14. LOS RENGLONES TORCIDOS DE DIOS
¿Es Razonable ser Creyente?
50 cuestiones actuales en torno a la fe
Alfonso Aguiló
PARTE TERCERA
Lo peor que hacen los
malos
es obligarnos
a dudar de los buenos.
Jacinto Benavente
III. OBJECIONES
A LA IGLESIA CATÓLICA
14. LOS RENGLONES TORCIDOS DE DIOS
¿Cómo Dios permite tantos
errores?
Creo en Dios, pero no en los
curas
Es mejor cojear por el
camino
que avanzar
a grandes pasos fuera de él.
Pues quien cojea en el
camino,
aunque avance
poco, se acerca a la meta,
mientras que
quien va fuera de él,
cuanto más
corre, más se aleja.
San Agustín
¿Cómo Dios permite tantos errores?
En los años siguientes a
la Primera Guerra Mundial –cuenta José Orlandis–,
un joven llamado Gétaz,
que ocupaba un alto cargo dentro del socialismo suizo, recibió de su partido
el encargo de elaborar un dossier para una campaña que se pretendía lanzar
contra la Iglesia católica.
Gétaz puso
manos a la obra, con la seriedad y el rigor propios de un político
helvético, y recogió multitud de testimonios, estudió la doctrina católica y
la historia del cristianismo desde sus primeros siglos, de modo que en poco
tiempo logró reunir una amplísima documentación.
El resultado de todo
aquello fue bastante sorprendente. Paso a paso, el joven político llegó al
convencimiento de que la Iglesia católica no podía ser invención de hombres.
Dos mil años de negaciones, sacudidas, cismas, conflictos internos,
herejías, errores y transgresiones del Evangelio, la habían dejado, si no
intacta, sí al menos en pie. Las propias deficiencias humanas que en ella se
advertían a lo largo de veinte siglos –mezcladas siempre con ejemplos
insignes de heroísmo y de santidad–, las veía como un argumento a favor de
su origen divino: "Si no la hubiera hecho Dios –concluyó–, habría tenido que
desaparecer mil veces de la faz de la tierra".
El desenlace de todo
aquel episodio fue muy distinto a lo que sus jefes habían planeado.Gétaz se
convirtió al catolicismo, se hizo fraile dominico, y en su cátedra del Angelicum,
en Roma, enseñó durante muchos años, precisamente, el tratado acerca de la
Iglesia. Sus clases tenían el interés de ser, en buena medida, como un
relato autobiográfico, como el eco del itinerario de su propia conversión.
—Pero la reacción de
muchos otros ante las miserias de los miembros de la Iglesia es bien
distinta. Me pregunto si no habría sido mejor, ya que Dios lo puede todo,
que al menos los ministros de su Iglesia hubieran estado exentos de tantos
vicios...
Si Jesucristo hubiera
tenido que valerse solo de ministros total y permanentemente buenos, se
habría visto obligado a realizar constantemente pequeños o grandes milagros
alrededor de esas personas. Tendría que intervenir cada vez que una de ellas
fuera a cometer cualquier error. Y no parece que eso sea lo mejor, entre
otras cosas porque les privaría de la debida libertad.
Por otra parte, aunque a
lo largo de los siglos los hombres que han formado parte de la Iglesia
católica han tenido muchas deficiencias humanas, hay que decir que es una
institución de reconocido prestigio moral en todo el mundo.
Es verdad que ese
prestigio se ve a veces empañado por las debilidades de algunos de sus
miembros. Pero hay más de mil millones de católicos y casi un millón
trescientos mil sacerdotes y religiosos (contando solo los actualmente
vivos), y es natural que entre tantas personas haya de vez en cuando
actuaciones desafortunadas.
