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La Renovación de la Parroquia por medio de la Liturgia

 

SEXTA PARTE
LA LITURGIA POPULAR Y LA DIVINA PALABRA


CAPÍTULO I
LA PREDICACIÓN LITÚRGICA

Cuando se habla de "predicación litúrgica" muchos sacerdotes creen que se trata de un refinamiento estético, de elevadísimas ideas litúrgicas destinadas a un círculo muy reducido de simpatizantes del movimiento litúrgico, pero desprovistas de especial valor pastoral para los feligreses. Si la predicación litúrgica no fuera más que esto, no añadiría ni una palabra más... La predicación no puede ser nunca un juego, es una labor muy seria que Cristo ha confiado a la Iglesia encomendándola la enseñanza de los fieles. Es el gran medio de propagar y de construir el Reino de Dios en la tierra. Este es el objetivo sublime que ha de imponerse toda predicación que no quiera ser infiel a su divina misión. Esta es la finalidad que debe poner ante sus ojos todo predicador que quiera cumplir con este ministerio lleno de responsabilidades. Sería hacer traición a su sacerdocio el utilizar la predicación con otros fines accesorios como el estetismo litúrgico, por ejemplo.

Pongamos las cosas claras: la predicación litúrgica debe pretender cooperar a la misión dada por Cristo a su Iglesia de edificar el Reino de Dios, y esto no sólo para un pequeño círculo de cristianos esotéricos, sino para todos los fieles, de una manera particular para sus feligreses. Siempre he pensado que la liturgia está hecha para la parroquia. Lo -que no está al alcance de los medios utilizables por la parroquia nunca podrá ser objeto general de la renovación litúrgica popular. La meta de la formación litúrgica popular es la parroquia, no una comunidad religiosa. La predicación litúrgica a que me refiero no es una predicación reservada a la pequeña minoría selecta o a una entidad religiosa, sino una predicación parroquial, aun suponiendo la necesidad de cierta preparación litúrgica para su mejor inteligencia.

Al hablar de predicación litúrgica pienso con gusto en las conferencias sobre temas litúrgicos, como la misa y los sacramentos, etc., pero debo añadir en seguida que no es esto tampoco lo que entiendo por predicación litúrgica, aun cuando no deben de olvidarse esos sermones y conferencias sobre temas directamente litúrgicos. Siendo la sagrada liturgia la manifestación vital más importante de la Iglesia, el cristiano debe estar bien formado e impuesto en este punto. Durante mucho tiempo hemos venido descuidando los sacerdotes el cultivo de este campo de la liturgia. Consecuencia natural y legítima es la ignorancia de los cristianos en todo lo referente al culto, a la misa, a los sacramentos y al año litúrgico. Condición previa para la predicación propiamente litúrgica tal como yo la concibo es esa serie de conferencias sobre temas litúrgicos en el sentido arriba expuesto. Considero como una tarea importante y como una obligación de primer orden del sacerdote la instrucción y educación litúrgica de su pueblo. La misa debe llegar a ser un día el centro de toda la vida parroquial y religiosa. Es, pues, necesario que se hable con frecuencia y se forme a los fieles sobre la misa. Mucho tiempo habrá que dejar correr antes de que llegue a llenarse este vacío en la formación religiosa del pueblo.

Pero ya lo he dicho antes: el fin de la predicación litúrgica no es la instrucción sobre los objetos litúrgicos sino la predicación situada local y temporalmente en la liturgia, influenciada y dirigida en su contenido y en sus ideas por la liturgia. 
Dos son los elementos que hacen de la predicación una predicación propiamente litúrgica: 1, que sea un elemento de la liturgia, y 2, que esté inspirada en el espíritu litúrgico.

No tengo la pretensión de excluir otra clase de predi-cación; es evidente que hay y habrá siempre un tipo de predicación que considerada bajo estos aspectos no puede considerarse como predicación litúrgica. Aun cuando en la primitiva Iglesia apenas tenía lugar la predicación extralitúrgica, comprendo perfectamente que hoy esté justificada esta clase de sermones. Me refiero a esos sermones ves-pertinos, por ejemplo, los de Cuaresma, los de la Virgen y el Sagrado Corazón, y pienso también en las conferencias bíblicas, etc. Con lo que yo voy a decir no quiero referirme a este género de predicación que, por otra parte, está plenamente justificado en el cuadro del ministerio pastoral. Tiene éste sus leyes particulares de las cuales yo no voy a hablar.

