49. ¿LA FE CATÓLICA NO ES DEMASIADO EXIGENTE?
¿Es Razonable ser Creyente?
50 cuestiones actuales en torno a la fe
Alfonso Aguiló
Contenido
Razones para obrar en la
adversidad
Nunca sabe un hombre
de lo que es capaz
hasta que lo intenta.
Charles Dickens
No somos héroes
Quizá recuerdes aquella
gran película protagonizada por Orson Welles que
se titula “El tercer hombre”.
Una gran noria gira
lentamente sobre los tejados de una Viena de posguerra, bombardeada y
ocupada por las fuerzas internacionales, mientras debajo, como puntos
lejanos, unos niños se entretienen en sus juegos.
El protagonista de la
película es un adulterador de penicilina sin escrúpulos. Desde lo alto de la
noria, su amigo le pregunta si ha llegado a ver personalmente la desgracia
de alguna de sus víctimas, y este le contesta cínicamente: «No me resulta
agradable hablar de eso. ¿Víctimas? ¡No seas melodramático! Mira ahí abajo:
¿sentirías compasión por algunos puntitos negros si dejaran de moverse? ¿Si
te ofrecieran veinte mil dólares por cada puntito que se parara, me dirías
que me guardase mi dinero..., o empezarías a calcular los puntitos que
serías capaz de parar tú? Y... libre de impuestos. ¡Libre de impuestos! Hoy
es la única manera de ganar dinero...»
«Antes creías en Dios»,
le recordó su amigo.
El protagonista
reflexionó un momento y dijo: «¡Y sigo creyendo en Dios, amigo! Creo en Dios
y en su misericordia; pero creo que los muertos están mejor que nosotros:
¡para lo que han dejado aquí...!».
Afortunadamente, son
pocos los que llegan a ese grado de cinismo. Pero, salvando las distancias,
todos corremos el riesgo de ser seducidos por esa especie de ética de la
normalidad, cuyos eslóganes más emblemáticos podrían ser “eso es lo normal,
lo hace todo el mundo”, “hoy día ya nadie piensa así”, “no hay que
complicarse la vida”, “la vida es así, qué le vamos a hacer”, u otros
semejantes.
“No somos héroes”, podría
ser el santo y seña de los representantes de esta mentalidad. Una seducción
que, de una forma u otra, todos experimentamos de vez en cuando. Y quizá
entonces, como al tercer hombre, nos asalta ese pensamiento: “No nos
pongamos melodramáticos...”, y apartamos la vista de aquello que no hacemos
bien.
En esas ocasiones se
comprueba que para llevar una vida coherente y moral, hace falta a veces un
cierto grado de heroísmo. Para acabar con la esclavitud, o con la tortura, o
con la segregación racial, por citar tres ejemplos no muy lejanos, hubo un
tiempo en que muchos hombres tuvieron que actuar contracorriente, con
heroísmo. Y esto es aplicable a cuestiones grandes o pequeñas, porque pocos
logros morales pueden alcanzarse sin esfuerzo.
Razones para obrar en la adversidad
Afortunadamente, han
quedado muy atrás aquellos moralismos austeros de otros tiempos, con esa
exagerada exaltación del sacrificio y con desproporcionados sentimientos de
culpa. Ahora, sin embargo, habría que preguntarse: ¿es posible vivir
rectamente sin sacrificio y sin una adecuada noción de culpa?
Es verdad que,
habitualmente, la generosidad es preferible al egoísmo. Y que, al menos a
largo plazo, el camino de la virtud es más atractivo que el del vicio. Pero
esto no siempre aparece así de claro. Y es precisamente en esas situaciones,
en las que lo bueno se nos presenta rodeado de inconvenientes, y en cambio
lo malo aparece ante nosotros con un enorme atractivo, es entonces cuando la
ética se hace más necesaria. Y esa ética debe ofrecer razones para obrar en
la adversidad. Ahí está el punto débil de esa ética light que se niega a
exigir el suficiente nivel de sacrificio: que luego nos deja en la estacada
precisamente cuando más la necesitamos.
¿Quién no se ha
encontrado en el dilema de tener que elegir entre pasar por un pobre
escrupuloso o bien ceder ante el dinero fácil, la mujer del vecino o la
seducción de la mentira?
Se trata de situaciones
que pueden presentarse a cualquiera, antes o después, con mayor o menor
frecuencia. En esos momentos, la tentación siempre nos invita, sonriente, a
superar prejuicios y estrecheces morales. Y será bien fácil que nos seduzca
si el propio discurso moral se reduce a corrección, buena voluntad,
decencia..., pero ni el más pequeño sacrificio.