Para ser justos, habría
que mirar un poco más a la ingente multitud de católicos que a lo largo de
veinte siglos se ha esforzado día a día por vivir cabalmente su fe y ayudar
a los demás. Y habría que fijarse en todos esos curas de pueblo que
permanecen en lugares de los que ha huido casi todo el mundo. Y en el
sacrificio de tantísimos religiosos y religiosas que lo han dejado todo para
ir a servir a los desheredados de la fortuna, tanto en lejanas tierras de
misión como en esos otros lugares olvidados de todos pero dramáticamente
cercanos, y cuyo sacrificio tantas veces solo es observado por Dios.
"Repartidos por los parajes más agrestes u hostiles del mapa –señala Juan
Manuel de Prada–, una legión de hombres y mujeres de apariencia humanísima y
espíritu sobrehumano contemplan cada día el rostro de Dios en los rostros
acribillados de moscas de los moribundos, en los rostros tumefactos de los
enfermos, en los rostros llagados de los hambrientos, en los rostros casi
transparentes de quienes viven sin fe ni esperanza. Son hombres y mujeres
enjutos en cuyos cuerpecillos entecos anida una fuerza sobrenatural, un
incendio de benditas pasiones que mantiene la temperatura del universo. Un
día descubrieron que Dios no era invisible, que su rostro se copia y
multiplica en el rostro de sus criaturas dolientes, y decidieron sacrificar
su vida en la salvación de otras vidas, decidieron ofrendar su vocación en
los altares de la humanidad desahuciada. Si se dedicase la misma atención a
la epopeya anónima y cotidiana de esos misioneros que a los escándalos que
tanto se airean de vez en cuando, no quedaría papel en el mundo para
escribirlo."
Creo en Dios, pero no en los curas
—A pesar de todo eso,
muchos dicen que ellos sí creen en Dios, pero no en los curas, y que no
tienen por qué hacer caso a lo que diga la Iglesia.
En lo de creer en Dios y
no en los curas, estamos totalmente de acuerdo. Y precisamente porque la fe
tiene por objeto a Dios, y no a los curas, hay que distinguir bien entre la
santidad de la Iglesia y los errores de las personas que la componen.
La Iglesia no tiene su
centro en la santidad de esas personas que hayan podido dar mal ejemplo (ni
en las que lo han dado bueno), sino en Jesucristo. Por eso no tiene
demasiado sentido que una persona deje de creer en la Iglesia porque su
párroco es antipático, o poco ejemplar, o porque un personaje eclesiástico
del siglo XVI hizo tal o cual barbaridad. A todos nos molesta la falta de
coherencia de quien no da buen ejemplo. Y fue el mismo Dios quien dijo
–puede leerse en el Nuevo Testamento– que a esos los vomitaría de su boca.
Pero el hecho de que un cura –o muchos, o quien sea– actúe o haya actuado
mal en determinado momento, no debería hacer perder la fe a nadie sensato.
El hecho de que haya habido cristianos –laicos, sacerdotes u obispos– que se
hayan equivocado, o hayan hecho las cosas mal, o incluso muy mal, aunque
como católico y como persona me resulte doloroso, no debe hacerme perder la
fe, ni pensar que esa fe ya no es la verdadera. Entre otras cosas, porque si
tuviera que perder la fe en algo cada vez que viera que actúa mal alguien
que cree en ese mismo algo, lo más probable es que ya no tuviera fe en nada.
Y cuando se recurre a
esas actuaciones desafortunadas de eclesiásticos para justificar lo que no
es más que una actitud de comodidad, o para ignorar la realidad de unas
claudicaciones morales personales que no se está dispuesto a corregir, eso
ya me parece más triste. Escudarse en los curas para resistirse a vivir
conforme a una moral que a uno le cuesta aceptar, es –además de clerical– un
poco lamentable.
