determina­dos momentos, algunos cantos del ciclo litúrgico. Esta se­ría la primera etapa. El párroco determinará de antemano el orden de los cantos y se pondrá de acuerdo con el or­ganista. El resultado será la adquisición y repaso de un selecto repertorio parroquial. El movimiento musical ha de ganar con esto. Y pronto se daría cuenta el párroco de que una «schola» o al menos un grupo auxiliar le es de todo punto necesario.

2.       La segunda etapa consistiría en una reducción de los cantos de la misa. No se necesita que el pueblo cante durante toda la misa. El sacerdote puede hacer que se re­cen en común las dos oraciones de la misa más conocidas, el Credo y el Padrenuestro, en sus momentos respectivos. Esta sería la primera reducción. Después puede también el sacerdote leer el Evangelio en lengua vulgar y añadir una pequeña homilía. Si además se hace ofrenda (colecta) y se comulga después de la comunión del sacerdote, ya se ha logrado lo más esencial de la participación en la misa.

3.       De aquí a la misa dialogada no hay más que un paso. Es conveniente que la misa dialogada, como se ha dicho antes, quede libre de aditamentos impropios. El ofi­cio coral (Véase la explicación de esta terminología, «oficio coral», etcétera. en el capítulo siguiente, n 5 de la división II.) es aquí de nuevo el modelo: deben conservarse los cantos de la misa y del ciclo litúrgico: no recitar más que la Epístola, el Evangelio, el Prefacio y la Comunión; el Credo y el Pater en común. El pueblo responde en latín con unas fórmulas que vienen a formar como un paréntesis que reúne a sacerdotes y fieles. Lo repito: la misa dialogada es la futura forma de la misa parroquial.

4.       Al presente existen aún otras clases de misas comunitarias: las misas corales que, a diferencia de las dialogadas, se atienen más al texto del misal. Pueden ser cantadas o bien recitadas solemnemente a dos coros:        sus cantos son de ritmo libre y se atienen al texto litúrgico. Existen ya colecciones de estos cantos del género coral, unos y otros como composiciones de un género moderno. Considero ventajoso el que haya diversos tipos de misas comunitarias. Esto crea una variedad que beneficia a todos y que evita el peligro de una repetición rutinaria inyectando vida en todos los cultos de la parroquia.

5       De la misa últimamente descrita se puede pasar ya a cantar todo el común de la misa.

      Por fin, una última cuestión: ¿no hay manera de hacer más vivas y activas las misas comunitarias? Me refiero a las misas polifónicas o a las rezadas. Podríase, por ejemplo, poner en los bancos de la iglesia hojas con el texto de la misa, propagar más y más el uso del misal, ensayar de un domingo para otro a fin de que los fieles puedan orar con él en silencio durante la misa.

5.       Conozco  un sacerdote que organiza en su parroquia todos los domingos cuatro misas: una solemne, otra comunitaria, otra cantada y otra rezada. Su parecer es que cada cual debe poder asistir a la clase de misa que más bien le haga. Tal como están hoy las cosas, yo haría lo mismo.

 

 





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