30. ¿Y POR QUÉ “ESO” VA A SER MALO?
50 cuestiones actuales en torno a la fe
Alfonso Aguiló
29. NUESTRAS CERTEZAS... ¿Y
LAS DE LOS DEMÁS?
Buscando el bien
de nuestros
semejantes,
encontramos el
nuestro.
Platón
Una novedad en la historia
La triste novedad de
aquella guerra fue que, por primera vez en la historia, el asesinato se
organizó como una industria de producción en serie. La historia no había
conocido nada semejante.
Quizá solo quienes
estuvieron en Mauthausen,
en Auschwitz,
en Maidanek,
o en cualquier otro campo de exterminio de la Segunda Guerra Mundial, pueden
hacerse una verdadera idea de lo que fue aquello. Hasta las descripciones
más realistas que se han hecho sobre los lager probablemente palidecerían
ante la realidad de aquel horror.
Afirma Claudio Magris que
los testimonios más expresivos de esa realidad no son los de las víctimas,
sino los de los verdugos. Quizá por eso, el testimonio más revelador de lo
que ocurrió entre aquellos barracones y las cámaras de gas, lo escribió el
propio Rudolf Hössen
las semanas que transcurrieron entre su condena y su muerte. Su
autobiografía, titulada “Comandante en Auschwitz”,
relata fríamente una serie interminable de atrocidades que sobrepasa
cualquier medida humana. Höss cuenta
de forma imperturbable todo lo que ocurre, la ignominia y la vileza, los
episodios de ruindad y de heroísmo entre las víctimas, las dimensiones
monstruosas de aquella terrible masacre.
—¿Y
cómo pudo llegarse a una aberración semejante?
Es difícil responder. Lo
sorprendente es que el nacionalsocialismo hitleriano detentaba el poder con
un gran respaldo de la población, que votó masivamente a un partido
totalitario que les presentaba una visión del mundo que entonces
consideraron plenamente satisfactoria.
Hitler dominaba las
técnicas de comunicación de masas. Supo manejarlas, crear un estado de
opinión, alcanzar el poder y convertir luego el Estado en una mortífera
organización criminal. Ni él ni los mandos de su partido disimulaban su
radical y violento antisemitismo. Proclamaron sus consignas de sangre y de
raza, de las cuales se derivaba el derecho a tratar a otros pueblos como
inferiores. De los 9.600.000 judíos que vivían en Europa durante la
dominación nazi, se calcula que más de 5.700.000 fueron expulsados de sus
casas, tratados como cabezas de ganado y exterminados con una crueldad
inhumana.
Atropellos desde la mayoría
Tras la Segunda Guerra
Mundial, cuando la opinión pública llegó a conocer en toda su dimensión los
horrores del Tercer Reich,
se planteó una cuestión crucial. Muchos habían defendido hasta entonces que
la opinión de la mayoría social marcaba lo que era justo o injusto. Pero
Hitler había actuado con el respaldo de la mayoría parlamentaria, y también
tuvo un gran apoyo de la opinión pública de su país. Es verdad que durante
la guerra nunca se propuso públicamente el exterminio masivo, pero sí había
una amplia aprobación popular acerca del despojo y la expulsión de los
judíos.
Había sido legal. Y en
gran parte, también socialmente aceptado. Pero no por eso dejaba de ser un
crimen patente y horrible. Nadie había imaginado que se podía llegar a
semejante desprecio por el hombre y por sus derechos, a una infamia que
reunió una cantidad de odio sin precedentes, que pisoteó al hombre y a todo
lo humano con una fuerza hasta entonces desconocida.
Aquellos dirigentes nazis
fueron condenados como autores de crímenes contra la humanidad, porque se
consideró evidente que existe una ley moral universal a la que todos los
hombres estamos sujetos, independientemente de lo que digan las leyes de ese
Estado, o de lo que apruebe o desapruebe la opinión pública.
Hubo juristas coherentes
con el relativismo moral que siempre habían postulado, y que argumentaron
que no se podía condenar a esos generales nazis, ya que no habían
transgredido las leyes entonces vigentes en su país. Pero aquella protesta
fue tan solo una prueba más de la precariedad de esa forma de pensar. Porque
si un acto tuviera que ser bueno simplemente por estar ordenado o permitido
por una ley, entonces no se podría acusar de injusto a ningún régimen
político que viole los derechos humanos.
Ningún porcentaje de
apoyo social puede hacer bueno lo que de por sí es perverso. Los votos que
llevaron o mantuvieron a Hitler al poder no hicieron aceptable su racismo ni
sus criminales designios. Hay cosas que están mal aunque las permita o
fomente el poder legítimamente establecido.
Cuando el relativismo
moral se impone, la dignidad humana corre un grave peligro. Los derechos
básicos se relativizan y se abre la puerta al totalitarismo. El régimen nazi
es una prueba de que esas ideas no son un mero entretenimiento de
intelectuales, sino que tienen consecuencias importantes.
Auschwitz reveló,
entre otras cosas, la profunda depravación en la que podía sumergirse el
hombre al olvidar a Dios. Muchos años antes, ciertos sectores de la cultura
europea habían intentado borrar a Dios del horizonte humano, y una de sus
consecuencias había sido la aparición del paganismo nazi y el dogmatismo
marxista, dos ideologías totalitarias que Hitler y Stalin pretendieron
convertir en religiones sustitutivas. Así fue como el desprecio a Dios llevó
al desprecio a la humanidad y a la vida de las personas. El resultado fue un
abismo de inmoralidad que la historia jamás podrá olvidar.