Siempre existirá también una predicación que nada tiene de común con la liturgia, como los sermones sobre las verdades de nuestra fe, las instrucciones morales, las conferencias ascéticas o místicas, etc. Tampoco voy a hablar de este otro género. Lo que importa es que se anuncie la palabra de Dios, el punto de vista poco importa. Dios ha dado a cada uno su capacidad y su talento especial.

Puédese, sin embargo, aun en los dos casos citados, dar un carácter litúrgico a la predicación tratando, por ejemplo, en los sermones vespertinos de Cuaresma de te-mas litúrgicos, o también presentando tanto el dogma y la moral como la ascética y mística a la luz de la liturgia, puesto que la liturgia es el dogma, la moral, la ascética y la mística hechas oración.

La predicación litúrgica tiene carta de ciudadanía en la Iglesia, puesto que se remonta a los mismos orígenes del cristianismo. Los oficios de la primitiva Iglesia nacidos del culto de la sinagoga contaban, como elemento esencial, con una predicación situada local y temporalmente en la liturgia y unida generalmente en sus ideas a las lecturas del culto. La predicación litúrgica es, pues, tan antigua como el cristianismo.

La predicación conservó este lugar al correr de los siglos siguientes. Todas las fuentes referentes a la misa del primitivo cristianismo atestiguan esta predicación litúrgica. A las lecturas solía seguir siempre la predicación encomendada generalmente al obispo o al sacerdote principal. De este modo la predicación venía a ser el punto culminante de la parte del oficio dedicado a la divina palabra. Es evidente que si la predicación estaba tan íntimamente unida a la liturgia de la misa, no menos lo estarían sus temas e ideas. Esta predicación no estaba simplemente unida a las lecturas sino que las explicaba, originándose de esta manera uno de los géneros de predicación más cultivados, cual fue la homilía que consistía en la explicación de las lecturas, sobre todo del Evangelio. La predicación venía a ser un puente que unía las lecturas con la misa-sacrificio y con la vida de los cristianos. Cuando, más tarde, a partir del siglo iv se pasó de la lectura seguida de la Biblia a la lectura de trozos escogidos, quedaron las lecturas mucho más unidas aún al sacrificio; entonces las lecturas no sólo servían para instruir sino que eran además tipos e imágenes del sacrificio. Con esto la predicación adquirió un sello mucho más hondo. La misa vino a ser una acción dramática uniforme y la predicación el intérprete de este drama. Fue ésta la época clásica de la predicación litúrgica. El obispo era el que personalmente señalaba y determinaba las partes propias de la misa: escogía las lecturas, señalaba los cantos y las oraciones y componía el prefacio. Evidentemente su predicación estaba estrechamente relaciona-da con todas esas piezas formando una sola acción dramática uniforme.

Nótese la fina sicología que ha introducido la predicación en la estructura de la misa. Las oraciones del comienzo son la toma de contacto: con ellas el alma queda dispuesta a recibir la divina palabra. Viene después la lectura que queda explicada con la predicación y adquiere con la misma su valor vital. Las palabras de las lecturas y de la predicación se hacen carne y sangre en el sacrificio y quedan bañadas del rocío de la gracia por medio de la Eucaristía. La predicación funde la palabra de Dios con el sacrificio y la hace vida; une la Escritura, la Eucaristía y la vida.

A partir de la Edad Media vino el estancamiento de la liturgia y ya no siguió siendo la expresión de la piedad cristiana. Arrastró una vida fosilizada, mientras que la vida religiosa de los cristianos se refugiaba en la devoción subjetiva y en la piedad popular. La misa y la Eucaristía iban siendo cada día menos comprendidas. Nada tiene de extraño que desde entonces la predicación se fuera desentendiendo más y más de la liturgia, en el tiempo. en el espacio y en las ideas. Ya no se consideraba la predicación como un elemento de la misa, del mismo modo que no lo era para entonces la comunión. Comenzó a predicarse antes de la misa y aun independientemente de ella. 

