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La Familia Patrimonio de la Humanidad

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 + Juan Antonio Reig Pla
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de Familia y Vida

A las puertas del V Encuentro Mundial de las Familias se hace necesario reflexionar sobre el ser de la familia. Un aspecto que no debe pasar inadvertido es la riqueza secular que atesora la familia como instituci�n humana. Las obras de Homero, las pir�mides de Egipto, las pinturas de Miguel �ngel o Rembrandt, son indudablemente patrimonio de la Humanidad; nadie duda del deber de conservar tales obras y de legarlas sin merma a los hombres del futuro. As� se ha entendido siempre �desde hace milenios� la instituci�n familiar. Las civilizaciones antiguas, cada una a su modo, amparaban el matrimonio y la familia; la costumbres, las leyes, las finanzas y la misma pol�tica, no s�lo han defendido, sino que han apoyado y se han apoyado siempre en la familia. El Derecho Romano �obra cumbre tambi�n de la Humanidad� y la cultura cristiana establecieron la convivencia, las libertades y los derechos de la persona en base a la familia.



La instituci�n familiar y matrimonial ha configurado la sociedad desde los recuerdos m�s remotos del hombre. Y esto no es s�lo cuesti�n de costumbrismo, de h�bitos heredados. En lo m�s �ntimo del ser del hombre est� la sociabilidad. La sociedad no es fruto de unos pactos de convivencia. �stos son invento de la modernidad, pero la naturaleza social forma parte definitoria de la misma persona humana. Por eso la sociedad est� en funci�n de la persona, no al rev�s, como pretenden las ideolog�as colectivistas; el bien com�n es �el conjunto de aquellas condiciones de vida social �el respeto y la protecci�n de la familia entre otras� que permiten a las personas alcanzar m�s plena y f�cilmente su propia perfecci�n� (Catecismo de la Iglesia cat�lica).


Y la persona es, por naturaleza �por nacimiento y por esencia�, un ser familiar. Le es debido en justicia tener padres y hermanos. Cada hombre �cada mujer� tiene derecho a nacer en familia, a vivir en familia y a morir en familia, y esto le hace m�s humano en sentido propio. �La familia es la �nica instituci�n social encargada de transformar un organismo biol�gico en un ser humano� (Goode, The family, 1965). Si alguien no alcanza este ser y este vivir en familia, tendr� indudables carencias en su vida. Tambi�n por esta raz�n la sociedad tiene el deber de proteger y cuidar la familia.


El origen de la familia est� m�s all� de cualquier ideolog�a o debate. Se basa en un hecho natural que nos remonta al Creador: la diferencia sexual var�n/mujer. El hombre no es un ser abstracto; se encarna necesariamente en uno de esos dos modos humanos de ser. Y tal diferencia apunta �tambi�n de un modo natural y sin elucubraciones� a un doble fin: la complementariedad sexual y afectiva; y la promoci�n de la vida, la procreaci�n. �Qu� supone esto? Que la familia de fundaci�n matrimonial hace justicia a las exigencias primarias de la persona y, en definitiva, a la verdad sobre el hombre. La protecci�n social y legal que, durante siglos, ha tutelado a la familia matrimonial no es, pues, un artificio. Al cuidar de la familia as� concebida, las leyes y las costumbres defienden un bien social fundamental. La familia fundada sobre el matrimonio debe ser amparada por la ley y defendida por todas las fuerzas sociales. Sin confusi�n con otros modelos de convivencia, que no responden a la verdad sobre la sexualidad humana, ni proporcionan las condiciones adecuadas para el buen desarrollo de la persona.


Esto no quiere decir, naturalmente, que deba maltratarse a nadie. Hay que buscar f�rmulas para que toda persona, en el ejercicio de su libertad, se encuentre amparada por la ley y no en situaci�n de marginaci�n. Pero es una grave injusticia que, por defender los derechos de las minor�as, se atente contra la seguridad de todos y se desvirt�e la herencia patrimonial m�s rica de la Humanidad. En el ejercicio de esa libertad �a la que se tiene derecho� nadie puede atentar contra lo que es un bien de todos. Definir la familia como el modelo de convivencia basado en la alianza matrimonial, no es mermar la libertad de nadie: es defender el n�cleo esencial de la sociedad y el �mbito m�s adecuado para el desarrollo personal.


La dificultad que presenta la cultura dominante surge por un reduccionismo de conceptos comenzado hace un par de siglos, y llegado en la postmodernidad a su m�xima expresi�n. En primer lugar, la reducci�n de la persona a individuo; por no hablar de la reducci�n a mera estructura (v�ase Levi-Strauss, Foucault). El individuo es el sujeto en s�, aislado, el ser-para-s� de Sartre; que no dice relaci�n a nada ni a nadie. Supone el empobrecimiento radical de la noci�n de persona, que es �por esencia� un ser para la relaci�n; alguien abierto a la trascendencia: abierto al otro, primeramente; abierto a la familia y a la sociedad, despu�s; abierto a Dios, en �ltimo t�rmino.


En segundo lugar, el reduccionismo de la libertad. Al convertirse el hombre en un ser-para-s�, la libertad acaba tambi�n siendo una libertad-para-la-libertad. En vez de servir a la persona, se convierte en un fin de s� misma. Esto pervierte a la persona, que ya no se considera libre para vivir la vida en plenitud, sino que, desvinculada de la verdad de la persona, la libertad le lleva a la deriva. As�, el antojo, el capricho, la comodidad o la ambici�n, se adue�an de la raz�n humana. No es posible razonar con ideolog�as de este corte. Simplemente tratan, con todas sus fuerzas, de imponer la propia libertad. Es la dictadura del relativismo, como recuerda Benedicto XVI, que conlleva la ruina �en este caso� de una herencia social y cultural de siglos, que es patrimonio de la Humanidad.

De la misma manera que se hacen �mprobos esfuerzos para defender el patrimonio cultural y art�stico, es necesaria una acci�n coordinada de todos para evitar el desmoronamiento de este pilar cultural y humano de la familia, tal como se ha entendido desde siempre. �Las autoridades civiles tienen el deber de favorecer el desarrollo arm�nico de la familia, no s�lo desde el punto de vista de su vitalidad social, sino tambi�n de su salud moral y espiritual�, recordaba Juan Pablo II en la Carta a los Jefes de Estado, con motivo de la Conferencia de El Cairo. Esperamos del Papa Benedicto XVI su palabra autorizada que nos confirme en la verdad de la familia.


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