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CON UN CORAZÓN HUMANO CAPÍTULO 6: EL CORAZÓN DE CRISTO CENTRO DEL MISTERIO CRISTIANO Y CLAVE DEL UNIVERSO  Pedro Arrupe S.J. Superior General de la Compañía de Jesús.

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1 Corazón’, en el lenguaje humano y en la terminología bíblica, es una de esas palabras que K. Rahner ha Ilamado Urwort, es decir, palabras primigenias y generadoras, portadoras de un inmenso contenido difícilmente reductible, y, por ello mismo, con gran poder de evocación. Como en una minúscula concha marina resuena el fragor y la vida del mar, en tales palabras encuentran eco una riquísima variedad de ideas y sentimientos.

La palabra ’madre’ es otro ejemplo: ¿quién podría decir más apretadamente todo cuanto esa palabra significa, o quién podría explicar su contenido en una definición? De cualquiera de ellas podría decirse que es todo eso y algo más, porque nadie puede Ilegar en su comentario at fondo de la ‘cosa’, y menos aún transmitirlo adecuadamente.

El valor de esas palabras reside precisamente en que nos permiten entendernos acerca de realidades por demás profundas e intrinca  das. La sicología del lenguaje tiene en ellas un objeto de interesante investigación.

2. Pero su misma riqueza es, en parte, su debilidad. Porque el amplio juego que dan en la comunicación humana las hace víctimas del abuso que acaba por vulgarizarlas y marchitarlas. O las somete a una erosión que lima su expresividad. O son artificialmente exaltadas y adaptadas at efímero gusto de una moda con lo que ello tiene de caducidad. Afortunadamente, at final la naturaleza acaba saliendo siempre vencedora, y esas palabras —que más que producto humano parecen don divino— reemergen y se abren camino con su profundidad y sus valores intactos.

 

3. 'Corazón de Jesús' es una expresión que ha atravesado esas vicisitudes. Marcada por una simbología, un estilo literario y una concepción de época —necesariamente transitoria— pareció que iba a quedar sepultada bajo la ola de la renovación. No por mucho tiempo.  'Corazón de Cristo' es una fórmula de idoneidad inigualable y de raigambre tan bíblica que es insustituible. Ha sido suficiente liberarla de adherencias que no la eran propias y dejar bien en vista su primigenio, riquísimo y misterioso significado, para recuperarla.

Corazón de Jesús:  todo el amor de Cristo, Dios y Hombre, enviado del Padre por el Espíritu, que se ofrece en redención por todos, y que con cada uno de nosotros establece una relación personal.

4. "El misterio interior del hombre, en el lenguaje bíblico y no bíblico también, se expresa con la palabra 'corazón'. Cristo, Redentor del mundo es aquel que ha penetrado de modo único e irrepetible en el misterio del hombre y ha entrado en su 'corazón"' (Redemptor Hominis, 8). "En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación, se ha unido en cierto modo con todo hombre. Hugo, Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, amó con corazón de hombre" (GS 22).

 

5.        El amor del corazón de Cristo clave interpretativa de Ia historia de la Salvación.

Este don que el Padre nos hace del Cristo persona es nuestra salvación, la de todo hombre. Cristo en su encarnación interfiere en el sistema establecido de relaciones del hombre con Dios y las transforma por completo. La gran fuerza que opera esa revolución, la gran novedad de la Nueva Alianza es el amor de su corazón, y el amor que viene a despertar en cada hombre. Él se hace garante del nuevo pacto con el sacrificio de reconciliación ofrecido una vez y renovado en la eucaristía a lo largo del tiempo, sacrificio plenamente aceptado y agradable al Padre, y gloriosamente sublimado en su resurrección.

6.  La catequesis primitiva, y los evangelios que de ella nacen, son el relato de ese amor. En los cuatro evangelios se nos muestra el amor en acción. Juan, en sus últimos capítulos especialmente, y en sus cartas —singularmente en la primera— eleva el amor a categoría de tesis introduciéndonos expresamente en los sentimientos del corazón de Cristo, y avivando en nosotros el amor de correspondencia.

Pablo, por su parte, sirve de difusor universal entre las gentes de la Buena Noticia que constituye la nueva condición del hombre, 'la nueva creatura', al haberse consumado el amor de Dios que deroga la vieja ley. En este sentido, el cuarto evangelio y el 'corpus paulinum’ se iluminan y complementan maravillosamente.

7.  Si el Antigua Testamento es en esencia Ia historia de una tensión humana frente al Dios Creador que puede sintetizarse en la contraposición 'corazón de piedra/corazón nuevo', el Nuevo Testamento se sintetiza en la nueva relación amorosa 'cor Christi'/'cor hominis'. Así, un término tan congenial al lenguaje semítico, es elevado en la proclamación neotestamentaria a un insuperable grado de significación: los sentimientos y acciones del Hijo de Dios y de cada hombre en su reciproca relación.

 

8.        Cristo, definido por su corazón.

No es posible encontrar en las páginas del Nuevo Testamento una palabra que más rápida y certeramente, con más profundidad y más calor humano se aproxime a una definición de Cristo que su ‘corazón'. Mucho de lo que Juan piensa y dice de Cristo cabe en el término 'logos', pero son también muchas páginas suyas las que quedan fuera, y gran parte de lo que nos dicen los sinópticos. Fuera, se entiende, de las connotaciones humanas en que acá y allá se manifiesta la rica personalidad de Cristo.

El 'logos' tiene una resonancia mental que no 'describe' inmediatamente a Cristo. Pocos, en cambio, serán los pasajes del evangelio en que no se transparenten algunos de los rasgos interiores que compendiamos en su corazón. Más aún: los signos exteriores, sus parábolas y discursos, la vida toda de Cristo tal cual se nos propone en los evangelios --incluso considerados como ‘kerygma'— no son plenamente comprensibles ni comprendidos en todo su profundo significado más que si son leídos desde su corazón. Leídos en esta clave, en cambio, Jesús es percibido más plena e indivisiblemente en cada momento de su vida. Todo cuanto hace y dice en cualquier escena nos da la medida completa de su ser interior, de su infinita coherencia divino/humana, persona plenamente entregada a la misión recibida del Padre. Y es precisamente a ese plano interior de Cristo al que importa Ilegar a través de sus palabras y sus obras.

9.  Por eso no es un arcaísmo pietista referirnos a Cristo en su corazón para sintetizar en una palabra todo el conjunto de valores que atisbamos en su persona. No hay ninguna otra expresión que mejor sugiera "la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo, que supera todo conocimiento" (Ef. 3,18). Ni el logos de Juan, ni Sabiduría, ni Hijo del Hombre, ni Mesías. Ni siquiera las definiciones que en sentido metafórico Jesús se aplica a sí mismo: camino, verdad, vida, luz, buen pastor, vid, pan, etc. El mismo Jesús, cuando lejos de toda metáfora ha querido describirse en sus más profundos sentimientos, ha apelado al lenguaje más comprensible: "aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón" (Mt. 11,29).