Un símbolo muy representativo del cisma espiritual entre la liturgia y la predicación lo tenemos en el hecho de que el púlpito se alejó del altar para colocarse en la nave. Finalmente, como la liturgia no decía gran cosa ni al clero ni al pueblo, la predicación terminó por no tener nada de litúrgica y por hacerse moralista, apologética, dogmática, formalista y hasta profana. Su apartamiento de la liturgia causó grave daño a la misma predicación. Cuanto más se separó del altar, más quedó expuesta a las influencias del tiempo y más incompleta se hizo. La liturgia posee la fuerza íntima de mantener el justo medio en todos los intereses religiosos; no permite que una manifestación de la vida religiosa, por ejemplo, la moral, la ascética y la mística, predomine sobre las demás. Pero desde que la predicación se independizó de la liturgia cayó en las estrecheces de la época. Esto significó el declive de la predicación. Siendo además la liturgia la Biblia hecha oración, al apartarse de ella se apartó de la Sagrada Escritura y en lugar de beber en las puras fuentes de la vida se abrevó en las cisternas de la sabiduría humana ;se hizo hueca, alambicada, racionalista., y perdió la unción espiritual. Y con ello el pueblo comenzó a sentir en la predicación un cansancio que ha llegado hasta nuestros días.

La predicación de los últimos años era un discurso sobre una tesis. El mismo Evangelio no venía a ser más que un trampolín para la tesis... Se sacaba del texto evangélico una frase que servía de tema al sermón. El ciclo litúrgico apenas si se tenía en cuenta. La predicación se orientaba perfectamente hacia la moral, y esto la llevó al descrédito. Entre la misa y la predicación se abrió el vacío, con lo que la predicación dejó de ser litúrgica...

Gracias al movimiento litúrgico ha cambiado la situación y nuestra predicación va ganando esencialmente en dignidad y en fondo. Vuelve a constituir una parte importante de la liturgia y se vale de ella ampliamente.

Examinemos, pues, concreta y prácticamente la predicación litúrgica. Una de sus principales características es su unión con la misa que hace que sea la predicación normal del sacerdote en la parroquia los domingos y fiestas. Exige una triple unión de tiempo, de lugar e idea con la liturgia. En cuanto al tiempo, la predicación litúrgica va dentro de la misa, ni después, ni antes, ni entre dos misas. Su momento propio es después del Evangelio. De esta manera será más corta, no estará sobrecargada de oraciones y cantos y sobre todo tendrá una natural unión con las ideas de la liturgia. No se pretexte que no gusta el prolongar la duración de la misa. Hay que persuadirse de que la parte de la misa que presenta la palabra de Dios en las lecturas queda desprovista de sentido sin la predicación. La audición en el momento de la lectura litúrgica es algo del todo esencial. Los sacerdotes tenemos que estar cada día más convencidos de esto. ¡Ninguna ante-misa sin anunciar la divina palabra! Debemos habituarnos a una redacción más corta de nuestros sermones como también a evitar todas las prolongaciones accesorias de la misa, por ejemplo, la bendición del Santísimo o cánticos demasiado prolongados.

En lo concerniente al lugar de la predicación no hay dificultad ninguna. Esos púlpitos que la mayoría de las veces se encuentran dejadísimos del altar, resultan muy poco a propósito para la predicación litúrgica. Hable el párroco desde el altar, o si no, haga instalar un ambón junto al altar. La costumbre de quitarse el sacerdote los ornamentos antes de subir al púlpito, la de cantar antes del sermón un cántico especial, los interminables avisos, etcétera, todo esto data de una época en la que la predicación era considerada como cosa distinta de la liturgia. Pero lo más importante es que la predicación esté unida a la liturgia por las ideas. En este punto es donde se ofrecerán las mayores dificultades y objeciones. La primera objeción es la estrechez del contenido de la predicación litúrgica; se dice que otros muchos temas religiosos y numerosos problemas pastorales quedarán perjudicados con el cultivo de la predicación litúrgica; se dice que las verdades del catecismo, dogma y moral, apenas hallan en ella un lugar. Quiero dar a esta objeción toda la importancia que tiene, tanto más cuanto que también yo pensé así al principio. Sin embargo, he de afirmar que si la liturgia es el dogma, la moral, la Biblia, hechas oración, también ha de contener todas las manifestaciones de la vida religiosa. De hecho el Año Litúrgico, con sus domingos y sus fiestas, es un catecismo vivo que hace desfilar ante nosotros, bajo una forma dramática y figurativa, todas las verdades del cristianismo. 

