La Santa Misa en 62 Historietas

Un Servicio de los MSC Misioneros del Sagrado Corazón

 

 

 

33.

Hasta la corona.

(Oración sobre las ofrendas)

 

Santa Isabel fue una princesa real, hija del rey Andrés de Hungría. De niña con cuatro años fue llevada desde Hungría a Eisenach. Ella debería llegar a ser duquesa de Turingia como esposa del Landgrave Luis.  Un día se celebraba la fiesta de la Asunción de la Virgen María al cielo, el día 15 de agosto.  La anciana Sofía de Turingia, madre del landgrave,  bajaba del castillo cerca de Eisenach a la ciudad para visitar con sus hijos la Iglesia de Nuestra Señora de los caballeros alemanes. Allí se celebraba la santa Misa con especial solemnidad. Las princesas llevaban sus vestidos más hermosos. Adornaban su cabello con sendas coronas de oro. Isabel llevaba una especialmente preciosa. Las damas se  arrodillaron en las bancas del coro. Allí se encontraba un enorme crucifijo. Isabel contemplaba la cruz, Miraba y miraba. Luego se quitó la corona, la colocaba a los pies de la cruz y se prosternaban ante el Señor de dolores. La madre del landgrave le susurró: "La gente se está riendo". Isabel dijo: "El buen Jesús es coronado de espinas agudas. Me burlo de Él si llevo una corona de oro". Lloraba tanto que tenía que secar las lágrimas con  el borde de su manto real.

 

Santa Isabel ya era viuda a los veinte años. Su esposo falleció de una epidemia en Italia al preparar una cruzada hacia Jerusalén. Cuidaba de los enfermos. No permitía que en el castillo ser servía buenas comidas mientras que los pobres sufrían necesidad. Por eso abandonó el castillo y  vivía en una casa semi-derrumbada como los pobres. En un pequeño hospital servía como enfermera a la gente pobre y enferma. Se arrodilló delante de ellos y les lavaba los pies, y les vendaba las heridas.

 

En la iglesia colocaba  en el día de fiesta su corona de oro a los pies de la cruz.  Con esto ha dicho: "Todo lo quiero sacrificar, todo lo quiero dar por mi Jesús crucificado". Lo ha llevado a la practica. Al quedar viuda luego de la muerte de su esposo  ha renunciado a su corona y a su dignidad de princesa y no ha aceptado el gobierno de su comarca. Vivía como pobre franciscana. Es allí donde se volvió  princesa de verdad ante Dios, llegó a ser santa.

 

 

Así debe ser también nuestra ofrenda ante Dios. En la oración sobre las ofrendas expresamos nuestra entrega. Decimos: "Acéptalo". En la mano de Dios colocamos nuestra propia voluntad, nuestro corazón. Sin embargo, es fácil decir algo y rezar así. Difícil es llevarlo a la práctica. La verdadera ofrenda se realiza no tanto en la iglesia sino en casa, al jugar y en las cosas serias. Cuando nos despojamos del egoísmo y del empecinamiento, cuando renunciamos, cuando no somos los primeros sino los últimos, entonces no sólo hacemos un teatro de como despojarse de una corona sino lo hacemos de verdad. Duele. Pero nos proporcionará bendición sobre bendición porque nos permite llegar a ser santos.

 

 

 

 

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