 

10.      Cristo valora el corazón de cada hombre.

Cristo valora a los hombres por su corazón. Ciertamente, en la predicación profética es ya un tópico la insistencia en las disposiciones interiores: Jeremías (4.1-4 y passim) y Ezequiel, sobre todo, y esa maravilla del lenguaje del converso que es el SaImo 50/51, el Miserere. Juan, el Precursor, centra su predicación en ese tema y con la misma impostación de los profetas. También lo hará Jesús; pero si antes el amor iba implícito en el dolor de contrición ("trituración" del corazón), en la predicación de Jesús se invierten los términos y es el dolor el que va implícito en el amor.

11. Para Cristo es primordial la coherencia e integridad del hombre. Si hay algo que le ha encendido en santa ira es la insinceridad farisaica, la doblez del corazón, el sustituir el amor con la justicia de las apariencias.

Cristo es reiterativo en afirmar que la sede de la bondad o de la maldad del hombre es el corazón. La exaltación del ser interior del hombre queda consumada en una línea en que los profetas apenas habían avanzado nada: vincula al interior del hombre la capacidad de incorporarse al Reino de Dios, un reino cuya presentación veterotestamentaria es definitivamente desechada. Es en el corazón del hombre donde, restaurada su filiación divina, se ultima la unión del hombre con Dios. El Reino, antes de su consumación escatológica, no es más que la eklesia, el pueblo de quienes por la fe han recibido esta transformación interior (cfr. 1 Cor. 1,2) y fraternalmente unidos caminan a la casa del Padre.

12. El elemento de referencia en la relación corazón de Cristo/ corazón del hombre es el amor. Más que la fe, más que cualquier otro sentimiento, es el amor lo que define trascendentemente al hombre y es, también, lo que más se aproxima a una definición de Dios. Dios es amor. Cristo corresponde al infinito amor del Padre con un amor y obediencia absoluta, y, al mismo tiempo, ama a los hombres hasta el fin (Jn 13,1).

En el corazón de Cristo se funde el amor al Padre como Verbo y como Hombre, y el amor a los hombres. En el corazón del hombre redimido por Cristo este amor debe encontrar una proporcionada correspondencia. Tal es el caso de Pablo: "Me amó y se entregó a si mismo por mi" (Gal 2,20). En la única persona divina de Cristo, las dos naturalezas constituyen un encuentro de amor.

 

CRISTO: UN NUEVO CONCEPTO DEL AMOR

 

13.      El amor de Yahveh en el A.T.

Desde el principio Dios tomó la iniciativa de un diálogo de amor con los hombres. Pero no puede decirse que la propuesta divina haya sido plenamente entendida ni correspondida por ellos. El hombre bíblico 'conoce' a Dios, y conocer una cosa, para el semita, es tener ya cierta experiencia de ella, y amarla en cierto modo. En una primera época predomina el concepto de un Dios creador, misterioso y distante, que elige sus amigos y confidentes entre los hombres: los patriarcas y profetas. Son los testigos del drama de amor y de ira de Yahveh. El pueblo responde con la adoración y la obediencia. Muchos salmos pre-- y postexílicos atestiguan que no sólo el pueblo en conjunto o sus guías, sino cada uno, sobre todo el 'pobre', el 'pequeño', el `justo', es amado por Dios.

14. Pero quedan muchas oscuridades e interrogantes. ¿En qué se traduce el amor de Yahveh? ¿Cómo se le corresponde? ¿Qué relación tiene amor de Yahveh y amor al prójimo?  Yahveh es aceptado como el Dios Único, creador, protector y misteriosamente remunerador. Su amor se hace tangible en la oferta de una alianza por la que se desposa con su pueblo elegido. La respuesta de Israel no puede ser otra que sumisión y fidelidad: obediencia a la ley. Esa sería la traducción del primer precepto del decálogo: amar a Dios "con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas" (Dt 6,5).

Incluso el Cantar de los Cantares no es, en el fondo, nada más que la exaltación poética de la alternancia de posesión y búsqueda entre Yahveh y su pueblo. Paralela a la línea profética que presenta la alianza como relación de amor, existe, sin embargo, la línea legal, que acaba predominando, y centra cada vez más absorbentemente la fuerza de la alianza en la aceptación de la ley y la obediencia: una ley que prolifera en incontables preceptos, que se vuelve agobiante y tiene el peligro de sofocar el amor. El amor de Yahveh viene a ser en buena medida el temor de Yahveh. El centro de gravedad bascula sensiblemente de lo cordial a lo servil. Este hecho motiva los acres reproches de Cristo a los fariseos.

15. Y quizás no podía ser de otra manera, dado que la revelación trinitaria estaba por hacer. El amor no podía ser perfecto sin conocer a Dios como Padre, sin saberse hermanados al Hijo, sin recibir al Espíritu. ¿Y cómo esperar la intervención personal de Yahveh en la historia de su pueblo insertándose entre sus miembros? La concepción mesiánica está condicionada por estas oscuridades. Se espera un mesías regio, un mesías sacerdotal y, sobre todo, un mesías liberador. Quedan sin definir con precisión sus relaciones con Dios y sin atisbar siquiera sus relaciones con los hombres. El velo que cubre el misterio de la Trinidad durante el tiempo de la promesa oculta también la plenitud del amor. La pluralidad de personas es una vaga y metafórica intuición, y apenas permite la identificación del Enviado con una de tales personas. Y que ese Enviado haya de padecer y morir será escándalo para los judíos. Puede decirse que no estaban preparados para tal amor, para tan gran amor. Cristo, en cuanto definido por su corazón, rebasa todas las expectativas del Antiguo Testamento y se constituye en clave de toda la historia de la salvación.

 

16.      El amor del prójimo en el A.T.

También el amor fraterno está sometido a limitaciones y oscuridades.  Es cierto que el Levítico completa el amor de Dios con un `segundo mandamiento':  "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Lv 19,18) y "Amarás al extranjero como a ti mismo" (Lv 19,34). Pero 'prójimo' se identifica prácticamente con 'hermano', es decir, con quien forma parte del pueblo de la promesa. Sobre todo, después del exilio, el ámbito de la fraternidad tiene reconocidos Imites.