Raramente encontraremos un punto de la doctrina cristiana que no esté contenido ni señalado de algún modo en el Año Litúrgico. El predicador ha de tener esto en cuenta para no instruir a su comunidad de un modo monótono e incompleto. La enseñanza honda y penetrante de las verdades del catecismo habrá que dejarla para la predicación de la doctrina cristiana. Pero esto ocurría igualmente en los sermones de tipo temático. Y aún me atrevería a afirmar que, teniendo en cuenta la liturgia de la misa, nuestra predicación puede llegar a ser más dogmática y sustancial que en otros tiempos. El predicador litúrgico no se contenta con moralizar ni se limita a la periferia de la doctrina, sino que va constantemente al centro y a lo esencial: Cristo, la vida de la gracia, la Iglesia, el bautismo, la Eucaristía, las grandes exigencias cristianas, la gracia actual, etc., he ahí las grandes ideas de la liturgia.

Por lo demás, no se vaya a creer que la predicación litúrgica debe someterse servilmente a los textos que la liturgia le ofrece, tiene una gran libertad en la elección de los temas.

Podríamos incluso volver la objeción a favor de mi tesis: la liturgia pone en manos del predicador una rica fuente de temas que lo encumbra muy por encima de su estrechez espiritual. Recordemos las fuentes antiguas de la predicación. Buscábamos con ansia en el Evangelio una frase adaptada a nuestro tema. Habíamos ya dado tantas vueltas a las perícopes evangélicas que nos resultaba difícil encontrar una materia conveniente. Pensábamos además que en el Evangelio no debíamos buscar más que la doctrina (ignorábamos que también ofrece comparaciones o símiles para la distribución de las gracias de la misa). Había cierta curación milagrosa, la del hijo del oficial, por ejemplo, que apenas ofrecía un apoyo para la reflexión. Pero como, de todas formas, había que partir del Evangelio, esto daba lugar a las más curiosas adaptaciones. Ahora ya es otra cosa, el Evangelio no es más que una de las fuentes y el Evangelio encuadrado y ambientado en la vida de Cristo está llamado a ser más luminoso e instructivo que nunca. El drama litúrgico de la misa en su contenido total -la epístola, el introito, las oraciones, etc.- está a nuestra disposición como fuente inagotable de temas. Podemos recurrir además al breviario con sus lecciones de la Sagrada Escritura y otros textos. 

De esta manera la Sagrada Escritura, abierta de nuevo para nosotros por la liturgia, será un inmenso arsenal para nuestra predicación. Podemos, pues, afirmar que el conocimiento de la liturgia y de la Biblia ha enriquecido a la cátedra sagrada de una manera insospechada, ha elevado la predicación a muy alto nivel, ha hecho de ella la verdadera palabra de Dios y la ha vuelto a situar en el centro del santuario. De esta manera la predicación se encuentra en cierto modo en un plan de igualdad con la Sagrada Eucaristía. He ahí las dos mesas en las que se distribuyen los dos tesoros más grandes de la Iglesia: la mesa de la Eucaristía y la mesa de la palabra de Dios. "Sin estas dos cosas me sería imposible vivir porque la palabra de Dios es la luz y el Santísimo Sacramento el pan que da vida a mi alma" (Imitación, 4, 11).

Antes de terminar, añadamos que cuando el sacerdote o diácono se dispone a leer el Evangelio, dice arrodillado o inclinado profundamente: "Purifica mi corazón y mis labios, Dios omnipotente, Vos que purificasteis los labios del profeta Isaías con un carbón hecho ascua. Dignaos purificarme también por vuestra misericordiosa bondad para que pueda anunciar dignamente vuestro santo Evangelio". Es posible que hasta ahora hayamos considerado esta bendición de nuestros labios como una ceremonia sin sentido, puesto que de hecho rara vez hemos predicado en la misa. Pero podríamos emplearla como bendición de nuestra predicación litúrgica. Si queremos anunciar al pueblo, llevarle el Evangelio de una manera viva, si queremos ser los ángeles de la buena nueva en un sentido más amplio por medio de la predicación litúrgica, necesitamos que Dios mismo bendiga y purifique nuestro corazón.
 




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