La ley del más fuerte
Si treinta sádicos
–sugiere Peter Kreeft–
acordasen torturar a una persona, ¿podría el número hacer que la acción
fuese correcta? ¿Y si fuera la sociedad entera quien lo aprobara?
Si la tortura es mala, no
es porque la sociedad lo diga, sino porque lo es en sí misma.
Un linchamiento suele
estar “consensuado” por la masa popular, que aplica justicia –y rápidamente–
conforme a un veredicto dictado también por abrumadora mayoría. Sin embargo,
aunque cumpla los postulados de la moral relativista, no resulta aceptable.
Si en 1939 se hubiera
hecho en Alemania una encuesta sobre si es lícito exterminar a los adultos
mal constituidos, es probable que hubiera contado con una aprobación
general. Sin embargo, la opinión mayoritaria no convertiría en morales esos
actos.
En bastantes países
islámicos se niega la posibilidad de cambiar de la fe musulmana a otra
religión. Es una prohibición legal, y aceptada por la opinión pública, pero
atenta contra la libertad religiosa, que es un derecho humano previo a todo
eso.
El hecho de que algo esté
aceptado por una mayoría social no es garantía moral segura. Es solo un
indicador del nivel de reconocimiento de la verdad que hay en esa sociedad.
La historia de
los progresos humanos –y no solo en
los progresos éticos, sino también en los científicos– muestra que la
comprensión de la verdad suele ser, en los comienzos, minoritaria. Piénsese,
por ejemplo, en los primeros movimientos en contra de la esclavitud o la
discriminación racial, que nacieron con una reducida aceptación social.
—Sin embargo, el Estado
puede y debe elaborar leyes y reglas, y luego cambiarlas cuando sea preciso.
Y hoy se dice a los automovilistas que circulen por la derecha, pero mañana
se les puede decir que circulen por la izquierda. Y no parece que haya nada
malo en eso.
Efectivamente, hay leyes
y normas que no tienen una calificación moral directa, y el Estado puede
decidir sobre ellas en uno u otro sentido. Sin embargo, hay otras cosas que
son buenas o malas en sí mismas, independientemente de que el Estado las
imponga o no, o que le gusten más o menos a los ciudadanos. Los hombres no
pueden inventar las reglas de la moral: solo pueden procurar descubrirlas
(algo parecido a lo que sucede, por ejemplo, con las reglas de la salud
corporal).
El buen legislador es el
que legisla buscando verdades que conducen a la justicia, no el que pretende
decidir arbitrariamente lo que es justo o injusto (igual que el buen médico
es el que descubre verdades relacionadas con la salud, no el que decide
arbitrariamente qué es estar sano o enfermo).
Al recordar el genocidio
nazi hemos visto cómo una mayoría que no reconoce más límites que ella
misma, incurre fácilmente en la tentación de arrollar los derechos básicos
de las minorías. Y esas minorías pueden ser minorías étnicas (racismo), no
nacidos (aborto), ancianos enfermos o deficientes mentales (eutanasia), o
cualquier colectivo que no pueda defenderse de la mayoría que ostenta el
poder. Una actitud de ese tipo lleva al dominio tiránico del grupo más
fuerte en cada momento. Como en la selva, se impone la ley del más fuerte
(que en este caso es la inapelable mayoría).
No se puede forzar a la
verdad a estar en relación directa con el número de personas a las que
persuade. La ética natural, y con ella la dignidad de la persona, debe
respetarse como algo que está por encima de la decisión de cualquier
colectivo humano. No es el Estado quien otorga a los hombres sus derechos
fundamentales: esos derechos no son otorgados, sino reconocidos y protegidos
por el Estado, puesto que son derechos inherentes a la dignidad humana. El
Estado no concede el derecho a la vida ni a la propia dignidad: ha de
limitarse a reconocer y defender esos derechos.
El encuentro más liberador
El encuentro con la
verdad exige conformar la propia vida con esa verdad, y en ese sentido puede
decirse que la verdad se nos impone. Pero el encuentro con la verdad es lo
más liberador que puede haber en la vida de una persona.
Por el contrario, quien
pretende “liberarse de la verdad”, no se libera, sino que cae en el
autoengaño. Y un engaño, aunque lo cause uno mismo, no puede liberar de
nada. Liberarse de la verdad atenta además contra los mismos fundamentos de
la democracia, pues la verdadera democracia se apoya en el respeto a una
gran verdad: la dignidad humana, que debe considerarse como algo
innegociable.
Es necesario establecer
normas por consenso si se quiere que haya democracia. Y ese consenso puede
ser la vía más adecuada para acercarse a la verdad. Pero –como ha explicado
Andrés Ollero– ha de asumirse con realismo que, pese a nuestros buenos
deseos, podemos equivocarnos al intentar captarla. Y solo si ese consenso
coincide con la verdad puede convertirse en instancia ética. No es el
consenso quien nos dice lo que es éticamente adecuado, sino la ética la que
nos exhorta a consensuar sus exigencias.