El extranjero que debe ser amado es el extranjero de paso (forastero) o residente ("pues forasteros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto" DT 10,18), pero excluye a los gentiles que, por definición, son enemigos de Dios y consiguientemente, enemigos de su pueblo. La pregunta "¿Quién es mi prójimo? ' no tiene clara respuesta, aun para el israelita de mejor voluntad; y para el de aviesas intenciones es buen terreno para una celada. Esa es la pregunta que servirá al Señor para una Impida respuesta: la parábola del 'buen samaritano' (Lc 10,25-27).

17.  El caso extremo de enemistad es la que se da por motivos religiosos. Es tanto más fácil de justificar cuanto que aparece revestida de celo y piedad. ¿Si el mismo Yahveh puede volverse enemigo de su pueblo infiel, y castigarlo y hacerlo sufrir, está justificada la enemistad del israelita para con el idolatra, el disidente o el público pecador?  Llegan a hacerse religiosas las patéticas muestras externas de su horror al pecado y se establece una fervorosa competencia al expresar las imprecaciones: desde el simple mantenerse a distancia del impuro, o negar el trato al disidente (samaritano, por ejemplo) o rasgarse las vestiduras ante el blasfemo, hasta la lapidación.

 

18.  Cristo manifestación del amor del Padre

Dios había manifestado su amor a los hombres en el Antiguo Testamento a través de la predilección por un pueblo concreto. Establece con él una alianza, le da una tierra de promisión, lo reconduce a ella desde sucesivos destierros. Es una historia de tormentoso amor. Pero llegada la plenitud de los tiempos el amor del Padre a los hombres se hace con un esquema totalmente nuevo, con un gesto irrepetible: su Hijo es ‘enviado' a protagonizar en la tierra el drama del dialogo de amor entre Dios y el hombre.

Este envío del Hijo consuma cuanto de más amoroso hay en el tiempo de las promesas: "todas las promesas de Dios han tenido su si en él" (2 Cor 1,20), y "en él se ha manifestado el amor que Dios nos tiene" (Rom 8,39). La iniciativa de este nuevo planteamiento es exclusivamente divina y pone de manifiesto que no tiene otra explicación que el amor: "enviando su Hijo al mundo, Dios nos manifestó cuanto nos ama. (...) El amor consiste en esto: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo" (1 Jn 4,9 ss).

19. De esta manera, el amor de Dios ya no se seguirá manifestando solamente con acciones, sino a través de una Persona divina que por el mismo hecho de su encarnación en naturaleza humana es la concreción suprema de ese amor.

En Cristo, Dios ama infinitamente al hombre y es amado por El. De ahí que Cristo demuestre su autenticidad de enviado del Padre, más que por su omnipotencia —sus signos— o por su omnisciencia, por la concepción del amor, radicalmente nueva, que viene a promulgar y a protagonizar.

El salto cualitativo del amor del Antiguo Testamento al amor promulgado por Cristo afecta tanto al amor de Dios como al amor fraterno. Por la revelación de su naturaleza divina y por su aceptación del supremo sacrificio, Cristo abre los ojos de los hombres a la realidad del infinito y purísimo amor que por rescatarnos y reconducirnos a su filiación "no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros" (Rom 8,32). "Cristo nos amó y se entregó por nosotros" (Ef 5,2). Es un amor que no guarda relación alguna con la relación pre-establecida en el testamento antiguo, si no es Ia de consumación de la promesa.

20.  En cuanto al amor fraterno, a la caridad universal, no es menor el salto cualitativo introducido por Cristo. La novedad consiste en Ia supresión de toda limitación en el concepto de prójimo en la intensificación y sublimación del motivo de la caridad. Que las obras exteriores en que se traduce esta caridad hayan de ser de una generosidad sin límites, no es más que una evidente consecuencia.

Pero antes de analizar estos conceptos, es oportuno hacer dos consideraciones fundamentales:

 

21.  Cristo portador del amor del Padre

La primera es Ia clara conciencia que Jesús tiene del carácter innovador del amor que el promulga, y de que al obrar así trasciende la ley y los profetas y declara su condición mesiánica. En el compendio doctrinal que Mateo ha recogido en los capítulos 5 a 7 de su evangelio, no menos de seis veces Jesús introduce su enseñanza preceptiva con esta fórmula rebosante de significado: "Habéis oído que se dijo a los antepasados...  Pero yo os digo..." (Mt 5-21,27,31,33,38,43).

No hay duda de que —por mucho que esta reiteración enfática pueda ser un reflejo de gusto semítico— es el eco veraz de una decidida voluntad de Cristo de ser entendido acerca del carácter innovador de su doctrina y de que se coloca a si mismo por encima de la ley. Tres de los preceptos tan solemnemente promulgados tienen por objeto la caridad. La tajante actitud manifestada por Cristo en esta materia solo tiene paralelo en la demostrada en la abolición del divorcio.

Cuando Cristo al final de su vida haya desvelado plenamente en sus planos más profundos toda su concepción del amor, afirmará sin rebozo que se trata de un mandamiento "nuevo" (Jn 13,34), como es también nueva la alianza basada en su sangre que va a ser derramada por nosotros (Lc 22,20) como prueba suprema de ese amor. Tan sorprendente es esta novedad, que, ya al principio de su predicación los oyentes exclaman: “¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva, expuesta con autoridad! " (Mc 1,27). El amor es la más brillante novedad del Evangelio; es, por antomasia, el mandamiento que el Señor ha querido Ilamar "mío" (Jn 15,12).

 

22.      Un solo amor

La segunda consideración es esta: la razón de amar al prójimo es una razón teologal que lo vincula íntimamente con Dios. No son dos amores paralelos, ni el amor al prójimo es un amor de subordinación. Es el doble frente de un único amor, como es único el amor trinitario y es único el amor con que Cristo ama al Padre y a los hombres. La aproximación del segundo mandamiento al primero (que, como veremos más tarde, adquiere en la exposición de Pablo y Juan su máxima expresión) obedece a esta causalidad profunda: no se puede amar a Dios sin amar a los hermanos, y el que por Dios ama a los hermanos, ya está amando a Dios. (Cf Mt 5,45 y Lc 6,35).

23. Los tres sinópticos refieren momentos en que Cristo asimila el amor al prójimo al amor de Dios. En Mateo (22,34-40) y en Marcos (Mc 12,28-34), es Cristo quien responde a Ia pregunta provocativa del fariseo enlazando con cierto desafío la formulación de ambos mandamientos. En Lucas (10,25 ss.) quien debe responder a la pregunta defensiva de Cristo es el legista malévolo. Al precepto del Deuteronomio (Dt 6,5) sobre el amor de Dios, empalma el del Levítico (Lv 19,8) sobre el amor del prójimo. Prójimo, claro está, tal como el legista lo entiende. Para corregir esta noción, Jesús le narra Ia parábola del samaritano compasivo.

