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Juan Diego Cuautlatoatzin: Homilía del Arzobispo de Mexico

 

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 Homilía que el sucesor de Zumárraga predicó sobre Juan Diego y su obra el día de su fiesta, antes de su canonización, 9 de diciembre de 1999.

        (vea también la síntesis de de las apariciones de Guadalupe 
  
                                    


"Hoy celebramos la fiesta del Beato Juan Diego Cuautlatoatzin, a quien todos conocemos como el humilde y pobre indito que tuvo la fortuna de ver en persona a nuestra Madre Santísima de Guadalupe y que, a petición de Ella, tramitó ante mi venerable antecesor Fray Juan de Zumárraga la construcción de un templo donde quedó la imagen que Ella había impreso en su tilma. 
                                     

A todos nos ha impresionado siempre su fe y su humildad, su constancia, su delicadeza. Todo eso es muy cierto y muy digno de encomio; sin embargo hoy quisiera tocar un aspecto en el que pocos nos fijamos: en lo que le debemos a nuestro Beato Juan Diego, en cuán grande es su figura ante la historia y ante la Iglesia de nuestra patria, en cuán actual es su mensaje. 
                                    
Según el libro del Deuteronomio (1-4), poco antes de su muerte, Moisés hizo una recapitulación de lo que él y su pueblo habían vivido: la liberación del yugo de Egipto, el pacto con Dios y su increíble amor por Israel; de que había habido momentos sublimes y bochornosos, de gloria y de oprobio, de fidelidad y de traición, suyas y de su pueblo. Recordaría cómo, en un principio, intentó él por sí mismo redimirlos asesinando a un capataz que los maltrataba. Luego su fracaso ante los propios hebreos, su cobardía y su huída; su acomodo subsiguiente -en sus planes, definitivo- como yerno del jeque del Sinaí; la inesperada intervención de Dios en su vida y su negativa inicial a acatar la orden que, desde la zarza, le impartía de volver a ese mismo Egipto de donde había huído, a intentar lo mismo en lo que ya había fracasado. Su aceptación a regañadientes, su regreso a Egipto, su lucha con el Faraón y las plagas, la reluctancia de su propio pueblo que prefería seguir siendo cómodamente esclavo al riesgo de la liberación; por fin, la salida triunfal dePascua; el desánimo y rebelión de los recién liberados ante el primer obstáculo del Mar Rojo y su milagroso franqueamiento... Todas las victorias y derrotas, fidelidades y traiciones protagonizadas por él, por y con ellos. Y, al final, resumía su vivencia de caudillo y liberador interperlándoles con estas palabras: "Pregunta a la antigüedad, a los tiempos remotos, desde que Dios creó al hombre, a los cielos y a la tierra, si ha sucedido algo tan grande o si se ha oído algo semejante. ¿Ha oído algún pueblo a Dios hablando desde el fuego, como tú lo has oído? ¿Intentó algún Dios acudir a sacar a un pueblo de en medio de otro pueblo con pruebas, milagros y prodigios, en son de guerra, con mano fuerte y brazo poderoso, con terribles portentos, como lo hizo el Señor vuestro Dios con vosotros contra los egipcios, ante vuestros ojos?" (Deut. 4, 32-35).
                                     
Transcurrieron los siglos; Israel gemía bajo una nueva opresión, la de los romanos, y reclamaba que les mandase la redención en la persona de un caudillo que invirtiese los papeles, instaurando un reino universal en el que ellos fueran por siempre dueños y señores... Y el Reino llegó, llegó en efecto, mil veces mejor de lo que nunca pudieron imaginarse, pues cayeron en la cuenta de que ese su Señor a quien reclamaban haberlos abandonado, los amaba muchísimo más, pues, "se hizo carne y plantó su tienda entre ellos" (Cfr. Jn. 1, 14), y su designio era efectivamente que esa donación se extendiese, a partir de ellos, a todos los otros pueblos de la tierra.
                                     

