13. VALOR HISTÓRICO DE LOS EVANGELIOS
¿Es Razonable ser Creyente?
50 cuestiones actuales en torno a la fe
Alfonso Aguiló
13. VALOR HISTÓRICO DE LOS EVANGELIOS
¿Merecen credibilidad los
Evangelios que conocemos?
¿Es verdad lo que cuentan
los Evangelios?
Basta a menudo
cambiar de
modo de vivir
para creer
en la verdad
que se
negaba.
Hugo de Lamennais
¿Merecen credibilidad los Evangelios que conocemos?
—No voy a ser yo quien
niegue ahora la existencia de Jesucristo. ¿Pero cómo sabemos que los
Evangelios merecen credibilidad sobre lo que hizo y lo que dijo?
Un libro histórico –como
son los Evangelios– merece credibilidad cuando reúne tres condiciones
básicas: ser auténtico, verídico e íntegro. Es decir, cuando el libro fue
escrito en la época y por el autor que se le atribuye (autenticidad), el
autor del libro conoció los sucesos que refiere y no quiere engañar a sus
lectores (veracidad) y, por último, ha llegado hasta nosotros sin alteración
sustancial (integridad).
Los Evangelios parecen
auténticos, en primer lugar, porque solo un autor contemporáneo de
Jesucristo o discípulo inmediato suyo pudo escribirlos. Si se tiene en
cuenta que en el año 70 Jerusalén fue destruida y la nación judía desterrada
en masa, difícilmente un escritor posterior, con los medios que entonces
tenían, habría podido describir bien los lugares; o simular los hebraísmos
que figuran en el griego vulgar en que está redactado casi todo el Nuevo
Testamento; o inventarse las descripciones que aparecen, tan ricas en
detalles históricos, topográficos y culturales, que han sido confirmadas por
los sucesivos hallazgos arqueológicos y los estudios sobre otros autores de
aquel tiempo. Los hechos más notorios de la vida de Jesús son perfectamente
comprobables mediante fuentes independientes de conocimiento histórico.
Respecto a la integridad
de los Evangelios, nos encontramos ante una situación privilegiada, pues
desde los primeros tiempos los cristianos hicieron numerosas copias en
griego y en latín, para el culto litúrgico y la lectura y meditación de las
escrituras. Gracias a ello, los testimonios documentales del Nuevo
Testamento son abundantísimos. En la actualidad se conocen más de 6.000
manuscritos griegos. Hay además unos 40.000 manuscritos de traducciones
antiquísimas a diversas lenguas (latín, copto, armenio, etc.), que dan fe
del texto griego que tuvieron a la vista los traductores. Nos han llegado
1.500 leccionarios de Misas que contienen la mayor parte del texto de los
Evangelios distribuido en lecturas a lo largo de todo el año. Y a todo ello
hay que añadir las frecuentísimas citas del Evangelio en obras de escritores
antiguos, que son como fragmentos de otros manuscritos anteriores perdidos
para nosotros.
Toda esta variedad y
extensión de testimonios de los Evangelios constituye una prueba
históricamente incontrovertible. Si lo comparáramos, por ejemplo, con lo que
conocemos de las grandes obras clásicas, veríamos que los manuscritos más
antiguos que se conservan de esas obras son mucho más distantes de la época
de su autor. Por ejemplo: Virgilio (siglo V, unos 500 años después de su
redacción original), Horacio (siglo VIII, más de 900 después), Platón (siglo
IX, unos 1400), Julio César (siglo X, casi 1100), y Homero (siglo XI, del
orden de 1900 años después). Sin embargo, hay papiros de los Evangelios
datados en fechas muy cercanas a su redacción original (gracias a los
avances de los estudios filológicos, se pueden datar con gran precisión): el
Códice Alejandrino, unos 300 años después; el Códice Vaticano y el Sinaítico,
unos 200; el papiro Chester Beatty,
entre 125 y 150; el Bodmer,
aproximadamente 100; y el papiro Rylands,
finalmente, dista tan solo 25 o 30 años.
—Pero, aunque los
manuscritos sean muchos y muy antiguos, siempre los copistas pudieron hacer
interpolaciones o deformar algunos pasajes. Supongo que no se puede asegurar
que haya una certeza total sobre el texto que conocemos.
Ten en cuenta que,
habiendo tantísimas copias y de procedencia tan diversa (son decenas de
miles, en varios idiomas, y encontradas en lugares y fechas muy distantes),
es facilísimo desenmascarar al copista que hace alguna alteración del texto,
porque difiere de las demás copias que nos han llegado. Han aparecido, de
hecho, un reducido número de falsificaciones o copias apócrifas, pero
siempre se han detectado con facilidad gracias a la prodigiosa coincidencia
del resto de las versiones.