 

24.   Cristo manifiesta su propio amor

De ninguna otra cosa ha hablado tanto Cristo —si se exceptúa, quizá el Reino:  "Semejante es el reino de los cielos..."— como del amor. Pero incluso las parábolas del Reino están expuestas en un contexto de amor. Basta el amor con todos sus 'armónicos' —amistad, compasión, tolerancia, bondad, paciencia, misericordia, tristeza, esperanza, alegría, etc.— para describir a Cristo en su hombre interior, en su corazón. Cristo llama a la bondad y al amor unas veces directamente, desde las Bienaventuranzas al discurso de la cena; otras indirectamente y a través de sublimes alegorías: el hijo prodigo, la dracma perdida, la oveja descarriada, el ciclo más amplio del buen pastor. Cristo “pasa haciendo el bien" (Act 10,38) y despliega su poder taumatúrgico en 'signos' que son más frecuentemente actos de bondad que comprobantes de su mesianidad.

 

25.      Amor sin límites: universal

Si el amor que Cristo practica y enseña es Ia novedad radical del evangelio, como queda indicado anteriormente, ello se debe a que suprime formal y absolutamente los Iímites y restricciones con que precedentemente era concebido. Es sabido que "amarás al prójimo como a ti mismo" (Lv 19,18) es ya el segundo mandamiento de Ia antigua ley. Pero basta comparar este texto con aquel en que se promulga el primero (Dt 6,4-9) para apreciar la diferencia de énfasis entre ambos preceptos. El concepto prójimo es impreciso. La oscilación semántica de los términos veterotestamentarios con que se lo designa —'el otro', 'el hermano'— indican ya ésta imprecisión. De hecho, cuando el decálogo promulgado en otra parte (Ex 20,2-17 y Dt 5,6-21) es compendiado en una sola frase (Dt 6,5), desaparece toda mención del amor del prójimo: "Amarás a Yahveh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza". Ha desaparecido toda mención del prójimo.

26. Cristo rompe el muro de la fraternidad restringida, y esto es su gran revolución del amor: redención universal, filiación universal, fraternidad universal y amor universal, son realidades correlativas, lógicamente trabadas y reversibles. Veremos que hay sólo una salvedad: la preferencia por el más necesitado.

 

27.      Amar al enemigo

Pero es necesario mencionar expresamente las dos aplicaciones más innovadoras de Ia universalización del amor proclamada por Cristo.  De él no quedan excluidos ni siquiera las dos categorías cuya excepción estaba legal y religiosamente consagrada: el enemigo y el pecador.

Toda Ia historia de Israel es una lucha por la supervivencia. El odio al enemigo Ilega a ser un sentimiento religioso que encuentra expresión incluso en los libros sagrados (Salmos 137, 139, etc.). Se sanciona la enemistad contra el enemigo personal, el ladrón, el que tiende lazos al justo. Y es ya un progreso en la moderación de la venganza el estipular que la represalia no deba exceder los Imites de la ofensa: "Conocéis lo que está escrito: 'Ojo por ojo y diente por diente'. Pero yo os digo...". (Mat. 5,38; Lc. 6,27). Jesús es taxativo: "Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os maltraten". Es este uno de los momentos cumbres del evangelio, porque descubre la esencia del cristianismo: el amor fraternal sin condiciones.

28. Jesús desarrolla su pensamiento en hipérboles semíticas: presentar Ia otra mejilla, añadir la túnica al manto, seguir una milla de añadidura. La conclusión del texto es de suma importancia, porque Jesús razona su precepto: "para que seáis hijos de vuestro Padre celestial que es bueno incluso para con los ingratos y perversos".

La imagen que Jesús da del Padre ya no es la del Dios que inspira Ia venganza, sino la del Padre cuya perfección se muestra en su misericordia: todo concluye con esta trascendental exhortación "Sed, pues, perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5,48). ¿Qué revolución de valores podría imaginarse superior a esta? ¡Ahora es el enemigo el que debe ser amado, y precisamente porque ese es el comportamiento de Dios!

 

29.   Amar al pecador

Aún hay más: hay que amar al enemigo de Dios, al pecador. La Escritura ha ensalzado el odio que Dios siente hacia la idolatría, la rapiña, el perjurio y todo pecado (cf. Dt 12,31; Jer 44,4; Zac 8,17; Prov. 5.16) y consecuentemente al pecador que en cierta manera forma cuerpo con su pecado y puede ser castigado con una enfermedad impura. El israelita afirma su piedad odiando al pecador. Y he aquí que Jesús declara haber venido para ellos, no para los justos (Mc 2,17) y, situándose en la Iínea de predicación profética, tanto él como su precursor anuncian Ia Buena Nueva sobre el supuesto de la propia conversión.

En Jesús compite su denuncia del pecado con una inagotable misericordia para con el pecador. Jesús escandaliza perdonando el pecado de la adultera, conversando con Ia samaritana - sanando y perdonando a tullidos y posesos, haciendo caso omiso de las impurezas legales, sentándose a la mesa de los pecadores. Jesús define al Padre y a si mismo por su corazón abierto al perdón en la parábola del hijo pródigo, en el ciclo del buen pastor. Con su vida toda y en su muerte confirmara cuanto ha predicado. Acabará Ilamando amigo a quien le entrega y pidiendo perdón para quienes le crucifican.

30. Más aún que sus palabras, es la vida de Cristo la que Ianza Ia revolución del amor. Samaritanos, gentiles de Canaán, Tiro o Sidón, funcionarios de la ocupación, publicanos, prostitutas, leprosos, todos caben en su corazón. Para amar a los pecadores Cristo ha saltado las barreras de la impureza legal, la observancia del sábado, Ia división religiosa, el carácter sacro de las ofertas al templo... Amando a los pecadores Cristo ha quitado al odio el último de sus pretextos: el celo religioso.

 

31.      El supremo amor del Corazón de Cristo

Pudiera parecer que a la proclamación del amor universal hecha por Cristo desde el comienzo de su ministerio, y del que toda su vida ha sido una constante confirmación, no pudiera añadirse nada. Todos los aspectos del amor han quedado ilustrados: el amor a quien él ha ensenado a Ilamar ‘Padre', el amor a su propia persona, el amor fraterno. Pero Cristo ha reservado para la última hora —y esta palabra puede emplearse aquí en sentido joánico— la más sentida y penetrante lección de su pedagogía del amor. En su atardecer preagónico, cuando el tiempo apremia y no debe retener ya nada a la plenitud de la manifestación de su corazón, cuando sus discípulos han sido testigos de su vida y de su obra y van a serlo de su sacrificio, Jesús les descubre el entramado de razones sublimes que esta al fondo del amor que él les tiene y que ellos deben tenerse.

