42. RESPETO A LA VIDA, ¿POR QUÉ?
¿Es Razonable ser Creyente?
50 cuestiones actuales en torno a la fe
Alfonso Aguiló
PARTE SEXTA
VI. INTOLERANCIA CON LOS MÁS DÉBILES
VI. INTOLERANCIA CON LOS MÁS DÉBILES
Un gran hombre demuestra
su grandeza
por el modo en que trata
a los que son o tienen
menos que él.
Carlyle
42. RESPETO A LA VIDA, ¿POR QUÉ?
La vida tiene una historia
muy larga,
Vidas humanas expuestas a
toda suerte de manipulaciones
No todo lo que se puede
hacer se debe hacer
Buscando garantías para la
dignidad humana
Una técnica que se subordine
al hombre
La vida tiene una historia muy larga,
pero cada individuo tiene
un comienzo muy preciso:
el momento de su
concepción.
Jérôme Lejeune
Vidas humanas expuestas a toda suerte de manipulaciones
En el mismo ADN de un
embrión humano está ya presente toda la constitución de la persona: sistema
nervioso, brazos, piernas, incluso el color de sus ojos. Y en el momento en
que está compuesto solo de tres células, inmediatamente después de la
fecundación, el individuo es ya único, rigurosamente diferente de cualquier
otro. Nunca se ha dado antes y no se dará de nuevo nunca más; es una novedad
absoluta. Como ha escrito JérômeLejeune,
el embrión es un ser vivo; y procede del hombre; por tanto, el embrión es un
ser humano. De ahí se deduce que no puede considerarse propiedad de nadie.
Sin embargo, en los
últimos años se ha desarrollado toda una industria basada en los embriones
humanos. Y aunque muchas veces –no todas, ni la mayoría– se busque con ello
fines más o menos dignos de elogio, se trata de una práctica éticamente
reprobable, por varias razones, todas de bastante peso.
Quizá una primera podría
ser que, en el intervalo que va desde la fecundación en la probeta hasta el
transplante, el hijo queda privado de la protección natural de la madre y,
por tanto, expuesto a toda suerte de manipulaciones, gran tentación a la que
el hombre no se resistirá (no se ha resistido) mucho tiempo.
Por otra parte, para
conseguir un implante válido se necesitan varios embriones. Los que no hayan
sido utilizados, serán congelados y conservados en ese estado intermedio
entre la vida y la muerte, en espera de que alguien se quiera quedar con
ellos, o bien hasta ser destruidos después de un tiempo, a menos de que sean
ofrecidos a la investigación como cualquier animal de laboratorio. ¿Es esto
congruente con la dignidad humana?
En este último supuesto,
entramos en lo desconocido y en el horror. ¿A qué tipo de manipulaciones
genéticas pueden llegar a ser sometidos? ¿Quién lo podrá evitar?
Una cuestión inexcusable
Algunos reconocen que el
embrión es un adulto en potencia, necesitado de cierto respeto, pero apenas
hacen nada por protegerlo. Utilizan la expresión en potencia como una
curiosa pirueta del lenguaje, puesto que manipular un ser humano en potencia
es manipular un ser humano, de la misma manera que manipular un bebé –es un
adulto en potencia– es también manipular a un ser humano.
El hecho de que un ser
humano esté aún en proceso de formación no atenúa un ápice la
responsabilidad de eventuales manipulaciones, sino más bien lo contrario:
tiene el agravante de ser la violación de un indefenso. Para llegar a unas
normas éticas serias sobre la vida humana, es necesario precisar qué es el
hombre. Y ahí acaba siempre por plantearse una cuestión inexcusable: una de
dos, o el hombre es digno del máximo respeto –y más cuando está comenzando a
existir bajo la forma misteriosa y frágil de un embrión–, o no es más que un
conglomerado de partículas, en cuyo caso no hay objeción alguna a que se
manipule para un supuesto provecho y mejoramiento de la especie, como se
hace con los animales o las plantas.
Quizá corresponda a la
presente generación, por el momento histórico actual, pronunciarse con vigor
sobre la esencia misma del hombre, defender aquello que lo hace diferente de
los animales y condenar las prácticas que pretenden manipularlo desde su
concepción, o incluso antes, actuando sobre sus células reproductivas.
No se trata de
ciencia-ficción ni de pesadillas apocalípticas. La programación de abortos
para trasplantes de células fetales mediante vivisección, el alquiler de
vientres maternos, la utilización industrial de embriones, la clonación, la
implantación de embriones humanos en animales para la gestación, la creación
de híbridos de células animales y humanas, etc., son problemas hoy muy
reales, como reales son las serias consecuencias que tienen y pueden tener
más adelante para el hombre.
Quizá se acuse a las
normas éticas de que limitan la investigación y entorpecen el progreso de la
ciencia. Pero nunca esa justificación será excusa para dejar campo libre a
que una multitud de manipuladores se entregue a las experiencias más
degradantes.
No todo lo que se puede hacer se debe hacer
La aplicación a embriones
humanos de técnicas empleadas para conseguir clones de animales ha levantado
en los últimos años una gran polémica en torno a las prácticas con
embriones.
Se argumenta, con razón,
que la clonación humana puede degenerar fácilmente en aberraciones
asombrosas:
§ Los niños pueden
ser elaborados en la probeta y luego congelados, hasta que a los padres –a
la madre o al padre– les venga bien.
§ Se puede
fabricar un solo niño, o varios en serie, lo cual proporciona indudablemente
una mayor seguridad, puesto que así siempre se pueden tener “niños de
repuesto” para el caso de que el primero elegido sufra algún lamentable
accidente (o por si hacen falta “piezas de repuesto”, si el hijo resulta
tener algún “fallo de fábrica”).