Así se ha venido
comprobando a lo largo del propio proceso histórico de descubrimiento de los
diversos manuscritos. Por ejemplo, en el siglo XVI se hicieron numerosas
ediciones impresas basadas en profundos estudios críticos sobre copias
manuscritas, algunas de las cuales se remontaban hasta el siglo VIII, que
era lo más antiguo que se conocía entonces. Posteriormente se encontraron
códices de los siglos IV y V, y concordaban sustancialmente con aquellos
textos impresos. Más adelante, se han ido encontrando cerca de cien nuevos
papiros escritos entre los siglos II y IV, la mayoría procedentes de Egipto,
que han resultado coincidir también de forma sorprendente con las copias que
se tenían.
Teniendo en cuenta la
diversísima procedencia de cada uno de esos documentos –repito que son
decenas de millares, procedentes de lugares muy distintos–, cabe deducir que
la prodigiosa coincidencia de todas las versiones que nos han llegado es un
testimonio aplastante de la veneración y fidelidad con que se han conservado
los Evangelios a lo largo de los siglos, así como de su autenticidad e
integridad indiscutibles. El Nuevo Testamento es, sin comparación con
cualquier otra obra literaria de la antigüedad, el libro mejor y más
abundantemente documentado.
¿Es verdad lo que cuentan los Evangelios?
Respecto a la veracidad
de los Evangelios, podrían señalarse multitud de razones. Pascal,
refiriéndose al testimonio que dieron con su vida los primeros cristianos,
señala un argumento muy sencillo y convincente: creo con más facilidad las
historias cuyos testigos se dejan martirizar en comprobación de su
testimonio.
Haber llegado a la muerte
por ser fieles a las enseñanzas de los Evangelios otorga a esas personas una
fuerte garantía de veracidad. Por lo menos, se conocen pocos mentirosos que
hayan muerto por defender sus mentiras.
Además, es bastante
llamativo, por ejemplo, que los evangelistas no callen sus propios defectos
ni las reprensiones recibidas de su maestro, así como que relaten hechos
embarazosos para los cristianos, que un falsificador podría haber ocultado.
¿Por qué no se han corregido, o al menos pulido un poco, los pasajes más
delicados? ¿Qué razones hay, por ejemplo, para que se narre la traición y
dramática muerte de Judas, uno de los doce apóstoles, elegido personalmente
por Jesucristo? Ha habido muchas oportunidades –señala Vittorio Messori–
para omitir ese episodio, que desde el inicio fue motivo de escarnio contra
los cristianos (“¿Qué clase de profeta es este –ironizaba Celso–, que no
sabe siquiera elegir a sus seguidores?”). Sin embargo, el pasaje ha llegado
inalterado hasta nosotros. La única explicación razonable es que este hecho,
por desgraciado que fuera, ocurrió realmente. Los evangelistas estaban
obligados a respetar la verdad porque, de lo contrario –y dejando margen a
otros motivos–, las falsificaciones habrían sido denunciadas por sus
contemporáneos. Los cristianos fueron en aquellos tiempos objeto de burlas,
se les consideró locos, pero no se puso en discusión que lo que predicaran
no correspondiera a la verdad de lo que sucedió.
Además, puestos a
inventar, difícilmente los evangelistas hubieran ideado episodios como la
huida de los apóstoles ante la Pasión, la triple negación de Pedro, las
palabras de Cristo en el Huerto de los Olivos o su exclamación en la cruz
("Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"), sucesos que nadie
habría osado escribir si no hubieran sido escrupulosamente reales, pues
resultaban muy contrarios a la idea de un Mesías, victorioso y potente, tan
arraigada en la mentalidad hebrea de la época. Ante contrastes de este tipo,
el propio Rousseau, nada sospechoso de simpatía hacia la fe católica, solía
afirmar, hablando de los Evangelios: "¿Invenciones...? Amigo, así no se
inventa".
En estos dos últimos
siglos se ha pretendido innumerables veces negar la veracidad de los
Evangelios. Sin embargo, los avances científicos han ido evidenciando que la
mayoría de esos argumentos estaban dictados por el prejuicio ideológico. Y
toda esa crítica, que en algunos momentos pareció poner en crisis la fe
tratando de eliminar su base histórica, ha logrado más bien, como de rebote,
fortalecerla. Un gran número de sucesivos descubrimientos ha ido barriendo
poco a poco toda la nube de hipótesis que se habían formado en su contra.
"Hoy –asegura Lucien Certaux–,
después de dos siglos de ensañamiento crítico, estamos descubriendo con
sorpresa que, posiblemente, el modo más científico de leer los Evangelios es
leerlos con sencillez."