32. "Amaos los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 13,34). Con razón puede describir este mandamiento como nuevo, puesto que nueva es tan inimaginable medida del amor. "Amarás al prójimo como a ti mismo. Yo, Yahveh" (Lv 19,8). La medida del amor precristiano, que hubiera podido parecer un ideal, muestra a la nueva luz toda su insuficiencia. "Como yo os he amado". Ese comparativo es el impulso perennemente urgente que desde entonces urge a cada creyente en Cristo a un amor a los demás y a una entrega sin Iímites. Es una meta a la que hay que aspirar siempre, aun sabiendo que no se la podrá alcanzar nunca.

Solamente "por Ia acción del Espíritu en el hombre interior... arraigados y cimentados en el amor, podremos comprender cuál es Ia anchura y Ia longitud, Ia altura y Ia profundidad del amor de Cristo, que excede todo conocimiento" (Ef 3,17).

33. "Como yo os he amado" Ileva en si todo el misterio de la encarnación, la 'kenosis' aceptada como condicionamiento del misterio pascual, el don de sí mismo en la eucaristía, la consumación de su sacrificio y Ia perpetua intercesión ante el Padre. Jesús habla como hombre a aquel puñado de hombres amedrentados, pero en sus palabras resuena el eco del amor de Dios. La contraprueba de esta medida increíble de su amor, va a ser doble.

34.  Proclama un nuevo principio comparativo del amor, y se someterá al mismo: "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos" (Jn 15,13). A menos de un día de su muerte este enunciado es la proclamación de un amor supremo, es la medida del amor que el les tiene, y, por tanto, la medida del amor que ellos deben profesarse mutuamente. El amor está medido por la donación de si mismo. Jesús se enfrenta con la muerte y Ia acepta con consciencia de amar en ella a todos los hombres. Los discípulos entenderán el valor de esta aclaración del "como yo os he amado": muriendo por vosotros.

35. La segunda aclaración es Ia apelación a un misterio: "Como el Padre me amó, así os he amado yo también a vosotros" (Jn 15,9). Lo repetirá casi con las mismas palabras momentos después en la 'Oración Sacerdotal':  "Yo les he amado a ellos como to me has amado a mí". Son palabras que hay que recibir con un respeto que inhibe toda posibilidad de declaración. Todo el corazón de Jesús se vuelca en esa confidencia suprema que sobrepasa cualquier medida humana, porque apunta ya al infinito amor intratrinitario: el amor mutuo del Padre y del Hijo.

Y esa es, sin embargo, la medida del amor a que se nos impele: amaos los unos a los otros como yo os he amado, y yo os he amado como el Padre me ama a mí. La innovación más radical que el evangelio aporta, la caridad, queda así consumada en su expresión insuperable.  Pero, ¿no es una hipérbole?  No lo es. Al contrario, es una afirmación deliberada, consciente, y que el evangelista pone de nuevo en labios de Jesús como frase conclusiva de su largo discurso, inmediatamente antes de dar comienzo al relato de la pasión: "Que el amor con que to me has amado este en ellos, y yo en ellos" (Jn 17,26).

36.  Esta inserción del Padre como referencia del amor entre Cristo y los hombres, en el momento culminante de la revelación del amor es sumamente iluminadora. La misión de Cristo es, entre otras cosas, la revelación del Padre. Por eso es importante dejar asentado que la paternidad se ejerce también en el amor, amor al Hijo, y amor inmediato del Padre a los hombres. El Padre, invocado en la agonía del huerto y en la cruz, trances supremos de la prueba de amor, es invocado también en la proclamación de la caridad fraterna. "El Padre me ama porque doy Ia vida para recobrarla de nuevo" (Jn 10.17), el mismo Padre que “amó tanto al mundo que le dio su Unigénito para que no perezca quien crea en el" (Jn 3,16). La caridad fraterna vivida como enseña Cristo es una inmediata vía de acceso a la Trinidad.

 

37.      Cristo en los hermanos

En el amor así concebido Ilega a su culmen la unificación de los dos antiguos preceptos: ya no hay más que uno. La misma caridad que nos Ileva a Dios debe acercarnos a los hermanos. En ellos debemos encontrar a Dios. Cristo está en ellos, sobre todo en los más necesitados, en los pobres, en los pequeños (Mt 25,40). Durante toda su vida les ha mostrado su predilección y siguiendo su ejemplo a ellos deben ir nuestras preferencias.

Si el discurso sobre el amor es el final del evangelio de Juan anterior a la pasión, el mismo lugar ocupa en el de Mateo la proclamación de esta identificación de Cristo con los pobres. Es como un especial empeño de que ello quedase bien grabado: "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños (hambriento, sediento, desnudo, forastero, enfermo, oprimido), a mí me lo hicisteis" (Mt 25,40 y 45). Un amor de Dios que no vaya contraseñado por el amor a los hermanos será siempre sospechoso. ¿Porque “quien no ama a su hermano a quien ve, como va a amar a Dios, a quien no ve? " (1 Jn 4,20).

Juan recuerda con vehemencia que es iluso el amor de Dios que no va acompañado del amor del prójimo, y su lenguaje de elevación casi gnóstica se vuelve incisivo y concreto para descubrir que sería una inconsecuencia: "Si alguno que posee bienes de Ia tierra ve a su hermano padecer necesidad y le cierra el corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios? " (1 Jn 3,17). 'Le cierra el corazón' es negarle el amor y Ia condivisión a que Ileva el amor. Porque no hay palabra más directa para apuntar al amor que Ia palabra 'corazón’.

38. Pablo en su conversión asimilará plenamente esta doctrina. Él es el autor del más hermoso himno al amor de Cristo (Rom 8,31 ss.), y del vibrante elogio de la caridad (1 Cor 13). Él es el promotor de la ayuda entre las Iglesias, y hace de este socorro, hecho en nombre del amor, instrumento de unidad cuando amenazaba la división entre las iglesias de antecedentes judíos y las nacidas en la gentilidad (Gal 2,10; Rom 15,26; 1 Cor 16,1-4).

Dos capítulos Íntegros de su segunda carta a los Corintios están dedicados a organizar, urgir y dar sentido a la colecta (2 Cor 8, y 9). Tan ardiente es Ia palabra de Pablo que Ilega a resumir hiperbólicamente en la caridad fraterna todo el contenido de la ley: "Toda Ia ley alcanza su plenitud en este solo precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Ga 5,14).  Es la vieja fórmula del Levítico breve e incisiva, reflejo de su formación rabínica, que le sirve para alentar a las iglesias de la diáspora en el ejercicio del mutuo amor: "Servíos por amor los unos a los otros" (cf. Ia misma exhortación en Rom 13,9-10).

