19. ¿QUÉ HA APORTADO EL CRISTIANISMO EN LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD?
¿Es Razonable ser Creyente?
50 cuestiones actuales en torno a la fe
Alfonso Aguiló
19. ¿QUÉ HA APORTADO EL CRISTIANISMO EN
LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD?
El embate de los
totalitarismos
La historia no es útil
tanto por
lo que nos dice del pasado
como porque
en ella se lee el futuro.
J. B. Say
Los primeros cristianos
Los primeros años del
cristianismo no pudieron comenzar con más dificultades exteriores. Desde el
primer momento sufrió una fuerte persecución por parte del judaísmo. Sin
embargo, en poco menos de veinte años desde la muerte de Jesucristo, el
cristianismo había arraigado y contaba con comunidades en ciudades tan
importantes como Atenas, Corinto, Éfeso, Colosas,
Tesalónica, Filipos, y en la misma capital del imperio, Roma.
Desde luego, no podía
atribuirse ese avance a la simpatía del Imperio Romano. En realidad, el
cristianismo era para ellos incluso más molesto en sus pretensiones, sus
valores y su conducta que para los judíos. No solo eliminaba las barreras
étnicas entonces tan marcadas, sino que, además, daba una acogida
extraordinaria a la mujer, se preocupaba por los débiles, los marginados,
los abandonados, es decir, por aquellos por los que el imperio no sentía la
menor preocupación.
—¿No
es exagerar un poco?
El Imperio Romano tuvo
aportaciones extraordinarias, indudablemente, pero también es cierto –te
contesto glosando ideas de César Vidal– que no puede idealizarse el hecho de
que el imperio era una firme encarnación del poder de los hombres sobre las
mujeres, de los libres sobre los esclavos, de los romanos sobre los otros
pueblos, de los fuertes sobre los débiles. No debe extrañarnos que Nietzsche
lo considerara un paradigma de su filosofía del “superhombre”.
Frente a ese imperio, el
cristianismo predicaba a un Dios ante el cual resultaba imposible mantener
la discriminación que oprimía a las mujeres, el culto a la violencia que se
manifestaba en los combates de gladiadores, la práctica del aborto o el
infanticidio, la justificación de la infidelidad masculina y la deslealtad
conyugal, el abandono de los desamparados, etc.
A lo largo de tres
siglos, el imperio desencadenó sobre los cristianos toda una serie de
persecuciones que cada vez fueron más violentas. Sin embargo, no solo no
lograron su objetivo de exterminar a la nueva fe, sino que al final se
impuso el cristianismo, que predicaba un amor que jamás habría nacido en el
seno del paganismo (el mismo Juliano el Apóstata lo reconoció), y que
proporcionaba dignidad y sentido de la vida incluso a aquellos a los que
nadie estaba dispuesto a otorgar un mínimo de respeto.
Ante las invasiones bárbaras
Cuando en el año 476 cayó
el Imperio Romano de Occidente, el cristianismo preservó la cultura clásica,
especialmente a través de los monasterios, que salvaguardaron eficazmente
los valores cristianos en medio de un mundo que con las invasiones bárbaras
se había colapsado por completo. Se cultivó el arte, se alentó el espíritu
de trabajo, la defensa de los débiles y la práctica de la caridad. El
esfuerzo misionero se extendió a la asimilación y culturización de los
mismos pueblos invasores, que a medio plazo también se convirtieron al
cristianismo como antaño sucedió con el Imperio Romano.
En los siglos siguientes,
el cristianismo fue decisivo para preservar la cultura, para la
popularización de la educación, la promulgación de leyes sociales o la
articulación del principio de legitimidad política. Sin embargo, fueron
creaciones que de nuevo se desplomaron ante las sucesivas invasiones de
otros pueblos, como los vikingos y los magiares. En poco tiempo, gran parte
de los logros de siglos anteriores desaparecieron convertidos en humo y
cenizas. Una vez más, sin embargo, el cristianismo mostró su vigor, y cuando
los enemigos de los pueblos cristianos eran más fuertes, cuando no
necesitaban pactar y podían imponer por la fuerza su voluntad, acabaron
aceptando la enorme fuerza espiritual del cristianismo y lo asimilaron en
sus territorios, de modo que al llegar el año 1000 el cristianismo se
extendía desde las Islas Británicas hasta el Volga.