¿Hubo realmente milagros?
—¿No
es un poco infantil creer en los milagros? Mucha gente sostiene que todos
tienen una explicación natural...
Efectivamente –te
respondo glosando ideas de André Frossard–,
muchos han buscado dar una explicación natural a los milagros del Evangelio.
Los progresos de la
medicina –aseguran esas personas– sugieren hoy día posibles explicaciones
naturales a los milagros de curaciones de paralíticos, sordomudos,
endemoniados, etc. Por ejemplo, todas las enfermedades pasan por fases de
remisión, sobre todo contando con la sugestión que podía darse en estos
casos, y con que no se sabe si luego recayeron en su mal. También explican
fácilmente la resurrección de muertos. Dicen que en aquella época los
certificados de defunción se extendían por simples apariencias, y no es de
extrañar que algunos luego se reanimaran (según estos hombres, el número de
personas enterradas vivas en la antigüedad debió ser enorme). Otros
milagros, como caminar sobre las aguas, o la multiplicación de los panes,
los explican como efecto de espejismos, ilusiones ópticas o cosas
semejantes. Y los fenómenos sobrenaturales, como modos ingenuos de explicar
a los espíritus sencillos las realidades habituales difíciles de entender.
Para todos los milagros, incluso para los más espectaculares, encuentran una
sencilla explicación. El del paso del Mar Rojo, por ejemplo, aseguran que
pudo perfectamente producirse por efecto de un movimiento sísmico o
atmosférico que habría separado el mar en dos y, al cesar bruscamente el
golpe de viento con el paso del último hebreo, las líquidas murallas del mar
se volvieron a juntar engullendo a los soldados del faraón. Desde luego, hay
explicaciones naturales de los milagros más milagrosas aún que los propios
milagros.
Parece como si esas
personas, que se afanan tanto por enseñarnos a leer “de una forma madura” el
Evangelio, tuvieran miedo de ser tildadas de espíritus simplistas, y por eso
hacen gala de un ingenio muy notable para racionalizar la fe y eliminar de
ella todo fenómeno sobrenatural, sugiriendo a cambio asombrosas
interpretaciones figuradas, simbólicas o alegóricas. Al final, acaban
queriendo que creamos que lo único verdadero de todos los Evangelios son las
notas a pie de página que ellos ponen.
Sin embargo, se les
podría objetar que, desde los orígenes, todos los grandes espíritus nacidos
de la fe cristiana han dado crédito a los relatos –evidentemente milagrosos–
de la Anunciación, de la Ascensión o de Pentecostés, sin prestarse jamás a
ese tipo de interpretaciones. Por otra parte, no se tiene noticia de que
ninguno de esos expertos en enseñarnos a interpretar la Sagrada Escritura
haya tenido jamás siquiera alguna de las alucinaciones o espejismos a las
que tanto recurren para explicar los milagros que han sucedido a los demás.
Tendrían que explicarnos cómo pudieron ser tan corrientes en aquella época,
y además de modo colectivo y ante personas enormemente escépticas ante
ellos. Quizá sea porque como ellos nunca han visto a un ángel, ni se han
encontrado con un cuerpo glorioso –yo tampoco–, no admiten que nadie haya
podido tener tan buena suerte. Acaban por parecerse a esas personas que se
resisten a creer que Armstrong haya pisado la Luna por el simple hecho de no
haber podido estar allí con él.
—Pero quizá cuando avance
más la ciencia se encuentre explicación a esos milagros...
La creencia o increencia
en los milagros –escribió Lewis– está al margen de la ciencia experimental.
No importa lo que esta progrese: los milagros son reales o imposibles con
independencia de ella. El incrédulo pensará siempre que se trata de
espejismos o hechos naturales de causas desconocidas. Pero no por
imperativos de la ciencia, sino porque de antemano ha descartado la
posibilidad de lo sobrenatural.
—¿Y
te parece muy importante para la fe admitir los milagros?
El Evangelio sin milagros
queda reducido a una colección de amables moralejas filantrópicas. La
predicación de los apóstoles y el testimonio de los mártires perdería casi
todo su sentido. Por otra parte, si los milagros son imposibles, no se puede
creer que Dios se hizo hombre, ni su resurrección, que son milagros
centrales de la fe cristiana. «Desechados los milagros –asegura Lewis–, solo
queda, aparte de la postura atea, el panteísmo o el deísmo. En cualquier
caso, un Dios impersonal que no interviene en la Naturaleza, ni en la
historia, ni interpela, ni manda, ni prohíbe. Este es el motivo capital por
el que una divinidad imprecisa y pasiva resulta para algunos tan tentadora.»