§ Evidentemente,
los niños que en su desarrollo embrionario manifiesten algún defecto, son
inmediatamente eliminados (la calidad es lo que cuenta).
§ Se puede elegir
el sexo, y quizá dentro de poco, la estatura, el color del pelo o de los
ojos, y hasta el coeficiente intelectual. Se podrían crear personas que
carecieran genéticamente de algunas características, o que tuvieran otras:
por ejemplo, una raza de personas dóciles, que se dedicaran a las tareas más
desagradables de la sociedad.
Algunos aseguran que
mediante este tipo de técnicas se podría conducir a la raza humana a un tipo
de perfección previamente programada. Pero los riesgos de semejantes
manipulaciones son imprevisibles, sobre todo pensando en las ideas sobre la
perfección que puedan tener los programadores.
En todos estos procesos
se vulnera un derecho humano fundamental: el derecho que cada uno tiene a su
propio y original patrimonio genético, sin interferencias que puedan
perjudicar su integridad.
Todos esos groseros
pragmatismos son insensibles al valor dignificante de ser uno mismo,
diferente de los demás. Cada ser humano tiene derecho a una unidad genética
no compartida con otro, tiene derecho a no venir al mundo con un código
genético programado por los deseos o expectativas de sus padres o de la
sociedad.
En el “niño a la carta”,
la voluntad de los progenitores –o de los productores, puesto que no siempre
serán “encargados” por los progenitores– suplanta el legítimo interés de
todo ser humano de ser él mismo, y de autodescubrirse en su propio proceso
de desarrollo personal. Sobre la existencia de las personas nadie tiene
derecho alguno, pues entonces serían cosas y no personas. La técnica puede
lograr muchas cosas, pero no todo lo que mediante ella se puede alcanzar es
bueno. No se debe hacer todo lo que se puede hacer.
Buscando garantías para la dignidad humana
La noción de derechos
humanos implica que hay una dignidad natural inherente al hombre, que se
impone a todos, hasta tal punto que los hombres no pueden negarle la
humanidad a ninguno de sus semejantes, ni privarle de ninguno de esos
derechos.
Conviene reflexionar
acerca de esa singular dignidad. El hombre es irrepetible, es un fin en sí
mismo y no un medio, y nunca puede considerarse un simple elemento de una
especie. ¿Por qué el hombre es de una condición distinta a la de los
animales? ¿Por qué tiene esos derechos inalienables? ¿Por qué no puede tener
precio?
Se han dado a esta
pregunta muchas respuestas, pero pienso que el único fundamento
inquebrantable de los derechos humanos está en el hecho de que Dios ha
conferido al hombre esa dignidad.
—Pero esa referencia a
Dios supone creer en Dios, y no todos los hombres son creyentes.
No pido a nadie que crea
si no quiere o no puede creer. Simplemente doy una posible respuesta desde
la fe. No es necesario creer, pero creer permite proteger mucho mejor el
enunciado de estos derechos: el creyente –si es coherente con su fe– espera
descubrir en todo ser humano a un semejante, o más bien a un hermano,
precisamente por tener un padre común.
Es una respuesta desde la
fe que, por otra parte –y afortunadamente–, está en las raíces de nuestra
civilización y de cuanto concedemos a la dignidad de las personas. Echando
una mirada a la historia, da la impresión de que muchos aspectos de la
naturaleza humana estarían probablemente sumidos en la penumbra si la
tradición cristiana no los hubiera proclamado.
Siempre habrá más respeto
al hombre desde una concepción trascendente que cuando se ve la vida como un
simple suceso en el tiempo que se disuelve un día con la muerte.
Si el hombre no es más
que un animal extraordinariamente desarrollado, ¿qué razón de peso habrá
para no llegar a convertirlo un día en un animal de laboratorio? ¿Qué
impedirá considerarlo como un conglomerado de moléculas, modificable al
capricho de los manipuladores, que se creerán dueños de su futuro? Una
referencia trascendente es decisiva para dotar al hombre de inviolabilidad.
Una técnica que se subordine al hombre
—¿Y no es demasiado
estricta la Iglesia católica en estas cuestiones relativas a la manipulación
genética?
Podría decirse,
estableciendo una sencilla comparación, que en este punto nos encontramos
ahora como las naciones europeas del siglo XIX en el campo social del
trabajo y de la condición obrera frente al descubrimiento de la herramienta
industrial.
El precio que en su día
se pagó por el progreso técnico y económico, hasta que se lograron controlar
algunos de sus excesos, fue enorme y de muy dolorosas consecuencias.
Los extraordinarios
poderes actuales de la ciencia sobre la vida y la procreación humana hacen
necesaria una seria reflexión para que el coste humano no acabe siendo tan
terrible como en su día lo fue el de la revolución industrial.
Como ha señalado
Jean-Marie Lustiger,
los actuales avisos de la Iglesia católica pueden parecer a las generaciones
contemporáneas tan arcaicos como parecieron las advertencias de los hombres
de la Iglesia europeos a comienzos de aquel desarrollo industrial.
Hay que insistir en que
los valores morales deben presidir este nuevo poder que el hombre adquiere
sobre la vida, sobre su propio cuerpo y sobre su sexualidad. La vida
–derecho fundamental de todo individuo, base de todos los demás derechos– no
puede ser tratada como una mercancía que se puede organizar, comercializar y
manipular a gusto personal.
Es deber de la Iglesia
poner a la sociedad en guardia frente a algunos peligros, pidiendo que la
técnica se subordine al hombre y a su vocación. Se trata de una tarea de
capital importancia, aunque su voz no siempre sea bien escuchada o
comprendida.