28. ¿TIENE ALGUIEN DERECHO A IMPONERME SUS VALORES?
¿Es Razonable ser Creyente?
50 cuestiones actuales en torno a la fe
Alfonso Aguiló
28. ¿TIENE ALGUIEN DERECHO A
IMPONERME SUS VALORES?
El boxeador que nunca sube
al ring
¿Da lo mismo una religión
que otra?
Las condiciones de
supervivencia
de la
humanidad
no están
sujetas a votación:
son como
son.
Robert Spaemann
¿Existen valores absolutos?
Cuenta Peter Kreeft que
un día, durante una de sus clases de ética, un alumno le dijo que la moral
era algo relativo y que él como profesor no tenía derecho a “imponerle sus
valores”.
Bien –contestó Kreeft,
para iniciar un debate sobre aquella cuestión–, voy a aplicar a la clase tus
valores y no los míos. Tú dices que no hay valores absolutos, y que los
valores morales son subjetivos y relativos. Como resulta que mis ideas
personales son un tanto singulares en algunos aspectos, a partir de este
momento voy a aplicar esta: todas las alumnas quedan suspendidas.
El alumno se quedó
sorprendido y protestó diciendo que aquello no era justo.
Kreeft le
argumentó: ¿Qué significa para ti ser justo? Porque si la justicia es solo
“mi” valor o “tu” valor, entonces no hay ninguna autoridad común a nosotros
dos. Yo no tengo derecho a imponerte mi sentido de la justicia, pero tú
tampoco puedes imponerme el tuyo...
Por tanto, solo si hay un
valor universal llamado justicia, que prevalezca sobre nosotros, puedes
apelar a él para juzgar injusto que yo suspenda a todas las alumnas. Pero si
no existieran valores absolutos y objetivos fuera de nosotros, solo podrías
decir que tus valores subjetivos son diferentes de los míos, y nada más.
Sin embargo –continuó Kreeft–,
no dices que no te gusta lo que yo hago, sino que es injusto. O sea, que,
cuando desciendes a la práctica, sí crees en los valores absolutos.
No me impongas tu verdad
Los relativistas y los
escépticos consideran que aceptar cualquier creencia es algo servil, una
torpe esclavitud que coarta la libertad de pensamiento e impide una forma de
pensar elevada e independiente.
Sin embargo –como decía
C. S. Lewis–, aunque un hombre afirme no creer en la realidad del bien y del
mal, le veremos contradecirse inmediatamente en la vida práctica. Por
ejemplo, una persona puede no cumplir su palabra o no respetar lo acordado,
arguyendo que no tiene importancia y que cada uno ha de organizar su vida
sin pensar en teorías. Pero lo más probable es que no tarde mucho en
argumentar, refiriéndose a otra persona, que es indigno que haya incumplido
con él sus promesas.
Cuando los defensores del
relativismo hablan en defensa de sus derechos, suelen desprenderse de todo
su relativismo moral y condenar con rotundidad la objetiva inmoralidad de
quien pretenda causarle daño. Y si alguien les roba la cartera, o les da una
bofetada, lo más probable es que olviden su relativismo y aseguren –sin
relativismo ninguno– que eso está muy mal, diga lo que diga quien sea (sobre
todo si lo dice el ladrón o agresor correspondiente). Porque si la palabra
dada no tiene importancia, o si no existen cosas tales como el bien y el
mal, o si no existe una ley natural, ¿cuál es la diferencia entre algo justo
o injusto? ¿Acaso no se contradicen al mostrar que, digan lo que digan, en
la vida práctica reconocen que hay una ley de la naturaleza humana?
El relativismo, al no
tener una referencia clara a la verdad, lleva a la confusión global de lo
que está bien y lo que está mal. Si se analizan con un poco de detalle sus
argumentaciones, es fácil advertir –como explica Peter Kreeft–
que casi todas suelen refutarse a sí mismas:
§ "La verdad no es
universal" (¿excepto esta verdad?).
§ "Nadie puede
conocer la verdad" (salvo tú, por lo que parece).
§ "La verdad es
incierta" (¿es incierto también lo que tú dices?).
§ "Todas las
generalizaciones son falsas" (¿esta también?).
§ "No puedes ser
dogmático" (con esta misma afirmación estás demostrando ser bastante
dogmático).
§ "No me impongas
tu verdad" (tú me estás imponiendo ahora tus verdades).
§ "No hay
absolutos" (¿absolutamente?).
§ "La verdad solo
es opinión" (tu opinión, por lo que veo).
§ Etcétera ad
nauseam.
El boxeador que nunca sube al ring
Cuando uno dice que es
muy difícil o casi imposible saber lo que es verdad o mentira, o lo que es
bueno o malo, porque asegura que todo es relativo, adopta una cómoda postura
en la que apenas necesita argumentar nada. Elude cualquier debate o
discusión seria, porque niega su presupuesto. Por eso decía Wittgenstein que
es como un boxeador que nunca sube al ring.