Sin embargo, el
sacrificio es el gran tema de la ética. Es una ingenuidad pensar que se
puede amar a alguien, repartir bienes escasos, respetar ideas distintas o
proteger el medio ambiente..., sin sacrificio. Toda existencia auténtica
topa en no pocas ocasiones con la contrariedad del bien arduo, pues no
siempre coincide lo bueno con lo que más va en nuestro provecho o nuestro
interés.
—Estás describiendo la
ética como algo muy cuesta arriba...
Hay cuestas arriba, pero
efectivamente no quisiera teñir la virtud de un aspecto hosco o antipático.
La excelencia moral nunca debe perder su verdadero rostro, que es siempre
amable y liberador. Además, la virtud es un hábito bueno, y como tal,
facilita los actos buenos y permite una atenuación progresiva del esfuerzo.
¿Un talante negativo?
—Muchos tienen la
impresión de que la Iglesia lanza continuamente mensajes negativos, de
prohibiciones y de reacciones defensivas.
Esa impresión varía mucho
según las diferentes culturas de las naciones. En tiempos de la opresión
comunista en la Europa del Este, la opinión pública percibía que la Iglesia
anunciaba un mensaje de libertad, que transmitía una energía que también
comunicaba fuerza a los no creyentes y les inspiraba grandes valores.
También en África se ve la Iglesia como una gran fuerza dinámica que sale en
defensa de los derechos de todos y hace frente a las situaciones de
injusticia y corrupción del Estado. La Iglesia es también el mejor valedor
del Tercer Mundo, donde emprende numerosísimas iniciativas y promueve sus
derechos y libertades. Y en Latinoamérica la perspectiva es también otra.
Quiero decir con esto que si en Centroeuropa se ve a la Iglesia como una
instancia severa, quizá se debe a que precisamente ahí es donde denuncia
muchas cosas que gran parte de la sociedad ha aceptado solo porque le
resulta más cómodo.
Cuando la Iglesia habla,
algunos solo conservan en su memoria alguna prohibición moral –casi siempre
en materia de sexo–, y les queda la impresión de que la Iglesia solo se
ocupa de juzgar y restringir la vida. Esto puede suceder por falta de
acierto en algunas explicaciones, o por el enfoque o la selección de
noticias que hacen los medios de comunicación, o por lo que sea. Pero las
prohibiciones encuentran su sentido dentro de un contexto más amplio y
positivo, al que lamentablemente se presta menos atención.
¿Y si se cediera un poco?
—¿Y no sería mejor que la
Iglesia cediera un poco en unos cuantos de esos detalles que a la gente le
cuesta más asumir?
La Iglesia no puede ceder
en cuestiones de fe. Además, no resolvería nada: ahí está, como prueba, la
experiencia de muchas de las iglesias protestantes, que tomaron hace ya
tiempo una opción muy condescendiente en todas las cuestiones morales más
debatidas, y el resultado ha hecho evidente que sus problemas no se han
resuelto, ni han disminuido, por aceptar esas prácticas que la Iglesia
católica no admite. Esas “soluciones” no han hecho más atractivo el
Evangelio, ni han hecho más fácil ser cristiano, ni les han mantenido más
unidos. Tener claro esto es importante para no equivocar el diagnóstico de
lo que sucede.
Por eso es una lástima
que en muchos ambientes (a veces, por desgracia, también en algunos círculos
eclesiásticos), se centre el análisis y el debate siempre en el intento de
cesiones en esos mismos puntos: el celibato opcional, la ordenación de
mujeres, el matrimonio de los divorciados, el uso de preservativos, etc. Y
es una pena que se orillen en cambio muchas otras cuestiones de mayor
preocupación para la Iglesia y que apenas suelen tomar en consideración: por
ejemplo, qué podríamos hacer, como cristianos, para explicar nuestra fe al
ochenta por ciento de la humanidad que espera aún el anuncio del Evangelio;
qué podríamos hacer para contribuir más a resolver los grandes retos morales
que tiene la sociedad de hoy; o qué podríamos hacer para aliviar el
sufrimiento que produce en tantos hombres su alejamiento de Dios y de la
verdad.
La solución no está en
ese catolicismo débil que adopta una cobarde estrategia de repliegue, de
capitulación constante hasta en lo que más atañe a sus convicciones, de
miedo a expresar su fe con voz alta y clara. Es triste escuchar sus
declaraciones sinuosas, elusivas, vergonzantes, cuando se les inquiere sobre
sus certezas religiosas; o asistir a la declinación de esas certezas si la
conveniencia así lo exige; o ver su actitud acoquinada, achantada, resignada
a aceptar cualquier veredicto supuestamente mayoritario. No puede
fundamentarse la fe sobre cimientos tan medrosos y claudicantes.
Siempre y en todas
partes, el Evangelio será un desafío para la debilidad humana, y en ese
desafío está toda su fuerza. A pesar de todas las flaquezas de los hombres,
la Iglesia debe continuar incansable en su tarea.