Entre esos otros pueblos estaban nuestros antepasados indios, fieles como nadie en su entrega aDios, pese a tenerla contaminada con errores tan graves como el que anunciaba Jesús en la cena: Creer que matando le daban gloria (Cfr. Jn. 16, 2), y el Amor divino quiso no sólo corregirles esa aberración, sino recompensar su entrega con un inmenso premio. Fiel a su encarnación, que lo comprometía a servirse de otros hombres para alcanzar a todos los demás, echó mano de nuestros padres españoles, los únicos disponibles en ese momento, para hacer llegar a nuestros padres indios la plenitud de su redención. Unos y otros acudieron presurosos y generosos a su llamado, pero acabaron viéndose,  entrampados en una situación que parecía reactuar lo peor de Egipto, sobre todo para los indios: explotación, esclavitud, desesperanza..."¡El adversario ha arrasado todo... prendieron fuego a tu santuario, derribaron y profanaron tu morada... incendiaron todos los templos del país. Ya no vemos estandartes nuestros, no nos queda ni un profeta, ni uno que sepa hasta cuándo...!" (Salmo 74, 7-9).
                                    
¡Pero sí que quedaba un profeta! En ese momento trágico, el Señor, a través de su Madre Santísima, acudió a un nuevo Moisés, a quien pidió no que fuera a acusar a nadie de tiranías, no que alentara al pueblo oprimido a sacudirse del yugo opresor y escapar, no que anunciara a unos la liberación y castigos a los otros, no que liberaría a unos despojando a otros, sino que venía a entregarles a ambos el amor y la liberacón que su Hijo les había ganado, a españoles y a indios, descubriéndoles su incondicional Buena Nueva de unión y de amor, revelándoles que eran hermanos, hijos de una misma Madre, que venía a pedirnos el privilegio de entregarnos a su Hijo divino y de estar ambos, Ella y El, para siempre con nosotros, para allí dárnoslo a El que es todo su amor, su mirada compasiva, su auxilio, su salvación... para allí escuchar nuestro llanto, nuestra tristeza, remediar, curar, todas nuestras diferentes penas, miserias y dolores. (Cfr. Nican Mopohua vv. 26-32).
                                     

Y fijémonos, hermanos muy amados, cuán diferente y ambicioso era esta vez el designio divino: Ya no se trataba de "sacar a un pueblo de en medio de otro pueblo con pruebas, milagros y prodigios, en son de guerra, con mano fuerte y brazo poderoso, con terribles portentos", sino de algo incomparablemente más difícil, tan difícil que cualquiera lo calificaría de imposible para la humana miseria: que enemigos irreconciliables, que para nada se comprendían y aceptaban, que no tenían en común ni lengua, ni tradiciones, ni historia, antes se veían separados por abismos de incomprensión y desconfianza, no sólo dejaran de matarse, no sólo se separaran sin exterminarse, sino que se aceptaran el uno al otro, se reconocieran hijos del amor de un mismoPadre y de una misma Madre, y se fusionaran en una familia. 
                                    
En ambos casos, en el Sinaí y en el Tepeyac, se inició el diálogo con una convocatoria y una autopresentación, y ambas dejaron inequívocamente claro de quién se trataba y qué pretendía del interlocutor, pero -siendo el mismo mensaje- fue mil veces más tierno, más amoroso y, sobre todo, más universal el que sonó en nuestro suelo. En el Sinaí se oyó: "Moisés [...] yo soy el Dios de tu Padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob [...] He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores. Me he fijado en sus sufrimientos. Y he bajado a librarlos [...] a llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, una tierra que mana leche y miel [...] Y ahora anda, que te envío al Faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, a los israelitas" (Ex. 3, 4-10). 
                                    
En el Tepeyac escuchamos eso mismo, pero de otra manera: "Juantzin, Juandiegotzin, Juanito, Juandieguito, ten por cierto, hijo mío el más pequeño, que yo soy la siempre Virgen Santa María, Madre del verdaderísimo Dios por quien se vive, el creador de las personas, el dueño de la cercanía y de la inmediación, el dueño del cielo, el dueño de la tierra... Mucho quiero, ardo en deseos de que aquí me levanten mi casita sagrada, en donde lo mostraré, lo ensalzaré, al ponerlo de manifiesto... porque en verdad soy vuestra madre compasiva, tuya y de todos los hombres que en esta tierra estáis en uno, y de las demás variadas estirpes de hombres, mis amadores, los que a mi clamen, los me que me busquen, los que me honren confiando en mí, porque allí les escucharé su llanto, su tristeza, para remediar, para curar todas sus diferentes penas, sus miserias, sus dolores... Anda al palacio del Obispo y le dirás como yo te envío, y como mucho deseo que aquí me provea de una casa, me erija en el llano mi templo. Todo le contarás, cuanto has visto y admirado, y lo que has oído". (Cfr.N. M. vv. 12-33)
                                    