Luces y sombras
Las sociedades nacidas de
aquella aceptación del cristianismo no llegaron a asimilar todos los
principios de la nueva fe. De hecho, en buena medida eran reinos sustentados
sobre la fuerza militar necesaria para la conquista, o para la defensa
frente a las invasiones. Sin embargo, el cristianismo ejerció sobre ellos
una influencia fecunda, que volvió a sentar las bases de un principio de
legitimidad del poder –alejado de la arbitrariedad guerrera de los
bárbaros–, buscó de nuevo la defensa y la asistencia de los débiles y
continuó su esfuerzo artístico y educativo. Además, suavizó la violencia
bárbara implantando las primeras normas del derecho de guerra –la “Paz de
Dios” y la “Tregua de Dios”–, supo recibir la cultura de otros pueblos, creó
un sistema de pensamiento como la Escolástica y abrió las primeras
universidades.
También las principales
legislaciones de carácter social recibieron un impulso decisivo de la
preocupación cristiana de personas como lord Shaftesbury (que
promovió leyes que mejoraron las condiciones de trabajo en minas y
fábricas), Elizabeth Fry (que
introdujo importantes medidas humanitarias en las prisiones) y otros muchos
hombres y mujeres que, gracias al impulso cristiano, superaron los
condicionantes de su tiempo y promovieron reformas decisivas para humanizar
la sociedad.
Es cierto que hubo
también páginas tristes y oscuras en la historia de la fe de esos pueblos
cristianos, y es verdad también que se cometieron errores, a veces graves,
pero en el curso de esos siglos y de los siguientes, el cristianismo alcanzó
grandes logros educativos y asistenciales, y facilitó el desarrollo
económico, científico, cultural, artístico e incluso político. Causas como
la defensa de los indígenas, la lucha contra la esclavitud, las primeras
leyes sociales contemporáneas o la denuncia del totalitarismo difícilmente
habrían sido iniciadas sin el impulso cristiano.
El embate de los totalitarismos
No debe por ello
sorprendernos que el siglo XX, coincidiendo con el declinar de la influencia
de la fe cristiana en la vida social, haya sido el siglo que ha contemplado
un número mayor de encarcelamientos, maltratos y ejecuciones por encima de
cualquier otro período de la historia.
Es probable que las
generaciones venideras tengan dificultad para creer que hubo un tiempo en
que la mayor parte del mundo estuvo controlada por una doctrina llamada
comunismo que causó tanta desgracia y que, en su expansión, fue reduciendo a
la esclavitud y a la muerte a centenares de millones de seres humanos.
Actualmente, esos sistemas comunistas han fracasado por su falso dogmatismo
económico. Pero a veces se pasa por alto el hecho de que se derrumbaron, de
forma más profunda, por su desprecio del ser humano, por su subordinación de
la moral a las necesidades del sistema y sus promesas de futuro.
No fue, además, el único
peligro totalitario que aquejó a la humanidad en el siglo XX ni el único que
consideró al cristianismo como un objetivo; el otro fue el neopaganismo
nihilista del que nacerían el fascismo y el nazismo. Si Marx constituye un
ejemplo paradigmático de las tesis que luego seguirían al pie de la letra
Lenin, Stalin o Mao, no resulta menos cierto que Nietzsche avanzó una
cosmovisión nihilista y anticristiana que luego cristalizaría, entre otros
fenómenos, en el fascismo y el nazismo.
—¿Hay
realmente una relación tan directa entre lo uno y lo otro?
Nietzsche identificaba el
concepto de “bueno” con la clase superior. Lo malo corresponde a la plebe,
al vulgo, a la clase inferior. A esa moral aristocrática, de los poderosos,
de los fuertes, se contrapone la moral de los débiles, de la plebe. Afirmaba
que la moral había sufrido un proceso de corrupción al dejar de estar
pergeñada por los señores y pasar a responder a los anhelos de la plebe, y
esto se debía fundamentalmente a los judíos y al cristianismo. Frente a esa
situación, Nietzsche propuso el alzamiento de las razas nórdicas para
implantar socialmente la superioridad de una élite que dominara sin el freno
del sentido de culpa, negando la existencia de la verdad objetiva y
ejerciendo la crueldad sobre los inferiores. Para lograrlo, judíos y
cristianos debían ser aniquilados por las razas germánicas. Tales medidas
permitirían implantar una sociedad elitista, basada en la desigualdad y la
jerarquía, al estilo del sistema ario de castas existente desde hace
milenios en la India. En ella, los más, los mediocres, serían engañados y
mantenidos en una ignorancia feliz de la que no debía sacarlos el
cristianismo.
Las enseñanzas del
filósofo alemán tuvieron repercusiones políticas, en especial desde inicios
del siglo XX. El fascismo de Mussolini –que retaba a Dios a fulminarle con
un rayo en el plazo de cinco minutos– y, sobre todo, el nazismo de Hitler se
sustentaron en buena medida sobre una nueva moral de la minoría fuerte,
violenta y audaz, que se imponía sobre una masa engañada. En ese sentido,
las afirmaciones ideológicas de Nietzsche y las cámaras de gas de Auschwitz se
hallan unidas por una línea recta.