Personalmente puedo
decir, como tantísimas otras personas a las que he tratado, que a lo largo
de mi vida he conocido a sacerdotes excepcionales. Sé que no todo el mundo
ha sido tan afortunado. Mi consejo es que, si has tenido algún problema con
alguno, que fuera de carácter difícil, o que quizá tuviera un mal día y no
te tratara bien, o no llegara a comprenderte, o no te diera buen ejemplo, o
lo que sea..., mi consejo es que no abandones a Dios por una mala
experiencia con uno de sus representantes. Nadie es perfecto –tampoco
nosotros–, y hemos de aprender a perdonar... y a no echar a Dios las culpas
de la actuación libre de nadie.
El poder de la Iglesia
—Bueno, ¿y qué dices del
poder civil y político de la Iglesia, tan relevante durante algunos
siglos...?
Antes de nada, debo
insistir en que no tengo inconveniente en admitir que ha habido actuaciones
y mentalidades erradas en pueblos cristianos, y que con frecuencia han caído
en ellas personajes eclesiásticos.
Sin embargo, para ser
justos, conviene enmarcar ese fenómeno en sus adecuadas coordenadas
históricas, valorando todos los condicionantes de cada época. Por ejemplo,
muchos de esos errores a los que te refieres fueron consecuencia de la
enorme presión que ejercieron los poderes civiles para intervenir en la
Iglesia e intentar utilizarla como un instrumento de lucha política. El
hecho de que algunos eclesiásticos no lograran o no pudieran resistir esa
intromisión, o se intoxicaran de la mentalidad imperante en una época
determinada, es un error, indudablemente, pero un error que debe juzgarse en
el contexto sociocultural de esa época concreta. De lo contrario, es fácil
caer en una visión muy anacrónica, puesto que no se puede pretender que los
hombres del siglo XVI pensaran como los hombres del siglo XXI.
La única época que no
criticamos –señala Jean Marie Lustiger–
es la nuestra, porque nos parece evidente. Nuestra referencia actual es lo
que a nosotros nos parece más acertado y sensato, pero basta una perspectiva
de cincuenta o cien años para que sea palpable la relatividad de esos puntos
de vista, aun los considerados en aquel momento como más razonables.
Por eso sería un
anacronismo que juzgáramos una sociedad, una época anterior, desde una
óptica que nos parece la ideal hoy, sin hacernos cargo del diferente marco
histórico, como si nosotros estuviéramos al margen de la historia y fuéramos
sus jueces.
Hecha esta salvedad, solo
insistiría en que no se caiga en una visión simplista de la historia. Es
triste que haya habido cobardías, errores y pecados. Pero la vida de los
hombres es una historia de pecado y de perdón de la que nadie ha quedado
exento, tampoco los sinceramente creyentes y deseosos de santidad. Y eso son
cosas de la vida, no de la Iglesia.
La labor social de la Iglesia
—Hay gente que considera
que la labor social de la Iglesia es poco eficaz.
Y otros dicen que esa
preocupación social es una injerencia indebida. Parece que, si lo hace, hace
mal; si no lo hace, se le acusa de pasividad; y si solo da consejos, de
ineficacia. No es fácil agradar a todos, y más cuando muchas veces esas
críticas son una simple estrategia para intentar negar a la Iglesia
cualquier legitimidad en sus actuaciones.
Sin embargo, yo pediría a
esos críticos que mostraran qué han hecho ellos en esa materia. O que digan
qué instituciones han hecho a lo largo de la historia un servicio social
como el que ha hecho la Iglesia católica. La preocupación efectiva que a
través de sus instituciones ha demostrado la Iglesia en el campo de la
educación, del cuidado de enfermos, deficientes, marginados, necesitados,
etc., es realmente difícil de igualar.
Además, lo que la Iglesia
hace fundamentalmente es responsabilizar a los cristianos –y a todos los
hombres de buena voluntad que quieran escucharla–, para que iluminen con la
luz de la fe todas las realidades humanas. La Iglesia como tal no aporta
soluciones concretas ni únicas a los problemas políticos o económicos, sino
que ofrece unas claves para el desarrollo auténtico del hombre y de la
sociedad.