39. Santiago, con los semitismos que le son propios, dentro de un estilo más homilético que epistolar, ensalza a los pobres y advierte severamente a los ricos. La caridad hay que mostrarla con obras, para que Ia fe no sea estéril.

 

40.   Caridad y plenitud

Es sabido que plenitud, 'pleroma', es un concepto fundamental en la teología paulina. Aparte una plenitud de los tiempos, ahí está la plenitud que habita en Cristo, y también la Iglesia como plenitud de Cristo.  Esta concepción grandiosa aflora por doquier en las cartas paulinas, sobre todo en sus pasajes más líricos y de más difícil sintaxis cuando el entusiasmo por Cristo, la Iglesia o una comunidad determinada, le lanza a sus geniales concepciones de altos vuelos. En la idea que Pablo tiene de Ia plenitud de Cristo y de Ia Iglesia hay una fundamental componente de amor.

No es solo que el amor es el hilo conductor de todo el plan divino de salvación y lo que da armonía a sus diversos aspectos: la plenitud de Cristo en quien el Padre ha puesto todas las cosas y Ia plenitud de Ia Iglesia como cuerpo místico de Cristo. "Dios nos ha elegido en Cristo antes de Ia creación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia por el amor" (Ef 1,4). Es el amor de Dios el que nos elige, y a ese amor corresponde "el amor que tenemos a Dios, infundido en nuestros corazones por el Espíritu que nos ha sido dado" (Rom 5,5). El arrebato Iírico que es su himno a la caridad (Cor 13) es, teológica y antropológicamente hablando, un maravilloso exponente de la gran novedad del evangelio: la manifestación del amor del corazón de Cristo que establece nuevas relaciones entre Dios y el hombre y entre los hombres mismos.

41. Juan expone la misma doctrina. La recoge directamente de los labios de Cristo en el discurso último de Jesús, cuando la proclamación del amor que EI nos tiene y de que este amor es la medida del amor entre los hermanos, parece descargarle ya de la última y definitiva responsabilidad que completa su misión: "Os he dicho esto para que mi gozo", esto es, el gozo mesiánico del Hijo de Dios, "esté en vosotros y vuestro gozo sea completo" (Jn 15,11), "Les he dicho estas cosas en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría colmada" (Jn 17,11).

La plenitud del gozo de Jesús de que Juan ha sido testigo, es también un sentimiento que hace repetidamente suyo cuando comunica ese testimonio:  "Os escribo esto para que nuestro gozo sea completo" (1 Jn 1,4; 2 Jn 12). Juan sabe que amándose los hermanos Ilenan de gozo el corazón de Cristo, y que participar de ese gozo, y generarlo en los corazones de quienes creen en El, es ya un preanuncio de la plenitud de fruición que los incorporados al Reino disfrutaran cuando sean asumidos en Ia gloria del Padre y el amor humano se inserte en el infinito amor trinitario.

Allí comprobarán que "Dios es amor, y todo el que ama, puesto que el amor es de Dios, ha nacido de Dios y conoce a Dios" (1 Jn 4,8 y 16). Ser de Dios, y conocer a Dios, en el lenguaje joánico es un modo de poseer y ser poseídos por él. El amor humano tiene su referencia de origen y de destino en el amor trinitario. No es posible más alta cima.

42.  Nosotros estamos a veinte siglos de la promulgación del Único mandamiento del amor. Un mandamiento que sigue urgiéndonos. El amor fraterno sigue siendo una necesidad de todos los hombres y de todos los tiempos, y más perentoria aun en los nuestros en que el mundo se ha convertido en un global village, con una interacción humana de alcance auténticamente universal. La fraternidad universal no es ya un aspecto cualitativo del amor, en cuanto no le pone condicionamiento alguno.; sino una realidad cuantitativa, pues la revolución experimentada por las comunicaciones, la tecnología, y las posibilidades de trasvase de recursos, hacen que, querámoslo o no, hoy todos seamos testigo y sin posibilidad de alegar ignorancia y, por tanto, responsables, de Ias miserias de nuestros hermanos en cualquier parte del orbe.

43.  Todas las tragedias modernas son en último término una herida al amor o un desafío a nuestra capacidad de amar. La tragedia del odio fratricida entre Caín y Abel sigue proyectando su sombra sobre nosotros: “ya sabéis el mensaje que habéis oído desde el principio: que nos amemos unos a otros. No como Caín, que, siendo el maligno, mató a su hermano" (1 Jn 3,11) sino al contrario, "en esto hemos conocido al amor en que El dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar Ia vida por los hermanos" (ibíd.).

 

44.   Peligro de la vieja dicotomía

Por eso urge clamar contra la resurrección de la vieja dicotomía judaica que traza una frontera entre el amor de Dios y el amor del hermano; disociación contra natura que el Corazón de Cristo quiso remediar para siempre. Sería desandar el evangelio. No hay verdadero ni pleno amor de Dios no se lo manifestamos también en los hermanos, y concretamente en aquellos en quien él nos dijo que debíamos reconocerle. Ni hay verdadero y pleno amor a los hermanos si en ellos si no vemos y reconocemos a Dios y rebajamos Ia caridad al nivel de Ia filantropía, hurtándola su dimensión trascendente.

Cualquiera de esas actitudes olvidaría que "Ia ley fundamental de Ia perfección humana, y, por tanto, de Ia transformación del mundo, es el mandamiento del nuevo amor" (GS 38. cf. también No. 24). Todos los excesos de un horizontalismo reductivo o de un verticalismo desencarnado son una opción, entre el "primero y principal mandamiento" y "el segundo que es igual al primero", que después del discurso de Ia Cena ya no tiene sentido. Son una corrupción letal del modelo de amor proclamado por Cristo.

45. Y así es, por desgracia, como parece que podrían sintetizarse los extremos teóricos de dos Iíneas divergentes en el pensamiento actual y en la acción cristiana. No se puede exaltar tanto el Jesús humano, el de la predilección por los sencillos y los pobres, el teorizador del desprendimiento de los bienes, el perseguido por las estructuras religiosas y civiles de su tiempo, que quede en penumbra el Cristo, el Hijo del Padre, que vino a este mundo para salvarnos a todos del pecado y a infundir en nuestros corazones el amor del Padre y la certeza de una vida futura. Ni se puede tampoco centrar la atención de tal manera en la primacía de la fe, la gracia y la espiritualidad del Reino, que no se oiga con suficiente atención el clamor de los pobres, ni se caiga en la cuenta de los términos existenciales y humanos por los que, en tantas ocasiones, pasa hoy el amor fraterno.