El cristianismo ha
sobrevivido en el siglo XX a dos terribles amenazas que pusieron en peligro
a todo el género humano. Ambas coincidían en negar la existencia de
principios morales superiores que limitaran el poder y la persecución de sus
objetivos; ambas ansiaban desesperadamente alcanzar esos objetivos; ambas
creían en la legitimidad de exterminar social, económica y físicamente a los
que consideraran sus enemigos, fueran burgueses, judíos o enfermos; ambas
eran conscientes de que el cristianismo se les oponía ideológicamente como
un valladar frente a sus aspiraciones; y ambas intentaron aniquilarlo como a
un peligroso adversario.
Tanto la dictadura de
Hitler como la de Stalin se basaban precisamente en el rechazo de la
herencia cristiana de la sociedad, en un enorme orgullo que no quería
someterse a Dios, sino que pretendía crear él mismo un hombre mejor, un
hombre nuevo, y transformar el mundo malo de Dios en el mundo bueno que
surgiría del dogmatismo de su propia ideología.
Hacer balance
Sin duda, la aportación
del cristianismo a la cultura occidental ha sido enorme a lo largo de estos
casi dos mil años de existencia. Para captar un poco su extraordinaria
importancia, podemos imaginar lo que hubiera sido un mundo sin cristianismo,
o bien ver los resultados obtenidos por otras culturas.
Un mundo que se hubiera
limitado a continuar la herencia clásica no solo habría resultado en una
sociedad en la que los fuertes y los violentos se sabían protagonistas, sino
que además habría sucumbido ante el empuje de los bárbaros sin dejar casi
nada detrás. Durante varios siglos, los reinos bárbaros hubieran combatido
de manera infructuosa entre ellos, para no poder sobrevivir después al
empuje conjunto de las siguientes invasiones y del avance árabe, suponiendo
que este se hubiera dado sin un Islam cuya existencia presupone la del
cristianismo.
Durante los siglos de lo
que ahora conocemos como la etapa medieval, Europa hubiera sido escena de
continuas oleadas de invasores, sin excluir a los mongoles contenidos por
Rusia, de las que no hubiera surgido nada perdurable como no surgió en otros
contextos. Ni la cultura clásica, ni la Escolástica, ni las universidades,
ni el pensamiento científico habrían aparecido, como de hecho no aparecieron
en otras culturas. Además, sin los valores cristianos se habrían perpetuado
–como así sucede en algunas naciones hasta el día de hoy– fenómenos como la
esclavitud, la arbitrariedad del poder político, la ausencia de desarrollo
científico o el anquilosamiento de la educación en manos de una escasa casta
tradicional.
Hoy todos sabemos que el
modelo democrático procede de las constituciones monásticas, que fueron
pioneras con sus capítulos y sus votaciones. La idea de derechos iguales
para todos encontró ahí su forma política. Es cierto que hubo antes una
democracia griega, de donde se tomaron algunas ideas decisivas. Pero en la
sociedad helénica existía la garantía sagrada de los dioses, y la democracia
cristiana de la época moderna pudo basarse en la sacralizad de los valores
garantizados por la fe, que se sustraen a la dictadura de las mayorías. Es
un hecho evidente que las dos primeras democracias –la norteamericana y la
inglesa– están basadas en una misma conformidad de valores procedente de la
fe cristiana, y que solo pueden funcionar cuando existe un acuerdo
fundamental sobre los valores.
Basta echar un vistazo a
las culturas informadas por el Islam, el budismo, el hinduismo o el animismo
–donde siguen considerándose legítimas muchas conductas degradantes para el
ser humano–, para intuir lo que podría haber sido un mundo sin la influencia
civilizadora del cristianismo (y eso a pesar de que hoy día hasta la
sociedad más apartada puede beneficiarse de aspectos emanados de la
influencia cristiana en la cultura occidental, desde el progreso científico
a la asistencia social, por citar solo dos ejemplos).
En el último siglo, el
olvido de algunos de los principios básicos de origen cristiano (sobre todo
en los regímenes incubados por el marxismo o el fascismo-nazismo) ha llevado
a situaciones de una barbarie sin precedentes, una muestra más de los
riesgos que supone construir el futuro olvidando los principios sobre los
que se asienta.
Es cierto que los
cristianos muchas veces han dejado bastante que desear en el modo de vivir
su fe. Con todo, la influencia humanizadora y
civilizadora de la fe cristiana no cuenta con equivalentes de ningún tipo a
lo largo de la historia universal. Sin la fe cristiana, el devenir humano
habría estado mucho más teñido de violencia y barbarie, de guerra y
destrucción, de calamidades y sufrimiento; con ella, el gran drama de la
condición humana se ha visto acompañado de progreso y justicia, de compasión
y cultura.