Y esto es importante
porque, aunque hay ciertamente cálculos políticos errados, y decisiones
económicas imprudentes, detrás de los principales problemas que aquejan a la
humanidad hay siempre una resonancia de carácter ético que se remite a actos
concretos de egoísmo en las personas. Todas esas situaciones de crisis se
verían muy aliviadas si el mensaje cristiano empapara más profundamente la
vida de los hombres.
El cristianismo –escribe
Ignacio Sánchez Cámara– constituye la raíz de los principales valores que
sustentan nuestra civilización, incluidos los de quienes, tal vez por
ignorancia, lo combaten. Resulta fácil diagnosticar en cada mal que nos
agobia la ausencia clamorosa de un valor cristiano despreciado o ausente: el
terrorismo, la violencia, la guerra, la corrupción, la insolidaridad, el
materialismo... Y si del ámbito de la moral pasamos al de la cultura, habría
que recordar no solo la contribución del cristianismo a la supervivencia y
difusión de la cultura antigua clásica, sino también su labor de creación de
las más elevadas obras, desde las catedrales al gregoriano, desde la mística
a Bach. Podría decirse que el olvido de la religiosidad es una de las causas
fundamentales de la degradación de la cultura contemporánea, y que el
cristianismo constituye un poderoso instrumento para mejorar el mundo.
Impedir la difusión social de los principios cristianos es privarnos no solo
de una esperanza de salvación, sino también de todo un arsenal de principios
que nos permiten ganar en excelencia y en dignidad.
Las riquezas de la Iglesia
—Pero, ¿y qué dices del
gran patrimonio de la Iglesia católica?
La Iglesia ha ido
levantando templos, hospitales, dispensarios, orfanatos, seminarios,
escuelas y otros edificios, los que en cada momento –con mayor o menor
acierto– se consideraron adecuados para mejor cumplir su misión.
Todo eso es un patrimonio
que ha nacido en cada caso para el culto y para la evangelización, y que,
por grande que pueda parecer –se ha acumulado a lo largo de dos mil años–,
no es una fuente importante de beneficios, sino más bien lo contrario. En el
mejor de los casos, equilibra los gastos de mantenimiento. Tiene sobre todo
un valor de uso, que es el que suele justificar su existencia.
—Pero algunos de esos
edificios tienen ahora un gran valor inmobiliario, y hay museos con obras de
gran valor artístico. La Iglesia podría venderlo todo y entregarlo a los
pobres.
Es verdad que hay cosas
de gran valor, pero de muy difícil aprovechamiento mercantil. De entrada, la
mayoría de los Estados prohíben vender los bienes de interés cultural.
Además, ¿a quién iba a vender la Iglesia una catedral, o una iglesia de
pueblo..., o el mismísimo Museo Vaticano? Por otro lado, sería como pedir al
Ministro de Hacienda que enjugue el déficit público del país este año
vendiendo todos los cuadros del Museo del Prado: no creo que la historia
juzgara muy bien semejante operación.
—¿Y
por qué se adornan los lugares de culto con materiales preciosos de tanto
valor?
La gente que se quiere,
se regala cosas de valor, aunque le supongan un sacrificio (o quizá
precisamente por eso). La gente se adorna a sí misma con anillos de oro...,
¿por qué se les va a prohibir que regalen algo valioso para el culto a Dios
o para una imagen que veneran?
—Pero esas cosas dan a la
Iglesia una imagen de riqueza y opulencia...