Ambas concepciones son casos típicos de un reduccionismo destructor. Jesús es, si, el modelo ideal de 'hombre para los demás' que sufrió pena en una ocasión en que sus oyentes Ilevaban tres días mal alimentados por seguirle (¿cómo sufriría hoy su corazón ante el masivo, profundo y persistente fenómeno del hambre?), pero es, ante todo, el Jesucristo "que nos ama y que nos ha liberado de nuestros pecados por el sacrificio de su sangre" (Apoc 1,5).

 

46.      Experiencia y conocimiento de Cristo

La causa de esta dicotomía o, por decirlo más pragmáticamente, de esa esterilizante fragmentación del Cristo del evangelio, está, seguramente, en que no hemos interiorizado en nosotros, por el conocimiento y la experiencia, las múltiples irisaciones del "amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por la acción del Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rom 5,5)

Nuestro corazón está en peligro de seguir siendo duro como el de Israel durante la ley. Nos falta la "circuncisión del corazón" (Rom 2,29), la que nos libera de Ia antigua alianza de Ia sumisión para entrar en la nueva del amor. Sólo esa interiorización y esa vivencia de Cristo, en experiencia de fe y de caridad, nos permitirá presentar a los hermanos un Cristo íntegro y no mutilado, habiendo obtenido "el espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle perfectamente, iluminando los ojos de nuestro corazón" (Ef 1,17-18).

Solamente de Él, en quien reside la plenitud de Ia vida divina —no de los teorizantes, no de ninguna potencia de este mundo— podemos recibirla nosotros y Ilevar a los hermanos a la plenitud del Cristo total, que es la Iglesia.

47. Es conocida Ia frase de K. Barth: "Dime cuál es tu Cristología, y te diré quién eres". Del concepto que nos hayamos hecho de Cristo —no para problematizar, no para disertar, no para polemizar; sino para sentirlo y amarlo, para buscarlo y encontrarlo— depende totalmente nuestra relación con Dios y nuestra relación cristiana con el hombre y el universo.

Por eso es de trascendental importancia la respuesta que cada uno de nosotros da en su interior a la pregunta que el hizo un día a los que estaban para seguirle:  "Quien dicen los hombres que soy yo? " (Mt 16,15).

Toda la historia de Ia Iglesia, todo el presente de la Iglesia, todo el futuro del Reino, está pendiente de la respuesta que demos colectiva e individualmente. Una respuesta, ciertamente, que en sus mil versiones validas sirve de elemento para el diálogo fraterno, el mutuo enriquecimiento y Ia más plena comprensión del Cristo interior, de su corazón. Cristo es el Dios entre los hombres, y es el Hijo del Hombre ante Dios. Es el puente que salva todo abismo y por eso es el único mediador. Es el sacramento de Dios en el mundo, y por eso es nuestra justificación. Es el Verbo que viene del Padre y a él vuelve, y por eso es la clave de toda la creación. Su encarnación y su revelación han hecho posible que podamos tener respuesta a la pregunta quien dicen que soy yo.  Pero es necesario aceptar y vivir su palabra sobre sí mismo para que pueda germinar en nosotros, reproduciendo el amor trinitario que desafía toda lógica: el milagro de amor que es escándalo para los judíos, locura para los gentiles y asunto sin interés para el increencia de nuestro tiempo.

48. Es una paradoja que estemos más dispuestos a aceptar al Jesús que sufre que al Jesús que ama, y que, en nuestros hermanos, hagamos de la inevitabilidad del sufrimiento Ia capa que cubre nuestro egoísmo y nuestra negativa al amor. Existe la sutil tentación de aceptar a Jesús, el hombre, y ser reticentes al Jesús Dios. Es urgente descubrir al mundo precisamente el Hijo de Dios hecho Hombre, sin reducir su misterio. Proclamar la plenitud de este amor cuyo destinatario es todo hombre, cada hombre, la humanidad entera, es poner al mundo en un valido punto de partida para la realización del pleroma, de la plenitud de Cristo en todas las cosas (Ef 1,10).

49. Cristo no puede ser entendido sino desde su ser divino: en esto consiste la fe en él. A la libre donación que de sí mismo hace, debe corresponder en el hombre Ia libertad de haberle aceptado. En Cristo coincide la oferta de Dios al hombre y Ia más alta respuesta del hombre a Dios.  Esta es, creo yo, Ia respuesta que debe darse al moderno convencionalismo que habla de 'cristología desde abajo' o ascendente, y 'cristología desde arriba' o descendente.

Cristo es el punto de conjunción, y, muy expresamente, concebido como lugar de encuentro del amor reciproco entre Dios y los hombres. Cristología desde abajo o desde arriba es una distinción que en la fertilísima cristología actual puede ofrecer ventajas metodológicas pero que hay que manejar con sumo cuidado y sin rebasar ciertos Iímites para no objetivar divisiones en algo que no puede disociarse. El Cristo que baja del cielo es el mismo que, consumado el misterio pascual, está a la derecha del Padre (cf. Jn 3,13).

Nuestro conocimiento y experiencia de su persona no puede hacerse solamente tomando el Verbo como punto de partida o arrancando de la historia de Jesús de Nazaret. Es peligroso pretender hacer teología partiendo exclusivamente de Jesús para conocer a Cristo, o partiendo de Cristo para conocer a Jesús.

50. Es inevitable, en este tema, Ia mención de Teilhard de Chardin, que en Cristo Jesús ve la meta unitaria del universo. Por supuesto, no hay por qué estar de acuerdo en todos y cada uno de los pasos del razonamiento teilhardiano. Pero aduzco su recuerdo porque inspira respeto esta figura que hizo compatible la más honesta investigación científica con una increíble ternura y penetración espiritual.

Teilhard profesó una apasionada adhesión al Corazón de Cristo. Y esto, a dos niveles. Uno, la devoción pura y simple al Corazón de Jesús, entendida a la manera más típica de presentación de esta devoción en el periodo de fines del siglo XIX y primer tercio del XX. Sin rebozo ni concesión alguna. Es el Corazón de Jesús de su vida espiritual personal y el aliento en las no ordinarias dificultades con que hubo de contar en sus actividades de hombre de ciencia. Es el Sagrado Corazón de su diario, de su correspondencia, de su dirección espiritual.