En vez de subir al ring,
lo que suele hacer en la práctica es meter de tapadillo, en un descuido
retórico, su propia verdad y su propio concepto de bien. Porque también él
guarda muchas certezas, aunque quizá no las advierta por estar demasiado
ocupado en acusar a los demás de dogmatismo. Lo que el relativista suele
mirar con sospecha no son las certezas, sino más bien las certezas de los
demás.
¿Se dejarían operar por
un cirujano si no estuviera seguro de su competencia? ¿Se subirían a un
avión de una compañía aérea que manifestara incertidumbres sobre la
seguridad del vuelo? Todo hombre, por naturaleza, busca siempre certezas.
Según Christopher Derrick,
la apoteosis del relativismo puede deberse a esa impresión –vaga, pero
persuasiva– de que expresar duda es un signo de modestia y de democracia,
mientras que hablar de certidumbres se considera algo dogmático y casi
dictatorial.
Sin embargo, el
relativismo no puede llevarse hasta sus últimas consecuencias. Por eso
Ortega decía que el relativismo es una teoría suicida, pues cuando se aplica
a sí misma, se mata. La mayoría de las veces, el relativismo es una especie
de pose académica, una cómoda evasión de la realidad.
¿Da lo mismo una religión que otra?
Charles Moore, director
del Sunday Telegraph,
relató hace unos años su conversión al catolicismo.
Moore buscaba la religión
verdadera, ante el asombro de sus amigos que le decían que daba igual una
religión que otra, y que lo único importante era el deseo de hacer el bien.
Él disentía completamente y replicaba: «Eso sería como si unos médicos se
reunieran en torno a un paciente y concluyeran: “Bueno, todos queremos que
mejore, así que todos los tratamientos que propongamos serán igualmente
buenos”. Sin embargo, es evidente que no sucede así. Dar con el tratamiento
adecuado puede ser cuestión de vida o muerte».
Es cierto que personas de
religiones distintas reciben de sus creencias aliento y enseñanza para ser
mejores. Todas las religiones distintas de la verdadera contienen y ofrecen
elementos de religiosidad, que proceden de Dios, y que reflejan un destello
de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres. Pero deducir de eso que
todas las religiones son iguales, o que da igual una que otra, sería mucho
deducir.
A la hora de elegir
religión, hay que preguntarse sobre todo qué puerta es la verdadera, no cuál
es la que más nos gusta por sus adornos o atractivos externos. No basta la
buena intención, pues no se puede olvidar cuánto mal ha sucedido en la
historia en nombre de opiniones e intenciones buenas.
Cada hombre tiene la
obligación –y también el derecho– de buscar la verdad en materia religiosa,
a fin de que, utilizando los medios adecuados, llegue a formarse rectos y
verdaderos juicios de conciencia.
—Entonces, lo que importa
para salvarse es vivir de acuerdo con la propia conciencia.
Cuando se habla de vivir
de acuerdo con la conciencia, algunos lo entienden como un simple vivir
conforme a lo que cada uno subjetivamente piensa, como si en las cuestiones
religiosas y morales no hubiera nada objetivo. Pero no siempre basta con
seguir la conciencia, pues a veces su voz puede ser ahogada, o puede ser
errónea. Por ejemplo, Hitler escribió pocas horas antes de morir que no se
arrepentía de nada, que de nada pedía perdón porque afirmaba seguir de buena
fe su conciencia...
La conciencia no es un
simple reducto del subjetivismo, sino el lugar donde se da la apertura del
hombre hacia la verdad, hacia Dios. El hombre, si busca, tiene posibilidad
de conocer el camino que le conduce a la verdad.
Y obedecer a la
conciencia en ese camino puede exigir un notable esfuerzo. Supone no dejarse
guiar solo por lo que a uno le apetece, sino mirar alrededor, purificarse y
tener el oído atento a la escucha de la voz de Dios para ponerse en camino
hacia la verdad.
Solamente así se puede
entender en qué consiste la grandeza de la fe. Y las diferentes religiones
pueden suministrar elementos que nos conducen hacia ese camino, pero también
nos pueden desviar de él.
—¿Entonces,
la Iglesia no admite que el cristianismo sea una vía de salvación entre
otras muchas?
La Iglesia sostiene que
Jesucristo no es un simple guía espiritual, o un camino más hacia Dios entre
otros muchos, sino el único camino de salvación.
—¿Y
eso no es una afirmación un poco arrogante por parte de la Iglesia?
Pienso que no. Lo natural
es que un creyente musulmán reconozca a Mahoma como profeta, o que un fiel
hebreo escuche la Torâh como
la palabra de Dios. Lo que dice la Iglesia católica no supone menosprecio ni
falta de consideración hacia otras confesiones religiosas. Dice que
Jesucristo es el único camino de salvación, pero también dice claramente que
Dios salva a los no cristianos que se hacen merecedores de ello.
La salvación –por decirlo
de un modo un tanto informal– es monopolio de Dios, no de los cristianos.
Dios da a todos los hombres luz y ayuda para salvarse, y lo hace de manera
adecuada a la situación interior y ambiental de cada uno.