Ahora bien, la respuesta del enviado, siendo también la misma, no pudo ser más diferente: Moiséslo primero que hizo fue negarse, objetando: "¿Quién soy yo para sacar a los israelitas de Egipto?" (Ex. 3, 11). Juan Diego también objetó: "Tal vez no seré oído, y si fuere oído, quizá no seré creído" (N.M. v. 64), pero sólo después de haberle asegurado: "Señora mía, Reina, Muchachita mía, que no angustie yo con pena tu rostro, tu corazón; con todo gusto iré a poner por obra tu aliento, tu palabra, de ninguna manera lo dejaré de hacer, ni estimo por molesto el camino." (N. M. v. 63)
                                   
Ambos enviados fueron inicialmente recibidos con desconfianza y rechazo. Moisés, ante eso, acarreó plagas y sembró la muerte; Juan Diego obtuvo la curación de su tío moribundo, entregó flores y una imagen que es por sí sola un poema de incondicional y maternal amor. Moisés logró separar a los oprimidos de los opresores; Juan Diego que ambos se aceptaran y fusionaran hasta darnos el ser a nosotros, sus hijos mestizos. 
                                    
Este Moisés nuestro, nuestro liberador, nuestro padre en la fe y en nuestra nacionalidad mestiza, ese titán de la fe, de la esperanza y de la caridad es a quien hoy celebramos, nuestro Juan Diego Cuautlatoatzin. Podríamos decirle mucho, pero hagamos algo mejor: terminemos intentando escucharlo a él, preguntándonos qué nos diría, qué nos dice hoy. Y no hay duda de que podría también interpelarnos: 
 

 
                                    "Pregunta a la antigüedad, a los tiempos remotos, desde que Dios creó al hombre, a los cielos y a la tierra, si ha sucedido algo tan grande o si se ha oído algo semejante: ¿Ha oído algún pueblo a Dios hablando con el canto de muchos pájaros finos, escuchando su aliento, su palabra, extremadamente glorificadora, sumamente afable, como de quien ama y estima mucho, como tú lo has oído, y quedó vivo? ¿Intentó algún Dios acudir a unir a un pueblo con otro pueblo, su mortal enemigo, ofreciendo su sombra y resguardo, ser la fuente de su alegría, llevarlos en el cruce de sus brazos, como lo hizo el Señor vuestro Dios con vosotros, ante vuestros ojos?" (Cfr. N. M. v. 8; v. 22; v. 119).
                                    
Y no podemos negarle la razón, no podemos dejar de reconocer que el Amor divino nos dió la vida a través del de su Madre Santísima; que nuestra misma existencia de nación mestiza proclama que es posible ese imposible de que los humanos no nos despedacemos, antes nos aceptemos y complementemos. Y, todo eso no obstante, ¡cuán lejos nos vemos de haber completado su obra! En estos momentos bien podría el Señor repetir de nosotros: "He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos", pero ahora esto es mucho más trágico, mucho más culpable e inexcusable, ya que no se trata de que hayamos invertido los papeles y giman los antiguos opresores bajo el yugo de sus oprimidos, sino que somos el mismo pueblo, hermanos contra hermanos. 
                                   
Unámonos, pues, hermanos, en la Eucaristía pidiendo a nuestro Padre del Cielo, por Quien vivimos, y a nuestra Madre Santísima que nos lo trajo, por la intercesión de este hermano nuestro, el más pequeño y amado de sus hijos, Juan Diego Cuautlatoatzin, que "todos los que estamos en esta tierra, y todas las variadas estirpes de hombres", podamos estar de veras y para siempre en uno".  


 
Cardenal  Norberto Rivera Carrera
Arzobispo Primado de México


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