Otro nivel —y quizá a él le irritaría esta distinción— es el de Cristo punto omega del universo que el intuía, y que solamente se define, como tentativa, en un acto de amor. Partiendo del convencimiento de que el universo evoluciona, y de que cada etapa solo tiene sentido por su relación con las precedentes, Teilhard concluye que el conjunto del proceso ha de tener una razón y un término, un 'punto omega' que, contenido ya virtualmente en el mismo proceso, lo dirige desde dentro y le da dinamismo y sentido. Pocos meses antes de su muerte, en 1951, escribe en su diario (Journal, cahier VI, p. 106) esta frase que ilustra incontrovertiblemente el estadio final de su pensamiento:  "El gran secreto, el gran misterio: hay un corazón en el mundo (dato de reflexión), y ese corazón es el Corazón de Cristo (dato de revelación). (...) Este misterio tiene dos grados: el centro de convergencia ('el universo converge hacia un centro') y el centro cristiano ('ese centro es el Corazón de Cristo'). Quizá sea yo el único que dice estas palabras. Pero estoy convencido que expresan lo que siente cada hombre y cada cristiano".

 

51.      El Corazón de Cristo, acceso a Ia Trinidad

Deliberadamente se ha venido empleando en estas páginas más frecuentemente la palabra amor que la palabra caridad, aunque algunos reservarían 'amor' para las relaciones intratrinitarias, prefiriendo 'caridad', como más distintivo, para el amor fraterno. Amor tiene una connotación más general y, aparte de que traduce mejor —y, según parece, más científicamente— el termino y aun el concepto bíblico rebaja un poco la analogía al hablar de las relaciones afectivas intratrinitarias y las existentes entre los hombres.

Partimos del hecho de que por la gracia entramos a participar de la vida divina, es decir, de la intimidad del Padre y el Hijo en el Espíritu. Los términos filosóficos que aplicamos a la Trinidad (naturaleza, personas, relaciones) dejan intacto el misterio y deben ceder su puesto a esta palabra: amor. "Dios es amor" (1 Jn 4,16). Aceptamos no poder comprender el misterio, aun sabiendo que por el amor estamos comprendidos en El: el Padre y el Hijo nos asumen en el Espíritu haciéndonos partícipes de la plenitud de su amor.

Los que han aceptado el misterio de Cristo, dice San Juan, ��permanecerán en el Hijo y en el Padre. Esto es lo que nos prometió Cristo, Ia vida eterna" (1 Jn 2,24-25). Ello es posible en virtud del amor "que Dios ha puesto en nuestros corazones por el Espíritu que nos ha sido dado" (Rom 5,5).

52.  Pero el amor, en cuanto definido, no por su término, sino por la disposición interior de quien ama, no puede ser más que uno. De ahí que el amor sobrenatural al prójimo, a quien ha amado Cristo, y a quien nosotros amamos por Cristo, es una vía de acceso a la Trinidad. El amor del prójimo es por ello, y no solo el amor a Dios, una virtud teologal, y, especialmente para quienes han consagrad su vida al servicio de los demás siguiendo los consejos evangélicos que no tienen más fundamento que el amor, es una vía de inmediato acceso a la intimidad trinitaria.

53. ¿No es esto lo que en otros términos quiere decirse con 'contemplativos en la acción'? Se trata no solo de un acercamiento intelectivo y referencia intencional de nuestras actividades al Señor, sino de amarle a través de nuestras obras, y en todas as cosas (la frase es ignaciana, pero el concepto es auténticamente paulino), y especialmente en los hermanos, puesto que contemplación y acción tienen por causa y termino el único Dios que es amor y que nos manda amar.

La claridad con que se ve a Dios —y se le ama— en el prójimo, nos da la medida de nuestra coherencia espiritual. Esa es "Ia iluminación de los ojos del corazón" (Ef 1,8), esa es la mejor prueba de que en nosotros está vivo y "permanece el germen de Dios" (1 Jn 3,19). Ese germen divino no es otra cosa que el principio de vida, el Espíritu que es, al mismo tiempo, personificación y fruto del amor. Nos dirigimos al hombre y encontramos a Dios. Es la sublimación teologal de nuestra relación fraterna.

54. Quien viva a esta luz del amor indiviso a Dios y a los hombres, no teme lanzarse al mundo, porque los hombres no serán un elemento de ruptura de su propio diálogo con Dios, sino, al contrario, otras tantas ocasiones de encuentro. Más aún, en un mundo que hoy se caracteriza por el increencia, poblado por hombres y mujeres que no saben que son centro del amor trinitario, o que lo niegan, a Dios se le descubre por la dimensión del enorme vacío que esa ignorancia o esa negación ha dejado en sus corazones.

55. El amor que nos Ileva a la Trinidad funda y fortalece nuestros lazos comunitarios. Nuestra comunidad tiene únicamente razón de ser si vivimos en el amor. Es el amor que Cristo tuvo y tiene a cada uno de nosotros el que nos reunió. Cristo nos ama personalmente, sí, pero también reunidos. Es la respuesta personal de cada uno de nosotros a ese amor de Cristo, y el conjunto de todas esas respuestas, lo que constituye causalmente nuestro grupo. Estando y manteniéndonos unidos por El y para El, El está en medio de nosotros.

Nuestro ser plural reproduce la pluralidad del amor trinitario, que es todo don de si, participación, comunión. Más que la comunidad de fe —aunque también lo es— es la comunidad de amor o, si se quiere, comunidad de amor que nace de la comunidad de fe, lo que constituye el elemento formal de la comunidad fraterna. Este es el sentido profundo de la gozosa valoración del grupo que hace el salmo 133:  " iQué bueno, qué dulce es el estar juntos los hermanos! ". Vieja experiencia de la comunidad cristiana que se renueva en nosotros, la de tener "un solo corazón y una sola alma" (Hch 4,32). Quien da, reproduce en si la generosidad del Padre; el que recibe, refleja el abandono y docilidad del Hijo; el vínculo de amor teologal que los une, Ileva en si la marca del Espíritu.

56. Todo cuanto hemos dicho de la Trinidad, del amor... esta Ileno de antropologismos. Pero ¿nos es posible expresarnos de otro modo?  Nuestra mente se estrella contra el misterio. Solo es abordable con nuestro corazón. Nuestra penetración es tanto más vital y profunda cuanto más en sintonía esté nuestro corazón con el Corazón de Cristo. Es, al fin y at cabo, una súplica tan antigua como la que el autor del libro de las Crónicas pone en labios de David: "Señor, Dios de Abraham, Isaac e Israel: perpetúa este sentimiento para siempre en lo íntimo del corazón de tu pueblo y dirige tu su corazón hacia ti" (1 Cor 29,18).

 

 

"La fuente evangélica de la devoción al Sagrado Corazón de Cristo se encuentra en sus propias palabras: Soy el Buen Pastor,,,,,, El Buen Pastor da su vida por sus ovejas, por su rebaño... En otras palabras, la imagen de bondad está ligada a la del heroísmo que se entrega, se sacrifica, se inmola ...“

SS. Pablo VI, 28 de abril de 1968.

 

 

 

 

 

 

 

 











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