Sería una visión
superficial. Precisamente el hecho de no ser rica ha ayudado a la Iglesia a
conservar mejor su patrimonio. Por ejemplo, las instituciones civiles suelen
tener dinero abundante y cambian con frecuencia los sillones de sus
concejales o parlamentarios, cosa que no sucede con las sillerías de las
catedrales, que gracias a eso se mantienen durante siglos. El tener mucho
dinero hace que las cosas se cambien y pierdan valoración histórica. La
Iglesia tiene unos bienes que usa para poder cumplir con eficacia sus fines,
y los va administrando como mejor sabe y puede, según su economía se lo
permite. Y eso es algo tan claro hoy, que pocas personas sostienen ya
seriamente que las finanzas de la Iglesia sean boyantes, o que los curas
tengan grandes comodidades o unos sueldos altos. Es un viejo tópico que,
afortunadamente, va quedando en el olvido.
—¿Y
qué dices de las inversiones que a veces ha hecho y que han acabado en
grandes escándalos?
Hay ocasiones en que
diócesis o instituciones religiosas han buscado obtener una mayor
rentabilidad a sus propias reservas o a los donativos que reciben para obras
sociales. Eso es perfectamente legítimo, o incluso una obligación, si
releemos la parábola de los talentos. Lo malo es que si al buscar esa mayor
rentabilidad para los recursos que se han puesto a su disposición para
realizar buenas obras, lo invierten en lugares de demasiado riesgo, pueden
perderlos, o pueden ser estafados, como ha sucedido desgraciadamente con más
frecuencia de lo deseable.
Es cierto que en todo eso
puede haber culpabilidad, aunque también es igualmente cierto que no siempre
que uno es engañado es culpable. En todo caso, no es propiamente un problema
de la Iglesia como institución, sino del acierto y la prudencia del
responsable de cada lugar, que puede equivocarse, y que puede ser engañado,
como nos pasa a todos.
Lo que sucede con más
frecuencia ante esos hechos –ha escrito Ignacio Sánchez Cámara– es que el
anticlericalismo tiene un sueño ligero y basta el
más leve ruido para despertarlo de su secular sopor. Ante cualquier suceso
de ese tipo, el viejo monstruo latente asegurará con rotundidad que la
Iglesia, así, en general, sin matices, es culpable. Y lo dicen porque, para
ellos, la Iglesia lleva ya veinte siglos de culpabilidad. Para ese
anticlericalismo, que se pretende hijo de la Ilustración cuando lo es más
bien de la ausencia de ilustración y de la falta de información, basta que
parte de una orden religiosa, o de una diócesis, o de lo que sea, haya
perdido parte de sus ahorros para que se desate la caja de los truenos
anticlericales. No importa que lo hayan podido hacer en la condición de
timadores o timados –lo que no es exactamente lo mismo–, o que la inversión
bursátil constituya una opción legítima para todos los ciudadanos, pues si
el inversor es eclesiástico, ya lo ven como un especulador sin escrúpulos.
No hay un poder
financiero unificado en el seno de la Iglesia, sino que cada diócesis o cada
institución católica es administrada independientemente de las demás. El
obispo no fiscaliza todas las cuentas de otras entidades administrativas que
actúan en su diócesis. Esto es importante para no caer en generalizaciones
injustas. Invertir en bolsa o en entidades de ahorro es lícito, y el
problema suele residir en que pueden ser estafados. Para el buen
anticlerical, la Iglesia siempre estará del lado de los estafadores, y no
dejará pasar la ocasión de pedir que la Iglesia deje de recibir las
subvenciones a las que tienen derecho las más estrafalarias organizaciones
que persiguen los más extravagantes fines.
Y aunque alguna vez –han
sido pocas, la verdad– haya habido la mala fe en los eclesiásticos
inversores, es lo mismo que ha sucedido con todo tipo de instituciones
–políticas, sindicales, etc.– que
reciben ayudas económicas para la función que desarrollan, y a nadie se le
ocurriría pedir la supresión de la subvención a todos los partidos o todos
los sindicatos por un fraude concreto de uno de ellos en determinado
momento. Todo esto prueba que el anticlericalismo tiene razones que la razón
ignora, y que cuando se trata de la Iglesia, el bien es atribuido a la parte
y el mal al todo. La patología es vieja, demasiado vieja.